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Noches de estío

Cuentos para niños y niñas

Pilar Pascual de Sanjuán



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ArribaAbajoIntroducción

Marchaba el tren a todo vapor en una tarde serena y calurosa, por una de las líneas de la vía férrea del norte.

Ocupaba un departamento de primera un matrimonio con dos hijos de corta edad, uno de los cuales, el mayor, que era varón, daba muestras visibles de descontento; la niña dormía acurrucada en un ángulo del asiento, pero el ceño que conservaba su bello semblante también daba indicios de haberla sorprendido el sueño llorando, o por lo menos, malhumorada.

-No sé, Pepito, por qué habéis de estar tan disgustados, cuando a otros niños les gusta tanto el salir de Madrid, ver el mar, ver otros pueblos y nuevos objetos. En María, se comprende mejor porque es   —2→   más chiquita, pero en ti que ya tienes once años no me lo explico -decía la madre.

-Es que yo no he llorado como María -contestó el que habían llamado Pepito.

-No faltaba más -replicó la señora.- ¿Y por qué habías de llorar? Harto mal hecho está el mostrarte tan apesadumbrado.

-Es que en Madrid nos divertíamos mucho y allí en el balneario nos fastidiaremos. Allí teníamos nuestros amigos, jugábamos todas las tardes en la plaza de Oriente, y si no salíamos, nos contaba cuentos la abuelita. Me gusta viajar pero echaré de menos todo eso que te he dicho.

-Los buenos niños -dijo el padre, interviniendo- nada echan de menos cuando están al lado de sus padres. Ya sabes que la dolencia que de algún tiempo a esta parte se ha apoderado de mí, sin ser grave, exige que tome baños de mar y así lo ha dispuesto el médico que me visita, hubiéramos podido dejaros con vuestra abuelita, que también os quiere mucho, pero no hemos querido privarnos de vuestra compañía. En el mundo, hijo mío, no estamos solamente para divertirnos, además que allí tampoco faltan diversiones.

-Ya me contó mi prima que las personas mayores tocan el piano, cantan y bailan, pero nosotros los pequeños...

-También es fácil que haya niños con quien jugar, y por sí no los hay, llevo yo cierto libro en mi maleta...

-¿Un libro de cuentos?

-Ciertamente.

  —3→  

-¡Cuán bueno es V., papá, no se olvida de nada!

En cuanto despertó María, le dijo Pepe:

-Mira, hermanita, papá tiene un libro de cuentos para que los leamos en la casa de baños.

-¿Serán tan bonitos como los de la abuelita? -preguntó la niña.

-Mucho más.

Más o menos bonitos -dijo el padre- debo advertir que no son de hadas, palacios encantados, gigantes, ni ninguna de esas tonterías que tanto os divierten. Escritos por una profesora de primera enseñanza, tienen más de históricos que de novelescos, de manera que en algunos solamente se ha cambiado o se ha omitido el nombre de las personas que en ellos intervinieron, o de las localidades en que acaecieron.

-De todos modos, si son cuentos, nos gustarán -repuso Pepe.

-Sí, sí, nos gustarán -repitió la niña.

Y disipado su mal humor, charlaron y rieron durante lo que restaba del trayecto.





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ArribaAbajoVelada primera

A los dos días de permanecer en el balneario Pepito recordó a su padre lo del libro de cuentos, o por mejor decir, los cuentos del libro.

-A la noche los leerás -contestó el bañista.

-¡Ah! por supuesto -replicó el niño- de día paseamos y corremos. Ya me va gustando esto.

Llegada la noche, el elemento joven y bullicioso se reunió en el salón del piano, acompañado de las mamás de las señoritas, e improvisó un baile; la mayor parte de los hombres pasó a otra salita, donde estuvieron durante la vejada jugando al tresillo.

Pepe y María se sentaron en el terrado que estaba espléndidamente iluminado, y el primero se apoderó del librito de cuentos.

-¿Y yo qué leeré, papá? ¡Si tuviese V. otro libro! -dijo María.

-No tengo más que ese -contestó el padre- pero, puede leer tu hermano en voz alta y lo oiremos todos.

-Como V. guste, papá -dijo el aludido.

-¿Ya tendrás suficiente luz?

-Sí, señor, sí.

El niño, sin esperar nueva orden o aviso, empezó a leer correctamente y con buena entonación lo que sigue:

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ArribaAbajoConversión

En una pintoresca villa, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un matrimonio que no se distinguía de las infinitas familias de la población por su talento, por su belleza, por su fortuna ni por ninguna otra circunstancia que los hiciese notables.

Vivían en paz a ratos, pues su diferente modo de apreciar las cosas producía frecuentes altercados, (que cual nubes de verano se desvanecían en breve) consistiendo su dicha en la contemplación y admiración de dos robustos hijos; y sus bienes de fortuna en la casita que habitaban y un pequeño campo en el que cosechaban trigo, aceite y vino, algo más, no mucho,   —6→   de lo que se necesitaba para el consumo de la familia.

En el tiempo que medió entre el nacimiento de Alfonso y el de Jacinto, que así se llamaban los muchachos, habían venido al mundo y muerto en muy tierna edad dos hermanitas, mediando ocho años de diferencia en la edad de ambos. El padre era tan condescendiente con los dos hijos como duro e intransigente con su mujer, y como siempre los defendía y jamás daba la razón a su madre cuando con justicia los reprendía, increpándola con palabras groseras, de aquí nacía una falta de respeto de parte de aquellos para con la autora de su existencia.

Alfonso estaba matriculado en la escuela pública y asistía a las clases cuando lo tenía por conveniente, yendo unas veces al campo con su padre, donde no tenía nada que hacer, y otras a jugar con otros niños desaplicados como él, persiguiendo a las gallinas, apedreando a los perros o cogiendo y comiendo la fruta ajena a medio madurar.

Cuando tales fechorías se averiguaban, el padre solía reprenderle suavemente, pero en cuanto su madre mezclaba su filípica un poco más severa a los blandos consejos del jefe de familia, este le mandaba callar, y solía añadir   —7→   que para ser tan instruido como ella y para convertirse en un trozo de alcornoque siempre llegaría a tiempo, aunque perdiera muchos días de clase. La mujer unas veces prorrumpía en llanto, otras dominaba con trabajo su justo enojo, y otras, en fin, denostaba a su esposo promoviéndose una de las conyugales reyertas de que llevo hecha mención. En cualquiera de estos casos, el chico se quedaba tan satisfecho, mirando a su madre con aire de triunfo, y pensando en sus adentros qué nueva diablura llevaría a cabo.

Al empezar esta verdadera historia, Alfonso tenía 12 años y 4 por consiguiente su hermanito. Este se hallaba más encariñado con su madre, pero tampoco la respetaba y se rebelaba contra los pequeños castigos que se veía precisada a imponerle.

Había habido en el pueblo algunos casos de sarampión; propuso el padre que se retirase a Alfonso de la escuela, y su esposa replicó con dulzura que ya había hablado con el profesor acerca del particular, y éste le había asegurado que ningún peligro corría en su establecimiento, antes bien, como les sería imposible retenerle en casa, por las calles podría tener roce con algún niño que se hallase en estado de convalecencia,   —8→   (que es el más peligroso para el contagio) al paso que en la escuela no eran admitidos hasta transcurrir cuarenta días desde la invasión.

Contra su costumbre se dio el hombre por convencido y el chico siguió yendo a clase durante tres días; al cuarto, se les antojó a él y a otro compañero saltar la tapia de un huerto vecino y darse un atracón de higos, pero fueron vistos por otros condiscípulos y delatados al maestro, el cual envió a su pasante que los condujo a su destino cogidos de la oreja. Fueron reprendidos en presencia de todos los compañeros, y condenados a una hora de arresto. Alfonso sentía, un poco el escozor de la oreja, en cuanto a la reprensión no le impresionó gran cosa, y menos aun el temor del arresto, pues esperaba confiadamente que su padre iría a exigir que se levantase, mas esperó en vano, pues aquel estaba trillando, comió en la era, y no se enteró del castigo de su hijo, el cual llegó a su casa una hora más tarde vomitando improperios contra el maestro, el pasante y el niño delator, y preguntando a la madre por qué no había ido a buscarle. Ésta le mandó callar, y como el muchacho insistiese en sus quejas y desvergüenzas le aplicó una bofetada.

El berrinche de Alfonso fue mayúsculo, piramidal,   —9→   no comió ni hubo medio de hacerle ir a la escuela.

Al retirarse su padre por la noche le dio la razón y le suplicó que cenase, pero él dijo que se sentía enfermo -y que no tenía apetito. El labrador reprendió a su mujer y aseguró que al día siguiente pondría las peras a cuarto al profesor y su pasante; pero tuvo otra cosa más perentoria en que pensar; pues el chico amaneció con calentura, llamose al médico y declaró que tenía el sarampión: contagiose también Jacinto, el cual se salvó, pero Alfonso, indócil y rebelde, ni quiso permanecer quieto y abrigado en la cama ni tomar los sudoríferos y otros medicamentos y se arrancaba los sinapismos, de modo que no pudiendo verificarse la erupción, falleció a los ocho días.

Llorole la madre con verdadero dolor, pero se consoló con resignación cristiana; y en cuanto al padre, ni el médico, ni el cura ni el maestro ni aunque le hubieron predicado frailes descalzos, nadie ni nada fue suficiente para convencerle de que la coincidencia del disgusto del niño y su enfermedad fue completamente fortuita, que ni un tirón de orejas, ni un arresto, ni una bofetada dan por resultado la invasión del sarampión y que otros muchos chiquillos,   —10→   entre ellos Jacinto, la habían sufrido sin que en ellos hubieran mediado tales circunstancias. Se obstinó, pues, en que le habían muerto a su hijo, y se hubiera separado de su mujer de no haber temido el escándalo, pero si la separación no se efectuó, quedó la madre privada de intervenir poco ni mucho en la educación de Jacinto, y el padre se vengó del profesor colocando al niño en una escuela laica, que poco tiempo antes se había establecido en el pueblo; cuyo director, sólo atento al lucro, odiaba al maestro titular y halagaba las pasiones de los padres de familia, adulando a los discípulos y tolerando sus defectos.

Inútil nos parece decir que si Alfonso crecía holgazán, procaz y caprichoso, Jacinto lo fue mucho más, no pudiendo tolerar su padre que nadie le corrigiese. Pasaré, pues, por alto sus primeros años, que fueron muy semejantes a los de su hermano mayor, para asegurar que llegó a ser un joven sin temor de Dios, sin amor filial y sin respeto ni consideración a persona alguna.

El padre hubiera deseado que no se moviese de la población y quedase al cuidado de la hacienda, pero él miraba como una deshonra el ser labrador, habló con insultante desprecio de   —11→   la agricultura y cuantos a ella se dedican, y declaró que quería seguir una carrera en que pudiese lucir su talento; y su voluntad fue respetada como lo había sido siempre.

En la escuela laica se enseñaban bien o mal las asignaturas de la 2.ª enseñanza, él las cursó allí, y el maestro le acompañó a la capital de la provincia, le recomendó a los catedráticos y se graduó de bachiller.

Quiso después seguir la carrera de médico, los padres se desprendieron de gran parte de sus ahorros, le llevaron a la capital del distrito universitario, pagaron la matrícula, y le dejaron instalado en una buena casa de huéspedes.

Era su compañero, entre varios jóvenes que allí moraban, Enrique, muchacho juicioso y prudente, simpático y candoroso, que acaso por la ley de los contrastes trabó con Jacinto amistosas relaciones.

El primero, sin embargo, era puntual en su asistencia a las clases, mientras su amigo hacía faltas frecuentes, como habían hecho su hermano y él en la escuela de 1.ª enseñanza; su amigo le aconsejaba que estudiase y aprovechase el tiempo para no exponerse a perder el año, y dar un cruel disgusto a sus padres; pero él se encogía de hombros y solía contestar:

  —12→  

Déjame en paz, que yo no soy ningún chiquillo y ya sé lo que me hago.

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Otras veces preguntaba el mal estudiante al bueno:

-¿Dónde vas?

-Toma, a cátedra.

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-Pues yo me voy a jugar al billar, que es más divertido.

-Al fin del curso lo encontrarás.

-Bueno, repetiré el examen en septiembre, y si no, el año que viene.

-¿Pero, y tus padres? no los amas, por lo visto.

-¿Qué quieres que te diga? Mi madre es una ignorante, y padre un majadero, que me ha criado a mis anchas, haciendo siempre lo que me ha dado la gana; con que ahora, que soy un hombre, mira si por complacer a los vejetes iría a privarme de jugar y divertirme.

-Pues yo por mis padres daría mi vida entera.

-Y yo, por los míos, ni una llora.

Frecuentes eran entre los jóvenes estos altercados, pero siempre volvían a quedar amigos.

Jacinto perdió el año.

Fue a su pueblo, no obstante, y dijo a sus padres y a cuantos quisieron oírlo que había sacado la nota de sobresaliente en todas las asignaturas. La mentira se descubrió cuando al empezar el curso siguiente, el buen padre, que contra la voluntad del joven, se obstinó en acompañarle, se disponía a entrar en la secretarla para matricularle de las asignaturas correspondientes   —14→   al 2.º año, pues entonces hubo de confesar que no tenía aprobadas las del primero. Reprendiole con la suavidad acostumbrada, le prometió callar el secreto, y le exhortó con lágrimas en los ojos a que aprovechase el tiempo, manifestándole que había tomado dinero a crecido interés sobre la casa y la tierra, y que si su carrera duraba muchos años se arruinaría completamente. Jacinto quiso tener razón, trató a su padre de interesado y egoísta, y aseguró que le sobraba talento para estudiar los dos años en uno.

En efecto, no era tonto, pero no tenía el hábito de estudiar ni trabajar, y cada día se aficionaba más al juego y a francachelas. Enrique, por el contrario, era un modelo de estudiantes, pero seguía profesando a su compañero un cariño casi fraternal, pagaba, algunas veces sus pequeñas deudas y se abrogaba las funciones de mentor, lo cual le costó algunos disgustos. Un día le increpó duramente tratándole de mal hijo y de hombre desalmado y sin pundonor, y el calavera contestó que él no se dejaba insultar por nadie, y que era necesario lavar con sangre aquella ofensa, para lo cual, al día siguiente, le mandaría sus padrinos.

Enrique contestó sonriendo desdeñosamente:

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-¿Y crees que por un mentecato como tú voy a exponerme a perder la vida o a cometer un homicidio, causando en cualquiera de los dos casos la desgracia de mis amantes padres?

-Pues yo tendré el derecho de llamarte cobarde.

-Y yo de no hacerte caso.

-Lo diré a todos nuestros compañeros.

-Todos te conocen y me conocen.

Separáronse enojados y estuvieron unos días sin hablarse, pero olvidaron con el tiempo el incidente y volvieron a tratarse como amigos.

La desaplicación de Jacinto dio el fruto que era de esperar, o mejor dicho de temer; aquel año no se atrevió a presentarse a exámenes ni fue a su pueblo por las vacaciones.

Los compañeros fueron desfilando, Enrique se separó de él con tristeza, y en el mismo día recibió Jacinto una carta de su padre (la primera en que se permitía reconvenirle seriamente.) Acompañaba dinero para el viaje, y añadía que infiriendo de su silencio que también había perdido el curso, le ordenaba que en uno u otro caso se trasladase a la casa paterna, que si le presentaba las pruebas de su aplicación le acompañaría nuevamente el año inmediato, aun a costa de los mayores sacrificios, y si era   —16→   cierto lo que sospechaba, tendría que abandonar la carrera.

El pobre hombre no contaba con la huéspeda, que en esta ocasión era la patrona, a quien, como el sastre, el zapatero y a algún otro debía bastante, de modo que con la cantidad recibida no podía pagar ni siquiera la mitad.

¿Y cómo viviría en adelante?... Porque su orgullo no le permitía volver a su casa y confesar la verdad.

Tomó por fin una resolución que él creyó heroica. Me voy a la casa de juego, dijo, si la suerte me es favorable, otras veces he empezado con menos y me he retirado con pingües ganancias, y si lo pierdo todo, me suicido. Si los imbéciles de mis padres se quedan sin hijo, peor para ellos, por qué no me educaban mejor.

No estaba allí su ángel bueno, que quizá se hubiera enterado y hubiese tratado de disuadirle. Entró en la casa de juego fuera de sí, jugó sin tino, loco, desesperado, y no acertó ni una sola carta, no levantándose de la mesa hasta que perdió la última peseta.

Ahora el suicidio, dijo, y mientras se dirigía a su casa iba reflexionando que no le había quedado dinero para comprar un arma... Acordose entonces de una que conservaba como   —17→   prueba de amistad. Enrique, que tenía parientes en Navarra, había ido el año anterior a visitarlos y había traído de la famosa fábrica de Éibar una daga cuyo precioso puño tenía incrustaciones de oro. Jacinto se prendó de ella y el otro se la regaló.

Entrar en su cuarto, apoderarse del arma, y salir dejando abierto el armario como también la puerta de la habitación fue obra de un momento.

Una vez llegado al campo, buscó un lugar poco frecuentado, y se clavó la daga en el pecho; se tambaleó y cayó bañado en sangre.

No había transcurrido un minuto, cuando acertaron a pasar dos hermanas de la Caridad, viéronle, se acercaron solícitas, y mientras la una corría a dar parte al primer agente de la autoridad que encontrara, la otra se arrodilló a su lado, levantó su cabeza y le habló de Dios.

Yo tengo envidia a esos que creen en Dios, yo no creo, dijo el herido con débil acento.

¿No? ¡pobre desgraciado! ¿Quién si no Él nos ha traído a este sitio, por donde apenas acostumbramos pasar?

Probó la hermana a extraer el arma, vio que estaba hondamente clavada, y dijo que sería   —18→   preciso que esta operación la llevase a cabo el facultativo, pero que antes se habrían de administrar al paciente los Santos Sacramentos. No contestó éste, y tomando su silencio la religiosa como signo de asentimiento, habló de Dios con palabras tan persuasivas, con voz tan dulce,   —19→   con tan divina inspiración, que Jacinto confesó después que, en el estado de postración en que se encontraba, le pareció que había muerto, que en efecto había Dios, el cuál le había perdonado, y que eran los ángeles los que le hablaban aquel hermoso lenguaje.

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Al ponerle en la camilla, se desmayó y al volver en sí se encontró en la casa de socorro.

Un sacerdote se había instalado a la cabecera de su lecho. Las palabras que él le habló suaves, consoladoras, llenas de misericordia y de amor, eran la continuación del discurso de la religiosa.

¿Por qué no me habrán hablado antes así? decía él y desde entonces se creyó que era otro hombre y se consideró con fuerzas para vivir. Recibió los Sacramentos y sufrió resignado la primera cura que se llevó a cabo con felicidad.

Enterada la patrona, que era compasiva, pidió que le llevasen a su casa y escribió a sus padres y a Enrique.

Los primeros se pusieron inmediatamente en camino el segundo anticipó su regreso.

La curación fue rápida y lo que es mejor, el alma de Jacinto también quedó curada, acabó su carrera con lucimiento, hoy día es un famoso médico, buen hijo, excelente amigo, y como   —20→   tiene sentimiento religioso y conciencia de sus deberes, obra de suerte que se ha captado el aprecio y simpatía de cuantos le tratan.

La familia se retiró complacida comentando el cuento y prometiendo continuar la lectura de los restantes en las noches siguientes.






ArribaAbajoVelada segunda

El auditorio de Pepito se había aumentado con otros tres individuos, a saber: una señora viuda, un hijo y una hija, los cuales no eran ya niños como él, sino jóvenes de dieciocho y veinte años respectivamente; pero que, poco aficionados al baile y al jolgorio, preferían tomar el fresco y escuchar al pequeño lector.

Algunos años atrás habían sido vecinas en Madrid las dos familias, la mudanza de una de ellas había interrumpido su trato, que nunca había sido muy íntimo, pero aquel día se habían encontrado nuevamente, y sabido es que en los establecimientos de baños o aguas medicinales las relaciones se adquieren, reanudan o estrechan con facilidad.

Aquella noche se leyó el cuento siguiente:

  —21→  

ArribaAbajoClemencia

¿Por qué en la tarde de la repartición de premios, ha abandonado el salón la bella colegiala española, y la vemos sentada en la balaustrada del jardín, vagando su vista por el espacio, sin fijarse en los objetos que la rodean, entregada al parecer a graves meditaciones?

Clemencia tiene 17 años, es alumna interna de uno de los más acreditados colegios de París; y, terminado el curso, debe regresar dentro de breve plazo al seno de su familia, que reside en una capital de segundo orden de nuestra península.

Hija única de un banquero, si no opulento, a   —22→   lo menos acomodado; cifraron los padres su orgullo y ambición en dar a su heredera una educación brillantísima, al modo que ellos la entendían, que es como la entienden la mayor parte de las familias de nuestra actual sociedad.

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  —23→  

A media pensión primero, y pensionista después, estuvo desde los 6 años hasta los 12 en un establecimiento de su ciudad natal, en el que aprendió varios idiomas y un poco de dibujo. Llegó a tocar el piano con un poco de soltura y hacía alguna laborcita de adorno. Nada de coser, cortar ni mucho menos remendar ni zurcir.

No faltaba más, decía su cándida madre, que una mensualidad tan crecida como satisfacemos, amén de los regalos con que obsequiamos a la directora, se emplease en adquirir los vulgares conocimientos y en ejercitar a la niña en los trabajos manuales, que la doncella de la casa lleva a cabo sin dificultad.

Lo que sí preocupaba hondamente al matrimonio, era que, aunque en el colegio estaba prohibido hablar el español, como la niña lo hablaba en su casa; y aun en el establecimiento mismo no se pronunciaba el francés de un modo tan castizo como sería de desear, porque la mayor parte de las niñas eran españolas, Clemencia distaba mucho de poseer el idioma de Victor Hugo como los corresponsales de su padre, naturales de Francia y principalmente de París, o que al menos llevasen allí muchos años de residencia.

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Convencidos, pues, de que para hablar con pureza el francés y pronunciarlo correctamente era necesario vivir en París, no dudaron en imponerse el sacrificio de separarse de su única hija, y la colocaron en el colegio de que al principio hemos hecho mención.

Cuando la presento a mis jóvenes lectores, es un modelo de aplicación, docilidad y prudencia; tiene la conciencia de sus deberes y abriga sentimientos religiosos: por lo demás, habla admirablemente el francés y medianamente el inglés, el alemán y el italiano; escribe en castellano con letra inglesa y construcción francesa, toca el piano y el arpa y dibuja un poco.

Acaba de obtener uno de los primeros premios en los exámenes anuales, y está en esta parte satisfecha de sí misma; y sumamente reconocida a sus profesores; ¡mas ay! es el último año que asiste a tan solemne función.

¡El último año! Esto la entristece por varias razones: en primer lugar, aunque vuelve a la casa paterna, y disfrutará de la compañía de su querida madre, a quien apenas ha tratado, tiene que renunciar a todas sus afecciones de adolescente, a todas sus amistades; tiene que despedirse de la capilla del colegio, donde había elevado al cielo sus oraciones, había confesado   —25→   sus pequeñas faltas y había recibido el Pan Eucarístico; de las salas de clase, testigos mudos de sus apuros unas veces, y otras de sus triunfos; del jardín, donde tantas veces se había solazado con sus compañeras; de todo, en fin, lo que durante un lustro la había rodeado.

Por otra parte, ella recordaba que, cuando vivía en familia, veía a su mamá coser, repasar la ropa de la colada, alguna vez aplanchar, ayudar a la limpieza de la casa y hasta confeccionar un postre delicado, un dulce, una compota; ¡y ella no sabía hacer nada de esto! Las señoras, amigas de la casa o madres de sus condiscípulas, también hablaban de coser camisas, de cambiar de forma los vestidos y de dirigir y vigilar a los criados, y además su madre, aquella madre que se había opuesto a que aprendiese cosas de utilidad, le había indicado en sus últimas cartas que la fortuna de su padre había sufrido en poco tiempo notable menoscabo, y que convenía que ella, Clemencia, saliese cuanto antes del colegio, pues habiendo despedido la doncella, tendría que ayudar a su madre en el gobierno de la casa y en las domésticas ocupaciones.

La joven, con su natural talento, comprendió que ella no era buena para ninguna de estas   —26→   cosas, que estaba educada para brillar en la sociedad, que cuando adquiriese despejo y don de gentes haría perfectamente los honores de un salón, pero que en la vida doméstica muy poco podría ayudar a su madre.

Al día siguiente de la brillante fiesta escolar, la directora recibió un telegrama de la madre de Clemencia, anunciándole que habiendo enfermado el padre de la pensionista, no podían ponerse en camino él ni su esposa, y que no queriendo confiar a persona alguna la delicada misión de acompañarla, se dilataría por algunas semanas la salida.

Mucho más graves fueron las noticias que recibió dos días después; un telegrama primero y una carta algo más tarde, participaban a la prudente señora la pérdida casi total de la fortuna del banquero, por haber colocado sus fondos en una sociedad que acababa de quebrar; y el fallecimiento de dicho señor, fatal término de la enfermedad, producida por el cruel desengaño. Algo más añadía la carta que sabrán mis lectores al enterarse del diálogo que tuvo lugar entre Clemencia y la directora. Ésta y el capellán del colegio llamaron a la joven al despacho de la primera, y empezaron por decirle, después de excitarla a la resignación cristiana,   —27→   que su padre se había agravado. Estas premisas y la presencia del sacerdote hicieron comprender a Clemencia toda la extensión de su desgracia, sin que sus interlocutores se viesen precisados a pronunciar la palabra fatal. Pusieron entonces en juego todos los medios que les sugirió su caridad y su experiencia en tales casos, para calmar el justo dolor de la huérfana, y retirándose el capellán, continuó la directora prodigándole sus maternales consuelos.

Al día siguiente, Clemencia no salió del dormitorio, aunque se hallaba levantada; la directora entró a verla y le dijo que su madre la llamaba a su lado, con más necesidad que antes; pues no sólo le hacía falta su compañía, sino que, en la situación a que se veía reducida, esperaba recoger el fruto de la esmerada educación que le había dado, si es que ella se proponía utilizar los conocimientos adquiridos.

Perpleja quedó la huérfana al oír tal razonamiento, y repuso.

¿Y de qué modo utilizar mis conocimientos? ¿Qué espera mamá de mí cuando ni siquiera confío poderle ayudar en las faenas domésticas?

-Eso menos que nada. Además de que con eso no se gana dinero, observó la directora.

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-Pero dicen que se ahorra porque no hay necesidad de sirvientes.

-Bien; en todo caso, para tales trabajos se basta la mamá.

-Y a mí ¿qué me aconseja V. que haga?

-Puede V. dar lecciones...

-Lecciones ¿de qué?...

-De música, de idiomas.

-En mi tierra hay poca afición a tocar el arpa, profesoras de piano hay infinitas, y la mayor parte más aventajadas que yo; en cuanto a los idiomas, he oído decir a V. misma que para enseñarlos bien es menester poseer perfectamente la lengua que se trata de enseñar y la natural o familiar del alumno; y yo (lo confieso con vergüenza) no soy muy fuerte en gramática castellana. Si se tratase de enseñar el inglés o el alemán a señoritas francesas sería otra cosa.

La señora reflexionó un rato y después habló de esta manera:

Las órdenes de la mamá son terminantes. Los marqueses de X., compatriotas de V., van a pasar algunas semanas en Madrid, y parten dento de tres días, pasarán por el país natal de Vds., donde tienen parientes; y avisados por su mamá, querida Clemencia, vendrán a buscar   —29→   a V. para llevarla en su compañía. Si así no fuese, si hubiera V. de permanecer en París, podría colocarse en esta casa, en lugar de Mis Alicia a la que pienso despedir, porque su inflexible carácter se enajena las simpatías de las educandas. Se lo he advertido algunas veces, y viendo que mis correcciones son infructuosas, le he rogado que busque colocación. Como usted sabe, ella enseña el inglés, alemán y principios de dibujo, y, pese a la modestia de V. hemos de convenir en que la sustituiría con ventaja.

Clemencia se inclinó sonriendo e hizo una ligera señal negativa.

Por lo demás, continuó la directora, los profesores de este establecimiento están bien retribuidos, y así tendría V. un medio de ayudar a su mamá.

La joven se apoderó de una mano de la señora y la besó repetidas veces, en señal de gratitud.

Guárdeme V. la plaza, dijo, ya que tan buena es para mí. Yo haré presente a mamá la generosidad de V., y mi ineptitud para cualquiera otra cosa, pasaré unos días a su lado consolándola y animándola, y si accede a ello, regresaré en compañía de los mismos Marqueses.

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Convínose así, y aunque costó bastante a la viuda decidirse a continuar viviendo alejada de su única hija, cedió por fin a los deseos de ésta. Bueno es que la autora haga constar aquí, sin embargo, una opinión suya, y es que si nunca la hija hubiera estado separada del hogar paterno, hubiera agradecido las proposiciones de la buena profesora, sin aceptarlas; y en cuanto a la madre, se hubiera impuesto las mayores privaciones, antes que consentir en la separación. Clemencia y su madre estaban acostumbradas a vivir la una sin la otra, y como fiel historiadora, he de hacer constar que al cabo de un mes la primera abrazaba llena de gozo a sus antiguas compañeras, y la segunda quedaba bastante consolada entre sus parientes y amigos.

Clemencia, en su nueva posición, desplegó dotes de profesora, que atendida su corta edad, sorprendieron a cuantos la conocían; consiguió hacerse amar y respetar de sus alumnas, que es la mejor cualidad que puede adornar al maestro, y se captó la simpatía de la directora y comprofesores, que ya como educanda la apreciaban en lo mucho que valla.

Poco más de un año había transcurrido, cuando ocurrió un suceso, que decidió de la   —31→   suerte de nuestra amiga, y digo nuestra porque supongo que ya mis lectores se habrán interesado por la simpática institutriz y les inspirará un afecto muy semejante al que sienten por las personas a quienes dispensan su amistad.

Un joven español, agregado a la Embajada de nuestra nación, hombre de mucho talento y de gran porvenir, había tenido la desgracia de perder a su esposa, de quien le quedó una preciosa niña de cuatro años, y como no tenía en la capital de la vecina república parientes a quienes confiar el cuidado de la pequeñuela, ni le parecía bien encomendar a los sirvientes tan delicado cargo, se aconsejó de la señora de su jefe, quien le inspiró la idea de colocarla en el colegio de Madame Nelly, donde estaba Clemencia. Allí no solían admitirse pensionistas de tan corta edad, pero la esposa del Embajador de España se proponía obtener esta excepción en favor suyo, pues Madame Nelly le había educado una hija y se estimaban mutuamente por este motivo.

Pidió y obtuvo este favor, y presentose don Arturo del Prado, que así se llamaba el padre de la pequeña educanda, a recomendar a las profesoras la huerfanita, rogándoles la tratasen   —32→   sin exagerada y mimosa condescendencia, pero procurando suplir el maternal cariño de que se hallaba privada.

Estaba presente Clemencia a la entrevista con la directora, y después de retirarse el diplomático, declaró ésta que al ver juntos a ella y Arturo le pareció que veía dos hermanos: jóvenes ambos, (el del Prado tenía 26 años) los dos de luto y con cierto parecido en sus facciones, gracias al marcado tipo español que se notaba en ellas.

La chiquitina se habituó pronto a la vida del colegio, y se hallaba en él perfectamente; a pesar de ello, su padre pensó en darle una nueva madre y llevarla otra vez a su lado, y como en las frecuentes visitas que hacía a la niña le hubieran llamado la atención la modestia y compostura de Clemencia, no menos que sus finos modales: pidió informes de sus antecedentes, de su patria y familia a la directora, y habiéndolas recibido excelentes, la autorizó para pedir su mano. Escribiose a su madre en este sentido, y se acordó que terminado el luto, se celebraría el matrimonio. Algunos meses antes pasó la señora a París y como el joven diplomático tenía su cómodo hotel amueblado, madre e hija desistieron de poner casa y se   —33→   instalaron en la fonda provisionalmente, después de despedirse la última de Madame Nelly y sus profesores y alumnas, quienes la colmaron de obsequios, como muestra del cariño que les inspiraba.

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Hubiera deseado Clemencia que su enlace se   —34→   celebrase sin ostentación, pero no opinaron lo mismo el Embajador y su señora, protectores y amigos de Arturo, que solemnizaron el acto con un banquete y un baile en la embajada, al que asistió el cuerpo diplomático y lo más notable de la colonia española.

Clemencia es muy feliz en su nuevo estado, pero frecuentemente se le oye decir que si Dios le da hijas hará que aprendan, además de la hermosa lengua de Cervantes, (que es la de sus padres) a coser, zurcir, remendar y hasta el arreglo de la casa y el arte culinario; porque si sufren un golpe de fortuna, no es seguro que encuentren una Madame Nelly que las proteja y un Arturo del Prado que les restituya su antiguo rango.

Bonito es ese cuento, que también podría llamarse historia por lo verosímil, pero si a ustedes no les cansara mi insulso relato, mañana les contaría un suceso de la vida real en el que yo he intervenido, dijo la viuda.

-Lo oiremos con muchísimo gusto, respondieron los esposos.

-Cuente V. cuente, decía Pepe.

-A ver, a ver, añadía su hermana.

Y ambos acercaron sus sillas a la de la señora.

  —35→  

Mejor sería dejarlo para mañana, observó la viuda porque es un poco tarde.

Y volviéndose a sus hijos continuó:

-¿Sabéis lo qué intento referir? La historia de Félix. Creo que les interesará.

-¿Y quién es Félix? interrogó Pepe.

-Mi mayordomo.

-Oiremos, pues, con gusto lo historia del mayordomo.

Se prolongó algún tanto la conversación, porque el sitio era agradable y la noche deliciosa, y saludándose recíprocamente con cordialidad, se separaron.





  —36→  

ArribaAbajoVelada tercera

Al reunirse de nuevo las dos familias, María recordó a la señora su promesa de contar la historia de su mayordomo, ésta dijo que estaba pronta a complacerla, si es que el resto del auditorio no prefería la lectura del librito que ex profeso habían llevado.

De ninguna manera, respondió Pepe con una galantería superior a sus pocos años. El libro en toda ocasión lo tenemos a nuestro alcance y a V. no siempre tendremos el gusto de tenerla a nuestro lado.

Agradeció la dama el cumplido, y el niño preguntó:

-¿Cómo se llama el cuento con el cual piensa V. recrearnos esta noche?

-No le he puesto nombre, como que no es cuento, sino simplemente la narración de un suceso.

Pero bien, insistió Pepe, si quisiera V. que formase parte de una colección de cuentos como los que leímos estas noches pasadas, ¿qué título le pondría V.?

En ese caso, dijo la señora, lo podría llamar:

  —37→  

ArribaAbajoLa cartera perdida

Para decir algo de Félix y de la cartera, he de empezar por hablar de mí misma, pero como los recuerdos de mi juventud son dolorosos para mí y poco interesantes para los demás, sólo diré que, casada con el propietario de una fábrica de tejidos, y establecida con él en una gran ciudad vivía feliz en su compañía y en la de mis dos hijos, aquí presentes, cuando plugo al Altísimo, cuyos decretos debemos siempre acatar, arrebatarnos a su padre, joven aun, contando los huérfanos diez años el niño y ocho su hermanita.

Mi esposo dispuso en su testamento que   —38→   traspasase la fábrica o realizase las existencias, y que un amigo, a quien nombraba expresamente, se encargase de colocar el capital en el banco y me entregase la renta para mis necesidades y las de mis hijos. Hízose así, y generalmente, cuando mi fiel amigo tenía fondos recogidos me los llevaba a mi casa.

Fuese casualidad, o disposición de la Providencia, una tarde de invierno determiné ir a pasar un rato con la señora de mi apoderado, a quien apreciaba mucho, y como tenía niñas, llevé a la mía para que me acompañase y para que jugase con ellas en cuanto a su hermano, le mandé al colegio como de costumbre.

Me alegro de que venga V., dijo el dueño de la casa, porque me ahorra un viaje, y estos días estoy sumamente ocupado, digo si V. no tiene inconveniente en llevarse 2.000 pesetas.

Supongo que no estarán en calderilla, observé riendo.

No por cierto, me contestó; 500 en oro, y lo demás en papel.

-Así no pesarán mucho, y me las llevaré.

-Si quiere V. irá el criado.

-¿Para qué?

-Para acompañar a Vds.

-La distancia de aquí a mi casa es corta y   —39→   no creo que me roben, cuanto más que me iré temprano porque veo que el cielo se va nublando.

Si llueve, envía a buscar un coche, dijo a su mujer, y contando las 2.000 pesetas, que me entregó y yo puse en mi pequeña y bonita cartera, se excusó con sus ocupaciones, y se retiró a su despacho.

Mi amiga y yo conversamos un rato, mientras nuestras hijas jugaban con las muñecas, y cuando empezaba a anochecer me levanté para retirarme; insistió mi amiga en la idea de avisar que trajesen un coche; pero yo me negué a ello, y únicamente acepté un paraguas, que me hizo muy al caso, porque a la sazón no llovía, pero apenas puse los pies en la calle, empezaron a descender menudos copos de nieve y al llegar a una plaza cerca de la cual estaba situado mi domicilio nevaba copiosamente. El trayecto estaba solitario, y casi nadie se cruzó con nosotras en el camino, únicamente nos llamó la atención un pobre niño que sentado en las primeras gradas de un edificio cuya puerta aparecía cerrada, estaba abrazado a un arpa, aterido de frío y medio dormido. Como la niña habló al pasar, él despertó, empezó a preludiar en el arpa el acompañamiento de una canción, y me   —40→   pidió limosna; yo le di una moneda de cobre, y continué mi camino; pero al llegar a casa tuve una desagradable sorpresa, pues habiendo colocado en el bolsillo del vestido mi pequeña cartera de piel de Rusia, me encontré sin ella. Mi primera idea fue que me la hablan robado,   —41→   pero poco tardó en modificar mi opinión, porque la doncella al tiempo de limpiar el vestido, me hizo observar que el bolsillo tenía un descosido por el cual podía pasar perfectamente la cartera. Era pues indudable que al introducirla, el descosido existía ya, aunque tenía menor tamaño y con el roce y el peso del oro se había ido dilatando hasta abrirle paso. Calculé también que la había perdido muy cerca de casa, pues en la plaza la saqué para dar limosna al pobre niño.

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Entonces entreví la esperanza de encontrarla y mandé que se pusiese el anuncio en todos los periódicos de la localidad, pero transcurrieron los días y nadie se presentó a entregar la cartera, a pesar de que se ofrecía una buena propina al que la devolviese; de lo que inferí que había caído en manos de una persona de mala fe, que no se contentaba con menos que con el total de su contenido.

Procuré olvidar este desagradable suceso, puesto que no podía remediarlo, y únicamente me sirvió de experiencia para siempre que me quito un vestido, investigar yo misma cuidadosamente si tiene rasgón o descosido, si le falta botón, corchete o presilla, cosa que también he enseñado a mi hija, sin fiar este cometido a las   —42→   criadas, que por buenas que sea son criadas.

Ya, pues, no me acordaba de la pérdida sufrida, cuando en un hermoso día de sol, al pasar por la plaza en que di limosna al niño del arpa, le vi sentado en el mismo sitio si no que a la sazón la puerta estaba abierta.

Fijar en mi un momento su inteligente mirada, y abandonar su asiento fue todo una cosa.

Signora, me dijo con acento italiano, y con cierta entonación misteriosa.

Iba a sacar una moneda para dársela, cuando él no reparando o fingiendo no reparar en mi acción, me preguntó en voz baja:

-¿Pasó V. por aquí la tarde del 5 de diciembre último, cuando empezaba a nevar?

-Contestele afirmativamente.

-¿Perdió V. alguna cosa?

-Sí, por cierto.

-¿Qué perdió V.?

-Una cartera de piel de Rusia.

-¿Qué contenía?

-Dos mil pesetas en oro y billetes de banco, y una pequeña cantidad en plata y calderilla.

-Todo está en mi poder, dijo bajando todavía más la voz, y pasará al de V. si se sirve   —43→   indicarme su domicilio y la hora en que podrá recibirme.

-Esta noche a las 9, le dije, indicándole las señas de mi casa.

-¡Oh signora! de noche no puede ser.

-Pues mañana a estas horas.

-No faltaré.

-Tan absorta estaba que me separaba de él sin darle limosna.

-Entonces me presentó su gorrita, diciendo en alta voz:

-Una limosna por amor de Dios.

-Eché una peseta en la gorra, la besó y se fue saltando de contento.

Yo, que había salido a compras, regresé a casa sin hacerlas, deseosa de comunicar a mi familia cuanto acababa de acontecerme con el pequeño y extraño mendigo.

Eran las once de la mañana.

Al día siguiente, a la misma hora, el italiano llamaba a la puerta.

Recibido por una criada, le suplicó le introdujese1 a mi presencia.

Entró bastante emocionado con el arpa colgada a la espalda y la gorrita en la mano izquierda, mientras introducía la derecha en su seno para sacar la cartera que me entregó.   —44→  

-¿Es esto lo que V. perdió? me dijo. Hágame el favor de contarlo.

Conté el oro y los billetes, lo demás no, porque no recordaba lo que había.

Está bien, le contesté. Y añadí en seguida:

Si ahora te despidiese sin darte nada, confiando en que la satisfacción de haber obrado bien es la mejor recompensa para los corazones honrados, ¿qué dirías tú?

-Nada.

¿Pero qué pensarías?

-Me haría cuenta de que no había encontrado nada.

-Siéntate y hablaremos.

-Llamé a la muchacha y le mandé que recogiese el arpa y la gorra del chico, y éste obedeciendo a una segunda invitación mía, se sentó.

-¿Has almorzado? le dije.

-He comido un poco de pan.

-Le manifesté que se le iba a servir un buen almuerzo, pero se negó obstinadamente a tomar cosa alguna, diciendo que tenla prisa.

-¿A dónde has de ir?

-A cantar y a pedir limosna.

-Antes es preciso que me cuentes tu historia.

  —45→  

-Usted me indemnizara del tiempo que me haga perder. ¿Verdad?

-Sí, hombre, sí.

-Recuerdo muy bien la historia del niño porque la he referido repetidas veces para ejemplo de mis hijos y de otros jovencitos, y así le contaré con sus mismas o semejantes palabras. Es sencilla y breve.

Nací en un pueblecillo del reino de Nápoles, no he conocido a mi padre; y mi madre, que era una santa, vivía en la indigencia, pues por no abandonarme no se ponía a servir y sólo algunos días se le proporcionaba ocasión de ganar alguna peseta lavando ropa o haciendo otros análogos trabajos. Yo pedía limosna, y como no podía ir a la escuela, no aprendí a leer ni a escribir.

Uacute;nicamente iba a la doctrina los domingos y allí el Sr. cura me enseñó los Mandamientos inculcándome, entre otras cosas, el respeto a la propiedad, diciendo que nunca, ni por ningún concepto, debemos tomar ni retener lo que no nos pertenece.

En cuanto a mi buena madre, me decía:

«Ya que no puedas ser sabio, o a lo menos instruido, sé hombre de bien.»

Cuando tenla 10 años, perdí a mi madre,   —46→   ahora tengo 13. Pocos días después de su fallecimiento, vino un saboyano con tres hijos suyos, que tocaban el arpa y cantaban, y aquel buen hombre me invitó a viajar en su compañía.

Yo le contesté, dejando a un lado la modestia, que tenía buena voz y sabía cantar, pero, que no sabía tocar instrumento alguno, ni tenía ninguno de mi propiedad.

Todo se arreglará, si eres buen muchacho, me replicó. Y me agregué a la comitiva.

Le caí en gracia al cantante, y como algunos meses después tuvimos el gran disgusto de perder a uno de sus hijos, yo heredé su arpa, y hasta me atrevo a decir la parte de cariño que su padre le otorgaba.

Habíamos recorrido muchas poblaciones de Italia, Francia y España, y a mediados de noviembre llegamos aquí. Habíamos hecho el camino a pie menos cuando los carreteros compasivos nos dejaban ocupar algún lugar en su vehículo; todos juntos, si había espacio para ello, o bien un rato cada uno, si no podía hacerse de otra manera.

Al llegar a un pueblo buscábamos una posada barata, y salíamos a diferentes puntos a ejercer nuestra habilidad, y a la hora de comer   —47→   y por la noche acudíamos a nuestro domicilio, y el amo nos pedía cuenta de la respectiva ganancia. Si por desgracia no llevábamos nada, nos llamaba holgazanes, y no nos pegaba jamás, eso no, pero nos dejaba sin comida o sin cena. Tal vez hubiéramos preferido una tanda de mojicones, pero no nos la daba ni tampoco un bocado.

Llegó la tarde del cine de diciembre, yo no había recogido nada, y apenas pasaba un alma; tenía hambre, frío y sueño.

En poco tiempo, además de V., pasaron dos señores, (cuyas fisonomías tengo tan presentes como la de V.) y algunas mujeres del pueblo. A todos pedí limosna y nadie más que V. se compadeció de mí.

La nieve iba ya cubriendo el suelo, y las tinieblas me rodeaban, di algunos pasos por la plaza no bien decidido todavía a retirarme, cuando pisé un objeto más duro que la alfombra de nieve y más blando que un guijarro. Me bajé a recogerlo y con admiración y alegría vi que era una preciosa cartera con dinero y billetes de banco. Estos los conozco porque los he visto alguna vez aunque nunca he tenido ninguno pero como no conozco los números, no sé el valor que tienen. El oro, la plata y la calderilla sí   —48→   que lo conté: hay 100 duros, 12 pesetas y 40 céntimos.

Para mí estaba fuera de toda duda que V. o uno de los dos señores que he citado había perdido la cartera, pero ¿cómo buscarlos para averiguar la verdad y devolverles lo suyo?

Escondí en mi seno el precioso hallazgo y, resuelto a explorar las intenciones de mi amo, antes de darle cuenta del suceso, pedí unas tijeras a la posadera y descosí mi colchoncito de paja, escondiendo cuidadosamente la cartera entre la misma y volviéndola a coser, pues siempre llevo hilo y agujas para arreglar los desperfectos de mi único vestido.

Llegaron sucesivamente mis compañeros, yo cené gracias a V., mas no así el chico menor que no traía un céntimo. Como la alegría me hacía generoso, quise partir mi ración con el compañero, pero su padre no lo consintió: en esta parte era inexorable.

Concluida la cena, hablé de nuestra pobreza y dije: si alguna vez nos encontrásemos una cartera con oro y papel moneda, ¡qué suerte! ¿eh?

-Ya lo creo, dijo el amo, pero no la encontraremos.

-Es verdad, añadí yo, que tendríamos que devolverla.

  —49→  

-Si la echaban de menos y nos preguntaban, si.

-Y si no, de todos modos tendríamos que hacer diligencias para entregarla a su dueño. ¿Verdad?

¡Quia, hombre, quia!

Pero cuando fuéramos a cambiar tanto dinero, no querrían creer que lo habíamos encontrado, y nos prenderían por ladrones.

-No se cambia todo de una vez, tonto, sino poco a poco, y en distintas poblaciones. Pero no te apures que no la encontraremos.

¡Si Supiera éste que ya la tengo! pensé yo, y como vi que en este punto opinábamos de distinta manera, resolví callarme y acudir a la misma plaza, y si allí o en otra parte encontraba alguna de las tres personas, a una de las cuales suponía yo dueña de la cartera, preguntarle, como he hecho con V.

Era el uno de los señores, alto, enjuto de carnes, llevaba un abrigo de ricas pieles y tenía un aire muy distinguido. No le he visto más.

Al otro, rechoncho, de fisonomía vulgar, que llevaba uh abrigo blanquecino, le encontré pocos días ha en otra calle, me acerqué a él y le dirigí las mismas preguntas que a V. Me miró de   —50→   arriba abajo y me contestó que no había perdido nada, pero al rogarle yo que me dispensase y que me diese una limosna por amor de Dios, me llamó tunante, y me despidió duramente, diciendo que había inventado un pretexto para pedirle.

-Lo demás ya lo sabe V.

-Terminado el relato del honradísimo muchacho, le pregunté qué hubiera hecho en el caso de no haber encontrado la persona perdidosa, y me contestó que antes de salir de la población la hubiese entregado al cura de cualquier parroquia, encargándole lo repartiese entre los pobres, y suplicándole le contase en el número de ellos.

Sorprendida de tan exagerada integridad, le interrogué qué hubiera hecho de la parte que el sacerdote le hubiese cedido, y me satisfizo diciendo que la hubiera ido entregando en diferentes ocasiones al italiano, diciendo que era producto de limosna, como en efecto lo era.

-Preguntele también cómo teniendo tanto dinero en su poder se alegró notablemente el día anterior porque le di una peseta.

-Porque lo de la cartera no me pertenecía, y la peseta, desde que V. me la dio, sí.

  —51→  

-¿Te gustaría, le dije, abandonar esa vida errante y miserable?

-Contestome que sí, pero que no veía el medio de conseguirlo.

Entonces le propuse la conveniencia de entrar a mi servicio, mandé llamar a su amo, al cual hablé en este sentido, no manifestándole el motivo de haber conocido a Félix, le di algún dinero en indemnización de la joya que le quitaba, y que él nunca hubiera sabido apreciar, y puse el chico en un colegio donde aprendió a leer, escribir, teneduría de libros, etc.

Hoy es mi fiel y agradecido mayordomo, y si yo faltase y mi hijo no quisiera conservarle a su lado, o él deseara separarse de nuestro servicio, tiene aptitud para colocarse ventajosamente en cualquier oficina o casa de banca.

Pepe y María, y sus padres con mayor motivo, aplaudieron la integridad de Félix y la caridad de su protectora.





  —52→  

ArribaAbajoVelada cuarta


ArribaAbajoUn corazón generoso

Tal era el título del cuento que en la cuarta noche leyó Pepito con gran satisfacción, pues, como se ha visto, daba mucha importancia al epígrafe de un escrito. El de que nos vamos a enterar decía así:

Don Genaro del Billar era un caballero noble y rico, pero de carácter adusto y atrabiliario, irascible alguna vez, que quizá contribuían a agriar las especiales circunstancias en que se hallaba.

Había casado muy joven con una hermosa señorita, que murió a los pocos años, dejando dos niños de corta edad; un varón muy rabiosillo y exigente, llamado Eusebio, que no hay   —53→   que decir a quien se parecía, y una niña cuyo hermoso nombre, pues se llamaba Ángeles, correspondía perfectamente al natural dulce y pacífico que había heredado de su madre.

Como el señor del Billar no era lo que vulgarmente se llamaba un criaturero amaba a sus hijos como todo padre, pero ni le complacían sus gracias ni tenía paciencia para sufrir sus impertinencias, ni constancia para corregir sus vicios y defectos. Aguardando a que estuvieran en edad competente para entrar a pensión en un colegio, buscó una institutriz hábil e ilustrada, pero que no logró complacerle, porque al tratar de corregir a Eusebio, éste se convirtió en su enemigo, se quejó con frecuencia a su padre, el cual la despidió diciendo que era poco sufrida, y que no sabía contemporizar con las faltillas de la infancia.

La sucesora de ésta, sobrado débil o atenta solamente a conservar la colocación, que no era despreciable, accedía a todas las exigencias del tiranuelo, que iban creciendo hasta lo inverosímil. El padre dijo entonces, y acaso tenía razón, que nadie es capaz de sustituir a una madre y en la imposibilidad de sustituirla buscó una segunda esposa, señora de talento y adornada de las mejores cualidades pero que   —54→   era viuda también y tenía un hijo de la misma edad que Eusebio, llamado Justo.

El comportamiento de la nueva esposa fue tal, que era imposible conocer en el trato con los niños cuál era su hijo y cuál el entenado; en cuanto a la niña la amó desde luego con ternura y en verdad que lo merecía por su docilidad y por su carácter afable y cariñoso.

El padre hablaba poco en el seno de la familia, dejaba el cuidado de los hijos a su esposa, no los reprendía casi nunca, besaba y acariciaba rarísimas veces a Eusebio y su hermanita: a Justo, jamás. Era éste más alto y más desarrollado que aquél, pero lejos de abusar de su fuerza, miraba al otro como a un hermano menor y nunca empezaba las reyertas, pero cuando Eusebio (cuyo carácter era cada día mas insoportable) le agredía injustamente, se defendía a puñetazo limpio.

Su madre los reprendía con imparcialidad, pero muchas veces, conociendo que la razón estaba de parte de su hijo, y no queriendo dársela por no exasperar al irascible Eusebio, se contentaba con enviar a la niña diciéndole: «Ve, hija mía, ponlos en paz.»

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Grandísima era la influencia2 que Ángeles ejercía en el ánimo de los dos chicos, hasta el punto   —55→   de conseguir frecuentemente con sus ruegos lo que no hubieran alcanzado los demás con amenazas ni aun con castigos. Ángeles era el iris de paz, y cuando había logrado su propósito de que se confundiesen los contrincantes3 en   —56→   fraternal abrazo, ella los besaba y acariciaba alternativamente, exhortándolos a perseverar en tan laudable actitud.

Llegó la época de ingresar en un pensionado, y fueron colocados ambos en el mismo colegio, pero por más que el director, (avisado por los padres y convencido de su propia observación de su mutua hostilidad) los separó en la mesa y en el dormitorio, siempre encontraba ocasión, Eusebio de buscar a Justo para provocarle con los más groseros insultos.

Exhortados por los profesores, solía el último escuchar con paciencia unas veces, otras con indiferencia, que rayaba en desprecio, sus denuestos, mientras se dirigían solamente a él; pero cuando el otro, viendo que no conseguía irritarle, se permitía tomar en boca a su virtuosa madre, montaba en cólera y dábale un bofetón que frecuentemente le hinchaba la cara o le hacía sangrar encías y narices.

Como estas escenas se producían con frecuencia, con gran escándalo de los compañeros, el director del colegio dio parte a D. Genaro, y éste, que de día en día se iba volviendo más feroz e intratable, anunció que cuando le participase que había tenido lugar una nueva reyerta tomaría una trascendental resolución.

  —57→  

Los chicos, aunque no sabían a qué atenerse, temieron vagamente esta amenaza, y estuvieron en paz algunos días, ventaja que no se disfrutaba en casa de D. Genaro, pues con fútiles pretextos reprendía a sus criados, a su excelente esposa, y hasta a su propia hija, la inofensiva y candorosa Ángeles. Ésta asistía a un colegio en clase de alumna externa, y fuera de las horas de asistencia, acompañaba a su madre política y compartía sus penas.

No tardó, sin embargo, Eusebio en cansarse de ver tranquilo a su hermanastro, y calculando que si algo malo resultaba de una pendencia, sería para el otro y no para él, empezó un día a decirle en presencia de otros compañeros que era un intruso en su casa y que cuando él fuera mayor le echaría a puntapiés.

No será necesario, contestó él, me iré yo antes que me eches.

-Echaré también a tu madre.

-Eso ya lo veremos, porque es la esposa de tu padre. Y a mí mamá no la nombres, porque ella no se acuerda de ti.

-Tu madre es una ignorante y una pobre que se casó con mi padre porque no tenía que comer.

-Apenas hubo terminado la frase, un fuerte   —58→   puñetazo de Justo, aplicado a la boca, se la cerró violentamente.

-¡Ea! Ya están enzarzados, dijeron los muchachos, formando corro para presenciar la riña, pero ésta terminó pronto, porque Eusebio cogiendo una silla descargó un terrible golpe sobre la cabeza de su antagonista, que le produjo una herida de la que brotaba bastante sangre.

Como esto ocurrió a la hora de recreo, los colegiales estaban solos, pero asustados al ver la sangre, corrieron a avisar al director quien a su vez lo puso en conocimiento de su padre político.

El pobre Justo fue trasladado a su casa en un carruaje después que el director le vendó la herida, su madre se afligió mucho al verle en tal estado, y después de presenciar la cura que le hizo el médico de la casa, y prodigar sus cuidados al paciente, se trasladó al colegio donde se enteró de lo acaecido, y supo con tristeza, mezclada de cierta satisfacción, que los insultos y la agresión mas grave habían partido del otro.

El padrastro, ni en el colegio ni en su casa quiso ver al herido que guardó cama dos días, mientras la madre pasaba a su lado todas las   —59→   horas que le permitían sus ocupaciones, y por esto, y por haber ido a adquirir noticias al lugar del suceso, recibió de su marido fuertísima repulsa.

Terminó la filípica con las siguientes palabras:

Y ya que tu hijo se ha atrevido a poner su mano en el heredero de mi casa y de mi nombre, he resuelto que hoy mismo salga de aquí, pero no volverá al colegio, donde se repetirían los escándalos de que el director me ha dicho que está cansado.

-¿A dónde irá, pues? dijo la señora consternada.

-Mi previsión y mi bondad alcanzan aun a quien no lo merece. Le he buscado colocación de aprendiz en un comercio de ropas, allí aprenderá a ser humilde y a trabajar para ganarse la subsistencia. Allí tienes la dirección.

La pobre madre tomó el papel llorando y acompañó a su hijo aun convaleciente a la casa que indicaba. Justo estaba contento de verse libre de la presencia de Eusebio, y consoló a su madre, diciendo que podrían verse los dos algunas veces, y que si en sus visitas la acompañaba Ángeles, tan diferente de su padre y hermano, tendría en ello doble placer. Y añadió   —60→   en un tono reflexivo y casi profético, ni propio de sus trece años: Yo trabajaré, mamá, aprenderé mucho y ¿quién sabe lo que a cada uno reserva el porvenir?

La madre habló en secreto con el principal; éste le manifestó sin rodeos que su esposo le había encargado tratase con sumo rigor al nuevo dependiente, el cual era díscolo, pendenciero y orgulloso.

Siento que esté V. prevenido en contra suya, dijo la señora, pero abrigo la esperanza de que una imparcial observación convencerá a V. de lo contrario.

Pidiole que permitiese al muchacho asistir por la noche a una academia, para aprender dibujo e idiomas extranjeros, y accedió el principal galantemente.

El tiempo y la conducta intachable de Justo se encargaron de desmentir los informes de don Genaro. La inteligente actividad del joven, su amor al trabajo y el respeto a sus superiores le captaron en breve la simpatía de cuantos le trataban, y como en sus estudios hizo también rápidos progresos, pronto se retiró de la academia después de unos brillantísimos exámenes.

Su madre, entre tanto, pasaba un verdadero martirio. Primero, su tirano (que más bien   —61→   merecía este nombre que el de esposo) prohibió que en sus visitas a Justo llevase a Ángeles, que solía acompañarla los domingos al salir de misa; después, le retiró el permiso de ir ella misma, haciéndola seguir cuando lo efectuaba y dirigiéndole las palabras más injuriosas delante de los criados, llegando a veces hasta a maltratarla de hecho. Asimismo le cercenó primero, y le retiró totalmente después, la cantidad que le daba mensualmente para vestirse ella y Ángeles; cuidando él mismo de tratar con las modistas para los trajes de la última, todo con el objeto de que no pudiese la madre subvenir a las necesidades de su hijo.

Afortunadamente, éste ya ganaba para vestirse, pero las humillaciones que la desgraciada mare sufría continuamente, aumentadas con las insolencias y desprecios de Eusebio, que había salido ya del colegio, minaron en poco tiempo su salud y sucumbió pocos meses después.

Justo acompañó el cadáver a la última morada, y al despedirse de su padrastro le dijo: A menos que V. o Ángeles me necesiten, no pondré más los pies en casa del verdugo de mi madre.

El viudo, rojo de ira, replicó:

  —62→  

-¿Yo necesitar de ti? ¡miserable!

-El joven se encogió de hombros y se retiró sin añadir una palabra:

Nadie se apercibió de este corto diálogo que había tenido lugar en voz baja.

Cinco años después los acontecimientos se habían desarrollado rápidamente: Eusebio, calavera y provocativo, al paso que pródigo cual ninguno estuvo arruinando a su padre y hermana, al paso que los tenía en continua alarma, pues a dos por tres llegaba a sus oídos que tenía pendientes lances de honor, que solían terminar en la fonda, hasta que uno se llevó a efecto y sucumbió en él.

Al ver el padre el sangriento cadáver había sufrido un ataque apoplético, que hizo temer seriamente por su vida, pero del cual había salido, quedando imposibilitado de piernas y brazos y en un estado intelectual semejante al idiotismo, pues no se daba cuenta de nada de cuanto pasaba en su rededor.

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Los criados reducidos ya a dos, uno de cada sexo, decían que Dios le castigaba por la vil conducta observada con su mujer y el hijo de   —63→   ésta... Ángeles, desconsolada, asistía al paralítico con extremada solicitud, resuelta a recoger su último suspiro y retirarse después a un convento. Sus intereses habían también disminuido notablemente: mermados ya por las prodigalidades   —64→   del difunto heredero, estaban a la sazón en manos mercenarias, y poco íntegras, pues Ángeles no sabía ni podía ocuparse de asuntos financieros.

En cambio, la fortuna de Justo subía al paso que bajaba la de su padrastro, cual si fuesen los platillos de una balanza. El principal era riquísimo, habiendo depositado en él toda su confianza, señalándole un pingüe sueldo; y últimamente le había ofrecido la mano de su hija única y celebrado el matrimonio había él quedado al frente del establecimiento de la ciudad, creando otro para los jóvenes en una pintoresca población llamada Villafeliz.

Aacute;ngeles sabía estas cosas por referencia, pues no había visto a Justo desde el día del entierro de la madre de éste, y se alegraba de todo corazón de la felicidad del que ella miraba como un hermano.

Los médicos aconsejaron a D. Genaro que saliese de la ciudad, o mejor dicho, a su hija que le sacase; ésta se enteró de que no lejos de Villafeliz había una casita aislada, que aunque vieja y de aspecto poco agradable, estaba en una pequeña eminencia, bañada por el sol, y tenía suficiente habitación para albergarse padre e hija con sus dos criados. La cocina y el   —65→   comedor estaban en la planta baja y los dormitorios en el único piso.

La alquiló a principios del verano, y como observase que su padre experimentaba gran mejoría, hasta el punto de poder salir alguna vez apoyado en su brazo y en el del criado, a dar algunos pasos por la campiña, no tenía prisa por dejar aquel tranquilo albergue, aunque ya avanzaba el invierno.

Cierta noche se hallaba al lado de su padre, que dormitaba en un sillón, cuando sintió un fuerte olor de humo, llamó a los criados pero nadie le contestó, esperó un rato y llamó de nuevo obteniendo igual resultado, y entre tanto la estancia se iba llenando de humo. Abrió la puerta y vio que una inmensa columna de humo, negro al principio y rojizo pocos segundos después, se elevaba del piso bajo. No le cupo duda de que la planta baja del edificio estaba ardiendo.

La escalera estaba libre todavía, (aunque invadida por la rojiza humareda) y fácil le hubiera sido a una persona ágil como ella bajar y llegar a la puerta de salida, pero ¿cómo salvar al anciano que no podía dar un paso sino apoyado en dos personas robustas?

¡Socorro! empezó a gritar Ángeles con toda   —66→   la fuerza de sus pulmones, Daniel, Rita ¿dónde estáis?

Un silencio aterrador reinaba en la casa, sólo interrumpido por el crujir de los muebles y las vigas que ardían. Era evidente que los criados habían huido, habían muerto o estaban medio asfixiados por el humo.

¿Qué hacer? ¡Dios mío! fácil era salir de aquella estancia donde no había abertura alguna para asomarse a pedir socorro, podía también bajar a reconocer el estado del incendio, pero el temor de que le fuese imposible volver a entrar y quedase su padre abandonado, la tenía clavada junto al sillón que él ocupaba, y continuaba gritando maquinalmente:

¡Socorro, socorro, para mi desgraciado padre!

Eacute;ste abrió los ojos y le dijo:

-¿Qué tienes? ¿por qué gritas?

-Ángeles no contestó y su padre volvió a caer en su amodorramiento.

Desde la puerta se veía ya una inmensa hoguera y el calor era insoportable. Perdida toda esperanza de salvación, se encomendaba a Dios de lo íntimo de su alma, esperando resignada una muerte horrorosa, cuando oyó fuertes y repetidos golpes, dados por la parte de afuera   —67→   en la pared opuesta a la puerta de entrada.

¡Socorro! gritó otra vez con voz ahogada.

Algo le contestaron, pero como los golpes no cesaban, no pudo conocer a voz del que hablaba ni entender sus palabras.

La pared empezó a desmoronarse, y pronto presentó una abertura por la que asomó la cabeza y el busto de un hombre pálido y sudoroso.

-Era Justo.

-Vengo a salvarte, dijo.

-Estaba subido en una escalera de mano y manejaba con brío una piqueta de albañil.

-No quiero salvarme sola, respondió.

-Os salvaré a los dos.

-Primero a él.

-Justo no contestó, y cuando pudo pasar todo su cuerpo por la abertura, saltó a la estancia y levantó en sus robustos brazos al paralítico.

-Despertado éste por el brusco movimiento, abrió los ojos, y fijando la vaga mirada en el rostro de su salvador, articuló torpemente:

-¡Tú! ¿No dijiste que fui el verdugo de tu madre?

-Es V. mi prójimo, respondió el joven, mientras con gran fatiga descendía hasta depositar   —68→   su carga en los brazos de sus dos dependientes que aguardaban al pie de la escalera.

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-Ligero y animoso, trepó de nuevo, y con   —69→   mucha más facilidad llevó a cabo con Ángeles igual operación.

-¿Tenías aquí valores? preguntole.

-Pocos, y algunas joyas.

-¿Dónde?

-En una cajita de ébano, dentro de un mueble, en el gabinete inmediato al que acabamos de abandonar, pero no vuelvas a subir.

-Dame la llave si la tienes, repuso imperiosamente Justo.

-Está en la cerradura, pero te suplico de nuevo que no subas.

-Id andando, que ya os alcanzaré.

-Los dos dependientes, llevando al enfermo en una camilla que habían improvisado con ramas de árboles y Ángeles marchando a su lado abandonaron aquel edificio, presa de las llamas.

-Poco tardó Justo en reunirse con ellos, llevando el cofrecito bajo el brazo izquierdo... Cogió la mano de la joven enlazándola al derecho que le quedaba libre, y así caminaron a través de las tinieblas, que parecían más densas después de haberse visto alumbrados por la siniestra luz del incendio.

Algo después, encontraron un gran pelotón de gente del pueblo que llevaba cubos y cántaros con agua para apagarlo, porque en Villafeliz   —70→   no había bombas ni bomberos. Cuando consiguieron su intento, ya poco o nada pudo salvarse de ropas ni mobiliario.

He aquí como había ocurrido el desgraciado suceso: Daniel pasó la velada en la taberna y se entretuvo en ella más de lo que permitía la sobriedad por una parte y por otra los deberes de sirviente: y allí, a las once de la noche, le sorprendió la fatal noticia, uniéndose al grupo, de los que corrían a apagar el incendio.

Rita se había dormido en un rincón de la cocina, en la que ardía un buen fuego. Una astillita encendida saltó sobre un viejo banco de pino que ardió rápidamente y propagó el incendio, avivado por una corriente de aire, que entraba por la mal cerrada ventana. Cuando despertó, vio la cocina convertida en un brasero, y loca de terror obedeciendo solamente al instinto de salvación corrió a refugiarse a casa de D. Justo. Éste y sus dos dependientes habían cerrado la tienda pero nadie se había recogido. Tenía además un muchacho aprendiz; mandó a éste al instante a dar aviso a casa del alcalde y al cuartelillo de la guardia civil, él paso con sus dependientes a una casa en construcción que estaba inmediata a la suya, hicieron saltar a puntapiés la puerta del cercado, y se apoderaron   —71→   de la escalera y la piqueta; lo demás ya lo saben mis lectores.

Don Genaro y su hija fueron recibidos con amabilidad, y asistidos con esmero por la esposa de Justo, en cuya casa permanecieron durante algunos días.

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Dos años después, un nuevo ataque de apoplejía privó al primero de la vida, y la segunda realizó su propósito retirándose a un convento de religiosas de S. Bernardo, donde profesó y acabó tranquilamente su vida.





  —72→  

ArribaAbajoVelada quinta

El tiempo lluvioso impidió durante dos noches continuar las lecturas en el terrado; doña Germana, que así se llamaba la señora viuda que había contado la historia de su mayordomo, agradablemente impresionada por el recuerdo de la última velada, en que tuvieron ocasión de admirar la grandeza de alma del magnánimo Justo, deseaba reunirse de nuevo con sus antiguos vecinos, amigos a la sazón, para continuar escuchando la lectura de los cuentos, buenos en sí y leídos con corrección y despejo por el simpático Pepito. A la tercera velada la viuda y su hija pasaron a la habitación que éste con sus papás y hermanita ocupaba y les dijeron que si no tenían intención de recogerse muy temprano, pasarían el rato en su compañía.

No teníamos esa intención, contestó cortésmente el padre de Pepe y María, pero aunque la hubiésemos tenido, diferiríamos el irnos a la   —73→   cama, pudiendo disfrutar de la conversación de tan amables personas.

Y la lectura ¿se ha suspendido, o han continuado Vds. enterándose de los bonitos cuentos de su libro?

No hemos continuado, respondió la señora, porque esperábamos para ello a tener el gusto de reunirnos con Vds.

El gusto es nuestro, ¿pero en qué pensaban ustedes pasar el tiempo?

-Ya lo ve V., mi esposo lee periódicos, la niña y yo hacemos crochet, y Pepe resuelve unos problemas de aritmética que su papá le ha dictado.

-Pues nosotras no traemos labor.

-También nosotras suspenderemos la nuestra.

-Por mi parte, dijo el caballero, estoy cansado de política y prefiero esas amenas e interesantes lecturas.

-Pues si quieren Vds. que lea, añadió Pepe, dejaré mis problemas para mañana por la mañana.

-Sí sí, dijeron todos.

-Pues elegiré un cuento que no sea muy largo.

  —74→  

ArribaAbajoEl niño y el perro

En cierta gran ciudad, cuyo nombre no hace al caso, vivía en un barrio de gitanos una familia de esta raza que se dedicaba a comprar (yo no sé si alguna vez los robaba) perros pequeños que alimentaba en su casa y después revendía a buen precio, exhibiéndolos con este objeto en los sitios públicos. Por supuesto que comerciaban también los hombres en caballerías y las mujeres en géneros de algodón (que frecuentemente hacían pasar por hilo) y otras clases de tejidos.

Residía en la vecindad una mujer viuda y pobre, que tenía un sólo hijo de pocos años, muy humilde, muy buen chico, pero el pobrecito   —75→   era jorobado. Esta familia no era gitana, pero la escasez de recursos la obligaba a vivir en aquellos barrios donde las habitaciones eran más baratas que en el resto de la población.

Los vendedores de perros tenían un chiquillo de la misma edad del jorobado, y aunque el primero se burlaba de la desgracia del segundo, se apoderaba mañosamente de los céntimos que su madre le daba para comprar castañas en el invierno y fruta en el verano, él le perdonaba siempre y volvían a quedar amigos. Toñuelo se llamaba el gitanillo y el otro Juan.

Juntos asistían a la escuela y juntos se encontraban después en la calle cuando los padres y hermanos mayores del uno salían a ejercer su industria y la madre del otro iba a lavar ropa o a fregar ladrillos, (que era lo único que sabía hacer,) y dejaban cerradas las puertas de las habitaciones respectivas.

Un día, el padre de Toñuelo trajo un cachorro de Terranova que él aseguraba ser de muy buena clase y con el tiempo sería un magnífico perro. Ahora ya no podremos llevarnos la llave; dijo, cuando salgas de la escuela, la encontrarás en la próxima tienda de ultramarinos, y entrarás a cuidar del perro.

-¿Qué haré con él para cuidarle? preguntó   —76→   el chiquillo guiñando el ojo a Juanito que estaba presente.

-¿No lo sabes de otras veces? En la misma tienda te entregarán un jarrito de leche, que tu madre habrá dejado a prevención, la vacías en una cazuela y se la das a beber.

-Ah, bien, ya lo haré.

-Pero cuidado con beberte la leche o pegarle al perrito.

-No, padre, no, ¿yo había de hacer eso?

-A pesar de tan buenas palabras, al día siguiente, en cuanto salieron de la escuela los dos chicos, Toñuelo cogió la llave y el jarrito de la leche e invitó a Juanito a entrar en su casa: por primera providencia, arrimó un puntapié al cachorro, que salió a recibirle meneando la colita y andando trabajosamente, y le hizo rodar por el suelo; después vació la leche en la cazuela, y sacando del armario un mendrugo de pan, empezó a mojarlo y a tomarse la leche. Convidó a Juanito, pero éste que había aceptado la primera invitación, o sea la de entrar en la casuca de los gitanos, rechazó el convite de la leche, y dijo en tono de reproche:

-¿Así cumples la palabra que le diste a tu padre? ¡Pobre perro!

-El animalito aullaba de hambre.

  —77→  

-¿Cómo se llama el perro? preguntó Juan.

-Ha dicho mi padre que se llama Marqués.

-¡Vaya un Marqués muerto de hambre!

-Juanito empezó a acariciarle, pero no podía hacerle callar.

Toñuelo le decía: calla, tunante, que nos comprometes.

-Y para que callase mejor, le tiraba de las orejas. El animal aullaba dolorosamente.

-Juanito, movido a compasión, sacó un pedazo de pan que llevaba en el bolsillo, y se lo acercó al hocico, pero como el cachorro no tenía dientes, no podía comer. Introdújolo el niño en su boca, lo mascó, y se lo puso en la mano, el perro entonces se lo comió y repitieron la operación hasta concluir el pan, mientras el otro se zampaba la leche y decía con sorna:

-¡Qué tonto eres! Ni mis padres ni él te lo han de agradecer.

-Y el jorobadito, que tenía tan bella el alma como deforme el cuerpo, contestó:

-No importa, me gusta hacer bien aunque no me lo agradezcan.

-Marqués, entre tanto, como si quisiera dar un prentís al gitanillo, mostraba su reconocimiento lamiendo a su bienhechor las manos y la cara.

  —78→  

Diariamente se repetía esta escena, Juanito no se atrevía a delatar a su vecino, parte porque preveía que sus padres le darían una grandísima y merecida paliza, de lo cual se dolía anticipadamente, y parte por temor a la venganza; pero procuraba suavizar la suerte de la victima, ya defendiéndole de los golpes y tirones de orejas, ya guardándole pan, sopas, caldo o leche (que introducía por la noche sigilosamente en casa de los gitanos) y como éstos a las horas que estaban en casa lo cuidaban bien, llegó a convertirse en un magnífico animal que el gitano sacaba todos los días a la plaza.

Hasta los animales tienen manías, decía la gitana a la madre de Juanito. ¿No repara usted, vecina, que mi perro se encoge y pone la cola entre las piernas cuando ve a Toñuelo; y en cambio al chiquillo de V. se lo come a caricias?

-Eso consiste en que mi hijo es simpático hasta para los animales, respondió la otra satisfecha.

El perro se vendió a buen precio y Toñuelo, quedó esperando que adquiriesen otro cachorro, para satisfacer al un tiempo su golosina, bebiéndose la leche para él destinada, y sus instintos malévolos atormentándole cruelmente.

  —79→  

La madre del jorobadito enfermó y fue llevada al Hospital, donde falleció poco después; y el niño, durante su dolencia y después de su muerte no tuvo más recurso que la caridad pública, que imploraba de puerta en puerta, recogiéndose por las noches en casa de unos parientes de su difunto padre, pobres también, que lo admitían por compasión.

Cierto día pasaba por una de las calles más céntricas de la ciudad, deteniéndose a pedir limosna en las tiendas y porterías, cuando vio acercarse un caballero seguido de un hermoso perro. Reconocer el can al joven mendigo, y arrojarse sobre él con tal ímpetu que a poco más lo hace caer al suelo, fue obra de un instante. Juanito sorprendido al principio, se alegró infinito reconociendo a Marqués, el cual ladraba de gozo y con las patas delanteras apoyadas en su pecho le lamía la cara; echábase otra vez al suelo, daba vueltas alrededor del muchacho, gritando y moviendo la cola y tornaba al asalto y a las caricias.

El dueño, que se había detenido a contemplar aquella explosión de cariño y de alegría, preguntó al niño si conocía al perro. Contestó el interrogado refiriendo lo que ya saben mis lectores, y el caballero aplaudió la generosidad   —80→   del niño, a quien dio algunos céntimos y se alejó silbando y llamando al perro por su nombre, costándole no poco trabajo el lograr que le siguiese.

Pocos días después, a las tres de la tarde, hora en que Juanito aún no se había desayunado, encontró nuevamente a Marqués, pero esta vez iba solo y llevaba una olla de comida, cogida por el asa con los dientes. La dejó en el suelo y empezó a acariciar a su antiguo amigo; éste le pasó la mano por el lomo, y se dejó lamer cara y manos, después, como tenía un hambre insoportable, se permitió coger un trozo de carne de la olla y la engulló en un momento diciendo: Vaya por cuando tú no tenías que comer, y yo te daba.

El animal, como si lo entendiera, se sentó en el suelo y tardó en recoger su comida como esperando a que tomase más. Entretanto, un granuja que lo presenciaba, creyéndose sin duda con igual derecho, pasó mirando de reojo, y alargó también la mano, pero la hubo de retirar más que de prisa, porque el perro le dio tan fuerte mordisco que le obligó a alejarse dando gritos de rabia y de dolor.

Juan, después de tomar otro trocito de carne, despidió al can dándole cariñosas palmaditas   —81→   en el cuello, y él cogió su olla y se alejó meneando la cola en señal de afectuosa despedida.

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Al día siguiente, a la misma hora, el chico salió al encuentro del perro, el cual al llegar al sitio en que se habían encontrado veinticuatro   —82→   horas antes, parecía que le buscaba con la vista, alegrándose mucho con su presencia. El mendigo fue llamando a Marqués y le condujo a un callejón inmediato, donde se sentó en el suelo. El perro le puso la olla delante, como invitándole a comer, y a su vez se sentó sobre sus patas traseras, dejándole tomar cuanto quiso.

Esto se repitió muchos días, el pobre muchacho guardaba un pedazo de pan, que recogía de limosna o le daban sus parientes, y con él acompañaba la parte de comida que le dejaba tomar su paciente amigo. Tomábala en mayor o menor cantidad según la necesidad que experimentaba, pero siempre producía un hueco en la olla que hubo de llamar la atención del criado.

Es de advertir que el dueño del perro estaba abonado a una fonda, donde, mediante cierta cantidad mensual, llenaban la olla consabida con las sobras de la comida, incluso huesos y piltrafas. En las grandes poblaciones se encuentra muy extendida esta costumbre.

Dirigiose el criado a la fonda y preguntó por qué le habían cercenado su ración al pobre Marqués, el marmitón negó este aserto, asegurando que le llenaba la vasija hasta los bordes;   —83→   y el otro, resuelto a descubrir si el can se dejaba robar por el camino, le siguió de lejos. Repitiose la operación cotidiana, y el criado, al ver que el chico se preparaba a comer corrió hasta ponerse a su lado, y le dijo: ¡Ah ladrón! ¿Con que eres tú el que le quitas la comida al pobre perro?

Yo no se la quito, que él me la da. Así se la dejaría él robar sin más ni más si no fuésemos amigos, replicó el muchacho.

-Amigos, para comerte lo suyo, ¿eh?

-Primero le he dado yo de lo mío.

-¿Cuándo?

-Cuando yo tenía y él no.

-Calla, embustero, y el criado levantó la mano sobre su interlocutor. Éste no se movió, pero el can enseñó los dientes gruñendo de un modo amenazador.

-¿Verdad, Marqués, dijo Juanito, que somos antiguos amigos? ¿verdad que me quieres mucho? Y esto diciendo empezó a acariciarle.

El perro correspondió a sus halagos del modo que solía. Hoy no quiero comer nada tuyo, porque este hombre no me cree y tú no sabes hablar. Toma tu comida.

-El animal obedeció.

-Su amo de V. ya me conoce y sabe mi historia,   —84→   añadió. Y poniéndose al lado del criado echó a andar seguido del perro.

-El caballero reconoció al muchacho y recordó su historia; pero, comprendiendo que tenía derecho a la gratitud de Marqués, se opuso a que continuase partiendo con él su ración, Ofreciéndole, en cambio, veinticinco céntimos de peseta diarios, y dándole una mensualidad adelantada, para que pudiese comer carne sin cercenar la del animal.

Desde entonces se vieron diariamente los dos amigos, pero o no tomó nada el jorobado o si tomaba una friolera, le daba al perro en cambio pan, queso o embutidos de ínfima clase.

Como ya podía vivir sin mendigar todo el día, entró de aprendiz en casa de un zapatero de viejo, y cuando supo remendar y remontar el calzado, sabiendo que estaba vacante la portería de la casa en que se hallaba Marqués, pidió y obtuvo este destino.

Allí trabajaba alegremente, apreciado de amos y criados, recibiendo buenas propinas de los vecinos, a quienes prestaba cuantos servicios estaban a su alcance, y teniendo largas horas echado a sus pies a su fiel amigo.

El jorobadito, como generalmente se le llamaba, murió muy joven, y su pérdida fue muy   —85→   sentida de cuantos le conocían. Marqués, que ya era muy viejo, siguió el entierro, presenció de lejos el sepelio, aullando tristemente y cuando la tierra cubrió el ataúd, se tendió sobre la fosa, sin que se moviese de allí, hasta que, llegada la noche, los empleados le arrojaron a viva fuerza para cerrar el fúnebre recinto.





  —86→  

ArribaAbajoVelada sexta

-Hoy no tenemos lector -dijo la madre de Pepito y María, al reunirse en el terrado con sus contertulios.

-¿Cómo? ¿está enfermo Pepito? -preguntó con interés la señora.

-Nada de eso. Si así fuese no estaríamos tan tranquilos; pero está castigado por haber sido desobediente y orgulloso, y la pena que le ha impuesto su padre consiste en permanecer en casa estudiando, en tanto que los demás disfrutamos del fresco de la noche, que por cierto está deliciosa, con este cielo sereno y esta resplandeciente y clara luna.

-Si tiene el libro de cuentos, no podrá resistir a la tentación de leerlos, y en vez de estudiar se recreará con su amena lectura.

-No, que lo guardo yo en el bolsillo -repuso el padre.

-Pero ¿tan grave es el delito? -insistió la viuda.

  —87→  

-En esa edad no suele haber delitos graves -respondió el caballero- todo es inconsideración y falta de juicio.

-Es evidente; por eso extraño tanto rigor.

-Es que si no se corrigen las primeras faltas, después que el vicio ha echado raíces en el corazón es muy difícil extirparlo. El símil del roble viejo y el tierno arbolillo, por más que sea muy vulgar y muy sabido encierra una elocuente lección para los padres y maestros.

-Yo sufro cuando nos vemos precisados a castigarlos -añadió su esposa interviniendo- pero comprendo que es conveniente y hasta indispensable.

-Va V. a saber el disgusto que nos ha dado esta tarde: Hemos salido a dar un largo paseo y al regresar hemos pasado por la estación, a la que acababa de llegar el tren, y entre los viajeros recién venidos ha reconocido a un condiscípulo, hijo del portero del colegio, que asiste gratuitamente a las clases. Parece que su madre tiene necesidad de tomar baños y ha traído al chico para que le acompañe. Madre e hijo visten muy modestamente cual corresponde a su clase y como lo permiten sus escasos recursos.

Al momento que ha reconocido a mi hijo,   —88→   le ha abrazado, manifestando grande alegría de haber encontrado un condiscípulo donde menos lo esperaba, y Pepito ha correspondido con frialdad a sus muestras de cariño.

La mujer nos ha saludado afectuosamente, diciendo que si íbamos al balneario y no teníamos inconveniente en ello, vendría con nosotros. Le hemos respondido que tendríamos gusto en acompañarla y hemos ajustado nuestro paso al suyo, pues la pobre mujer no puede ir de prisa.

El chico iba delante solo, volviendo la vista atrás porque no sabía el camino, y mi esposo le ha dicho a Pepito: Ve delante con tu amigo.

Entonces, en lugar de obedecer, ha hecho un gesto de disgusto, y se ha colocado a mi lado, pues la niña daba la mano a su papá.

Yo con la mirada y el ademán, para que no se apercibiese la mujer, he reiterado la orden de su padre, pero me ha contestado con un mohín y no se ha movido.

Al llegar a casa le he preguntado:

-¿Es muy malo ese niño?

-No, señora, es un buen muchacho -ha respondido.

-Pues ¿por qué no has querido ir con él?

-Porque me he dado vergüenza. ¿No ve V.   —89→   que va tan mal vestido? ¡Qué hubieran dicho los que nos conocen!

-Su padre le ha reprendido y le hemos castigado del modo que he indicado al principio.

-Pues bien, perdónenle Vdes. parte de la pena. ¿Qué hará allí en el cuarto con tanto calor? -dijo la viuda.- Que venga pero que no lea.

Emilio, que así se llamaba el hijo, unió sus ruegos a los de la señora, añadiendo:

-sí, sí, ya iré yo a buscarle, hablaremos de cualquier cosa, y se le castigará con no leer sus queridos cuentos. ¿Lo permite V. don Ignacio? porque su señora bien comprendo que no se opondrá.

Los esposos dieron su asentimiento, y la viuda prometió contar un suceso que tenía bastante analogía con la falta cometida por Pepito, y cuyo recuerdo sería más eficaz y provechoso que la encerrona.

Al llegar el niño con su intercesor, la madre del último habló en estos términos:

-Ya sabemos que esta noche no hay lectura, no quiero preguntar por qué, pero como el hablar de que el día ha sido caluroso y la noche está serena, y de que la Marquesa llevaba esta tarde un traje muy elegante, llegaría a   —90→   causarnos, voy a permitirme referir algunos acaecimientos, que no por ser antiguos carecen de oportunidad; y porque Pepito desea que yo ponga título a mis cuentos, como lo tienen los del libro, llamaremos al de esta noche El salto del castigo.

  —91→  

ArribaAbajoEl salto del castigo

El Barón de la Estrella era hijo único, mimado de sus padres, adulado de los criados y dependientes, y tan orgulloso de su título y fortuna, que era imposible tratarle sin reírse de su fatuidad o irritarse contra su desmedida soberbia.

Tenía el tal joven una nodriza a quien amaba un poco a su manera, y que a su vez experimentaba por él un cariño profundo, mezcla de respeto, que era lo que el orgulloso noble quería inspirar a los demás.

El Barón, que había perdido ya a sus padres y era dueño de su fortuna, recibía alguna vez en su opulenta casa de la ciudad a la que le   —92→   había alimentado con su sangre; no le tendía la mano, contestaba con una desdeñosa sonrisa a sus cariñosas y apasionadas frases, y le permitía comer con los criados. Esto bastaba a la tierna abnegación de la pobre viuda.

Alguna vez el Baroncito mandaba a su mayordomo que entregase algunas monedas a la nodriza.

Un día Ramón, hijo de la viuda, fue a llevar la noticia a su hermano de leche de que aquélla estaba enferma de gravedad: el noble, sin recibirle, contestó por conducto de un criado que ya iría a verla cuando pudiese.

Dos días después montó a caballo y se dirigió a la choza en que su nodriza habitaba: cerca de la puerta, sentado al pie de un árbol se encontraba Ramón, que se levantó regocijado.

-Gracias a Dios, señor Barón. ¡Cuánto deseaba mi madre ver a V. S.! -exclamó- y en su efusión tendió la mano al noble, que le dijo rechazándole con ademán de indescriptible orgullo.

-¡Quita, necio! ¿te atreverías a tocarme?

-Dispense V. S., -replicó el labriego- devorando aquel ultraje y tomando la brida del caballo que su hermano de leche le arrojaba,   —93→   mientras él entraba a visitar a la nodriza, admirándose a sí mismo por aquella acción tan humilde.

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La mujer le tendió los brazos, él hizo como que no lo veía y le dijo algunas palabras de consuelo, retirándose poco después.

Al día siguiente falleció la viuda; el Barón   —94→   mandó algún dinero para su entierro, y Ramón se lo devolvió diciendo que los pobres no necesitan oro para sus honras fúnebres, pues les basta que sean modestas si van acompañadas; de las oraciones de sus hijos.

Algún tiempo después el de la Estrella salió a dar un largo paseo y se extravió en una vasta llanura; corría por ella un riachuelo, el joven sabía que tenía puente, pero no le encontraba; así se determinó a vadear el río con su caballo, porque la noche avanzaba y temía que le sorprendiese en aquella soledad.

Entró, pues; pero con gran sorpresa vio que tenía mucha profundidad y tan violenta corriente que jinete y caballo fueron arrastrados por ella. El Barón gritaba desesperado pidiendo socorro, cuando acertó a pasar Ramón por la solitaria orilla.

El labriego comprendió que, arrojándose al río, que en aquel lugar precipitaba su corriente para llegar al salto que movía la rueda de un molino, era casi imposible salvar al noble al paso que su propia vida corría peligro; no quiso, pues, exponerla por quien tan poco lo merecía, pero vengativo y mal educado, tuvo la crueldad de recordarle su falta en aquel supremo instante.

  —95→  

-¡Ah! ¿es V. S., señor Barón? lo siento, pero no me atrevo a tocarle.

-Ramón, ¡perdóname!

-Señor Barón, aguarde V. S., voy a buscar un noble que sea digno de tocar su cuerpo; y se alejó.

El Barón pidió en vano misericordia.

Al llegar a la espumosa cascada alzó los brazos al cielo exclamando:

-¡Maldita sea mi soberbia!...

Más de cien años han pasado, y todavía las madres que quieren preservar a sus hijos del orgullo les cuentan el trágico suceso, a la vista de la bramadora corriente, que ha recibido el nombre de Salto del castigo.

Todos aplaudieron a la narradora por su buena memoria y por la concisión y exactitud con que había referido el suceso, la madre de Pepito dijo además que la lección no podía ser más oportuna; y dirigía la vista a su hijo, que con los ojos bajos, triste y confuso guardaba profundo silencio.

-¡Pobre Barón!-dijo María suspirando.

-La terrible desgracia que experimentó la tenía bien merecida -observó su padre- sin   —96→   embargo, hija mía, haces bien en compadecerle; pero quien no tiene disculpa, quien obró de un modo execrable, fue el vengativo Ramón. Si hubiese olvidado su injuria, si le hubiera salvado, tal vez su hermano de leche con este buen ejemplo y con la experiencia que entrando en años habría adquirido, hubiera llegado a corregirse de su indómito orgullo.





  —97→  

ArribaAbajoVelada séptima

El día se había pasado tranquila y alegremente; el paseo de la tarde, después del baño, se había prolongado un poco más de lo que tenían por costumbre nuestros amigos; cenaron, pues, más tarde y al salir al terrado encontraron ya en él a sus contertulios.

-Ya empezábamos a sospechar que no vendrían Vdes. -dijo Emilio- y que no tendríamos lectura.

-Mientras haya narradoras tan amables y elocuentes como la mamá - respondió la madre de Pepito- y sucesos tan interesantes para referir como el que ella escogió anoche, poco perderíamos en no leer.

-Sin embargo, que lea Pepito, que parece está contento esta noche, -contestó la aludida.

-Estoy contento porque papá me ha dicho que he sido bueno, -respondió el niño.- He visto de lejos al hijo del portero, le he llamado, al llegar le he estrechado la mano y le he invitado a jugar conmigo, aunque no ha querido   —98→   aceptar porque dice que ha de acompañar a su madre; he partido con él mi merienda y se ha marchado satisfecho.

No quiero parecerme al Baroncito de la Estrella, no por cierto.

-Ea, pues, aquí tienes el libro -dijo el padre alargándoselo- escoge un cuento cortito, porque es un poco tarde.

  —99→  

ArribaAbajoPaquita la perezosa

Paquita era una niña de buen corazón y bastante bien educada, pero dotada de un temperamento linfático, y tan dominada por la pereza, que muchas veces se dejaba vencer por ella aún a riesgo de desagradar a sus padres, a quienes, por otra parte, amaba tiernamente.

El levantarse de la cama, el vestirse para ir al colegio, el estudiar sus lecciones, todo eran cosas que se le habían de mandar una y otra vez para que al fin las ejecutase.

Sentada en un rincón, jugando con su muñeca, se le pasaban las horas sin sentir, y   —100→   cuando su mamá le recordaba que debía estudiar sus lecciones o resolver sus problemas de aritmética, respondía perezosamente.

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-Ya lo haré más tarde.

Llegaba la noche y los ojos de Paquita se cerraban a pesar suyo, apoyaba el bracito en   —101→   la mesa y la cabeza sobre él, sin que fuera posible, humanamente, hacerle abandonar aquella postura.

-¿Ves como no has estudiado? -le decían sus padres.

Ya estudiaré mañana -contestaba con soñolienta voz la perezosa.

Al día siguiente, empero, se despertaba a la hora precisa de ir al colegio, no sabía la lección y recibía reprensiones y castigos.

Eran los padres de nuestra amiga labradores acomodados de un pueblecito poco distante de Zaragoza, y como no tenían criadas, sucedía muchas veces que varias cosas quedaban sin hacer por no poder ejecutarlas la madre por sí misma.

Al llegar la niña de paseo se quitaba el vestido y le colgaba sin limpiarle, sin ver si le había saltado un corchete o se había descosido alguna costura; su madre limpiaba el suyo y le mandaba que la imitase, pero ella daba su acostumbrada respuesta:

-Ya lo haré mañana.

Sucedía, no obstante, muchas veces que al día siguiente no se acordaba o no podía hacerse superior a su pereza, llegando el momento   —102→   de volverse a poner su traje encontrándolo roto, sucio o descosido.

Tenía la niña un precioso canario, al que quería tanto, que llegaba alguna vez su pasión por él a hacerle abandonar sus juegos, vencer su pereza y ponerle alpiste, agua clara y hasta limpiarle la jaula.

Una noche el pajarito revoloteaba inquieto en lugar de dormir sobre su caña, y la madre preguntó a la niña, que dormitaba como de costumbre:

-¿Cuánto tiempo hace que no has arreglado el pajarito? Porque yo he estado muy ocupada estos días y no he cuidado de él.

-No sé, tres o cuatro días.

-¿Pues por qué no le arreglas en seguida?

-¡Ya lo haré mañana! De noche tampoco comería.

Al día siguiente el lindo canario estaba muerto. Paquita lloró, pero no aprendió a vencer su desidia.

Tenían en un huerto, dentro de la casa, una parra joven, que había producido pocas uvas, pero de excelente calidad, cual no la había en todo el pueblo, y habían resuelto dejarlas sazonar en la planta y guardarlas después colgadas para el invierno.

  —103→  

Una tarde, dijo su padre a la joven perezosa.

-Las uvas ya pueden cogerse.

La niña consultó con su madre la conveniencia de aplazarlo para el siguiente día.

Eacute;sta fue de parecer de que se cumpliese sin demora la orden del jefe de la familia, pero añadió que no podía ayudar a su hija en esta operación porque se hallaba indispuesta.

-¡Pues bien, ya lo haremos mañana! -contestó resueltamente la niña.

Aquella noche una densa nube descargó en agua y piedra sobre el pueblo, y las excelentes uvas quedaron unas tronchadas, enteramente inservibles, otras mojadas, próximas a podrirse, todas inútiles para el objeto que se las destinaba.

El padre reprendió severamente a la perezosa, pero otra durísima lección le reservaba la Providencia.

Algunos meses después, fue a la capital a pasar una temporada con ciertos parientes, que querían mucho a la familia, y cuando estaba más a gusto entregada a una vida de descanso y de diversiones, recibió carta de su padre en que le participaba que su madre se hallaba enferma de alguna gravedad y deseaba verla.

El laconismo de la carta hizo comprender al   —104→   pariente en cuya casa se hallaba Paquita que la cosa era más seria de lo que el esposo de la enferma dejaba comprender, y le dijo:

-Aún faltan dos horas para la salida del tren; si quieres marchar hoy mismo, yo te acompañaré.

-¿Para qué tanta precipitación? Ya marcharemos mañana -replicó Paquita.

No insistieron los de la casa, temerosos de que ella creyera que deseaban su partida, y salieron veinticuatro horas más tarde de lo que debieran y pudieran haberlo efectuado.

Cuando Paquita entró en la casa paterna, hacía pocas horas que su madre había expirado, sin bendecirla, sin darle el postrer adiós, tal vez maldiciendo su abominable pereza...

Desde entonces, si bien no se distinguió por su actividad, la joven recordó con dolor y remordimiento este suceso, y lo que podía hacer hoy procuraba no dejarlo para mañana.

Un suceso que podía haber tenido terribles consecuencias acabó de borrar en ella los últimos vestigios de la pereza.

Paquita contrajo matrimonio con un rico propietario y el cielo la hizo madre de un precioso niño. Rafael se llamaba y era un verdadero arcángel por lo bello, robusto, dócil y   —105→   cariñoso; únicamente causaba disgusto a sus padres porque sus continuas travesuras le ponían con frecuencia en peligro.

La madre le amaba con ternura, pero el padre sentía por él una verdadera idolatría, diciendo repetidas veces a su esposa:

-Paquita, no pierdas de vista al niño, mira que es muy travieso. No lo entregues ni por un momento a las criadas, que nunca pueden tener el interés que nosotros, ve a paseo, a casa de tus amigas donde quieras, pero que te acompañe siempre la criada con Rafaelito.

-Tampoco podré coser ni bordar, decía ella riendo.

-No, porque he reparado que emprendes la labor con demasiada afición y tienes pereza de dejarla. Da toda la ropa a la modista o a la costurera, y en cuanto a esos bordados que te retienen delante del bastidor horas enteras, déjalos estar; primero es el niño.

Era cierto lo que decía el marido. Paquita estaba bordando una preciosa alfombra de tapicería, y como para esta labor no se necesita discurrir mucho ni desplegar gran actividad, Paquita le había tomado extraordinaria afición, y pasaba hora tras llora encariñada con su   —106→   bordado; sin vestir, sin peinar y sintiendo tener que dejarlo para comer.

-A la sazón tenía Rafael tres años.

La casa era grande, con jardín, en medio del cual había una balsa, que por tener la barandilla de poca elevación era la pesadilla del amo de casa.

-Señora, ¿saldremos esta tarde V., el niño y yo? -preguntaba la criada.

-No, quiero bordar un rato con tranquilidad, contestó la interrogada.

-El niño tiene ganas de ir a paseo.

-Quien las tiene es V., ya iremos otro día. Entretenga V. a Rafael en el jardín pero cuidado con la balsa.

El jardín tenía bastante extensión, y la muchacha por evitar el peligro se fue todo lo lejos que pudo de la terrible y amenazadora balsa, tomando su labor de croxet, en la que, por ser poco práctica, ponía como suele decirse los cinco sentidos. El chiquitín correteaba alrededor de ella.

Haría cosa de una hora que Paquita bordaba, cuando de pronto le ocurrió esta idea tan propia de una madre:

Hace rato que mi hijo no ha venido a darme un beso, ni a dirigirme preguntas, ni a inquietarme.   —107→   ¿Qué estará haciendo? ¡Alguna diablura! En acabando este clavel, continuó diciendo en su interior, voy a buscarlos, porque Rosa tampoco se ve ni se oye.

A pesar de su propósito, antes de concluir la flor, una inquietud desusada e impropia de su carácter flemático, se apoderó de ella, y empezó a llamar al niño y a la muchacha.

Eacute;sta contestó.

-¿Dónde está el niño?

-No lo sé, señora, ahora mismo estaba aquí, pensaba que había ido con V.

Al concluir estas palabras ya la señora había salido gritando:

-¿Cómo que no lo sabe V.?...

Y enloquecida de terror, voló más bien que corrió al jardín.

Rafael había caído de cabeza en la balsa y sin poder gritar se revolvía dentro del agua.

Sacáronle inmediatamente, y como hacía pocos segundos que había caído, y se llamó inmediatamente un médico que le prestó los auxilios necesarios, el accidente no tuvo fatales consecuencias.

Cuando el padre del niño llegó a su casa, increpó duramente a su esposa y despidió a la criada.

  —108→  

-Un ángel me avisó sin duda, pensaba Paquita, si yo aguardo a concluir la flor que bordaba, mi hijo muere ahogado.

Este suceso acabó de corregirla, y desde entonces, cuando cree necesario hacer alguna cosa no la deja para el día siguiente ni la demora un solo instante.

-¿Cuándo concluye V. la alfombra? le preguntaba una amiga.

-Cuando mi hijo no necesite mi constante vigilancia.





  —109→  

ArribaAbajoVelada octava

Reunidos D. Ignacio y su familia con sus amigos y otros bañistas, se habló de varios asuntos hasta muy entrada la noche. Retiráronse por fin los demás, excepto, un señor abuelo de una hermosa niña que había simpatizado con María, y solía acompañarse con ella, el cual manifestó que tenía noticia de la costumbre establecida por aquéllos de amenizar la velada con la lectura de algún cuento o historia, rogando no se interrumpiese por él, pues de suceder así se retiraría.

-Es que molestaremos a Vds., contestó Pepito con despejo.

Al contrario, a mi Conchita le gustan en extremo los cuentos.

-Pero V...

-Yo, estoy muy a gusto cuando me encuentro entre niños, mayormente si los veo contentos.

-Entonces me permitiré leer un rato.

  —110→  

ArribaAbajoEl buen empleo

La bella Carlota era una jovencita de buen corazón y claro talento, pero tenía la desgracia de no abrigar en su alma el sentimiento religioso. No había conocido a su madre, había salido del colegio en edad temprana; y su padre, que era un desgraciado filósofo materialista, hablaba en su presencia de las creencias religiosas de los demás con irónico desprecio.

La sociedad que cultivaban no era la más a propósito para inspirarle la piedad y la devoción de que carecía, pues alternaba con jóvenes frívolas que no tenían otra idea que la de lucir y divertirse, ni otra deidad que la moda, ni más culto que el de su propia belleza.

  —111→  

Carlota iba a misa como a paseo o al teatro, porque iban las demás; pero sin devoción, sin piedad, sin sentimiento. Por lo demás estaba medianamente instruida en las ciencias humanas, hablaba tres idiomas, cantaba con buena voz y pintaba regularmente.

Contrajo íntima amistad con una viuda joven que también cultivaba las bellas artes, y ésta le enseñó sus cuadros, que eran todos de asuntos religiosos.

Carlota vio una Dolorosa de Gabriela y se quedó pensativa porque veía que en sus cuadros faltaba algo, y aunque no era envidiosa sentía la emulación del artista. Su amiga le permitió copiarla, lo hizo con corrección y elegancia, con bellísimo colorido, con acierto en la combinación de la luz y las sombras; pero no quedó satisfecha.

-Mis cuadros no valen lo que los tuyos, dijo con despecho.

-Y sin embargo, repuso la viuda, la cara de tu Virgen es más hermosa que la de la mía.

-Pero dime la verdad, amiga mía, ¿no es cierto que a la mía le falta alguna cosa?

-Lo que le falta a la rosa de tu sombrero, comparada con la que se mece en ese rosal, que sin embargo no es tan bonita.

  —112→  

-¡Luego le falta vida y perfume! dijo Carlota con tristeza.

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-Cuándo has pintado esa Virgen, ¿pensabas en su imponderable amargura, en su inmenso amor a los pecadores, y en la sublime misión   —113→   que desempeñó sobre la tierra? Cuando pintabas el Cristo, ¿estabas conmovida al recordar que aquel varón de dolores era Dios?

Carlota se sonrió.

Mientras no desaparezca de tus labios esa escéptica sonrisa, no pintarás con sentimiento, porque nadie puede dar lo que no tiene, y a tus cuadros les falta el perfume de la ternura, de que carece tu alma.

-Dichosa tú, Gabriela.

-Sí, dichosa en medio de las amarguras de la vida, porque no voy por la errada senda que a ti te conduce al abismo de la impiedad.

-Pues dirígeme, enséñame.

-Sí, lo haré, te serviré de madre, y aprenderás a llorar, a rezar y a sentir; entonces seréis tú y tus obras la rosa del jardín, llena de vida y de perfume.

En efecto, la viuda cumplió su palabra.

¡Con cuánto entusiasmo, con cuánta ternura se consagró a desterrar de aquel alma virgen las ideas; materialistas en que se había educado, y los errores en que había crecido!

¡Con cuanto placer observó que los sentimientos de su amiga se suavizaban y embellecían a impulsos del nuevo giro de sus pensamientos!

  —114→  

El padre de Carlota, a pesar de su avanzada edad, vivía entregado a los vicios; era jugador incorregible, gustaba también de los convites y francachelas, que celebraba con los amigos, y se cuidaba muy poco de sí Carlota estaba sola o mal acompañada, que es cien veces peor.

La nueva amiga había conquistado de tal suerte a su educanda, que ésta iba abandonando poco a poco sus antiguas relaciones.

-¿Por qué no vienes a casa? -le decían una tarde dos jóvenes casquivanas, que tenían una madre aún más frívola que ellas.

-Estos días estoy muy ocupada.

-¿Qué, te haces tú los trajes?

-No por cierto.

-Pues no comprendo en qué puedes estar ocupada.

-Ya sabes que soy aficionada a la pintura.

-Sí, en el colegio recuerdo que hacíamos pequeños cuadros a la aguada.

-Pues bien, después alcé más el vuelo, tomé un maestro y me he dedicado a pintar al óleo. Yo sola copié una Virgen de los Dolores.

-Sí, ya nos la enseñaste -dijo la menor de las hermanas- era muy bonita aquella Virgen, pero tenía una cara que parecía una chiquilla que llora porque le han dado unos azotitos.

  —115→  

Carlota se sonrojó. Era la misma observación de la viuda, pero hecha en tono zumbón.

-Tú tampoco pintarías bien una Dolorosa, -respondió -porque no hemos sufrido y no sabemos sentir.

-Ni ganas. Pero sepamos ¿qué haces ahora?

-Copió una Purísima.

-¿Con culebra y todo?

-Con culebra y todo.

-¡Qué cosa tan vista!

-Pero es un pensamiento delicado. ¡Si yo supiera espiritualizarla!

-Vamos, chica, te vuelves muy mística.

-Lo que se vuelve es muy tonta -dijo la madre, interviniendo con tono de autoridad.

-¡Vaya, vaya, nosotras que nos pensábamos que estabas enferma, y te estás ahí pintando monadas -añadió la otra hermana.

Semejantes conversaciones sostuvo con otras de las que hasta entonces había tenido por amigas, y comparando su carácter con el de Gabriela, crecía más su estimación por esta última.

Carlota concluyó su cuadro, y Gabriela lo examinó -detenidamente, como también algunos artistas y aficionados, conviniendo todos   —116→   en que valía más que la Dolorosa, pero que dejaba bastante que desear.

-¿Por qué no pintas un cuadrito de menos pretensiones? -Le dijo su amiga.

Entonces, sin modelo, trazó un cuadro de asunto sencillo, que representaba una merienda en el campo. Era de una naturalidad encantadora; una madre sentada en un ribazo amamantaba a su hijo menor, mientras, los demás alegres y sonrientes daban cuenta de su ración; el cielo, dorado por el sol poniente, era magnífico, y la atmósfera que rodeaba a los personajes diáfana y sutil.

Aquel cuadro mereció el aplauso de los inteligentes; mas pronto la novel artista tuvo que suspender sus agradables tareas, al mismo tiempo que el autor de sus días daba también de mano a sus convites y diversiones. Ambos efectos obedecían a una misma causa: el viejo calavera había sufrido enormes pérdidas en el juego, lo cual le afectó dolorosamente, y como quiera que su naturaleza se hallaba gastada por su mala conducta, contrajo una enfermedad que los médicos declararon mortal, atendidas las antedichas circunstancias y la avanzada edad del paciente.

Carlota se instaló a la cabecera del lecho del   —117→   enfermo, y prodigole como buena hija todos los cuidados que la gravedad de su estado requería. Gabriela la ayudó constantemente y en cuanto a los compañeros de fonda y de café del padre, y las amigas que habían acompañado a la hija al paseo y al teatro, se limitaron a enviar un recado o a dejar su nombre en la lista que estaba sobre la mesita del recibidor.

La enfermedad no fue larga, y al fallecer el mal aconsejado anciano quedó la huérfana sin recursos, pero encontró en Gabriela una amiga cariñosa, mejor dicho, una tierna hermana, que le suplicó se trasladase a su domicilio, esforzándose en demostrarle que no había en ello ningún género de sacrificio de parte de la viuda, antes bien sería para ella una dicha, (ya que había renunciado a contraer segundas nupcias, y que no tenía parientes cercanos) el hallarse en compañía de una persona tan amable y tan querida, y a quien había inspirado sentimientos semejantes a los suyos.

Los días de las dos amigas se deslizaban tranquilos y felices, recibían visitas un día a la semana, salían poco de casa y empleaban el tiempo en lecturas útiles y agradables, en las labores propias de señoras, y muy principalmente en la pintura, su arte favorito.

  —118→  

Gabriela daba la última mano a un cuadro de la Anunciación, mientras Carlota había empezado otro, al paso que místico, tierno y risueño. Era el interior de la casa de Nazaret, pero tan original, tan bello en el conjunto y los detalles, que su amiga le aconsejaba que en cuanto estuviese terminado lo llevase a una exposición que debía celebrarse en París, algunos meses más tarde.

¡Mas ay! ¡que la felicidad humana es transitoria, y pronto las negras nubes del infortunio vienen a ennegrecer el sereno horizonte del que disfruta un corto plazo de relativo bienestar! Un fuerte constipado al que no se concedió importancia al principio, retuvo a Gabriela en el lecho, y a pesar de las instancias de su amiga, no llamó al médico hasta que se convenció de que los remedios domésticos no eran bastante eficaces para combatir el mal. Desgraciadamente ya era tarde, pues había degenerado en una afección pulmonar, que con el tiempo produjo la tisis, y era tristísimo oír a las dos fieles amigas, la una, convencida de su próximo fin, deplorando la soledad en que quedaba su compañera; la otra animándola y queriendo persuadirla de que su estado no era tan grave como suponía.

  —119→  

En cierta ocasión dijo la enferma a Carlota: Ni siquiera tendré el consuelo de dejarte lo que yo poseo...

Su interlocutora le tapó la boca con la mano y no la dejó continuar, iniciando una conversación diferente.

Era cierto lo que Gabriela decía: había estado casada con un propietario que poseía varias casas en la ciudad, entre ellas la que la viuda ocupaba, y algunas fincas urbanas; pero todo debía pasar a un sobrino carnal cuando ésta falleciese. Un apoderado, instituido por el difunto, lo administraba todo, entregando a la viuda el usufructo, que constituía una regular renta vitalicia.

En la primavera, salieron al campo y la enferma se reanimó algún tanto, pasó el verano, y los primeros vientos del otoño que hicieron desprenderse de los árboles las hojas amarillas, arrebataron también aquella preciosa existencia.

Cuando con resignación cristiana recibió los últimos sacramentos, se avisó a los parientes, vinieron algunos y entre ellos el heredero que era un gallardo joven, el cual concluido el funeral dijo a Carlota (que ya estaba enterada del testamento y próxima a abandonar la casa)   —120→   que había un medio de que continuase en aquella mansión y fuese dueña absoluta de ella, que consistía en unirse con él en matrimonio; a lo que contestó la joven cortésmente, que agradecía el honor que le dispensaba, pero que no tenía inclinación a tal estado, y mucho menos a enlazarse con una persona a quien hasta entonces no había tratado, y que estaba segura obedecía solamente al hacer tal proposición, a un impulso de generosidad.

Instada para que aceptase algún recuerdo de su amiga, quiso admitir tan sólo dos cuadros: uno de ellos el de la Dolorosa, que ella decía era el origen de su conversión, y algunas joyas de poco valor.

Sola y sin recursos, determinó vender sus cuadros, y para probar fortuna se valió de un amigo de los pocos que le quedaban, y llevó a una tienda donde concurrían los aficionados a las bellas artes, su cuadro «Interior de la casa de Nazaret» que había concluido al principio de la enfermedad de su amiga. Allí lo presentó como de autor anónimo, y añadió que estaba en venta; fue muy elogiado y se vendió a un precio mayor de lo que ella esperaba.

Entre tanto, había mandado a París «La merienda en el campo» y obtuvo un premio, de   —121→   manera que animada por un éxito tan feliz, tomó a su lado una viuda de edad avanzada, más como compañera que como sirvienta, y con ella se trasladó a Roma, patria de los artistas, donde pudo admirar buenos modelos.

Allí, sin familia y sin obligaciones, Se consagra únicamente al arte, viviendo del producto de sus cuadros.

En cuanto a los de su malograda amiga, no se ha desprendido de ellos ni se desprenderá jamás. Los contempla diariamente con lágrimas en los ojos, y ha dispuesto que, después de su muerte, se restituyan a la familia de la autora.

El nuevo contertulio quedó sumamente complacido y aplaudió al tierno lector por la gracia y naturalidad con que había interpretado la bonita historia de Carlota, retirándose todos con deseo de reanudar tan agradable y útil entretenimiento.





  —122→  

ArribaAbajoVelada novena

-¿Estorbamos mi Conchita y yo esta noche, o podemos quedarnos a oír leer?

-Las personas tan corteses como V. no estorban nunca en ninguna parte, y las niñas buenas como Conchita tampoco, don Antonio.

Con este corto diálogo, comenzó la velada; la niña se sentó junto a María, y después de cambiarse algunas caricias entre los pequeños, y breves frases de atención entre los mayores, empezó la lectura de la siguiente manera:

  —123→  

ArribaAbajoLa justicia de la tierra

Si los que habitaban en nuestro país un siglo, atrás pudieran salir de sus sepulcros, sin duda quedarían altamente sorprendidos al ver las conquistas de la civilización, los descubrimientos de las ciencias y los progresos de las artes y la industria.

La cuestión tan debatida de si la humanidad se va pervirtiendo de día en día, como aseguran algunos; o si se van por el contrario suavizando las costumbres; y los individuos y las colectividades caminan (aunque lentamente) hacia su perfeccionamiento, como pretenden otros; no la hemos de dilucidar en este pequeño libro, ni les interesa gran cosa a nuestros jóvenes   —124→   lectores; pero en lo que no cabe ningún género de duda es en que en el siglo pasado, nuestra nación era refractaria a todo progreso, a toda mejora material, en términos que en el reinado de Carlos III las calles de todas las poblaciones de España, incluso las de la Corte misma, carecían de alumbrado, y al intentar disipar su obscuridad con algunos faroles alimentados con aceite, el pueblo de Madrid se amotinó contra Esquilache, primer ministro a la sazón y autor de tal idea, y a palos y pedradas rompió los faroles, pidiendo a voces la destitución del ministro.

Pocos años antes de esta tentativa, y debido a la obscuridad con la que tan a gusto se hallaban los madrileños, ocurrió el lamentable suceso que vamos a referir.

Mariano Montes se llamaba el protagonista, y era un pobre albañil; pero tan bueno, tan honrado, tan caritativo... ¡Pobre Mariano!

Habitaba en compañía de su madre, una buhardilla en los barrios bajos, y ambos eran apreciados del vecindario, a pesar del poco tiempo que llevaban de permanencia, entre ellos, pues hacía apenas dos meses que se hallaban allí establecidos.

Sería la media noche, cuando el vecino del   —125→   cuarto inmediato sufrió un grave accidente, y llamaron a su puerta pidiendo auxilio. Madre e hijo, que ya se habían entregado al descanso, se vistieron apresuradamente y trasladáronse a la casa vecina.

La mujer y los pequeños hijos del paciente lloraban, pero no acertaba la primera a tomar ninguna resolución.

-¿Saben Vdes. el domicilio de algún médico? -preguntó Mariano.

-Sí por cierto -respondió la mujer- y le indicó la residencia, no muy lejana, de uno que alguna vez los había visitado.

-Pues bien, yo iré a buscarle, y V., madre, le hará entre tanto alguna de aquellas medicinas domésticas que V. sabe. -Y salió ligero, deseoso de proporcionar algún alivio al que sufría.

Avanzó por la desierta calle, que era larga y estrecha. No había salido la luna todavía; y así, aunque la noche estaba serena, reinaba la obscuridad en torno del joven; millares de puntos luminosos se divisaban en el cielo, en la tierra, uno solo y lejano: un farolillo que la piedad de los fieles encendía todas las noches, delante de una capillita que contenía una imagen de San Roque.

De pronto, interrumpió el silencio un gemido   —126→   prolongado, el ruido sordo de un cuerpo que cae al suelo, y los pasos precipitados de alguno que se aleja. A esto sigue el estertor de la acronía, y Mariano, en vez de alejarse como hubiera hecho alguno más precavido o menos valiente, corre hasta el lugar en que se percibe aquel siniestro rumor, y tropieza con un bulto atravesado en el arroyo.

Tampoco existían entonces las cerillas fosfóricas, pero el albañil llevaba consigo eslabón y piedra de chispa, que así llamaban a un trocito de pedernal cortado al efecto, formando pequeñas aristas; sacó lumbre, encendió una pajuela que también tenía en el bolsillo, y vio con horror un caballero joven y bien vestido, con faz cadavérica y un puñal clavado en el corazón.

El compasivo Mariano dejó la pajuela en el suelo, puso una rodilla en tierra, y asiendo por el puño el arma homicida trató de extraerla, pero estaba profundamente clavada, cogiola con ambas manos, hizo un esfuerzo...

-¡Ave María Purísima! Las doce y media... -cantaba el sereno que entraba en la calle a la sazón- pero se interrumpió al ver la débil luz que brillaba en el suelo y descubrir vagamente el informe grupo. En aquel momento   —127→   Mariano arrancaba el puñal, la víctima arrojaba un suspiro y expiraba.

Sintiose fuertemente cogido el compasivo joven por el brazo derecho, cuando todavía empuñaba el arma ensangrentada, que acababa de extraer de la herida. Volviose y reconoció al sereno.

-Yo quería salvarle -dijo tranquilamente- pero creo que hemos llegado tarde.

-¿Querías salvarle, eh? -repuso el sereno apoderándose del puñal, que el otro entregó sin resistencia.

Pidió socorro, acudió una patrulla y el infeliz se vio rodeado de gente armada, sin darse cuenta de lo que pasaba; algunas puertas se abrieron y en breve se formó un grupo bastante numeroso. Algunos llevaban faroles y Mariano pudo observar que todas las miradas se fijaban en sus manos y en su pantalón. Sólo entonces observó con horror que tenía manchas de sangre.

Intentó huir, pero los mismos vecinos le cerraron el paso. Creyose entonces presa de una atormentadora pesadilla, y empezó a exclamar:

-Señores, soy inocente. ¿Se sospecha de mí por ventura? He visto un herido a quien no conozco, y he tratado de prestarle auxilio.

  —128→  

-Con la punta del puñal -dijo el sereno con sorna.

Se había ido a buscar un alguacil que ató codo con codo al presunto reo, y escoltado por la patrulla fue llevado a la cárcel, mientras el sereno y los curiosos rodeaban el cadáver, esperando que llegase el Juez a quien también se había avisado.

El vecino enfermo no tuvo asistencia facultativa hasta muy entrado el día, y la madre del caritativo joven esperó con mortal inquietud la vuelta de su hijo, inquietud que se aumentó con la noticia que empezó a circular por el barrio, mayormente cuando las señas del supuesto asesino, que corrían de boca en boca, coincidían perfectamente con las del hijo que buscaba. No sospechó la pobre mujer que su Mariano fuese capaz de cometer un crimen, pero su instinto de madre le decía que había sido victima de una equivocación.

Corrió a la cárcel, pidió permiso para ver al preso, y le dijeron que estaba incomunicado.

Se tomó declaración al presunto reo, que estaba más muerto que vivo, nada ocultó; y al presentarle el cuerpo del delito manifestó que le parecía era la misma arma que él había extraído del pecho del moribundo, creyendo mitigar sus sufrimientos.

  —129→  

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Por fatal coincidencia el puñal tenía grabadas en la hoja dos emes, esto es, las iniciales del nombre y apellido del desgraciado preso, de manera que todo inducía a creer que por robar al caballero, en cuyo cadáver se hallaron alhajas y dinero, le había asestado una   —130→   puñalada con un arma de su pertenencia, y se preparaba a repetir el golpe cuando fue sorprendido.

Al levantarse la incomunicación, le visitó su madre y los vecinos; pero quien le prestó mayores consuelos, en aquella triste situación, fue el confesor de su madre, que era un sacerdote joven, simpático, de acrisolada virtud y caritativos sentimientos, el cual le hablaba siempre de Dios y le exhortaba a poner su esperanza en el cielo. Prometiole también hacer cuanto humanamente pudiese por suavizar el castigo ya que no fuese posible evitarlo.

En efecto, el fiscal pidió la pena de muerte (que entonces se aplicaba con más frecuencia y menos escrúpulo que en el día) pero el abogado defensor, asesorado del buen sacerdote, supo sacar gran partido de las circunstancias de no haber visto nadie descargar el golpe mortal y de haberse hallado la pajuela ardiendo en el suelo, siendo así que ninguno sino él podía haberla encendido, y que no se busca luz para cometer un crimen. Era joven también, deseoso de fama y dotado de nobles sentimientos, de modo que puso empeño especial en librar de la pena capital a su patrocinado, a quien defendió con elocuencia, ayudándole a conseguir   —131→   su noble intento las declaraciones de los vecinos y compañeros de trabajo de Mariano, y sus honrados antecedentes.

Fue condenado a veinte años de presidio y conducido a Ceuta con otros penados. Con inmenso dolor, aunque con resignación cristiana, se conformó con su triste suerte, aconsejado y fortalecido por el ilustrado capellán, que no le abandonó hasta el momento de su partida.

La madre no pudo soportar golpe tan cruel, y falleció pocos días después de la marcha de su buen hijo; él sobrevivió algunos años, pero murió sin extinguir su condena.

Como quien escribe estas líneas y los lectores de las mismas estamos bien convencidos de su inocencia, suponemos que la justicia divina, que nunca yerra, habrá compensado con creces los sufrimientos y perjuicios que le causó la imperfecta justicia de la tierra.

Triste impresión produjo la historia que acababa de leerse y María y Conchita dijeron casi a la vez:

-¡Pobre Mariano!

-¡Pero que bárbaros eran nuestros antepasados, papá! -dijo Pepito.

-Niño, trátalos con más respeto -repuso su padre.

  —132→  

-Lo digo porque si hubiera habido en Madrid un buen alumbrado, como ahora, ni el verdadero culpable del crimen que he leído, (movido tal vez por un miserable deseo de venganza) se hubiese atrevido a cometerle, ni, una vez consumado, se hubiera podido escapar tan fácilmente, dando lugar al lamentable error de que el honrado albañil fue triste víctima.

-¿Has inventado tú el gas y la luz eléctrica?

-No, señor, no soy tan sabio.

-Pues compadece a los que no disfrutaban tales ventajas, y da gracias a los que han estudiado y trabajado para alcanzarlas.

-Vamos, que tiene algo de razón Pepito, dijo Emilio interviniendo -porque eso de romper a pedradas los faroles es un acto de salvajísimo altamente reprobable.

La ignorancia era la causa de muchas cosas que hoy no podemos explicarnos, y otras que nos parecen más reprensibles de lo que eran en realidad -contestó don Ignacio.- Bendecid al Señor, hijos míos, porque habéis tenido la suerte de nacer en una época en que la instrucción difunde su luz bienhechora por todos los ámbitos de nuestro país, y está al alcance de todas las fortunas.





  —133→  

ArribaAbajoVelada décima

Don Antonio y Conchita habían partido y volvieron a quedar solos los antiguos amigos.

Después de una breve conversación, Pepito dio principio a su lectura en los siguientes términos:


ArribaAbajoRisas y lágrimas

Clotilde y Amparo eran dos jóvenes bien educadas, huérfanas de madre, hijas de un oficial retirado, que tenía además dos niños de corta edad. La mayor era hermosa, y estaba tan persuadida de ello, que se preocupaba poco de la estrechez en que vivía la familia, gastando horas enteras en arreglar su peinado, en cambiar de forma un traje, o en hacerse un   —134→   lazo o una corbata; la menor, que era Amparo, tenía el rostro menos bello, pero el alma mucho más hermosa; por eso cuidaba poco del ornato de su persona, presentándose con aseo, pero muy modestamente vestida, y consagrando todo su tiempo a las faenas domésticas para ahorrar a su padre una criada, cuidando además de la ropa de sus hermanitos, y de que nada faltase a la comodidad de todos.

Si alguna amiga invitaba a las jóvenes a dar un paseo, asistir con ella al teatro u otra diversión, siempre era Clotilde la que se aprovechaba de las invitaciones, quedando Amparo para tener cuidado de la casa, poner en la cama a los hermanitos, y trabajar hasta muy entrada la noche.

Su padre extrañaba a veces ver en su joven hija esta afición al retiro y la abnegación con que cedía siempre a su hermana las proporciones de disfrutar un poco de la sociedad, mas Amparo contestaba que el carácter de Clotilde, y hasta sus gracias físicas, la hacían más a propósito para brillar en las reuniones y paseos.

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En esta situación continuaban las cosas, cuando quiso la suerte que un comerciante acaudalado se prendase de los atractivos de   —135→   Clotilde y pidiese su mano; mas como no hay felicidad completa en este mundo, coincidió con la demanda que tan dichosa hubiera hecho a la familia, una enfermedad del jefe de ella, que aunque parecía leve al principio, se agravó en términos que frecuentemente le obligaba   —136→   a guardar cama y era raro el día que sus dolencias le permitían salir de casa.

El enlace de Clotilde se celebró sin regocijo y ella salió a viajar en compañía de su esposo, estableciéndose a su regreso en una lujosa habitación, en la que disfrutaba toda clase de comodidades, y asistiendo a las fiestas y espectáculos, casi por completo olvidada de la triste situación de la familia.

Los años pasaban sin restituir la salud al pobre enfermo; la triste Amparo se consagraba por completo al cuidado del anciano, no había conocido las flores de la vida ni las risas de la juventud, y el llanto corría con frecuencia por su pálido semblante.

Alfredo, el mayor de los hermanos, había entrado en el colegio de artillería, donde alcanzó una plaza gratuita, con lo hijo de un oficial benemérito y desgraciado; y el menor, Gonzalo, cursaba al lado de su padre y hermana los estudios de segunda enseñanza.

Si notable contraste ofrecían el carácter de Clotilde y Amparo, no era menos curioso el de los hermanos varones, pues, Alfredo era juicioso, aplicado y de ejemplar conducta; mientras, Gonzalo, perezoso, irreflexivo y de carácter indómito, daba no pocos disgustos a su familia,   —137→   contribuyendo a la desgracia de la resignada y paciente doncella.

El primer pesar que, en medio de su egoísta satisfacción, experimentó Clotilde, fue la pérdida de una hermosísima niña con que el cielo la había favorecido, y a quien ella amaba con idolatría, desgracia que tuvo lugar en los mismos días en que el hermano había salido del colegio, terminada su carrera.

Fuese a verla, y le dirigió algunas frases de consuelo: luego, como ella siguiera derramando lágrimas que la presencia del hermano había provocado, y se excusase por ello, contestó:

-Llora en buen hora, Clotilde no te había visto nunca llorar y lo sentía.

-¿Lo sentías? ¿Por qué? -replicó sorprendida la joven.

-Porque había llegado a sospechar que no tenías corazón.

-¿Acaso hay alguien que no le tenga?

-No hablo yo de ese órgano impulsor del aparato circulatorio como dicen los médicos, que eso es claro que lo tenemos todos; sino de la sensibilidad, esa que algunos llaman facultad funesta, porque como en este pícaro mundo son más los sinsabores que las satisfacciones, el que está dotado de una sensibilidad exquisita   —138→   siente con mayor vehemencia las frecuentes amarguras y dolores, que no bastan a compensar los escasos goces, por más que también los sienta con mayor intensidad.

-Pues en ese sentido vale más no tener corazón.

-No digas eso, hermana mía. ¿Sabes la leyenda de los corazones de piedra?

-No.

-¿Quieres que te la cuente, y te distraerás?

-Cuenta.

Luis era un joven sensible que había perdido en poco tiempo a su madre y a su amada, había sufrido algunos reveses de fortuna y no pocas decepciones; de modo que en lo más florido de la edad había llorado y sufrido mucho.

Los médicos y los amigos (fingidos o verdaderos) le aconsejaban que diera largos paseos. Una tarde montó a caballo y dejó al noble animal que siguiese el camino que mejor le pareciera.

El mes de Mayo tocaba a su término, de modo que la vegetación se ostentaba fresca y lozana; el camino que seguía estaba cubierto de florido césped, y algunos arbustos, también en flor, prestaban al aire suavísimas emanaciones; en los verdes copudos árboles cantaban el   —139→   y alegre jilguero y el melifluo ruiseñor; y blancas mariposas y otros insectos de colores revoloteaban alrededor del viajero, que sentía su espíritu embargado por una dulce melancolía.

-¡Amelia de mi alma! ¡Madre querida! -decía, entre sí -¿por qué no podéis participar de esta deliciosa emoción, por qué no puedo comunicaros mis gratas impresiones?...

Un canto popular entonado por una voz varonil y otra fresca y argentina, interrumpieron el curso de sus ideas. Eran un ciego y su mujer que imploraban la caridad de los transeúntes, él acompañaba el canto con una guitarra, y ella sostenía en sus brazos una niña de pechos, que tendía sus tiernas palmas al conmovido joven, el cual hizo seria a la mujer para que se acercase y entregó algunas monedas a la parvulilla. Los mendigos le colmaron de bendiciones, y mientras una lágrima surcaba su mejilla exclamó:

-Quisiera tener un corazón de piedra.

No bien hubo pronunciado estas palabras, surgió ante sus ojos un gran edificio, cuyas puertas estaban de par en par abiertas. Hola -pensó- esto no estaba antes aquí, o yo no había reparado en ello; de todos modos, me siento un poco fatigado, y voy a ver si me permiten   —140→   descansar; y apelándose, ató su caballo a un árbol y cruzó el ancho vestíbulo. Saliole al encuentro una hermosa dama y le dijo: He oído tu exclamación y estoy pronta a satisfacer tu deseo. Y tomándole de la mano le introdujo en una habitación, mostrándole un armario en uno de cuyos departamentos había alineados varios corazones de piedra: y en otro, sendas vasijas de cristal que contenían corazones humanos.

-Mira -le dijo la dama- yo soy una hada, dueña de este palacio, y para complacer a los que lo desean, tengo estos corazones que sin dolor físico ni operación de ninguna clase, gracias al gran poder de que estoy dotada, pueden cambiar los humanos por el que tantos disgustos les ocasiona. ¿Ves todos estos? -añadió señalando a los frascos- son cambios que he efectuado y los guardo aquí por si se arrepienten y vuelven a buscar el suyo, porque has de saber que se puede deshacer lo hecho, lo cual es una ventaja.

-No volverán -respondió el visitante.

-¡Quién sabe, los mortales sois tan caprichosos!... ¿Con que quieres cambiar?

-Sí, sí.

El hada tocó con una varita al joven y le   —141→   hizo sentar en un canapé, sobre el cual se quedó dormido.

Poco duró su sueño y al despertar le dijo la dama:

-He aquí tu corazón -y le mostraba un frasco igual a los otros.- Tú tienes uno como éstos.

Sin sentir alegría ni gratitud, ni enojo ni arrepentimiento, se despidió de la dueña del palacio.

A su regreso, los pájaros cantaban en las ramas, el aura producía los mismos suaves murmullos, las flores exhalaban igual fragancia; mas para nuestro joven todo aquello pasaba inadvertido, sin producirle la menor emoción.

Llegó a su casa, cenó sin apetito, encontrando los manjares desabridos, y se retiró a su dormitorio. Por costumbre, antes de recogerse sacó de su secreter un rizo de cabellos de su amada, una flor marchita, la última que ella había llevado prendida en el pecho, y un rosario de azabache con el cual había rezado su anciana madre.

Aquellos objetos, recuerdos sagrados que otras veces había besado y bañado con sus lágrimas, le parecieron ridículos y casi asquerosos, y estuvo tentado de arrojarlos por el balcón,   —142→   pero por fin volvió a guardarlos resuelto a no tocarlos más.

Al día siguiente quiso distraerse, o mejor dicho emocionarse, y asistió a una corrida de toros: Un banderillero fue cogido, volteado por el toro y arrojado al suelo casi exánime; mientras los demás espectadores lanzaban gritos de terror, él no sentía la menor compasión.

Por la noche asistió al teatro para oír por primera vez una famosa tiple, que era la delicia de los aficionados; y su voz dulce y armoniosa, que arrancaba aplausos a cada momento, fue para el joven un ruido cualquiera, como los aullidos de un perro.

Al rayar el alba, se dirigió al palacio del hada, y presentándose a ella le dijo:

-Devuélveme mi corazón, porque quiero experimentar las penas y las dulzuras de este mundo, en una palabra «quiero vivir».

-¿No te he dicho yo que algunos vuelven? -respondió ella sonriendo. Y de nuevo ejecutó el cambio.

-¡Qué leyenda tan inverosímil! -observó Clotilde.

-¿No te ha gustado?

-No.

-Pues al menos, te habrá distraído.   —143→  

-Mira, yo en esta ocasión me alegraría de tener el corazón de piedra, para no sentir tanto la muerte de mi hija.

-Ese sentimiento, hoy tan vivo, se irá cambiando con el tiempo en una vaga melancolía y conservarás un grato recuerdo de la niña como de un ángel que ha visitado tu hogar y se ha remontado otra vez al cielo.

Por lo demás, yo me alegro de tener compasión y sensibilidad, y de que la tengan mis hermanas. Si Amparo no la tuviese, ¿qué hubiera sido de nosotros en nuestros primeros años? ¿Qué sería hoy de nuestro anciano padre? Si todos los corazones fuesen duros e insensibles, qué sería de la humanidad triste y desvalida?...

-Chico, para militar eres demasiado poeta, -dijo Clotilde, algo picada.

El artillero cambió de conversación.

Algunos años después, murió el padre. Alfredo, que había casado con una señorita discreta y virtuosa, y era padre de dos hermosos niños, llevó a su lado a su querida Amparo, viviendo los tres en íntima unión.

Hoy, el jefe de la familia ocupa un elevado   —144→   empleo en la milicia, y la hermana que se ha negado a contraer matrimonio, por no separarse de sus amados hermanos y angelicales sobrinitos, vive adorada de todos, estimada de cuantos la tratan, y bendecida de las muchas familias a quienes prodiga sus beneficios.

Gonzalo se ha corregido un poco, pero sigue siendo bastante calavera. Desempeña una notaría, que le rinde pingües ganancias, aunque no tantas como necesitaría para sus prodigalidades.

Terminada la lectura, los amigos se separaron deseándose un tranquilo sueño.





  —145→  

ArribaAbajoVelada undécima

Estaba para partir la familia de nuestros amiguitos, mis jóvenes lectores, se aproximaba el día de separarse de sus compañeros, y una deliciosa noche de verano convidaba a disfrutar del placido ambiente del terrado.

Antes de cenar, Pepito y María en compañía de sus padres habían dado un largo paseo por la playa, recogiendo entre la arena conchitas y caracoles, luego dieron cuenta de su parte de cena con excelente apetito, y sentados después en el lugar de costumbre, dijo el joven lector:

-Leo otro cuento por despedida?

-Lee, si estos señores no tienen inconveniente, contestó el padre aludiendo a la viuda y sus hijos.

-Al contrario, oiremos con muchísimo gusto, repuso ésta a nombre de los tres.

-Y Pepito empezó la lectura del cuento en los siguientes términos:

  —146→  

ArribaLas flores vengativas

Alberto y Luisa, padres de un precioso niño de tres años, vivían en paz y unión, gracias al carácter tolerante y sufrido de la esposa, pero no podían ser más opuestos sus gustos e inclinaciones.

Educada ella por unos padres celosísimos de su bien y en el colegio por una ilustrada profesional era instruida, económica, laboriosa y amiga de la tranquilidad y el reposo; amaba, pues, las reuniones familiares o de amigos íntimos, mientras él, sin ser un libertino ni siquiera un calavera, prefería los bailes de sociedad, las funciones de teatro, las carreras de caballos, etc.

Ha de consignarse, para hacerle justicia, que   —147→   pocas veces asistía solo a estas diversiones, pues al iniciar la idea de una de ellas y poner alguna objeción la esposa, contestaba él: «Ea, pues, solo no voy: nos quedaremos en casa.»

Y se quedaba en casa en efecto, pero de un humor tan pésimo, que los criados y hasta su amantísima esposa, hubieran preferido que se hubiese marchado.

Para complacerle, pues, consentía Luisa que todos los años al principio de la temporada se abonasen a uno de los mejores teatros, exceptuando el primer año de la lactancia de su chiquitín, a quien amamantaba ella misma. El marido se abonó solo, pero asistió muy pocas noches.

Menos condescendiente por su parte, cuando su esposa le anunciaba que en su casa pensaba recibir algunas amigas de confianza, o asistir a una reunión a la propia índole, le contestaba:

Haz lo que quieras, pero yo no asistiré.

Efectivamente, si hacía buen tiempo, se iba a paseo y si no, a la cama, o permanecía encerrado en su gabinete.

Tenía fincas, que administraba él mismo, y en cuanto a contabilidad era sumamente entendido, sin que en los demás ramos del saber humano brillase por sus conocimientos.

  —148→  

Vivían en la hermosa ciudad de Barcelona y poseían a corta distancia una linda casa de campo, (que vulgarmente llaman torre) dotada de un extenso jardín, en cuya bella mansión solían pasar el verano.

Alberto se aburría soberanamente en el campo, al paso que Luisa gozaba cultivando sus plantas, se entretenía con la lectura o las labores, para las cuales era muy primorosa, y salía por las noches a pasear con algunas vecinas, o bien se reunían unas cuantas amigas, y pasaban agradablemente las veladas.

El punto de reunión, para solazarse con juegos inocentes, o grata y amena conversación, era una casa inmediata a la de Alberto y Luisa, en la que había jóvenes de uno y otro sexo, todos hermanos, y cuya madre ya muy anciana, apetecía sin embargo el trato y la sociedad, y por tanto agradecía mucho que fuesen a hacerle compañía.

Llegó el 8 de septiembre, día de la fiesta onomástica de la hija mayor de la casa, y se organizó una velada para obsequiarla, velada cuyo programa era sencillo y variado: se elevaría un globo, se dispararía un pequeño ramillete de fuegos artificiales, habría un concierto en que tomaría parte Luisa, que tocaba   —149→   admirablemente el piano; y los jóvenes, y hasta los niños, bailarían un rato.

No era Luisa partidaria de que las criaturas de corta edad asistan a tertulias y teatros y se recojan tarde, pero esta vez, por estar de campo, no tener allí más que una criada y ésta reciente en la casa; (por lo cual no le inspiraba completa confianza determinó llevar consigo a su hijo, resuelta a retirarse cuando a él le rindiese el sueño.

Alberto consintió en acompañarla y tomó parte en la función pirotécnica, pero pronto se cansó, determinando marcharse a su casa; y llamó a parte a su mujer y sostuvo con ella el siguiente diálogo:

-Mira, hija, yo aquí me fastidio, pretextaré un dolor de cabeza y me retiraré.

¿Te irás a la cama tan pronto?

-No, te esperaré levantado, por si la muchacha se duerme.

-¿Quieres que me vaya contigo?

-No, puedes quedarte.

-¿Qué harás entretanto?

-Leer en mi gabinete.

-En ese caso, manda a la muchacha que saque al jardín el jarro de flores que hay sobre la chimenea del recibidor inmediato al gabinete, o sacalo tú mismo.

  —150→  

-¿Y si no lo sacase, qué sucedería?

-Te daría dolor de cabeza, y acaso algo peor.

-Eso son aprensiones de mujeres.

-No, hombre, no. En cualquier tratado elemental de física, que por cierto no suelen escribirlos las mujeres, encontrarás que los vegetales respiran a su manera, sirviéndoles de pulmones las hojas y demás partes verdes: durante el día, absorben una gran cantidad de gas carbónico, dejando libre el oxígeno pero en la oscuridad se desprenden del gas carbónico que han absorbido de día, envenenando la atmósfera, y como el ramo es muy grande y la estancia pequeña...

-Eres una marisabidilla fastidiosa.

Muchas gracias.

-Anda, anda, que te esperan para empezar el concierto.

-Y después de despedirse de los contertulios, dijo a su chiquitín, que jugaba con otros niños:

-¿Quieres venir, Albertín?

-No, papá, respondió éste, prefiero quedarme con mamá.

La casa de Alberto era bonita pero reducida. En los bajos tenía, a un lado y otro de una   —151→   artística escalinata, la cocina, el comedor y el cuarto de la criada; y detrás de estas habitaciones, un jardín. La escalinata conducía a una antesala, tras de la cual estaba la salita de recibir; y a un lado de ésta, otra sala a la inglesa, en que dormía el matrimonio, y un cuarto que ocupaba la camita del niño. Al otro lado estaba el gabinete y el recibidor de que habían hablado los esposos; una gran puerta se abría enfrente de la escalinata, y otra pequeña comunicaba por el campo con el jardín.

Alberto subió por la última; después de abrir y volver a cerrar la puerta pequeña, se cercioró de que la otra estaba cerrada, la sirvienta dormitaba en la cocina y sólo una luz alumbraba en lo alto de la escalinata.

El joven entró en su gabinete, apagó el fósforo que llevaba en la mano, sentose en un mullido sillón que había detrás de la mesa, apoyó los brazos en ésta, dejando caer la cabeza sobre ellos y empezó a discurrir de la siguiente manera:

Pues señor, mi Luisa es muy buena, mucho, demasiado tal vez, pero a mí me gustaría que fuese como otras, un verdadero mueble de lujo, que hiciese en el Liceo y en el paseo de Gracia, que no tocase tan bien el piano,   —152→   y así no tendría que alternar, como hoy, con una cuadrilla de cursilones, vestida ella misma con un trajecito sencillo; y que no se metiese en esas bachillerías de la física y el oxígeno... Y el caso es que me duele la cabeza... Bah, será aprensión, y aunque no lo fuera, no quiero darle gusto sacando el jarro del recibidor. ¡No se pondría ella poco hueca de ver que la había obedecido!

El dolor de cabeza fue aumentando y las sienes le latían con fuerza, un malestar general se apoderó de él, levantó la cabeza pero volvió a dejarla caer pesadamente sobre la mesa, y se quedó dormido.

Algún tiempo permaneció así, y al despertar sintió un marco y una angustia insoportables, llamó pero no le contestaron, dio algunos pasos vacilantes y al llegar al recibidor cayó sin sentido.

Entretanto, Luisa invitada a tomar parte en una y otra pieza, acompañando con su amabilidad acostumbrada, ya a una señorita que tocaba el violín, ya a otra que cantaba, ya tocando un nocturno a cuatro manos con el hijo de la casa, pasó la velada agradablemente en medio de los aplausos de la concurrencia, y como mirase de cuando en cuando a Albertín,   —153→   y le viese entretenido con otros niños, sin manifestar sueño ni cansancio, acostumbrada por otra parte a las excentricidades de su marido y a sus evasivas en las reuniones, estuvo tranquila hasta la una de la mañana. A esta hora se sirvieron algunos dulces y refrescos, y muchas señoras, especialmente las que tenían hijos de corta edad, se retiraron.

El pequeño Alberto dijo entonces que tenía sueño, su madre se despidió afablemente de sus contertulios, y con él en los brazos se retiró acompañada del hijo mayor de la casa. Al llegar a la suya, llamó a la puerta principal, abriole la criada y se retiró el acompañante.

-¿Dónde está el señorito? preguntó Luisa.

-No lo sé, respondió la muchacha, ha entrado por la puerta del jardín, y después no sé si se ha acostado o está en su gabinete, pero no tiene luz.

-Encienda V. la de la sala y la del gabinete, y retírese, ordenó la señora.

La sirvienta obedeció.

Penetró Luisa con su hijo en brazos en la sala donde no suponía encontrar a nadie, y en efecto fue así; entró en el dormitorio y tampoco estaba allí su esposo, desde allí pasó al gabinete iluminado por la lámpara que acababa de encender   —154→   la criada. Se respiraba allí una atmósfera asfixiante cargada del fuerte perfume de las flores del recibidor, salió a esta pieza y su pie tropezó con el cuerpo de Alberto, que estaba tendido eu el suelo sin voz y sin movimiento.

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Un grito de terror se escapó a un tiempo de la garganta de Luisa y de la de su hijo, la criada sorprendida volvió a subir, y se lanzó a la calle a pedir auxilio; los vecinos que habían celebrado la fiesta, y que aun estaban levantados,   —155→   como la mayor parte de los convidados, acudieron inmediatamente.

-Unos sacaron al jardín al desmayado joven, le quitaron la corbata, la levita y el chaleco, le echaron agua fría en el rostro, y a falta de sal de amoniaco, que es lo mejor en tales casos, le hicieron aspirar agua de colonia; otros rodearon a la señora y al niño tratando de calmar la ansiedad de la primera.

Alberto volvió en sí y poco después subió a su habitación apoyado en el brazo de uno de sus amigos, le echaron en su cama dejando el balcón abierto y le hicieron tomar algunas tazas de café; y los más íntimos no le abandonaron en toda la noche, acompañando a su esposa. Por la mañana, cuando llegó el médico, que se envió a buscar a Barcelona, lo encontró restablecido.

Pocas noches después tomando el fresco en el jardín, decía Alberto a su esposa:

Como estoy escarmentado, temo que nos perjudique el aroma de las flores que aspiramos con tanta delicia.

Más bien el relente de la noche, amigo mío, contestó Luisa, por cuya razón nos retiraremos cuando gustes; por lo demás, el grato perfume que se desprende de los jazmines y heliotropos   —156→   que nos rodean no puede causarnos ningún daño, estando al aire libre; solamente hay peligro cuando se tienen plantas vivas o recién cortadas, de noche, en una habitación cerrada, como sucedió no ha mucho, con grave perjuicio tuyo.

Es que gato escaldado hasta del agua fría huye.

Luisa contestó riendo:

Pues no huyas, porque esto es verdaderamente agua fría.

-¿Sabes que las flores se parecen a las mujeres?

-Nuestros aduladores dicen que en lo hermosas.

-Y yo digo que en lo vengativas.

-Las mujeres cristianas no somos vengativas, y las pobres flores tampoco. ¿Qué saben ellas?

-Pues mira, yo digo que son vengativas, porque mientras están tranquilas en su tallo no son nocivas, y si se las separa del tronco y se las encierra se convierten en crueles enemigos, más venenosas que las víboras y las culebras.

-¡Pobres flores! repito ¡tan bellas y casi todas tan olorosas!

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La Naturaleza, o mejor dicho su autor   —157→   divino, les ha dado las propiedades de que te hablaba la otra noche cuando me llamaste marisabidilla, y ya que con un refrán has empezado esta conversación, te suplico que retengas en la memoria dos muy vulgares pero muy verdaderos.

  —158→  

-A ver los refranes.

-El primero es: «El saber no ocupa lugar» esto es que los conocimientos adquiridos en cualquier materia nunca estorban, y en ocasiones dadas nos son o pueden sernos sumamente útiles; y es el segundo: «El consejo de la mujer es poco y el que no le toma un loco.»

El niño cerró el libro.

¿Se ha acabado el cuento? preguntó Emilio.

-Si señor, contestó Pepito.

-¿Saben Vds., que oyendo leer ese libro me he acordado de la fábula del león? añadió él.

-No la sabemos, cuéntela V., dijeron Pepito y María.

-Pues es muy sencilla y muy sabida, repuso el otro, atended:

-Un artista pintó un hermoso cuadro, en que un hombre luchando con un león le había postrado vencido a sus pies. Pasó otro león y mirando la pintura dijo filosóficamente ¡Cómo se conoce que el autor de ese cuadro es un hombre y no un león! de otro modo, hubiera hecho más justicia a nuestra fuerza y nuestro poder.

-¿Hablan por ventura los leones, observó María?

-No por cierto, niña mía, repuso Emilio pero de los escritos narrativos entre otras clasificaciones   —159→   suele hacerse la siguiente: Históricos, en los cuales debe resplandecer la verdad absoluta, no ocultando ni desfigurando los hechos. Cuentos o novelas, en los que la verdad es relativa; esto es, que los acontecimientos que nos refieren, si no son ciertos pudieran muy bien serlo, porque no hay en ellos nada sobrenatural, ni superior a las facultades humanas; y por último, fábulas o apólogos, que todo el mundo sabe que no son ciertos, pero que atribuyendo a los animales, plantas, etc., la facultad de hablar, hace que sus discursos contengan lecciones provechosas o máximas y preceptos morales.

La leyenda que Alfredo refirió a su hermana también es inverosímil pero tiene un fin moral. La fábula que yo he resumido, pone en boca del león la expresión del pensamiento que le ha sugerido la vista del cuadro; esto es, que generalmente relatamos, escribimos o pintamos no lo que es en realidad, sino lo que quisiéramos que fuese, lo que halaga nuestra pasión o nuestro deseo.

-¿Y qué relación tiene eso con el libro que mi hijo ha leído? dijo D. Ignacio.

-¿No han dicho Vds. que lo ha escrito una señora?

  —160→  

-Sí tal, una profesora.

-Pues ha puesto de relieve las virtudes del bello sexo.

-Y las del fuerte también, Emilio, respondió su madre. ¿Quieres mayor nobleza y magnanimidad que la de Justo, en el cuento que lleva por epígrafe «Un corazón generoso?» ¿alma más tierna y compasiva que la de Juanito en el de «El Niño y el perro?» Convengamos en que la niñez de uno y otro sexo tiene en él bellísimos ejemplos que imitar.

La conversación se prolongó, girando después sobre otros asuntos y terminó agradablemente la velada, que debía ser la última que pasaban juntos en el balneario; pues D. Ignacio, muy mejorado debía regresar el día siguiente a Madrid con su familia.

Al rayar el alba, salieron acompañados de varios amigos, que no los dejaron hasta llegar a la estación y verlos instalados en el tren.

Silbó la máquina y comenzó a lanzar bocanadas de humo, que los rayos del sol naciente tornasolaban y convertían en doradas nubecillas.

Los viajeros, mientras pudieron ver a sus compañeros agitaron los pañuelos en señal de despedida, pero pronto el tren, con su vertiginosa   —161→   carrera, les hizo perder de vista la estación y las personas que la poblaban.

Iban solos en un departamento de primera, D. Ignacio y su esposa satisfechos del éxito de su expedición, callaban y se complacían en admirar las galas de la naturaleza, que empezaba a perder algo de su encanto con los ardores del sol de estío. Entre las hojas verdes como esmeraldas, se veían algunas pálidas o que ostentaban un ligero tinte dorado. Aquí, una bandada de pajaritos volaba espantada por el ruido del tren; allá un ruiseñor interrumpía su poético canto matutino, para emprenderlo de nuevo en cuanto reinase el silencio; solamente las cigarras que tenían sus nidos en los árboles vecinos a la vía férrea, acostumbradas al ruido, continuaban su monótono canto que anunciaba un día caluroso.

Los niños, asomados a las ventanillas, charlaban alegremente; gozando con anticipación con el relato que preparaban de su excursión veraniega, para sus amiguitos y compañeros de colegio.

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