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ArribaAbajo Cuando la mujer escribe

Ida Baroffio Bertolotti


Hace algunos días, un querido y docto amigo mío, escritor reputado, habiendo hallado en uno de los diarios más difundidos un artículo firmado con el nombre de una nueva colaboradora hasta entonces desconocida, tuvo una expresión tragicómica de impaciencia y de indignación, y exclamó:

-¡Otra más! ¡Pero esto es un contagio, una epidemia!, ¡una grafomanía en el período agudo!, ¡una forma de locura colectiva!...

Hechas las concesiones debidas a las exageraciones de mi buen amigo, es, sin embargo, necesario reconocer que el número siempre creciente de mujeres, no diré literatas, pero que consagran a la literatura sus ocios, o toda su intelectualidad, puede, en verdad, impresionar, y no en un sentido favorable para el mismo fenómeno.

La añeja sentencia que manda a la mujer a hacer calceta, ha hecho ciertamente su tiempo, y ya todos admiten la participación femenina en las profesiones antes reservadas exclusivamente para el hombre. La necesidad de ser un agente productivo en la economía doméstica, abrió a las mujeres las puertas de las oficinas y de las universidades, las instaló ante las máquinas de escribir y los inmensos registros de protocolo, puso en sus manos el compás del arquitecto y el bisturí del médico. Naturalmente la multitud de las valerosas no se amedrentó tampoco ante la pluma y las carillas blancas del escritor; antes bien, numerosas manos femeninas corrieron veloces sobre las páginas cándidas.

Talvez, demasiado veloces. Talvez, demasiadas páginas, ¡ay!, no ya cándidas, sino cuajadas de líneas, palabras e ideas, razonamientos y fantasías, una abundancia, una superabundancia de producción, que adquirió bien pronto proporciones alarmantes.

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Además, siendo la profesión literaria una de las menos retribuidas, cuyo ejercicio da raramente la riqueza, y muchas veces con dificultad el pan cuotidiano, es también la forma de actividad escogida por muchas señoras y señoritas que, no hostigadas por las necesidades de la vida, escriben sólo a fin de ocuparse en algo, conciliando el deber universal del trabajo con un pequeño sueño de ingenua ambición. Así vemos las redacciones de los diarios y los despachos de los editores invadidos por una muchedumbre de gentiles postulantes, con el pequeño envoltorio de su manuscrito, ceñido por un lazo de seda pálida, temblorosas entre la esperanza de una aceptación y el temor del no fatal; que ofrecen toda su actividad intelectual por «amor al arte», o por «el bien de los niños», o por «el triunfo de la gran causa femenina», o por cualquier otro fin más o menos serio, detrás del cual a menudo se esconde la grande, inmensa esperanza de ver por fin el propio nombre impreso en las columnas de cualquier periódico cuotidiano, semanal o mensual.

Y he aquí por qué, también en los centros menos poblados e intelectuales, en provincia o en los pueblecitos perdidos y lejanos, no falta el periodiquín o la hoja literaria en que la mujer del médico bosteza en cuatro estrofas su melancolía sentimental e incomprendida, la maestra del pueblo escribe para los chicos unos cuentecillos aun más inocentes que los pequeños lectores, y una respetable madre de familia, ex institutriz, da la receta para quitar las manchas de grasa en los trajes o para cocinar el plato del día.

A veces, también, se logra conciliar lo útil con lo agradable: el periodiquín que vive de tijeras o de colaboraciones de diletantes, produce una pequeña renta a la directora, acaso más abundante y de todos modos menos penosa que la que obtendría a fuerza de aguja o por cualquier otro expediente.

Pero estas pequeñas trabajadoras del pensamiento forman la población menuda, la muchedumbre; a su frente y por encima de ellas marcha la vanguardia de las mujeres activas e intelectuales que trabajan valerosamente por un ideal y por el pan de cada día, que representan una idea y son cabeza y sostén de una familia, que rodean de notoriedad su nombre   —176→   y de bienestar a los propios o ajenos hijos, que piensan, trabajan, luchan y llegan.

A estas mujeres de vanguardia, puñado escogido y simpático, también la mayoría de los hombres perdona el atrevimiento. El éxito absuelve. Ellen Key, la Buckner, madame Severine, Matilde Serao, ya sólo obtienen aplausos. La crítica se vuelve al contrario severa y despiadada con las menores, subraya sus lados ridículos, pone en broma los piadosos, revela y burla las ambiciones ocultas, o bien es pródiga de una indulgente compasión que glosa con la obligada cortesía hacia la debilidad y la inferioridad. En estos casos es preferible la censura, y la más cruel.

Cuando una mujer comienza a escribir, despierta en el público, como primer sentimiento, el de la desconfianza. Presentadle a alguien un mozo, diciendo: «Es un joven escritor», y noventa y nueve veces sobre cien el otro tendrá una expresión o una frase de simpatía, o, por lo menos, de benévola curiosidad. Decid de una mujer: «Es una escritora», y en el acto, si su nombre no es ya muy conocido favorablemente, veréis una leve mueca de desconfianza o de contrariedad reprimida. Parece que el viejo adagio: «¡Guárdate de la mujer que sabe de latines!» , tiene personas afectas asaz rigoristas que lo aplican con exceso aún a quien no ha declinado tampoco una vez el rosa, rosae, y tiene sobre la conciencia en cosas de literatura, solamente algunos pecadillos veniales, como cortas poesías, cuentitos o breves artículos de cualquier índole, en la vulgar lengua patria.

Esta crítica rigorista hiere, pues, toda aquella turba de humildes escritoras, cuyo objeto principal parece ser el de formar una literatura aparte, algo así como una literatura a uso de las mujeres, y gasta todas sus fuerzas tratando de hacerla muy gentil, muy dulce, una literatura de deshecho, a base de flores y de suspiros, de crujidos de sedas y de sonrisas de niños.

Ahora bien, todo esto es muy peligroso porque degenera fácilmente de la gentileza a la dulzonería, de la simplicidad a la vaciedad. Por lo cual, exceptuando unas pocas mujeres escogidas, los temas frescos y gentiles son mucho mejor   —177→   tratados por los hombres, cuya robustez de pensamiento y de concepción da nervio a las ideas más humildes y delicadas. Es éste el motivo que explica por qué entre tantas mujeres que componen versos, son bastante raras las poetisas verdaderas, dejándose la mayoría de ellas desmayar en una armonía hueca de frases rimadas.

Mucho mejor resultan las mujeres inteligentes, en el estudio de las ciencias exactas, de las lenguas antiguas y modernas y de las ciencias sociales. En efecto, por cada buena literata encontramos muchas óptimas profesoras o profesionales distinguidas, y también sabias entregadas a estudios severos y profundos.

Eminentemente positivo, el carácter de una mujer inteligente se revela en el razonamiento sereno, en la visión segura de una cuestión, en la rectitud de juicio, en la rapidez del proceso analítico y en la ingeniosidad de la síntesis. Frente a una sola novela discreta debida a una pluma femenina, tenemos una cantidad respetable de memorias, tesis, ensayos críticos, que dan muestras de la seriedad de estudios difíciles. Espíritu de observación, diligencia, dotes críticas, y, al contrario, fantasía escasa, pasionalidad dudosa, deficiencia creadora, he aquí, más o menos, las cualidades y defectos de la mayoría de las escritoras, aun de las buenas.

Con todo, muchas mujeres escriben y muchas más escribirán, porque la carrera literaria, tan difícil para quien la recorre seriamente y con la mirada y la aspiración muy en alto, es pródiga de fáciles satisfacciones a las ambiciones modestas, a los pequeños orgullos y a las vanidades gentiles. Por esto, la tinta continuará manchando los dedos róseos de las mujeres y las prensas seguirán gimiendo bajo el peso de frases dulces, ¡tan dulces!

Para las mejores el camino está sembrado de espinas. Por consiguiente se puede juzgar a una mujer que escribe, preguntándole si se prepara a una cosecha de flores o a una ruda batalla.