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Ni Rey ni Roque: Episodio histórico del reinado de Felipe II, año de 1595

Patricio de la Escosura



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ArribaAbajoPreámbulo


Patricio de la Escosura y Marroch (1807-1878)

Es figura de accidentada vida. Espíritu inquieto que se lanzó con igual ardor a la aventura de la vida y de la literatura. Comenzó siendo militar, después ministro, y alternando con su vida política desarrolló una gran actividad de escritor de diversa índole y afición: poeta lírico y dramático, novelista, periodista. Trabajador infatigable, dentro de la discreción de su ingenio hubiera podido rayar a mayor altura como escritor en todas sus creaciones si hubiera prestado a ellas una más detenida atención, concibiéndolas con mayor sosiego y cuidando su estilo. No carecía de dotes para ello. Le faltaba quietud en su espíritu y en su vida.

Nació en Madrid el 5 de noviembre de 1807 y murió en 1878. Con la invasión francesa, estando su padre a las órdenes del general Castaños, la familia se trasladó a Lisboa y posteriormente a Valladolid, donde permanecieron hasta después de finalizada la contienda. En la ciudad castellana adquirió Escosura sus conocimientos de latín y cursó primer año de filosofía en la Universidad. En 1820 le hallamos en la Corte, donde comienza su amistad y admiración por Espronceda, según él mismo nos cuenta: «En una casa fronteriza casi a la que mis padres habitaban, y yo con ellos, en la calle del Lobo, eran inquilinos de sus dos cuartos bajos, por los años de 1820 a 1823 de este siglo, respectivamente, del de la derecha, el entonces teniente coronel mayor del regimiento de infantería infante Don Carlos, don Francisco Puig Samper, y del de la izquierda, el brigadier don Juan de Espronceda. En compañía del primero estaba su sobrino don José Valls Puig, cadete en aquella época del mismo ya nombrado regimiento, y, naturalmente, con el brigadier Espronceda y su señora vivía su hijo único, don José, predestinado a ser el más insigne poeta lírico de la generación a que pertenezco. A Pepe Valls le debí la fortuna de conocer al futuro autor de El Diablo mundo, que no era entonces más que un muchacho listo y travieso, terror de la vecindad entera y calentura perpetua de su madre [...]».

Escosura prosigue en Madrid sus estudios hasta 1824, siendo posteriormente discípulo de Lista. Como consecuencia de la causa abierta contra Los Numantinos, el padre de Escosura, al conocer las andanzas de su hijo, decidió que éste marchase a Francia, lo que ocurría en septiembre de 18241. Estuvo primeramente en Versalles y posteriormente en la bella ciudad del Sena. En la causa de Los Numantinos se había condenado a Escosura a seis años de reclusión conventual, condena que, como los otros encartados, no llegó a cumplir, ya que protegido por O'Donnell inició la carrera militar, ingresando como artillero a finales de 1826 y saliendo oficial en 1829. Pero antes de regresar a España quiso conocer algo más del mundo que se abría ante sus ojos y se trasladó a Londres, donde frecuentó el trato de emigrados españoles amigos de su padre. Le hallamos por fin de nuevo en Madrid en el año 1826, otra vez al lado de sus condiscípulos y estudiando con Lista. Su primera obra literaria fue una comedia en prosa, de corte moratiniano, escrita en 1829, El amante novicio, cuyos méritos son escasos. En 1832 publica su primera novela histórica al estilo de Walter Scott, titulada El conde de Candespina, planeada sobre una base histórica de principios del siglo XII, que se refiere a los amores de doña Urraca y el conde de aquel nombre. Es novela de lectura interesante, aunque los episodios elegidos no sean de gran originalidad. Con ella consigue una feliz iniciación en el género.

Dispuesto a dedicarse más de lleno a sus ilusiones literarias, en cuyo campo había ya probado suerte, sobrevino la muerte de Fernando VII y con ella una nueva convulsión política. Acompañó el cadáver del rey al panteón de San Lorenzo, mandando dos piezas de artillería; y siguió viviendo en Madrid. Por haber frecuentado ciertas amistades se le acusó de desafecto a la tendencia política predominante a la sazón y se le destinó a Olivera, pueblo cerca de Ronda. La paz de la soledad forzosa hizo posible la rápida finalización de la novela que tenía trazada, Ni rey ni roque, obra que salió a la luz pública en 1835. Finalizado este pequeño destierro, y como contraste a tan pacífica temporada, le encontramos metido de lleno en la vida de armas, actuando de ayudante y secretario particular del general Luis Fernández de Córdoba. Pero en los sosiegos aislados de su vida castrense no se olvidaron las musas de entonarle sus cantos, y de entonces hemos conservado la poesía más conocida de Escosura, titulada El bulto vestido de negro capuz, escrita en Pamplona y publicada en 1835 en El Artista2, obrita que trata de una leyenda sobre los Comuneros. Romero Larrañaga imita directamente a Escosura en esta composición con su poesía denominada El sayón (1836).

En junio de 1837 representa en el teatro del Príncipe la obra dramática La Corte del Buen Retiro, que obtuvo resonado éxito; su argumento está basado en los supuestos amores del conde de Villamediana con la esposa de Felipe IV, constituyendo una novedad la aparición en escena de personajes tales como Quevedo, Calderón, Velázquez y Góngora. El mismo año estrena Bárbara Blomberg (madre de don Juan de Austria), obra que teniendo mayor mérito no fue acogida con tanto entusiasmo como la anterior. En ambas obras se muestra Escosura erudito, pero lento y amanerado en la versificación. Del año 1838, inferiores en calidad, son los dramas Jaime el Conquistador, que tiene como tema el castigo que este rey impone de cortar la lengua al obispo de Gerona por creer que éste ha revelado el secreto, conocido en confesión, de sus amores con Teresa Vidaura, asunto que también maneja José Zorrilla en su drama El excomulgado. Fue representada en el teatro de la Corte. De temas americanos son La aurora de Colón o Higuamota.

Sus actividades bélicas habían terminado y alternaba por entonces la política y las letras. Le encontramos de redactor de El Eco de la Razón y la Justicia, socio del Liceo. Al año siguiente intensifica su actividad política a raíz del Motín de San Ildefonso. Debido al pronunciamiento de septiembre le hallamos otra vez, en 1840, emigrado en París. En aquel entonces comenzaba la publicación de la España artística y monumental, que costeaba el marqués de Remisa, ilustrada con litografías de Jenaro Villamil y cuyo texto casi totalmente corría a cargo de Escosura. Figuraba al propio tiempo como redactor de la Revista Enciclopédica, escrita en castellano para circular por todo el mundo hispánico. Compuso un Manual de Mitología y dos cantos del poema Hernán Cortés en Cholula. Con el levantamiento de 1843 termina este período de exilio y retorna a la patria. En ese año llega a ministro de la Gobernación. Después de los sucesos de 1856 emigra una vez más.

Así se desarrolla su vida; en el ambiente azaroso que creaba la inestable situación política de aquellos momentos. Con ánimo entusiástico se entregaba a su razón del momento. Incorporado a la política, desempeñó varios cargos en la vida pública.

Corriendo el año 1844 compuso la Segunda parte de la Corte del Buen Retiro, intitulándola También los muertos se vengan, Las mocedades de Hernán Cortés y la tragedia clásica Roger de Flor. En el año 1845 era director de El Universal.

Retrato_del_autor

Hombre de carácter afable, reunió a su alrededor una tertulia como tantas otras nacidas a la sombra de figuras destacadas de la época. Así, le hallamos amigo y contertulio de Quintana, Martínez de la Rosa, Nicasio Gallego, Maury, duque de Frías, sin olvidar a Espronceda. Asistió también como contertulio al célebre Parnasillo. Formó parte de la compañía El trueno.

Literariamente es más conocido por sus novelas históricas, género en el que es considerado como uno de los principales seguidores de Walter Scott. No despreció, sin embargo, la influencia francesa sobre el género de la novela, y así imitó El judío errante, de Sue, en su obra El patriarca del valle (1846-47).

Tomando como base su propia vida y recuerdos de juventud publica en 1868 Memorias de un coronel retirado. En el Semanario Pintoresco Español escribió una serie de artículos que llamó Estudios históricos sobre costumbres españolas, que después salieron en volumen aparte (1851) y describen la vida de la España absolutista.

Como poeta lírico pertenece a la nueva escuela. Sus poesías muestran el mismo descuido que sus novelas y dramas. Fue también traductor de Dumas, vertiendo al castellano Catalina Howard y El marino, y de Klopstock con su versión de La Mesíada.

Además de las revistas y periódicos citados, su nombre aparece en El Museo Artístico en 1837, en El Progreso en 1865. En el El Imparcial escribió la crítica bibliográfica.

La actividad literaria de Escosura dentro del área de la novela histórica coincide con el período de máximo desarrollo de este género en nuestro país. Es también, entre los géneros que cultivó, el que le hizo destacar con más brillantez, a pesar del descuido con que fueron escritas. Es de advertir en todas ellas imaginación romántica, vertida sobre una trama sólida, aunque no es muy celoso en la rigurosidad histórica. Peca a veces de lentitud en ciertos pasajes de sus obras.

Tanta afición como a las novelas históricas -si cabe, más, teniendo en cuenta que fueron más numerosas sus creaciones en este sentido- demostró tener por el drama histórico, en la forma que se concebía por sus contemporáneos.

Sus compañeros de armas le calificaban de valeroso, caballero activo. Como hombre público acreditó sus cualidades de honradez, laboriosidad e inteligencia. En su vida privada mostró el amor a la familia.

«Ágil de miembros, como a su actividad conviene, camina con paso presuroso agitando al compás el brazo izquierdo y retorciéndose a menudo con la mano derecha su rubio bigote»3.



Se dice que Bretón de los Herreros procuró pintar a Patricio de la Escosura en uno de los personajes de su Marcela o ¿cuál de las tres?, en el tipo del capitán don Martín.




Ni rey ni roque

Don Sebastián fue rey de Portugal desde los tres años, bajo la tutela de su abuela Catalina de Austria, hermana de Carlos V. Su muerte acaece en 1578 en la batalla de Alcazalquivir, que hizo famosa y legendaria su figura. Tan legendaria, que la literatura se apoderó de ella después que el pueblo hubo llevado y traído la historia desafortunada de este monarca, cuya persona creían muchos, todavía, erraba por esos mundos de Dios ocultando su verdadera personalidad, temiendo la represión que su presencia real pudiera ocasionar en los intereses creados de la política. Tanto es así, que se piensa que alguien suplantó su figura, a la sombra de estas favorables circunstancias, y en 1595 dio lugar al célebre proceso de Gabriel de Espinosa4, el pastelero de Madrigal, que se las dio de rey de Portugal. Sobre el asunto de este proceso, el escritor Jerónimo de Cuéllar (1622, d. 1665) compuso una comedia titulada El pastelero de Madrigal, y andando el tiempo, José Zorrilla el drama Traidor, inconfeso y mártir, obra en la que nuestro escritor insigne funde en una sola persona al rey y al pastelero. Todavía más: el novelista Manuel Fernández y González compone asimismo una novela sobre el mismo tema, El pastelero de Madrigal. Y Escosura, en su juventud, cuando se hallaba confinado en Olivera, da forma y termina una novela sobre el mismo asunto, que tenía ya empezada en Madrid, y que tituló Ni rey ni roque, salida a la luz pública en 1835. Por las fechas de su publicación la novela histórica española se había enriquecido con las aportaciones de las figuras más señeras de nuestro movimiento romántico y era ella misma ya un producto puramente romántico. Por sus características, esta novela histórica de Escosura pertenece al grupo de las castellanas.

Escosura suficientemente capacitado para escribir novelas, supo escoger un tema tan sugestivo y dramático, viviente en la boca de la leyenda y desvirtuado en realidad. Con él aprovechaba la poesía que encierra siempre todo misterio, y este sabemos que interesa siempre al lector. Uniéndolo al enredo del relato novelesco acrecentó el entusiasmo por su lectura. Si a esto se añaden otros alicientes, como son el airear el tema de la Inquisición, tan ligado a nuestra política interna como a la crítica-externa, y el obligado del amor impregnando con su dulzura toda la ficción, comprenderemos el acierto que tuvo el autor al hacer de este tema una novela histórica. Si bien el pastelero de Madrigal y sus restantes personajes no dieron mucho trabajo al esfuerzo imaginativo del autor, éste ha sabido infundirles una vida nueva, pues rodeando todos los hechos con la lucidez de su ardiente imaginación, haciendo un buen planeamiento de las situaciones y moderando el enredo en la intriga y dosificando debidamente el sentimiento, consigue, a su vez, deleitar sin cansar y darnos el reflejo de un cuadro histórico español en el que sus figuras se nos antojan a veces salidas de las escenas dramáticas que tanto conocemos de nuestra maravillosa dramática clásica. Escosura era hombre de mundo, no encerrado en sí mismo, y conocía bien el corazón humano. Así se aprecia en la pintura de sus personajes, sin desmedidas deformaciones. Si su prosa no es del todo correcta, se debe a que su pluma no corría tanto como su imaginación. Con todo ello hubiera podido llegar mucho más lejos, dadas sus buenas dotes de novelista; pero ya vimos que Escosura, espíritu inquieto, se dio a diversas actividades y varias aficiones, con lo que diversificó su capacidad intelectual y no nos dio el fruto suficientemente maduro que era de esperar de sus dotes naturales y adquiridas.

Se dice que en parte esta obra de Escosura se relaciona con El abad, de Walter Scott. Las influencias walterscotianas sabemos ya que son muchas y repetidas en esta fase de nuestra novela histórica, pero no hemos de considerar hasta la saciedad estas ni exagerarlas buscando precedentes a toda costa donde no los hay. Es natural que tratando de seguir una escuela los autores coincidan en puntos en que es necesario encontrarse: las figuras de una época histórica se pueden parecer, lo mismo que en sus atuendos, en sus pensamientos y reacciones, pero esto no demuestra que tal personaje de una obra tenga su antecedente en otro parecido de otro autor. Es muy posible que un templario dibujado en una novela histórica se parezca a otro templario diseñado por otro autor en otra de su género; pero no siempre los parecidos que tengan son debidos a imitaciones o recuerdos de aquel; es posible la unidad de espíritu -en este caso concreto, la orden del Temple-, la que uniforma esas apariencias que hallamos y que las más de las veces se refieren más a una configuración externa del personaje que a una igualdad intrínseca de su espiritualidad. En cuanto a otros rasgos de ruinas, paisajes, etc., bien sabemos que muchas veces son tópicos, y en contra de estas ocasiones hallamos muchas veces, y las mejores, paisajes que son auténticas creaciones imaginativas del autor, cuando no son producto de su propia observación personal y deleite recreativo de algún lugar muy amado y conocido.

La lectura de la obra de Escosura nos deja tal regusto a lo español, a sus tierras recias, a sus caracteres fuertes, hidalgos y nobles, a esos prejuicios arraigados de una época sobria, rígida e inflexible, que muy difícilmente nos puede venir recuerdo alguno de modelos extranjeros. Pisamos muy directamente esas tierras de Valladolid, nos inundan demasiado esos cielos de Castilla, esos paisajes lisos sin fin, que, como Unamuno nos dijera en sus versos:


«Tú me levantas, tierra de Castilla;
en la rugosa palma de tu mano,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
al cielo que te enciende y te refresca
al cielo, tu amo.»








ArribaAbajo Bibliografía


Biografía-Crítica

CEJADOR: Historia de la literatura española, t. VII.

FERRER DEL RÍO, A.: Galería de la literatura española. Madrid, 1846.

LUSTONÓ, P. E.: En Ilustración Española y Americana. 1899, II.

OCHOA, Eugenio: El Artista. 1835, II, 117-19.

PEERS, E. Allison: «Studies», etc., en Revue Hispanique, LVIII, 111-13.

PIÑEYRO, E.: El Romanticismo en España.

ESCOSURA, P.: Tres poetas contemporáneos. Discurso en la Academia Española. Madrid, 1870.




Ediciones

Ni rey ni roque. Episodio histórico del reinado de Felipe II. Año 1595. Novela. Madrid, Repullés, 1835. 4 vols.





NI REY NI ROQUE
AL SEÑOR
D. JERÓNIMO DE LA ESCOSURA,
CABALLERO DE LA
REAL Y DISTINGUIDA ORDEN ESPAÑOLA DE CARLOS III,
DEL CONSEJO DE S. M.,
SU SECRETARIO CON EJERCICIO DE DECRETOS,
INTENDENTE DE PROVINCIA DE PRIMERA CLASE
Y VOCAL DE LA REAL JUNTA DE FOMENTO
DE LA RIQUEZA DEL REINO,
EN MUESTRA DE SU CARIÑO Y RESPETO,
Su hijo,
PATRICIO DE LA ESCOSURA.


    ¿De qué, pues, nos sirvieron
siete siglos de afán, y nuestra sangre
a torrentes verter?... Lanzado en vano
fue de Castilla el árabe inclemente,
sí otro opresor más pérfido y tirano
le pone el yugo a su infelice frente.


(QUINTANA: Oda a Padilla.)                





ArribaAbajoIntroducción


    El mentir de las estrellas
es muy seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas.



Caballero en un rocín cuellilargo, quijotudo y amojamado, su creación inmemorial, sus jaeces un a jáquima bastante antigua, y una manta de muestra no muy moderna, y a pesar de todo, no mío, paseaba yo no hace mucho por una sierra del reino de Sevilla.

Preocupado en diferentes pensamientos, para mí muy importantes, y habituado ya al país en que me hallaba, confieso francamente que no me hacía mucho efecto el cuadro que me rodeaba, a pesar de ser una de las más bellas perspectivas que pueda imaginar el entendimiento.

Cuanto la vista alcanza a descubrir desde el punto más elevado de aquel terreno ofrece un aspecto lleno de vida y de interés. No hay allí una llanura que tenga un cuarto de legua en cuadro, y hablando con propiedad, los que los naturales llaman valles no son más que ramblas o encañadas, la más ancha de cien toesas, sí las tiene. Compónese, pues, todo aquel país de cerros y colinas, peñascos y precipicios.

La Naturaleza ha hecho tanto en favor de Andalucía, que a pesar de la indolencia de sus habitantes, la verdura, la frondosidad de la tierra, encantan el alma del que acaba de dejar las áridas llanuras de la Mancha, donde el viajero se cree más bien en la Arabia desierta que no en la región meridional de la culta Europa.

En medio de vastos y fértiles olivares, de montes de robustas encinas, de viñedos frondosos, de campos cereales, la blancura resplandeciente de los cortijos, que vistos de lejos tienen alguna semejanza con los caseríos ingleses, hace un efecto maravilloso.

A corta distancia unos de otros, se descubren muchos pueblos, más o menos considerables, cuya posición, próxima siempre a los pasos precisos de la sierra y en puntos que los dominan, descubre que en su origen fueron puestos militares establecidos por los moros para defenderse de las continuas incursiones de los cristianos. Los castillos ruinosos que en casi todos ellos se ven aún, y sus nombres arábigos, acreditan suficientemente esta conjetura.

Verifícase la comunicación entre estos pueblos por medio de unas veredas que vistas y andadas parecen y son más a propósito para cabras que para hombres y caballos; pero los naturales de la sierra las andan con una presteza y agilidad sorprendentes; y el forastero, animado con su ejemplo, acaba por habituarse y caminar tranquilo por ellas. En este caso me hallaba yo.

Andando a la aventura, mi rocín acertó a tomar una estrecha senda, que en la mitad de la altura de una cadena de colinas bastante pendientes corre paralelamente a su base, al pie de la cual se desliza con manso ruido entre innumerables piedrecillas de jaspe colorado un arroyo cuyo color verdoso y olor azufrado dan claros indicios de ser sus aguas minerales. Crecen en su orilla el romero, la adelfa, y otros muchos arbustos en profusión, y la flor roja, del segundo citado contribuye a prestar a aquella ribera, si tal nombre merece, un aspecto ameno y pintoresco.

Como media legua podría yo haber andado, cuando la lentitud del paso de mi cuartago, lo lacio de sus orejas y la humilde postura de su cabeza me revelaron que si no quería volverme a pie a mi domicilio, era preciso que permitiese descansar un momento a aquella vera efigies de Rocinante. Eché, pues, pie a tierra, y reconociendo, por la frondosidad del sitio, que me hallaba en las inmediaciones de un manantial de agua potable, como la sed empezaba a aquejarme, quise buscarlo. Tuve para esto que meterme por un angosto desfiladero, en el que apenas cabían dos personas de frente. La elevación de los peñascos laterales, y las ramas de muchas higueras silvestres que de sus hendiduras salían, formando una bóveda impenetrable a los rayos del sol, hacía también muy a propósito aquel paraje para madriguera de bandidos, casta de pájaros en que el país suele abundar. Esta circunstancia dio lugar a que yo descolgase el retaco que llevaba pendiente del arzón trasero, según costumbre de Andalucía, y con él terciado y montado entrase en el desfiladero.

No bien anduve veinte pasos, sentí a corta distancia el ruido de los de otro hombre y otro caballo. Debió de sucederle a él lo mismo, y de formar tan buen concepto de mí como yo de él, pues al descubrirnos nos apuntamos simultáneamente con los retacos, y ambos preguntamos a un tiempo:

-¿Quién va?

Íbamos los dos vestidos a la jerezana, que es también el uniforme de los ladrones; pero como llevábamos bigotes el uno y el otro, apenas nos los vimos cesaron nuestras sospechas, y bajando a un tiempo las escopetas depusimos el airado ceño, y nos saludamos cordialmente con el nombre de compañeros.

Mi encuentro era un anciano de robusta complexión y nerviosa fibra. Los avíos le habían como curtido; pero conservaba toda la elasticidad de sus miembros y una estatura elevada, exenta de la curvatura general de los hombres de su edad. Por debajo del sombrero portugués dejaba ver unos cabellos espesos, pero blancos como la nieve, y de igual color eran los poblados bigotes, que me le dieron a conocer por hombre honrado.

-¿Adónde bueno, mocito? -me dijo con cortesía, pero con aquel tono de superioridad justa que los ancianos toman siempre con los jóvenes.

-Voy, señor mío -le contesté- buscando la fuente.

-Por el acento y el camino que usted toma, bien se conoce que no es del país. Yo también voy a la fuente, y si usted quiere podremos ir juntos.

Agradecí y acepté la oferta, y echamos a andar hasta el manantial, que aún distaba más de lo que yo me figuraba.

El aire cordial, la franqueza, la urbanidad marcial de mi compañero, me hicieren reconocerle desde luego por un oficial veterano; y en efecto lo era. A los cinco minutos de estar juntos se estableció entre nosotros la misma libertad de trato que pudiera haber si nos conociéramos de diez años antes.

El anciano me dijo que tenía setenta años, y se llamaba don Sebastián de Vargas. Había empezado a servir en caballería a los doce años, esto es, en el de 1776. Había hecho la campaña del año 92; la de Portugal con los franceses; la de América, y la del año 23 en el bizarro ejército constitucional de Cataluña.

Tenía tres heridas, la cruz de San Fernando, y otras infinitas por distintas acciones; y era comandante de escuadrón, con grado de coronel; gracias a la amnistía, pues desdeñando purificarse en la última época, se había quedado de paisano. Había asistido a más funciones de guerra que yo tengo meses de vida; y confieso que aunque las refería con harta prolijidad, le escuchaba con gusto y veneración.

Dos horas estuvimos juntos, y quedamos tan amigos, que me convidó a ir a pasar algunos días en un cortijo que habitaba, a media legua de aquel paraje.

-Vivo en el campo -me dijo- con mi familia, que se reduce a una hija de veinticuatro años, un sobrino de treinta, mi ama de llaves y mi asistente, soldado tan antiguo como yo. No recibiremos a usted con cumplimientos, ni podremos obsequiarle a la moda de la corte; pero en cambio será usted bien llegado, siempre que quiera favorecernos, y partirá con nosotros una puchera no mal sazonada.

Dile las gracias por el ofrecimiento, prometiendo no despreciarlo; y monté a caballo, gozoso con mi nuevo conocimiento. Dos días después fui al cortijo de Sierra Carnero, que así se llama el de don Sebastián de Vargas.

Su hija es una señorita no destituida de mérito personal, educada con más esmero del que yo suponía. Ella y su padre me recibieron como éste me había prometido. Por la mañana vimos su habitación, que es una excelente casa de campo, aunque de muy antigua construcción, a la cual se han ido agregando sucesivamente cuadras, tinaones o establos, graneros y pajares. No muy lejos de ella está un molino de aceite. Por la tarde paseamos en las tierras del cortijo, que son vastas, bien cultivadas y productivas: no faltan en ellas los olivos, encinas y cepas, además de los sembrados de trigo y cebada, y los prados de alcacer. Pero lo que me encantó fue una huerta, en la que, entre otros muchos árboles frutales, se veía considerable número de naranjos, limoneros y granados.

El sobrino de don Sebastián, que tenía por nombre don Pedro Alcántara Hinojosa, me pareció un excelente sujeto; pero yo a la cuenta no tuve igual fortuna con él, pues me trató con notable reserva.

Mi amistad con aquella familia llegó a hacerse cada día más íntima, por manera que pasaba semanas enteras en Sierra Carnero. En una de estas ocasiones llamó mi atención un retrato, de excelente mano, de una señora vestida con traje antiguo, pero tan parecida a la hija de mi huésped, que llegué a figurarme sería su madre, que por extravagancia se hubiese hecho pintar vestida de máscara.

Cabalmente, cuando hice esta observación, Inesita, que tal era el nombre de la joven, riéndose, me contesto:

-No es usted sólo el que ha tenido esa equivocación, no señor. Ésa no es mi madre: es mi sexta o séptima abuela. Dicen que en la figura nos parecemos mucho; y si es verdad, como es tradición en la familia, que pasó muchos disgustos en su vida, me temo que también en eso nos parecemos.

Al concluir estas palabras, la sonrisa de Inesita se convirtió en una expresión melancólica, y una lágrima se asomó furtivamente a sus hermosos ojos.

Yo, que sin poderlo remediar soy muy compasivo con las damas, y un tantito curioso, pregunté, con bastante empeño; y supe de aquella joven la causa de su disgusto.

He aquí cómo, sobre poco más o menos, me la refirió:

-«Esta señora que usted ve retratada, dicen que era de una familia muy ilustre, y que antes de casarse con su marido, que fue un Vargas, pasó trabajos indecibles. Su hijo único se llamó Sebastián; y éste dejó muy encargado en su testamento a sus descendientes, que a todos los primogénitos les pusiesen su mismo nombre. Pero no es ésta la cláusula más singular del tal testamento: Parece que entre el marido de la abuela doña Inés, que tal era su nombre, y un primo suyo llamado don Pedro Hinojosa de Vargas medió una estrecha amistad, por cuya razón el nieto de aquél se casó con doña Inés, nieta del último. En virtud de esto, don Sebastián 1. º de Vargas encargó también que los primogénitos de sus descendientes en línea recta se casasen con las primogénitas de la de Hinojosa, siempre que estas llevasen el nombre de Inés.

Desde entonces, hasta mi padre inclusive, se ha seguido sin alteración alguna la extraña regla de bautismo y matrimonios establecido en el testamento de don Sebastián; siendo de notar que ninguno de sus sucesores ha tenido nunca más que un hijo varón.

Pero mi desdichada suerte ha querido que justamente variase en mí este orden constante de sucesión. Mi padre se casó teniendo ya más de cuarenta años; y mi madre, al darme a luz, expiró. El ama de llaves que hoy tenemos, y que cuando yo nací estaba ya en casa, me ha asegurado que no es fácil decidir cuál sentimiento era mayor en mi padre, si el de la muerte de su mujer, o el de no haber sido un varón lo que había dado a luz.

No puedo quejarme de mi padre; ha llenado sus deberes escrupulosamente; pero jamás se ha abandonado por completo a la ternura paternal conmigo; y por más que procura ocultármelo, se le conoce que me mira como un borrón para el árbol genealógico de la familia.

Para colmo de mi desgracia; todas las hembras de la casa de Hinojosa han muerto, y sólo queda un varón, que es mi primo. Nos amamos; y aunque mi padre lo aprecia, no se resuelve a casarnos; porque se llama Pedro y no Sebastián. Vea usted si tengo motivó de afligirme.»

No es ponderable lo que me interesó esta relación. Por ella comprendí que la frialdad del primo conmigo provenía de un movimiento celoso, y me puse a castigar su desconfianza; convenciendo a mi anciano amigo de la ridiculez de su empeño en sostener el extraño testamento de don Sebastián 1.º de Vargas.

En la primera ocasión que me pareció oportuna empecé a insinuarme, y el viejo comandante no tuvo dificultad en entrar en materia.

-Usted llama debilidad -me dijo- a lo que no es más que respeto y cariño a mis ascendientes. Seis generaciones han consagrado esa costumbre y la han hecho inviolable a mis ojos.

-Y está bien -le repliqué yo-, está bien que usted la respete; y yo sería de parecer que se observase, a ser posible. Pero usted tiene setenta años, edad que no es a propósito para casarse; y aunque fuera más joven no podría hacerlo según sus principios, porque no tiene una doña Inés de Hinojosa con quien enlazarse. Es preciso, pues, que usted consienta en el matrimonio de su hija con su sobrino, o en ver deshecha para siempre la unión entre dos ramas de la familia que tan ligadas han estado hasta aquí.

-Sí, eso sí: usted tiene razón; pero yo tengo miedo. Sí señor, miedo, no se asombre usted. Hay en este asunto un misterio que no alcanzo, y que es lo que más me detiene.

-¿Y no podré yo saber cuál es?

-A nadie se lo he revelado hasta ahora; pero haré una excepción en favor de usted. En el testamento de mi séptimo abuelo don Sebastián se dice: que sus herederos, en el caso de no conformarse con sus disposiciones, incurrirán en su enojo, y que los fundamentos de lo que ordenase contienen en un rollo de papeles, que cerrados en una caja de plomo sellada deja en su biblioteca. Todos hemos respetado esta caja; pero en tiempo de la guerra de la independencia una partida de los invasores que ocupó la casa, creyendo que en ella se contendría algún tesoro, la abrió a bayonetazos. Por fortuna se dejaron los papeles, que el ama de llaves recogió, y hoy están en mi poder.

-¿Y usted no los ha leído?

-Mil veces lo he intentado; pero están escritos con unos garabatos infernales; de los cuales no he podido descifrar ni uno.

-Si usted no tiene inconveniente en confiármelos, yo entiendo algo la letra antigua, y veremos de traducirlos al castellano moderno.

-Me hará usted un servicio impagable.

-Impagable, no tal. Prométame usted que si de esos papeles no resulta expresamente una prohibición de casarse su hija con su sobrino, cesará usted de oponerse a sus deseos.

-Veremos.

-No hay veremos que valga: o se casan, o no trabajo.

-Hombre, eso es hacerme la forzosa. Para hacer felices a dos jóvenes que lo merecen, y a usted también.

-¡Pero señor, qué empeño!

-Mi coronel, ¿sí, o no? Entre soldados no hay palabras ambiguas.

-Pues vamos con un sí.

-Eso es hablar en razón.

-Vengan esos cinco, mi coronel.

-Tome usted, mala cabeza.

Inmediatamente después de esta conversación me entregué de un rollo de papeles muy voluminoso, que contenía la narración, que sin más condición que la de variar algunos apellidos, me ha permitido don Sebastián dar al público.

Paréceme que ofrecerá la utilidad de dar a conocer en gran parte el carácter moral, político y religioso de una época interesante de nuestra historia. Nada más diré, porque el público va a juzgarla, y sería indisculpable temeridad anticiparse a su fallo.

He tenido la satisfacción de asistir a la boda de Inesita con don Pedro Hinojosa, y de ver a éste tan trocado que me llama su mejor amigo. El coronel Vargas sabe ya de memoria este escrito; pero no qué hacer para probarme lo que agradece mi trabajo.

Sólo falta que el editor de la colección no tenga por qué arrepentirse de haberlo incluido en ella, y entonces yo también estaré completamente satisfecho.





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