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ArribaAbajo Libro cuarto


ArribaAbajo Capítulo I


Sí, yo te seguiré. Deja, Pelayo,
que a tu diestra valiente una mi diestra;
que me alboroce viéndote, y contigo
al moro jure interminable guerra.


(QUINTANA: Pelayo.)                


Grande era el contento que Vargas sentía en haber salido del estado de ansiedad en que había vivido durante los últimos meses, pareciéndole mejor correr los evidentes riesgos que su nueva posición ofrecía, que estar como antes continuamente en contradicción consigo mismo.

Reflexionando, sin embargo, en el modo con que se hallaba tan inesperadamente comprometido en la más aventurada de las conjuraciones, en cuyo éxito favorable o adverso realmente ningún interés personal tenía, admiraba con razón los caprichos de la fortuna. Dotado, como lo estaba, de un entendimiento claro, y no siendo por naturaleza ambicioso, no podía menos de conocer que era lo más descabellado que podía imaginarse exponer la vida, la fortuna y la honra: ¿y para qué?; para sustraer a la dominación española el reino de Portugal; que siempre debería haber formado parte de nuestra nación, la cual tal vez necesita que toda la península forme un solo cuerpo para ocupar entre las demás potencias el lugar que le corresponde. Pero a esta reflexión, y otras de no menos peso, se oponía el amor de Vargas, amor que le dominaba completamente y al cual estaba resuelto a sacrificarlo todo sin excepción.

Con tales disposiciones se presentó de nuevo en el convento de Inés, y después de una larga conversación con ella, en la cual, al cabo de dos horas, vinieron a decirse, en resumen, que se querían entonces, y se querrían siempre, salió de allí quejándose de no haber tenido tiempo para hablar de su amor.

Parecíale tal vez robado el tiempo que Inés tardó en indicarle el paraje y hora en que podría verse con el que continuaremos llamando indistintamente Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, pues de ambos nombres usaba, según las circunstancias.

Ya tarde, en la noche del día en que nos hallamos, salió Vargas de su casa con magnífico vestido, una excelente espada, envuelto en una capa de camino que le cubría enteramente, y para mejor disfrazarse, con un sombrero de ala ancha. En este equipaje se encaminó por calles excusadas a cierto callejón del barrio de la Mantería, situado en uno de los extremos de la ciudad; al ir a entrar en él, un hombre que, apoyado con negligencia a la esquina, parecía estar medio borracho, le dijo tartamudeando:

-Buenas noches, amigo ¿se va de ronda?

-Esta noche no rondan más que las brujas -respondió Vargas, quitándose al mismo tiempo el sombrero y cubriéndose el rostro con él.

-Adelante -respondió el otro, ya en voz clara y con firmeza-, la tercera puerta a la derecha.

-No, sino la cuarta -dijo Vargas-; y continuó su camino.

Contando entonces cuatro puertas en la acera izquierda, tocó el aldabón de la que completaba este número y dio con él dos golpes con tanto tiento que a pesar de lo corto de la distancia no los oiría sin duda el de la esquina.

Una voz que parecía de mujer vieja preguntó, desde adentro:

-¿Quién anda ahí?

-Amigo -fue la respuesta de don Juan, dando una palmada.

-Yo no tengo amigos -replicó la vieja-; váyase noramala.

-Me iré -replicó don Juan-, pero no sin decirle que la luna no ha salido aún -y volvió a dar otra palmada.

Entonces se abrió la puerta, y se halló nuestro caballero en un zaguán mezquino y sucio, en el que una mujer vieja y andrajosa tenía un lecho de malísima paja. Ya dentro, arrolló Vargas su capa y sombrero, y poniéndose su capacete, correspondiente al resto de su vestido, pasó por una puerta que le indicó la vieja un vestíbulo, en el que halló dos hombres armados con arcabuces, espadas y dagas.

-¿Qué os trae a este lugar? -dijo uno de los armados.

-El amor de la verdad y el deseo de la honra -le contestó el caballero; y hallando el paso franco, después de atravesar aún otra antesala, si se le quiere dar este nombre, se metió en un granero de no pequeñas dimensiones, que bien limpio, medianamente adornado y perfectamente iluminado por crecido número de bujías, ofrecía un aspecto mixto entre salón y desván.

Unos bancos de pino, cubiertos con unas cortinas de damasco anaranjado, o que tal había sido, corrían alrededor de aquella sala, y en la cabecera de ella se veía un gran sillón de los que los frailes usan en sus celdas, también cubierto del mismo modo.

A los pies de la sala, y alrededor de una mesa correspondiente al resto de los muebles, estaban sentadas, escribiendo tres o cuatro personas.

Las que había en el salón cuando entró don Juan serían hasta veinte, entre ellas tres o cuatro eclesiásticos con manteos; los demás iban cuál más; cuál menos, ricamente vestidos. Algunos llevaban al pecho diferentes cruces, y uno de los que estaban escribiendo llevaba una banda roja.

Los demás se paseaban por la sala, en grupos de dos a tres personas, hablando entre sí en voz baja.

Al entrar Vargas todos se volvieron hacia él y contestaron a su saludo con cortesía; en seguida continuaron sus paseos a todo lo largo del salón.

El anciano de la banda roja no había reparado en su entrada; pero habiendo alzado la cabeza y fijado la vista en él, se levantó inmediatamente de su asiento, y acercándosele con aire cordial, le dijo:

-¿Es el señor don Juan de Vargas a quien tengo la honra de hablar?

-Un criado vuestro -contestó este, satisfecho de que hubiera entre tantos uno que le hablase.

-Mi nombre -continuó el de la banda- no os será tal vez desconocido, aunque sí mi persona, por no haber tenido hasta ahora ocasión de hablaros; yo soy el marqués Domiño.

Reconociendo entonces Vargas que hablaba con el fiel servidor de don Sebastián, de quien tanta mención se hacía en las memorias de Inés, le colmó de atenciones, y el marqués por su parte no andaba menos comedido.

-Su Majestad -dijo- no tardará en honrarnos con su presencia; ahora permitidme que concluya el arreglo de algunos papeles interesantes, de que me es forzoso darle cuenta esta misma noche, y contad con que tenéis en mí un verdadero amigo y admirador.

Volviose, acabando de hablar, a la mesa, y dejó a Vargas solo de nuevo, teniendo por recurso que dedicarse a observar cuanto pasaba en torno de él.

Desde su llegada no habían cesado de irse presentando nuevos personajes de todas especies, y en uno de ellos reconoció don Juan a su rival don Francisco. Debió éste de conocerle también, pues mudó de color al verle; y saludándole, pasó a unirse a otras personas de las que allí estaban.

Así se pasó como una hora, y al cabo de ella, oyéndose en el cuarto antes del salón dos recias palmadas, el marqués Domiño se levantó de su asiento, y después de haber dicho en alta voz «El rey, señores», se encaminó a la puerta de entrada, que abrió de par en par.

Todos los circunstantes, descubiertos, se colocaron entonces alrededor del salón, observando el más profundo silencio.

Los dos centinelas de la segunda antesala guardaban la entrada con sus arcabuces; agarrados con la mano derecha por la garganta de la culata y dejando descansar la caja sobre el hombro del mismo lado.

Pocos minutos después se dejó ver don Sebastián con un vestido negro completo, y sin más adorno que el de una cadena de oro, de la cual pendía una medalla, y en ella esculpida la efigie de la Virgen nuestra Señora.

El puño de la espada era de acero primorosamente labrado, y el del bastón, de oro; con algunos brillantes.

Cuando entró en el salón, los presentes se inclinaron respetuosamente, y él, quitándose el bonete, saludó con gracia y desembarazo.

Sentado ya en el sillón que le estaba destinado, mandó que los circunstantes se sentasen, y dijo:

-Años ha, señores, que la fortuna no me ha concedido un momento tan grato como el presente, en que me veo rodeado de tantos y tan buenos servidores. Con su auxilio y el favor de Dios, espero que en breve lucirá para Portugal el día de la libertad. Vea yo la bandera lusitana ondear un día en el campo de batalla; séame dado pelear aún al frente de mis valientes soldados, y muera yo después; habré llenado el más violento, el más justo de mis votos. Os he reunido, señores, para que, ilustrado con vuestros consejos, pueda yo decidir lo más conveniente. El momento de obrar es ya llegado. Harto tiempo hemos gemido en la esclavitud y en la miseria. La historia no ofrece acaso ejemplo de monarca tanto y tan largamente sujeto al rigor del destino; permanecer así más tiempo sería cobardía. Morir o vencer será desde hoy mi divisa.

-Y la nuestra -exclamaron entusiasmados la mayor parte de los conjurados.

-Ese entusiasmo -continuó don Sebastián-, que llena de alegría, es un feliz presagio de la victoria. Marqués Domiño, podéis hablar.

-Vuestra Majestad -dijo Domiño- me ha mandado poner a la vista de los ilustres personajes aquí reunidos un cuadro exacto de nuestra posición, recursos y esperanzas; sin omitir los obstáculos que oponen a nuestra justa empresa. Procuraré hacerlo con toda la concisión, exactitud y claridad que alcance:

»No me cansaré en demostrar la justicia de la causa de Vuestra Majestad; esta es tan evidente, que no necesita razones en su apoyo. Por otra parte, los que me escuchan dan en hallarse en este paraje una prueba incontestable de su fidelidad y decisión por su legítimo rey.

»Nuestro objeto no es otro que el de arrancar de mano del usurpador Felipe el reino de Portugal. Para conseguirlo, contamos con nuestros amigos y con los muchos enemigos que dentro y fuera de sus estados tiene, gracias a su detestable política.

»Vuestra Majestad ha oído ya diferentes veces a los enviados de Portugal, que están presentes, y prontos a confirmar cuanto diré. Según ellos aseguran, y yo mismo he tenido ocasión de observar, los portugueses están ya impacientes por romper el yugo de hierro que los oprime. Apenas hay uno de todos ellos que no haya sufrido alguna vejación del monarca español. La masa no puede estar mejor dispuesta; trátase sólo de inflamarla; de dar a la indignación pública el conveniente impulso; y esto lo ha de hacer la presencia de Vuestra Majestad.

»En vano Felipe se ha esforzado en convencer con el tormento, el fuego y la cuerda a los portugueses; de que su rey ha dejado de existir; la mayor parte de ellos creen lo contrario, y para convencer a los restantes la evidencia bastará.

»Hay, sin embargo, hombres en Portugal, y algunos de ilustre nacimiento, que unidos a la usurpación con los lazos del interés, y ejerciendo a su sombra una autoridad sin límites, harán los últimos esfuerzos contra nuestros designios. Éstos, los españoles que allí mandan, y los tercios que guarnecen nuestras fortalezas; serán los enemigos que tengamos que combatir; y para hacerles frente; es preciso contar con algunos soldados, desde luego.

»Para este objeto se ofrecen trescientos hidalgos portugueses; en cuyo nombre han venido los señores Sousa, Coello, Ebora y Renteiro. La universidad de Coimbra ofrece también a Vuestra Majestad cincuenta lanzas por medio del doctor Saldaña; respetable eclesiástico, que está en camino para esta ciudad.

»En una palabra, cualquiera que sea el punto de la frontera que Vuestra Majestad designe para el alzamiento, puede contar en él con más de cien caballeros y unos quinientos peones. Esta fuerza es bastante y sobrada para oponerse a las primeras tentativas de los tercios españoles, y dar lugar a que se unan a Vuestra Majestad mayor número de sus fieles servidores, con cuyo auxilio podrá apoderarse de una de las ciudades principales.

»Conseguido esto, la voluntad de los portugueses se manifestara sin rebozo; los españoles serán apenas dueños del terreno que pisen, y éste no será mucho, atendido su reducido número en el reino.

»No es tampoco de temer en lo sucesivo el poder de Felipe, por más colosal que parezca. Flandes absorbe hoy su atención entera; allá van a consumirse los tesoros de las Indias; allí sus mejores soldados; allí; en fin, está el principal apoyo de Vuestra Majestad.

»Isabel de Inglaterra verá con gusto desmembrarse el reino de Portugal de la corona española, y si no me atrevo a asegurar que nos auxilie abiertamente con sus armas, es por lo menos cierto que podemos contar con grandes socorros de su parte. Los insurreccionados de Flandes no podrán menos tampoco de prestar la mano a la obra de nuestra regeneración. Y el rey de Francia y el emperador de Alemania mismo no dejarán, en cuanto puedan, de contribuir a la minoración del poder del rey de España; cuyos vastos dominios le hacen el perpetuo objeto de sus celos.

»He demostrado, a mi entender, que Vuestra Majestad no tiene que tener por parte de las otras testas coronadas oposición alguna a la justa recuperación de su trono; que las que no se interesen por Vuestra Majestad directamente, permanecerán neutrales; y que el rey Felipe, empeñado en una guerra destructora; y que, por la manera con que se conduce, se ha hecho interminable, pocos o ningunos esfuerzos podrá hacer para conservar la corona que usurpa.

»Pero aún hay más. Dentro de España, a la vista misma del tirano, hay muchos hombres valerosos, de ánimo independiente y heroicos pensamientos, que pueden apenas soportar los hierros que los agobian.

»Aún humean en Aragón las cenizas de la pasada revolución. La sangre de Lanuza, que corrió traidoramente derramada en un cadalso, fermenta sordamente.

»Felipe camina sobre un volcán, que una sola chispa basta a incendiar. Vuestra Majestad tiene en su mano provocar la explosión, y espero perdonará mi osadía si me atrevo a decirle que debe hacerlo.

»Aragoneses y castellanos están mal contentos con el establecimiento de la inquisición. Y Vuestra Majestad se ha dignado prometer protección a todos los perseguidos por él, sin más condición que la de tomar parte en la gloria de restituir a Portugal su independencia.

»En mi mano tengo una humilde súplica que algunos reverendos eclesiásticos presentan a Vuestra Majestad en nombre de varios otros; en la cual ofrecen a Vuestra Majestad el auxilio que sus brazos, personas y haciendas puedan prestar para su empresa, y las condiciones que por ello reclaman son tan moderadas; tan justas; que Vuestra Majestad no dejará de considerarlas.

»Al frente del cuerpo auxiliar español se pondrá un noble castellano, de ilustre linaje, valor conocido y notoria pericia en el arte de la guerra, a quien Vuestra Majestad, convencido de su fidelidad, se ha servido honrar con este encargo, esperando que sus compatriotas; a sus órdenes, darán pruebas de su acostumbrada bizarría.

»Tal es señor, el estado de los negocios de Vuestra Majestad; pero por más lisonjero que parezca, por más que el triunfo se nos figure indudable, ahora más que nunca debemos obrar con prudencia y cautela.

»No por anticipar un día al proyecto malogremos para siempre el trabajo de muchos años. Antes de mucho, sólo habremos menester el valor en el campo de batalla; hoy la sagacidad y el disimulo para sustraernos a las continuas pesquisas del enemigo. Dixi.

Este largo discurso, que sin duda estaba no sólo preparado; sino estudiado de antemano; fue oído por toda aquella asamblea con grande atención e interés. Vargas, en particular, que por primera vez pensaba entonces seriamente en la empresa en que había tomado parte, recogió hasta la última sílaba; y si bien admiraba la capacidad con que el marqués Domiño había reunido todas las circunstancias que militaban a su favor; dándoles el conveniente colorido, disminuyendo al mismo tiempo el poder de su enemigo, no pudo menos de conocer que, por más que se dijese, el proyecto ofrecía inmensos peligros.

Sin embargo, don Juan, ni quería ni podía ya volver el pie atrás; y prestándose a lo que en su posición era indispensable, tanto trabajó en convencerse a sí propio de que don Sebastián podría triunfar, que casi llegó a creerlo.

Dejó don Sebastián pasar algún tiempo después de haber Domiño cesado de hablar, y cuando ya creyó que el auditorio estaba preparado a oírle; dijo:

-Acabáis de oír la fiel pintura de nuestra situación: si alguno de vosotros tiene algunas observaciones que hacernos, yo le permito y le mando que hable.

Entonces los circunstantes se miraron todos unos a otros, como para examinar qué efecto habían producido las palabras del rey pastelero; y al cabo de algunos instantes tomó la palabra uno, en cuya voz reconoció Vargas la de la persona que le había tomado el juramento en la ermita de Madrigal, y lo era en efecto.

-Rey y señor mío -dijo-: los fieles vasallos de Vuestra Majestad, en cuyo nombre tenemos la honra de hallarnos hoy en vuestra real presencia algunos caballeros portugueses, están prontos a confirmar con las obras las ofertas tantos veces repetidas de sacrificar sus vidas y haciendas en defensa de vuestra Majestad. Una súplica es la que se atreven a hacer, humildemente puestos a los pies del rey y señor natural, que es la de rogarle que apresure el ansiado momento de tomar las armas. La dilación entibia los ánimos de unos, expone a los otros a crueles persecuciones y fortifica a los enemigos de la justa causa. Dígnese, pues, Vuestra Majestad tomar en consideración esta súplica reverente y hacer en ello lo que fuere de su real agrado.

-Señor Sousa: ese impaciente ardor de mis leales vasallos -contestó don Sebastián- es sumamente grato para mí. Yo procuraré no retardarles mucho la ocasión de darme pruebas de su fidelidad y valor.

Uno de los eclesiásticos, levantándose entonces de su asiento y haciendo una profunda reverencia, a la que el rey contestó con una leve inclinación de cabeza y una seña para que hablase, lo hizo de esta manera:

-Señor: el marqués Domiño ha ofrecido a Vuestra Majestad la asistencia y auxilio de algunos españoles a quienes la tiranía de su rey obliga a sustraerse de su dominio. Yo, en nombre de los descontentos, confirmo esta oferta. En esta misma ciudad existen muchos de ellos; y en las demás del reino se encuentran a millares. El caballero a quien Vuestra Majestad se ha dignado confiar el cargo de su caudillo, podrá cerciorarse por sus propios ojos de la verdad de sus palabras.

Los que están prontos a tomar las armas dejan a la real munificencia de Vuestra Majestad el cuidado de señalar recompensas a sus servicios. Nada estipulan ni quieren estipular en este punto.

La única condición que ponen, la cláusula sine qua non del tratado que tienen la honra de hacer con Vuestra Majestad, es que, concluida la guerra, les será permitido vivir en el reino de Portugal según sus conciencias, sin que ni el tribunal de la inquisición ni otro alguno pueda inquietarles en materias de fe.

Vuestra majestad, que en sus diferentes viajes ha recorrido la Europa entera, y a cuya real penetración no se habrá ocultado ninguna de las causas de su engrandecimiento o desmejora; habrá sin duda observado que los cristianos reformados, tan sin piedad perseguidos en España, tienen acogida en los más florecientes de ellos.

En apoyo de esta aserción, la Inglaterra, la Escocia; y gran parte de Alemania, se hallan en este caso.

Ni este es lugar a propósito, ni da de sí el tiempo lo necesario para extenderme en largas disertaciones sobre la conveniencia de la tolerancia religiosa.

A Vuestra Majestad toca decidir si le conviene o no aceptar en este caso la alianza de los españoles; cuyo nuncio soy con la expresada condición.

Una reverencia todavía más humilde que la primera terminó este discurso, que don Sebastián y Domiño oyeron impasibles, sin dar señales de aprobación ni descontento, y la asamblea se mostró dividida en distintos pareceres.

Don Francisco, don Carlos, Abenamal, y algunos otros, pensaban que el auxilio de los españoles era de la mayor importancia; y que limitándose los reformados, como se limitaban, a pedir una simple tolerancia en materia de fe, sin exigir protección ni paridad con el culto católico, sería desatino negarse a su propuesta. Pero los portugueses Sousa y Coello no podían avenirse con la idea de asociarse con herejes luteranos y calvinistas; y de esta misma opinión no faltaban personas entre los circunstantes.

Cuando el eclesiástico español cesó de hablar, un rumor sordo se dejó oír por todo el salón: los que opinaban en su favor se miraban, dando visibles muestras de aprobación; y los contrarios, hablando entre sí en voz baja, se preparaban a oponerse sin rebozo a su propuesta.

Coello, poniéndose en pie y saludando al rey, exclamó:

-Los portugueses, señor, se han gloriado siempre de vivir en el gremio de la santa iglesia católica, apostólica, romana, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación. Y la condición que los españoles ponen para tomar las armas en defensa de Vuestra Majestad, si se acepta, destruirá para siempre nuestra opinión religiosa, manchando el suelo de los dominios de Vuestra Majestad con el baldón de la herejía. ¿Por ventura no serán bastantes los vasallos naturales de Vuestra Majestad a ponerlo en su trono, sin mendigar el apoyo de los españoles descontentos? Señor: Vuestra Majestad es dueño absoluto de nuestras vidas y haciendas; pero en la honra y en la religión no puede...

-Sobrado tiempo os he escuchado, Coello: yo resolveré este asunto como sea de mi real agrado, y os dejo salvo el derecho de hacer de vuestra persona lo que os parezca conveniente -le interrumpió don Sebastián, justamente indignado de que en tan críticos momentos se quisiera sembrar la división en su partido.

Coello, aterrado, murmuró algunas frases de obediencia, fidelidad, celo y religión, ocupando confuso su asiento.

Don Sebastián, sin atenderle, se dirigió al eclesiástico, y con notable afabilidad le dijo:

-Doctor Serrano, don Juan de Vargas os anunciará mañana mi resolución. Entretanto, podéis dar mis leales gracias a vuestros amigos, asegurándoles que jamás olvidará don Sebastián el auxilio que en su infortunio le prestan. Mañana también, señores, se os comunicará a todos mis órdenes, y antes de mucho nos habrá visto el mundo triunfar de nuestros enemigos o perecer gloriosamente en la demanda.

Concluyendo de hablar, hizo seña de haberse terminado la asamblea; y los que la componían empezaron a retirarse de dos en dos, o de tres en tres lo más, para no hacerse sospechosos en la calle.

No lo hizo así Vargas, pues se le mandó permanecer en el salón hasta quedarse solo con el rey y el marqués Domiño.

Entonces, el primero de estos personajes; llamándole, le habló en estos términos:

-Don Juan: la mano del destino, por caminos bien inesperados, os ha reunido a mí. Sé que habéis resuelto seguir mi suerte; y sé también que los hombres como vos no varían nunca su resolución: cuento, pues, con vos como conmigo mismo.

-Vuestra Majestad -dijo Vargas- me hace justicia: mi espada y mi persona están ya a su real servicio mientras me dure la vida.

-Lo creo y os doy una prueba de ello en poneros al frente de mis auxiliares. No necesito deciros que estos son los españoles, que, habiendo abrazado las herejías de Lutero y Calvino, no hallan en su patria un palmo de terreno que los sustente con seguridad un solo instante, en que las hogueras de la inquisición no se enciendan para ellos. Aunque católico, como yo lo soy, por la piedad de Dios, no podréis menos de conocer que en mi actual posición me es forzoso prescindir de escrúpulos que acaso me arredraran en otras circunstancias. Hoy lo que necesito son brazos, y a todo precio debo comprarlos mientras el honor no padezca.

-Vuestra Majestad, a mi entender, obra en eso con cordura.

-Tal es mi opinión, y yo sabré imponer silencio eterno si es preciso, a los que como Coello quieran contrariarla. Desde que la fortuna me ha condenado a vivir en la última clase del pueblo, he tenido ocasión de abrir los ojos sobre más de un error; y me he convencido de que el hierro y el fuego hacen hipócritas, pero no religiosos. Además, don Juan, el pontífice, a quien en Roma me presenté a pedir dispensa del voto temerario que en un momento de despecho hice en África de vivir siempre encubierto, no sólo se negó a ello, sino que me despidió con dureza. Gregorio; esclavo humilde del rey de España; temblaba de tener un solo día en sus estados al infeliz don Sebastián; y esta ofensa está para siempre grabada en mi corazón. Bastante os he dicho para que comprendáis claramente mi voluntad y sus fundamentos. El doctor Serrano os presentará mañana a los que habéis de conducir a la gloria: descanso en vuestra fidelidad y buen talento, y no volveré a ocuparme en el asunto hasta que os comunique mis órdenes para marchar. La mano de doña Inés es vuestra ya. La categoría a que estará destinado el esposo de la cuñada del rey no se os ocultará, y para que desde luego empecéis a recibir pruebas de mi real benevolencia, os autorizo a usar desde hoy el título de duque de Madrigal.

-Las bondades de Vuestra Majestad y la merced con que me honra estarán eternamente impresas en mi memoria, y espero dar pruebas de mi agradecimiento en el campo de batalla.

-Ése es el lenguaje de un noble soldado. Podéis retiraros.

Dobló don Juan la rodilla, besó la misma mano a que había visto hacer pasteles, y salió del regio desván como el hombre que acaba de tener un sueño maravilloso de aquellos que haced dudar de si se duerme o se está despierto.




ArribaAbajoCapítulo II


Ciego el califa en su sangriento celo,
despuebla el mundo por vengar al cielo.


(MELÉNDEZ; Oda a la tolerancia.)                


A principios del siglo XVI fueron tantos y tales los abusos de las facultades espirituales que en materia de bulas e indulgencias hizo la corte de Roma; que en Alemania, país eminentemente pensador, dos frailes, Lutero y Calvino, se alzaron contra ella practicaron la reforma de la religión cristiana conocida con el nombre de protestantismo; y a pesar del emperador; del papa y del concilio, luchando con las armas del uno, las excomuniones y los legadas del otro, y con los cánones y censuras del último, hicieron considerable número de prosélitos, atrayendo a su creencia príncipes ilustres y naciones enteras.

Lutero y Calvino dieron al poder de los papas un golpe funesto que los progresos de la civilización social prepararon hasta entonces, y en lo sucesivo hicieron verdaderamente mortal. Desde entonces, los sucesores de San Pedro perdieron aquel poder en virtud del cual daban y quitaban las coronas. Inglaterra, Suecia, Flandes, gran parte de la Alemania, se separaron del regazo de la iglesia católica; la Francia misma rehusó admitir el concilio tridentino, y la Europa entera empezó a creerse con derecho a pensar en materias de religión, cosa hasta entonces mirada como una blasfemia.

Las consecuencias que aquellos sucesos tuvieron en el orden político son harto conocidas; y aunque esta novela no se ha escrito a propósito para hablar de ellas, se nos permitirá que observemos que Inglaterra fue el primer país enteramente protestante, y que en él es en donde la libertad civil es también más antigua.

Carlos I se declaró protector del concilio de Trento, y persiguió constantemente a los reformadores. Pero en Alemania no pudo extinguirlos: en España fue donde, auxiliado por la inquisición, de abominable memoria, logró que jamás los hubiese a cara descubierta.

Las crueldades del tribunal de la fe no fueron, sin embargo, durante su reinado, comparables a las que se ejercieron bajo el cetro de hierro de su hijo Felipe II, cuyo nombre ha llegado a nuestros días y pasará a la más remota posteridad, como el baldón de su siglo y de la patria que le dio el ser.

Todas o la mayor parte de las religiones han debido acaso a la persecución su mayor incremento; y a excepción del mahometismo, ninguna se ha extendido con la rapidez que la protestante. En vano se le opusieron cuantos diques alcanzaron el poder y la iglesia dominante; salvolos todos, y embravecida como un torrente por la resistencia, llegó a hacerse temible para sus perseguidores.

No eran entonces los españoles un pueblo insignificante, como después lo fueron, gracias a tres siglos de cadenas, ricos, poderosos y conquistadores, en todo el orbe se veía a los invencibles tercios castellanos cubriéndose de gloria; sus mercaderes tenían relaciones comerciales con todas las naciones; y el oro mejicano hacía de nosotros los banqueros del mundo. Entonces se viajaba; en aquellos viajes había comunicación con extranjeros; y de este modo la reforma religiosa llegó a hacerse partidarios, y no en pequeño número, en el corazón mismo de Castilla.

Naturalmente, los primeros protestantes fueron eclesiásticos; para nadie podía tener más interés la cuestión que para ellos y unos la examinaban por curiosidad, otros para instruirse. Algunos creyeron las nuevas doctrinas más conformes al espíritu del Evangelio que las antiguas; otros, lo contrario; y estos en España fueron en mayor número. Apoyados los últimos en la ley, y disponiendo de la fuerza, persiguieron encarnizadamente a los primeros, quienes se refugiaron, como todo proscrito, en la oscuridad.

No había acaso ciudad en España en que los protestantes, los judíos; y hasta los mahometanos no tuviesen conventículos secretos que la inquisición fue descubriendo sucesivamente. Para llevar legalmente a la hoguera a los desventurados que los formaban, no se necesitaba más que probarles su diferencia de religión; pero el espíritu de partido, no contento con aplicarlos el tormento y quemarlos después, quiso que bajasen al sepulcro manchada su memoria con la imputación de crímenes cuya atrocidad misma los hace absurdos e increíbles.

Los niños degollados bárbaramente, las imágenes del Redentor injuriadas de una manera abominable, eran las más pequeñas de las infamias de que los inquisidores acusaban a sus víctimas. La pluma se niega a entrar en pormenores sobre esta materia, y el entendimiento concibe apenas que se hayan conducida al suplicio a millares de infelices, pretendiendo haberles probado que volaban o que tenían en sus casas a pupilo algunos diablos en figura; de sapos, con obligación de vestirlos de terciopelo y darles a comer huesos de difuntos.

En tal estado se hallaba España bajo la dominación del fanático Felipe, cuando Gabriel de Espinosa puso a cargo de Vargas el mando de sus auxiliares españoles.

No se crea por lo que de las luces naturales de don Juan hemos dicho, que fuese un hombre de los que hoy llamamos despreocupados. Eran muy pocos los castellanos que en aquel siglo podían pretender esta denominación; y seguramente en donde menos número de ellos se hallaba era en la nobleza que, recibiendo una educación puramente militar, conservaba la creencia de sus padres, sin imaginar siquiera que en tal materia era admisible la discusión. Sin embargo, el hermano del marqués había tenido ocasión de observar en Flandes que los herejes eran hombres como los demás; que cualesquiera que fuesen sus errores en el dogma; la moral de su religión era exactamente la del Evangelio; y que en los combates se portaban como el mejor católico, peleando con valor, y tratando después con humanidad a sus enemigos. Redújose, pues, a desempeñar la comisión que se había puesto a su cargo, aunque no sin repugnancia y tal cual escrúpulo de conciencia. Dígase también, en honor de la verdad, que Inés; a quien vio aquel día en el locutorio, le pareció tan hermosa, estuvo con él tan fina, y le dio tan próximas esperanzas de su matrimonio; que al separarse de ella hubiera hecho alianza no ya con los protestantes, sino con todos los herejes y cismáticos habidos y por haber, con el mismo Satanás, por más feo, cornudo y azufroso que se le presentase.

Tales han sido siempre los hombres vehementes: preocupaciones, intereses, conveniencias sociales, la honra misma, todo lo han sacrificado a las miradas de una mujer en los primeros años de su vida; y en la edad adulta, el ídolo de su juventud, olvidado, menospreciado tal vez, ha tenido que ceder su lugar a los sueños de la ambición.

Vargas entonces no creía que hubiera nada en el mundo superior a Inés; ni que el que una vez la había visto pudiera nunca dejar de amarla; menos aún; ser feliz sin ella. ¿Qué mucho, pues; que todo lo sacrificase para poseerla?

Ya resuelto a entregarse sin reservas en manos del destino, se preparó a desempeñar su papel de jefe de segundo orden en aquella conjuración, y revestido de la gravedad conveniente, se presentó con el doctor Serrano en el conventículo de los protestantes.

Celebraban estos sus reuniones con todo el misterio y cautela que su posición exigía; y Vargas halló en junta a los que formaban el consistorio directivo en una oculta bodega situada en un extremo de la ciudad. Algunos letrados, no menos eclesiásticos, tres o cuatro mercaderes, y algún profesor de ciencias exactas, fueron las personas que allí se ofrecieron a su vista; la única de capa y espada, como entonces se decía; era el mismo Vargas.

Antes de su llegada ya habían los protestantes acordado que no prestarían a don Sebastián el prometido auxilio sin recibir antes por escrito su real palabra de que se les tolerase en Portugal el libre ejercicio de su culto; y el doctor Serrano hizo entender sin rebozo a don Juan que toda negociación era excusada sin que precediese la entrega de la garantía pedida.

En el caso de que el destronado rey accediese a lo que se deseaba, empezarían los protestantes poniendo a su disposición una suma considerable para empezar la campaña; formarían, a su costa, y auxiliados por sus hermanos de Inglaterra, Francia y Alemania, un cuerpo franco; y, desde luego, presentarían en breve plazo de trescientos a quinientos hombres para contribuir al alzamiento.

No dejaron tampoco de presentarse varias dificultades al consistorio, sobre poner los soldados protestantes a las órdenes de un noble católico; pero todas ellas se desvanecieron con la imposibilidad de hallar en España hombre de la comunión reformada que lo reemplazase. Fue, pues, nuestro don Juan, bajo el título de duque de Madrigal, reconocido por jefe del futuro cuerpo auxiliar, y la reunión se disolvió después de haber rezado a coro un salmo de David.

Debía don Juan comunicar a Gabriel de Espinosa lo resuelto por el consistorio, y para ello se le había mandado hallarse aquella noche a las ocho de ella en el Campo Grande; cita a la que, como se deja conocer, asistiría con alguna anticipación para no hacerse esperar; pero fue tanta su puntualidad, que daban las siete cuando entró en el Campo Grande, que, por ser la noche de las frescas de otoño, estaba desierto. No le pesó de esta circunstancia, pues en situación semejante a la suya, lo que más se apetece en general es la soledad. Amante y conjuradora un tiempo, sus pensamientos le sobraban a Vargas para entretenerse.

La revolución que se preparaba, su éxito y consecuencias, eran asuntos de no pequeña importancia; pero Inés la tenía mayor para él. Dejando vagar la imaginación a su placer, se veía ya dueño de su amada; representábasele verla en sus brazos al rayar la aurora, y uno y otro día, y siempre, en fin, vivir a su lado; pero el colmo de la dicha para Vargas, era tener un hijo de Inés, que su fantasía hizo bello como Apolo, valiente como Hércules, discreto como Cicerón, y célebre como Alejandro.

Cuando el hombre cree ser feliz, lo es, ha dicho no sé quién, y con sobrada razón. Nunca la realidad iguala a los goces que el hombre dotado de una ardiente fantasía tiene, cuando sus sueños, ya despierto, ya dormido, le halagan. Y es porque en la realidad, aun las rosas tienen espinas; no así en el mundo ideal: lo malo y lo bueno; según el vidrio que se deja ver en la linterna mágica, se presentan aisladamente. Prescíndase de la debilidad humana, de la muerte, se olvida que estamos condenados a padecer, que cuanto más intenso sea un dolor, tanto más pronto el órgano que lo sufre perderá la facultad de sentirlo. Sucédenos, en fin, lo que al mecánico teórico: calculaba una máquina prescindiendo del rozamiento de los cuerpos y de la elasticidad de las cuerdas, y obtiene en el papel un invento que ha de inmortalizarle. El mal está en que al poner en práctica su máquina tiene que emplear hierro, madera y cáñamo.

Dando, pues, libre curso a sus imaginaciones; se paseaba Vargas delante del convento de recoletos, y no advirtió que un hombre le seguía, hasta que este, tocándole en un hombro, le dijo:

-Muy distraído vais, señor don Juan.

Volviendo entonces la cabeza, reconoció a Gabriel de Espinosa.

Diole cuenta de lo ocurrido en el consistorio, y tuvieron sobre ello una larga conversación, en la cual desplegó el pastelero grandes conocimientos en política, y dio a Vargas detalladas instrucciones, previendo las dificultades que podrían ocurrirle en su misión y facilitando los medios de vencerlas; y por último, prometió la garantía pedida por los protestantes.

Antes de despedirse supo Vargas que los conjurados portugueses Domiño, Abenamal, don Carlos y don Francisco, habían ya marchado a disponer el alzamiento, que debía verificarse tan luego como don Sebastián se presentase en su reino.

El monarca destronado pensaba ir a Madrigal, salir de allí acompañado de fray Miguel, don Juan y un corto número de los protestantes españoles, y entrar con ellos en la Extremadura portuguesa para descubrirse allí.

Para poner en planta este proyecto sólo aguardaba a recoger la suma prometida por el consistorio, y a realizar algunos otros fondos indispensables para poder sustentar a sus soldados, un mes por lo menos, sin gravámenes de los pueblos.

Pero todas estas recaudaciones no pudieron verificarse tan pronto como se deseaba. El misterio con que hubieron de hacerse, las diversas personas a quien se tuvo que acudir, y otros varios entorpecimientos inevitables en tales negocios, retardaron quince días o más el suspirado momento de hallarse prontos los fondos. Don Juan no tuvo la satisfacción de anunciárselo así a Gabriel de Espinosa, hasta dos semanas después de haber tenido con él la conferencia que acabamos de referir.

En este intermedio sus visitas al locutorio fueron diarias y la materia de sus conversaciones con Inés, sus amores y esperanzas. No estaba la bella portuguesa menos enamorada que el joven castellano; pero sus continuas desgracias, y su condición naturalmente reflexiva, no la permitían entregarse como Vargas lo hacía, a las más lisonjeras ilusiones. Una serie no interrumpida de males había acostumbrado a Inés a no esperar nada bueno y más de una vez, en los momentos mismos en que su amante mostraba mayor entusiasmo, más persuasión de ser su esposo, la imagen del cadalso se presentaba a los ojos de la infeliz hermana de Clara, y el rostro de Vargas, entonces animado por todo el fuego del amor, a su parecer mostraba las señales de la muerte. Corrían entonces por sus mejillas lágrimas amargas, y apenas bastaban el cariño y la elocuencia de don Juan para calmar su dolor.

La mañana siguiente a la noche en que el hermano del marqués anunció al cuñado de su futura esposa que los protestantes tenían reunido su dinero, fue a ver a Inés, y al participárselo le dijo:

-Esta noche entregaré al consistorio la real garantía que Su Majestad pondrá en mis manos, y me haré cargo del dinero, parte en oro, parte en letras de cambio. El rey saldrá para Madrigal al amanecer de mañana, y vos con él. Según sus órdenes, Inés, yo no debo hacerlo, con otros veinte compañeros, hasta por la noche. Su Majestad se ha dignado prometerme que fray Miguel nos unirá para siempre en la ermita que bien conocéis. ¡Ah Inés! Llegó por fin el suspirado momento de llamarme esposo de la que adoro. O no me amáis, o vuestro placer debe ser igual al mío.

-De mi amor, Vargas, no podéis dudar, pues no sabré ocultarlo, aunque tal vez debiera -contestó la dama-. Un fatal presentimiento me destroza el corazón; conozco que no tengo para él determinado fundamento, y, sin embargo, no puedo desecharle.

-Inés mía; confundís el temor natural en vuestro sexo al aproximarse el momento de una arriesgada empresa, con un presentimiento que no puede existir.

-¡Mi don Juan!

Pero no más de lo que va referido hablaron aquella vez los dos amantes, pues Vargas, en tan críticos momentos, no podía disponer de un solo instante.

La despedida por su parte fue tierna; por la de Inés, melancólica en extremo. Parecíale que aquella separación había de ser eterna; y sin poderlo remediar inundó con sus lágrimas la mano de don Juan, después de haberla estrechado tiernamente contra su corazón.

-No sé -dijo por último-, no sé en qué consiste; pero jamás ha sido tanto mi desaliento como ahora. La idea de ser causa, tal vez, de la desgracia de un hombre a quien adoró, y que si no me hubiera conocido fuera feliz sin duda, me atormenta, me destroza el corazón.

Quitose enseguida una cadena hecha de su propio pelo, y poniéndosela al cuello a su amante, continuó:

-Tomad, don Juan, esa prenda, que para vos tendrá algún valor; y si queréis tranquilizarme algún tanto, decidme que jamás me culparéis en lo que os suceda.

-¡Nunca, vida mía!

-El destino os hizo conocerme, y el cielo me es testigo de lo que he combatido mi amor y el vuestro.

-Y el cielo premiará también vuestra virtud. Señora mía, pasado mañana seréis mi esposa. Enjugad el llanto, y adiós, que me es fuerza el partir.




ArribaAbajo Capítulo III

¡Ah! Vanamente discurre mi deseo por tus sangrientos fastos y el contino revolver de los tiempos; vanamente busco honor y virtud: fue tu destino dar nacimiento, un día, a un odioso tropel de hombres feroces, celosos para el mal.


(QUINTANA: Oda a Padilla.)                


Don Rodrigo de Santillana, el marqués y su capellán, habían llegado con toda felicidad a Madrid y pasado de allí al Escorial, donde, por el momento, se hallaba la corte.

La obra de aquel monasterio, ya entonces muy próximo a su conclusión, era el único objeto que distraía a Felipe de los negocios políticos y de sus continuas devociones.

Habíase lisonjeado el marqués de que su pretensión era fácil de conseguir, y se engañó. Un monarca que, como el reinante entonces, hacía profesión de los más austeros principios religiosos, un hombre que jamás había amado ni podía amar, no era de esperar que tolerase y protegiese los extravíos galantes en nadie, y menos en un título de Castilla. Los ministros de Felipe tenían, o afectaban tener, la misma manera de pensar que él, y así el pobre marqués vio malísimamente recibidas sus primeras insinuaciones.

Pero como si las ideas generales de la corte en la materia no bastaran a contrariar sus planes, el comendador Hinojosa, presentándose dos días después que él en El Escorial, acabó de derribar el soñado edificio del engrandecimiento del hijo de Violante.

Hinojosa, entrando sin ceremonia en la posada de su primo, y declarándole sin. rodeos que él y don Juan estaban perfectamente enterados de lo ocurrido con respecto al niño don Pedro Alcántara, de los proyectos que para su fortuna se formaban, y que ambos también estaban resueltos a no tolerar tamaña afrenta para las familias de los Vargas, confundió, aterró, aniquiló al marqués, y al padre Teobaldo.

No se atrevían ni el uno ni el otro a responder palabra, ni el comendador les dio lugar a ello, pues concluida la arenga se retiró, anunciando que iba en aquel mismo instante a verse con el secretario de Su Majestad y a enterarle de todo el asunto; y que, si necesario fuese, llegaría a los pies del rey mismo a pedir justicia. Hinojosa era hombre sobradamente capaz de cumplir lo prometido: el marqués lo sabía, y el capellán también.

Más de un cuarto de hora se estovieron mirando el uno al otro con espantados ojos, sin saber qué hacer ni qué decir, hasta que, por fin, el marqués creyó que a él le tocaba romper el silencio; y haciendo un grande esfuerzo dijo:

-¡Padre Teobaldo!

-Señor marqués -contestó el capellán, y se terminó por entonces la conversación.

-¡Hem! -dijo de allí a un rato el capellán-. ¿Si habrá ido a ver al rey?

-¿Si habrá ido? ¿No le conocéis? Ahora mismo tal vez.

-Entonces, Domine miserere mei, perdidos somos.

-Padre Teobaldo, ¿y qué hacemos?

-Señor marqués, yo en este asunto lababo manus meas.

-Buen consejo, por cierto. ¿Ahora me abandonáis?... ¿No podríamos acudir a algunos amigos?

-¡Amigos! Donec eris felix...

-¡Por la Virgen Santísima, que dejemos ahora los latines! Si ese hombre se presenta a Su Majestad y le cuenta el asunto a su modo, somos perdidos.

-Nulla est redemptio. En mala hora dejamos nuestros penates; en tristes días nos patriæ fines; et dulcia relinquimus arva.

-Dios me perdone; pero capaz sois de hacer perder la paciencia a un santo. Consejos son los que yo quiero, y no citas de Virgilio.

-Ese pagano, señor marqués, contiene sin embargo apotegmas filosóficos, morales, naturaliter hablando, de gran peso y...

-Norabuena; pero ahora no se trata de eso; en lo que hemos de pensar es en el comendador.

-Infandum Regina jubes renovare dolorem.

-En resumen, ¿qué pensáis que debo hacer?

-Es asunto éste que exige madura deliberación, y consultar por lo menos media docena de santos y padres y otros tantos autores profanos.

-Y mientras se consultan, revuelve mi primo la corte entera, me pinta a los ojos de Su Majestad como un libertino escandaloso, a vos como a un eclesiástico sin costumbres, cómplice en mis extravíos; dan con nosotros en la inquisición, y nos queman.

-Sancta Maria, ora pro nobis. ¡Huyamos, señor marqués, huyamos!, usque ad finem.

-Eso ya es hablar en razón. ¿Conque opináis que huyamos?

-Me parece lo más acertado.

-Y a mí.

-Está entonces aprobado nemine discrepante.

Y sin aguardar a más, ni despedirse de alma viviente, tomaron el camino para Madrid; donde sólo pararon un día, saliendo al siguiente, no para Valladolid, sino para una hacienda del marqués, donde se creyeron más seguros.

No era, sin embargo, tan grande el peligro como se lo habían imaginado. Verdad es que el comendador, conociendo la timidez natural de sus antagonistas, se propuso aterrarlos con tremendas amenazas, y lo consiguió aún más allá de lo que esperaba. Por lo demás, condujo el negocio con tino; pintando a su primo como engañado; obtuvo de los ministros de la cámara la promesa de que no se admitiría la solicitud del marqués; más una orden de reclusión perpetua contra Violante; y corrió, ufano con su triunfo, a noticiárselo a don Juan.

Distinto fue el objeto, y distinto también el resultado del viaje a la corte del alcalde don Rodrigo de Santillana.

Una orden de Su Majestad le mandó presentarse, sin la menor dilación, en El Escorial, para un asunto del cual ya tenía algunos antecedentes, y se le daban más en la misma real orden.

El negocio era de tal trascendencia, que Santillana se persuadía con fundamento de que, llevándolo a cabo felizmente; no sólo podía contar con verse en un momento en el más alto grado de su carrera, sino con ser uno de los favoritos del monarca. Estas reflexiones le entretuvieron agradablemente en el camino, y sus esperanzas se corroboraron cuando, presentándose en palacio y declarando su nombre, se le mandó entrar sin demora en la cámara del rey.

Felipe, ya entonces en el antepenúltimo año de su vida, estaba sentado en un sillón y atormentado por acerbos dolores. Su semblante, naturalmente pálido, se asemejaba al de un cadáver. Aquel aspecto grave, severo, reservado; aquel labio inferior caído sobre la barba y aquellos ojos penetrantes, con que parecía escudriñar los más recónditos senos del corazón de la persona que se hallaba en su presencia, hicieron en Santillana la profunda impresión que hacían en cuantos se le acercaban.

Dobló el alcalde ambas rodillas, y besando la descarnada y lívida mano del rey, esperó, sin mudar de postura, a que se le mandase hablar.

-¿Sois vos -dijo el rey- don Rodrigo de Santillana?

-El más leal y humilde de los vasallos de Vuestra Majestad.

Felipe pareció satisfecho de la concisión y respeto de esta respuesta; don Rodrigo no añadió una palabra más, pues bien informado del carácter del rey, sabía que éste no toleraba que nadie fuese osado a hablar en su presencia más de lo necesario para responder a sus preguntas.

-Informado -volvió el rey a decir, después de un breve intervalo- de vuestra fidelidad y celo en mi real servicio, os dimos la comisión de vigilar a la persona que es inútil nombrar. ¿Lo habéis hecho?

-Sí, señor; y he tenido la honra de elevar a Vuestra Majestad el resultado de mis diligencias.

-Que ha sido ninguno, don Rodrigo -exclamó Felipe con amarga severidad.

Aterrado el alcalde con tan inesperada reconvención, bajó los ojos, y diera en aquel momento cuanto le pidieran por lograr, si posible fuese, que jamás el rey se hubiera acordado de él para nada.

El monarca, conociendo el efecto que sus palabras habían producido, contemplaba la turbación, el terror más bien, de Santillana con un maligno placer, de que era muestra evidente la irónica y apenas perceptible sonrisa que se advertía en sus labios.

-Ninguno -continuó Felipe-; tal vez yo podré en mi gabinete mismo daros más noticias de las que vos, señor alcalde, estando al pie de la fuente, habéis sabido adquirir. ¿Qué decís a esto? Responded.

-Señor y rey mío: no me parece milagroso que la alta penetración de Vuestra Majestad haya descubierto lo que a mi ignorancia se ha ocultado. Pero me atrevo a protestar a los reales pies de Vuestra Majestad, que jamás vasallo ha deseado con tantas veras merecer al menos la indulgencia de su señor natural.

-Las obras acreditarán ese celo. Quiero olvidar lo pasado; pero, don Rodrigo, vuestra cabeza me responde del buen éxito de este negocio, y de que no transpire en el público una sola palabra de él.

Pronunció el rey estas palabras con severidad, pero en la apariencia, con la misma calma que si hablase del asunto más indiferente; la única señal de agitación que se le descubría era un ligero movimiento de contracción en los músculos de la fisonomía. Don Rodrigo no estaba tan tranquilo, pues persuadido de que el rey sabría cumplir la promesa con la más escrupulosa exactitud, se daba ya por muerto.

En tal estado se hallaban, cuando sonando las doce del día en el reloj del monasterio, Felipe, aunque no sin trabajo, se hincó de rodillas delante de un crucifijo de oro que tenía sobre la mesa; y sacando un magnífico rosario, se puso a rezar devotamente tres Avemarías; acto en que, no sólo arrodillado sino encorvado de manera que casi besaba el suelo, le acompañó el asustado alcalde. Concluidas las oraciones y persignado el rey, volvió a ocupar su asiento, y ya en él, dijo:

-Buenas tardes, don Rodrigo.

-Dios se las dé a Vuestra Majestad tan felices como su ejemplar piedad y altas virtudes merecen -contestó Santillana.

-Alabemos al Rey de los reyes, alcaide: Él sólo está exento de imperfecciones; los demás todos habemos menester su misericordia.

-Y los humildes vasallos de Vuestra Majestad la esperan igualmente de su imagen en la tierra.

-Bien está. Volvamos a la comenzada plática; el hombre que sabéis, se mueve ahora más que nunca; ignoramos por qué, y es preciso saberlo. Esto os toca a vos el averiguarlo. Al menor indicio de lo que os tengo prevenido de antemano, ya sabéis cuál ha de ser su suerte o la vuestra.

-Señor, hasta donde yo alcance...

-Es preciso alcanzarlo todo, todo sin excepción. ¿Me, entendéis, don Rodrigo?

-Sí, señor.

-Retiraos, pues. Mi secretario os dará los informes que hemos adquirido; y esta debe ser la última vez que yo tenga que ser el servidor de mis vasallos.

Diciendo así, tendió la mano a don Rodrigo, quien la besó humildemente, y marchando después con paso atrás, para no volver al rey la espalda, hasta la puerta de la cámara, salió de palacio tan aterrado como ufano y glorioso había entrado en él, pocos minutos antes. No hay cosa como ser vasallo de un rey absoluto para dar gracias a Dios cada día de hallarse con la cabeza sobre los hombros.

Pero aún no había acabado don Rodrigo de conocer la Corte. Si el rey le había amenazado, su secretario, con más orgullo, con más dureza aún, le dijo que era indigno de la magistratura que ejercía; que sólo la extremada piedad de Su Majestad era causa de que no se castigase ejemplarmente su negligencia; pero que tuviese entendido que si en lo sucesivo no mostraba más acierto en la delicada comisión puesta a su cargo, podría darse por muy dichoso si escapa con vida.

Jamás hubo proceder tan injusto por una parte, ni tan poco merecido por otra; don Rodrigo, humilde esclavo del rey y de su propia ambición, se hallaba dispuesto a ejecutar sin reparo, con refinamiento, cuantas crueldades le puguiese a Felipe encomendarle, y más aún si creía que de ello había de resultarle el menor provecho. Así, pues, desde que la corte de Madrid puso a su cargo el asunto de que se trataba, no había cesado de trabajar en él con extraordinario ahínco; pero las personas a quienes se quería sacrificar habían tenido maña o suficiente para eludir todo género de pesquisas por parte del alcalde.

La desgracia de éste consistió en que Felipe, receloso; como todo tirano, desconfiaba de sus agentes, juzgando al género humano por su corazón. De aquí resultaba que cuando, por no serle posible hacerlo todo por sí, confiaba una misión a cualquiera de sus esclavos, al mismo tiempo encargaba a otros que espiasen su conducta; y en muchas ocasiones, a la orden que elevaba a un sujeto, seguía inmediatamente la que le sumía en una mazmorra; o tal vez le llevaba al cadalso.

Como el asunto confiado a don Rodrigo era a los ojos del rey de la más alta importancia, varios agentes subalternos fueron comisionados para adquirir noticias sobre él; y de las que todos ellos dieron sacó Felipe en consecuencia, con su sagacidad característica, que a pesar de lo que aseguraba Santillana, había en el negocio más de lo que se dejaba ver.

Mal lo pasara el pobre Rodrigo si dos razones no hubieran militado en su favor. La primera, que el rey sabía el celo que en su comisión había mostrado; pero esto era de poca importancia. Un déspota no agradece; los hombres en sus manos son como los instrumentos en las del artista. ¿Qué importa que sean de buena calidad? Cuando no sirven para el objeto que en el momento les ocupa, los arroja lejos de sí; con desprecio.

La segunda causa fue la que decidió a Felipe; el sigilo era para él, en todo asunto, la más necesaria de las circunstancias, y más particularmente en aquél: no quiso, pues, confiar a otro juez su secreto; y reservándose castigar en tiempo y lugar el desacierto de los primeros pasos de don Rodrigo, resolvió, sin embargo, que completase la obra.

No es fácil pintar la terrible impresión que las amenazas del rey y los insultos de su ministro hicieron en el mismo don Rodrigo. Al retirarse a su posada se sintió acometido de una violenta calentura que, a poco de haberse metido en la cama, se desplegó con los síntomas más alarmantes y un delirio espantoso.

Lo peor del caso fue que llamaron a un médico de los célebres; y por consiguiente también de los más endurecidos en su carnicera profesión, quien empezó prohibiendo que se diese al enfermo, aquejado por una sed abrasadora, ni una sola gota de agua. No contento con esto, y a pesar de que por todos los síntomas se conocía evidentemente que la enfermedad de don Rodrigo era una inflamación cerebral, le atestó el cuerpo de quina, logrando ponerlo en tres días a las puertas del sepulcro. Entonces, dando por acabada su obra, se retiró, dejando al paciente en poder de un robusto fraile jerónimo, que tan despiadado como el doctor, daba libre curso a una voz estentórea, pintando con cruel prolijidad todos los horrores del infierno y la furia de Lucifer.

Quiso, sin embargo, la buena suerte de don Rodrigo que en la cuarta noche de su enfermedad, en un momento en que el monje, cansado de gritar todo el día, se retiró de su estancia, conmovido por sus ruego el criado, que le velaba, no queriendo negarle lo que pedía a un hombre que de todos modos iba a morirse, le dio un gran jarro de agua, que el enfermo apuró sin dejar gota; repitiéronse estas libaciones toda la noche, y a la mañana siguiente era ya notable la mejoría. En una palabra, despedidos agonizante y médico, logró el alcalde restablecer su salud; y hallarse en quince días en disposición de regresar a su destino, como, en efecto, lo hizo, después de haber hecho constar al gobierno que su enfermedad no se lo había permitido.

No dejó Santillana de extrañar el no haber tenido la menor noticia del marqués, ni de su capellán; y habiendo preguntado por ellos a su amigo, le dijo éste «que ambos habían desaparecido de la corte dos días después de haber llegado a ella; sin haber tenido siquiera la atención de despedirse de las personas que los habían visitado». Pero el alcalde estaba harto preocupado con sus propios asuntos para pensar en los ajenos: así, pues, cesó de ocuparse en el marqués tan luego como se terminó la respuesta de su amigo; y se puso en camino sin más cuidado que el de convalecer pronto y salir del encargo del rey, ya que no lleno de honores como un tiempo pensó, al menos sin un dogal al cuello.




ArribaAbajo Capítulo IV


    No; aunque en medio
de esta vil muchedumbre apareciera
del gran Pelayo el animoso aliento,
en vano a libertad los llamaría;
ya nadie le escuchara.


(QUINTANA: Pelayo.)                


Salió Vargas del locutorio; contristado, a pesar de los esfuerzos que para serenar a Inés y serenarse él mismo había hecho. Fácilmente sentimos como la persona amada; y yo no sé qué tiene el pesar, que nos domina con mucha más facilidad que la alegría. Sin embargo, le fue preciso a nuestro caballero atender a los negocios de Espinosa y a los suyos particulares.

Es preciso advertir que don Juan no dependía enteramente del marqués. El padre de ambos fue un caballero económico, y que, amando tiernamente a sus hijos; cuidó de asegurar una legítima bastante considerable al menor de ellos. Así don Juan pudo reunir, sin tocar a los bienes del marqués, una suma de dinero suficiente a asegurarle una decente subsistencia en caso de que un revés de la suerte le obligara a expatriarse. Arreglado este primer punto, puso en orden los negocios de su hermano, cuyos bienes administraba, según ya se ha dicho.

En una entrevista con el doctor Serrano recibió de nuevo la seguridad de que aquella noche, cuando entregase la real garantía al consistorio, se pondría en sus manos la cantidad estipulada, y de que los veinte hombres armados estarían prontos para la mañana siguiente.

Así, se pasó aquel día, y llegó la hora de la cita con Gabriel: don Juan acudió a ella con su acostumbrada puntualidad; pero esperó en vano hasta pasada la medianoche.

Si Vargas estaba descontento con tan inesperada falta, no lo estaba menos el consistorio protestante, que en sesión permanente aguardaba al señor duque de Madrigal con una impaciencia poco evangélica a la verdad, pero muy natural en aquella circunstancia.

Gabriel de Espinosa, que mudaba de posada con frecuencia, jamás dijo a don Juan dónde vivía, ni este se acordó de preguntárselo; sintiolo entonces infinito, pero la cosa no tenía remedio. Cuatro horas de espera inútil le parecieron prueba bastante y sobrada de que don Sebastián no quería o no podía acudir a la cita. Trasladose, pues, Vargas al lugar de la reunión de los protestantes, y así que estos le vieron entrar hubo en la asamblea un movimiento general de satisfacción.

El doctor Serrano, que la presidía, y que con una Biblia delante de sí tenía tal vez la intención de leer en ella, pero estaba de dos horas a aquella parte con los ojos clavados en la puerta, dejó escapar un profundo suspiro, y detrás de él un «gracias a Dios» tan sentido, que se conoció que le salía de lo íntimo del corazón.

A esta exclamación del presidente, un matemático que, con la vista fija en el suelo y el entendimiento ocupado en la teoría de las paralelas, era acaso el único de los presentes a quien el tiempo no se hizo largó, preguntó:

-¿Qué es eso? ¿Se resolvió ya el problema?

Mirole con cierto aire de compasión un mercader que estaba a su lado; y los restantes miembros de la asamblea, atendiendo sólo a don Juan, no le hicieron caso alguno.

Después de saludar en general y de haber tomado asiento al lado del presidente, tomó Vargas la palabra, diciendo:

-Tengo el disgusto, señores, de anun[...]

-Sin la garantía -dijo entonces el presentado en el paraje en que tuvo a bien mandarme le esperase.

-Se eliminó -murmuró entre dientes el matemático.

-¿Y vuecelencia, señor duque, no podrá informarnos de la causa de la falta de puntualidad de Su Majestad? -dijo el presidente.

-Me es absolutamente desconocida, señores; y os aseguro que conociendo, como conozco, la escrupulosa exactitud del rey, no dejo de estar con bastante cuidado.

-En este caso -exclamó uno de los mercaderes- debemos retirar nuestros fondos, porque sin la garantía...

-No se os piden tampoco. Pero no debéis olvidar que la causa de don Sebastián y la vuestra son una misma -replicó Vargas.

-Sin la garantía -dijo entonces el presidente- no hay pacto.

-Doctor Serrano, Su Majestad ha empeñado la real palabra de conceder esa garantía; y no le haréis la injusticia de creer que sea capaz de faltar a ella. Pero si un accidente, cuya sola idea me llena de amargura, hubiera impedido al rey entregarla hoy, y le impidiera entregarla en algunos días, ¿sería justo por eso que sus auxiliares le abandonasen?

-Los cristianos reformados de España cumplirán religiosamente el pacto con Su Majestad el rey don Sebastián; pero no darán un solo paso en su favor sin tener en su poder el documento que han pedido. ¿Quién nos asegura de que don Sebastián, cediendo tal vez a las insinuaciones de algunos de sus consejeros, no trata de eludir su promesa?

-¡Quién!... La palabra de un rey, más sagrada que cuantas escrituras pueden hacerse.

-Los reyes -interrumpió un mercader- faltan a sus palabras siempre que les conviene.

-Verdad demostrada -añadió el matemático- como la proposición del cuadrado de la hipotenusa.

-¿Qué quiere decir esto, señores? ¿Es bastante que Su Majestad no haya acudido esta noche al paraje convenido, para que el consistorio dude de su buena fe hasta el punto de revocar sus propias resoluciones, en virtud de las cuales está obligado a prestarle su auxilio?

-Al contrario -contestó el presidente-, el consistorio no hace más que persistir en su primer acuerdo. El dinero y los soldados están a disposición de Su Majestad tan luego como se digne entregar la garantía.

-Soy de la opinión -dijo otro miembro de la asamblea- de que se fije a don Sebastián un plazo improrrogable para verificarlo. Estas interminables dilaciones pueden conducirnos a la hoguera: si el rey de Portugal no nos ha menester, nosotros buscaremos otro protector, mas en estado de protegernos tal vez; pero si ha de hacer uso de nuestros brazos y dinero, acabe de decidirse.

-¡Que se fije el plazo, que se fije! -dijeron a coro todos los individuos del consistorio; y el presidente preguntó que cuál sería el que señalase.

-Mañana -contestó el que había hecho la proposición.

-La manera con que el consistorio se conduce con el rey es, señores, inconcebible -dijo don Juan, a quien la ira iba dominando-. Sin embargo, yo tomo sobre mí aceptar esta nueva condición, harto degradante para Su Majestad; pero fijar el plazo a mañana, cuando ignoramos el motivo de la falta del rey esta noche, me parece el colmo de la inconsideración.

-Señor duque -le contestó el doctor Serrano-; el consistorio está pronto a dar a vuecelencia pruebas de los deseos que tiene de servir a Su Majestad, y la primera será prolongar hasta el cuarto día, contando desde hoy, el plazo propuesto. Pasado éste, cesa toda obligación entre don Sebastián y nosotros.

No replicó ya más Vargas, por conocer que de hacerlo hubiera sido de un modo poco conveniente para conciliar los ánimos, y saludando en silencio al consistorio, salió de aquel paraje y se retiró muy de mal humor a su casa.

Por la mañana fue al convento y preguntó por doña María de Castro; le dijeron que aún estaba en cama; que volviese más tarde. Hízolo así, en efecto, y la primera pregunta que Inés le hizo fue preguntarle por qué razón Gabriel de Espinosa no había ido a buscarla.

-¡Dios de bondad! Mi funesto presentimiento se ha realizado.

-Inés reía, no hay motivo de afligiros. Una leve indisposición, haberse tal vez dormido, o un asunto de mayor importancia que se atravesase, es bastante para haberle impedido asistir a la cita.

-¡Ah, don Juan, qué ingenioso sois para lisonjear mis deseos!

-Tranquilizaos, señora: vuestro dolor, sin remediar nada, sólo conseguirá hacerme incapaz de pensar en otra cosa que en consolaros.

La situación de Vargas era penosa hasta no más. No sabía qué hacer, ni adónde acudir para informarse de Gabriel de Espinosa. El doctor Serrano le acosaba; y a los temores que no dejaba de tener por su propia seguridad, se añadía el que sentía por su partido.

Un solo día faltaba para cumplirse el plazo señalado por el consistorio de los protestantes para la presentación de la garantía, y don Juan se disponía a salir de su casa para ir al convento de Inés, no sin harto disgusto de no haber adquirido noticia alguna con que tranquilizar a su amada, cuando le anunciaron la visita de don Rodrigo de Santillana.

-¡Pese al alma del alcalde -exclamó Vargas- y a qué buena hora viene el señor mío! Decidle que no estoy en casa.

-El mayordomo le había dicho ya que su señoría no había salido -contestó el lacayo.

-¡Maldito hablador! Si no hay otro remedio, que entre.

Así lo hizo; y don Rodrigo, todavía muy desmejorado con su enfermedad, echó los brazos al cuello del hermano del marqués, quien estuvo por ahogarle en ellos; tal era su enojo en aquel momento.

Sentados ambos, el alcalde dijo que hacía cuatro días que había regresado del Escorial a Valladolid; pero que tanto por su enfermedad cuanto por negocios que le habían ocurrido, había retardado una visita para él tan agradable como obligatoria.

Don Juan contestó a este cumplimiento con otro equivalente, y preguntó por su hermano. Estuvo don Rodrigo por decirle que iba él mismo a hacerle igual pregunta; pero reflexionando instantáneamente que tal vez el marqués tendría sus razones de ocultar a su hermano su repentina salida de la corte, y no siendo hombre que con nadie quería indisponerse, se contentó con responder que la última vez que había tenido la honra de ver al señor marqués gozaba este de perfecta salud; en lo cual ni mentía, ni se exponía a decir más de lo que debiera.

Su visita fue breve, y don Juan le vio con indecible placer ponerse en pie para retirarse; pero el alcalde, que no sospechaba la mala obra que hacía, no quiso dejar de disculparse de no permanecer más tiempo acompañando a su apreciadísimo amigo.

-¡Me es fuerza -dijo-, señor don Juan, separarme de vos más pronto de lo que yo quisiera. Verdaderamente somos dignos de compasión los jueces a quienes el rey nuestro señor y amo tiene encomendada su justicia. Ahora, por ejemplo, tengo que dejaros a vos, a quien estimo más allá de toda comparación (don Juan hizo una cortesía); ¿y para qué? Para ir a conversar con un solemne ladrón, cuya garganta está pidiendo un dogal a toda prisa. Y ahora que me acuerdo, tal vez le habréis visto alguna vez, si es cierto lo que dicen de que ejerce el oficio, de pastelero en Madrigal.

Por fortuna para Vargas, esta conversación tuvo lugar mientras el alcalde se retiraba ya; don Juan, por cortesía, quiso acompañarlo hasta su coche, y caminaba en pos de él; gracias a esta circunstancia no advirtió Santillana la extraordinaria turbación del hermano del marqués, a quien oyendo tan infausta nueva le pareció que el cielo entero se desplomaba sobre su cabeza.

-A propósito de Madrigal -continuó don Rodrigo-: supongo que habréis seguido mi consejo no volviendo más a ver al vicario de Santa María. El tal fraile no está en muy buen predicamento con Su Majestad, y como amigo me hubiera pesado que os confundiesen con él. No paséis más adelante, señor, don Juan. ¿Qué es eso?, ¿os sentís indispuesto?

-No sé qué me ha dado; un vahído tal vez.

-Retiraos, pues, y cuidad de una salud tan preciosa para cuantos tienen la dicha de conoceros. Yo volveré mañana a informarme de vuestro estado; y si queréis, ahora, de paso, llamaré al médico.

-No hay necesidad, don Rodrigo; yo os doy las gracias por vuestra fineza.

-Ésta es deuda, don Juan. Vuestro servidor; quedad con Dios.

-Él os acompañe.

-Dos mil demonios carguen contigo -exclamó Vargas, ya en su gabinete-, que me has clavado el puñal en el corazón hasta el cabo.

No será necesario encarecer cuál sería la pena de don Juan. Preso el rey de Portugal, aunque según el alcalde se le acusaba de robo; delito de que le sería fácil justificarse, podía, sin embargo, ser descubierto, y entonces su muerte era segura. Si por desgracia le sorprendían con algunos papeles relativos a la conjuración, la pérdida de centenares de individuos y la del mismo don Juan era infalible.

Huir de España, inmediatamente hubiera sido lo que a cualquiera otro hombre le ocurriera; pero no al amante de Inés. La adversidad hacía en él el mismo efecto que el fuego en la arcilla: al paso que la llama destruye a los demás cuerpos, los arcillosos en ella se contraen, se hacen más compactos y resistentes.

-No abandonaré yo al desgraciado don Sebastián -dijo para sí-. Sea cualquiera su suerte, la misma será la mía.

Tomada esta resolución; don Juan hubiera sido hombre de ejecutarla temerariamente si una reflexión aterradora no le hubiera detenido; Inés. ¿Qué sería de Inés, muerto su cuñado y su amante? Sola, sin amparo y en país extraño, proscripta tal vez hasta en el suyo, la más espantosa miseria era el menor de los males que tenía que temer.

Pensó don Juan volverse loco, y realmente no le faltaban motivos para ello. Lo que en el momento le atormentaba más era tener que ser él mismo quien anunciase tan tristes nuevas a su amada. Sin embargo, por más grande que fuese su repugnancia; hubo de decidirse a ello; y tomó, en efecto, el camino del convento, no con aquel afán amoroso que otras veces; sino con el trastorno general, con el desatino profundo con que un delincuente marcha al suplicio.

No necesitó Inés más que ver el desencajado rostro y el aire de consternación de su amante para presagiar algún funesto acontecimiento. Vargas no hablaba, y su futura esposa no se atrevía a preguntarle, temblando su respuesta; pero comenzó a llorar tan amargamente, que viendo don Juan que la verdad no podría causarle mayor disgusto que el que con la incertidumbre tenía, puso en su conocimiento lo acaecido, con cuanta brevedad y dulzura alcanzó a hacerlo.

Para formar una idea de la aflicción de Inés, es preciso recordar que don Sebastián, además de ser un hombre cruelmente perseguido por la fortuna, era el esposo de su hermana querida, el padre de Clarita, a quien había tenido en sus brazos desde que nació; y el rey, en fin, por quien su padre había sacrificado la vida.

Hay ocasiones en que el querer consolarnos es el más cruel de los tormentos imaginables. Don Juan conoció que se hallaba precisamente en uno de ellos; dejó desahogar libremente su dolor a Inés, lloró con ella, y con esto proporcionó algún alivio a su dolor.

Pasados los primeros arrebatos de éste, y cuando ya la bella morena fue capaz de reflexión, no se le ocultaron las funestas consecuencias que aquellos sucesos podrían tener para su amante, y le aconsejó que huyera sin demora.

-Inés -dijo Vargas-, he jurado, no una sino mil veces, vivir y morir con vos: para mí no ha habido dificultad ni peligros; todo lo he despreciado para llegara ser vuestro esposo. Ahora que he obtenido vuestro consentimiento y el del rey, ¿queréis que huya?... No, Inés, no: muera yo antes mil veces que separarme de vos.

¿A qué cansarnos? Aquella triste conferencia se pasó entre lágrimas, protestas de amor y proyectos para saber la manera con que Gabriel habría sido preso.

Don Juan salió del locutorio para ir a buscar al doctor Serrano, y su amada se encargó de escribir a fray Miguel.




ArribaAbajoCapítulo V


Ése es golpe de fortuna,
Farfán; que vos no entendéis.


(Sancho Ortiz de las Roelas.)                


Gabriel de Espinosa o don Sebastián, como mejor se quiera, en medio de mil cualidades eminentes, tuvo siempre una propensión a la especie de mujeres que, en oprobio de su sexo, abundan y han abundado siempre demasiado en todos países, que, en fin, le fue funesta.

A excepción de la temporada de sus amores y matrimonio con Clara, por donde quiera que viajó contrajo relaciones con mozuelas despreciables. Verdad es que las trataba como merecían. Jamás les confió su nombre, ni aun el que llevaba entonces. Veíalas, por momentos, pagaba generosamente y las miraba con el desprecio a que eran acreedoras.

Ya hemos dicho que en Valladolid encontró a Violante, a quien en su primer viaje a Italia, antes de unirse a la hermana de Inés, conoció con el nombre de Camila.

Visitola de cuando en cuando, y no hubo visita en que no diese muestras de su acostumbrada liberalidad, prenda que contribuyó no poco a consolar a la cortesana del contratiempo de haberse encontrado con un hombre que la conocía.

Sin embargo, siempre conservaba Violante el deseo de deshacerse de aquel hombre a cualquier precio que fuese; y la casualidad le ofreció uno digno de ella por lo inicuo.

El mismo día para cuya noche citó el pastelero a don Juan en el Campo Grande, quiso su mala ventura que se le cayese del bolsillo en casa de aquella mujer despreciable un retrato de Felipe II que la señora doña Ana de Austria le había regalado.

No lo advirtió Gabriel; pero sí Violante; y su primera idea fue la de apropiarse sin escrúpulo aquella alhaja, cuyo valor se echaba desde luego de ver que era considerable.

Pero el diablo moderó entonces su avaricia para inspirarle otro proyecto verdaderamente infernal.

-Esta alhaja -dijo para sí- vale mucho para ser de este hombre. Él, por otra parte, vive con un misterio que nada bueno anuncia. No me ha querido decir su nombre, ni dónde vive; y si yo sé esto último es porque le he seguido por mi criado. Voy, pues, a delatarlo como sospechoso en virtud de este retrato, y así salgo de él.

Después de este soliloquio tomó su mantilla y rosario, y se fue derecha a casa del alcalde de su cuartel, que lo era don Rodrigo de Santillana, quien el día antes acababa de llegar a Valladolid.

Violante, al enterarle de lo ocurrido, presentándole la joya, tuvo buen cuidado de no decirle el motivo de las visitas que le hacía el sujeto a quien acusaba; y habiendo indicado la casa en que posaba Gabriel, se retiró, no sin requebrarla el juez, que tampoco era insensible a los encantos del bello sexo.

Don Rodrigo hubiera dado poca importancia a la delación si la prenda, que se suponía robada no fuera el retrato del rey, cuyas severas palabras resonaban aún en sus oídos. La guarnición de la pintura era, además, de tal naturaleza, que era de presumir perteneciese a un personaje de la más elevada categoría; y servir a un personaje era siempre para don Rodrigo cosa urgente.

Tomó, pues, sus medidas, de manera que, media hora después de recibido el aviso, la posada de Gabriel, que era una de las secretas de la calle de Esgueba, estaba rodeada de esbirros en todas direcciones.

Gabriel, a la oración, se retiró a su casa con objeto de escribir a fray Miguel.

Apenas anocheció, don Rodrigo con toda su ronda entró en la posada, e imponiendo silencio a cuantos encontró, sin obstáculo alguno logró sorprender al pastelero, que habiendo concluido de escribir, se había arrojado sobre el lecho para hacer tiempo hasta la hora de ir al Campo Grande.

Hallose en defecto por esta vez la previsión de Espinosa. El alcalde lo halló sin jubón ni otro vestido que una camisa de fina holanda, con cuello y vueltas de cadeneta pegados a ella; y unos calzones también de la misma tela.

Dos alguaciles que entraron los primeros en su estancia le intimaron, apuntándole con sus mosquetes, que no se menease, y así lo hizo, por no ser ya posible en su estancia.

Don Rodrigo procedió en seguida al registro de su maleta, y, halló en ella varias y muy ricas joyas, que según parece del inventario entonces formado, eran las siguientes:

It. Un librillo de oro con algunos diamantes. Éste fue regalo de la señora infanta doña Isabel a la señora doña Ana de Austria.

It. Un anillo de oro con un diamante grande, en fondo finísimo.

It. Unas muy ricas imágenes para la cabecera de la cama.

It. Una piedra Besar muy grande, engastada en oro.

Por último, un reloj de oro con diamantes para el pecho, y algunas otras cosillas de valor9.

En tanto que se inventariaban estas alhajas, Gabriel acababa de vestirse, y en seguida don Rodrigo le preguntó:

-¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?

-Mi oficio es el de pastelero en la villa de Madrigal; llámome Gabriel de Espinosa.

-¿Y por qué, mudasteis de posada hace dos días?

-Era la huéspeda muy puerca, y gústame la limpieza.

-Mucho escrúpulo es ése para un pastelero, hermano.

-Antes, por serlo, es menester reparar más en la limpieza.

-¿De dónde os vinieron a vos tantas y tan ricas joyas? Seguramente habréis tenido buen despecho si haciendo pasteles ganasteis para comprarlas.

-Esas joyas, señor alcalde, bien conocerá usted que no pueden pertenecer a un hombre bajo. Diómelas la señora doña Ana de Austria, monja del monasterio de Santa María la Real, en la villa de Madrigal, para vendérselas en esta ciudad, y a eso sólo he venido a ella.

-Para hombre bajo, como vos decís, el lienzo que gastáis me parece un tantico fino de más.

-¿Las carnes de un pastelero no pueden ser tan blandas y delicadas como las de un príncipe?

-Muy retórico sois, hermano pastelero; acabad de una vez de decirnos quién sois.

-Ya, señor alcalde, lo tengo dicho.

-No quisiera que tuviéramos que poneros en cueros para ver con nuestros ojos la blancura de esas carnes tan bien cuidadas, ni acudir a un par de vueltas de cuerda para probar su delicadeza.

-Yo conozco a usted, y sé que es un honrado caballero que no hará ese agravio -respondió Espinosa a la atroz alusión de don Rodrigo, con tanto desembarazo e ironía como si no fuera a su propio cuerpo al que se amenazaba con el tormento.

Conoció el alcalde que por entonces era inútil insistir en saber más de aquel hombre; y mandó que le atasen para llevarlo a la cárcel. A esta orden la fisonomía de Gabriel dejó ver señales de una violenta cólera; pero acertando a contenerse, se contentó con decir gravemente al juez:

-Mire lo que hace, y cómo trata a los hombres honrados, que ni a él ni a los demás los ha puesto aquí el rey para hacer agravio a los forasteros.

-Si vos lo fuereis, allá parecerá, y os trataremos como a tal. Por ahora, por pastelero os habéis vendido, y así se os lleva y trata respondió Santillana; y a una seña suya, arrojándose los alguaciles sobre Espinosa, lo maniataron mal de su agrado.

En seguida lo condujeron a la cárcel de la chancillería, donde lo metieron en un calabozo, poniéndole un buen par de grillos.

El traje, la manera de hablar y el aire importante de Espinosa, hicieron su acostumbrado efecto en Santillana. Pero si bien el alcalde se persuadió de que aquel hombre no podía ser realmente pastelero, se limitó también a creerle uno de los muchos caballeros de la garra o de la industria que entonces abundaban en España.

Esta creencia hubo de costarle el no descubrir jamás quién fuese Espinosa. Lo primero que hizo don Rodrigo fue despachar un correo a Madrigal, preguntando a la señora doña Ana si en efecto era verdad que hubiese dado a vender a un pastelero varias de sus joyas.

Antes de referir la respuesta de esta señora nos es forzoso volver a la época en que don Sebastián se dio a conocer en Madrigal al vicario de Santa María.

La escena de la iglesia de que don Juan fue testigo, y hubo de ser víctima, no dejó duda a fray Miguel de que su monarca vivía y estaba en Madrigal, y la primera persona a quien comunicó tan fausta nueva fue a la señora doña Ana.

Pocos días después Gabriel de Espinosa fue presentado a su agusta prima. Al principio rehusó cubrirse ni tomar asiento en su presencia, queriendo negar quién era; pero a fuerza de ruegos de doña Ana, quien le reconvino tiernamente por no haberla visitado antes, acabó por declarar su nombre.

La religiosa no podía tolerar la idea de que un monarca viviese ejerciendo un oficio despreciable, y así trató de que don Sebastián lo dejase inmediatamente, ofreciendo para sustentarlo cuantas joyas poseía.

Pero no fue posible hacerle admitir la menor cosa. Insistió en que el oficio servía para encubrirle mejor, y las cosas quedaron en el mismo pie que antes.

Entonces principió la conjuración para recuperar el trono de Portugal, próxima a estallar cuando Espinosa fue preso.

Cuando el pastelero salió de Madrigal para Valladolid, doña Ana, auxiliada por su vicario, introdujo en su maleta, sin saberlo él, las joyas que tan funestas le fueron, y que el interesado no supo tenía en su poder hasta que llegó a su destino. Sobre esto escribió a la señora doña Ana una carta reconviniéndola por su ardid, expresándose en los términos más delicados sobre su repugnancia en admitir los dones de una princesa reclusa, y amenazando de que, por la primera ocasión, devolvería las joyas. Pero tanto la hija de don Juan de Austria como fray Miguel, contestaron insistiendo con más fuerza que nunca sobre la necesidad de que se vendiesen aquellas alhajas para aplicar su importe a los gastos de la guerra, que don Sebastián no quiso disgustarlos por entonces, y resolvió conservarlas en su poder para devolverlas en su tiempo y lugar.

En este estado se hallaban las cosas, cuando el correo del alcalde llenó el convento de consternación. Fray Miguel; avisado inmediatamente, acudió al locutorio, y en él halló a la señora doña Ana llorando amargamente con la niña Clarita, que había querido absolutamente conservar en su poder, en los brazos.

-¿Qué tiene Vuecelencia, señora? -exclamó el buen fraile, alarmado.

Doña Ana, por respuesta, alargó el despacho de don Rodrigo Santillana. Fray Miguel lo leyó de la cruz a la fecha no sin alguna alteración; y, al devolvérselo a la religiosa, dijo, con bastante serenidad:

-Éste, señora, es un contratiempo; pero no tan grave como a Vuecelencia le parece, si puedo atreverme a juzgar por sus lágrimas. Lo que hay que hacer es que Vuecelencia escriba sin pérdida de tiempo a ese alcalde que es, en efecto, cierto que ha dado a vender sus joyas al pastelero; y que le ponga sin demora en libertad. El testimonio de Vuecelencia bastará, sin duda, para conseguirlo, y saldremos de este lance sin otro mal que el del susto.

No se hizo la señora doña Ana repetir dos veces este consejo, sino que inmediatamente escribió a don Rodrigo, usando de todo el ascendiente que la concedía su ilustre nacimiento para obtener la libertad del preso.

No perdió tampoco fray Miguel el tiempo. Trasladose inmediatamente a la pastelería, cuyas llaves estaban en su poder, y sacó de ella un escritorio que contenía toda la correspondencia del rey y de él mismo con los conjurados. El fuego destruyó todos aquellos papeles y cuantos relativos al mismo asunto pudo el vicario haber a las manos. El día antes de la prisión de Gabriel de Espinosa le había fray Miguel, enviado al mulato Domingo, con una carta; pero ésta no le inspiraba inquietud ninguna, pues habían convenido en que cuantas recibiese las destruiría inmediatamente después de leídas.

Domingo era fiel, callado y obediente; pero tenía un vicio que le dominaba, y era el de la embriaguez.

Salió de Madrigal, y en el primer ventorrillo que encontró le pareció oportuno hacer un sacrificio a Baco. Por desgracia era el vino bueno, y las libaciones del mulato fueron tantas y tales, que al cabo de dos horas de estancia en el ventorrillo se halló incapaz de dar un solo paso, y comenzó a decir un sinnúmero de disparates que divirtieron mucho a los que allí estaban.

Uno de los infinitos bufones de taberna, que, borrachos de profesión, en nada se complacen tanto como en que lo sean también cuantos se les acercan, tomó a su cargo rematar, como ellos dicen, al mulato, y para conseguirlo acudió al aguardiente.

Con esto se completó la obra del embrutecimiento de Domingo, quien cayó inerte como un tronco, debajo de la mesa del ventorrillo.

Largo tiempo hacía que éste estaba desierto, y el mulato no daba señal de vida. Pero el ventero, familiarizado con tales accidentes, cerró la puerta a la hora de costumbre y se echó a dormir muy tranquilo.

Al amanecer del siguiente día, despertó Domingo, y tratando de levantarse para proseguir su camino, al primer paso cayó redondo al suelo.

La gran cantidad de vino y de aguardiente que había bebido le causó una abrasadora calentura, que en dos días no le permitió moverse del durísimo lecho que en la venta le dispusieron. Al tercero salió, en fin, para Valladolid y llegó a la posada en que se le dijo encontraría a su amo.

A la puerta de ella, y sentados en un banco, había dos hombres de mala traza y peor cara, que parecían entretenidos en jugar a la morra. Caíanles unos sucios y desmesurados bigotes sobre el labio inferior, que casi ocultaban, y sus puntas retorcidas sobre las mejillas les prestaban el aire de dos gatos monteses. Cada uno llevaba su espada de longitud desmesurada, y las empuñaduras eran de hierro mohoso, con grandes gavilanes.

Aquellos dos señores eran dos alguaciles.

Domingo, después de haber examinado con atención las señas de la casa y reconocido que convenían en todas sus partes con las que a él le dio fray Miguel, entró en ella sin curarse de los corchetes ni decirles palabra.

Los ministros de justicia no le dieron a él tan poca importancia, pues inmediatamente uno de ellos, levantándose de su asiento, se metió en seguimiento suyo en la posada, pero con tanto silencio, con pasos tan cautelosos, que Domingo no advirtió en la honra que le hacían.

-¿Gabriel de Espinosa vive aquí? -preguntó el mulato a la primera persona que se le presentó delante.

-Ha mudado de posada -contestó el alguacil que estaba a su espalda, asiéndole al mismo tiempo la garganta con ambas manos y dando un silbido para llamar a su compañero-. Ha mudado de posada -continuó diciendo-, porque ésta no le parecía bastante decente para su merced, y Su Majestad le hospeda ahora en su casa, para más honrarle.

-Y este hidalgo de Guinea -añadió el segundo alguacil, que ya había llegado- nos hará el gusto de venir a acompañarle

Durante este ameno diálogo, el pobre Domingo, medio sofocado por la presión de las manos del robusto ministro sobre su garganta, renegaba de sus piernas, que a tal posada le habían llevado.

Los alguaciles le pusieron en las muñecas unos anillos; vulgarmente conocidos con nombre de esposas, y uno de ellos le condujo sin demora a casa del señor don Rodrigo Santillana, visita harto penosa para la natural humildad del mulato.

El alcalde, después de haber oído la relación de su ministerio, le preguntó cómo se llamaba.

-Domingo -contestó el preso.

-El apellido.

-Domingo-

-¡Hola! ¿Y Domingo a secas?

-Domingo.

-Sea en buen hora. ¿Buscabais, según parece, a Gabriel de Espinosa?

-Yo no busco a nadie.

-¿Pues a qué fuiste a la posada?

-A nada.

-¿Y de dónde venís?

-De mi casa.

-¿Dónde está vuestra casa?

-No sé.

-¡Bribón! Veremos si a caballo en un potro callas aún. Registradle, y vaya a un calabozo distinto del pastelero. A la orden del registro conoció Domingo que era llegada la hora en que la carta de fray Miguel caía en poder del alcalde, y como si con las manos ligadas pudiera tener esperanzas de evitarlo; comenzó a defenderse a patadas y mordiscos del alguacil que quería registrarle; pero sus esfuerzos fueron inútiles: una nube de corchetes se arrojó sobre él; lo tendieron en el suelo; y desnudándole a su salvo, le hallaron la carta del fraile metida en la cintura entre la camisa y el cuerpo.

Leyola don Rodrigo; brilló en sus ojos un rayo de feroz alegría, y mandó inmediatamente conducir a Domingo a la cárcel y cargarlo de hierros.




ArribaAbajo Capítulo VI

Al tiempo que esperaba nuestra suerte poderse mejorar, la santa mano mostró por nuestro mal su furia fuerte.


(CERVANTES: Elegía a la muerte de la reina Isabel.)                


La malhadada aventura de Domingo fue causa de la ruina de Gabriel de Espinosa, del vicario y de doña Ana de Austria.

Don Rodrigo de Santillana, viendo que en ella se daba al pastelero un tratamiento de majestad, inmediatamente coligió que aquel hombre era o fingía ser el rey don Sebastián.

No pudo haber para el alcalde circunstancia más feliz que la de haber caído en su mano aquel negocio, pues cabalmente la persona a quien Felipe II había mandado vigilar era fray Miguel de los Santos, en quien jamás confió el suspicaz tirano.

Un correo llevó la noticia del descubrimiento al Escorial, y volvió en breve con la respuesta del rey. Sus órdenes eran terminantes. Don Rodrigo debía trasladar al preso a Medina del Campo, dejándolo allí, y pasando a Madrigal a prender al vicario y también a la señora doña Ana, pero a ésta en su celda. Todo se ejecutó con tanta celeridad como sigilo.

La historia de esta causa célebre esta envuelta en un misterio impenetrable. Verdad es que, poco después de su fallo, se publicó en Jerez una relación de ella; pero ésta hecha, como es de presumir, para publicarse viviendo aún el tirano y acabadas de inmolar las víctimas.

Sin embargo, es de notar que, mal que le pese a su autor, aun en ella misma la verdad penetra al través de las nubes con que quiere oscurecerla.

Espinosa parece que se complació en burlarse de sus enemigos aun estando inerme en sus manos. En cada declaración de las infinitas que le tomaron, decía una cosa distinta, y aun en una misma, al finalizarla, destruía cuanto en su principio dijo. La extraña sutileza de su oído, su penetración portentosa, le hacían, por decirlo así, adivinar las intenciones del alcalde, quien de orden del rey actuó en toda esta causa sin escribano, teniendo que extender por sí todas las declaraciones.

Sin embargo, el preso perdía algunas veces la paciencia, y exclamaba:

-¿A qué empeñarse en que diga quién soy, si de todos modos he de morir? Si el rey quiere enterarse de quién yo sea, personas tiene a su lado que me conocen, y muchas. Que envíe una y saldrá de dudas.

Fray Miguel confesó de plano que aquel hombre era el rey don Sebastián, y alegó en favor de su aserción notables razones. Entre otras, y además de las que ya hemos indicado en el curso de nuestra narración, merecen particular atención algunas que citaremos.

La primera fue la de haber llegado a fray Miguel a Lisboa un hidalgo portugués, la víspera del día en que este religioso debía predicar las honras de don Sebastián, y haberle dicho que mirase cómo hablaba, porque sin duda había de oírle el mismo rey, pues había escapado con vida de la batalla.

Después de ésta, se refería al dicho de muchos soldados que aseguraban haber visto retirarse herido a don Sebastián del campo de batalla con algunos compañeros. Habla también de haber dicho un fraile de los del cabo de San Vicente, que había confesado y administrado la comunión al rey en su monasterio muchas semanas después de la batalla. Sería interminable referir aquí las razones en que el vicario fundaba su creencia de la vida de don Sebastián, antes de presentarse en Madrigal el pastelero Gabriel de Espinosa; pero no dejaremos de referir cuáles le asistían para reconocer en éste la persona misma de don Sebastián.

El cuerpo no presentaba, cuando fray Miguel le vio en su convento, la misma gallardía que tenía al salir de Lisboa; ¿pero qué mucho, decía el fraile, que sus infinitos trabajos le hubiesen agobiado? Las facciones eran las mismas del rey, el color del pelo, rubio, donde no estaba ya cano; y el de los ojos, azul, también como don Sebastián.

El sonido de la voz era idéntico, si bien un tanto enronquecido. Igual la desmesurada fuerza, que bastaba a hacer astillas una lanza blandiéndola en el aire, o a partir entre sus manos con facilidad cualquier pieza de una vajilla de plata.

Gabriel, como don Sebastián, irascible, orgulloso y arrojado, hablaba el español, el portugués y el italiano.

Estaba al corriente de la política de su época y no ignoraba una sola circunstancia, por pequeña que fuese; relativa al tiempo en que don Sebastián reinó en Portugal.

¿Tan completa semejanza puede existir entre dos distintos individuos? ¿Será posible que la naturaleza haya creado dos seres idénticos, física y moralmente? ¿Se concibe que el temperamento y la educación de un rey y de un pastelero sean tan conformes que produzcan en tan distintas posiciones una igualdad absoluta de hábitos e inclinaciones, de virtudes y de vicios?

Pero demos de barato, hubiera podido decir el defensor de fray Miguel, si Felipe II hubiera tenido por conveniente que aquel desdichado pudiese dar sus descargos antes de morir, demos de barato que puedan reunirse sin milagro las circunstancias referidas en dos distintas personas; aún no se le habrá probado al vicario de Santa María que se engañó.

Fray Miguel, como confesor del rey, estaba enterado de todos sus secretos, y en sus conversaciones con Espinosa más de una vez hizo éste alusión a lo que en otro tiempo le había confiado. El religioso no ha podido revelar al juez aquellos secretos que en confesión se depositaron en su seno; pero sí puede referir hechos que han llegado a su noticia como particular.

Le pregunta, por ejemplo, a Espinosa si ha tenido alguna visión en su vida «Una sola vez, responde éste, y fue corriendo la posta con el conde de Medellín. Al pasar un arroyo, en que un malvado asesinó a su propio padre, creí oír un gran ruido, o por mejor decir, lo vi, en efecto. Dejele al conde de Medellín que pasase adelante, y quedándome solo, esperé en vano un gran rato, pues nada vi».

El hecho pasó así, y de igual manera lo había referido don Sebastián antes de irse a la batalla.

Otra vez, Gabriel, sin ser interrogado, refiere a fray Miguel que estando enfermo en su palacio de Lisboa, los médicos le prohibieron comer pescado, y para mayor seguridad prohibieron el aceite en la cocina real. «Entonces, dijo Espinosa, envié a pedir al cura de mi parroquia un poco de aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento para uno de sus feligreses; enviómelo y comí con él pescado, que no me hizo daño ninguno».

De este modo pudieran citarse infinidad de circunstancias que confirmaron a fray Miguel en la idea de que aquel hombre era, en efecto, el monarca portugués.

La señora doña Ana en todas sus declaraciones se refería a lo que el vicario le decía, y la única razón que alegó en su defensa fue que ella no quería que don Sebastián se descubriese hasta después de muerto el rey, su tío.

El gran argumento de don Rodrigo contra ambos era preguntarles por qué si don Sebastián era realmente lo que ellos decían no se había dado a conocer en tantos años, o a lo menos desde que estaba preso, para no verse tan ignominiosamente tratado.

Pero esta objeción, más especiosa que sólida, fue rebatida por los acusados completamente.

Don Sebastián, dijeron, salió tan corrido de la batalla, que no osaba presentarse en los primeros días después, ni aunque siquiera podía hacerlo. Hizo, en primer lugar, voto en África de andar peregrino y encubierto a su vuelta a Europa. Acudió al pontífice para que le dispensara de un voto temerario; pero Gregorio XIII se negó a ello, bajo pretexto que no quería que se turbase el sosiego de los estados del rey católico; pero aun sin esto, ¿no le sobraban razones a don Sebastián para permanecer oculto? ¿Acaso no bastaba para ello ver que se ajusticiaba sin piedad al que se atrevía a asegurar que vivía? ¿Qué suerte podía prometerse si la fortuna le ponía en manos de Felipe II? La que tuvo; verse tratado como un infame impostor.

A poco tiempo de empezada esta causa, por ciertas competencias entre las jurisdicciones real y eclesiástica, fue necesario que el nuncio de su santidad enviara, como envió, un comisionado con poder bastante para apremiar y compeler con toda clase de censuras a los eclesiásticos comprendidos en ella.

Es singular que en más de ocho meses no se dio tormento a ninguno de los reos, por prohibición del rey. Sin duda luchaban un resto de probidad en el pecho de Felipe con su cruel ambición; pero esta triunfó al fin.

Fray Miguel, aplicada la tortura, dijo, como era de esperar, cuanto le mandaron que dijese.

Dicen que Espinosa hizo otro tanto, y será verdad. ¿A qué había de sufrir tormentos espantosos, si de todos modos conocía que había de subir infaliblemente al cadalso?

El resultado fue que Gabriel fue condenado a la pena de ser arrastrado, ahorcado y descuartizado; a la misma fray Miguel, después de la competente degradación; y la señora doña Ana de Austria a reclusión perpetua en una celda de un convento, ayunando todos los viernes a pan y agua y tratada los demás días como otra monja cualquiera, sin servidumbre, ni poder jamás aspirar a ser prelada, ni a ejercer cargo alguno.

El martes 2 de julio de 1596, después de diez meses de prisión, sufrió la condena en la plaza de Madrigal el desventurado Gabriel, o don Sebastián.

Sus últimos momentos fueron dignos de un cristiano y de un príncipe. Oyendo decir al pregonero:

-Ésta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor, y el alcalde don Rodrigo Santillana en su nombre a este hombre, por traidor al rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil y bajo se había querido hacer persona real, le mandan arrastrar, y, que sea ahorcado en la plaza pública de esta villa; y su cabeza puesta en un palo. Quien tal hace, que así lo pague.

-¡Traidor! -exclamó-. ¡Eso no! Hombre vil y bajo, Dios lo sabe.

Al salir del serón, y ya al pie de la horca, se puso en pie con reposado continente, y tendiendo la vista alrededor de la plaza, descubrió en una ventana de la cárcel a don Rodrigo de Santillana; que estaba allí con objeto de recibirle la última declaración, si quería prestársela.

Entonces ardió en cólera, y no pudo menos de gritar:

-¡Ah, señor don Rodrigo, señor don Rodrigo!

El juez, aterrado, bajó los ojos y perdió el color; pero un jesuita de los que auxiliaban al paciente se le puso delante y trató de convertir todos sus pensamientos al cielo. Consiguiose esto por el momento; y Gabriel, después de reconciliado, subió con firmeza a la horca.

Parose en el penúltimo escalón, y como el verdugo le dijese que subiera otro, se volvió a él, y le dijo con desprecio:

-¡Esto nos faltaba!

Sentado ya, volvió la vista una o dos veces hacia la ventana de la cárcel; y mirando colérico a don Rodrigo, le apostrofó en voz de trueno; pero los agonizantes no le dieron lugar a citarle ante el tribunal de Dios, que era lo que pretendía hacer, según se había explicado en la capilla.

Él mismo se arregló el dogal al cuello, como si fuera una valona; repitió en tono firme las palabras del credo, que un jesuita decía; y murió de la muerte de los malhechores, con el mismo aliento que un mártir.

Fray Miguel fue llevado a Madrid y degradado el 16 de octubre en la parroquia de San Martín por el arzobispo de Bristau. No desmintió el vicario en tan amargo trance su reputación de varón piadoso y resignado.

Conservó durante la degradación en el tránsito al suplicio y ya en él, una entereza humilde, una completa conformidad absoluta con la voluntad de Dios.

Al pie del cadalso dijo, en voz moderada y con firmeza:

-El tormento me ha hecho mentir en contra mía. Gabriel de Espinosa podría no ser el rey don Sebastián; pero yo siempre lo tuve por él. Muero, pues; inocente de este delito que se me supone; pero ofrezco a nuestra Señor esta muerte afrentosa, en descuento de mis muchos pecados, y espero de su infinita misericordia la remisión de todos ellos.

Antes de acabar de subir la escalera llegó de orden del rey el notario de la causa; y estuvo haciéndole varias preguntas, a las que el vicario respondió con mucho desembarazo y brío.

Nadie ha sabido hoy sobre qué punto versase aquella declaración.

Fray Miguel expiró abrazado devotamente con un crucifijo.

La manera con que se verificó la prisión de Gabriel, la previsión del vicario, y, sobre todo, una fortuna inexplicable, fueron causa de que nada pudiese saberse del resto de los conjurados. Hiciéronse varias prisiones en Portugal y en España, pero por conjeturas; y nada se le pudo probar a ninguno de los aprenhendidos, de los cuales la mayor parte estaban inocentes.

Domingo, desesperado de haber sido causa de la pérdida de su amo, se dejó morir de hambre en su calabozo, después de haber sufrido tres veces el tormento sin proferir una sola sílaba.




ArribaAbajo Capítulo VII


   Gracias al Cielo doy, que ya del cuello
del todo el torpe yugo he sacudido,
y que del viento el mar embravecido
veré desde la tierra sin temello.


(GARCILASO: Soneto.)                


Lo desagradable de la materia del capítulo que precede nos ha hecho pasar rápidamente por ella, refiriendo en pocas páginas sucesos que ocurrieron en diez meses. Preciso nos es, pues, volver a la época de la prisión del infeliz don Sebastián.

Vargas escribió a fray Miguel una carta enterándole de la desgracia ocurrida al rey el cuarto día después de ella; es decir, inmediatamente que la supo. Pedro fue el portador de ella, pero así que llegó a Madrigal supo la prisión del fraile y la de la señora doña Ana, y se guardó muy bien de decir que llevaba para ellos mensaje ninguno; volviéndose inmediatamente a Valladolid a dar cuenta a su señoría de tan tristes sucesos.

Don Juan penetró sin dificultad que don Sebastián estaba descubierto, y no supo serle dudosa la suerte que le esperaba.

Despreciando el peligro que él mismo corría, lo primero en que pensó Vargas fue en tratar de libertar al monarca portugués del suplicio. Pero cuantos arbitrios se le ocurrieron para ello fueron desgraciadamente infructuosos.

El consistorio protestante, cuyos miembros temblaban por sí mismos, se negó absolutamente a dar ningún paso en favor de don Sebastián; y no contento con esto, rompió absolutamente toda comunicación con el amante de Inés.

La traslación del preso a Madrigal, y el haberse comisionado sólo para guardarlo a un alcalde del crimen de la chancillería de Valladolid, frustraron la esperanza de romper sus grillos a fuerza de oro, y, por último, el arbitrio de intimidar al juez con cartas anónimas, en las cuales unas veces se le amenazaba, y otras se trataba de confundirle haciéndole creer que Gabriel era don Antonio, prior de Crato, no produjo tampoco ningún efecto.

Las angustias de Inés durante el curso de aquel largo proceso fueron inexplicables. La mutación de nombre, y el sigilo con que fue conducida al convento en que se hallaba, la liberaron, sin duda, de la persecución personal, pero no se vio sólo atormentada por la desgracia de su cuñado, sino que temblaba por la hija de su hermana y por su amante.

Una feliz casualidad quiso que la niña Clarita, que la señora doña Ana amaba en extremo y tenía en su compañía, no se hallara en su celda en el momento en que Santillana fue a arrestarla en ella.

La religiosa que entonces la tenía en su celda, movida de compasión por sus tiernos años, la ocultó, sustrayéndola de este modo a la persecución del tirano; pero como se ignoraba absolutamente el paraje que habitaba su tía, no pudo la compasiva monja darle aviso ninguno. La vigilancia que se ejercía entonces sobre el convento en particular, y en general sobre toda persona que llegaba a Madrigal, hicieron imposible pensar siquiera en adquirir noticias de la suerte de la hija de don Sebastián.

Muertos ya éste y fray Miguel, y decidida Inés, a fuerza de ruegos de Vargas, a casarse con él, pero con la precisa condición de buscar antes a Clarita, el fiel Pedro partió de Valladolid, en hábito de peregrino, y gracias a aquel traje, que en aquel siglo se miraba con respeto, llegó sin inconveniente al monasterio de Santa María.

Preguntó en él por sor Magdalena de la Trinidad, religiosa a quien Inés sabía que la señora doña Ana honró con su amistad, y la entregó un billete en el cual la bella morena la suplicaba la diese noticias del paradero de su sobrina. Sor Magdalena era justamente la religiosa que tenía a Clarita en su poder, y al instante informó de ello al peregrino, diciendo que estaba pronta a entregársela en manos de Inés.

Con tan feliz nueva volvió Pedro a su amo; y ya éste no se ocupó más que en buscarse un asilo cómodo y seguro en que pasar el resto de su vida lejos de una corte que aborrecía, y en los brazos de una mujer adorada.

Necesitaba para ello un confidente, y ninguno le pareció más a propósito que su primo el comendador. Confiole, pues, exigiendo antes la solemne promesa de guardar silencio eterno, que iba a unirse con una señora igual a él en nacimiento, pero que, por razones de él desconocidas, deseaba vivir en un completo retiro.

Combatió Hinojosa esta resolución hasta que conoció que perdía el tiempo, y después acabó por entrar completamente en las miras de Vargas.

Compró el comendador todos los bienes que don Juan había heredado de sus padres, y con parte del producto le adquirió en Andalucía una vasta hacienda, que por su posición topográfica, por la fertilidad del terreno, la ostentación de sus límites y la suavidad del clima, era tal como se deseaba.

Después de esto proporcionó él mismo un capellán de confianza, que hizo a Inés legítima esposa de Vargas, un año después de la prisión de don Sebastián.

Enseguida partieron para Andalucía, después de recoger a Clarita, y en breves días llegaron al lugar de su destino.

Jamás se borraron de la memoria de Inés los tristes sucesos de la primera parte de su vida, y el resultado de ellos fue una dulce melancolía que llegó a hacerse habitual en ella.

No así Vargas. La muerte de don Sebastián hizo en él una profunda impresión, y siempre que la recordaba era con horror; pero al verse dueño de su adorada Inés, era el más feliz de los mortales, y lo dejaba ver en una inmensa alegría. Así que los dos esposos estuvieron establecidos en Andalucía, escribió Inés a su tía doña Francisca de Alba; quien no tardó en contestarle y hacerle saber que estaba pronta a entregarle su hacienda, de la que don Juan entró muy pronto en posesión.

Por la tía de Inés supo el marqués Domiño el lugar de su retiro, y a él fue a terminar sus días. Poco más de dos años sobrevivió aquel fiel servidor, anciano venerable, a su amigo y rey; y no pudiendo ya en ellos hacerle otros servicios, se ocupó en redactar una relación de sus desgracias, de la cual se ha sacado la que vamos a terminar.

Olvidose Domiño decirnos cuál fue la suerte de don Carlos, don Francisco y Abenamal; y así, nada podemos decir de ellos. Pero lo que sí refiere puntualísimamente es que jamás se vio esposo más tierno que don Juan, mujer tan amante y tan digna de ser amada como Inés; fruto de su amor fue, a los diez meses de matrimonio, un niño, de que el marqués Domiño fue padrino, poniéndole por nombre Sebastián Miguel de los Santos.

Por una partida de bautismo existente en un libro antiquísimo de una parroquia vecina; parece que este niño casó, ya hombre y siendo caballero del hábito de Santiago y maestre de campo de los reales ejércitos, con doña Clara Contiño, pues tales nombres se dan a los padres del bautizado.

Es de presumir que esta doña Clara fuese la hija de don Sebastián y llevase el apellido de su madre no pudiendo usar el de su desdichado padre. El marqués, hermano de don Juan, tuvo el disgusto de que el niño don Pedro de Alcántara muriese de sarampión, y su madre en un hospicio haciendo verdadera penitencia de sus muchas culpas. Al fin de la relación de Domiño se encuentra una nota que dice así:

«Es fama que don Rodrigo de Santillana, inmediatamente después de haber jurídicamente asesinado al infelice don Sebastián (A. D. D. G.), marchó al Escorial a dar cuenta a su rey de todas las circunstancias de aquel suceso. Después de una larga conferencia con Felipe, en la cual tal vez dejaría ver demasiada convicción de que el muerto era, en efecto, don Sebastián, regresó a Madrid, en donde inmediatamente fue preso. Se asegura que le dieron garrote secretamente en la cárcel de Corte, para sepultar con él tan atroz misterio».

Si así fue, debemos admirar la sabiduría de la Providencia, que castigó a don Rodrigo, haciendo que el crimen de que para engrandecerse fue instrumento ocasionara su ruina.

Vargas heredó el marquesado, pero no varió su plan de vida. Las caricias de su mujer, la educación de su hijo y las distracciones campestres, le parecieron siempre preferibles al bullicio de la corte.

Alguna vez que otra los dos esposos lloraban juntos las desgracias de don Sebastián; pero muchas más horas eran las que pasaban deliciosamente enlazados el uno en brazos del otro, contemplando las gracias infantiles del niño don Sebastián.

Si hay alguna felicidad en la tierra, en la compañía de una mujer amable y virtuosa es donde aconsejo a mis lectores que la busquen10.


 
 
FIN DE NI REY NI ROQUE
 
 







ArribaAdvertencias

Desocupado lector: Sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra a su semejante.


(CERVANTES: Prólogo al Quijote.)                


Al público nada tengo que decirle: o la obra le agrada, o no. En el primer caso, unos y otros hemos llenado nuestro objeto; los lectores divirtiéndose; yo saliendo airoso de mi empresa. Si, por el contrario, no le gustase esta novela, será un mal que sentiré, pero que es irremediable, y que todas las apologías posibles no bastan a evitar. Esta advertencia se dirige únicamente a mis amigos, a los que pueden tener algún interés por mi reputación literaria.

El editor de la colección de que forman parte estos volúmenes, haciéndome más favor del que merezco, me invitó a unir mi nombre al de literatos que bajo todos los aspectos me son superiores. Muchos de ellos, que me honran con su amistad, se empeñaron en persuadirme de que la empresa no era superior a mis fuerzas; y más por complacerlos que por otra cosa, di principio a la obra que hoy ve la luz. Pero entonces me hallaba en Madrid, donde me era fácil proporcionarme todo género de auxilios en libros y consejos, y cuando concluí el capítulo IV del libro I me hallé, por un golpe de fortuna, confinado en un rincón de Andalucía. No he tenido, pues, a la vista ni un solo libro de historia, ni un mapa, ni un amigo a quien consultar.

Es imposible que mi composición no se resienta de este aislamiento total. A los veintiséis años, después de dos de emigración, seis de servir en las filas del Ejército, y, de estos tres en la Guardia Real, donde el tiempo me bastaba apenas para atender a las obligaciones de mi empleo, no puedo haber adquirido aquellos conocimientos sólidos, aquella instrucción profunda que hacen capaz a un escritor de componer sin el socorro de los maestros del arte.

Mi memoria es probable que también me haya sido infiel en algunos puntos históricos. En una palabra, este escrito, a que le bastaba ser mío para valer poco, ha tenido, además, la desgracia de escribirse en circunstancias tales que le hubieran hecho imperfecto aun siendo parto de más claro ingenio.

Pido, pues, a mis amigos que me juzguen con indulgencia, y que por lo menos no se avergüencen de haberme alentado a escribir.

De todos modos, me someto a su censura; doy por justas cuantas críticas hagan de este escrito, y sólo formo empeño en que me conserven el afecto que me han manifestado en circunstancias bien críticas, del cual aprovecho con ansia esta ocasión de darles públicamente las más sinceras gracias.

P. DE LA E.



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