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ArribaAbajo Los ancianos

(Impresiones retrospectivas)


Raimundo Manigot


«Me complazco -decía Diego- en la sociedad de los ancianos. De esos ancianos venerables, tranquilos, meticulosos, probos, de esa manera escrupulosa que procura el renunciamiento definitivo a las exuberancias ilusionadas de la vida. De esos ancianos que, con suspiros desalentados, vuelven el espíritu hacia el camino recorrido, lamentando que el tiempo, sus fuerzas y el avance de los años no les permitan recorrerlo de nuevo.

(Y no crean ustedes que esa mi predilección haya nacido del grotesco deseo de exteriorizar alguna torpe tendencia a sobresalir como ¡personalidad interesante!)

»A los balbucientes matices, lentamente progresivos, de los humanos albores, impregnados tanto tiempo de las incoherentes divagaciones de la infancia, prefiero la majestad augusta de esos crepúsculos que se encaminan lentamente hacia las sombras del sepulcro con su magnífico cortejo de austeridades luminosas que aureolan los rayos de una dignidad tranquila. Y el ambiente que rodea a mis amigos predilectos cobra algo de su fisonomía apacible, familiar, risueña, despojada de ese afiebramiento convencional que abulta las cosas y los seres al azar de los impulsos juveniles, generosos a veces, egoístas otras, fuera de óptica estrictamente proporcionada siempre, ¡por bien intencionados que sean los corazones que los engendran!

»Esos ancianos de mi ‘círculo’ van cambiando impresiones introspectivas, abordando, con encomiable afán, temas de actualidad palpitante que miden con el metro comparativo de ‘sus tiempos’. Y no es presunción ni pedantismo en ellos la preferencia que otorgan, con visible orgullo, a la época florida en que eran   —96→   madrigalistas y cortejantes, en aquellos salones donde el ‘buen gusto’ rivalizaba con el ingenio sutil, de buena ley, centelleante como las facetas de diamantes de aguas claras en que los rayos del sol de mayo jugueteaban con caprichosos matices...

»Alguno -el más ensimismado durante los silencios inevitables en que la conversación decae-, considera con rencor huraño el avance vertiginoso del Progreso, ‘ese monstruo versátil que roe las fibras del sentimiento hasta aniquilarlas por completo’. Y dice -entre otras cosas juiciosas y paradojas insubstanciales- verdades de a puño que nuestras generaciones venideras desecharán con sorna, con esos epítetos burlones que pretenden probar la superioridad del espíritu moderno y la decadencia evidente del antiguo; epítetos que resumen con desdén reflexiones superficiales, inspiradas por el egoísmo feroz que distingue a esos pálidos herederos de una raza abolida en su crecimento por la invasión torrentosa del elemento corruptor cosmopolita...

»Yo, escucho esas requisitorias, esas catilinarias, esas diatribas condenatorias de innovaciones mórbidas que riñen con la hidalguía nativa y el buen sentido; ‘modernismos’ que las convenciones sociales imponen sin previo examen porque son el disfraz que mejor oculta las vilezas del siglo presente. Mis propios recuerdos, mis propias impresiones retrospectivas concuerdan estrechamente con esas opiniones desconsoladas cuyo absolutismo atestigua la entera buena fe de quienes las proclaman, y no puedo menos que complacerme -por eso mismo-, en la sociedad de los ancianos».

Diego no es uno de tantos poseurs de esta época enfermiza y enervada, que pica la tarántula del exhibicionismo à outrance. Él mismo lo ha proclamado, y quien comenta con imparcialidad principista sus palabras puede afirmarlo, por haber observado, con interés sostenido, las mutaciones de su carácter, los estados de ánimo variadísimos que el influjo de indescartables circunstancias le imponen, sin que abandone un solo instante el terreno de la franqueza pura en la exposición de sus mayores preferencias.

Sobre los espíritus esclarecidos que viven de una vida idealista y refleja, el pasado y sus impresiones ejercen a veces una seducción   —97→   inefable, que, si bien atenúa en algo la influencia de un excepticismo invasor, provoca una desmesurada visión de lo presente y una deformación más aun exagerada en las previsoras meditaciones sobre lo futuro. La corrupción de las costumbres, que marca una época en la lenta evolución de los pueblos hacia un perfeccionamiento aleatorio, aparéceseles como el signo de una decadencia ya inmediata e irremediable. Su sentimentalismo exacerbado incítalos a sufrir moralmente con proporciones imponderables; se agrian; ven, en cada hombre que los rodea, un enemigo encarnizado, tanto más temible que su gesto es atrayente y su sonrisa amable. Se sienten desamparados cuando las opiniones que emiten no encuentran resonancia simpática en sus propios contemporáneos; y se refugian, huraños y desganados, en los cenáculos de ancianos que buscan sus últimas energías, para concluir su ya inútil existencia, en la evocación de sus impresiones de otrora, marcadas con el indeleble sello de una perfección irrevocable.

Son escasos, sí, esos «jóvenes ancianos» que persiguen el anonadamiento de sus tristezas en el culto de «lo que ha sido y no volverá a ser». Esos descreídos que anhelarían cruzar la vida, de la cuna al sepulcro, con la despreocupación risueña de la infancia, sin mancharse en el lodo del camino ni rasgar su carne en las espinas del abrupto sendero entre las zarzas.

Pero la comunión de sus espíritus con los de los ancianos ya renunciantes a las exuberancias ilusionadas de la vida, inspira más simpatía que las empresas egoístas de sus contrarios, faltos de ideales, desalmados, impostores, que sólo buscan en el mundo la satisfacción de sus sentidos a base de engaño mutuo, como si complaciéranse a demoler el edificio de las tradiciones para reinar un día sobre sus ruinas con la ilusoria majestad de déspotas de melodrama...

Comprendo y admiro que Diego se complazca en la melancólica sociedad de ancianos...