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«Ni rey ni roque» de Patricio de la Escosura1

Raquel Gutiérrez Sebastián






Introducción

Posiblemente uno de los aspectos editoriales de más trascendencia en el devenir de la novela histórica romántica en nuestro país sea la aparición de la «Colección de novelas históricas originales españolas» del editor Manuel Delgado2. En ella se publicaron a partir de 1833, precedidas de una campaña propagandística en la prensa y de la colocación de pasquines en las calles, las novelas de López Soler, Espronceda, Larra o Vayo3, relatos cuyo lanzamiento editorial se orquestó además con la publicación de reseñas en la prensa del momento (Almela: 2006: 110-111).

El Eco del Comercio, el 2 de marzo de 1835, alabando los méritos de estas obras frente a las traducciones de las novelas extranjeras, preferidas por el público, apuntaba el interés «de algunos de nuestros jóvenes literatos de publicar una colección en que, por medio de una serie de novelas, se presentase un cuadro de cada una de las épocas más notables de nuestra historia» (citamos por Almela: 2006: 111).

Pues bien, uno de esos jóvenes invitados a colaborar en tan magna empresa4 fue Patricio de la Escosura, que cuando contaba veintiocho años de edad presentaba al público Ni rey ni roque, la primera novela de los años 30 que se ocupaba de la época de Felipe II. Escosura había publicado tres años antes, en septiembre de 1833, otro relato histórico, El conde de Candespina, en el que novelaba los avatares políticos del reinado de Doña Urraca, asunto que tanta fortuna ha tenido en la novela histórica actual5.

En Ni rey ni roque se relata la historia de Gabriel de Espinosa, un pastelero de la vallisoletana villa de Madrigal tras el que parece ocultarse la figura de don Sebastián, el rey de Portugal, que conspira para arrebatar el trono de ese país a Felipe II. Sobre ese trasfondo histórico construye Escosura una trama novelesca que recrea los amores entre el noble don Juan de Vargas y la cuñada del supuesto rey, doña Inés. La trama amorosa se cierra, tras multitud de vicisitudes dignas de una novela bizantina, con el matrimonio entre los dos jóvenes, y la trama política concluye con el ajusticiamiento del pastelero al ser descubierta la conjuración.

La figura de don Sebastián de Portugal, muerto en la batalla de Alcazarquivir en 1578, pasó a formar parte de un legado de leyendas populares que lo consideraban vivo y errando, con un nombre y un oficio supuesto y que dieron lugar a muchas obras literarias en diversos momentos: tres comedias en el siglo XVII, El pastelero de Madrigal de Jerónimo de Cuéllar, la Comedia famosa del rey don Sebastián de Luis Vélez de Guevara y La gran comedia del rey don Sebastián de Francisco de Villegas. A principios del XVIII, en 1706, Cañizares recreó el mismo asunto en El pastelero de Madrigal y posteriormente, en 1812, Dionisio Solís6 hizo una refundición de esta comedia de Cañizares estrenada ese año en Madrid, pero escenificada de nuevo en 1830 y 1833 (Penas: 1993: 177: nota 18), comedia que parece ser que vio representada Escosura y probablemente le sirvió como fuente de inspiración. Entre las producciones literarias posteriores al relato que nos ocupa y que tuvieron como eje al personaje de don Sebastián destacó el cuento de Francisco Zea «El Bachiller Sansón Carrasco» titulado Tío y sobrino. Felipe II de España y Don Sebastián de Portugal (1840), la narración histórica novelada El pastelero de Madrigal o el rey fingido, de José Quevedo, publicada en el Museo de las familias en 1845, y sobre todo la famosísima en su tiempo El pastelero de Madrigal (1862) de Manuel Fernández y González7. No podemos olvidar en esta nómina la alusión al drama zorrillesco Traidor, inconfeso y mártir (1849), o al juguete cómico en un acto y en verso que, con el mismo título que la obra de Escosura, presentó en las tablas madrileñas el 10 de junio 1869, Elías Aguirre y Laviaguerre.

La fortuna crítica de la novela en su época no fue mucha, posiblemente la acusación de diletante u hombre de muchos oficios que pesaba sobre Escosura influyera en ello, pues esta consideración del novelista está presente, por ejemplo, en la obra Pedro Sánchez de Pereda (1883), en la que cuando se recrea la vida literaria madrileña en la década de los 50 aparece un personaje, trasunto literario de Escosura, descrito con estas palabras: «Patricio Escosura, el hombre que brilla lo mismo cultivando la política, que el teatro, que la historia, que la novela. Tiene indudablemente mucho talento, pero, salvo mejor parecer, picando en tantas cosas a la vez, no le hallo verdaderamente completo en ninguna de ellas» (Pereda. Pedro Sánchez: capítulo XVI: 478). Junto a los resabios contra su autor, pudo pesar también en la poca fortuna crítica de la obra el hecho de que se publicara en un momento de eclosión de relatos históricos, algunos de méritos literarios más notables que el de Escosura.

Ni rey ni roque tampoco ha suscitado mucho interés en la crítica actual, aunque podemos destacar los juicios generalmente positivos que le dedica Sebold, que valora la originalidad de determinados aspectos de la novela, como la inversión de la identidad del impostor8, su concepto de historia y sobre todo el hecho de que, según este crítico, sea la primera novela policíaca en lengua española (Sebold: 2002: 159-170). Esta y otras calas críticas en este relato a las que me referiré posteriormente, ponen de relieve ciertos valores literarios de la obra que, en mi opinión, merecen ser destacados.

Al análisis de dos de ellos, la importancia de los elementos dramáticos en el discurso narrativo y el sentido de las abundantes digresiones que salpican el relato, dedicaré este trabajo.




La importancia de los elementos dramáticos

Uno de los aspectos de la novela de Escosura que ha llamado mi atención es el de la relevancia que en ella adquieren los elementos dramáticos9. Los motivos de la presencia de léxico y técnicas del mundo teatral en el relato son varios. Es evidente que el hecho de que la refundición dramática de Solís pudiera ser la fuente concreta de inspiración de Escosura para escribir la novela, pudo influir en la presencia de técnicas dramáticas en ella. Por otro lado, no podemos olvidar que este escritor tuvo un gran interés por el teatro, escribió varias piezas teatrales10, así como algunas comedias al estilo de las de Bretón de los Herreros. Tradujo también obras dramáticas inglesas y francesas y escribió varios artículos sobre teatro publicados en la Revista de España, El reflejo, Revista Andaluza o El entreacto.

Sin embargo, la cuestión va más allá de la afición del novelista a las tablas y fue acertadamente expuesta por Ermitas Penas, que en un artículo publicado en 1993 en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo en el que analizaba la importancia del teatro en algunas novelas históricas del período, entre ellas esta de Escosura, señalaba que posiblemente la falta de consolidación de una poética del género narrativo a la altura de la década de los 30 del siglo XIX, hizo que muchos autores recurrieran a las técnicas dramáticas para apoyar sus narraciones. No podemos olvidar que estos escritores están reinventando el género novelesco y lo están haciendo a partir del modelo de las novelas de Scott11, de un Cervantes ya lejano y del drama cuya tradición no se había interrumpido en España desde el Barroco (Almela: 2006: 119).

Dentro del análisis de los elementos teatrales de Ni rey ni roque nos referiremos en primer lugar a la introducción de intertextos dramáticos en la obra. Muchos de sus capítulos van precedidos de fragmentos de romances, canciones, odas, pasajes del Quijote, poemas de Garcilaso, Góngora o Quevedo y reiteradamente citas del Pelayo de Quintana. En determinadas ocasiones, estos fragmentos son obras teatrales, como El lindo don Diego de Moreto, La adúltera impenitente, un texto dramático de García de Castañar sin título y una antigua comedia inédita con la que se inicia el relato y cuyos versos cito12:

«DON FÉLIX
El rostro es en vano
querer ocultarme;
o tú has de matarme,
o yo te veré.
DON DIEGO
No es verme tan llano
que baste el querello;
mal que os pese en ello,
burlaros sabré».

(Página 764)                


Con esta introducción teatral en la que se juega con el ocultamiento, un tema tan recurrente en nuestra tradición dramática clásica, pretende el autor imbuirnos del ambiente de misterio e intriga que está presente a lo largo de la historia narrada y que es, en opinión de críticos como Sebold, uno de los mayores aciertos de la novela (Sebold: 2002: 159-160). Pero, además, este pasaje le sirve para manifestar la intención que pretende dar a su relato tras el desconcierto que su extraño título puede provocar en el lector13: nadie es quien parece ser, la novela se construye sobre la falsa identidad adoptada por don Sebastián, quien se hace pasar por pastelero de Madrigal, pero al final, el narrador no deja claro si el falso pastelero fue o no el rey lusitano, reafirmando la ambigüedad que estaba en el título, «Ni rey ni roque» y utilizando también para marcar esa ambigüedad el intertexto que acabamos de citar.

Además del teatro como texto citado, en el relato aparece el espectáculo teatral como contenido novelesco, con la finalidad de apoyar la ambientación histórica. En el cuarto capítulo del primer libro, el narrador recrea los entretenimientos de los habitantes de Madrigal en un día de fiesta, en una escena en la que curiosamente vuelve a aparecer el teatro, pues asistimos a la representación de una farsa descrita con todo lujo de detalles por la voz narrativa, que, haciendo uso de su conocimiento del teatro clásico, recrea y valora el espectáculo teatral: los temas, el anuncio de la representación, el escaso aparato escénico, los músicos, la poca verosimilitud de los diálogos del teatro, el empleo de actores para papeles femeninos, la finalidad de divertir que tenían la mayoría de las obras teatrales y el excesivo protagonismo del gracioso14 en ellas.

En estos párrafos la función de lo teatral es doble: trata de contribuir a la ambientación inequívoca de los hechos relatados en un espacio, la villa de Madrigal y en un tiempo concretos, el siglo XVII, insistiendo en los pormenores de un espectáculo y poniendo de manifiesto el intento del narrador de aportar veracidad histórica a su discurso, pero por otro lado sirve como marco para que se desarrolle un nuevo encuentro amoroso entre Inés y Juan y para revelar un aspecto importante en la caracterización de Gabriel. El hecho de que el pastelero obsequie al gracioso con una moneda de plata es un detalle significativo que viene a confirmar el extraño comportamiento de este personaje en la villa y que promueve la circulación de rumores sobre su falsa identidad en el pueblo, y es por tanto, un elemento que apoya una vez más el hálito de misterio que lo rodea15.

Junto con esta función ambientadora, el narrador se sirve de algunos elementos comunes a teatro y novela para dotar de una mayor vivacidad a su relato. Me refiero al uso de la terminología teatral para caracterizar la acción narrativa, con la aparición recurrente de fórmulas como escenario, escena o actores y sobre todo, al diálogo, de réplicas ágiles y breves, empleado por Escosura en algunos momentos del discurso narrativo, sin duda para aligerar el mismo ante el lector, pues no podemos olvidar que uno de los principales retos a los que se enfrentaban los autores de relatos y en especial los de novela histórica era el de la amenidad, en la que podía influir el acertado uso del diálogo por parte del narrador, que estaba obligado, como indicó El Solitario en el prólogo a La campana de Huesca de Cánovas del Castillo: «a ser maestro en el idioma que maneja, a conocer todos sus registros y secretos...» (Estébanez Calderón: 1886: VII) y cuyos personajes tenían que hablar: «tan lejos de la trivialidad cuanto de la exageración, guardando el difícil medio de lo propio, natural y adecuado» (Estébanez Calderón: 1886: VII).

El rápido diálogo entre Inés y don Juan con el que se inicia la novela, salpicado de requiebros del caballero y de desdeñadas réplicas por parte de ella, es un ejemplo evidente de esa preocupación narrativa por atrapar la atención del lector alejándose, al menos en los comienzos del relato, de las larguísimas descripciones históricas, pero pecando en ocasiones de la grandilocuencia y afectación que caracterizaban los diálogos teatrales de la época, afectación que caracteriza también el discurso dialogado de otros relatos de esta índole como por ejemplo El doncel de don Enrique el Doliente de Larra.

Pero el trasfondo teatral también se encuentra en el empleo por parte de Escosura de otras técnicas dramáticas además del diálogo, como los monólogos, los soliloquios y sobre todo el aparte, utilizado frecuentemente para mostrar la extrañeza de don Juan ante los sucesos que presencia. Así, aclara el extraño comportamiento de Inés con estas palabras: «-Es singular -exclamó-; pero al cabo es mujer -dijo para sí» (pág. 770), y sobre el pastelero añade: «Este Madrigal, dijo para sí don Juan, viendo aquello, es villa maravillosa, o se ha trastornado desde que estoy en ella: ¿qué va a que se llevan preso a mi huésped?» (pág. 772).

Finalmente, hemos de indicar que el teatro impregna también la manera de narrar algunos pasajes, con entradas y salidas de los personajes de un espacio, movimientos que recuerdan los de la escena, que son interrumpidos por las acotaciones de la voz narradora y en los que encontramos una construcción a lo dramático de fragmentos narrativos. Me limitaré a indicar dos ejemplos: el linchamiento popular de don Juan y el exorcismo al que se somete a este mismo personaje.

En el primero de los pasajes aludidos, correspondiente al tercer capítulo del primer libro, se relata la persecución de las turbas a don Juan, al que acusan de haber matado a Fray Miguel. Vargas se dirige huyendo a casa del corregidor, que, ayudado por su mujer, lo oculta en un retrete de su alcoba. Las rapidísimas réplicas del diálogo entre doña Petronila, el corregidor y don Juan, el lance descrito, propio de una comedia de enredo o de capa y espada, las referencias reiteradas a los gestos y movimientos de los personajes, llenas de comicidad por otra parte, nos recuerdan inequívocamente el discurso dramático. Por si no estábamos seguros de la teatralidad de lo leído, concluye el pasaje con estas palabras de la voz narradora: «gracias a sus providencias, al poco tiempo entró Fray Miguel en el aposento que fue teatro de la escena de que acabamos de ser testigos» (pág. 779).

El otro pasaje al que nos referiremos es el de la ceremonia de exorcización de don Juan16. Se inicia el fragmento con estas palabras del narrador «Descrito ya el teatro y los actores, vengamos a la acción» (pág. 790) y sigue a continuación una hilarante escena en la que un don Juan dormido recibe una serie de rociadas de agua bendita de manos del capellán y de un séquito de parientes y criados. El clérigo le ofrece a un aturdido y recién despertado personaje una pócima maloliente para expulsar al demonio de su cuerpo; se produce un diálogo de rapidísimas réplicas y el pasaje termina con la rocambolesca caída de unos personajes sobre otros tras la persecución del joven escaleras abajo:

«Era, en efecto, difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte integrante del posterior de otro.

Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres caídos».


(pág. 792)                


Digna escena, en mi opinión, de una película de los hermanos Marx.




Las digresiones del narrador

Revisada ya la deuda de este relato con el mundo dramático, nos referiremos a continuación al empleo de las digresiones por parte de la voz narrativa, muy importantes por lo que aportan al tratamiento de los hechos históricos y a la visión de la historia con un sentido didáctico y moralizador, y por la presentación de algunos de los principios estéticos que rigen la poética de la novela histórica.

Las digresiones en la novela tienen una amplia presencia, sin que lleguen a ser tan estrepitosamente abundantes como los textos de otros autores de relatos históricos como Miguel de los Santos Álvarez, y sin que lleguen tampoco a enojar al lector, pues una voz narradora insistente lo conduce por los acontecimientos.

Encontramos en Ni rey ni roque tres tipos de digresiones: las de carácter sociopolítico, las que se detienen en aspectos literarios y finalmente, las que guían al lector por la enmarañada red de los acontecimientos.

En lo que se refiere a las digresiones de carácter político y social17, destaca la larga y detallada descripción sobre la moda de los diferentes estratos sociales en tiempos de Felipe II, al servicio de la ambientación histórica y en la que se ponen en juego una serie de imágenes procedentes seguramente de la pintura que sirven al narrador para apoyar la verosimilitud histórica de los hechos narrados y en la que critica el poder de las apariencias y la cerrazón que impregna la España de Felipe II, en línea con los propósitos didácticos de la novela histórica del momento. A ella sigue una prolija relación de las prendas de ropa más usuales en el momento, comparándolas con las de la moda del XIX: en el XVII los calzones, el jubón acuchillado, la capa corta, los gabanes, los sombreros... frente al chaleco, la casaca y el corbatín del XIX: «instrumento eterno de suplicio para el hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el ético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos» (pág. 766). La incontinencia verbal del narrador no cesa, aunque a menudo se arrepiente ante el lector de sus excesos: «Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones» (pág. 766).

En otras digresiones explica la organización de las clases sociales, censura la superstición, detalla la llegada a España de la reforma protestante, refiere la importancia de la ciudad de Valladolid cuando en ella estaba situada la corte del reino, y desgrana los acontecimientos históricos del momento: la vida de don Juan de Austria y de Doña Ana y los sucesos de la anexión de Portugal por Felipe II18 y sobre todo, pone el acento en la visión negativa de este rey y en la presentación de su carácter sanguinario en contraposición a la figura de su padre, tal como posteriormente hará Eugenio de Ochoa en El auto de fe (1837) recreando una conspiración del príncipe Carlos II contra su tiránico padre y censurando también, en la misma línea que Escosura o Espronceda, la Inquisición19. Al narrador digresivo en Ni rey ni roque le interesa, en su crítica al Santo Oficio, la influencia de la institución en la vida social española del momento: «no parece sino que eclesiásticos y seculares, nobles y plebeyos, toda la nación, en fin, quiso hacerse cómplice de los millares de asesinatos jurídicos cometidos por la inquisición» (pág. 814).

Entre las digresiones de tipo cultural y metaliterario, nos detendremos por su importancia en lo que algunos críticos han calificado como el más extenso excurso sobre los laberínticos argumentos de la novela histórica (Sebold: 2002: 45).

Me refiero a la digresión situada en el capítulo II del segundo libro del relato en la que el narrador diserta sobre las innovaciones que el romanticismo trajo a la narrativa y que cito abreviadamente:

«Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuando y como les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación de empezar una historia por su principio [...].

El autor romántico, con que puede hacer todo aquello a que su ingenio alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, [...], siga el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando solo a sus oyentes: ¿Se divierten ustedes ¿Sí? Pues bueno va.

En uso de mis facultades, y como ejemplo práctico, he puesto el exordio de este capítulo, con el cual respondo de antemano a la objeción que sin duda me hará la crítica clásica de andar algo descosido en mi novela; y hago solemne protesta de que por ahora, y siempre que me convenga, seré romántico, reservándome, empero, refugiarme en el clasicismo cuando las circunstancias lo exijan».


(pág. 800)                


Tres son los aspectos más reseñables en esta larga e interesante digresión: la referencia al desorden de los acontecimientos narrados y a la posibilidad de presentar varios hilos argumentales en un relato, una de las mayores aportaciones del romanticismo al género narrativo; el desorden argumental o forma laberíntica de muchas de las novelas históricas del momento y al que se referirán los propios narradores de las mismas, como sucede en El Doncel de don Enrique el Doliente de Larra, en la que el narrador alude a su relato como «tan gran laberinto de riesgos e intrigas» (pág. 325)20, o las voces narradoras de Sancho Saldaña y La campana de Huesca (1852), que denuncian la costumbre del narrador de desordenar u omitir acontecimientos.

Un segundo elemento destacable es la importancia que da a la construcción de relatos que gusten a los lectores. Este deseo de interesar, incluso de impactar al destinatario está en el germen de muchos caracteres de la poética de la novela histórica, como la fusión entre sucesos y personajes históricos y sucesos y personajes ficcionales o ese empleo del diálogo como elemento que aligera el espesor del discurso histórico al que me he referido anteriormente.

El tercer aspecto importante de esta digresión es el hecho de que junto con la encendida defensa que el narrador hace de su modo de novelar y su salida al paso de la opinión de la crítica, aparezca en el propio discurso narrativo una puesta en práctica de los presupuestos teóricos aquí defendidos. De hecho, la historia contada en Ni rey ni roque se inicia in medias res, hay repentinos cambios de una línea de acción a otra, viajes simultáneos de los personajes de Madrigal a Valladolid, relatos dentro del relato marco, como la historia de doña Violante y el marqués, interrupciones de una historia para contar otras..., en definitiva, que el narrador está haciendo uso de esa libertad que preconiza en su reflexión metaliteraria, y esto podemos considerarlo un rasgo de afirmación de un nuevo género del que se están sentando las bases.

Y precisamente, por ese carácter laberíntico del argumento novelesco al que acabamos de aludir, se hace necesario el tercer tipo de digresiones, las metanarrativas, que guían al lector recordándole determinados acontecimientos, o anticipando otros, comparando paisajes actuales con los descritos o promoviendo su identificación con determinados personajes21. Por eso, son constantes las expresiones: «Recuérdese que hemos dicho...» (pág. 776), otras en las que se solicita al lector en un tono cómplice paciencia para concluir el relato, las que le ahorran determinados elementos o aquellas en las que se le piden disculpas.

En definitiva, el relato de Escosura aporta, en mi opinión, algunos elementos destacables en ese proceso de búsqueda en los años 30 del XIX de un molde narrativo propio para la novela histórica española. En primer lugar, la recreación del reinado de Felipe II, que aleja el relato de los escenarios medievales deudores de la tradición scottiana; también, el empleo de la digresión al servicio de la crítica política y moral, en línea con los postulados didácticos propuestos por Delgado para la colección a la que pertenece la novela. Es destacable además, el intento de Escosura de crear un discurso narrativo ameno para el lector, pero lo fundamental es la autoafirmación de los postulados de la nueva poética de la novela histórica romántica a través de las digresiones metaliterarias.

Umberto Eco escribió en Apostillas a El nombre de la rosa: «Yo, que admiro profundamente la poética aristotélica, siempre he pensado que, pese a todo, una novela debe divertir también, y especialmente, a través de la intriga». Pues bien, con ese y otros muchos elementos, la novela de Escosura consigue atraer y distraer al lector22 y esto, vistas las aportaciones de la mayor parte de las novelas históricas actuales, no deja de tener su importancia.






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