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ArribaAbajo Prosas para Margot

José Pardo


A Margot

¿Prosas?... Sí, y todas para ti, mi inolvidable Margot. La primera la escribí cuando apenas empezaba a florecer nuestro cariño, y la última, ¡ah!, ¡la última, bien sabes tú que me ha costado muchas, pero muchas lágrimas! Hoy cuando nuestras miradas vuelven a encontrarse, hallamos en ellas una infinita tristeza; pero esta tristeza, ¿a qué negarlo?, nos es melancólicamente agradable. Después de tantas agitaciones como hemos experimentado, después de tantas y tantas recriminaciones como nos hemos dirigido, después de haber atravesado, como lo hemos hecho, triunfalmente, el peligroso bosque de nuestros, amores, dejando entre sus zarzas muchas ilusiones, justo es que retorne hacia nosotros esa dulce pasividad que adormece las almas después de las grandes borrascas.

Porque nuestros amores, encantadora Margot, estuvieron llenos de peligros y de misterios. La luz resplandeciente del sol no iluminó jamás la pecaminosa sonrisa de tus labios y el beso que los míos depositaban en la rosa sangrienta de los tuyos, tenía siempre que buscar la enfermiza obscuridad de la alcoba. Fuimos criminales, lo confieso, pero no arrepentidos. Había algo de refinadamente perverso en nuestros deliquios carnales. Sabíamos que otro sufría mientras nosotros gozábamos y esto, acrecentaba y multiplicaba nuestras sensaciones. Muchas veces, en medio de la noche, abriendo desmesuradamente los ojos en las   —313→   tinieblas, solíamos contener nuestros suspiros para escuchar. Y oíamos, sí, oíamos pasos sigilosos deslizarse sobre las baldosas del patio; manos temblorosas que tocaban quedo, muy quedamente el pestillo de la puerta que nos resguardaba, al mismo tiempo que adivinábamos el roce de una oreja aplicada a la cerradura. Y nuestros labios, con un terror lleno de voluptuosidad, murmuraban, es él, sí, es él. Luego, el rumor producido por aquellas manos cesaba, los pasos iban, poco a poco, perdiéndose a la distancia, hasta que minutos después, una tos seca, vieja, lamentablemente cascada y decrépita, nos anunciaba que estábamos fuera de todo peligro. Y entonces, con esa brama de lujuria que asaetea y punza los nervios cuando el placer ha sido interrumpido: con esa rabia del deliquio que hace estremecer la carne y crujir los huesos; con esa tensión furiosa que obliga a los brazos a entrelazarse y a los muslos a estrujarse cual si quisieran fundirse los unos con los otros, el espasmo llegaba con toda su divina y luminosa cohorte de delicias.

¡Oh! Margot, nuestras noches han sido licenciosamente encantadoras. Hemos bebido todos los vinos en la copa de nuestra dicha. Nada, absolutamente nada se nos ha olvidado y el poema entonado por nosotros a la carne, con nuestra misma carne, no será jamás superado por nadie.

Justo es pues, que este libro sea para ti. En él hallarás relatada toda la odisea de nuestros delirios nocturnos, en él hallarás todo aquello que te fue grato y todo aquello que halagó, no mi espíritu, que siempre fue triste, sino mi cerebro. Porque a ti, bien le consta, jamás pude amarte con ese amor místico que Petrarca inmortalizó en sus versos luminosos...



Tus caricias, Margot inolvidable, fueron raras y complicadas. Días hubo en que sólo me besaste en la frente como si temieras mancharte con el contacto de mis labios. En esos momentos un tenue incomprensible rubor solía cubrir tus mejillas y más parecías una virgen temerosa del pecado que la mujer criminal que, en no lejanos tiempos, había llegado hasta el amor sacrílego.

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Y ésta ductilidad amorosa que poseías para transformarte a tu antojo, era casualmente lo que más me agradaba en ti.

Mucho dudé al principio de la sinceridad de esos cambios repentinos, pero tuve que convencerme al fin. En el breve plazo señalado para nuestras relaciones fuiste siempre la misma. Si me engañaste no puedo menos que agradecerte ese engaño que me hizo tan feliz, tan feliz, que aún hoy, cuando mis ojos te miran creen hallar en los tuyos algo de esa virginidad y de esa lujuria que sabías ofrecerme cuando me besabas...