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Ingeniosamente ilustrada por el señor Carlos Clérice acaba de publicarse la segunda edición de esta obra, cuya aparición a fines de 1906, fue saludada con general aplauso por la crítica.
Emití en esa fecha mi opinión a su respecto, que de ningún modo ha variado, antes bien se ha afirmado con una segunda lectura, hecho que me induce a creer que ningunas palabras podría encontrar más sinceras y conformes a mi pensamiento para saludar esta nueva edición, que las que entonces escribí. Me remito, por consiguiente, a algunos párrafos de aquel juicio, que concretan en un todo mi opinión actual:
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Rojas va afirmando paulatinamente y sin tropiezos su reputación literaria sobre una sólida base. Su obra, ya bastante vasta y sin nada de deleznable, acusa además todo un temperamento. No hay en ella discontinuidad como en la de otros escritores: ciertas características comunes de los tres libros que la constituyen, son testimonio de la unidad del pensamiento de su autor. El último de esos libros, recientemente llegado, es El alma española, publicado por la biblioteca Sempere.
Es una recopilación de artículos críticos, que datan de diferentes fechas, sólidamente pensados, escritos con galanura, que dan muestras de la seriedad del pensamiento de Rojas y de su educación literaria poco común por aquí. Son artículos que no justifican talvez a primera vista el título demasiado amplio y significativo del libro, pero que, bien considerados, lo explican suficientemente. Ellos, en efecto, no son unas simples crónicas más o menos superficiales, de aquéllas que -como todas éstas que se escriben al día- viven una hora y mueren, cumpliendo su misión del momento. No. Algo alienta en ellas de más positivo y más serio: es el sentimiento profundo del alma española que Rojas posee y que en todas ellas ha puesto; es la compresión de esa alma, tan compleja y tan rica, de la que, yo creo que por desgracia, estamos nosotros, los argentinos, demasiado divorciados. Pero a Rojas no le falta el sentimiento de la tradición de la raza, de la que se siente el eco en todos sus libros; su lenguaje conserva algo de lo grave y jugoso de la buena prosa castellana; y, todo ello, adviértase, lo remoza con su cultura bien moderna y su conocimiento de las cosas de Francia.
Doblemente elogiable, pues, lo considero: no sólo por el talento que en todas sus obras demuestra, sino también por el espíritu de esas obras, que tiene mucho de castizo que me sabe a bien. Pues, ciertamente, ninguna cosa más provechoso para nuestras letras que esa influencia francesa, sólo reprobable por los rancios pedantes, que ha venido a airearlas, que les ha abierto horizontes, que las ha puesto en el buen —224→ camino; únanse a ella enhorabuena, si es posible, otras influencias, sobre todo la italiana; pero manténgase en nuestras letras el espíritu español, que si la literatura francesa les ha aportado elementos que les faltaban, ese espíritu que es su lastre, les da el nervio, el colorido, el modo de ser propios del sentir de la raza, de la cual -¡vamos!- no estamos aún tan desvinculados. Téngase efectivamente en cuenta que es el castellano nuestro idioma y que, si algo nos conviene, es ahondarlo y espulgarlo y conocerlo mejor, para usarlo con provecho, más bien que dar a nuestra lengua ese colorido gris que va adquiriendo por el calco que de ella hacemos sobre la francesa. Léase si no El imperio jesuítico de Lugones -justamente me refiero a un libro de actualidad- y dígase si no vale más esa prosa gallarda que sabe a castizo, que esa jerga mestiza e incolora en la que todos solemos nadar. Mas el tema es largo y no como para desarrollarlo en una breve nota bibliográfica. Me felicito, sin embargo, que a estas consideraciones me haya llevado el libro de Rojas, en el que me he sentido durante unas horas en medio de una atmósfera sana.
Mi primera impresión, al recibir el libro, no fue, lo confieso, favorable a su autor. Su índole y el título ingenuo no eran, por cierto, los más propios para hacérmelo simpático. Tengo, en efecto, opiniones radicales sobre esas obras heterogéneas, formadas con los más opuestos artículos, obras sin espíritu y sin unidad, contra las que ya he tenido ocasión de arremeter varias veces. Y creí por un instante que la de Ugarte entrara en el número. Pero su lectura me conquistó y me mostró mi engaño.
Ugarte no ha necesitado esforzarse para reunir el material de ese libro. Cronista fecundo, brillante, poco ha debido costarle hallar las páginas necesarias entre su producción dispersa. Y como libro de crónicas, todas sabrosas en su superficialidad genérica, merece con justicia el elogio. Se lee sin esfuerzo, sugiere agradables reflexiones, y se deja de las manos con la misma benévola simpatía con que se despide en el café a un amable vecino de mesa que nos ha entretenido —225→ unas horas con su charla espiritual y ligera. Además, si el vecino ha expuesto alguna paradoja más atrevida que seria, o si ha emitido sobre algo o alguien un juicio algún tanto apresurado, se lo perdonamos indulgentes, atendiendo a las circunstancias: e igual cosa diré de Ugarte, cuando lo hallo asaz pródigo en elogios para hombres y cosas que no los merecen. Por otra parte, estos sus pecadillos algo perjudiciales porque logran envanecer a tanto grafómano que anda por estas tierras, son compensados con exceso por la labor lenta pero proficua que él realiza desde París, sirviendo de vehículo de comunicación mediante sus cartas, sus artículos y sus libros, entre las diversas repúblicas hispanoamericanas, entre éstas y la madre patria, y, si se quiere, aun entre éstas y Francia.
Es el título del tomito de versos que este distinguido escritor boliviano, residente entre nosotros, nos remite. Versos ligeros, algo vulgares, con no pocas inexperiencias propias de la edad en que su autor nos dice fueron escritos, tienen, sin embargo, el mérito de constituir una notación nada monótona de la vida sentimental de su autor. Efectivamente el dolor y la alegría, el odio y el amor, la fe entusiasta o el amargo escepticismo, la esperanza de un instante o la desesperanza de otro, se confunden en esas rimas, dándoles variedad y animación.
Las precede un prólogo, que es una página de bella prosa que nos encariña con el autor por la no fingida modestia que en ellas se transparenta.