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ArribaAbajo La corte de los milagros

Juan Luis Ferrarotti


Peter Pardiggle is one of those men who cannot believe three and seven are ten.


Tom Hood                


Peter Pardiggle miró las mesas del café, buscando a alguien.

-¡Chis!, ¡Aquí! -gritó con apresuramiento una vocecita desgarrada, enferma.

Y Peter fue a sentarse junto a sus compañeros de la víspera, de hoy, de mañana, de siempre. Eran los inseparables. Un desprecio mutuo los ligaba. Esa inversión del evangelio tenía para ellos la fuerza de una necesidad. Debían sonreírse a horas determinadas, dejando serpentear frases sobre esfuerzos ajenos. Debían calumniarse las restantes. El incidente, el detalle, había formado aquel grupo que el dicho de un bohemio borracho bautizara con el nombre de «Corte de los milagros». El dicho tuvo el éxito de lo prohibido; hízose patrimonio de muchos; quedó.

La «Corte de los Milagros» sesionaba cuotidianamente en algún café, en cualquier café. Exigían sus espíritus fuera en alguno muy concurrido. La ilusión de que ojos distraídos los seguían en sus gestos, hacía de aquella corte, una corte de autócratas.

-¡Mozo, un whisky!

-¿Te has mojado mucho?

-No, un poco.

-Es un tiempo perro, me revienta.

-El médico me ha recomendado me cuide mucho. Pero, quién   —318→   demonios hace caso a los médicos. Al fin y al cabo, ¿qué me importa? Debo morir una vez.

-Es verdad; sin embargo, morir desconocido es muy triste.

-Tienes razón, es muy triste, muy triste...

Azotó un algo el grupo. Sintieron el miedo de la nada, de no ser nada. Peter, encendiendo su pipa fue siguiendo con mirada indiferente una bocanada de humo que en giros siempre más extensos fue perdiéndose. Luego, por la indiscreción de un ancho vidrio vio cruzar la calle, esfuminados, borrosos, muchos cansancios, caras tal vez curvas angulosas, incompletas. Sus compañeros sentían el silencio interior, el más terrible de los castigos. Las charlas de los demás eran insuficientes para despertarlos. Parecían unos perfectos egoístas.

Peter, mientras se servía con cuidado de químico su whisky, abarcó aquellos tipos de sus obras posteriores. En una testa descubierta para que apreciaran sus cabellos de una rebeldía dorada, en una testa en perpetua agitación por fabricar frases que valdrían un ademán, veía un neurasténico que debía llenar un cuento extravagante, un cuento manchado de psiquiatrías. En un sombrero de anchas alas sombreando una vanidad y una corbata flotante, vaporosa, sirviendo de marco un rostro que por haber dicho alguien recordaba a Zola, veía siempre retratado en los espejos del salón, analizaba recuerdos de páginas de Murger y evocaba París, sus hospitales, y muchas existencias más dolorosas que una maternidad trunca. En una mancha amarillenta de líneas bruscas que estereotipaban una risa enorme debajo unos ojos tan abiertos que parecían nunca alcanzaran a ver, reconocía un moralista, y moralista era porque siempre rezaba estupideces y lógicamente puro, un alma de destilaciones sucesivas, llena de los sanchismos que se escuchan con benevolencia y con benevolencia se les concede autoridad. Y por fin, en una barba rala, descuidada, una boca de cerco circunflejo, una vocecita desgarrada, enferma, lacras de vicios infames, unas espaldas arqueadas, estrechas que se ensanchaban en busca de una ruptura final, para vomitar una tos implacable, estaba el tema de un artículo, donde concluido iba a vivir el proceso de una enfermedad de la decadencia. Peter volvió a adivinar por el vidrio otras caras. Las del café,   —319→   como las de los suyos, eran casi todas nobles, hubieran honrado la corte de los milagros.

Irrumpió un pilluelo, una pincelada impresionista de arrabal, y gritó el nombre de un periódico, el título de un telegrama; interrogó con la mirada, una mirada de hartazgos precoces... Desapareció temiendo la total muerte del día y con ella, las indignaciones de algún artículo de fondo.

-¡Gavroche! -sonrió el sombrero de anchas alas.

-La larva del crimen, pontificó la testa rubia...

Habían roto el silencio.

-¡La larva del crimen! Esos chicos son de la especie de los sub-hombres. En su ambiente se llama amor el revolcar de carnes mugrientas, de carnes cansadas que la naturaleza ha privado de espíritu, como a la tierra para que se fecunden mejor, para que no comprendan más allá de la mecánica de la fecundación. No conocen el odio; obran a impulso. Esos chicos conocen todas las infamias porque las adivinan; la escuela, si la han cruzado, les deja al recuerdo del yugo; un maestro, y me pongo en el mejor de los casos, un verdadero maestro que no ha tenido la debilidad congénita de ser pedagogo, les ha enseñado a leer, a escribir, les ha hablado... ¡Bah! la larva. Haré algún día la disociación de la larva, una psicología minuciosa y demostraré cómo se genera el crimen, un crimen completo. Cuando aparezca mi obra, donde se hermanarán sin obstruirse Verlaine, Ibsen, Sade y Mallarmé nadie se atreverá a discutir la existencia de la literatura nacional...

-Lo que vos debías hacer es concluir primero tu drama, insinuó la vocecita desgarrada.

-¿Mi drama? Había concluido un acto y lo rompí. He cambiado de tesis. La otra parecía copiada de Fecondité. La nueva es completamente contraria. Sostengo que todo matrimonio no debe tener más de un hijo para que educado con mayor suma de cariños y de cuidados, forme una raza fuerte, superior. La despoblación consecuente de mi tesis, hará el mundo mejor, más apropiado para la felicidad. El reparto de medio será mucho más fácil. Un argumento no sé si original, pero digno de serlo. Si el niño muere, es porque es débil, la educación estaba mal encaminada. Es   —320→   necesario reanudar de nuevo. Ni una escena para el público. Hablaré a cada espectador. Hay una madre que reclama la muerte del hijo que se agita en sus entrañas; ya tiene uno, es demasiado.

-¡Eso dará lugar a un escándalo!

-Mejor que mejor: el escándalo es lo que debemos ambicionar para abrirnos paso.

Es preciso que formemos el auditorio, que llamemos la atención. Cuando la expectativa exista, entonces hablaremos. Debemos preocuparnos de nosotros. Con dos o tres dramas me pongo a la cabeza de los autores nacionales.

-¿Y si te silban?

-Publico la obra.

-¿Y el editor?

-Ya lo encontraré. Una serie de artículos rajantes contra el público, me aseguran editor.

-Yo se lo mandaría a Zacconi.

-Magnífico. Peter me lo traduce al italiano y lo mando. Figúrate la sorpresa cuando salga en los diarios un telegrama: «Éxito de un autor argentino». «La vita nuova», el título de mi drama y mi nombre intrigué a los periodistas y me busquen. Crónicas, interview, caricatura en Caras y Caretas, cabeza conocida en Pulgarcito. Y con ese triunfo a París, a la cité lumière, a conquistar aquello. Y modestia aparte, allí está nuestro puesto en el combate. Los cinco allí...

-Los cuatro: exclúyanme a mí.

-Bueno, los cuatro, Peter no viene. Les américains, los rayos de la indiada. Hasta podríamos hacer libros para el Mercure.

-Sí, che, Lugones y Rubén Darío se repiten. Hay que renovarlo todo. Nuevas formas, nuevas escuelas. Es la ley fatal, los nuevos deben luchar con los viejos. En literatura, un año da patente de vejez. Creo que debíamos empezar por una revista...

-Es una idea que tengo hace mucho tiempo y que debemos realizar. La llamaremos Lumen. Un nombre que a tasarse bien se tasa en veintinueve dineros. Lumen será una bandera. Allí tendría cabida tu obra, Peter.

-Mi obra la publicarán los otros, se publicará sola... -murmuró Peter. Su obra era él, no quería que la tocaran. La había escrito   —321→   viviéndola. Heredero de una fe católica había sido internado en una escuela donde los lobos negros le mataran la voluntad. Una rebeldía postrera hizo le expulsaran. Escuchó muchos profesores, leyó cuantos libros pudo. Se hizo un negativo. La vida era sólo una cosa curiosa, apenas digna de la curiosidad. Nada existía de más estúpido que la linterna de Diógenes. A los juicios que pretendían pesarlo, les hacía el desprecio de creerlos sinceros. Vivir una ilusión entre ilusiones, era un martirio infinito, un martirio místico que debía sufrirse para estudiar sus fases sucesivas que encierran un nuevo elemento propio para reforzar un sedimento que desconocemos, que desconoceremos, pero que integra un móvil también desconocido. Desde que adquirió la convicción de que las cosas tienen alma, quiso ser del alma de las cosas. La labor de los hombres nunca logrará ni una verdad, ni la verdad. Fabricará tal vez una lógica, es decir, lo exterior, el armazón, jamás el contenido. Por eso Tom Hood, lo definió: «Peter Pardiggle is one of those men, who cannot believe three and seven are ten». Su obra era una mole de dudas, una oración de creyente. Él no quería que sus compañeros la manosearan, no quería darles el placer de elaborar una crítica. Daba valor a los críticos, porque como ciertos microbios transforman cuerpos primarios haciéndolos asimilables a la vida, pero los suponía los más pequeños todos los indignados.

-Está bien, te los guardás. Los versos tuyos, César...

-Hoy los he aumentado con una salutación a una desconocida, se apresuró a decir la vocecita desgarrada.

Que los lea, reclamó el sombrero de alas anchas.

Y César, sin hacerse de rogar se preparó a leer a la corte las cuartillas. Peter se despidió, su esposa la esperaba, era tarde. Encendió su pipa. Lentamente desapareció de la radiación que las luces del café proyectaban en la vereda. Sin apresurarse, sin incomodarse por la llovizna que le alfiletereaba el rostro, iba madurando párrafos del artículo sobre un vicio de la decadencia. Empezaba a amar la noche.