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ArribaAbajo Seducción

(Escena de un drama)


Gastón F. Tobal


 

Va amaneciendo. Aparece FERNANDA en la escalera y hace señas a ALBERTO de silencio; luego acercándose a BLANCA, le habla en voz baja. Esta manifiéstase sorprendida y se dirige presurosa hacia la bajada.

 

 (Descendiendo.) 

BLANCA.-  Pobrecita ¿dónde estás?

 (A ALBERTO, llevándoselo hacia, las habitaciones.) 

FERNANDA.-  La encontré llorando junto a la escalera, sin atreverse a subir.

 (Ambos salen.) 

 

(Aparecen por la escalera BLANCA y MARÍA ELENA que se apoya en su brazo llorando. MARÍA ELENA cubre su vestido de baile con un ligero tapado.)

 

BLANCA.-  Cálmate, querida, no llores.

MARÍA ELENA.-  ¡Oh, tú eres una santa! ¡Y he podido ofenderte! ¡Oh, no me rechaces, Blanca, ten compasión!

BLANCA.-  ¡Rechazarte! ¿no estás en mis brazos?

MARÍA ELENA.-  Óyeme, Blanca. Óyeme y tendrás compasión de esta desventurada,...

  (Mirándola fijamente, con voz velada por la angustia.) 

Pero ¿no lo había comprendido?... ¿no lo habías comprendido, Blanca?... ¡Ay, le amaba!... Aquí en Mar del Plata le conocí. Fue un sábado, en San Pedro. Eran las cinco. En la mística soledad del templo no se oían sino nuestras voces. Ensayábamos en el coro. Una penumbra crepuscular llenaba el recinto y un aire de santidad flotaba en el santuario desierto. Sólo allá en el fondo, junto   —258→   al altar mayor, una débil lámpara velaba al Señor Sacramentado, dormido en su sueño de inefable amor... Oímos rumor de pasos y una joven pareja del pueblo, seguida de un pequeño cortejo, apareció. Iban a casarse. Guardamos silencio, tal era el encanto de esa sencillez que hacía más augusta la ceremonia. De pronto, sorprendida, creí divisarle entre el pequeño séquito. Sí, era él, era Alberto. El novio, pobre labriego protegido suyo, conociendo su llegada el día anterior, había ido a invitarle. Su presencia en la iglesia cansó igual sorpresa en las que estaban a mi alrededor. Hablaron de él, luego de ti, oí tu nombre, y no sé quien dijo: «la habrá olvidado». Entonces comenzó mi culpa, sí, porque, si bien no ignoraba, por haberme tú a menudo hablado de él, que ustedes se querían, sin embargo esa frase me llenó de placer y llegué a desear que ese olvido fuera cierto. Y absorbida ya por mi culpable pensamiento, seguí contemplándole. ¿Qué fascinación ejerció en mí aquella figura noblemente varonil que se destacaba en medio de los sencillos labradores como un rayo de luz entre las sombras? Ah, no lo sé... Un deseo intensísimo me acometió de seducirle, de hacer que volviera hacia mí sus ojos dirigidos hacia el altar. No me importó que me hallara en el templo. Tenía en mis manos el «Souvenez-vous, Vierge Marie», llamé a María Magdalena para que me acompañara en el órgano y canté... Apenas había comenzado cuando le vi volverse. Yo estaba radiante y canté como nunca. Todas me lo dijeron sorprendidas, sí, pero la dulcísima plegaria de Massenet no fue cantada para la Virgen, no fue cantada para los novios, no, la canté para él, sólo para él... Cuando descendí del coro, los novios llorando me besaron las manos, y yo temblorosa uní por primera vez la mía a la que me tendía Alberto, al tiempo que murmuraba sus felicitaciones. «No tanto por su voz dulcísima, señorita -me dijo- como por la bondad inmensa de su corazón, gracias por ellos.» Y salieron... Yo quedé la última y al persignarme una visión terrible me paralizó de espanto. Al alzar los ojos creí, ver en los de la Virgen una dura mirada de reproche, como si en medio de aquellas   —259→   alabanzas hubiera querido descubrirme la miseria de mi acción. No sé si aquello fue una alucinación, pero sé que me sentí culpable. Salí apresurada y desde aquel día no he vuelto más a la iglesia. ¡Ah, pero ya era tarde! Ya esa pasión desatinada se había apoderado de todo mi ser, sin que mi voluntad influyera, sin tener casi conciencia de ello. Tú llegaste en la hora terrible en que esa lucha desgarraba mi corazón. Debí ser fuerte, pero lejos de resistir, bastó una palabra de ese hombre ruin para que, como había profanado el templo, profanara la amistad, y entonces, dos veces culpable, ofuscáronse mis sentidos por la embriaguez de la fiebre, veláronse mis sentimientos hasta el punto de producirme un indefinible placer la vista de tu desamparo, pensé en mi delirio que te irías dejándolo libre, y esta idea que iba a estallar ya en un grito de irrefrenable alegría, ahogose en mi garganta cuando vi que te alzaste como un fantasma vengador y clavando tus ojos en los míos me dijiste aquellas palabras que aún siento resonar en mis oídos: «Eres una pérfida, María Elena». Esas me volvieron a la realidad. Sentí horror de mí misma sin desplegar los labios me dejé arrastrar como una autómata por ese hombre.

  

BLANCA.-  ¡Pobre María Elena, cuanto ,debiste sufrir! ¿Porqué me lo ocultaste? ¿porqué no tuviste confianza?

MARÍA ELENA.-  No, Blanca, debí ser fuerte, y en vez de resistir, cedí.  (Bajando la voz.)  Tú ya me has perdonado, pero aún debo mi expiación a la Virgen. Esta tarde cuando de nuevo la penumbra crepuscular inunde el templo, iré como aquella tarde, sola, a cantar, pero esta vez la dulce plegaria será para ella, ¡sólo para ella!