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ArribaAbajo Letras argentinas

Roberto F. Giusti



Memorias de un sacristán por Juan A. García

Ingeniosamente ilustrada por el señor Carlos Clérice acaba de publicarse la segunda edición de esta obra, cuya aparición a fines de 1906, fue saludada con general aplauso por la crítica.

Emití en esa fecha mi opinión a su respecto, que de ningún modo ha variado, antes bien se ha afirmado con una segunda lectura, hecho que me induce a creer que ningunas palabras podría encontrar más sinceras y conformes a mi pensamiento para saludar esta nueva edición, que las que entonces escribí. Me remito, por consiguiente, a algunos párrafos de aquel juicio, que concretan en un todo mi opinión actual:

Para la redacción de estas memorias, la historia, la hagiografía, la demonología, la paciente lectura de polvorientos documentos coloniales, han sido puestas a contribución. Y bien se sabe la autoridad que el autor tiene en la materia. Él es quizás entre nuestros contemporáneos quien más y mejor conoce la época colonial, en cuyo meollo se ha hundido, inspirado tal vez por aquel aforismo de Estrada que ha puesto como lema a una de sus obras, a La ciudad indiana: «Si conociéramos a fondo todos los fenómenos de la sociedad colonial, habríamos explicado las tres cuartas partes de los problemas que nos agobian» . Y La ciudad indiana, con todos sus   —220→   inevitables defectos, es viviente testigo del valor del doctor García como sociólogo.

Ahora, en las Memorias de un sacristán, nos presenta un libro de otra índole, pero inspirado en la misma tendencia. Aquella fue una obra de erudición, casi de vulgarización; ésta al contrario es de género ameno, novelesco; pero ambas tienen por base un escrupuloso, un minucioso conocimiento de los hechos.

En las Memorias de un sacristán aparece la Buenos Aires del siglo XVIII considerada en su faz clerical. No son más que un trozo de la socialidad porteña colonial, pero un trozo real, viviente, palpitante. Ese ambiente, esa vida surgen ante nuestros ojos, llenos de vigoroso colorido.

Por allí vemos deslizarse unos frailes que discuten, que se arremeten. Sus ánimos están sordamente roídos por ponzoñosas envidias. Su dialéctica dista mucho de ser sutil. No aparecen en ella los finos, los tentadores sofismas, los interesantes dilemas. En los áridos cerebros de estos frailes retoña sólo raquíticamente la teología, ya en plena decadencia en la metrópoli, allá en Salamanca, cuanto más en estas tierras poco propicias para semejantes acrobatismos mentales. En las controversias, a lo sumo tienen habilidad para extraviarse en la chicana. Mas si les falta agudeza filosófica, les sobra, en cambio, la más burda superstición. Por doquiera ven al espíritu maligno en acecho de las almas.

Un inquisidor... Se llama fray Francisco de los Ríos. Lo atormenta un vehemente celo por la extinción de la inmoralidad. En su estrecho cráneo va rumiando serias represiones de la herejía triunfante. Su dogmatismo se exaspera frente a toda contradicción. Por cierto que es un tipo que despierta interés. Nos parece verlo surgir de las páginas del libro, con su enjuto rostro de asceta, su color bilioso y sus delgados y pálidos labios, musitando graves amenazas.

Pasan monjas, pasan beatas... Por excepción hay un risueño obispo propenso a la afabilidad. La atmósfera está cargada de superstición. La idea del demonio obsesiona todos los ánimos. Con seriedad discuten los directores de almas sobre el modo de ahuyentar los íncubos y los súcubos. Estas cuestiones   —221→   son de suma gravedad: hay divergencias, se citan textos, se hace gala de una pomposa erudición. El culto católico se ha transformado en el más grosero fetiquismo.

En ese ambiente real, que sentimos, que comprendemos, surge una figura contradictoria, la del redactor de las memorias, el sacristán Raymundo. No es él un tipo de aquel tiempo: es más bien una figura tranquila, dulce, sonriente, que a duras penas parece reprimir bajo su hábito, su benévolo escepticismo finisecular. Algo hay en su espíritu de la sutil ironía de Anatole France. Lo envuelve una atmósfera asfixiante de renunciación, de anulación, del todo lo que implica instinto, alegría, placer: él, al contrario, ama la vida. Es discreto y sencillo. Deléitanle las ingenuas leyendas llenas de piadosas enseñanzas. Comprende la pasión humana, el extravío. Su filosofía es bondadosa y ligera, pero lo arrastra con frecuencia hasta las vecindades de la herejía. Si el comisario del Santo Oficio pudiese penetrar en el fondo de su alma, sin duda debería acudir a sus exorcismos para poner en fuga a tanto diablillo que la ocupa. Los vivaces ojos de Rita, la hembra lasciva, escándalo de severos frailes y de escrupulosas beatas, su aliento perfumado, su cuerpo voluptuoso, le llenan de angustia y de infinito perdón por las culpas humanas. ¿Qué siente él junto a la reja del confesonario, tras de la cual la cuarterona desmenuza lentamente y en voz baja, sus pecados amables, acariciándole el rostro con su aliento que huele a hinojo y a menta? ¿Qué siente «el hombre»?...

En las Memorias de un sacristán no se desenvuelve una novela; sólo las constituyen unos simples cuadros rápidamente esbozados, pero que al armonizarse forman una gran tela en que el medio y la época se destacan con nitidez prodigiosa. Únicamente es de lamentar que el doctor García no le haya dado mayor rotundez al libro, que al concluir casi en forma trunca, nos deja con un íntimo deseo de saber más, de continuar algo más en compañía de Raymundo. Cuesta trabajo dejarlo. Se desearía seguir observando aún aquel fino, suave espíritu, a ratos atormentado, generalmente sereno.

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Pero, aparte ya el interés puramente novelesco del libro, vale la pena detenerse sobre su mérito como obra erudita. Basta haberse puesto en contacto con los viejos papeles de la colonia, testigos y relatores de los hechos de ese tiempo, papeles a través de cuyos jadeantes períodos, de cuyo retorcido estilo ridículamente hueco, se lee en las almas estrechas de nuestros antepasados, para comprender la ímproba labor contenida en las Memorias de un sacristán, que han resultado toda una evocación. No falta tampoco en ellas aquí y allá, la frase breve, el rasgo fugitivo que encierra atinadísimas observaciones sobre nuestros más fundamentales fenómenos psicológicos y colectivos. El carácter fugitivo de esas observaciones hará que pasen desapercibidas a muchos que hubieran quizás preferido verlas desenvueltas en numerosas páginas apoyadas sólidamente sobre eruditas notas. Todo es cuestión de temperamentos. Algunos diluyen en bien nutridos tomos los datos que han ido recogiendo merced a una asidua labor; otros sintetizan en un rasgo su rico caudal de experiencias. Éstos logran dar una impresión de conjunto, presentarnos las cosas visibles y palpables; aquéllos, no. Preferimos a los primeros entre quienes se encuentra el doctor García.

Dignos también de atención son los conocimientos demonológicos presentados en el libro. Es por cierto de sumo interés conocer cuál idea del diablo tenían los colonos americanos, desde que esa idea podrá servirnos de clave para explicarnos muchos caracteres importantes de su psicología. Esta tarea en parte la ha realizado el doctor García, que ha dedicado muchas páginas de las Memorias a tan entretenido como provechoso tópico, páginas en que conocemos las diversas modificaciones que el clásico rebelde, el Diablo europeo, ha sufrido al hallarse en contacto con los fetiches indios y negros. La materia se presta, sin embargo, para una más detenida atención de la que este libro ha podido prestarle. ¿Le deberemos al autor en el futuro un trabajo capital sobre el punto?





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El alma española por Ricardo Rojas

Rojas va afirmando paulatinamente y sin tropiezos su reputación literaria sobre una sólida base. Su obra, ya bastante vasta y sin nada de deleznable, acusa además todo un temperamento. No hay en ella discontinuidad como en la de otros escritores: ciertas características comunes de los tres libros que la constituyen, son testimonio de la unidad del pensamiento de su autor. El último de esos libros, recientemente llegado, es El alma española, publicado por la biblioteca Sempere.

Es una recopilación de artículos críticos, que datan de diferentes fechas, sólidamente pensados, escritos con galanura, que dan muestras de la seriedad del pensamiento de Rojas y de su educación literaria poco común por aquí. Son artículos que no justifican talvez a primera vista el título demasiado amplio y significativo del libro, pero que, bien considerados, lo explican suficientemente. Ellos, en efecto, no son unas simples crónicas más o menos superficiales, de aquéllas que -como todas éstas que se escriben al día- viven una hora y mueren, cumpliendo su misión del momento. No. Algo alienta en ellas de más positivo y más serio: es el sentimiento profundo del alma española que Rojas posee y que en todas ellas ha puesto; es la compresión de esa alma, tan compleja y tan rica, de la que, yo creo que por desgracia, estamos nosotros, los argentinos, demasiado divorciados. Pero a Rojas no le falta el sentimiento de la tradición de la raza, de la que se siente el eco en todos sus libros; su lenguaje conserva algo de lo grave y jugoso de la buena prosa castellana; y, todo ello, adviértase, lo remoza con su cultura bien moderna y su conocimiento de las cosas de Francia.

Doblemente elogiable, pues, lo considero: no sólo por el talento que en todas sus obras demuestra, sino también por el espíritu de esas obras, que tiene mucho de castizo que me sabe a bien. Pues, ciertamente, ninguna cosa más provechoso para nuestras letras que esa influencia francesa, sólo reprobable por los rancios pedantes, que ha venido a airearlas, que les ha abierto horizontes, que las ha puesto en el buen   —224→   camino; únanse a ella enhorabuena, si es posible, otras influencias, sobre todo la italiana; pero manténgase en nuestras letras el espíritu español, que si la literatura francesa les ha aportado elementos que les faltaban, ese espíritu que es su lastre, les da el nervio, el colorido, el modo de ser propios del sentir de la raza, de la cual -¡vamos!- no estamos aún tan desvinculados. Téngase efectivamente en cuenta que es el castellano nuestro idioma y que, si algo nos conviene, es ahondarlo y espulgarlo y conocerlo mejor, para usarlo con provecho, más bien que dar a nuestra lengua ese colorido gris que va adquiriendo por el calco que de ella hacemos sobre la francesa. Léase si no El imperio jesuítico de Lugones -justamente me refiero a un libro de actualidad- y dígase si no vale más esa prosa gallarda que sabe a castizo, que esa jerga mestiza e incolora en la que todos solemos nadar. Mas el tema es largo y no como para desarrollarlo en una breve nota bibliográfica. Me felicito, sin embargo, que a estas consideraciones me haya llevado el libro de Rojas, en el que me he sentido durante unas horas en medio de una atmósfera sana.




Burbujas de la vida por Manuel Ugarte

Mi primera impresión, al recibir el libro, no fue, lo confieso, favorable a su autor. Su índole y el título ingenuo no eran, por cierto, los más propios para hacérmelo simpático. Tengo, en efecto, opiniones radicales sobre esas obras heterogéneas, formadas con los más opuestos artículos, obras sin espíritu y sin unidad, contra las que ya he tenido ocasión de arremeter varias veces. Y creí por un instante que la de Ugarte entrara en el número. Pero su lectura me conquistó y me mostró mi engaño.

Ugarte no ha necesitado esforzarse para reunir el material de ese libro. Cronista fecundo, brillante, poco ha debido costarle hallar las páginas necesarias entre su producción dispersa. Y como libro de crónicas, todas sabrosas en su superficialidad genérica, merece con justicia el elogio. Se lee sin esfuerzo, sugiere agradables reflexiones, y se deja de las manos con la misma benévola simpatía con que se despide en el café a un amable vecino de mesa que nos ha entretenido   —225→   unas horas con su charla espiritual y ligera. Además, si el vecino ha expuesto alguna paradoja más atrevida que seria, o si ha emitido sobre algo o alguien un juicio algún tanto apresurado, se lo perdonamos indulgentes, atendiendo a las circunstancias: e igual cosa diré de Ugarte, cuando lo hallo asaz pródigo en elogios para hombres y cosas que no los merecen. Por otra parte, estos sus pecadillos algo perjudiciales porque logran envanecer a tanto grafómano que anda por estas tierras, son compensados con exceso por la labor lenta pero proficua que él realiza desde París, sirviendo de vehículo de comunicación mediante sus cartas, sus artículos y sus libros, entre las diversas repúblicas hispanoamericanas, entre éstas y la madre patria, y, si se quiere, aun entre éstas y Francia.




Cantos de juventud por Ángel Díez de Medina

Es el título del tomito de versos que este distinguido escritor boliviano, residente entre nosotros, nos remite. Versos ligeros, algo vulgares, con no pocas inexperiencias propias de la edad en que su autor nos dice fueron escritos, tienen, sin embargo, el mérito de constituir una notación nada monótona de la vida sentimental de su autor. Efectivamente el dolor y la alegría, el odio y el amor, la fe entusiasta o el amargo escepticismo, la esperanza de un instante o la desesperanza de otro, se confunden en esas rimas, dándoles variedad y animación.

Las precede un prólogo, que es una página de bella prosa que nos encariña con el autor por la no fingida modestia que en ellas se transparenta.