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ArribaAbajo Revista de revistas

Alfredo Costa Rubert



La Lectura -Madrid

En esta revista que dirige Francisco Acebal, el señor Pedro Dorado publica un artículo cuyo título, «¿Viva el pecado?», es ya promesa de tema interesante.

El señor Dorado es ya bien conocido entre nosotros, pues además de ser La lectura -donde con frecuencia colabora-, muy leída aquí, los Archivos de psiquiatría y criminología, publica con frecuencia artículos que no han pasado inadvertidos.

Es este artículo de La lectura tan bueno, tan interesante, tan hermoso que no es posible callar.

Comienza el señor Dorado: «Yo comprendo bien el estado de inquietud y de tortura espiritual de los místicos. Es cosa desesperante, en verdad, engendradora de un desosiego permanente, eso de buscarle norte y un significado a la vida, y no encontrárselo. Trata uno de obrar en todo, o en lo más posible, razonablemente, y después de mucho afanar, tiene que declararse vencido, por no haber logrado descubrir en qué consiste lo razonable. Nuestra razón y nuestra inteligencia son, quizá, un estorbo y un disolvente incompatibles con la apacible tranquilidad que parece condición indispensable del vivir gozoso» . Y después de hablar brevemente de la libertad, de la razón y la inteligencia, continúa:

«No hay manera de escapar al tormento que para el alma llevan envueltas todas estas preguntas; o, mejor dicho, no hay otra manera de librarse de él más que no haciéndoselas. Recorrer la línea de la vida sin vivirla, como un guijarro del camino, que tiene peso y ejerce presión y verifica combinaciones químicas, pero sin saberlo ni buscarlo: tal es, acaso, el ideal, si ideal cupiera en circunstancias semejantes. ¡Cuánto mejor fuera, quizás, si la suposición no es blasfemia -que tampoco sabemos si lo es, y si lo es, decimos como ella muchas-; cuanto mejor fuera hacer sacrificio y renunciación de nuestra actividad inteligente y dejarnos llevar todo lo posible a la deriva, como cuerpos muertos, sin hacer pinitos de independencia ni pretender guiarnos por propias, conscientes resoluciones! Si los seres sin vida y sin conciencia, conduciéndose de esta suerte, contribuyen a los planes divinos y los secundan, ¿por qué no había de ocurrir igual con nosotros? Es también posible que así suceda, a nuestro pesar. No tendría nada de extraño que pretendida dirección consciente de nuestra conducta fuese del todo ilusoria: quizás vamos empujados hacia donde no podemos menos de ir, sin otra particularidad característica nuestra sino que en este viaje   —156→   nos acompañan a menudo la inteligencia, la conciencia, la razón, que hacen papeles de simples testigos, y no de guías».

Hay a continuación una serie de consideraciones sobre nuestro afán de triunfar fácilmente en la vida, y después de contristar con la realidad de este vivir fatigante e inútil en persecución «de cosas inaccesibles», nos dice: «No sé yo, en vista de lo dicho, si será posible negar que todos hemos nacido y crecido en el pecado y que de pecado e iniquidad se compone y alimenta la vida humana. Creo que no. Todo esta vida, que no se hace sino socialmente, requiere la prepotencia, la represión, la imposición de unos sobre otros. Las relaciones sociales presuponen la dominación por una parte y la sumisión forzosa por otra. De esto se halla tramada tal vida. Se dice que el vínculo y el aglutinante de los hombres constituidos en sociedad -estado «natural» de estos, según se añade- es la moral y el derecho. Pues la moral y el derecho ni los concebimos ni los practicamos sino dándole el sentido de potestad, quiere decir, de prepotencia y subyugación. No parece haber en todo el universo más que subordinación de unas partes de él a otras, de unos seres a otros. Ahora, la subordinación mutua entre los hombres, exigida coactivamente, cualquiera que sea el modo de esta coacción, favorable a unos y perjudicial a otros, o aún beneficiosa, si así se quiere, para todos ellos, al menos durante un cierto período y desde un determinado punto de vista, es lo que denominamos moral y derecho, ora estén, ora no estén formulados en reglas concretas, legisladas. No se concibe moral ni derecho -los cuales son, en el fondo, una misma cosa con distinto nombre y mirada por diferente aspecto- que no estén integrados por normas de conducta, y toda norma envuelve, indefectiblemente, exigencia de un lado y subyugación de otro. ¿No es un contenido de deberes el que se da a la moral por todo el mundo, sea cual sea la concepción o filiación filosófica de donde se parta y a la que el moralista pertenezca? Pues el deber implica sumisión y, por tanto, un sometedor y un sometido. Y del derecho. ¿No hay que decir lo mismo? Todo derecho, aseguran los técnicos -y parece que dicen verdad- es por fuerza una relación, en la que existe, por uno de sus extremos, pretensión o exigencia, y por otro -ya en distinta persona, ya en la misma, que esto para muchos es indiferente, igual que en la moral- obligación o deber. Es lo que quieren decir, con otras palabras, cuando aseguran que todo derecho tiene siempre por correlativo un deber, y todo deber un derecho, o que no hay acreedor sin su correspondiente deudor, ni al revés, deudor sin su correspondiente acreedor. La suma de deberes de una persona equivale a la suma de vínculos de subordinación y sumisión que la tienen ligada (ob-ligada), y merced a las cuales no es dueña de sí ni puede dirigir su conducta conforme a su criterio y a su voluntad, sino que ha de tomar por guía una voluntad y un criterio ajenos, aun cuando le parezca irrazonable lo mandado y torture con ello   —157→   su conciencia; la suma de derechos, en cambio, equivale a la suma, de poderes que alguien está facultado para ejercitar contra otro o contra otros, y con cuyo auxilio queda dueño, en cierto respecto, del deudor u obligado, sustituyendo su modo de ver las cosas y su querer, al modo de verlas y al querer acaso distintos, que tenga, éste» .

Repito que, según eso, más bien que la justicia y la moralidad, son la inmoralidad y la injusticia, los que forman el tejido de la vida humana, social por excelencia.



Sigue luego el eminente catedrático estudiando la ley creada para conservar el orden dentro de las agrupaciones sociales, va completas, ya incompletas, lícitas o ilícitas para sentar «que la vida que concebimos como natural, está determinada tan sólo por los impulsos naturales y por los dictados de la propia conciencia individual, no nos es posible hacerla. El individualista y el anarquista más exagerados lo comprenden así, y no quieren, por eso, renunciar a la vida en común, de que por otra parte, desearían verse libres, por ser ella, inevitablemente, engendradora de ligaduras y trabas para el desplegamiento de la personal actividad. Lo propio les ocurrió a los rousseanianos: enamorados de la naturaleza y de su exclusivo imperio, y considerando a la sociedad como causa originaria de todos los males que a la humanidad afligen, no quisieron resolverse a prescindir de la misma; lo que hicieron fue juzgarla como un mal inevitable, que había que procurar reducir a las menores proporciones posibles. Y en la misma disposición de espíritu se han colocado otros muchos.

Tal es lía cuestión, en sus términos más descarnados: «la sociedad es un mal inevitable». Ella degenera al hombre, y el hombre, animal social por excelencia, no puede abandonarla. Es el caldo de cultivo de donde este no se puede salir, y en el que, sin embargo, pierde o embota sus más excelsas, vigorosas y recomendables condiciones nativas.



Y después de decirnos y demostrarnos que la moral es convencionalismo, más o menos reflexivo y consciente, que el derecho, las costumbres, las maneras, la cortesía, el arte, la industria, el comercio y la religión son convencionalismos, nos sorprende con la exposición de su miraje verdadero de la vida y el precio de ella: amarguras, iniquidades, necesidades siempre nuevas, imperfecciones, limitación, injusticia, pecado.

Terminando su interesante estudio, después le largas observaciones sobre la vida social, con estos párrafos: «No es tan reprobable, como suele decirse, sobre todo de una manera general y sin pensar concretamente en lo que se afirma; no es tan reprobable como parece el obrar egoísta y, por lo tanto, con apariencias de injusto. Es una parte indispensable de nuestra vida, y de poco sirve declamar ni sermonear contra él. La fiebre de los negocios con su secuela, o si se quiere, con su móvil -ambas cosas, como en el hidrópico-, la fiebre de la ganancia, que llega al vértigo -el vértigo de   —158→   la velocidad, exactamente lo mismo que en otras relaciones-, podrá ser muy egoísta y muy pecaminosa; pero constituye, cuando menos hoy, una condición ineludible de la existencia social. Todos los pueblos «civilizados» o en camino de la civilización la padecen, aunque en diverso grado, según el grado de esta; es decir, según el grado de su industrialismo, característica, como se ha advertido, al decir de los que pasan por sociólogos competentes, de la civilización contemporánea. Será una fiebre de crecimiento, que mañana podrá desaparecer o darse sólo accidental y esporádicamente en algún caso; pero que en estos tiempos es normal, y si engendra injusticias, ellas son de las llamadas inevitables, esto es, exigidas por todo el complexo orgánico, estructural y el funcional de la sociedad presente.

No tenía razón Nakens al extrañarse, aún cuando irónicamente, de no haberse tropezado en la cárcel a los grandes ladrones, a los ladrones de millones, y sí sólo a los pequeños rateros. Es lo que también se dice con demasiada frecuencia. Mas el modo que aquellos emplean para hacer pasar a su gaveta dinero ajeno, es un modo perfectamente lícito y aprobado en los tiempos que corren y en nuestro medio social. Por otro lado, ¿cómo no acoger con una escéptica sonrisa las lamentaciones y censuras que, tanto periódicos como las gentes en general, dirigen a cada paso -sin mirar para sí propios, que hacen lo mismo, cada cual en su esfera- a los individuos con quienes conviven, y sobre todo a las clases y profesiones (comerciantes, panaderos, bolsistas, policías, escribanos... todo el mundo), por el modo como se comportan, hallándolo teñido de ambición, de codicia, de vanidad, de erostratismo, de recelo, de venganza, etc., etc.? Todo ello es, precisamente, «la sal de la vida» y sin ello la vida, por lo menos la actual, no se comprende. ¡Con cuánta razón puede argüirse a los censores con el «tire la primera piedra el que esté libre de pecado»! Y a todo juez, advertirle que se mire mucho antes de calificar de delito ninguna acción, y antes de castigarla, si es que quiere, como a todas horas suelen ellos decir, no ejercer sus funciones en nombre de la prepotencia, sino ejercerlas en nombre ¡de la justicia!






El Cuento Semanal

Esta hermosa publicación española ha resuelto hacer una edición especial para la República Argentina. Edición con la cual se proponen los amigos de El Cuento Semanal «hermanar lo más posible la literatura hispana y la bonaerense, ofreciendo a sus representantes una tribuna selecta y propicia a todas las inquietudes del espíritu moderno» .

Aplaudimos sin reservas esta simpática iniciativa, deseando la vida próspera que esta clase de publicaciones merece.