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ArribaAbajo La labor de Sánchez

Ambrosio Pardal


La labor dramática de Florencio Sánchez ha sido ajena a toda concesión al público. Sánchez ha seguido su senda, sin temores ni desfallecimientos. Aparto, claro está, algunas obras inferiores de su repertorio, escritas pane lucrando. Son escasas y en todas ellas percíbense no obstante las cualidades que resaltan en las de aliento. En todas se ve la garra del dramaturgo de fibra.

Su obra es múltiple y vigorosa, notándose en ella una evolución serena, lógica, señalada por una distinta orientación teatral en sus primeros y en sus últimos dramas.

Se reveló con M'hijo el dotor. No es la obra mejor de su repertorio, pero marca en él la fecha inicial, siendo menester por consiguiente saludarla como una de las más dignas de consideración. Su primer acto es admirable. Sin duda a él debiose el éxito perdurable del drama. Allí Sánchez se mostró realista verdadero: el campo que nos dio era el campo que todos conocemos; sus tipos, esos tipos con quienes todos hemos hablado. La psicología del viejo estaba presentada de mano maestra.

Luego, una a una, vinieron las demás obras. Inmediatamente Pobre gente, de un realismo idéntico al de M'hijo el dotor, aunque en escenario distinto. Y después La gringa, obra maestra que desconcertó por su salvaje robustez. La gringa se me hace que representa en el teatro de Sánchez lo que La tierra en la obra de Zola. No me refiero naturalmente al contenido sino al valor representativo de ambas como notas discordantes por su aspereza, en el concierto de otras obras de una crudeza menos enérgica. En La gringa Sánchez derramó la lengua de sus tipos camperos, esa jerga multiforme que   —83→   ora es el cocoliche en boca de este gringo, ora es el criollo en labios del paisano, ora el lenguaje de la ciudad, español adulterado en boca de aquel pueblero.

La gringa es un drama lleno de vida y de pujanza, disgustante a ratos por su desnudo naturalismo, pero siempre humano, siempre verdadero, siempre sincero. Es además una obra saludable. Entraña un símbolo: significa la lucha entre el progreso y la rutina, entre la inmigración fecunda y triunfante, y la raza del suelo, noble raza, estacionaria y vencida. La gringa encarna de un modo más vívido, más vigoroso, más concreto lo que otro poeta nuestro, Rafael Obligado, ha cantado en una hermosa leyenda: la lucha entre Juan sin Ropa el forastero y Santos Vega el payador.

La obra empero no resultó. Acaso fuera oportuno que alguna compañía nacional intentara su resurrección.

En La gringa Sánchez había hecho un símbolo: aun avanzaría un paso más y en Barranca abajo plantearía un problema. Por eso alguien le llamó «ibsencito criollo». Sea como sea, el problema era interesante y bien planteado. Barranca abajo sin embargo, valía por otros aspectos más interesantes, aparte la tesis o lo que fuese. Barranca abajo era una obra más de las del verdadero repertorio de Sánchez. Era una obra dolorosa y sentida, una obra de observación y análisis. Y el campo aparecía en ella una vez más, maravillosamente reflejado.

Del campo pasaríamos a la ciudad y allí presenciaríamos otro derrumbe moral. En familia, la obra que sucedió cronológicamente a Barranca abajo, era la pintura fiel de un asunto real: el desequilibrio existente en tantos y tantos hogares. Del punto de vista de la psicología de los personajes En familia es sin duda una de las obras mejor resultadas de Sánchez. El padre, borrachón desmoralizado, las hermanas, lenguas largas, haraganas y coquetas, el hermano especie de filósofo cínico, todos son caracteres trazados con mano segura.

Después de En familia, Los muertos, obra audaz, original, trágica, que en otro país hubiese consagrado definitivamente a un autor. Justo es reconocer sin embargo que la crítica estuvo unánime en aplaudirla.

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Ese drama de orgía y de miseria, sin duda sería en cualquier repertorio, una gran obra moderna. El primer acto, sobrio, claro y, sentido; el segundo audaz, inapreciable como cuadro de género; el tercero sombrío, obsesionante en su atmósfera de borrachera y de crimen. Sana la tesis y enérgicamente planteada.

Sánchez iba afinándose como psicólogo. Considérese La tigra, que siguió a Los muertos, ensayo en un acto con todos los defectos de una obra intérlope, y se notará el largo trecho que desde M'hijo el dotor había andado en ese sentido. Esa vida triste de camarera, sobre la que Sánchez derramó una lágrima en un breve cuadro final de la comedia, cuadro de una sencillez y de una sobriedad quizás excesivas para la escena, hacía perdonar muchos otros defectos. ¿Pero cuál de nuestros autores puede envanecerse como Sánchez de haber escrito burla burlando, tantas obras en un acto, de evidente mérito a pesar de todos sus errores, como Canillita, ensayo juvenil sin importancia, y Cédulas de San Juan y La tigra y aquella Moneda falsa que hecha en verdad burla burlando, resultó empero una obrita maestra? Tan es así que de ésas cuatro obras inferiores pueden deducirse las características más felices del teatro de Sánchez, sin recurrir a sus obras de aliento. Sus raras dotes de observador, su amor por las vidas humildes, su notable habilidad escénica, su honda perspicacia de analista y mucho más se puede hallar en las obras mencionadas. Y en todas un asombroso derroche de vida, de movimiento, de colorido, aparte la pesimista crudeza del pequeño drama humano y novedoso que encierran.

Negar los evidentes méritos de Sánchez, cual observador de medios sociales inferiores no era ya posible; pero se suponía que sólo en ese terreno habría de encontrarse a sus anchas, no creyéndosele capaz de salirse de él. Se le relegaba a pintor del campo, del conventillo, del café concierto, de la calle, de los hogares modestos. Dogmáticamente se afirmaba que no lograría abordar con éxito el estudio de cualquier otro ambiente que no fuera de los usuales en sus dramas conocidos.

Y puso entonces en escena El pasado que echó por tierra   —85→   todas esas afirmaciones antojadizas. Fue una nueva revelación. En esa obra angustiosa cambiaba el dramaturgo de medio social: transponía esas puertas que se juzgaba habrían de permanecerle siempre cerradas.

El éxito de El pasado no fue el que hubiera podido esperarse, no porque el drama no reúna todas las múltiples cualidades de Sánchez, acrecidas por la experiencia, sino a causa de que el tercer acto rompe con su dulce serenidad la tirantez atenaceadora de los dos anteriores, de lo cual resulta una acentuada falta de uniformidad desfavorable para la impresión de conjunto. Ciertamente la escena tiene sus exigencias, y, aunque posible, disuena en el rápido, sintético desarrollo de un drama una excesiva disparidad en el colorido de los actos, cual sucede en El pasado.

El hielo estaba roto. Sánchez tenía condiciones de observador que le hacían apto para elevarse a ambientes más cultos de los que había tratado en sus primeras obras. Después de El pasado -Moneda falsa entre ellos-, Nuestros hijos. Ya no había objeción posible: sí, él también sabía de ambientes aristocráticos. ¡Y qué obra tan bella e intensa y valiente! La tesis es noble, aunque temeraria. Eso disgustó un poco, pero -¡qué diablos!- Sánchez no escribe con el fin de satisfacer opiniones de grupos. Algo más legítimo le impulsa que el simple ruido de los aplausos que se prodigan sin discernimiento en las noches de estreno.

Y por último Los derechos de la salud, su obra más atrevida, de las más discutidas y, posiblemente de las mejores. La voz de la crítica sobre ella es demasiado reciente, para que necesite yo en esta rápida reseña insistir de mi parte.

A Sánchez se le ha llamado últimamente nuestro Bracco. No hay duda, sí lo es por el conocimiento de la técnica teatral, por la audacia en abordar las situaciones y en plantear las tesis más arriesgadas, por el arte en crear seres de carne y hueso. Fáltale de Bracco el gracejo, el diálogo chispeante y la habilidad en urdir comedias de una espiritualidad inimitables; fáltale también (y no es de lamentar) la sutileza, diría casi el alambicamiento del gran dramaturgo italiano, que convierte sus tesis en verdaderos problemas y que llega   —86→   a menudo a ser un extravagante casuista, a fuerza de quintaesenciar el espíritu de una situación.

Pero Sánchez quizá por eso mismo, es más humano, quizás mira más hondo en la vida. Ello hace que cada una de sus obras sea un documento, un raro documento de psicología y sociología eminentemente nuestras. Por tal concepto nadie más nacional que este dramaturgo, uruguayo de patria, argentino de adopción, que ha sondado todas las capas sociales y cuya obra constituye un verdadero museo de tipos.

Pero su labor con ser ya vasta, apenas está en sus comienzos. Diez y seis obras lleva escritas y de ellas ocho, a decir poco, que encuentran respectivamente partidarios que las colocan sobre las demás. No las une por otra parte ese inconfundible aire de familia que hallamos frecuentemente entre las obras de otros autores. Son ocho piezas diversas por completo, en los procedimientos, en la pintura del ambiente, en la idea que las informa y en el modo de exponerla. Atiéndase precisamente a este último particular. La gringa es una obra simbólica; en Barranca abajo hay un conflicto espiritual, un problema, quedando reservada al espectador la decisión; en Los muertos es la acción que va confirmando con los hechos la idea engendradora del drama, puesta en boca del protagonista, tipo representativo de la obra; en El pasado teoriza el protagonista, así como en Nuestros hijos, mientras que Los derechos de la salud al contrario, a pesar de las brutales afirmaciones de Roberto, se cierra a mi ver con un interrogante.

Ahí está otra de las grandes cualidades de Sánchez. No se repiten en sus obras las situaciones o los caracteres: una continua variedad imprime un sello propio, inconfundible a cada una de sus creaciones.

El trecho andado es corto comparado al sendero que aun ha de recorrer: eso nos dice que si ya Sánchez ha dado mucho, enormemente más todavía debe esperar de su pluma fecunda nuestro teatro que surge con lamentables tropiezos, es cierto, pero también con empujes hermosos.