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ArribaAbajo Libro segundo


ArribaAbajoCapítulo I

MORONDO
Que me llevan los demonios
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Voto a Cristo que me llevan.
TEODORA
¿Adónde?
MORONDO
No me lo han dicho
porque traen orden secreta 5

(La adúltera penitente, comedia de tres ingenios: CAMER, MORETO y MATOS.)                


Fiel a su palabra, procuró don Juan disimular su melancolía en presencia del marqués, y aunque a la verdad no pudo conseguir mostrarse alegre, por lo menos dejó de abandonarse a ciertos accesos, como el que dio lugar a que le exorcizase el padre capellán, y que antes de aquel suceso eran sumamente frecuentes.

Su tristeza era, sin embargo, la misma. Evitaba toda sociedad cuanta podía; y más de una vez acontenció que el comendador le sorprendiese con los ojos inundados de lágrimas; mas como Hinojosa había prometido solemnemente a su primo no volverle a preguntar la causa de su pena, y ni siquiera hablarle de ella, se veía en la imposibilidad hasta de consolarle.

En este estado de cosas transcurrieron algunos días, hasta que en la noche de uno, Vargas anunció a su hermano y su primo que al siguiente por la mañana se ponía en camino para visitar cierta hacienda, en la cual era necesaria su presencia.

Convino el marqués, y el comendador aplaudió el proyecto, creyendo, no sin fundamento, que la variación de aires y la agitación de un viaje serían muy a propósito para distraer a Vargas de sus disgustos, y tanto más, cuanto con sola aquella idea de él se notaba ya mucho más alegre que se le había visto en la última temporada.

Toda aquella noche estuvo Vargas amabilísimo, colmando de caricias a su hermano, al comendador, y aun al mismo padre Teobaldo, quien no dejaba de atribuir parte de tan inesperada mudanza a sus hisopazos y conjuros. En el momento de separarse don Juan abrazó a los tres con ternura, encargándoles que no le olvidasen.

-Olvidaros -dijo el marqués- y en el corto tiempo que habéis de faltar de aquí, no es posible.

-Mi ausencia, hermano, podrá ser más larga de lo que yo mismo creo.

-Norabuena; por mucho que se tarde en concluir la obra que vais a dirigir, será cosa de pocas semanas.

-Decís bien, hermano comendador, conservadme vuestra amistad.

-Don Juan, mis ocupaciones aquí son ningunas; si habéis menester un amigo que os acompañe, mi persona es vuestra.

-No, primo, no; vos podéis, y debéis quedaros. ¿Qué sería del marqués, viéndose solo? Adiós, pues.

-Adiós, y él os acompañe en vuestro viaje. Amén.

-Amén.

Antes de salir el sol estaba Vargas en camino, sin más compañía que la de un criado, que era el que siempre le seguía y estaba en su servicio desde la niñez. Callado, fiel y obediente, Pedro no conocía más ley que la voluntad de su señor, de cuyas acciones nunca veía más de lo que se quería que viese. Tan fácil hubiera sido saber por boca de un cadáver la enfermedad que le redujo a tal, como de la de Pedro nada de los asuntos de su dueño. Éste, pues, le estimaba como a una joya preciosa que no tenía reemplazo si una vez -llegaba a perderse, y depositaba en él sus secretos con una confianza sin límites.

Una legua habrían andado los dos caminantes; cuando deteniendo don Juan su caballo, dio lugar a que emparejase con él su criado.

-Pedro -le dijo-, vamos a Madrigal.

-Adonde usted mande.

-Es preciso que tú te adelantes. Nada importa reventar el caballo; esta noche has de dormir allá.

-Muy bien.

-Toma esta carta, que entregarás también esta noche misma, si llegares; como deseos antes del toque de ánimas. Gabriel no estará entonces en su casa.

-Está entendido, señor.

-Si llegas después de ánimas, mañana...

-¿Cuando el pastelero esté en misa?

-Perfectamente, Pedro.

-¿Y la respuesta?

-No la tiene. Marcha, y en habiendo entregado la carta métete en el mesón, y no salgas de él por ningún pretexto. ¿Me entiendes?

-Sí, señor.

-Nadie ha de conocerte antes ni después.

-Estoy al cabo.

-Fío en tu obediencia. Espérame allí, que o yo iré, o te daré noticias de mi persona. Marcha, Pedro. ¡Ah!, ¿llevas dinero?

-Poco.

-Toma diez doblones. Silencio y agilidad. Buen viaje.

-Dios guarde a usted, amo mío.

Diciendo esto, arrimó Pedro las espuelas a su caballo, y poco tiempo después le perdió don Juan de vista.

No nos tomaremos el trabajo de seguir al amo ni al criado en todo su camino, sino que, dejándolo en claro, trasladaremos la escena, de un golpe de pluma, al siguiente día, en el momento de oscurecer, a espaldas de una ermita que distaba como un tiro de bala de Madrigal.

Atado a un pino tascaba impacientemente el freno el caballo de don Juan; y éste, con no mucha más resignación, se paseaba aceleradamente al pie de los muros de la ermita. De cuando en cuando asomaba con precaución la cabeza por una de las esquinas; y examinaba con aire de inquietud y ansiedad el camino que guiaba a la villa, y en el cual no se veían ni perros.

-Ya casi es de noche...

-No viene... Si acaso Gabriel... ¿Pero qué, tan necio había de ser Pedro que se dejase sorprender? Infeliz de él como así fuese. Un bulto... La oscuridad no me deja distinguir quién sea; ¿si será ella?... ¿Y quién ha de ser a éstas horas por este paraje? Inés será. Respiremos.

En esto, el bulto se venía acercando a toda prisa, pero en vez de seguir hasta la ermita, tomó por una vereda que se apartaba de aquel camino como unos cincuenta pasos antes de llegar a ella.

-¡Maldición! No es Inés. Ya no viene.

Cualquiera que haya esperado alguna vez, y tratándose de asunto importante, concebirá fácilmente la extrema impaciencia de Vargas, a la cual se agregaba la duda en que se hallaba sobre si el mensaje había llegado sin novedad a su destino; y de que, aun cuando así fuese, se prestara Inés a sus deseos.

Tan presto se paseaba don Juan presuroso, como haciendo alto de repente recogía hasta el aliento y aplicaba el oído a la tierra para percibir aun el más ligero ruido. Ya se sentaba sobre una piedra, ya corría despeñado a ponerse en acecho, todo quejándose de su mala estrella y votando como un desesperado, y todo en vano también.

Cerca de una hora pasó en aquel tormento, hasta que, ya perdida la paciencia y olvidándose de sus proyectos mismos, abandonó la posición que ocupaba, y echó a andar hacia Madrigal; a que, él mismo no lo sabía; pero hay circunstancias en que el variar de posición, sea como fuese, es indispensable. Cincuenta pasos habría andado con una agitación extremada, cuando vio salir de la villa un bulto negro.

La noche era ya extremada, el firmamento cubierto de opacas nubes que impedían el paso a los rayos de la naciente luna; y el horizonte oscuro como el abismo, y que de cuando en cuando iluminaba la luz rojiza y fugaz de los relámpagos, anunciaban una próxima tempestad.

Agitadas por el presentimiento que les inspiraba su instinto, las aves nocturnas, con vuelo rastrero y desigual; cruzaban el campo en todas direcciones. El lejano ladrido de los perros, el son lúgubre de una campana, y hasta el susurro del viento en los sembrados, todo, en una palabra, contribuía en el momento de que hablamos a dar al paraje en que se hallaba Vargas el más siniestro aspecto.

Al ver, pues, el bulto de que se ha hecho mención, y olvidado de que un momento hacía hubiera dado cuanto le hubieran pedido por verlo en el camino, se sobrecogió un instante.

En efecto; la persona que a él se acercaba, cubierta de un traje talar, que flotando a merced del viento le prestaba aparentemente más corpulencia que la que realmente tenía, no parecía andar, sino deslizarse por el camino; tales eran la ligereza de su paso y la rectitud con que caminaba.

En las circunstancias ordinarias; don Juan, que por su parte había nacido valiente, y por otra era noble y castellano, hubiera visto con indiferencia, y tal vez no habría reparado en la circunstancia de caminar de este o del otro modo una persona que pasaba por el camino.

Pero la hora, la disposición del cielo, el paraje en que se hallaba, y que él mismo había elegido como más seguro para su intento, pues era pública voz en Madrigal que en las inmediaciones de aquella ermita, que hoy no existe, se verificaban frecuentes y espantosas apariciones, y sobre todo, la agitación en que estaba su espíritu, le tenían tan trastornado, que la vista de la persona que se le acercaba le sobresaltó, en efecto.

Hizo, pues, alto, y maquinalmente se persignó y sacó la espada. El bulto continuó marchando intrépidamente hasta estar a unos diez pasos de don Juan, que entonces ya cesó de andar.

Pocos momentos bastaron para que, volviendo éste en sí, reconociese la ridiculez de su conducta; y avergonzado de ella envainó la espada.

-Proseguid -dijo, dirigiéndose a la inmóvil persona que delante tenía-, proseguid vuestro camino, quien quiera que seáis, que así en mí no hallaréis impedimento.

-¡Don Juan! -exclamaron-, ¿sois vos?

-¡Inés! Al fin habéis venido.

-Sí, aquí estoy. Bien sabéis que arriesgo mi vida; pero, en fin, ¿qué me queréis?

-Aquí no estamos bien, Inés; cualquiera que pase puede vernos. Vamos a la ermita.

-¿A la ermita, don Juan?

-¿Y por qué no? Jamás os he conocido medrosa.

-Verdad es pero...

-No perdamos el tiempo, que para nadie es más precioso que para vos. Seguidme.

Al decir esto, asió del brazo a Inés, y en aquella disposición llegaron ambos a la espalda de la ermita, a la cual estaban unidos los restos de un pequeño edificio, que probablemente en tiempos antiguos habría sido habitación del ermitaño, pues, aunque inutilizada, conservaba una puerta de comunicación con la iglesia.

Ya en la época de que hablamos hacía muchos años que la ermita tenía su cura, que habitaba en la villa; y la habitación, abandonada, se había ido arruinando progresivamente, hasta no quedar más que un solo ángulo, en el cual se conservaba parte del tejadillo.

A este ángulo, pues, se dirigieron Inés y don Juan, sin proferir una sola palabra. Así que llegaron, don Juan dispuso lo menos mal que pudo un asiento de piedra para la pastelera, a quien dijo:

-Sentaos, Inés.

Hízolo así esta, y enseguida:

-¿Y vos? -preguntó.

-Bien estoy en pie. ¿Conque habéis recibido mi carta?

-Anoche me la entregó Pedro.

-¿Y Gabriel?

-No le he visto. No estaba en casa.

-Bien.

Parose aquí un momento como para recordar las especies, y en seguida continuó:

-Inés: repetiros que os adoro es inútil; bien lo sabes.

-Me lo habéis dicho, don Juan; pero no sé si será una prueba de ello estar un mes ausente sin darme noticia de vuestra persona ni siquiera por cortesía.

-Tenéis razón, ¿Qué responder a esto?... ¡Qué responder! Yo responderé; pero no interrumpáis, o de una conferencia que debe ser muy breve haréis una conversación eterna. Os adoro; repito, y os adoraré mientras viva, Inés. ¿Y cómo no adoraros? Yo que os he visto a la cabecera de mi cama noche y día sin separaros un momento, yo que os debo la vida...

-¿Y por quién la expusisteis?

-Más me valiera perecer entonces.

-¡Don Juan!

-Inés: tanta hermosura, tanta discreción, y ese carácter angélico, esa dulzura celestial, bastantes a hacer la dicha de cualquier mortal, han hecho de mí un frenético.

-Ya sabes que sólo vivo a tu lado. Ya ves tú que lejos de ti mi vida es un infierno. Inés, Inés, apiádate de mí.

-Sosegaos, don Juan. ¿Así cumplís las promesas que me hacéis en vuestra carta? Hablemos en razón. Cuando postrado aún en el lecho, gracias a la temeridad con que os expusisteis por salvarme, me dijisteis vuestro amor, don Juan; y yo no os oculté que también os amaba. Ya entonces era inútil que mi boca repitiese lo que debíais haber adivinado en mis ojos, pero también os dije que Inés no se envilecería jamás a los ojos de su amante, arrojándose en sus brazos sin ser antes su esposa, y vuestra esposa, Inés no puede, no debe serlo por ahora.

-Inés; verdad habéis dicho en todo. Lo que entonces me dijisteis está grabado en mi corazón con caracteres indelebles. ¿Pero cuál es el obstáculo que ponéis a nuestra unión? ¿La desigualdad de condiciones? Mujer celestial: ¿quién es más en el mundo que tú para mí? Yo también he querido luchar, y también he opuesto a mi pasión todo género de reflexiones, y todas han sido inútiles. He venido a ser tu esposo, a vivir contigo eternamente, a morir a tus pies de dolor.

Mientras que don Juan hablaba así con una vehemencia extraordinaria, Inés, enternecida, lloraba sin cesar. El llanto le impedía hablar durante algún tiempo; pero, al cabo, entre sollozos y suspiros, prorrumpió:

-Vargas, ¿qué decís? Sin conocerme, sin saber de mí más que el nombre de Inés, viéndome en tan oscura condición en compañía de Gabriel.

-Una sola cosa exijo de ti, Inés; para darte mi mano, una sola cosa. Con unas palabras vas a disipar una duda que pesa sobre mi corazón y le oprime y le agobia.

-Decid, don Juan.

-Antes jura decirme la verdad.

-Si es secreto en que yo sola esté interesada, juro por el Dios que nos escucha, y que sabe leer el fondo de nuestros corazones, que sabréis la verdad entera, y nada más que la verdad.

-Pues bien, Inés: perdóname si tal vez mi duda te ofende; yo mismo me he reconvenido millares de veces por ella; pero es más poderosa esta amarga duda que cuantos diques le opongo. Si tú supieras que en sólo concebirla he sufrido yo más tormentos que puede haber en los infiernos me perdonarías.

-Y bien, perdonado estáis.

-Decid; Clarita, la hija de Gabriel; ¿es tu hija?

-No, don Juan; no es mi hija.

-¡Dios omnipotente, yo te doy gracias! Tú eres digna de mi amor.

Un profundo silencio reinó en las ruinas, después de proferida por don Juan esta última exclamación.

El amor propio de Inés y su virtud misma se rebelaron contra la suposición de Vargas, y era menester toda la fuerza del amor y el peso de las razones que ella misma conocía haber tenido aquel caballero para concebir semejantes sospechas, para que no diese muestras de su indignación.

Vargas, como el que acaba de arrojar de sí una pesada y molesta carga, aunque gozoso por verse libre de ella, estaba como enajenado; y, además, conociendo también que su amada no podía estar muy satisfecha con su pregunta, no sabía cómo anudar de nuevo la conversación sin que volviese a recaer sobre tan delicado y desagradable objeto.

Estando así ambos amantes, la tempestad que desde antes de ponerse el sol se había ido preparando, descargó con tremenda furia.

Un relámpago, a cuyo resplandor parecía incendiado el lejano horizonte, seguido de un espantoso trueno, fue el principio de la tormenta, que, en seguida, ya fue general y terrible.

-Todos los santos del cielo me amparen -exclamó Inés, retirándose, asustada, al último rincón de las ruinas.

-¿Qué temes? -dijo don Juan siguiéndola y pasándole un brazo por la cintura, con ánimo sin duda de prestarle así su protección más inmediatamente-. ¿Estando conmigo, qué temes, Inés?

-Vuestra protección, don Juan, no creo que sea muy eficaz contra los rayos del cielo.

-La tempestad no puede ser duradera; en la estación en que nos hallamos son frecuentes, pero momentáneas.

-Por poco que dure, siempre será lo bastante para que yo, a menos de ponerme en camino diluviando como está, llegue a casa después que Gabriel, y entonces...

-Entonces, infeliz de él si se atreviera a ofender a la esposa de Vargas.

-La esposa de Vargas no lo soy aún, tal vez no lo seré nunca, y entre tanto; a su autoridad estoy sujeta.

-¿Y quién le ha dado esos derechos sobre ti?

-Mi destino.

-¿Y cómo?

-Éste es un misterio que ni vos debéis preguntarme, ni yo revelarlo. Dejemos, pues, de hablar de ello, separémonos también.

-¡Cómo, Inés! ¿Sin que hayas decidido de mi suerte?

-Nos volveremos a ver dentro de ocho días, en este mismo paraje, y a la misma hora. Entonces tal vez me será lícito hablar más que hoy puedo hacerlo.

-¿No me dirás al menos si me amas?

-¡Ingrato! Harto lo sabes.

-¡Inés mía!

-Don Juan, adiós.

-Espera: es imposible que con esta lluvia te pongas en camino.

-Lo que es imposible es detenerme más sin grave riesgo; tal vez es ya demasiado tarde.

-Pues bien... Pero ahora me ocurre: yo puedo llevarte hasta la villa en mi caballo, cubierta con mi capa, y desde la entrada hasta tu casa poco hay que andar.

-Vamos, pues.

Salió don Juan de las ruinas en busca de su montura, pero la oscuridad de la noche era tal, que a dos pasos no se divisaba un árbol. Fuele, pues, preciso marchar muy despacio y a tientas, buscando los únicos cuatro pinos que a unos seis u ocho pasos de la ermita estaban, y a uno de los cuales había atado su caballo; tropezó, por fin, con uno de los pinos, pero no era aquel el que buscaba; fue al segundo, y le sucedió lo mismo, y otro tanto con el tercero y cuarto.

«Vamos -dijo para sí-, he perdido enteramente el tino; no daré en toda la noche con el caballo».

Volvió de nuevo a recorrer los pinos, y viendo que tampoco en ninguno de ellos estaba, comenzó a dudar de si habría tal vez más árboles de los que él creía haber contado; pero un relámpago, iluminando por un instante todo el lugar de la escena, le hizo ver que no se había equivocado al contar los árboles, y que su caballo no estaba ni en el paraje que lo había dejado, ni cerca de él.

-¡Confunda Dios al pícaro ladrón que se lo ha llevado! -exclamó furioso, dando una patada en el suelo-. ¡Buenos estamos! A pie y sin dinero me deja, y ahora Inés habrá de andar a pie por ese camino, que está hecho un mar sin duda.

Mohíno, además, y pesaroso, dio la vuelta Vargas; no sin dificultad atinó a entrar de nuevo en las ruinas contiguas a la ermita, y así que estuvo dentro empezó a decir.

- ¡Pobre Inés! Estamos a pie o el caballo, espantado con los truenos, ha roto las riendas y echado a huir por esos campos, o algún ratero se lo ha llevado. Tendrás que irte a pie. ¿No respondes?

El ruido sólo de la lluvia, que impelida por el viento se estrellaba contra los muros de la ermita, fue la contestación que recibió don Juan a su pregunta.

-Inés, responded, por Dios santo... ¿Se habrá ido? ¿Capaz es...? ¡Inés, Inés! ¿Os parece este momento para chancearos?... Ahí estáis, sí; yo os siento andar... ¿Me huyes?... Responde, o es es...

-Silencio, o muerto sois, caballero -díjole al oído una voz de hombre; para él desconocida; y al mismo tiempo asido de ambos brazos, sin saber por quién ni cómo, se halló en imposibilidad de hacer el menor movimiento contra la voluntad de sus guardianes.

-¡Traidores! -dijo con rabia.

-Silencio -repitió la misma voz que primero había hablado-. Andad con nosotros en la inteligencia de que si no queréis hacerlo por vuestro pie, vendréis arrastrando. Silencio, repito, si amáis la vida, que no tratamos de quitárosla, ni aun de ofenderos, si a ello no nos fuerza vuestra imprudencia.

Concluida esta horrible oración, echaron a andan los que tenían agarrado a Vargas, y él también hubo de hacerlo con ellos, mal que le pesase.

Durante algún tiempo conoció don Juan que caminaban por las ruinas en razón a la desigualdad del terreno y a la multitud de escombros con que continuamente tropezaba, y aunque la extensión que en diferentes direcciones le hicieron andar, le pareciese mayor que las que las mismas ruinas tenían, lo atribuyó en parte a su turbación, y en parte a error en su primer cálculo.

Yendo así, le taparon el rostro con un pañuelo o capa que le echaron sobre la cabeza; precaución bien excusada, pues que, como ya se ha dicho, la noche era sumamente oscura. A poco rato, el piso ya se ofrecía unido y de nivel, y sus propios pasos, repetidos por un eco no muy claro, resonaban en los oídos del prisionero; enseguida le hicieron bajar una escalera, volver a andar por terreno llano, subir otra escalera, y al cabo bajar una tercera; desde allí, atravesar una zanja, y por último, saliendo de ella, sentarse en uno que le pareció escaño de madera.

En todo el tiempo no oyó don Juan proferir una palabra, de manera que la única conjetura que sobre su situación pudo formar fue, por el rumor de los pasos, la de ser tres las personas que con él iban, una delante y dos asiéndole de ambos brazos.

La circunstancia de faltarle el caballo le hizo creer que se hallaba en poder de ladrones, lo que le era sumamente sensible, no por él, sino por Inés, que era ya de suponer se hallaba en sus manos. En la situación en que se hallaba; sólo un recurso se le ofrecía para salvar a su amada de las garras de aquellos malvados, que era el de ofrecerle por la persona de la pastelera un rescate considerable en dinero; y así se propuso hacerlo tan luego como hubiera terminado su caminata y le diesen los ladrones lugar para ello.

En medio de estos proyectos, y como a pesar suyo, resonaba una voz en su conciencia, que le decía: «¿Por qué te obstinas en venir a Madrigal, si cuanto haces y dices en él redunda en daño tuyo?» El corazón respondió: «Estoy enamorado, y yo mando». La cabeza podía haber replicado como el gusano de la fábula: «Usted tiene razón: así va ello».




ArribaAbajo Capítulo II


    ¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.


(Romance autógrafo.)                


Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuándo y cómo les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación de empezar una historia por su principio, de referir hasta las veces que el protagonista fue azotado por el dómine en su infancia, y de seguirle paso a paso en el discurso de su vida, sin hacer gracia al lector de uno solo de sus pensamientos, por insignificantes y necio que parezca.

El autor romántico, con que puede hacer todo aquello a que su ingenio alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, y usando en toda su latitud de aquella máxima de no sé qué autor, que establece que el fin santifica los medios (sic), siga el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando solo a sus oyentes: ¿Se divierten ustedes? ¿Sí? Pues bueno va.

En uso de mis facultades, y como ejemplo práctico, he puesto el exordio de este capítulo, con el cual respondo de antemano a la objeción que sin duda me hará la crítica clásica de andar algo descosido en mi novela y hago solemne protesta del que por ahora, y siempre que me convenga, seré romántico, reservándome, empero, refugiarme en el clasicismo cuando las circunstancias lo exijan.

Poco más fastidiado que deberá estarlo el que ahora me lea con la impertinente disertación que precede, se hallaba don Juan de Vargas, en el mismo paraje y situación en que le dejamos al fin del capítulo anterior, esperando con ansia el resultado de una conferencia que indudablemente se estaba celebrando a pocos pasos de él, pues el rumor de varias voces, aunque vagas, hería sus oídos. Pareciole al cautivo que los que hablaban no pasarían de cuatro o cinco personas, y entre ellas creyó distinguir el eco de una que debía de serle conocida; pero como su turbación no permitiese, que recordara entonces quién era, se persuadía a que aquel hombre podría muy bien tener semejanza en la voz con algún conocido suyo, y serle, sin embargo, enteramente extraño...

Después de hablar un rato en voz tan baja que nada de su conversación pudo percibir don Juan, animándose la discusión, uno exclamó, en tono más desagradable, aunque lo que decía y con acento gallego, o muy parecido a él:

«¡Mateislu!» Toda la sangre se le heló en las venas al hermano del marqués, al oír tan terrible sentencia5.

-Sí, sí -dijeron a un tiempo dos o tres de los que conferenciaban.

-Es lo más seguro -exclamó el que había hablado a Vargas y estaba entonces sujetándole en el escaño; y acompañó su exclamación con un movimiento del brazo derecho; que a pesar de estar cubierto no pudo menos de distinguir el preso, quien, dándose ya por muerta, hizo mental y fervorosamente un acto de contrición.

-Teneos -gritó entonces la voz que a Vargas le parecía conocer-: teneos. ¿Quién os ha dado derecho para disponer de la vida de ese hombre?

-Nuestra seguridad lo exige -replicó ásperamente el de las ruinas.

-Mateislu -volvió a decir el que hizo la proposición.

-Os lo prohíbo -insistió el piadoso-, no tenéis facultad para ello. Solo Dios es árbitro de la vida de los hombres.

-Y el rey -contestó una voz, que hasta entonces no se había oído.

-Sí, sí, y el rey -repitieron todos a coro.

-Bien -dijo el defensor de Vargas-, y el rey; esperemos su decisión, y tiemblen todos su justicia si se atreven a tocar en ese mancebo sin orden suya.

-Esperemos norabuena.

-Esperemos.

-Esperemos.

Y el silencio más completo volvió a establecerse en torno del preso.

El primer movimiento de éste fue dar gracias a Dios por haberle libertado de tan grande peligro, deparándole; en medio de aquellos forajidos un alma compasiva que intercediese por él. Pero concluido este acto de piedad, y tranquilo ya por su vida, empezó a reflexionar sobre la última parte de la discusión que sobre su suerte acababa de tener lugar, y cuanto más meditaba menos la comprendía.

Un salteador de caminos, estableciendo que sólo Dios tiene derecho a quitar la vida a los hombres, y los demás tan celosos por el monarca, que al momento le replican que también es el de dar muerte uno de los derechos del rey, a la verdad, son cosas no muy comprensibles si no se toman en sentido irónico; pero que para disponer de la suerte de un caballero que está en sus manos esperasen los ladrones la resolución del rey, era lo que volvía loco a don Juan, y hubiera enloquecido también a cualquiera.

Tal vez, si la cuestión se le hubiese propuesto siendo otro el paciente y estando él tranquilo en casa de su hermano, hubiera atinado con la única solución racional que podía dársele, y era la de suponer que los ladrones llamaban rey al forajido que los mandaba, y que tal vez estaría ausente; pero como, a la verdad, la situación de Vargas no era la más a propósito para acertar enigmas, daba vueltas y más vueltas al asunto, y cada vez lo entendía menos.

Diremos, sin embargo, en defensa de su ingenio y honor de la verdad, que no le era fácil hacer raciocinio alguno seguido, pues la ignorancia en que estaba sobre la suerte de Inés le afligía aún más que su propio peligro.

La última y lejana campanada del reloj de la villa acababa de sonar las nueve de la noche; cuando distrajo a don Juan de sus reflexiones el ruido que al levantarse de los asientos que ocupaban todos los salteadores, a excepción de sus dos guardianes, que permanecieron inmóviles.

-El rey -se oyó decir en voz baja, todo alrededor.

«¡El rey! -exclamó para sí don Juan-. ¡El rey! ¿Si estaré soñando?»

-Caballeros -empezó a decir una voz todavía más familiar a los oídos de Vargas que la de que primero hemos hablado; pero reparando sin duda en el prisionero, se interrumpió, exclamando:

-¿Qué es esto?

-Yo lo diré, señor -contestó el que había intercedido por nuestro caballero; y el ruido de sus pasos anunció que se acercaba al recién venido para enterarle sin duda, de lo que había pasado.

Después, de un breve rato, dijo, riéndose, el que don Juan suponía ser el llamado rey:

-Yo lo sabía; pero se me olvidó advertíroslo. ¡Buen susto habrán pasado! ¡Coello!

Señor -respondió el de las ruinas.

-Venid.

-¿Y este hombre?

-Dejadlo; con Sousa basta. Entonces obedeció Coello, y Vargas pudo disponer de su brazo derecho; mas conociendo que habría temeridad en intentar retirarse, resolvió someterse pacientemente a su suerte, y permaneció tranquilo.

Poco tardó en volver Coello a su puesto y decir:

-Saltad, señor Sousa, a ese caballero. Señor don Juan de Vargas, poned la mano derecha sobre el puño de vuestra espada.

-Está puesta.

-Levantaos.

-Ya estoy en pie.

-¿Juráis por el signo de nuestra redención, por Dios y su Santísima Madre, y prometéis a fe de caballero sobre vuestro honor, que si os permitiese salir de aquí, sano y salvo, jamás revelaréis de manera alguna la menor circunstancia de cuanto acaba de pasaros?

-Antes de jurar me es fuerza hacer una pregunta, señor...

-Que diga.

-Decid.

-En el mismo paraje en donde me habéis sorprendido estaba en mi compañía una dama.

-Está segura, tranquilizaos.

-¿Quién me lo asegura?

-¿Bastará -dijo el que mandaba-; bastará que ella os lo diga?

-Sí -contestó Vargas, después de algunos instantes de reflexión.

Separose Coello de Vargas, y al cabo de algunos minutos volvió acompañado de Inés, quien dirigiéndose a su amante le dijo:

-Don Juan, no temáis por mí; segura estoy. Jurad lo que os han dicho y retiraos.

-Inés; no me engañéis. Sí hay el menor peligro...

-Ninguno, os lo protesto. Jurad, siquiera porque os lo ruego.

-Repetid lo que queréis que jure.

Hízolo así Coello; y don Juan juró. Concluido este acto; el mismo Coello, asiéndole de la mano, le mandó que le siguiese, y echando ambos a andar, y sin saltar zanja, ni subir más de una escalera, se halló Vargas en el mismo paraje en que fue sorprendido. Quitole Coello la capa que le cubría la cabeza, y retirándose precipitadamente, sin que su prisionero supiese por dónde, le dejó enteramente libre.

La tormenta había pasado; la luna, abriéndose paso al través de algunas nubes que aún quedaban iluminaba la campiña, que aún conservaba cierto aspecto melancólico y abatido, y el silencio no era interrumpido por sonido alguno.

Don Juan necesitó de algunos minutos para recobrar enteramente sus sentidos; y aún no muy sosegado salió de las ruinas, con ánimo de irse a pie hasta Madrigal; mas, con harta sorpresa suya, veía su caballo atado al mismo árbol y en la misma forma que lo había puesto él por la tarde, sin que faltase nada de cuanto encima tenía.

Montó, pues, y en breve tiempo llegó al mesón, donde su fiel Pedro le estaba esperando.




ArribaAbajo Capítulo III


    Vivir con ella en ignorado asilo,
sus sienes coronar de mirto y rosa,
y una mirada dulce, cariñosa,
en premio recibir de mi desvelo,
es mi sola ambición, mi solo anhelo.


(Oda inédita.)                


La mala cama, el ruido de las caballerías, y más que todo, su agitación, no permitieron a Vargas disfrutar en la posada de un solo instante de reposo. Representábanse sin cesar en su fantasía las escenas del principio de la noche; y el peligro que acababa de correr le parecía aún mayor después de pasado que cuando en él se hallaba, sucediéndole lo que al caminante, que, a fuerza de penas, logra verse en lo más alto de una escarpada roca, que ya en su cima se horroriza contemplando el precipicio a cuya orilla pasó.

Pero lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo de conciencia sobre haber creído ligeramente en la seguridad de Inés, que sin cesar se le ocurría. En vano se recordaba a sí mismo la absoluta imposibilidad en que se hallaba, de defender a su querida cuando se le exigió el juramento que prestó para obtener su libertad; en vano la misma Inés le había rogado que jurase. A todas sus reflexiones se decía: «Yo debí morir a su lado o salvarla conmigo».

En estos pensamientos le sorprendió el alba, y apenas el primer rayo de luz penetró en su aposento, se vistió apresuradamente, y envuelto en una gran capa, con su sombrero de ala ancha calado hasta las orejas, se puso en la calle.

Dirigiose inmediatamente a la pastelería, que, como de razón, encontró cerrada. Cediendo a su impetuosidad iba a llamar a la puerta; pero por fortuna suya, cuando ya tenía el aldabón en la mano le detuvieron el brazo por detrás.

-¿Quién se atreve a ponerme la mano encima? -dijo Vargas, lleno de cólera y sacando al mismo tiempo la daga .

-Yo, señor don Juan.

-¡Fray Miguel! ¿Y con qué derecho? Seguid vuestro camino, y dad gracias a ese hábito si no lleváis el premio que merece vuestra insolencia.

-Caballero: vuestra cólera ni me asusta ni me enoja; sois mozo y soldado; yo, anciano y religioso. ¿Qué gloria ni que provecho os reportaría el maltratarme?

-Padre mío: conclúyase la conversación; siga vuestra paternidad por donde iba y déjeme a mí acudir a mis negocios, que, por Dios santo, no estoy para sermones.

Y al concluir estas palabras volvió a asir el aldabón; mas fray Miguel se opuso también segunda vez a sus intentos.

-Fraile, o demonio en figura de tal, ¿has salido del Averno solo para precipitarme? Retírate al momento, o te mato si mil vidas tuvieras -exclamó Vargas, loco ya de furia, y desembozándose enseñó la daga desnuda al vicario de Santa María.

Mas éste, impávido, sin mudar siquiera de color y permaneciendo inmóvil delante de la puerta de Gabriel de Espinosa, le contestó, mostrándole el pecho:

-Herid, señor don Juan de Vargas; herid norabuena, si tan ciego estáis que desconozcáis no solo vuestros propios intereses, sino los de la persona misma a quien queréis servir. Sacad de esta vida miserable a un hombre que, resignado con la voluntad de Dios, siempre está pronto a comparecer ante su trono; pero creedme: de no pasar sobre mi cadáver, no cometeréis ahora la imprudencia de llamar a esta puerta.

La sangre fría de fray Miguel, su tono solemne y la firme decisión que en su rostro se mostraba de llevar adelante su propósito, paralizaron los efectos de la cólera de Vargas: con los brazos caídos, baja la cabeza y oído atento, escuchó cuanto el fraile quiso decirle, y aun después de haber concluido aquel de hablar permaneció algún tiempo en silencio.

-Fray Miguel, he andado sobradamente ligero, lo confieso; pero vuestra paternidad me ha provocado. Sea como quiera, respeto vuestro carácter, y voy a daros una prueba de ello sometiéndome a hacer explicaciones que a nadie debo. Si presumís que mi venida a esta casa tiene algo de hostil, os engañáis. Deseo sólo saber que una persona de ella...

-¿Inés?

-Sí, Inés; puesto que lo habéis dicho, deseo saber si está en su casa.

-Lo está.

-¿Quién os lo ha dicho?

-Yo la he visto.

-¿Cuándo?

-Anoche.

-¿A qué hora?

-A las diez de ella.

-¿No me engañáis?

-Mancebo, estas canas y este hábito, ¿merecen por ventura tan injuriosa desconfianza?

-No fray Miguel.

-Dadme esa mano: seamos amigos. Yo lo soy vuestro más de lo que pensáis, señor don Juan; y voy a daros pruebas de ello, si tenéis la bondad de seguirme.

-Vamos. Pero permitidme que os pregunte cómo a hora en que nadie anda por las calles os halláis vos en ella.

-Señor don Juan, el temor que tenía de que usted intentase lo que ha tratado de hacer.

-¿Pues cómo podría vuestra paternidad sospecharlo, cuando yo mismo no he formado el designio de visitar a Gabriel hasta hace media hora?

-¿Y de qué servirían mis años y mi experiencia si no pudiera yo prever las acciones de un hombre apasionado antes que él mismo? Yo he sido joven como usted, señor caballero, antes de vestir este hábito; también las pasiones me han atormentado.

-Norabuena; pero ¿qué antecedente tenía usted, padre vicario, para creerme desasosegado por Inés?

-¿Qué antecedente? El habérmelo dicho ella misma.

-¿Ella? ¿Y os ha dicho que...?

-Me ha dicho que la amáis, que os ama.

-Fray Miguel, si tratáis de sorprenderme, os habéis engañado; yo no...

-Deteneos, que yo no os pido que confeséis ni neguéis cosa alguna: voy simplemente a referiros lo que Inés me ha dicho. Se reduce, pues, a que entre ambos median relaciones amorosas, y que ayer, en una cita, las circunstancias fueron tales que al separarse de vos debía quedaros alguna inquietud por ella. La pintura que enseguida me hizo del carácter vehemente del señor don Juan de Vargas, y el conocimiento que yo tengo de Espinosa...

-¿Conque le conocéis?

-Sí, le conozco, déjame concluir. Temí, pues, el paso que queríais dar, del cual no hubierais sacado más fruto que comprometer a vuestra amada. Ved aquí por qué, a pesar de esa capa y ese sombrero, os he reconocido.

Calló el fraile, y Vargas, perdido, por decirlo así, en su laberinto de conjeturas, no acertó tampoco a decir palabra hasta hallarse dentro del monasterio y en la celda del vicario.

En ella hizo su dueño los honores a don Juan, con toda cortesía, y sentados ambos volvió a tomar la palabra el vicario.

-En vista de la manera con que esta mañana han sido recibidos mis buenos oficios, tal vez, señor don Juan, debiera yo abstenerme de mezclarme en asuntos ajenos. Pero mi deber, como ministro del altar, es sacrificarme por conservar la paz en las familias, y además, por razones que tal vez antes de mucho podrán ser públicas, estoy particularmente interesado en el negocio en que vamos a hablar. Será preciso; pues, que se me escuche con paciencia.

-Contad con ella, fray Miguel, y decid cuanto se os ocurra -contestó Vargas, reprimiendo a duras penas la expresión del enojo que tantos exordios le causaban.

-Usaré de esa licencia -repuso el vicario- y procuraré ser breve. Vuestro nacimiento es ilustre, yo me complazco en creer que no trataréis de oscurecer su nobleza con acción ninguna que de él desdiga.

-Padre vicario; no habléis más en eso: nadie ha dudado hasta hoy de la honradez de los hijos de mi padre, y...

-No se exalte, que tampoco dudo yo, lo que he dicho ha sido sólo para haceros conocer el inminente peligro en que una loca pasión os pone.

-Mi pasión no es loca.

-Sí, lo es; y lo probaré. ¿Conocéis a Inés?

-¿Si la conozco? Mejor que a mí mismo. Bella, sensible, generosa, honrada y de nobles pensamientos, Inés ha nacido para ocupar un trono. Sí, la conozco, fray Miguel; y el día que la conocí decidió del destino de mi vida entera.

-Joven infeliz; si eso es así, os compadezco.

-¿Y por qué? Si amo, también soy amado; en breve, un lazo santo nos unirá.

-Os engañáis.

-¿Y quién se atrevería a oponerse a la firme voluntad de arribos? ¿Quién, mientras Vargas tenga brazo y espada, le impedirá que sea esposo de Inés? La familia de Vargas no podrá impedirlo, yo os lo fío.

-¿Y Gabriel?

-¿Tiene ese hombre más de una vida?

-¿Paréceos el homicidio buen camino para llegar a la felicidad?

-No lo sé, ni quiero saber más que Inés ha de ser mía.

-La pasión es quien habla, don Juan, no vos. Atendedme, os ruego. Dejemos por un momento a Gabriel a un lado y hablemos de vos solo y de vuestra familia. De Inés, como ella misma os ha dicho, nada más conocéis que el nombre.

-Y el alma.

-Creéis conocerla, y tal vez...

-Tal vez arrancaré la lengua al que fuere osado a ponerla en la que adoro.

-No es ése mi ánimo. Pienso como vos.

-Inés es capaz de hacer feliz a su marido. ¿No es verdad, padre mío?

-Así lo creo; pero Inés hoy es muy poco para ser vuestra esposa; mañana tal vez será demasiado.

-No os entiendo, a fe mía.

-Ni yo puedo explicarme más.

-Norabuena. Cuantos me hablan de algún tiempo a esta parte, lo hacen misteriosamente; ya me voy habituando. Continuad, padre.

-Si vuestra familia llega a saber los proyectos que formáis, ¿cuál será el resultado? Una persecución violenta caerá sobre la infeliz Inés; y ésta no cesará hasta que se la ponga en posición que os sea imposible llegar a ella. Un matrimonio clandestino. Inés no consentirá en él; vivid seguro de ello. ¿Qué partido os queda?

-Casarme hoy mismo con ella, y hoy mismo huir con ella a país extranjero.

-Y allí, sin recursos de ninguna especie, don Juan de Vargas mendigará el sustento para él y su esposa, ¿no es cierto? La miseria y cuantos males la acompañan son el presente que vuestro amor quiere hacer a la mujer que idolatráis. Don Juan, por ella y por vos mismo, escuchad la voz de la razón; es forzoso que renunciéis a Inés.

-Antes morir mil veces.

-Mancebo: corréis a vuestra perdición.

-¿Qué importa? Sin ella no puedo ser nunca feliz; esto es cierto, certísimo, fray Miguel.

-Señor don Juan: este negocio es harto ajeno de mis años y mi carácter; pero me intereso tan de veras por Inés y por vos, que consiento tomarlo a mi cargo si me prometéis no dar en él paso ninguno sin anuencia mía.

-¿Y vuestra paternidad me promete que no abusará jamás de mi confianza para alejarme de Inés?

-¡Qué suspicacia! Sí, prometo.

-Pues yo también.

-Está dicho. Un solo medio hay por el que tal vez podéis llegar a ser esposo de Inés.

-¡Ah! Decid cuál, y veréis estoy pronto.

-Exige de vuestra parte grandes sacrificios.

-Ninguno habrá que me lo parezca siendo por ella.

-Exponeos a riesgos inminentes.

-Más de una vez he expuesto ya el pecho a las balas.

-Son también necesarios la paciencia.

-Tendré la de un santo.

-La sumisión.

-Seré un esclavo.

-El silencio.

-Callaré como un muerto.

-Todo os parece fácil ahora.

-A la prueba me remito.

-Acepto la promesa.

-¿Pero Inés será mía?

-Tal vez.

-¿Tal vez no más?

-Vuestra será.

-Sois mi ángel tutelar.

Y el pobre fraile se vio abrazado, besado, acariciado de todas las maneras posibles; y, a pesar de su gravedad, no pudo menos de sonreírse y enternecerse con el entusiasmo de Vargas.

Más fácil es imaginar que describir el extraño grupo que formaban un fraile anciano y un caballero mozo, estrechamente abrazados y llorando como dos chiquillos.

Vargas, enajenado de gozo, fray Miguel enternecido, se miraban el uno al otro con una expresión tan singular, tan dulce, que más parecían padre e hijo que dos extraños.

En esta situación los sorprendió Gabriel de Espinosa, que sin pedir licencia ni llamar, abrió la puerta de la celda y entró en ella como pudiera hacerlo en su casa.

Iba el vicario a levantarse de su asiento, mas a una seña del pastelero permaneció tranquilo.

-Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo -dijo Espinosa, con el mismo tono de voz que ya le había oído don Juan cuando le vio por primera vez.

Pero entonces no se desmayó el fraile, sino que, haciéndole una reverencia, le respondió:

-Señor Gabriel, él venga con vos. Al escuchar el saludo del pastelero, Vargas se estremeció sin saber él mismo por qué. Verdad es que, aun cuando don Juan pasó en casa de Espinosa más de quince días para curarse de la herida que recibió en la pradera, puede decirse que apenas le vio.

Pasábanse, en efecto, los días enteros sin que Gabriel entrase en la habitación que ocupaba su huésped, y cuando lo hacía era por pocos minutos, limitándose su conversación a preguntar por la salud del enfermo y desearle un pronto restablecimiento.

Tan extraña conducta no pudo menos de llamar la atención del hermano del marqués; pero a cuantas preguntas hizo a Inés sobre la materia, jamás oyó otra respuesta que la de que aquel hombre era de carácter naturalmente áspero y oscuro.

Por otra parte, Vargas, continuamente en compañía de Inés, y enamorado hasta no más de ella, no echaba mucho de menos la sociedad de Gabriel: de manera que, cuando llegó el caso de volverse a Valladolid, sus relaciones con él eran poco más o menos las mismas que el primer día de haberse visto.

No había, pues, entre ambos la mayor6 intimidad; y no sabía don Juan en la ocasión de que hablamos; cómo tratarle; pero Espinosa zanjó la dificultad llegándose a él con aire afable, aunque sobradamente familiar, y diciéndole:

-¿Pues cómo, señor don Juan de Vargas; vos en Madrigal, y no en mi casa, que tan vuestra es?

Tomó entonces fray Miguel la palabra, y contestando por Vargas, dijo que al llegar éste a la villa, aquella misma mañana, le había él encontrado y llevádosele consigo, sin darle lugar a otra cosa. Con esto tuvo don Juan el tiempo suficiente para recobrarse, y contestando al cumplimiento del pastelero, con no menos cortesanía que la suya, la conversación se hizo general, fácil e indiferente.

Ya en esto, se acercaban las ocho de la mañana; hora en que el vicario decía diariamente la misa, y con este motivo se retiró a hacer oración para prepararse a celebrar dignamente tan santo sacrificio.

Quedáronse pues, solos don Juan y Espinosa, y este manifestó en la conversación un talento tan claro, tan vasta instrucción, y sobre todo, un conocimiento de los hombres, que sorprendió a Vargas.

Hizo don Juan caer la conversación sobre la política de la época; y el pastelero en breve le manifestó que estaba muy al corriente de ella.

Habló de toda España, de Italia y de Flandes, como hombre que todo lo había corrido, y con aprovechamiento. Los asuntos de Portugal los tocó ligeramente, y esto lo atribuyó Vargas al justo temor que entonces se tenía de tratar semejante materia, pues Felipe7 no consentía sobre ella la menor discusión.

Como quiera que fuese, el hecho es que cuando se trató de ir a oír la misa, Vargas estaba prendado del pastelero, y lleno de asombro de que un hombre de oficio tan bajo tuviese tal instrucción y discernimiento. Lo que únicamente le disgustaba en él era cierto aire de iniciativa y decisión que tomaba en las conversaciones. Decía, en efecto, las cosas no como quien anuncia una opinión, sino a manera de axioma. Si el oyente le replicaba, solía satisfacer a su objeción con fuerza y brevedad; pero si aún se le oponían, cesaba de hablar, arrugaba el ceño, y ya no era posible hacerle volver a entrar en materia.

Este proceder tan contrario a lo que su oficio, prometía; su ninguna aplicación al trabajo, su amistad con fray Miguel, y sobre todo, Inés, tan dama, tan llena de honrado orgullo, persuadieron a don Juan de que en la historia de aquel hombre se encerraba algún extraño misterio, y que de él dependían todas las reticencias que notaba en su querida y en el vicario.

A juzgar por las apariencias, no iba en esto Vargas muy descaminado; mas mirando el asunto más despacio, no parece que fuese cosa extremadamente sorprendente el que un hombre de baja esfera viajase mucho, pues, al cabo, pasteleros en todas partes los hay. Los misterios de Inés y los del vicario eran a la verdad incomprensibles; pero, por lo mismo, todo cálculo fundado sobre ellos debía ser de ningún valor.

Acabada la misa, el vicario, Vargas y Espinosa tomaron chocolate juntos en la celda del primero; y ya terminado el desayuno, pidió licencia fray Miguel a don Juan para tratar con él de cierto asunto de la comunidad.

Vargas se retiró inmediatamente, y ofreciendo volver en breve a verse con el vicario tomó, casi sin saberlo, el camino de la pastelería.

Entrose en ella y en la tienda le recibió el mulato, con toda la afabilidad que en él cabía, y era sobre poco más o menos la de un perro de presa, que si no muerde a su amo, no deja tampoco de enseñarle los dientes.

-Domingo -dijo don Juan-, ¿y tu ama?

-¿Que ama?

-Inés. ¿No está en casa? ¿Adónde ha ido?

-No sé.

-¿Hace mucho que ha salido?

-No sé.

-¿Pero cómo no has de saber cuánto tiempo hace que se marchó?

-No sé. Ya he dicho que no sé. ¿A qué viene tanta pregunta?

Como Vargas conocía el carácter de Domingo; no se obstinó en hacerle más preguntas, y aunque, como buen enamorado, estaba lleno de impaciencia por saber de su dama, no quiso proseguir un interrogatorio que indudablemente había de ser inútil.

Trataba, sin embargo, de buscar medio para ver a Inés; cuando inesperadamente se abrió una de las puertas que comunicaban de lo interior de la casa a la tienda, y entró en esta una niña de tres a cuatro años de edad, en cuyas facciones se notaba una semejanza extraordinaria con la de Inés. La única diferencia que entre ambos rostros había era el de ser algo menos fiera y mucho más dulce la expresión habitual del de la niña que el de la mujer. El color de la primera era también más blanco que el de la segunda; pero una y otra circunstancia podía muy bien atribuirse, y se atribuían, en efecto, por el vulgo, a las distintas edades de las personas comparadas.

Así que la niña vio a Vargas corrió hacia él y pagó con un sin número de inocentes caricias las infinitas que le hizo el caballero.

-Juanito mío, ¿me quieres todavía? -preguntó a don Juan.

-Sí, hija mía, más que nunca. ¿Y tú a mí, Clarita?

-Mucho, mucho.

-Me alegro; pero ¿qué tienes? ¿Estás llorosa?

-Sí, he llorado.

-¿Y por qué has llorado, ángel mío?

-Porque, tía Inés, se ha ido y no me ha querido llevar.

-¡Hay tal! Déjala que venga, verás cómo la reñimos.

-Si ya no viene.

-¿Qué dices, Clarita?

-Que ya no viene en mucho tiempo.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Papá.

-Habrá sido por engañarte. Estará en misa; o a comprarte dulces.

-No lo creas, Juanito. Ha salido en un caballo, y dos señores la han ido acompañando.

-¡El cielo me valga! ¿Y cuándo se han ido?

-Esta mañana muy tempranito.

-Vaya, tú me engañas, Clarita.

-No te engaño; mira, y se han ido por la puerta del corral. Tía Inés lloraba, y papá estaba tan serio, tan serio, ¿sabes?

-¿No sabes dónde ha ido?

-No, pero muy lejos. Ya se lo diré a la señora, que me hacen rabiar. Estas últimas palabras de la niña ya no las escuchaba don Juan, a quien la sorpresa y el disgusto embargaban los sentidos y tenían como fuera de sí.

Viendo Clarita que su Juanito, como ella decía, no contestaba, alzó el rostro para mirarle; y viéndole encendido como una grana, y con los ojos que parecían iban a saltársele del cráneo, fue tanto lo que se asustó, que inmediatamente saltó desde sus rodillas, en que estaba sentada, al suelo, y sé echó a llorar amargamente.

El mulato se acercó al instante; y con el ruido del llanto, volviendo don Juan en sí, acudió a ver qué ocurría.

-¿Qué tienes, niña? ¿Por qué lloras? ¿Por qué te has enojado conmigo? No, inocente, no; vamos, calla. Si sabes que te quiero. Un poco de agua para esta criatura, Domingo.

Éste, que parecía conmovido, trajo un vaso de agua, y poniéndose de rodillas lo presentó a la niña en la mano; pero Clarita, apartándole de sí, con mucho despego, le dijo:

-Yo no bebo sin salvilla, Domingo.

-Déjate ahora de eso -replicole Vargas-, bebe.

-No, no; papá y la señora no quieren. Domingo, sin replicar palabra, echó una mirada en rededor de sí, y no viendo con qué suplir la falta de la salvilla, echó mano de su propio sombrero, y colocándolo debajo del vaso se volvió a acercar a Clarita, quien, a fuer de niña, celebró con una sonrisa la invención del mulato, y bebió.

Vargas, en seguida, la dio un beso, y prometiendo volver pronto echó a andar para el monasterio, resuelto a adquirir de un modo o de otro noticias de su Inés.

Pero el destino lo tenía ordenado de otra manera. Ni el fraile ni el portero estaban en la celda ni en parte alguna del monasterio.

No por esto perdía don Juan la esperanza. Volviose al mesón, mandó ensillar los caballos, y montando, seguido de su criado, emprendió nada menos que correr todas las cercanías de la villa, con objeto de descubrir la dirección que habían tomado Inés y los dos hombres que según Clarita la acompañaban.

En esta penosa faena emplearon todo aquel día amo y criado. Aquí se hacía un labriego estúpido repetir veinte veces una pregunta, que al cabo no comprendía. Mas allá les contaban un cuento muy largo, para decirles que tres días antes habían pasado por aquel paraje unos arrieros, pero que nada habían visto de lo que se les preguntaba.

En resumen, a las oraciones no sabía Vargas otra cosa más que lo que le dijo un trabajador, de que estando en las viñas había visto a lo lejos tres caballerías; que en las dos de los costados le parecía iban caballeros dos hombres, pero que en la del medio no distinguió más que un bulto negro o carga. Lo único que el trabajador aseguró fue que se dirigían por el camino de Medina del Campo.

Esta noticia era bien escasa y vaga. Lo natural hubiera sido volverse a Madrigal y tomar informes de fray Miguel; pero la impaciencia de Vargas no conoció límites. Así, pues, envió a Pedro al monasterio con un recado para el vicario, suplicándole que, valiéndose del mismo conducto, le hiciese saber por escrito lo que pudiese sobre el viaje de Inés, y él continuó el suyo para Medina.




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    Hagamos un esfuerzo generoso,
algún auxilio en nuestro mal busquemos;
si el cielo nos le niega, perezcamos,
que menos malo, y doloroso menos,
es de una vez el renunciar la vida,
que ser esclavos; y existir sufriendo.



Cuatro leguas de Castilla que andar en un caballo, cansado ya de correr durante un día entero, es pesada tarea, y más para el que aun volando hubiera creído andar despacio. Pero, mal que le pese a don Juan, le fue menester tardar seis horas en su camino, llegar por consiguiente a su destino pasada la medianoche, hora en que ya no se veía alma viviente por las calles, ni puerta alguna que no estuviera cerrada.

Ni el jinete ni el caballo habían tomado alimento alguno en todo aquel día, y uno y otro estaban desfallecidos. Don Juan, con el aturdimiento, perdió el tino al ir a la posada en que acostumbraba parar, y cuando después de andar media hora por calles y encrucijadas quiso recordar, ya se halló fuera de camino y enteramente desorientado. Lo peor del caso fue que, a fuerza de dar vueltas se había salido de la villa, y estaba, a su parecer, en el extremo opuesto al de su entrada.

¿Qué remedio? Volverse atrás; pero el caballo dijo que no podía más y se tendió. Don Juan, que felizmente no recibió lesión alguna en la caída, hubo de resignarse a esperar que con el alba pasara algún alma compasiva que, ayudándole a desembarazar la pierna derecha que tenía debajo del caballo, le sacase del purgatorio.

Dejamos a la consideración del lector la desesperación, las imprecaciones y penas del buen caballero, y por él y por nosotros nos apresuramos a referir cómo salió de tan mala posición.

Empezaba apenas a iluminar el horizonte la dudosa luz del crespúsculo, cuando el ruido de los pasos de algunos caballos en el extremo de la calle en que estaba tendido Vargas le anunció que se aproximaba el instante de su libertad.

-¿Qué diablos está haciendo ahí? -preguntó uno de los que venían.

-¿No lo ve, pese a mi vida?-respondió don Juan-. Estoy preso debajo de este maldito rocín, que Dios confunda.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! Y es verdad. Divertido está el buen hombre.

-Lo que importa es que usted, señor hidalgo, me ayude a salir de aquí.

-Vamos de prisa, hermano, no puede ser. Adiós.

-No daré un paso más antes que ayude a ese caballero a ponerse en pie -dijo en voz baja, pero con firmeza, una mujer que con los caminantes iba.

Oído esto, los que la acompañaban, sin replicar palabra, echaron pie a tierra, y en breves instantes pusieron en pie al pobre Vargas. Este, a pesar de lo mohíno y maltrecho que se hallaba, se acercó inmediatamente a la dama; que permanecía a caballo, y con las más corteses expresiones agradeció el favor recibido.

Mientras él hacía su arenga montaban a caballo los que le habían auxiliado; y la dama, aprovechándose para no ser oída de ellos del ruido que hacían, dijo, en tono apenas inteligible, a Vargas:

-El domingo próximo, a la oración, en el Carmen de Valladolid; si no, el siguiente en la ermita de Madrigal.

Dicho esto, sin esperar respuesta, se alejó con viveza, y en seguimiento suyo fueron los demás, que eran tres hombres a caballo.

-Es Inés, no tiene duda. El domingo próximo... Bien ¿pero no sería mejor seguirla ahora mismo? Sí, por cierto... El caballo no puede con su pellejo... Esperemos, no hay otro remedio.

En ejecución de tan loable y necesario proyecto echó Vargas a andar en busca de la posada, con la cual dio por fin, no sin trabajo, y por aquella vez triunfaron el cansancio y el hambre del amor y la inquietud.

Dejémosle descansar, que bien lo necesita, y veamos cómo Pedro desempeñaba su comisión.

Inmediatamente que se separó de su amo se dirigió al monasterio; mas le fue imposible ver por entonces al Vicario, pues se le dijo que en aquel momento se hallaba en el locutorio con la señora doña Ana de Austria.

Pedro, paciente como el que más, dijo que estaba bien, que esperaría; y, en efecto, esperó nada menos que dos horas, al cabo de las cuales salió de su conferencia fray Miguel, pero no solo, sino acompañado de Gabriel de Espinosa.

Como criado en casa de un título de Castilla y acostumbrado por consiguiente a ver desde la infancia observadas rigurosamente las leyes de la etiqueta y distinción de jerarquías, no pudo menos de sorprender extraordinariamente al sirviente de Vargas que un pastelero gozase de tan alto favor, que una persona de sangre real le admitiese en su presencia, y nada menos que por más de dos horas.

No tuvo, sin embargo, tiempo de hacer reflexiones el criado, pues apenas le hubo visto el vicario se acercó a preguntarle qué se le ofrecía.

Como Gabriel estaba presente, Pedro no quiso decir el verdadero objeto que allí le tenía, y se contentó con decir que su amo le enviaba a informarse de la salud de su reverencia.

-Buena, a Dios gracias -dijo Espinosa, riéndose maliciosamente; muy buena; desde esta mañana acá, no ha sufrido alteración. Hermano Pedro, desempeñad vuestra comisión, que yo, que soy quien lo impido, me apartaré lo suficiente para no oíros, aunque es inútil; pues antes que habléis sé ya lo que vais a decir.

Quedose Pedro al oír estas palabras como petrificado y como el pastelero continuaba mirándole con cierta expresión burlona, y hasta el fraile mismo, a pesar de su gravedad, dejaba ver en el rostro no poco de mofa, el pobre criado no acertaba a hablar.

Viendo esto, volvió Gabriel a tomar la palabra:

-Andad, Pedro, y decid a vuestro amo que se vuelva a Valladolid, que no tardará mucho en tener noticias de la que desea.

Mientras Espinosa hablaba así, Pedro, recobrando el espíritu y llenándose del orgullo que la librea de la casa ilustre de los Vargas le inspiraba, se indignó de que aquel miserable quisiese darle órdenes a su noble amo.

-Señor Gabriel -dijo en tono bastante animado-, mi amo, el señor don Juan de Vargas, no me ha dado para vos comisión ninguna, ni sé yo qué relaciones pueda un pastelero tener con él para tener la osadía de mandarle a decir lo que ha de hacer y no hacer.

En tanto que hablaba Pedro se obró en la fisonomía de Espinosa una revolución completa. A la expresión irónica sucedieron instantáneamente la gravedad, el desprecio y la cólera.

Sus cejas largas y pobladas se unieron por un movimiento de contracción en los músculos de la frente; los ojos le brotaban fuego, los labios se le pusieron lívidos, y los dientes empezaron a chocar entre sí con violencia.

-Es claro -exclamó no pudiendo ya contenerse-, calla, o pagas con la vida tu atrevimiento.

Y hablando así, echaba mano a la daga de que ya hemos hecho mención. Pedro, que no era cobarde, y también llevaba una especie de cuchillo de monte, lo empuñó para defenderse; y sabe Dios cuál hubiera sido el resultado de aquella escena, a no haber interpuesto el fraile su mediación.

-¡Qué imprudencia, señor, que imprudencia! -dijo dirigiéndose al pastelero-. ¿Sabe acaso con quién habla?

-Tenéis razón; pero esto ya es insufrible. Prefiero mil veces la muerte a vivir así envilecido.

-No está lejos el día. Y vos, Pedro, retiraos, y dad a vuestro amo de mi parte el recado que habéis oído de boca del señor Espinosa.

Obedeció el criado, pero no fue sin extremada repugnancia y mayor admiración.

-Este Gabriel -iba diciendo entre sí-, Dios me lo perdone, pero no puede ser cosa buena; y el padre, fuera de la corona, tampoco me fío mucho en él. Dios quiera que no le den que sentir a mi pobre amo. En fin, yo soy mandado; con obedecer cumplo; y sea lo que Dios quiera.

-Fray Miguel -dijo gravemente Espinosa, después que Pedro se hallaba a suficiente distancia para no poder oírlo-, ya lo veis, es preciso que terminéis de una vez.

-Señor...

-Hablad con Espinosa.

-Pues bien, señor Espinosa; usted sabe que no se perdona medio para llegar al deseado término. La señora doña Ana...

-No hablemos de ella: ¡ojalá todos tuvieran su celo!

-Yo...

-Estoy satisfecho de vuestros servicios.

-Ahora los demás...

-Los demás, los demás, en todos hay morosidad, tibieza, y miedo sobre todo. Felipe y su inquisición hacen temblar a los que yo tenía por más valientes.

-Cierto es que así sucede; pero no por eso debemos desalentar. Gracias a los sacrificios que la señora doña Ana está pronta a hacer, habrá fondos con que hacer frente a los primeros gastos.

-Yo no quiero que doña Ana se desprenda de sus alhajas.

-Sin embargo, es indispensable que así sea, so pena de renunciar para siempre a lo que de derecho es del señor Gabriel de Espinosa. La comunicación con nuestros amigos de Portugal es tan difícil que raya en lo imposible. Los agentes del monarca español tienen minada toda la nación, y, dolor da decirlo, hay portugueses tan viles que les sirven de espías. Usted sabe tan bien como yo las inmensas dificultades que han tenido que vencer los pocos que hasta aquí han llegado, y que estos vienen en estado de no poder contribuir más que con su persona. Cuanto había ilustre y amigo de usted en aquel reino, ha sido proscripto, ya con un pretexto, ya con otro, y si alguno se ha salvado maravillosamente del naufragio común, se halla más en disposición de necesitar auxilio que de prestarlo. Todo esto es notorio a usted; tampoco se oculta a su penetración, que son muchas las razones que le autorizan, y más diré, le obligan, a aceptar las ofertas de la señora doña Ana. Señor, no hacerlo, desde luego, no sólo es desacertado, sino criminal.

-¡Criminal, fray Miguel! Os olvidáis...

-No me olvido, no, señor; pero mi celo, mi santo ministerio y la urgencia de las circunstancias exigen que diga la verdad desnuda, aun a riesgo de enojar a usted, cosa que en otro caso no haría por cuanto hay en el mundo.

Durante el largo razonamiento de fray Miguel, se paseaba Espinosa por el claustro en que se hallaban, y el vicario le seguía hablando, si con energía, pero no con menos respeto. Gabriel dejaba ver en toda su persona el aire de un hombre acostumbrado a tales deferencias, y que, por consiguiente, las recibe sin orgullo ni admiración.

Después de algunos instantes de meditación rompió el silencio el pastelero.

-Fray Miguel; meditaremos detenidamente esta noche vuestra proposición, y sabréis mañana lo que resolvemos.

Por toda contestación el vicario se inclinó humildemente, señal de quedar enterado.

Espinosa, sin mirarle siquiera, continuó diciendo:

-La adquisición de Vargas nos va a ser preciosa. Su familia tiene prestigio y dinero; él es entusiasta y valiente, y estas dotes son muy a propósito para casos de esta especie.

-Ciertamente -contestó el fraile-; pero usted sabe sin duda que don Juan desea...

-¿Y qué me importa a mí lo que don Juan desea? Sírvanos, que después a cargo de nuestra munificencia queda el recompensarle.

-Es que para que nos sirva como usted desea, no hay más que un medio: Inés.

-Lo sé; lo he visto antes que vos. Desde el instante en que la vio, se le trastornó la cabeza. Con mi larga peregrinación he aprendido, fray Miguel, a conocer los hombres. No es el oro, ni la gloria, ni las recompensas, las maneras de gobernarlos; cada uno de ellos lleva dentro de sí el medio para servir de juguete al que sabe estudiarlos. Las pasiones, padre mío, son el resorte que hay que tocar: ser diestro en la fantasmagoría. Enseñad a cada uno en perspectiva y abultado el objeto a que su corazón le inclina, y los veréis, corriendo tras de una sombra, abandonar todas las realidades posibles. La dificultad está en graduar la luz proporcionalmente a la vista de cada uno. Los hay que en una piedra ven un trono, o un tesoro, o una belleza, porque todo lo miran al través del prisma de sus deseos. Para otros es necesario más artificio; pero al cabo, poco son los que no caen en la red.

-¿Y está ya el señor Espinosa resuelto a servirse de don Juan?

-El tiempo dirá lo que debe hacerse. Fray Miguel, quedad con Dios.

-Él os guarde, como yo se lo ruego sin cesar.

Humillose el fraile al decir esto, Gabriel inclinó ligeramente la cabeza, y saludando graciosamente con la mano, salió a paso largo del claustro. Contemplábale el vicario, inmóvil; y al perderlo de vista exclamó, en tono bajo y doloroso:

-¿Cuándo se moderarán esa impetuosidad y ese orgullo excesivo, que son los que nos han traído a este punto? Jamás...

En tanto, caminaba Pedro a Medina del Campo, adonde llegó mucho antes que su amo se presentase en la posada, lo que le inquietó sobremanera; y sin duda se hubiera puesto en marcha de nuevo por adquirir noticias de él, si su montura, no menos cansada que la de Vargas, se lo hubiera permitido. Gracias a esta circunstancia halló don Juan a su sirviente en la posada y supo de él cuanto había ocurrido con fray Miguel y Espinosa; y como el aviso de éste convenía con la cita de Inés, desde luego resolvió el hermano del marqués regresar a Valladolid; sin embargo, antes pasó por la hacienda a que supuso se dirigía su viaje, y dando en ella las disposiciones convenientes se encaminó a la residencia de su hermano.




ArribaAbajo Capítulo V


       ¿Y su frente
pudo hollar impudente
la vil posteridad con lauros de oro?


(QUINTANA: Oda a Padilla.)                


Don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos V, primer rey de su nombre en España, tuvo fuera también de matrimonio; en una señora madrileña, dos hijas, de las cuales una era la señora doña Ana, monja profesa en el monasterio de Santa María la Real de la villa de Madrigal.

La misma política estrecha, mezquina y tiránica que jamás concedió al vencedor de Lepanto las prerrogativas de infante de España, que impidió siempre los distintos enlaces que se le ofrecían a aquel príncipe, verdaderamente grande, y que por último abrevió acaso sus días en medio de la juventud y de la gloria de que en Flandes se estaba cubriendo, esa misma hizo monja a doña Ana.

Bien conocía el malogrado héroe el carácter suspicaz, sombrío y cruel de su hermano; y la prueba de ello es que tuvo siempre oculta la existencia de sus hijas, hasta que en la hora de la muerte confió aquel secreto a su digno amigo el duque de Parma Alejandro Farnesio, capitán insigne, príncipe magnánimo; y, sobre todo, modelo de los caballeros de su siglo.

Imposible hubiera sido ocultar a Felipe II que su hermano dejaba dos hijas, por razones que, sobre ser muy obvias, serían harto prolijas de explicar; hízoselo, pues, saber Farnesio, recomendándoselas en su nombre, y en del difunto príncipe. La conducta del rey fue en aquella ocasión precisamente la misma que había sido la de don Juan de Austria. Recibió la noticia con agrado, acogió a las huérfanas con hipócrita habilidad, y al poner su mano sobre sus cabezas, como para bendecirlas, puede asegurarse que impuso sobre el cuello de aquellas inocentes el yugo de hierro que había de agobiarlas toda su vida.

Cobarde, como su padre valiente; cruel, como aquel generoso; y fanático, como religioso era Carlos, ningún crimen arredraba a Felipe cuando se trataba de su seguridad, de su venganza, o de los mal entendidos intereses de su religión.

Parricida en el príncipe don Carlos, fratricida en don Juan de Austria, ¿qué podía esperarse que hiciese con sus sobrinas?

Relativamente hablando, su conducta con ellas fue excelente, pues se limitó a sepultar a ambas en el claustro, contentándose con extinguir así la descendencia de un hombre que aun muerto le causaba celos.

Por lo demás, la señora Ana había recibido la promesa de ser prelada de su monasterio, y entretanto vivía en él con la posible independencia. En vez de estar reducida, como las demás religiosas, a una sola celda, tenía una habitación espaciosa y decorosamente amueblada. Concediósele un locutorio particular para dar audiencia en él; conservó el tratamiento de excelencia, y sus obligaciones se limitaron a la asistencia al coro, y aun de ésta se podía dispensar siempre que le acomodaba. Dos religiosas profesas, ambas nobles de nacimiento, servían inmediatamente a su persona, y otras varias legas desempeñaban los oficios mecánicos de su obligación. En una palabra, sus grillos se doraron con esmero; mas no por eso dejaron de ser grillos.

La figura de la señora doña Ana era como la de la mayor parte de las hembras de la casa de Austria, más bien imponente que bella; más agraciada que afable; pero no así su carácter, verdaderamente angelical.

Educada por su madre en el mayor recogimiento, y habituada a una vida monótona y silenciosa, de la cual salió para entrar en el claustro, su espíritu había tomado cierta tendencia a la meditación, que dejándose ver en su rostro, hacía muy a menudo parecer que estaba en éxtasis.

No hallando en él momento de desenvolverse la sensibilidad en su corazón objeto en que emplearle, naturalmente recayó toda ella en su madre y en sus augustos parientes; pero esto no bastaba. La juventud busca siempre un objeto ideal, no siendo suficiente la imperfección de los que le rodean a satisfacer sus inmensos deseos. Para los que viven en libertad, se encarga el amor de realizar estas ilusiones, y las realiza en efecto; si bien suele pagarse la corta felicidad que proporciona con amargos desengaños; pero la infeliz religiosa, ¿qué recurso tiene? La devoción.

Cuando ésta es sincera, cuando no se limita a prácticas ridículamente supersticiosas, sino que va acompañada de una fe pura, de una conciencia tranquila y un corazón sencillo, ¡dichoso el que la ejerce! En ella encuentra refugio y esperanza, consuelo y remedio para todas las calamidades de la vida.

Doña Ana, pues, era devota, sinceramente devota; y si bien tenía todas las supersticiones que pocos dejaban de tener en España en aquel siglo, había por lo menos en lo íntimo de su corazón un fondo inagotable de piedad, y aun de tolerancia; virtud verdaderamente rara en la época en que vivió.

Sin embargo, a pesar de toda su devoción, a haber estado en su mano decidir de su suerte, no hubiera seguramente tomado el hábito. La naturaleza la había hecho más para madre de familia que para religiosa, y ella misma lo conocía. La vista de un niño producía en aquella señora una sensación difícil de explicar. Sin que la reflexión bastase a impedirlo, suspiraba, contemplando cuán sin culpa ni voluntad se veía obligada a renunciar hasta a su esperanza de recibir nunca las inocentes caricias de que veía colmadas por sus hijos a otras mujeres.

Entonces hubiera querido haber debido el ser a un oscuro jornalero y ser dueña de su persona, más bien que ser hija de un príncipe de la ilustre casa de Austria a tanta costa.

Por más esfuerzos que hagan la superstición y el fanatismo para violentar la naturaleza, su voz se dejará siempre oír en el fondo de nuestros corazones; y las desdichadas víctimas de las instituciones de los hombres, luchando entre la fuerza de sus propios sentimientos y los horrores en que una educación viciosa les ha imbuido, vivieron en perpetua y espantosa agonía.

¿No es ya tiempo de que desaparezcan de las naciones cultas tan monstruosos abusos?

Tales eran las disposiciones y situación de doña Ana, cuando fray Miguel, nombrado vicario de su monasterio; y su confesor, se presentó en Madrigal.

Una y otro tardaron poco en hacerse justicia, respetuosamente, y de aquí resultó entre ambos la más estrecha y sincera amistad.

Fray Miguel amaba a doña Ana como un padre a su hija, y no podía menos de ser así, porque aquella señora había heredado todas las excelentes cualidades del infeliz príncipe a quién debía el ser.

Pero8 tardaron en no tener secretos el uno con el otro. El vicario supo de mano de doña Ana lo que sobre sus sentimientos hemos dicho ya, y la noble religiosa recibió la confianza de las pocas que atormentaban a fray Miguel, y de que aún no hemos hablado.

Ya hemos dicho que el vicario de Santa María, antes de serlo, había sido confesor del rey don Sebastián de Portugal, y todo el mundo sabe que este monarca, habiendo hecho, contra el dictamen de los más hábiles, una expedición, desapareció en una batalla que dio delante de Tánger, en la cual fueron los cristianos completamente derrotados, sin ser posible encontrar el cadáver del rey entre los demás ni saber su paradero.

El cardenal don Enrique ocupó entonces el trono de Portugal, y habiendo muerto sin sucesión, a pesar de haber obtenido del papa dispensa de sus votos para casarse, le sucedió en la corona Felipe II, en virtud de sus derechos, apoyados en un ejército que, a las órdenes del duque de Alba, derrotó a don Antonio, prior de Crato, príncipe que los portugueses hubieran preferido, con razón, al rey de España.

Pero a pesar de que todo esto sucedía, suponiéndose como cierta la muerte del rey don Sebastián, no faltaban en Portugal personas que creyesen que aún existía. Y esto no sólo entre el vulgo, sino en las clases más elevadas del Estado.

En el número de los que seguían esta opinión se hallaba fray Miguel, fundándola en la circunstancia positiva de que no había no sólo de los que habían escapado con vida de la batalla, que dijese que había visto morir al rey, y si alguno que aseguraba que se había retirado herido gravemente con dirección a la costa.

Además, durante el corto reinado de don Enrique corrieron distintas veces rumores de que don Sebastián se había presentado, ya en un punto, ya en otro de la costa, siendo de observar que tanto el rey cardenal como Felipe II, cada uno en su tiempo, castigaron con la mayor severidad, no sólo al que decía haber visto en vida al don Sebastián, sino aun aquellos que se limitaban a opinar que era posible que no hubiese muerto.

Si la historia de Felipe no ofreciese en cada una de sus páginas mil pruebas de su hipocresía, su conducta en esta ocasión bastaría sólo a destruir la cualidad de eminentemente religioso con que sus parciales han querido honrarle. Un hombre timorato cualquiera da a cada uno lo que legítimamente le pertenece; y cuando las circunstancias le hacen dueño de un objeto al cual pueda parecer dudoso su dominio, no descansa hasta aclararlo, porque prefiere la tranquilidad de su conciencia a cuantos tesoros encierran las entrañas de la Tierra.

Tal vez se dirá que en política hay ocasiones en que los principios de la justicia deben plegarse a las circunstancias del momento, y que acaso de una pequeña infracción de ellos, en perjuicio de uno o de algunos particulares, resultan bienes infinitamente superiores a la masa. Esto se ha dicho hace muchos siglos, se dice en el nuestro, y se dirá en los futuros, siempre que los gobiernos quieren, o por malicia o por ignorancia, infringir los pactos sociales, que tácitos o expresos, existen en todas las naciones, incluso la Turquía, donde lo es el Alcorán; pero como no porque todos lo digan una cosa es buena, habrán de permitirnos que les digamos humildemente nuestra triste opinión, y es que, en general, jamás de una mala acción resulta un bien; que si tal vez a primera vista aparece así, es indudablemente que examinada la cosa a fondo y despacio, se hallará que no es lo que parece; y por último; que al mismo resultado; aun suponiéndole bueno, se hubiera podido llegar sin cometer el crimen, con un poco más de paciencia y trabajo.

De cualquier modo, Felipe procedió siempre con su severidad característica contra todos los sebastianistas; y era igual el placer que su corazón de tigre recibía viendo quemar vivo al infeliz que acaso cantó por distracción:


    ¿Si ha venido o no ha venido
el Mesías prometido?
No ha venido [...]



O se mudó de camisa un sábado, o tuvo la desdicha de no nacer aficionado a la carne de cerdo, que al que era bastante osado para decir que su penúltimo rey acaso aún viviría.

No conocíamos en aquella época los españoles la sutil invención de la policía; mas en cambio teníamos la Inquisición, que no le va en zaga, y aun le lleva ventajas, y no pocas.

Gracias a las luces del siglo, la policía encuentra pocos delatores fuera de la clase abyecta de la sociedad, y aun en ella se avergüenzan los hombres de ser ministros de tal institución.

Por el contrario, el difunto santo oficio, desde el monarca hasta su último vasallo, contaba con otros tantos servidores. Las personas reales se honraban llevando un hacecito de leña para freír a algún desventurado hereje; una junta de sus calificadores decidió de la suerte del príncipe de Asturias don Carlos.

Los grandes de España ansiaban verse alguaciles mayores y desempeñar otros oficios del nefando tribunal.

La cruz verde de familiar deshonraba el pecho de un número considerable de nobles y funcionarios públicos.

En una palabra, no parece sino que eclesiásticos y seculares, nobles y plebeyos, toda la nación, en fin, quiso hacerse cómplice de los millares de asesinatos jurídicos cometidos por la inquisición, al paso que la mayor afrenta que hoy puede hacérsele a un hombre es llamársele esbirro.

Fray Miguel, después de haber sufrido valerosamente la más cruel de las persecuciones y llevando con resignación la reclusión en que se le tuvo algunos años, aprendió a ser cauto. Cesó de hablar de su malogrado rey, e interpretándose su silencio como prueba de hallarse convencido de la muerte de don Sebastián, lograron sus valedores; no sin trabajo, que se le pusiera en libertad y se le agraciase con el vicariato de Santa María, destino, a la verdad, poco preferible siempre a un encierro.

Allí, como hemos dicho, encontró a la señora doña Ana, y se interesó por ella vivamente tan luego que llegó a conocer sus excelentes prendas.

La hija de don Juan de Austria se consideraba, con razón, como víctima de la política de su tío el rey; y así fray Miguel llevaba, en el mero hecho de ser perseguido por el mismo, una gran recomendación para ella.

Las conversaciones entre el portugués proscripto y la religiosa versaban constantemente sobre dos solos puntos: la gloria y desgracia del vencedor de Lepanto y la aciaga batalla de Tánger.

Insensiblemente, las opiniones del vicario sobre esta última materia fueron inculcándose en doña Ana, de modo que en muy poco tiempo llegó a ser tanto o más celosa sebastianista que él mismo. Si fray Miguel hacía una penitencia, una oferta cualquiera a un santo para lograr por su mediación la deseada vuelta de su rey, dona Ana no sólo le imitaba, sino que, en ocasiones, llegaba a sobrepujarle en celo. Una rica lámpara de plata ardía de continuo en el coro alto de su monasterio, ante una imagen de nuestra Señora, en muestra del ardiente deseo que la hija de don Juan de Austria tenía de ver restituido a su trono al rey don Sebastián. Jamás oraba sin dirigir al cielo repetidas súplicas con el mismo fin; y, en resumen, su pensamiento dominante, único más bien, era el del regreso de aquel malhadado príncipe a su país.

Pero la verdad nos obliga a decir que, además de la compasión que las desgracias del rey de Portugal inspiraban al sensible corazón de la augusta religiosa, y del cariño que le profesaba por ser hijo de la princesa doña Juana, hermana predilecta de su padre, había un motivo, tal vez más poderoso, para que doña Ana se interesase tanto en que don Sebastián viniese y volviese a reinar.

Era este motivo la persuasión en que se hallaba, gracias a los continuos y repetidos esfuerzos que para ello hizo fray Miguel, de que en el caso de verificarse lo que tanto deseaba, y de contribuir aquella señora tan eficazmente como pensaba hacerlo al restablecimiento de la independencia de Portugal, don Sebastián obtendría del sumo pontífice dispensar a la señora doña Ana de su votos, y se uniría a ella con el lazo del matrimonio.

Preciso es confesar que el vicario en esta ocasión prescindió un poco de su carácter, habitualmente candoroso, y fue político en toda la extensión de la palabra, ofreciendo a la vista de la reclusa una perspectiva halagüeña que no podía menos de obligarla a entrar en sus planes, y prometiendo más acaso de lo que hubiera podido cumplir aun cuando don Sebastián no hubiese, en efecto, muerto y pudiera recobrar su corona, ambas cosas por lo menos harto problemáticas.

Pero háblesele a un amante de estrechar entre sus brazos a la que ama; a un prisionero de la libertad: por más incierto, por más peligroso, y acaso imposible, que al indiferente parezca conseguir lo uno o lo otro, a los interesados no les parece nunca que ofrece la menor dificultad; y apenas tocando la barrera de diamante que el destino opone a sus deseos creen en ella.

Tal fue el caso de la señora doña Ana. A las primeras insinuaciones que el vicario la hizo sobre la materia, su fantasía se inflamó. Aquel corazón, a quien jamás la idea del amor se había presentado sino asociada con la del crimen, pudo, en fin, conseguir la esperanza de amar un día sin delito, y de amar a un guerrero esforzado, célebre por su valor y sus desgracias, y rey en fin.

Recobrar de una vez la libertad, sus derechos de mujer, la clase en que su ilustre nacimiento la colocó, salir de la estrechez del claustro, y sacudir las cadenas de Felipe, eran para doña Ana consecuencias inmediatas y precisas de la aparición de don Sebastián.

¿Qué mucho que con tales esperanzas no dejase en sosiego a un solo santo del cielo para conseguir se realizasen?

Sin embargo, empezó por oponer algunas resistencias al proyecto del matrimonio; y como fray Miguel, conociendo que aquello era sólo por el bien parecer, insistiese sin cesar en ello, acabó por convenir en que se prestaría, aunque con repugnancia; a los deseos de su augusto primo, y a las órdenes del Santo Padre.

Conformidad admirable, tanto más cuanto su augusto primo probablemente no existía, y el Santo Padre en lo que menos pensaba era en sacarla de su monasterio.

Además de la señora doña Ana, contaba fray Miguel en el monasterio con el amor de casi todas las religiosas, a quienes su vida austera y penitente había inspirado una veneración sin límites; y desde que se hallaba en Madrigal había vuelto a anudar algunas relaciones en Portugal con la mayor cautela y tan buena maña, que logró sustraer de los agentes de Felipe.

Valiose para ello de un médico portugués establecido en el mismo Madrigal, de quien en lo sucesivo tendremos ocasión de hablar.

Éste era el estado de fray Miguel, y la señora doña Ana, cuando don Juan de Vargas se presentó en Madrigal por vez primera.




ArribaAbajo Capítulo VI


   Los días que apresurado
quieres hora apresurar,
un tiempo te ha de pesar
que hayan tan presto llegado.



Los días que transcurrieron hasta el domingo en que Inés había prometido a don Juan de Vargas verse con él a la hora de la oración en el Carmen de Valladolid, caminaron para el impaciente amante con una lentitud insoportable.

Todas las tardes su paseo, sin preceder deliberación, era hacia el lugar de la cita, y en él su ocupación calcular hasta por minutos el tiempo que debía transcurrir hasta el deseado instante. Triste condición la del hombre, que con ridícula inconsecuencia desea abreviar el curso de su corta vida por acelerar tal época de placer que acaso nunca llega.

Cinco días mortales se pasaron hasta que amaneció el domingo señalado. Don Juan oyó misa en el Carmen, se paseó hasta la hora de comer a sus inmediaciones, y por la tarde volvió también al mismo paraje.

La oración sonó: en lo que menos pensó Vargas fue en rezar. Recorrió con la vista la larga extensión del Campo Grande, que así se llama el paraje en que se halla en Valladolid el convento del Carmen; pero aunque en él vio diferentes personas, ninguna se acercó al punto convenido en largo tiempo.

Por fin, dos hombres embozados hasta los ojos, y dejando ver por debajo de las capas cada uno lana espada de tremenda longitud, se dirigieron al pórtico del convento con aire, aunque resuelto, cauteloso.

Don Juan los miró un momento; pero preocupado con la idea de ver venir a Inés, apenas paró la atención en aquellos dos hombres. Por su parte; los embozados parece tampoco hicieron reparo en él, y dieron vuelta a aquellos alrededores, registrándolos escrupulosamente, con el objeto sin duda de buscar en ellos a alguna persona, o de asegurarse de que ninguna había oculta. Terminado este examen, que fue de bastante duración, uno de ellos se acercó a Vargas, que también iba embozado, y sin saludarle ni andar en más ceremonias, le dijo:

-Amigo, háganos el gusto de despejar el campo, que habemos menester estar solos.

El hermano del marqués, impaciente con la tardanza de su amada, contrariado con la importuna llegada de aquellos hombres, y poco acostumbrado a verse tratar con tan poca cortesía, sintió impulsos de responder a estocadas a tan grosera intimación; pero reflexionando que empeñar entonces una querella era lo mismo que imposibilitarse de ver a Inés, se contuvo, no sin trabajo, y respondió, con aparente flema:

-Caballeros; un negocio de importancia me impide darles gusto por ahora. Tal vez me convendría a mí también estar solo; mas por amor de la paz me convendré a que vuesas mercedes estén aquí también.

Iba el que dio principio a esta conversación a responder no sabemos qué, cuando el otro embozado, que hasta entonces había permanecido a alguna distancia, acercándose precipitadamente a su compañero, le dijo:

-O el oído me engaña, o ese hombre es don Juan de Vargas, a fe que me alegrara.

-Alegraos, pues -replicó el amante de Inés, mostrándole el rostro a descubierto-, que yo soy en persona.

-¿Qué vais a hacer? -exclamó el que primero había hablado de los dos.

-Lo veréis -respondió el segundo; separándose de él, y dirigiéndose a don Juan, continuó diciendo-: Si no ando errado, señor don Juan, vos amáis a una mujer que tiene por nombre el de Inés.

Toda la sangre de Vargas se inflamó al oír tal interpelación. El que entonces le hablaba, ni era Espinosa, ni fray Miguel, y sólo ellos dos y su criado Pedro tenían algún indicio de sus amores. ¿Cómo, pues, aquel desconocido se mostraba tan al corriente de ellos? Es un rival, dijo para sí; sólo un rival, y rival favorecido, puede saber que yo amo a Inés.

El raciocinio no era muy exacto; pero de tal modo se le asentó en la cabeza a don Juan aquella idea, que desde luego se resolvió a reñir con aquel hombre, y así le contestó con sobrado desabrimiento:

-Señor mío, no estoy acostumbrado a dar cuenta de mis pensamientos al primer impertinente que tiene la osadía de venir a interrogarme, y así, sí no queréis llevar respuesta de que os pese, iros norabuena y dejadme en paz.

-Esa arrogancia podrá convenir con vuestros criados, pero no con los que, cuando menos; son tanto como vos.

-Si, en efecto, sois caballero -replicó Vargas lleno de ira-, yo os responderé como conviene.

Y al acabar estas palabras echó mano a la espada.

No anduvo perezoso su contrario, pues empuñó la suya diciendo:

-A esto quería yo venir a parar.

-Hubiéraislo dicho desde luego, y ahorráramos palabras -repuso don Juan, ya riñendo.

Su enemigo, para pelear, hubo de desembozarse y dejar ver su rostro de hombre en extremo blanco. El cabello era rubio y rizado, los ojos azules, y la fisonomía, aunque podría pasar por bella, sin embargo, carecía de viveza y gracia.

Vargas reñía con serenidad, pero airado; su antagonista con valor, pero sin gran vehemencia. Ambos eran jóvenes, robustos, y diestros, al parecer, en el manejo de las armas.

El embozado que primero habló, aunque daba de cuando en cuando algunas muestras de descontento por lo que presenciaba, permaneció inmóvil en su puesto, hasta que después de dos minutos de pelea su compañero; estrechado vivísimamente por Vargas, empezó a perder terreno. Entonces, sin consideración alguna, sacó también su espada y cerró con don Juan. Éste, viéndose de repente con dos enemigos en vez de uno, se sorprendió algún tanto, y dio lugar a que su nuevo adversario le hiriese, aunque levemente, en la mano izquierda. Empero, al ver correr su sangre tan alevosamente derramada, la ira le dio nuevas fuerzas, y echando prontamente mano a la daga, de que hasta allí desdeñó de hacer uso, se dio tan buena maña, que no sólo mantuvo a suficiente distancia de su cuerpo los aceros de sus enemigos; sino que tuvo la fortuna de desarmar al que provocó la riña, haciendo saltar su espada a más de cuarenta pasos.

Pero aquel triunfo hubo de serle funesto, pues el desarmado, furioso con el desmán que le sucedía, corrió en busca de su arma, y volviendo con ella iba a atacar a Vargas por un costado, esperando que, ocupado en combatir con su compañero, no lo echaría de ver. Engañose en esto. El hermano del marqués no era novicio en las armas, y como más de una vez se había visto en Flandes en lances cuando menos tan apurados como aquel, conservaba la misma serenidad que si estuviera sentado a la mesa de su hermano. Calculando con razón que de hombres que peleaban dos contra uno todo lo malo podía esperarlo, no perdió de vista al desarmado, y observando su marcha, le conoció la intención. Reconociendo, pues, el terreno con una rápida ojeada, empezó a retirarse con tanto acierto, que en un instante se halló con las espaldas guardadas por el convento, su enemigo vio frustrarse la esperanza de acabar con él traidoramente.

La pérfida conducta de aquellos dos hombres se avenía muy mal con el valor con que peleaban, porque, en realidad, lo hacían como hombres decididos y que no empezaban entonces a manejar la espada.

Más de siete minutos duró aquella lucha desigual; en ella recibió don Juan la herida de que hemos hablado, y sus dos enemigos no se hallaban mejor parados, pues el rostro de uno estaba cubierto de sangre, y el otro recibió una estocada en un muslo.

Sea por las heridas, sea por cansancio, ambos se retiraron simultáneamente al cabo de este tiempo como a unos seis pasos de Vargas; y éste, demasiado fatigado para perseguirlos, aprovechó con gusto aquella ocasión de recobrar sus fuerzas.

Los tres con las puntas de las espadas apoyando en tierra, respirando apenas, y con la vista clavada en el enemigo hubieran parecido estatuas si la sangre que corría por sus vestidos no demostrara que eran hombres.

Es probable que la pelea se hubiera renovado, y tal vez terminado con fatal éxito para Vargas si, a poco de hallarse los tres actores de aquella escena en la disposición que hemos dicho, no apareciera entre ellos una mujer, cubierta con un manto negro, pero que a pesar de él conoció desde luego Vargas por Inés.

La pastelera de Madrigal, que no esperaba hallar en aquel sitio a don Juan cubierto de sangre y en disposición tan hostil, dio muestra de su sorpresa y sentimiento con un profundo suspiro, que fue el que advirtió de su presencia a su amante y a sus dos enemigos.

-Señor don Juan, ¿qué es esto, qué es esto? -preguntó Inés.

-Esto es, señora -dijo el provocador de Vargas, sin dar lugar a que éste respondiese-, esto es un efecto de vuestra acertada elección.

-Decid más bien -replicó la morena con dignidad y fuerza- de vuestra inconcebible imprudencia, de vuestra ridícula obstinación, por no decir otra cosa.

-Podéis gloriaros, Inés -exclamó don Juan-, de tener un amante en ese hombre, digno de figurar en una banda de salteadores. Mirad el denuedo con que esos hombres han tirado la espada contra uno solo; y, es lástima, en verdad, que no hayáis presenciado el valor con que trataban de asesinarme por la espalda.

La acusación era demasiado cierta, y en el fondo de sus corazones era imposible que los embozados dejarán de conocer su justicia; pero hallándose una mujer presente, no les pareció decoroso convenir en ella; y así el que primero riñó contestó lleno de ira, real o aparente:

-Mentís como un bellaco.

-Miserable -gritó don Juan-, yo castigaré tu imprudencia -y diciendo, y haciendo acometió con no vista furia a su enemigo, quien no dejó de defenderse bizarramente.

Su compañero, que como ya se ha visto, nada tenía de escrupuloso, iba también a tomar parte en la pelea; mas Inés, advirtiéndolo con tiempo, se arrojó sobre él tan de improvisto que le arrancó la espada de las manos, y separándose algún tanto le presentó la punta de su propio acero a dos dedos del pecho, diciéndole:

-¡Cobarde! ¡Por la vida del rey, te juro que te atravieso si das un paso más! No, en mi presencia no asesinaréis a un caballero. Pelee en hora buena con uno, ya que tan loco sois que buscáis vuestra perdición y la nuestra; pero con dos no será, mientras yo pueda impedirlo.

Entre tanto, peleaba Vargas con singular denuedo, y su enemigo no se defendía menos. Mas como ambos estaban ya cansados, apenas tiraban golpe peligroso, y si lo hacían no encontraban dificultad en pararse recíprocamente.

A poco de haberse empezado este nuevo combate, Inés, que en medio de su singular posición conservaba una admirable serenidad, exclamó:

-La justicia, caballeros, la justicia.

Los que reñían suspendieron su combate, y el desarmado, volviendo atrás la cabeza, vio, en efecto, que ya a la mitad de la distancia que media entre el convento del Carmen y la calle de Santiago se percibía a la luz de una gran linterna que traían, un grupo de siete a ocho personas, que probablemente habrían oído el ruido de las espadas, según la prisa con que caminaban.

-La justicia es -repitió aquel hombre-, huyamos.

-Señor don Juan -dijo el otro-, ya veis que por ahora no es posible terminar este asunto; yo buscaré ocasión en que podamos hacerlo sin temor de ser interrumpidos.

-Y entonces -respondió Vargas con amarga ironía-, procurad llevar otros dos o tres amigos, por si no bastareis solo.

No replicó a esto aquel hombre, ya por no tener qué, ya, y es lo más cierto, porque los de la linterna se acercaban tan deprisa, que no daban lugar a ello. Lo que hizo fue envainar su espada, y seguido por su compañero echó a andar con bastante celeridad, a pesar de su herida.

Inés, llegándose a su amante, le dijo:

-Don Juan: las apariencias me condenan. Pero cuando las circunstancias lo permitan yo os haré ver mi inocencia; por ahora me es fuerza retirarme. Mientras la pastelera hablaba así, los que huían, advirtiendo que no los seguían hicieron alto, y uno de ellos, volviendo la cabeza, dijo en voz alta:

-Vamos, señora.

Obedeció Inés, y don Juan, despechado, exclamó:

-Seguidlos, señora, seguidlos, que ya yo quedo satisfecho de vuestro amor. Aunque hubiera querido la morena replicar no se lo permitieron sus impacientes compañeros, que asiéndola cada uno por un brazo, tardaron poco en desaparecer a la vista de Vargas, gracias a la oscuridad de la noche.

Un momento después los de la linterna, haciendo alto como a unos veinte pasos de nuestro caballero, que apoyando la espalda a los muros del convento, y con la espada en la mano, permaneció inmóvil, dieron el acostumbrado grito de:

-¿Quién va a la ronda?

-Un hombre solo, un caballero -respondió don Juan.

Animados con esta respuesta, los ministros de justicia, que tales eran en efecto, se acercaron a don Juan y formaron círculo en rededor de él:

-La espada -dije ya entonces el que capitaneaba aquella gente, y por el traje parecía magistrado.

-¿Y quién me la pide? -preguntó Vargas.

-El rey nuestro señor -aquí el juez, sus ministros y Vargas se descubrieron la cabeza respetuosamente-, y en su nombre don Rodrigo Santillana, su alcalde del crimen en la real chancillería de Valladolid.

-Tomad, pues, señor alcalde, aunque ignoro la causa porque se me pide.

-Vuestro nombre y profesión.

-Don Juan de Vargas, caballero y capitán de caballos, hermano del marqués de X, para serviros.

-Tomad vuestra espada, señor caballero, que de persona de tan honrado linaje no es de sospechar acción villana, y seguidme si os place.

Recibió don Juan su espada, y tomó con el alcalde la vuelta para Valladolid. En el tránsito le dijo don Rodrigo que habiendo salido aquella noche a hacer su ronda, y entrando en el Campo Grande; le llamó la atención oír hacia el Carmen ruido de espadas; y que como aquel era el paraje en que a tales horas salían los caballeros irritados, había acudido a él, deseoso de evitar, como era de su obligación, cualquiera desgracia. Don Juan contestó, que él había acudido allí para cierta cita, y que sobreviniendo impensadamente dos desconocidos, y queriendo arrojarle del sitio con brutal grosería, negándose él a hacerlo, le acometieron ambos, hiriéndole, como se dejaba ver; que habiendo advertido uno de sus enemigos que se aproximaba la justicia, y avisándoselo al otro, echaron ambos a huir; y que él, no teniendo motivo para hacerlo, permaneció firme allí hasta la llegada de la ronda. Por último, Vargas concluyó protestando que estaba pronto a seguir a don Rodrigo a la prisión si a ella quería llevarle; pero que no le parecía justo se atropellase a un hombre principal por haber defendido su vida contra dos asesinos.

Don Rodrigo Santillana, que era un buen magistrado, pero muy cortesano y ambicioso, aprovechó con gusto aquella ocasión de adquirir la poderosa protección de la familia de los Vargas; aunque bien conocía que era a expensas de lo que la justicia exigía, pues; al cabo, a don Juan se le había hallado a deshoras y casi en despoblado con la espada en la mano ensangrentada, y herido, además. Su deber era retenerlo en prisión hasta averiguar su inocencia; su interés le aconsejaba creer en ella, desde luego; y éste, como sucede con frecuencia en tales casos, triunfo entonces también.

El alcalde, pues, dio, desde luego, entero crédito a cuanto don Juan le dijo; y excusándose humildemente de haberse visto precisado a tratarlo al principio con poca cortesía, no sólo le declaró que estaba libre, sino que quiso acompañarle, y le acompañó, en efecto, con toda su ronda, hasta la puerta de su hermano el marqués. Verdad es que en esto último se encerraba también el designio de cerciorarse de que don Juan era realmente la persona que había dicho ser, lo que vio confirmado plenamente con el respeto con que los criados le recibieron.

Finalmente; Vargas y Santillana se despidieron los mejores amigos del mundo, y con la promesa de volverse a ver muy presto. El primero se retiró a devorar sus penas en el silencio de su estancia, y el segundo a buscar con sus ministros en las calles de Valladolid algún plebeyo descarriado en quien compensar con el rigor la indulgencia excesiva que había usado con el noble capitán de caballos.




ArribaAbajo Capítulo VII

Todo es ya por demás. ¿Qué soy ahora?


(QUINTANA; Pelayo.)                


Rayaba el sol en el más alto punto su diaria carrera iluminando con sus rayos las vastas llanuras de Castilla la Vieja, cuando por tercera vez pisó el suelo de Madrigal el enamorado y mal contento don Juan de Vargas, ocho días después de la noche en que después de los acontecimientos del Campo Grande le dejó en su casa el alcalde don Rodrigo de Santillana.

Empleó los siete primeros en hacer en todo Valladolid las más exquisitas diligencias para encontrar a su dama, recorriendo con este objeto cuantas posadas públicas o secretas él conocía, o sus amigos le indicaron; mas no sólo no dio con ella, sino ni tampoco con el menor indicio de haberse aposentado en ninguna.

Tan cautelosa manera de proceder, las relaciones de aquella mujer con los hombres que le atacaron en las inmediaciones del convento del Carmen, y, sobre todo, su dependencia del pastelero Gabriel de Espinosa, no podían menos de debilitar el ventajoso concepto que otras circunstancias le habían hecho formar de ella; y no hay duda, a no estar tan ciegamente enamorado, bastaran a separarle de ella enteramente. Pero ya en su posición, cada reflexión que le ocurría en contra de Inés no producía otro resultado que el de hacer más penoso su estado, exasperarle por consiguiente, y llevarlo a ser capaz de cometer los mayores excesos por salir pronto de la intolerable incertidumbre en que vivía.

Vista, pues, la inutilidad de sus pesquisas en Valladolid, marchó a Madrigal, resuelto a obtener de Inés, si acudía a la ermita en cumplimiento de su oferta, explicaciones terminantes, y quedar de acuerdo con ella en unirse o separarse para siempre.

La promesa que había hecho a fray Miguel de no dar paso ninguno en el asunto sin acudir a su mediación, no fue parte para detenerlo, porque consideraba roto aquel pacto, y no sin fundamento, ya en virtud de haberse ausentado de Madrigal, Inés, durante su misma conferencia con el vicario, ya porque en el lance de Valladolid no veía más que un lazo tendido por Espinosa, quien; a juzgar por la estrecha amistad que con el fraile tenía, obraba de acuerdo con él.

Con estas disposiciones entró don Juan en el mesón de Madrigal, y sin salir de él esperó la hora de la cita; pero amaestrado con la pasada, llevó en su compañía a Pedro, y así él como su criado cuidaron de ir prevenidos de armas de fuego.

Aún era bastante la claridad del crepúsculo cuando llegaron a la ermita, para permitirle registrar escrupulosamente las ruinas que fueron teatro de la aventura de su prisión; pero por más que hizo no pudo hallar vestigios de puertas, trampa ni entrada secreta alguna, de manera que el tal examen sólo produjo la utilidad de entretener por algún tiempo su impaciencia.

Por esta vez no se le hizo esperar mucho, pues pocos instantes después de la hora señalada se presentó, no Inés, sino el mulato Domingo, quien saludando con su acostumbrada aspereza, le puso en las manos un pliego, cuyo sobrescrito decía así:

«Al muy ilustre señor don Juan de Vargas, guarde Dios muchos años». Abriolo sin tardanza aquel caballero, y halló que decía así:

«Señor don Juan: la persona a quien vuesa merced espera en las ruinas, ni está hoy en Madrigal ni estará en algunos días. Escríbole estas letras para ahorrarle el trabajo de esperarla inútilmente, y para decirle que si desea tener noticias de ella, puede venirse por esta su celda, en donde sabe que siempre será recibido como quien viene a honrarla con su presencia. Y con esto queda rogando a Dios por la salud de vuesa merced su humilde servidor y menor capellán.- F. M.»

Aunque la carta no llevaba más firma que estas dos iniciales, su contenido declaraba bien que el que la había escrito era el vicario de Santa María, y don Juan, no hallando otro partido que tomar; se decidió a aceptar la invitación que aquel le hacía, echando a andar inmediatamente para el monasterio.

Domingo; así que entregó la carta, volvió la espalda, y mientras don Juan leía se metió en el Pueblo.

Recibió fray Miguel a don Juan con cordialidad y cortesía; pero Vargas, que en el fondo de su corazón estaba indignado con él, casi se le presentó con grosería. Debió sin duda de advertirlo el vicario; mas no se dio por entendido, y empezó a preguntarle por su salud; con el mismo desembarazo que si el día antes se hubieran visto; y después de ello se puso a hablar del tiempo con admirable flema.

-Todo eso está bueno -le interrumpió Vargas a breve tiempo-; pero mi venida no ha sido a hablar de materias indiferentes. A quien también enterado está de mis negocios, no tengo necesidad de decirle cuanto me ha ocurrido desde que nos separamos, pues desde luego supongo lo sabría.

-Así es la verdad.

-Y probablemente lo sabría aun antes de sucederme.

-En eso os engañáis, y me hacéis una cruel injusticia...

-Sea en buen hora. Tampoco he venido a discutir esa materia. Lo que me importa es saber las noticias que habéis prometido darme.

-Y lo cumpliré.

-A eso aguardo.

-Primero tengo que exigir del señor don Juan la promesa formal de someterse a ciertas condiciones. Veámoslas.

-Primeramente, guardar inviolable secreto sobre cuanto yo le revele, o en consecuencia de ello, descubriere hoy, mañana, o en cualquier tiempo.

-Aceptada.

-¿Lo juráis?

-Por mi honor y esta cruz.

-En segundo lugar, perdonar de aquí para delante de Dios a los dos hombres que os acometieron la noche del domingo pasado, renunciando a toda idea de venganza, y mirándolos como amigos, si necesario fuese.

-Fray Miguel, ¿sabéis la villanía que usaron conmigo? Sabéis...

-Todo lo sé.

-¿Y podéis aprobar tal infamia?

-No permita el Señor que en mi pecho se abriguen semejantes sentimientos. No, señor don Juan: aquel desventurado lance me ha costado muchas lágrimas, y me las hubiera hecho derramar eternas si os costara la vida. Pero creedme, no hubo en él premeditación. Acontecimientos inevitables os hicieron encontrar con aquellos hombres; lo demás fue obra del espíritu maligno, que no desperdicia ocasión para perder a los hijos de Adán. ¿Os resolvéis, pues, a perdonar?

-Padre vicario; mirad lo que pedís.

-Lo que como cristiano debéis hacer.

-Perdonados están.

-¿Y prometéis también no renovar el duelo?

-Siempre que no se me provoque a ello de nuevo. Si este caso llegara, sé lo que el honor exige de un caballero, y no dejara de hacerlo si mi padre saliera de la tumba sólo para rogármelo.

-Funesta preocupación la del honor, que os hace hollar los más santos preceptos de la religión...

-Padre vicario, dejemos este punto yo seguiré vuestra opinión a ciegas cuando se trate de teología; en materias de esta especie fiaros de mí, que yo sé lo que he de hacer. Os repito que no tiraré la espada contra esos hombres si a ello no me provocan. Ved si esto parece bastante, y, por Dios, vamos a lo que importa.

-Consiento en recibir vuestra promesa tal como la hacéis. Resta que os convengáis a mirarlos como vuestros amigos, si la ocasión se presentase; de ser así necesario.

-¿Y quién decidirá que así sea?

-Inés; vos mismo.

-Prometido también.

Restan ahora dos únicas condiciones, pero son las más importantes.

-Y bien; decidlas.

-Se os va a confiar un gran secreto, pero no en todas sus partes, por ahora. ¿Ofrecéis que contentándoos con saber lo que se os diga, no trataréis en manera alguna de averiguar el resto?

-Lo ofrezco.

-Lo último a que os queda que comprometeros es a renunciar para siempre a Inés.

-¡Jamás!

-Escuchadme.

-No; en eso no hablemos.

-Señor don Juan, permitidme que acabe y responded después lo que gustéis. Es preciso, pues, que prometáis renunciar para siempre a Inés, pero en el caso que no os convenga el medio que ella misma os propondrá para llegar a ser su esposo.

-Si yo me negare a ello, desde luego consiento en renunciar a Inés.

-Olvidando, si es posible, hasta que la habéis conocido, cesando de seguirla, de mezclarse en sus operaciones y de averiguar su paradero.

-A todo me obligo.

-¿A fe de caballero y de cristiano?

-Por mi honor y mi religión, lo juro ante ese divino Señor que está sobre vuestra mesa. Y si no lo cumpliere, téngaseme por indigno de mi noble nacimiento y en la hora de la muerte se me demande ante el Todopoderoso. Amén. ¿Queréis más?

-No; basta lo hecho.

-Cumplid ahora vuestra promesa.

-Voy a hacerlo.

Entonces el fraile, levantándose de su asiento, se dirigió a la puerta de un retrete que en la celda había, y abriéndolo salió de él Gabriel de Espinosa.

Ya se deja conocer cuál sería la sorpresa de Vargas con la aparición de aquel personaje, a quien estaba lejos de esperar. Estaba en pie y descubierto delante del crucifijo de la mesa del vicario, con la mano derecha aún puesta sobre el puño de la espada, cuando fray Miguel abrió la puerta del retrete, y así permaneció, sin que la multitud de diversos pensamientos que le asaltaron al ver al pastelero le diera lugar a variar de postura, ni a proferir una sola palabra.

Gabriel, envuelto en su capa, con su ancho sombrero calado hasta las cejas y con aire aún más grave que de ordinario acostumbraba, salió de su escondite a paso lento; y ocupando el sillón del vicario, colocado éste a su lado en pie, empezó a hablar sin descubrirse la cabeza ni hacer otro movimiento que el de dejar caer el embozo de la capa lo bastante para poder explicarse fácilmente:

-Señor don Juan -dijo-: desgracias inauditas y continuadas han reducido muchos años, y reducen aún hoy a ocultar su nombre y persona al que estáis viendo y nació muy lejos de la humilde condición en que le habéis conocido. Desde que por la vez primera me visteis, mi persona debió de llamaros la atención pues me seguisteis obstinadamente, a pesar de que yo, teniendo graves motivos para desear no ser conocido por entonces, y creyendo, a causa de ignorar quién erais; que fueseis un espía de mis enemigos, hice cuanto pude por evitar vuestras miradas.

Aquí Espinosa, como si hasta entonces no hubiera advertido que tanto Vargas como el vicario estaban en pie, se dirigió a ambos, diciéndoles gravemente:

-¡Sentaos!

Uno y otro obedecieron, lo que de parte del fraile no parecía extraño, mas sí de la de don Juan, quien, sin poderlo él mismo comprender, se sentía humillado en presencia del singular pastelero. Éste, después que tuvo a su auditorio sentado, continuó su interrumpido discurso de esta manera:

-Desde entonces acá he tenido justos motivos de ratificar mi primera opinión. He visto en vos un caballero valiente, generoso, y perseverante en sus designios; y creed lo que os digo, pues si bien la lisonja me ha cegado más de una vez en otros tiempos, ya por mi posición, ya por mi carácter personal, jamás han pronunciado mis labios una palabra de alabanza sin que el corazón sintiera más acaso de lo que la lengua decía.

»Pero estas mismas prendas recomendables, que yo conocía en vos, señor caballero, me retraían de comprometeros en una empresa, aunque justa, aventurada y sobradamente peligrosa, en la cual, por interés personal y por obligación, os veréis empeñado, uniendo vuestra suerte a la de Inés.

»Incapaz, como lo soy, de cometer una villanía, tampoco la hubiera creído ni la creo de vos; así, pues, días ha que os hubiera enterado de todos mis secretos, sin otra precaución que la de encargaros el sigilo, seguro de vuestra honradez, pero la seguridad de muchos y muy fieles amigos; las reglas de la prudencia y los consejos de personas que acaso se interesan tanto en vuestro bien como en el mío, me han movido a exigir de vos por medio de fray Miguel las promesas que acabáis de hacer solemnemente.

»Ni el tiempo ni el lugar son ahora a propósito para revelaros quién yo sea. Básteos saber que nací caballero; que mi casa es ilustre, algunos de mis hechos gloriosos, y mi fortuna tan escasa, que de noble y principal me ha reducido a humilde pastelero.

»Contando con el favor de Dios y la fidelidad de mis amigos, en cuyo número espero contaros muy en breve, tardará poco, acaso, el día en que recobre mi ser primero; entonces, señor don Juan, yo os aseguro que no tendréis motivo de arrepentiros de haberme conocido. Este pliego (enseñándole uno sellado), que os prohíbo abráis hasta hallaros en Valladolid, os instruirá de parte de lo que deseáis saber y os pondrá en disposición de enteraros del resto.

»Recordad vuestras promesas, y cumplídmelas religiosamente. Ahora, tomad inmediatamente el camino de Valladolid. Nada más tengo que deciros. Guárdeos el cielo.

Acabando de hablar se puso en pie, entregó a fray Miguel el pliego, y después de haberlo recibido, este también en pie y haciendo una profunda reverencia, salió Gabriel de la celda sin dignarse siquiera volver la cabeza para ver el efecto que sus palabras habían producido en don Juan de Vargas, quien, absorto con cuanto le pasaba, ni quería responder, ni aun cuando hubiera querido acertar a hacerlo.

Luego que Espinosa salió del aposento entregó fray Miguel el pliego a don Juan, y éste, recibiéndolo maquinalmente, empezó a volverle entre las manos, en tanto que sus ojos, fijos en el suelo, denotaban claramente que aún no se había recobrado de su primera sorpresa.

No le pareció al vicario hablarle por el momento, sino quiso que por grados se fuese él mismo serenando, y luego que conoció, al cabo de algunos minutos, que esto iba verificándose, le preguntó:

-¿Y bien, señor don Juan? ¿No pensáis en pasar hoy a Valladolid?

-¿A Valladolid -respondió Vargas como si despertase de un sueño-, a qué?

-A lo que con tanta ansia deseabais no hace mucho.

-Sí; a ver a Inés, sin duda. Este pliego dirá dónde se halla, ¿no es verdad, padre vicario?

-Recordad nuestro convenio, y nada me preguntéis.

-Sí; es cierto. Nada debo preguntar verdaderamente, jamás hombre se habrá visto en tan extraña situación. ¡Cómo ha de ser! Mi estrella lo quiere así.

-No os desaniméis; estos misterios tardarán poco en cesar; la justicia triunfará, y entonces...

-Inés será mía.

-Vuestra será, si vos queréis, señor don Juan.

-¿Si yo quiero? Fray Miguel, adiós; vea yo a Inés, y entonces conoceréis si hay nada difícil para mí, tratándose de obtener su mano.

-El cielo os sea propicio en vuestro viaje.

Así que don Juan salió de la celda, la fisonomía naturalmente grave del vicario tomó un aire de contento y satisfacción que pocas veces se dejaba ver en ella; y frotándose las manos exclamó:

-Con éste ya se puede contar hasta la muerte: ¡por qué no estarán todos enamorados, y nuestro triunfo sería seguro!





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