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ArribaAbajo Teatro Nacional

Alfredo A. Bianchi


Nuestro teatro se halla en un período de plena barbarie. ¡Barbarie! la palabra puede parecer un poco dura, pero, sin embargo, es la única verdaderamente justa.

Un mal humillante, un mal contagioso ha invadido los escenarios: la inmoralidad y la grosería.

Al salir, después de haber asistido a la representación de algunas de las obras que hoy se estrenan, me preguntaba qué singular extravío podía haber guiado la mente del autor a concebir tal asunto y a entregarlo en manos de una compañía. ¡Porque hemos visto cada obra!... ¡ah!, ¡¡cada obra!!

Hoy en día ¿dónde poder conducir una hija o una hermana? Verdaderamente no se sabe. De vez en cuando, se ven en los carteles algunas de las buenas obras de épocas anteriores, pero, con todo, no hay un buen teatro, un teatro donde, después de nobles emociones, después de sanas alegrías, se esté al abrigo de alguna pieza grosera, presentada brutalmente.

No pido como remedio esa cosa torpe, equívoca y sobre todo impotente, que se llama a censura. No, ese no es un remedio, pues nunca ha curado nada. La censura debe partir del mismo público, el cual, es necesario se decida de una vez por todas, a no tolerar la representación de obras que, poco a poco, van efectuando un lento trabajo de embrutecimiento popular. No debemos olvidar que el teatro influye singularmente sobre la marcha y la calidad de los hechos ambientes.

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Hay que reaccionar. Lo menos que podemos exigirle a una obra es que sea moral. Llamo pieza moral, simplemente aquella que no daña las costumbres. El bien está en el arte natural. El arte es el bien mismo. Desembaracémosle de la concurrencia que el mal le hace por todos lados, y veremos cómo se afirmará.

¿Conocéis La piedra de escándalo? El suceso prodigioso de esta obra es un síntoma considerable. En pleno medio popular ha triunfado, tanto por los golpes escénicos que en ella se hallan, cuanto por ser una obra sana y moral. A pesar de sus defectos, tiene La piedra de escándalo un sello de distinción artística que puede presentarse como modelo a esta generación de escritores que acostumbran sonreír de los triunfos del poeta Martín Coronado, y nos dan en cambio productos incalificables.

Entre nosotros, se dice que hay como cien autores. Constituye la enfermedad del momento actual, esta necesidad infantil de producir y aparecer como autor. Seguramente la mediocridad vanidosa es viejo como el mundo, pero hasta hace poco era, por lo menos, una planta de jardín, mientras que ahora se cultiva por todos lados. Cada actor, músico o portero de teatro, se considera en el deber de escribir su obra. Yo no sé si esto es progreso.

Ante tal bancarrota de inventiva, aconsejaríamos a nuestros autores, se dedicarán a la traducción de las obras de mérito de los repertorios extranjeros. Así hemos visto, con satisfacción, que el señor Nicolás Granada, antes que reeditar su Conferencia de La Haya, ha preferido traducir un intenso drama de Ugo Ojetti. Éste es un ejemplo que debiera ser imitado.