Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Nostalgia y militancia en Homero Aridjis: La escritura en un mundo poluto

Niall Binns






500 años de degradación ecológica

Pocos países sufren los estragos del deterioro ecológico con tanta virulencia como México, y si los proyectos desarrollistas de la modernidad conducen en todas partes a un callejón sin salida, raras veces se ha contemplado el fin del camino con tanta nitidez como en Homero Aridjis (Michoacán, 1940), residente en la capital mexicana, probablemente la ciudad más contaminada del mundo. Junto con Nicanor Parra, Ernesto Cardenal y José Emilio Pacheco, es uno de los grandes protagonistas de la nueva poesía ecologista en Hispanoamérica.

Cuando llegaron los españoles a la cuenca de México en 1519, se encontraron con lo que era, probablemente, el área urbana más grande y más habitada del planeta (Ezcurra, 34), rodeada por montañas verdes de pinos y encinas. Sobre los cinco lagos del valle los aztecas habían construido las ciudades de Tenochtitlán y Tlatelolco, y habían elaborado el sistema de las llamadas chinampas, islas de tierra artificialmente erguidas sobre los lagos y los canales, irrigadas por las aguas y fertilizadas por las plantas acuáticas. Estas chinampas lograron una gran productividad y dieron de comer a los numerosos habitantes de la zona, haciendo la región casi autosuficiente, aunque el maíz, los frijoles y otros productos esenciales fueran importados desde las provincias como tributo de guerra.

La Conquista supuso un trastorno ecológico radical. La ciudad que se construyó sobre las ruinas de Tenochtitlán renegó del pasado lacustre: el agua, para los españoles, era un estorbo, así que taparon canales, quitaron las chinampas y elevaron sobre el suelo húmedo las calles requeridas por su nueva civilización ecuestre. Iniciaron, a la vez, la deforestación de la Nueva España: se necesitaba madera para la construcción de la nueva ciudad y para la minería (como combustible, para apuntalar los socavones, etc.), y también había que despejar tierras para la ganadería extensiva. Elinor Melville habla de «la plaga de ovejas» que trajo la conquista de México; pero fue, en realidad, una plaga de todo un bestiario de animales desconocidos: «la presencia de pollos, cerdos, burros, cabras, ovejas, vacas, caballos y mulos es el testimonio de una revolución ecológica desencadenada por la invasión europea» (Melville, xi). El alcance de esta revolución se revelaba en las primeras catástrofes ecológicas de la zona: los 25 millones de indígenas que habitaban el centro de México a la llegada de Cortés se redujeron a 2,6 millones después de las epidemias de 1545-1548, y sumaron sólo un millón a comienzos del siglo siguiente (Ortiz Monasterio, 155). Por otro lado, la tala de bosques en los montes más cercanos y la sustitución de canales por calles obstruían el drenaje de la ciudad y provocaron en 1553, 1580 y 1604 inundaciones tan grandes que el virreinato se veía obligado a emprender obras hidráulicas de gran alcance: en 1608, el Tajo de Nochistongo, un canal de drenaje de 15 kilómetros, abrió la cuenca de México a la adyacente cuenca de Tula. Así empezó una lucha con y contra el agua que se ha ido agudizando sin pausa hasta el presente.

El siglo XX vio una intensificación vertiginosa de los problemas ecológicos en México. Por un lado, la deforestación se propagó a lo largo del país; por otro, la capital se convirtió en «el paradigma del desastre urbano, el arquetipo de los crecientes problemas ambientales y sociales de las ciudades del tercer mundo» (Ezcurra, 1). La industrialización de los años cuarenta impulsó a una población empobrecida a abandonar las provincias para buscarse la vida y la riqueza en la capital. Las estadísticas sobrecogen: hubo 700.000 habitantes en la Ciudad de México en los tiempos de la Revolución; hoy hasta 20 millones viven y malviven en una megápolis desmesurada, desbordante, hipercefálica. Siguen llegando, cada día, hasta 1.500 nuevos y esperanzados inmigrantes, pero llegan a una ciudad herida, quizá de muerte, por la explosión demográfica.

Crece la población y crece la contaminación. En 1940, circulaban 150.000 vehículos motorizados por las calles de la ciudad; hoy son más de cuatro millones. La presencia cotidiana del smog, acentuada por la inversión térmica en el invierno, multiplica las enfermedades respiratorias, sobre todo entre niños y ancianos, y mata; deja huellas corrosivas en los monumentos y las fachadas de los edificios1, y ha ocultado, tal vez para siempre, los antes imponentes volcanes de Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Los problemas del agua han llegado a un punto crítico: la deforestación de las laderas de la cuenca las ha incapacitado como captadoras y filtradoras del agua pluvial y como alimentadoras de los acuíferos; por otro lado, la desviación y entubamiento de los ríos y el inmenso sistema de abastecimiento y drenaje contribuyen a la desecación del valle. México D. F. se está quedando sin agua; además, disminuidos los acuíferos subterráneos, la ciudad se hundió hasta nueve metros en el siglo XX y los fundamentos de muchos edificios padecen una precariedad tal que están a la merced de cualquier terremoto. Por otra parte, el agua que llega bombeada a la capital, desde distancias de hasta cien kilómetros, extiende la desecación más allá de los límites de la zona metropolitana; mientras tanto ésta devuelve, con venenosa reciprocidad, sus aguas residuales a las provincias que la rodean (Romero Lankao, 236-241).

La deforestación y la erosión de los suelos afecta todo el país, acarreando consecuencias locales y globales conocidas de sobra, pero la situación resulta particularmente exacerbada en la selva de Lacandón en Chiapas, donde la explotación humana y ecológicamente insostenible ha conducido al estado de sublevación permanente de las fuerzas zapatistas bajo el mando del subcomandante Marcos. Habría que destacar las múltiples especies de animales y plantas, amenazadas tanto por la tala de bosques como por la contaminación, que pierden su hábitat y corren grave peligro de extinción. Como siempre, la posible desaparición de un animal funciona como un poderoso acicate para un público ecológicamente indiferente o ciego, pero la respuesta de los conservacionistas suele ser insuficiente, como si la amenaza de especies aisladas no fuera un síntoma de una enfermedad más amplia, la de todo el ecosistema, que incide también, de manera lógicamente preocupante, en los seres humanos. La defensa de la naturaleza y la preocupación por las condiciones de vida cada vez más degradantes de los seres humanos son las dos caras de una misma situación: el desarrollo escandalosamente insostenible y una mirada política a cortísimo plazo que ha echado a perder los indudables avances en otros aspectos de la vida2.




El esplendor de la naturaleza

Homero Aridjis, poeta, novelista, dramaturgo y ensayista, se ha convertido en una de las figuras públicas más importantes de la defensa del medio ambiente mexicano, notablemente en su papel de fundador y codirector del Grupo de los Cien, una organización de escritores, artistas y científicos que luchan desde los años ochenta contra la contaminación de la Ciudad de México y en defensa de especies amenazadas como la mariposa monarca, las tortugas marinas y la ballena gris. El desarrollo de una vertiente ecologista surge en la obra de Aridjis en los años setenta, y llega a su culminación en Tiempo de ángeles (1994); a la vez, novelas como La leyenda de los soles (1993) y ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996) denuncian la hiperurbanización e hipercontaminación de la capital mexicana en tremebundas visiones apocalípticas del futuro.

En los primeros libros de poesía de Aridjis, el mundo natural es un espacio rebosante de vitalidad y la fuente de la trascendencia. La naturaleza arde, sueña y canta. Todo -animal, montaña, árbol y espesura- posee su significado particular; todo participa en el gran himno sagrado de lo vivo:



El verano en lo cálido es un nido
un reino que arde soñoliento
una animalia verde y viva

bestias sagradas por el rigor del sol
montañas móviles con sueños y organismos
plantas del aire con las hojas
meciendo en sus cimas un insecto

ramas que suben y bajan temblando
soleadas sobre la sombra sobre el río
espesuras que el azul penetra
abren aquí un ojo allá una flor

en la raíz más honda y en la oreja más alta
un alboroto intenso
un crecimiento ávido
se derraman como una acción de gracias

cada criatura cada sombra cada eco
levantan hacia el día que comienza
un canto trémulo de delgados himnos.


(1994: 151)                


El poeta ha tocado lo trascendente en esta explosión vital del amanecer. Las connotaciones religiosas de la acción de gracias y de los delgados himnos son rasgos característicos de esta época de Aridjis y se repiten en cantos a la creación fundadora del espacio originario, pero también a la creación permanente que sigue multiplicando sus dones, «una creación en el movimiento / que juega en el esplendor de la animalia pura / y navega armoniosamente por el alma / de esta arca de lo vivo» (167-168). El vocablo animalia, aquí como en el poema de arriba, evoca la armonía esencial de la naturaleza: los animales forman un solo organismo, deslumbrante en su pureza edénica.

Guillermo Sucre destacó en estas primeras obras de Aridjis una falta de «'historia' o 'geografía' bien definidas y localizables», afirmando que la mirada del poeta se centraba en «el esplendor mismo del universo, y no su mero inventario». Por eso, su poética podía resumirse en dos versos: «El único milagro es el de la Creación / lo demás es anecdótico»; y Sucre añade: «entendemos que la Creación simultáneamente alude a la poesía y a la naturaleza» (1975: 360-361). Ciertamente, la mirada del poeta lo conduce a una comunión mística con el universo: «Y siendo de la sustancia del misterio / nuestro ser abre los ojos / para ver la inmensidad sagrada»; y la mano con la que escribe es «movida por el ser eterno». Así, el contacto del poeta con el mundo natural lo adentra en el espacio de la creación continua, permitiéndole traspasar las fronteras de la contingencia y acceder al umbral de lo sagrado.

Esta relación se revela también en la imaginería natural, de estirpe romántica, con la que habla el poeta del proceso creador. Él escribe con la misma naturalidad del árbol, zarandeado por la tormenta, que deja caer su fruta:



Después del aguacero
las higueras dobladas
han dejado
sobre la tierra los higos

y sueños tormentosos
al final de la noche
han dejado
sobre mi mesa un poema.


(1994, 269-270)                


Las imágenes naturales y cósmicas se incorporan también a la visión del amor como camino hacia la trascendencia, una fusión de dos cuerpos y su total integración en el universo: «nubes grises bajo nubes claras visten el cielo / y como ríos que confluyen y entran y salen uno de otro / nuestros cuerpos se revuelven en el lecho común // y sobre ella o yo no sé qué espuma soy qué onda / el sol sobre la espalda es leve» (162).




La pérdida del esplendor

Sin embargo, la abstracción y la intemporalidad señaladas por Sucre pronto se pierden en Aridjis, y el esplendor de la naturaleza empieza a adoptar formas particulares y asentarse en una geografía y una historia propias. Lo sagrado adquiere nombre y el yo se convierte en un protagonista enraizado en un tiempo y un lugar determinados, en el pueblo de Contepec y el Cerro Altamirano de la infancia del poeta, espacios recordados y recreados como un paraíso:



Éste es el puente
por el que yo pasaba

a lo lejos se veía la montaña
alta de amor

y el río que alejándose
todavía no se ha ido

tal vez en mi ser
se hallaba el paraíso

o detrás de los árboles
era verdad la vida.


(217-218)                


Un poema posterior, «Autorretrato a los 16 años», sitúa al yo adolescente explícitamente «entre los pinos del Altamirano» y celebra la libertad de esos días, anteriores a la caída de la madurez y a la atracción ineludible de la urbe, que «no tienen nombre ni fecha, / ignoran la jaula de las horas, / son iguales a un deseo / que puede figurarse ayer o mañana». La integración del joven en la naturaleza de su entorno es intensa, semejante a una relación de amor físico, y lo marcaría para siempre: «Lampiño, flaco, pelilargo, / él hace el amor con todo: / con la calandria, con la encina, / con la mariposa, con la distancia». Es un amor que afila sus sentidos, que le revela el lenguaje de los animales («En el cerro brama la cierva, / se oye el tauteo de la zorra») y le enseña a ver e impregnarse del mundo del bosque: «sus ojos entran en la maleza, / ebrios de lluvia verde. / El sol amarillea su cara, / pinta sus manos de poniente, / él deja su sombra entre los pinos» (360). La compenetración es absoluta, y sin embargo el lenguaje impone un divorcio irreparable: el uso de la tercera persona abre un abismo entre la adolescencia (lejana y maravillada) y el presente del hablante, que éste intenta obviar al rescatar en la memoria -y recomponer en la escritura- las huellas de la plenitud juvenil.

Como en su primera etapa, el amor y la palabra poética, que el yo sigue ejerciendo en su madurez, son experiencias arraigadas en el mundo natural, aquí en el espacio concreto de la infancia. Así se puede ver en la enumeración de lugares, seres y fenómenos, destacados en toda su inmediatez, de «Aquí está el cerro Altamirano»:


Aquí está el cerro Altamirano
aquí está la víbora de cascabel
aquí está la Cañada del Pintor
aquí está el jilguero vibratorio
aquí está la mujer parada
aquí está el hombre que entra en la mujer
aquí está la casa de la voz
aquí la lengua que habla.


(313)                


Sucre veía en Aridjis el esplendor mismo del universo, y no su mero inventario; pero ahora el esplendor surge precisamente de esta especie de inventario tejido en torno a los lugares de la infancia, y recreado -a través del tamiz de la memoria- por un hablante mayor que hurga en las raíces de su mirada y su voz. Un acontecimiento cotidiano -un rayo de sol que cayó, años atrás, entre las ramas de un fresno- puede hacerse presente, trascender su instantaneidad y cobrar sentido epifánico para el poeta-adulto: «Por esa luz sin nombre / por el anhelo de hacerla mía / he caminado desde entonces / he trabajado» (253).

En cierta medida, Aridjis pertenece a la familia de poetas modernos -como Rilke, Dylan Thomas y Jorge Teillier- que han vuelto, desde la nostalgia soñadora de su madurez, en busca de los lares y lugares de la infancia, idealizados ya por el paso del tiempo y la conciencia de la pérdida. Así, afirma no querer «más que aquel día contigo en mi tierra perdida» (171); o dice, en prosa poética: «El hombre que en un momento tormentoso de su vida [...] dormido sueña con la casa natal y se ve niño otra vez [...] comprende que sólo en sueños podrá volver a la casa paterna» (277). Sin embargo, la pérdida del mundo infantil de Contepec y de los bosques del Cerro Altamirano no se debe sólo a la fatalidad de la distancia temporal, sino concreta y brutalmente a la destrucción material de ese mundo. En Quemar las naves (1975), el mismo libro en que se da nombre por primera vez a los lugares sagrados de la infancia del poeta, se intercala el anuncio -«Profecía del hombre»- de un inminente cataclismo ecológico: nubes contaminadas, ríos muertos, aves, peces, ballenas y elefantes en peligro de extinción, montes talados, y seres que caminan enmascarados y solitarios por una «ciudad sin aire», en la que el sol se parece a «una yema arrojada en el lodo» (224).

Dos décadas después, Aridjis escenifica la destrucción del entorno de Contepec en un poema sobre la mariposa monarca, una especie que invierna en los bosques de oyamel del centro de México (entre ellos el del Cerro Altamirano)3 antes de migrar cada abril al sur de los Estados Unidos. La defensa de la mariposa monarca ha sido un foco principal de la labor ecologista del Grupo de los Cien, y se entiende perfectamente que la emotividad de esta lucha tiene, para Aridjis, una motivación doble: la tala del oyamel destruye no sólo el hábitat de la mariposa monarca, sino también, simultánea e inextricablemente, el espacio -elevado en sus recuerdos y poemas al rango de un paraíso- de su infancia.


Durante la noche, los bosques de mi pueblo
aguardan escarchados las luces del amanecer.
Las mariposas monarcas, como hojas cerradas
cubren el tronco y las ramas de los árboles.
Superpuestas una sobre otra forman un solo organismo.
[...]



Es mediodía. En el silencio perfecto se escucha
el ruido de la motosierra que avanza hacia nosotros
tumbando árboles y segando alas. El hombre, con sus mil hijos
desnudos y hambrientos, viene gritando sus necesidades
y se lleva puñados de mariposas a la boca.


(1997: 32)                


La carga intimista de la primera persona (son «los bosques de mi pueblo»), la armonía y unidad de las mariposas dormidas («un solo organismo») y la perfección del silencio se contraponen nítidamente a la estridencia del hombre moderno -armado con su motosierra- que irrumpe en el bosque matando mariposas. El choque entre las necesidades del hombre -el hambre y el frío de esos mil hijos, fruto de la explosión demográfica- y las de la naturaleza no humana termina, previsiblemente, con la masacre de ésta y con la violencia grotesca del agresor que se lleva, gritando, «puñados de mariposas a la boca». Las tintas están cargadas contra semejante barbarie ecológica, pero el poema no rehúye el reclamo del humanismo antropocéntrico (el ser humano, como centro del universo, dispone de la naturaleza a su antojo; la muerte de otra especie no vale nada al lado de los intereses del hombre) y su repudio de un ecologismo que proclama la armonía desjerarquizada entre todos los seres vivos.




Una poética despojada de sus raíces. Entre la ironía, la elegía y el silencio

«Aquí está el cerro Altamirano» concluyó con los versos: «aquí está la casa de la voz / aquí la lengua que habla». La ecología es la ciencia del oikos, de esa morada en que las diversas especies conviven y cíclicamente se prolongan en el tiempo. En el caso de Aridjis, el oikos de la naturaleza de su infancia fue desde el comienzo la raíz y fuente de su poesía, la «casa de la voz». Resultaba, por tanto, inevitable que la amenaza al entorno infantil traumatizara su mirada y lo impulsara a cambiar de poética. La destrucción presente y futura ensombrece el recuerdo del pasado, como se ve, con toda la fuerza de la nostalgia, en un texto que no sólo lamenta la pérdida, sino a la vez anticipa la infinita pobreza e incertidumbre del poeta-hablante que está siendo desprovisto de sus raíces:


Arrasado el bosque de tu infancia, ¿adónde voltearás
para hallar tus pasos que no hicieron camino en el día verde?
Cortados los oyameles de tus años de niño, ¿adónde escucharás
la voz del poema, que como serpiente herida, volaba entre las ramas?
Caídos los muros de tu casa, ¿adónde descansarás
cuando la tiniebla invada las cavernas de tu cuerpo?
Talado y quemado el cerro de tu pueblo, ¿a qué cima llegará
la mariposa Monarca, imagen de la resurrección del invierno?


(1994: 435)                


Aridjis va a arraigar su nueva poética en estos temas de desarraigo y destrucción, y su obra se irá haciendo progresivamente más ecologista en sus denuncias y exigencias, en sus ironías y en su representación catastrofista de paisajes arrasados por el hombre.

En el ensayo «El milenio del sol», Aridjis examina cómo el concepto de la naturaleza ha sido reformulado por los escritores y artistas del siglo XX, testigos de la crisis ecológica mundial:

«Ciertamente la observación del mundo natural, como fue expresada en el Himno a la Tierra homérico y en Las Églogas de Virgilio, en los trovadores, en Gonzalo de Berceo y en los libros de horas medievales, ha cambiado, de acuerdo con la situación lamentable a la que ha llegado el mundo natural en este fin de milenio. El paisaje que se plasma en la literatura contemporánea ya no es el de un ambiente de cuento de hadas o de una Arcadia legendaria, es el que nos ofrecen las posibilidades estéticas de la contaminación y las de la observación del deterioro global. El escenario idílico de los tiempos primordiales, cantado por los poetas de Oriente y Occidente, y descrito por los autores de novelas pastorales, se quedó en la memoria de los hombres como el sueño de un paraíso abolido».


(2000: 8)                


Los símbolos supuestamente intemporales de la naturaleza se cargan de temporalidad y se quiebran. El bosque encantado de los cuentos de hadas también se ha contaminado y se ha ido derribando al ritmo de la tala de árboles en el Cerro Altamirano. La visión paradisíaca del mundo natural desaparece como presencia en Aridjis y volverá, a partir de ahora, sólo como recuerdo -el sueño de un paraíso abolido- o en el momento de su pérdida, contrapuesto abruptamente a la avaricia insaciable del hombre contemporáneo. La representación del Nuevo Mundo como una especie de Edén -un tópico desde las primeras exclamaciones colombinas- siguió, hasta hace muy pocas décadas, intacta y seductora para muchos escritores hispanoamericanos (piénsese, por ejemplo, en el Carpentier de Los pasos perdidos). Aridjis presenta, con cruda tristeza, el fin definitivo de esta utopía. La Amazonia -espacio paradigmático de la pureza en el discurso ecologizante contemporáneo- se convierte en «el desierto más grande del mundo», un «paraíso en ruinas» en que «el último jaguar corría entre los tocones», perseguido por la muerte (1997: 56). Otro poema, «Nueva expulsión del paraíso», contrasta las formas rituales aztecas -cuya función fue la de prolongar los ciclos y conservar la relativa armonía con el entorno- con el holocausto de los animales eliminados en masa para saciar, cada día, nuestras multitudinarias necesidades humanas. Lo único sagrado para el hombre contemporáneo es el apetito. En nombre del apetito se mata al prójimo, sea éste hombre, animal o la tierra misma:



No es la piedra de los sacrificios,
es el rastro
donde el hombre degüella a los carneros.

Es el burdel de terneras
abiertas en canal,
en las vidrieras de la mañana.

Es el paisaje de huesos blancos,
de muslos y médulas,
de corazones y costillas.

Es la carnicería de conejos pelados,
corriendo sin patas,
de cabeza en el garfio.

Es el cerdo sobre las brasas,
mirándonos con ojos blancos cocidos
hablándonos con el hocico cosido.

Es el altar del apetito
donde el hombre sacrifica a la vaca,
al gallo y al cordero.

Es esta hembra del hombre
que se llama hambre,
hambre de muerte.


(1994: 430-431)                


La ironía grotesca que articula este contraste entre la ritualidad azteca de antaño y el materialismo actual, acentuada por el tono aparentemente impasible del yo en su exposición de los diversos rostros de la muerte, se convierte en una de las columnas vertebrales de la poesía de Aridjis. El deslumbramiento de la Creación fue un factor central en su poesía temprana; el proceso creador se somete ahora al desgaste corrosivo de la ironía y la parodia. Así, un hablante que se autodenomina «hombre lobo» puede declarar que «lo que Dios hizo en seis días, / yo lo deshago en uno» (447); y la misma parodia del Génesis bíblico se reitera en una escueta «Descreación»:


Hecho el mundo
llegó el hombre
con un hacha
con un arco
con un fusil
con un arpón
con una bomba
y armado de pies y manos
de malas intenciones y de dientes
mató al conejo
mató al águila
mató al tigre
mató a la ballena
mató al hombre.


(342-343)                


Inexorablemente, el círculo de la destrucción se vuelve, al final, contra el propio hombre-destructor. Afanado en la «descreación», éste termina descreándose a sí mismo. La conciencia que tiene Aridjis de estar reescribiendo, como ecologista, no sólo la poesía paradisíaca de su primera etapa sino también textos del canon literario y religioso, vuelve a notarse en su curiosa representación de los ríos. El poema llamado, precisamente, «Los ríos» comienza con un compendio del imaginario fluvial de la tradición, resumiendo una serie de explicaciones geográficas e interpretaciones mitológicas, y exponiendo el simbolismo religioso y ritual que han tenido los ríos en distintas culturas. La segunda parte del poema retrata, en contraste, la transformación de los ríos mexicanos que antes bajaban rutilantes a Tenochtitlán, y en los que «hoy van mugiendo entubados, menguados, / pesados de aguas negras, crecidos de mierda / [...] / avanzando a tumbos por la ciudad desflorada, / desembocando en los lagos letales, / y en el marcado mar, que no los ama» (398). Pero el contraste entre mito y realidad, entre rito y actualidad, no se limita a esta oposición entre tiempos premodernos y la (post)modernidad actual. Aridjis sabe que tampoco los grandes poetas modernos -del siglo XIX y comienzos del siglo XX- han experimentado semejante crisis ecológica y la crisis simbólica que ella desencadena en el arte. Por eso, en «Ríos de poetas», el Tajo de Pessoa, el Neva de Pushkin, el Sena de Apollinaire y el Guadalquivir de Lorca también se contraponen tajantemente a los suyos: «me hacen pensar en los ríos / entubados, pútridos, muertos / de esta ciudad que un día / con sus naves hundidas, / se ahogará en su sed» (449).

Antes toda la naturaleza entonaba su «canto trémulo de delgados himnos» (151); ahora -y si no es ahora, será en el futuro próximo que esta poesía presenta-, el planeta despoblado de especies ha caído en el silencio y el poeta asume el papel de recuperar los lenguajes perdidos u olvidados y de leer los signos de un pasado que palpita por debajo de las ruinas del presente. La suya es lo que Octavio Paz llamó la otra voz de la poesía, «la del hombre que está dormido en el fondo de cada hombre» (1999: 702), la que puede ayudarnos a sobrevivir. «Ya he indicado», escribió Paz, «que si naciese un nuevo pensamiento político, la influencia de la poesía sería indirecta: recordar ciertas realidades enterradas, resucitarlas y presentarlas. Ante la cuestión de la supervivencia del género humano en una tierra envenenada y asolada, la respuesta no puede ser distinta» (704). Por eso, en el poema «Animalia», cuyo título remite a los primeros textos celebratorios de Aridjis, las preguntas retóricas se impregnan de una nostalgia elegiaca por las realidades enterradas:


¿Qué dijeron los loros en la selva
antes de emprender el vuelo hacia la noche?
¿Qué dijeron las tortugas marinas
antes de fenecer sobre la arena?
¿Qué dijo el venado cola blanco
antes de ser cazado entre las zarzas?
El águila real, el puma, el zopilote,
la nutria, el quetzal, el mono araña, ¿qué dijeron?
Su silencio es lo único que oímos, su silencio.


(1994: 431)                


En este silencio de muerte, el poeta va escarbando y rescatando los restos del pasado. Sólo a él y a los ángeles -cuyo lenguaje es el de los sueños, de las «palabras interiores» y de la poesía (1997: 7)- les será permitido superar el silencio y retener el pasado, acceder a lo perdido con una imaginación sensorial cargada de sinestesias: «Él caminaba por la selva perturbada, / oía la fragancia de las plantas suprimidas, / palpaba el gorjeo de los pájaros extintos, / veía los follajes de las vegetaciones calcinadas» (125).

Pero si el poeta en su papel angelical procura, a veces, aferrarse nostálgicamente al pasado, también formula nuevos lenguajes, adecuados para un mundo nuevo y terriblemente cambiado. Así lo muestra «Palabras que reemplazan las palabras»: si se altera la realidad -en vez de ríos llamados atoyatl, hay calles de cemento; en vez de los árboles teocotl, postes de luz pública-, el lenguaje no tiene más remedio que adaptarse a ella (1994: 313) y el poeta, en vez de leer el libro de la naturaleza, tiene que aprender a descifrar el lenguaje de la ciudad contaminada: «leo sobre el mar de coches / las letras de plomo / que forman en el espacio de la mañana / el vaticinio del fin próximo / de la vieja Tenochtitlán» (318). Al interpretar estos nuevos códigos, podrá recuperar el antiguo papel de poeta-profeta, anunciando y denunciando la catástrofe venidera que vislumbra.

Consciente del fin inminente, Aridjis se ha convertido en un poeta de la decadencia -de la nueva, tangible decadencia ecológica de Occidente-, y ha vuelto a interesarse por los crepúsculos de los simbolistas (ahora ensuciados o ensangrentados por el smog) y por «los seres en sus últimos momentos» (301). En la selva desértica, mientras vuela una guacamaya en vana búsqueda de árboles donde posarse, el ángel ecológico observa un páramo de destrucción embellecido por el crepúsculo: «el ángel, parado al borde de una barranca, / veía, sediento, el fin del día sanguinolento» (1997: 55).

Dentro de este mundo degradado, el ser humano -nutrido con su «smog de cada día» (1994: 435)-, se ha contaminado irremediablemente; al fin y al cabo, el aniquilamiento del mundo no es más que una materialización del vacío espiritual del hombre: «El hacha del espíritu / es la que derriba más árboles» (434). Mientras la naturaleza y el lenguaje cambian, cambia también el amor. En «Poema de amor en la ciudad de México», la contaminación aún no impide la fusión de los cuerpos y el vivo esplendor del acto sexual: «Entre paquetes humanos y embotellamientos de coches, / por plazas, mercados y hoteles, / conocimos nuestros cuerpos, / hicimos de los dos un cuerpo» (397). Pero es un caso aislado: el amor sufre el mismo desgaste que su entorno. Así, en «Canción de amor en la ciudad poluta» los amantes abrazados no son más que «sombras amarillas» dentro de la multitud (1998: 54); y en un texto de «Lugares y dioses rotos» -un título que insinúa una destrucción tanto ecológica como espiritual-, se ofrece una imagen curiosa de seres mutilados, física y emocionalmente incapacitados para amar en un mundo contaminado:



No me des de esta fruta
que se come con los labios;

con esa media boca
que te queda,
el amor es la muerte.


(1994: 466)                


Por último, en otro poema catastrofista, «Descenso a la ciudad poluta» -una bajada al infierno ecológico de México D. F.-, todo el panorama de ruinas de la capital se remata con una visión del fin del mundo en la que el tráfico atascado se ha transformado en una procesión (funeraria) de coches y donde el beso de los amantes emana, grotescamente, de una boca «metálica y viscosa»:



Antes de que desciendas a la ciudad poluta
mira el cielo amarillo que te envuelve
como un vasto sarape desgarrado,
mira allá abajo la amiba que te espera
comiéndose a sí misma.

Antes de que desciendas al lugar donde la luz se olvida,
mira la mañana ebria de ruidos,
la catedral hundida como un barco gris,
las estatuas Fe, Esperanza y Caridad
volver hacia ti el rostro cacarañado.

Mira a la gente de sombra descolorida,
los cerros pelones que saludan tu arribo,
los perros, los niños y las margaritas
sufrir la muerte amarga de la lluvia y el aire.

El día aquí es un árbol marchito descuajado,
el beso aquí es una boca metálica y viscosa,
el tiempo aquí es una larga procesión de coches
camino al funeral del hombre.


(463-464)                





Epílogo: las novelas apocalípticas

Paralela a esta poesía ecológica, la narrativa de Aridjis ha ido desplegando sus preocupaciones apocalípticas en retratos pesadillescos del mundo venidero. Ya en 1982, en las tres novelas cortas de Playa nudista, se asoman los motivos centrales de su narrativa posterior: «Playa nudista», situado en Holanda, retrata el automatismo sexual en una sociedad atrozmente materialista; «Noche de independencia» ofrece una visión igualmente alienada de la Ciudad de México; y «El último Adán» presenta un terrible inventario de un mundo devastado por un holocausto nuclear. Como en algunos de los poemas comentados, la destrucción se representa como una irónica desconstrucción de la creación genésica:

«Era la descreación anónima, el despojo radical, el rencor tenaz que rápidamente borraba de sus ojos al venado y a la orca, al cóndor y al quetzal, al delfín y al elefante, al colibrí y al oso, al tigre y al papagayo, a la abeja y al león, al pingüino y a la jirafa, al fresno y al álamo, al girasol y a la buganvilla, a la mujer y al hombre, al agua y al aire, al fuego y la tierra».


(1982: 172)                


En las novelas La leyenda de los soles (1993) y ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996), Aridjis ha retratado la Ciudad de México en el año 2027, en los últimos días de lo que para el calendario azteca es la era del «Quinto Sol» y que supuestamente acabará, según la mitología indígena, en una sucesión de terremotos. La ciudad «fuera de quicio» (1996: 22) se encuentra asolada por el colapso ecológico y social: la corrupción de los políticos y la policía, el crimen descontrolado en las calles, el narcotráfico, los secuestros y asesinatos, las violaciones, las perversiones y la omnipresente prostitución atemorizan a unos ciudadanos estupidizados por los medios de comunicación, enajenados del mundo natural y totalmente incapaces de relacionarse los unos con los otros. Hay sociedades de Violadas Anónimas y de Neuróticos Anónimos, la gente habla y habla sin escuchar (42) y ya nadie se interesa por las bibliotecas, las librerías y el teatro (111).

La falta de agua domina la vida ciudadana. La leyenda de los soles comienza con la frase: «En la ciudad de México no había agua» (1993: 11). Resultaba normal que «de los lavabos no saliera más que un ahogo» y que hubiera que hacer cola para comprar agua (17-18). La situación se había deteriorado hasta tal punto que era más fácil preparar un café con champaña, tequila o vino tinto que con agua (21). A la vez, el aire se había hecho irrespirable: a través del «manto cafesoso de la contaminación» (24), el sol brillaba como una clara de huevo podrido (30) o como una yema viciosa (112). En la ciudad moribunda, la naturaleza había sido reemplazada con burdas imitaciones artificiales: los parques estaban llenos de árboles de metal y pájaros autómatas. Pero la destrucción cometida por el hombre se extendía también al campo. Se leían, en los periódicos, los últimos obituarios por «la extinción del lobo mexicano, el fin de la palmera nakax en Sian Ka'an, la desaparición de una orquídea en Los Tuxtlas, la muerte del Río de las Mariposas. Por esas muertes no se podía dar el pésame a nadie. Esas criaturas no tenían dueño» (1996: 48).

La extinción de los animales es un tema constante en estas novelas. En un escaparate, la protagonista y narradora Yo Sánchez encuentra el último mono araña del Desierto Lacandón (213), y en el Parque de Conservación Ecológica ve un mamífero «ebrio de contaminación»: la última jirafa del planeta (87). Y en La leyenda de los soles, la media hermana del jefe de la Policía, general Carlos Tezcatlipoca, es una «ecoguerrillera» que ha formado una reserva para animales en peligro de extinción. Antes de matarla -y con ella a todos sus animales-, el general comenta a un cómplice suyo que «pertenecemos a la generación humana que verá viva por última vez a la Laúd, la especie de tortuga marina más grande que se conoce. La consideraba extinta, allí hay una. Ahora la fusilaré delante de tus ojos» (1993: 70).

En ambas novelas, la degradación tiene alcances planetarios: hay noticias sobre guerras ecológicas, sobre hambrunas en el desierto más grande del mundo (la Amazonia); noticias «sobre las exequias simbólicas del mar Mediterráneo, sobre ríos biológicamente muertos, sobre emergencias ambientales en El Cairo, Atenas y Santiago, sobre terremotos y erupciones volcánicas en Colombia, Perú, Estados Unidos, China, Japón, Irán, Grecia, Turquía, Italia y Portugal» (85).

Pero el tono de las novelas no es unilateralmente catastrofista. El desmoronamiento final de la ciudad, anunciado por pajarracos negros, por la llegada de los temibles tzitzímitl y tzitzimime de la mitología azteca y por los terremotos, ofrece al menos -fiel a la tradición del apocalipsis bíblico- la posibilidad de una regeneración posterior en la era del Sexto Sol. Al final de La leyenda de los soles, los protagonistas-amantes -el pintor Juan de Góngora y la fotógrafa Bernarda Ramírez- vuelven a ver los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, antes tapados por el smog, «con su limpidez original» y en la punta de un cerro «vieron la figura azul de una mujer que tenía los brazos extendidos hacia el Sol, como si quisiera tomar de él el calor y el esplendor de la mañana. En su mano se posaba un pájaro dorado de plumas luminosas» (198). El evidente simbolismo de este personaje supone un mensaje esperanzador para la nueva era. Del mismo modo, en el último párrafo de ¿En quién piensas...?, mientras la ciudad se derrumba a su alrededor, Yo Sánchez por fin reconoce que está enamorada -en la Ciudad de México de 2027, nadie ama-, y en seguida la naturaleza despierta a su alrededor: «en ese momento de destrucción masiva, de confusión general, de estremecimientos y estruendos, animados por las luces confundidas, todos los pájaros se pusieron a cantar, creyendo que era el alba» (1996: 273). Es decir: el amor bastará para desandar lo andado, para recuperar lo perdido.

Tanto Juan de Góngora como Yo Sánchez deben luchar, a lo largo de las novelas, en contra de las secuelas espirituales y anímicas de la contaminación. El primero llega a entender que «la pérdida gradual de suelo, de aire y de agua a su alrededor era la pérdida de su propio yo» (1993: 17), y va explorando esta relación entre el entorno y la intimidad en la pintura: «En los postreros días del mundo, voy a pintar el cuadro de mi vida, el cuadro de mí mismo, la vista del Valle de México. Pintar ese sueño abolido será mi última obra» (20). Señalé antes la preocupación de Aridjis por encontrar un nuevo lenguaje poético para los tiempos de la crisis ecológica; Juan de Góngora se enfrenta con el mismo dilema: «Por esa avenida venía un río, ¿cómo pintar ahora su ausencia, su cuerpo entubado, su carga de aguas negras?, ¿cómo pintar la desesperación de un río, el grito silencioso de la Naturaleza en agonía? -se preguntó, delante de su cuadro-. ¿Cómo pintar la soledad del último conejo teporingo que se extingue en la falda de un volcán?» (164).

Para representar el silencio, se puede emprender -como en tantos poemas de Aridjis- un rescate (nostálgico) de las voces perdidas, pero también cabe la posibilidad de afinar el oído a los nuevos y disonantes ruidos del presente. El habla cotidiana de la gente, en el año 2027, ha cambiado: «Antes aquí las gentes platicaban de las tolvaneras de febrero, de los aguaceros de mayo, de la luna de octubre y de los fríos de diciembre, ahora hablan de las partículas suspendidas, de las inversiones térmicas y de las concentraciones de ozono. Un nuevo vocabulario ha entrado en su lenguaje cotidiano» (42). Este nuevo vocabulario se manifiesta también en la invasión de anglicismos y del spanglish. Tanto Juan de Góngora (133) como Yo Sánchez se escandalizan por los letreros de las tiendas y los bares, «ejemplos lucientes de la contaminación del idioma»:

«Chicken Rápido, Century Veintiuno; Speak con Propiedad: Escuela de Spanglish; Latinoamerican Institute: Conserve la Tradition; Parking aquí; Pregnant? Nueve Meses sin Intereses; Café Mejor Lazy que Crazy; Jóvenes Encueradas, Mujeres sin Panties, No Cover; Golden Music. Dancing Topless A Toda Madre; Come: Rumberas Brasileñas; Regálate Esta Noche: Go Out Con Niña Cubana; Suisida, Goce el Último Sigh del Milenio».


(1996: 235)                


Sin embargo, aunque el lenguaje cambie y se contamine, hay también una extraña belleza en los paisajes de destrucción, heredera de la imaginería deslumbrante del apocalipsis bíblico. Como diría Yeats, a terrible beauty is born en la ciudad agonizante. Los sentidos se despiertan, fascinados por las «posibilidades estéticas de la contaminación» (28), y hay una curiosa paradoja en la repulsión y atracción sentidas por Yo Sánchez hacia estos nuevos paisajes: «Caminamos juntos bajo un cielo terriblemente sucio, no desprovisto de belleza, no carente de horror» (164).

Las novelas de Aridjis caminan así por los mismos terrenos transitados en su poesía y ofrecen un escaparate privilegiado para expresar, mediante los personajes-portavoces, las inquietudes ecológicas y eco-literarias del autor. La promesa de una regeneración posterior a la catástrofe permite un desenlace optimista en La leyenda de los soles y ¿En quién piensas...?. El tono de la poesía ecológica de Tiempo de ángeles y otros libros resulta, en cambio, más lírico y a la vez esperanzador. No debe sorprendernos: hay pocos panoramas, desde un punto de vista ecológico, menos esperanzadores que el que ofrece México en estos días.






Obras citadas

  • ARIDJIS, Homero (1982). Playa nudista / El último Adán. Barcelona, Argos Vergara.
  • ——, (1993). La leyenda de los soles. México, FCE.
  • ——, (1994). Antología poética (1960-1994). México, FCE.
  • ——, (1996). ¿En quién piensas cuando haces el amor? México, Alfaguara.
  • ——, (1997). Tiempo de ángeles. México, FCE.
  • ——, (2000ª). «El milenio del Sol». Revista de México 588-589: 8-10.
  • BLANCO, José Joaquín (1994). «Sonámbulos del progreso». En Pablo Pascual y José Woldenborg, coords., Desarrollo, desigualdad y medio ambiente, México, Cal y Arena: 389-403.
  • EZCURRA, Exequial et al. (1999). The Basin of Mexico: Critical Environmental Issues and Sustainability. New York, United Nations University.
  • MELVILLE, Elinor G. K. (1994). A Plague of Sheep: Environmental Consequences of the Conquest of Mexico. Cambridge, Cambridge University Press.
  • ORTIZ MONASTERIO, Fernando et al. (1987). Tierra profanada: historia ambiental de México. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1987.
  • PAZ, Octavio (1999). Obras completas I. Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2.ª edición.
  • ROMERO LANKAO, Patricia (1994). «Ciudad de México: Problemas socioambientales en la gestión del agua». En Antonio Yúnez-Naude, Medio ambiente: problemas y soluciones, México, El Colegio de México: 235-270.
  • SUCRE, Guillermo (1975). La máscara, la transparencia. Caracas, Monte Ávila.


Indice