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ArribaAbajo Florencio Sánchez

Carlos Octavio Bunge


En medio de la fría indiferencia con que se reciben aún en nuestro país las producciones intelectuales, paréceme altamente plausible la idea de tributar un homenaje a Florencio Sánchez, con motivo de su último drama titulado Los derechos de la salud. Por esto presto gustosamente mi colaboración para el número de la revista Nosotros, que piensa dedicar al insigne dramaturgo criollo un selecto grupo de jóvenes escritores. Será éste un acto de estricta justicia. El autor y la obra lo merecen.

El autor posee un indiscutible genio dramático que yo compararía a un diamante en bruto. Tiene él la exacta visión del teatro, conocimiento de la vida, admirable intuición de tipos y caracteres. Sus piezas son todas fuertes, llenas de lógica, vibrantes de emoción. Abundan en situaciones intensas, en movimiento, en realidad.

Junto a estos méritos que bastan para constituir un gran dramaturgo, nótase, acaso, cierta falta de pulimiento y de ideal. No quiero decir con ello que el teatro de Sánchez sea una vulgar fotografía de la vida, sin ideas ni personalidad. No sólo hay ideas en toda la obra de Sánchez, sino que también se revela un temperamento original, una garra poderosa que deja siempre un rastro de sangre... Las deficiencias a señalarse en ella serían más bien en el fondo, si es que ello es deficiencia, la tendencia egoísta de su ideal estético; en la forma, un lenguaje a veces pedantesco e inverosímil.

En cuanto al fondo, Sánchez hace siempre primar en sus   —72→   personajes los apetitos y pasiones sensuales, sobre estímulos y móviles más bellos... ¿Puede hacérsele un cargo por eso?... En manera alguna, pienso, puesto que Sánchez ve así la vida. «El arte, como dice genialmente el menos artista de los grandes escritores, Zola, es la Naturaleza vista a través de un temperamento». Sánchez no es Sófocles, ni Shakespeare, ni Ibsen. Sánchez es Sánchez. Su principal mérito es la sinceridad. Siempre está de acuerdo consigo mismo. Es así que tiene, y tan marcadamente, los defectos de sus cualidades. Si aplaudimos sus cualidades olvidémonos, pues, de sus defectos. No pidamos naturalidad a Sarah Bernhardt, ni aristocrática distinción a Grasso. Reconozcamos en ellos lo que son ellos, esto es, el género que tan maravillosamente representan.

La belleza de una obra humana, que como tal no será jamás perfecta, puede medirse por la admiración que nos provoca, y esta admiración, por esa especie de aniquilamiento que produce en nuestro ánimo quitándonos la voluntad de ver sus defectos y señalar sus deficiencias. Si Flaubert nos parece perfecto es porque nos deslumbra a punto de enceguecernos para que no apreciemos sus fallas y lagunas...

Sánchez, en su último drama, me produjo una impresión tal, debo confesarlo, que no he podido hacer crítica, de fondo, al menos. Su manera cruel de ver la vida, me ha vencido, me ha quitado la capacidad de hacer análisis... Su moral nietzschista me ha parecido verdadera. Y he recordado un curioso pasaje donde Aristóteles nos dice que la piedad es a veces enfermiza y peligrosa, debiendo curarse con un purgante ¡la tragedia! Confieso, pues, que si me he hallado indigestado de caridad por los débiles y por los enfermos, Sánchez me ha propinado el remedio que proclamara Aristóteles. ¡Curiosa coincidencia de psicología humana a través de las edades y los pueblos!

El único lunarcillo que pudiera criticar en la producción de Sánchez, es así más bien de forma: lo inapropiado y artificioso del lenguaje. Cuando Sánchez hace hablar al pueblo, como en M'hijo el dotor o Los muertos, el pueblo habla en su   —73→   idioma. Sólo cuando hace hablar a la burguesía, como en Nuestros hijos o Los derechos de la salud, resulta el estilo chocante en piezas tan realistas, tan humanas, por falta de naturalidad y sencillez. He ahí una falla que bien puede indicar la crítica al dramaturgo y que él ha de corregir fácilmente, con su viva inteligencia y su vasta cultura literaria. Mas debo declarar también que en ciertos momentos, como en las escenas medias del segundo acto de Los derechos de la salud, la emoción trágica es tal, que el más descontento retórico olvida lo extraño de la forma, subyugado por la profunda belleza de la idea...

El teatro de Sánchez, en general el teatro criollo, es lo que algún crítico francés, refiriéndose a Bernstein llama «teatro frenétíco». El diálogo se presenta escueto y desnudo en una violenta trama pasional o ideológica. No hay matices, no hay paréntesis, no hay absolutamente serenidad. Desde la exposición al desenlace la acción va rápida y segura como una puñalada. Hago notar este hecho, no en son de censura, ni tampoco de elogio... El «teatro frenético», de Bernstein y de Sánchez puede producir tan hermosas piezas como el teatro matizado y descriptivo de Dumas o de Donnay. Tan absurdo sería negar una forma como negar la otra. Hay que reconocer que en ambos puede hacerse obra de belleza y de verdad. Y es bueno consignarlo así, porque nuestra crítica parece tender hoy a considerar el «frenesí» de la acción como su primer mérito y la armonía y la serenidad como un defecto.

Hay por cierto en Sánchez méritos muy superiores a ese «frenesí» de la acción. Yo hallo en sus piezas una filosofía amarga y vigorizadora como un tónico. Esta es la mejor prueba de su verdadero mérito: la emoción estética proyecta sus sombras morales, a veces, hasta nos llena el alma de sombras... Porque, es indudable, quien hace arte verdadero hace también, sin intentarlo ni saberlo, construyendo o demoliendo, positiva o negativamente, contra o según la tradición o el medio ¡hace moral!