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Nociones literarias en la obra de Diderot

María del Carmen García Tejera





Como es sabido, uno de los pensadores que mayor influencia ha ejercido en las teorías estéticas y literarias en Occidente ha sido el filósofo francés Denis Diderot (1713-1784). Muchas de sus concepciones constituyen la base de tratados teóricos, de pautas para creaciones literarias y de criterios valorativos para análisis críticos. Sin embargo, no siempre se han reconocido las deudas contraídas por algunas nociones literarias calificadas de sensualistas, atribuidas casi en exclusiva a Condillac. Vamos a examinar, de manera breve, algunos conceptos que, a nuestro juicio, han tenido un mayor uso en trabajos posteriores.




La sensibilidad, una facultad innata y adquirida

En primer lugar, tendríamos que recordar sus matizaciones del concepto «sensibilidad». Diderot distingue entre la «energía» o fuerza primaria y natural, y la «sensibilidad», resultado de una larga y oscura experiencia:

Qu'est ce la sensibilité? L'effet vif sur notre âme d'une infinité d'observations délicates que nous rapprochons. Cette qualité, dont la nature nous a donné le germe, s'etouffe ou se vivifie donc par l'âge, l'experience, la réflexion.


(Lettres à Sophie Volland, 1762: 251)                


La sensibilidad es, pues, a la vez innata y adquirida, y aún más adquirida que innata ya que la edad, la experiencia y la reflexión pueden o bien ahogarla o bien vivificarla. Es, por lo tanto, un proceso más complejo que la simple emotividad.

El hecho de que la sensibilidad aparezca como un fenómeno simple se debe a la oscuridad de las «observaciones» con las que está asociada. Si su efecto es vivamente sentido en el momento de la emoción, los hechos a los que está unida son, con frecuencia, olvidados. En este aspecto no existe diferencia entre la sensibilidad moral y la sensibilidad estética que Diderot denomina «instinto», y que no se identifica -hay que advertirlo- con un hipotético «sexto sentido» que es «el resultado de una infinidad de pequeñas experiencias» que comienzan desde el «momento en que abrimos los ojos a la luz hasta aquel en que, orientados secretamente por esos esfuerzos olvidados, afirmamos que tal cosa está bien o mal, es bella o fea, buena o mala, sin que tengamos presente en el espíritu razones para ese juicio favorable o desfavorable» (Lettre à Sophie Volland, 2 sept. 1762, Corres. IV: 125).




Su interpretación de los universales literarios

Debemos ser muy cautos a la hora de interpretar la noción de «experiencia» que, a veces, emplean los autores para explicar sus diversas concepciones literarias: algunos la utilizan como forma mientras que otros, por el contrario, la usan para referirse a los contenidos sensoriales.

Diderot formula esta paradoja en la Lettre sur les Aveugles, en la que trata de las experiencias de Réamur, y en su trabajo Beau, en el que plantea su teoría general del conocimiento. Nuestro pensador ofrece dos interpretaciones, según trate del origen o de la naturaleza de las ideas. Para explicar el origen de la idea de Belleza, parte del esquema sensualista. En la Lettre sur les sourds et muets, afirma que nacemos con la facultad de sentir y de pensar (O. C., Enc., 175b) y saca como consecuencia que «innatas no son las ideas sino sólo esa facultad de sentir y de pensar», que es un vacío sólo rellenable con las percepciones del mundo exterior.

Pero cuando se trata de definir la naturaleza y el significado actual de las nociones de «literatura» o de «poesía», en las que no se tienen en cuenta las diferencias debidas al temperamento, educación o clima, entonces -afirma Diderot- hay que excluir todos los rasgos que limiten su racionalidad y su universalidad. Las ideas que se emplean para elaborar una teoría literaria, o para interpretar y valorar las creaciones diferentes, son de la misma naturaleza y utilidad que las nociones de existencia, cantidad, longitud, anchura, profundidad, que no sólo no son discutidas, sino que suponen un saber positivo del que los hombres no pueden desprenderse a no ser que pretendan negar una experiencia milenaria (O. C., 417, Enc. II, 175 b-176 a).

La repetición de los mismos conceptos, a lo largo de tanto tiempo, los constituye en una referencia común, necesaria y universal o, al menos -matiza Diderot- su uso es cuasi innecesario y su universalidad lo es de hecho: no corren el peligro de limitar su aplicación a «un solo ser bello» o a «una sola especie de seres» (O. C., 417, Enc. II, 175b). Las cualidades que designan son «comunes a todos los seres a los que llamamos bellos» (O. C., 417-418, Enc. II, 176a). La universalidad de hecho que les caracteriza sirve de justificación a la generalidad de derecho que exige una verdadera definición.




Sensación y símbolo poético

Diderot no distingue entre la intuición del filósofo y la imaginación del poeta. Defiende que las asociaciones originales del poeta dependen de la capacidad que posee para sentir a partir de las impresiones directas de los sentidos y, refiriéndose a la poesía lírica, señala la relación que se establece entre el lenguaje, en cuanto emblema metafórico, y los efectos físicos del sonido: onomatopeya, ritmo y metro. Para él, el ritmo del verso es expresión y continuación del latido vital y del «movimiento del alma» (O. C., XI: 268).

Como consecuencia de este principio, rechaza la posibilidad de traducir adecuadamente la poesía ya que -explica- aun a la mejor traducción le resultará imposible mantener los mismos sonidos sugestivos con los que el autor asoció sus imágenes y los demás procedimientos expresivos. No olvidemos que, según la teoría de Diderot, los signos físicos, sensoriales, sólo poseen valor estético y sólo conmueven la sensibilidad cuando nacen de un espíritu conmovido -«el hombre afectivo que es genio y poeta a un tiempo»- y cuando es recibido por otro hombre que comulga con los mismos sentimientos.

Pero otras veces, Diderot recomienda que se recurra a palabras de significado «vago y oscuro» para lograr un mayor poder connotativo, una mayor capacidad conmovedora: «La claridad es buena para convencer, pero nada vale para conmover. La claridad, sea del tipo que fuere, perjudica al entusiasmo. Poetas, hablad sin cesar de la eternidad, del infinito, de la inmensidad, del tiempo, del espacio, de la divinidad... ¡Sed oscuros!» (Idem, 147).




La poética de la sensación

La poesía, en opinión de Diderot, se caracteriza también por la fuerza que encierra para estimular a los diferentes sentidos corporales y, sobre todo, a la imaginación: «Cuanto más vaga es la expresión artística, más a gusto se encuentra la imaginación» (Idem, X: 353). Diderot se opone, por lo tanto, al ideal racionalista de lenguaje, lo mismo a la belleza concreta como a la vaga sublimidad. Tiende a la retórica de la sensación y afirma que en poesía (y en cualquier manifestación artística) una «idea» es un dato sensorial que ha de transformarse en emoción, no en concepto. El poeta, en su opinión, se caracteriza porque «pasa de sonidos abstractos y generales a otros menos abstractos y generales hasta llegar a una representación sensible, último refugio y descanso de la razón».

Diderot concibe la poesía como un lenguaje peculiar dotado de una singular fuerza expresiva y simbólica. Las palabras, y todos sus elementos, cuando los utiliza el poeta, se transforman en «jeroglíficos» y en «emblemas» que se llenan de valores afectivos y sentimentales. La acentuación, la rima y todos los efectos sensoriales de la métrica se convierten así en símbolos sonoros y en imágenes acústicas plenas de múltiples virtualidades expresivas y comunicativas (O. C., VII: 333).




La naturaleza como modelo

Del pensamiento de Diderot también nos interesan otras nociones que han sido posteriormente muy utilizadas en retóricas, poéticas, preceptivas y manuales de literatura. Recordemos que, según este autor, el objeto de la Poética es identificar el principio de unidad y armonía que rige la Naturaleza, a la que el poeta debe imitar. Este principio es el punto de partida de su concepción estética.

¿Qué es, para Diderot, la Naturaleza, y en qué consiste esa imitación? A primera vista -advierte- la Naturaleza puede aparecer como un conjunto incoherente de objetos sensibles, pero debemos descubrir la profunda unidad que se oculta bajo estas apariencias: «Il y a peut-être un phénomène central qui jetterait des rayons, non seulement à ceux qu'on a, mais encore à tous ceux que le temps ferait découvrir qui les unirait et qui en forerait un système» (Idem, II: 42). En Rêve de D'Alembert reconoce el sistema que organiza la Naturaleza para restablecer la unidad.

Según Diderot, las diferentes manifestaciones de la Naturaleza y los distintos comportamientos humanos están entre sí estrechamente relacionados. Esta es la razón de la unidad en que convergen los diferentes sentimientos. El sentimiento de la belleza se cruza en la naturaleza humana con el sentimiento de la bondad, y hasta tal punto coinciden que lo que se afirme de uno, se podrá aplicar también al otro. Lo bello emerge de lo útil porque «l'utile circonscrit tout» (Idem, II, 13: 84 y sigs.). La Naturaleza no hace nada incorrecto y, por eso, la Literatura tendrá que aprender de ella. Diderot señala aquí la razón de las interrelaciones que se establecen entre las diferentes artes: este principio de la percepción de las relaciones

«a lieu en poesie, en peinture, en architecture, en moral, dans tous les arts et dans toutes les sciences...; ne peut-on pas même dire qu'il est en cela d'une belle vie comme d'un beau concert».


(Idem, IX: 104 y I: 406)                





El gusto, fruto de la experiencia sensitiva

Según Diderot, el gusto literario, de la misma manera que el moral, es el fruto de un dilatado proceso de múltiples experiencias: el sentimiento de lo bello -afirma- es el resultado de una larga sucesión de observaciones; y estas observaciones, ¿cuándo se han hecho? En todo tiempo, cada vez que los sentidos captan objetos verdaderos y buenos en las circunstancias que los hacen bellos. El gusto artístico se perfecciona mediante la contemplación o la lectura de las obras de arte, y la reflexión sobre los modelos hace posible la formulación de las leyes que de ellos se deducen.

Diderot explica la diversidad de gustos a partir de varios factores: unos son de carácter orgánico (el diagrama y la forma de la cabeza). De la misma manera -añade- que la diversidad de temperamentos depende de la constitución somática, y los diferentes trabajos físicos exigen una capacitación corporal adecuada, las distintas actividades artísticas suponen una especial dotación biológica: «Estad seguros de que existe una organización de la cabeza, propia del pintor, del poeta y del orador, organización que nos es desconocida pero que no es menos real, y sin la cual nadie alcanza jamás el primer rango: es un cojo que quisiera ser corredor» (Idem, XI: 293).

El gusto posee, además, una dimensión histórica y un carácter social: una naturaleza, diríamos hoy, cultural: «Es el fruto de los siglos y de los trabajos sucesivos de los hombres» (V: 234) y, en consecuencia, se pueden distinguir diferentes niveles y estratos. Diderot opone, por un lado, la generalidad del pueblo «que forma las costumbres y el gusto nacional» y, por otro, las élites que se elevan por encima de la mayoría y son los llamados «locos, raros, originales» (Idem, XI: 293; IV: 95). Los principios definidores de la belleza y los criterios aplicables a los juicios estéticos serán, por lo tanto, diferentes y, a veces, contradictorios. No es el mismo el juicio emitido en un estudio crítico que el comentario efectuado en una tertulia de amigos.

El gusto, resultado de múltiples experiencias y, al mismo tiempo, facultad para discernir lo bello, se diferencia del talento, que es la capacidad de imitar la naturaleza. El primero se adquiere y se perfecciona; es una conquista y tiene que ver con la técnica. El segundo se recibe y se agradece, es un don relacionado con la inspiración. Por eso el poeta necesita de ambos: «El gusto borra los defectos más que produce belleza» y ayuda, sobre todo, a corregir y a mejorar el estilo, pero no es suficiente para inspirar a un poeta.

Diderot no sólo reconoce la estrecha relación que existe entre la verdad, el bien y la belleza, sino que establece una jerarquía entre los tres valores. La primacía, como es sabido, la concede al bien, y fueron muchos los críticos que le reprocharon su interés de moralizar, lo que, en opinión de algunos, le obligaba, a veces, a falsear sus juicios estéticos. No es extraño, por lo tanto, que a lo largo de toda su vida, sus creaciones poéticas y dramáticas posean una intención resueltamente moral y que la clave última de sus valoraciones artísticas sea la virtud o el vicio. Como resumen de su actitud moralista puede servir la famosa fórmula del Neveu de Rameau: «Le vraie, qui est le Père et qui engendre, le bon qui est le Fils, d'où procède le beau qui est le Saint Esprit» (Idem, V: 462).

Pese a todo, debemos finalizar recordando que Diderot sitúa como cumbre, modelo y razón de toda la actividad humana a la Naturaleza que, colocada por encima del bien o del mal, de la belleza o de la fealdad, es la que dicta todas las leyes y la que rige todas las relaciones.






Referencias bibliográficas

Citamos por Oeuvres Completes (O. C.) de Diderot, edición de H. Dieckmann y J. Varlootarl, 1973-1989, 30 vols., París, Hermann ed.

Hemos consultado además las obras siguientes:

  • BELAVAL, Y. (1950): L'Esthetique sans paradoxe de Diderot, Paris, NRF.
  • CURTIUS, E. R. (1955): «Diderot y Horacio», en Literatura Europea y Edad Media Latina, ed. 1984, 2 vols., Madrid, FCE, II, págs. 794-807.
  • CHOUILLET, J. (1973): La formation des Idées Esthétiques de Diderot, 1745-1763, Paris, Armand Colin.
  • —— (1977): Diderot, Paris, SEDES.
  • FURBANK, P. N. (1994): Diderot. Biografía crítica, Barcelona, Emecé Ed.
  • SOLANA DÍEZ, G. (ed.) (1994): Denis Diderot. Escritos sobre arte, Madrid, Ed. Siruela.
  • WELLEK, R. (1969-1988): Historia de la Crítica Moderna (1750-1950), 5 vols., Madrid, Gredos, vol. I, La segunda mitad del siglo XVIII, 1969.


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