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No tiene por qué ser así. Capítulo primero

Jorge Eduardo Benavides






- I -

La maldita lluvia que no parecía acabarse nunca, masculló Nico atisbando por entre los visillos, volviendo a la mesa donde lo esperaba un pequeño naufragio de ceniceros, copas semi vacías, algún helado ya disuelto, el humo de los cigarrillos en los labios de Dana, que aspiraba golosa. No pudo evitar fijarse en sus piernas doradas y tersas: de vez en cuando Ricardo posaba suavemente una mano sobre el muslo joven y acariciaba la seda del vestido negro, la piel fresca de su mujer, sin perder palabra de lo que decía Clara, que bebía a sorbitos su coñac. Nico miró a su mujer y sintió que borboteaba en su pecho la ofuscación y algo vagamente parecido al rencor, mírala, Nico, con su rebeca rosa, su vestido de florecillas campestres y ese moño de maestrita rural..., mírala, Nico, se azuzó y luego volvió a mirar a Dana, los labios mordisqueables de Dana, el desfiladero que dejaba adivinar los pechos llenos y dulces...

Por eso, toda la noche, mientras compartían mesa con aquella pareja de desconocidos al saberse los únicos huéspedes en aquel hotelito cercano a Oviedo, Nico no había podido evitar las alusiones veladas, las pullas y sarcasmos, la provocación de hablar con cierta explicitud de sexo, por ejemplo, mientras Clara se confundía, estrujaba la servilleta, se cerraba aún más la rebequita rosa. En cambio Dana y Ricardo eran liberales, modernos, incapaces de incomodarse por aquellas bromas. No sólo eso: Dana parecía mucho más entretenida cuando la charla protocolar y llena de lugares comunes -al fin y al cabo qué más podía haber entre ambas parejas- se fue llenando de lubricidad, de humor y malicia, impregnando todo de una turbia intimidad y las nueve ya y la lluvia que no cesa. Dana reía con su voz sorprendentemente ronca, sus pechos se bamboleaban bajo la tela tenue de su vestido, los ojos se le encendían... pero Ricardo pareció percatarse de pronto de la confusión de Clara, de su repentino mutismo, y enderezó la charla rumbo a cauces más amables, hasta alcanzar finalmente las costas apacibles de la literatura, de la novela que Clara había venido leyendo durante todo el largo trayecto en coche y que finalizó en aquel hotelito alejado.

Ahora, Ricardo jugueteaba con el muslo terso de su mujer y sin embargo seguía con los ojos atentos las palabras de Clara que explicaba algo sobre personajes y estilos narrativos, bah. Sin embargo, bajo la mesa, la mano viril iba y venía por el muslo de Dana, remontaba un poco el vestido, vacilaba con fruición, volvía más suave, oprimía y masajeaba. «En fin», pareció advertir Clara de pronto, «parece que vamos a tener que quedarnos en el hotel esta noche». «Tienes razón», bufó Dana haciendo resbalar la mano de Ricardo entre sus muslos, «si sigue este tiempo de perros no nos va a quedar más remedio que quedarnos aquí». «A mí no me importaría quedarme toda la noche en la cama contigo», ronroneó su marido sumergiendo la cabeza en el regazo de la mujer, que lo acomodó con descaro entre sus pechos. También ellos estaban algo achispados. Nico observó de reojo cómo se coloreaban las mejillas de Clara, cómo sus ojos cafés miraban hacia otra parte, como cuando ellos hacían el amor y al terminar, a Nico le quedaba un rescoldo de fuego nunca apagado. Vació de un trago su coñac y sin esperar respuesta volvió a llenar las copas de todos, incluso la de Clara, que no pudo poner a tiempo una de sus manos frágiles sobre la suya. «Salud», dijo Nico con una sonrisa agria, «por una noche muy larga y llena de literatura». La frase instaló un silencio hondo y espeso, apenas acompañado por la furia del aguacero allí afuera. «No tiene por qué ser así», susurró al fin Clara, acariciando el borde de la copa ventruda, sin dejar de mirar el coñac que mecía tibiamente su mano delicada. «No tiene por qué», insistió levantando la vista desafiante, como si hubiera tomado una resolución. «Tengo que ir al lavabo», explicó a continuación incorporándose y mirando a Dana. «Te acompaño» dijo ésta antes de terminar de un sorbo el resto de su coñac. Nico y Ricardo las siguieron con la mirada: el tranco gatuno de Dana, las piernas largas de Clara.

«No está mal tu mujer», dijo al fin Ricardo, sin dejar de observar a las chicas. Nico lo miró directo a los ojos y sintió que se le aceleraba el corazón. «Y la tuya ni te cuento», murmuró desviando la vista, incapaz de encontrar la frase siguiente, la obvia, la que tendría que seguir, Nico. Pero Ricardo tampoco agregó nada, y ambos quedaron callados, fumando, esperando.

Al cabo de unos minutos las mujeres regresaron y con naturalidad, sin decir una sola palabra, cambiaron sus asientos. Clara se acomodó al lado de Ricardo y continuó hablándole de aquel libro, como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Incluso encendió un cigarrillo -¡ella que nunca fumaba!- y tosió una o dos veces, aceptando los golpecitos en la espalda que le dio Ricardo. Por su parte, Nico era incapaz de seguir la charla de Dana, se sentía torpe como en un sueño, apenas le veía mover los labios carnosos, cruzar las piernas y ponerse de perfil, cada vez más cerca de él, rozándole una mano como al descuido. Por fin, al pagar la cuenta, la propia Dana cogió la botella y la agitó diciendo con una voz deliciosa y libertina: «¿Continuamos la juerga en nuestra habitación?» Nico fue incapaz de mirar a Clara, se había olvidado de ella, no existía, que Ricardo hiciese lo que quisiera esa noche, ahora Clara era asunto suyo y no de él.

Ya en el ascensor, y sin previo aviso, Dana se inclinó buscando con avidez los labios de Clara, que le devolvió el beso con avaricia y hambre, caramba, dijo Ricardo haciéndose cómicamente un poco hacia atrás, divertido al parecer con la situación. Nico puso una mano en la cintura de Dana y la sintió hirviendo bajo la seda, luego bajó hacia sus nalgas y estrujó con fuerza haciéndole un gesto a Ricardo de que se encargara de Clara. Pero ni él, ni Dana, ni la propia Clara -que seguía atornillada con furia a labios de la otra mujer- parecieron hacerle caso hasta que se abrieron las puertas del ascensor y quedaron justo en frente de la habitación. Recién entonces, con las mejillas arrebatadas y los ojos húmedos de deseo -estaba preciosa así- Clara acercó sus labios calientes hasta el oído de Nico y completó la frase de la sobremesa, la frase que había iniciado todo aquel ajedrez: «no tiene por qué ser una noche sin sexo, amor mío». Luego se dio la vuelta y besó primero a Ricardo y después a Dana, en el cuello, justo cuando esta abría con manos afiebradas la puerta de su habitación y entraban los tres, abrazados y cómplices. Entonces, antes de que Nico pudiera reaccionar, Clara le hizo un mohín: «Al menos para mí, no».





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