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Nota incompleta sobre Picasso

Ricardo Gullón






I

Cuando oye decir «Picasso», la mayoría entiende simplemente «Cubismo». Es una limitación, pero no del todo un error. Pues esa mayoría atribuye al «cubismo», una extensión que en realidad no tuvo, y bajo tal término acoge cantidad de fórmulas diferentes cuando no opuestas. Por de pronto, permítasenos enunciar este teorema un tanto esquemático y árido: Picasso es un fenómeno determinado por la exigencia constructiva de hallar para la pintura unas posibilidades netamente pictóricas, ajenas a cualquier sugerencia literaria o de otro orden que no sea el del cuadro mismo.

Partiendo de esta tesis se advierte que Picasso es una experiencia y también un renunciamiento. La experiencia no pudo resultar más cerrada, hosca e indiferente a los murmullos de la grey profesional. El renunciamiento implicaba rehusar comunicarse con e público -ese ente torpe y vagamente amenazador- por las vías usuales, y aun, al enfrentarlo, golpear con dureza su caparazón de prejuicios hasta conseguir que la embotada sensibilidad acusara al fin alguna conmoción, vibrara, siquiera negativamente y en contra.

Y aún, se objetará, sobre la pintura emerge otra cosa: fluida, etérea, luminosa, emerge la poesía. Cierto; al renunciar a tanta facilidad, al constreñirse a tantear y reordenar la pintura conforme a un juego estricto de formas y colores, se reservó la parte más capaz para influir sobre la fantasía, que, que reducida a límites irreductibles, buscaba sin cesar nuevas sugestiones, modos de obtener el máximo rendimiento al territorio reservado. Así la fantasía creció y vino a parar en la más rica imaginación creadora desde Goya al presente. Como tal imaginación debe ser estudiado Picasso, y no como un pintor ordinario, aunque extraordinario

Será, pues, preciso considerarle, no en concretas obras «hechas», sino en plena marea, como un huracán de cuya fuerza obtenemos testimonio por sus vestigios. Y para que en las artes plásticas se registrara este acontecimiento, fue necesario que las tendencias disociadoras y anárquicas del impresionismo condujeran la pintura hasta un punto de mortal delicuescencia, y que, coincidiendo con ellas, el genio picassiano conociera su aurora cuando el musicalismo y la desintegración ponían en peligro muchas cosas.

Frente a la gran ola de grandes notaciones, de ensueños quiméricos, el pintor malagueño sitúase a cuerpo limpio: no manifiestas, no teorías ni declaraciones programáticas. Tan sólo pintura, pintura «desnudan, expresión por medio de líneas y colores; no pretende sino pintar, y por eso su frase al contemplar un cuadro impresionista -frase que copio de un trabajo de Corpus Barga», publicado en el número de marzo de 1929 de la Revista de Occidente-: «En este cuadro hay lluvia, hay árboles, hay casas; hay todo menos pintura.» Hablar a este propósito de mentalidad cartesiana, como lo hace Huyghe, me parece pura pedantería o acaso simple manifestación de esa tendencia absorbente, tan francesa, incapaz, de concebir que los grandes fenómenos estéticos se determinen por impulsos ajenos a la mentalidad gala. Situados en ese punto tal vez no sería más arbitrario evocar la figura de Diego Lainez, el rígido teólogo de Trento, ordenador también y revolucionario por amor al orden, justamente como Picasso.

Pues el fenómeno picassiano si es una revolución, es también un esfuerzo por establecer sólidamente la que considera certeza única. Recusa cualquier dogmatismo, pero en el fondo su necesidad de afincar en esa verdad insobornable y cambiante que es la pintura acabará por vencerle. Era inevitable que esta postura polémica condujera a negaciones poco convincentes y aun diría tópicas: no en Picasso, confinado en el quehacer pictórico, pero sí en otros menos cautos o más exagerados. Se combatía el realismo de los copistas, servidores de una caligrafía sin imaginación ni poder transfigurador; se combatía contra los inventores de fórmulas conservadoras y burguesas donde la conciencia artística era neciamente ignorada. Esto era justo. No lo era, en cambio, equiparar impresionismo a anarquismo pictórico y negar a los impresionistas sus virtudes más evidentes: su decisión de abordar el mundo real de un modo directo, desentendiéndose de los modelos tradicionales; su negativa a aceptar las habituales convenciones en cuanto a la proporción y la intensidad del colorido: pero, sobre todo, la inclusión de la luz en el cuadro como un elemento esencial, significando con todo ello la adopción de una nueva técnica, más rica, difícil y exigente.

Dibujo de Picasso

Picasso. Autorretrato (1904)

Picasso, naturalmente, se sabe sus clásicos. Trabaja con una tradición tras de sí, y no la ignora, pero se niega a vivir de ella, para poder, mediante un esfuerzo ascético increíble, llegar a ser él mismo. Acaso esta idea resulte un tanto oscura. Trataré de ponerla en marcha, y así su sentido parecerá sencillo. Hay artistas para quienes la autoridad lo es todo: se apoyan en ella para dirimir íntimas discordias, y cuando un sentimiento personal entra en colisión con las opiniones recibidas -no con cualquier enseñanza directa, sí con la auténticamente poderosa lección de los grandes maestros- ceden, sin debate o tras lucha más o menos ardua, según la fortaleza y la personalidad de cada uno, y se inclinan ante el dictado ajeno. A trueque de esta sumisión reciben un patrimonio: son los herederos a quienes legítimamente viene adjudicado el conjunto de bienes que componen la tradición. En ese patrimonio hallan armas para hacer frente al repertorio de problemas que su trabajo les plantea, y es pueril creer que la aceptación de respuestas dadas a preguntas siempre nuevas no comporta algunas veces dolor, vacilación y rebeldía. Lo importante es cómo, al fin, acaban sometiéndose.

Mas existen, mirando a la otra vertiente de esta cordillera, los aventureros, los insumisos, los dispuestos a abandonar la seguridad que podría proporcionarles el confortable albergue de lo tradicional para salir al aire libre, preparados a correr cualquier riesgo antes de abdicar sus puntos de vista. Ellos, imaginando el arte como enorme cadena de montañas, Alpes gigantescos, se negarán a seguir al guía, a dejarse amarrar con la cuerda que atraillando depara seguridad, y buscarán en las rocas pasos no transitados hacia lugares antes inaccesibles, horizontes y paisajes nunca usados. En conflicto con los criterios ajenos mantendrán la primacía del suyo y sólo en sí hallarán aceptable solución a sus problemas. No debe entenderse que este tipo de artistas ignore el pasado, ni aun que lo desdeñe -y de hecho entre ellos se reclutan los admiradores más lucidos y nobles de los viejos maestros-, sino que no lo estima válido, como tal pasado y lección recibida, para suplir su esfuerzo personal y para ahorrarse, mediante recurso a fórmulas hechas y perfectas, la tensión creadora e inventora de su propio afán

Y queda por hacer otra salvedad: necesariamente, cada artista recibe del mundo exterior un caudal de impresiones y de conocimientos «útiles» que no puede desdeñar. (Como el alpinista más arriesgado no prescinde de la cuerda y del pico al emprender su solitaria ascensión). No puede desdeñarlos, pero sí amoldarlos a imagen y semejanza de sus intenciones. En nuestros aventureros y en Picasso concretamente, el oficio está sólidamente adquirido: de espaldas a la tradición, pero sin perder ese lastre salvador comúnmente llamado experiencia, gracias al cual pudo atravesar oscuros y amenazantes abismos.

Así, el esfuerzo de Picasso concilia, sin paradoja, los dos extremos de que escribió un día Guillermo de Torre: «la aventura y el orden». Renuncia conscientemente a cualquier apoyo ajeno y emprende solitario su maravillosa empresa. No pretende descubrir mediterráneos -es demasiado listo y sensible para ello-, mas dar expresión plástica a inquietudes personales; sus aspiraciones son claras y limitadas: pintar, pintar para en la pintura reconocerse íntegramente, sabiendo suyos y no venidos de fuera los elementos de ella. Por ahí podrá ya entenderse aquel «llegar a ser él mismo» a que antes me referí, muy alejado según se ve de cualquier veleidad tendente a preferir lo nuevo únicamente por serlo, lo raro por su sola rareza. Picasso, como decía Chesterton a propósito de Robert Browning, es original porque «trata de orígenes», no porque a todo trance pretenda ser nuevo».




II

Pablo Ruiz Picasso es un dibujante extraordinario. Supongo innecesaria la demostración de esta evidencia. Basta ir ver. Pero hay algo menos detonante, menos llamativo que la fuerza y la seguridad de su trazo: me refiero a la alegría interior revelada en su obra. Cuando Picasso dibuja lo hace con tan espontánea seguridad y al mismo tiempo con tan alta conciencia de sus posibilidades, que la obra supera las fronteras previstas; esa combinación de espontaneidad y lucidez conducen su mano y, suma de la destreza, depara creaciones inesperadas. No podría decirse que el artista emprendió la tarea con una idea preconcebida sobre cómo iba a realizarla; sabía lo qué iba a intentar, pero nunca estaba seguro de cómo lo conseguiría. Si esta interpretación no es equivocada, aquí tenemos la clave de esa gracia, esa permanente sorpresa del arte picassiano, tan sugestiva y en último término conmovedora -por la humildad de su actitud-, a despecho de las alharacas incomprensivas de quienes gritan a la mixtificación en cuanto algún acaecimiento desborda sus limitadas entendederas.

El dibujo de Picasso ha sido el arma decisiva en su combate por la libertad y el orden pictórico. Si hay paradoja en esta frase entiéndase como noción previa que nuestro artista es una paradoja viviente, una pugna de contrarios mejor aún que una conciliación de contrarios. La norma se hacía en sus manos tan flexible que a los menos avisados parecíales una negación. Pero nunca una Ley marca claramente sus excelencias y su utilidad como cuando en manos de un juez inteligente, es aplicada, siempre idéntica en el espíritu, y sin embargo, acomodándola al suceso concreto en tal forma, que de su innovación resulte en cada caso justicia estricta. Así el dibujo y aun la pintura genéricamente, guarda en Picasso, conjugándolas, sus leves peculiares y las del creador. Difícil equilibrio y aun -si la palabra no fuera demasiado vaga y comprometedora- diríamos milagro.

Ante los dibujos de Picasso, «el contemplador puede quedarse solo», escribió Eugenio d’Ors. En esos dibujos, por obra y gracia de la suprema maestría de su autor, la significación aparece luminosamente lograda. Y no es que tal significación fuera pretendida, existiera como algo ajeno a la obra y anterior a ella; diríase que en el curso de la tarea, por sugestión de la línea naciente, acaso por el deseo de vencer una dificultad no pensada, crecieron los contornos en direcciones imprevistas hacia la consecución del resultado. Pero ya concluso, el dibujo adquiere firmeza, una pujanza reveladora tan alta y completa, que cuesta trabajo entender cómo espontaneidad y significación pudieron concertarse en esa jugosa armonía final.

De esa armonía depende que el espectador de buen discurso pueda dialogar fructíferamente con los cartones picassianos. El negado a este elemental entendimiento deberá renunciar a cualquier avenencia con el en un tiempo llamado «arte vivo». Pues Picasso hizo su puesta sobre el dibujo; apoyó en la perfección de la escritura lo mejor de su buen arte de pintor, y para eso acató con rara docilidad los rigores de una disciplina llena de arduas exigencias. Esto puso en sus manos los útiles necesarios para cumplir la tarea; herramientas sin las cuales nunca su lección hubiera llegado hasta nosotros con la radiante pureza en que ahora es dado captarla.

En su dibujo hay, sobre la maestría, una calidad poética que suscita las inequívocas reacciones de la emoción lírica; se siente la confidencia depositada en el papel, pero depositada por necesidad estética, nunca por caprichoso azar de la creación. Pues ésta, bien entendido, es espontánea, pero no caprichosa. Picasso no persigue realizaciones determinadas, sino más bien escapar de otras prefabricadas y mostrencas; su evasión de la realidad debe interpretarse como la consecuencia fatal de aspirar a la invención de vías intactas para el arte.

Pero no es la búsqueda de «lo nuevo», -así, genéricamente, pues más concreción no cabe al delimitar el ámbito de la tentativa picassiana- lo importante en esta actitud. El acento debe cargar sobre la espontaneidad con que tal experimento se emprende. Tiene razón Guillermo de Torre para preguntar si «el cubismo, en última instancia, ¿no es una suerte de intento heroico para crear un mundo artístico que no se haya dado antes jamás, que tenga autonomía, raíz y fin en sí mismo?» Es eso y también un ansia de perfección, de hacer las cosas de acuerdo con el consejo que, según cuenta Jaime Sabartés, le diera el propio Picasso a un solicitante: «Si quieres hacer un círculo y pretendes ser original, no trates de darle una forma extraña que no sea precisamente la del círculo. Trata de hacer el círculo lo mejor que sepas. Y como quiera que no te ha de salir nunca un círculo perfecto, tu circular será enteramente tuyo.» Es decir; espontaneidad y veracidad. Sea cada cual fiel a su peculiar manera de hacer las cosas y apóyese esencialmente sobre esa misma pureza de intención, sobre el deseo de perfección, que es también, en mucha manera, deseo de plenitud.

Otros artistas han buscado «lo nuevo», sin que su obra haya trascendido. La de Picasso, sí. ¿A qué se debe esta trascendencia? Si decimos que a causa de ser él un estilo, puede parecer la respuesta un tanto vaga e insatisfactoria. Con todo, es la más adecuada. Es un estilo de creación artística revelador de cierta manera personal de enfrentarse con la realidad y de considerarla en su relación con la pintura; tal actitud consiste -esencialmente- en guardar el mundo dentro de los confines del cerebro y trasvasar al lienzo una parte de las impresiones suscitadas por la realidad exterior, impresiones que revisten un carácter abstracto, y, claro está, preferentemente intelectual.

Con este ademán concilia el impulso de reducir la pintura a sus desnudos elementos, prescindiendo de cuanto sea accidental y superfluo, y por eso las ideas se presentan con valor de símbolos cuya interpretación no es siempre fácil ni aun a los iniciados. Este hermetismo no fue buscado deliberadamente; es consecuencia de su altivo desdén hacia los consejos y comentos interpretativos, y de «su intolerancia hacia las formas comunes de las cosas», como decía Walter Pater del gran Leonardo. Lo abstracto entró definitivamente en la pintura, si es que no estuvo siempre en disponibilidad, en situación de ser admitido tan pronto como un gran pintor quisiera proponérselo.




III

Gertrudis Stein cuenta en su «Autobiografía de Alicia Toklas» una reveladora anécdota de Picasso. Ella y su hermano acababan de conocer al artista, cuando un día le invitaron a su casa. Todavía no existía intimidad entre ellos. Después de cenar, el hermano de Gertrudis extrajo de sus carpetas una serie de estampas japonesas y las fue mostrando al pintor. «Picasso, obediente, las miraba gravemente, una por una, y escuchaba las explicaciones del dueño. Pero, de pronto, le susurró a Gertrudis Stein: -Tu hermano es encantador, pero, como a todos los americanos, le encanta enseñar estampas japonesas. Y a mí no me gustan. No, no me gustan nada en absoluto.»

Este desagrado tajante es temperamental, connatural; tales estampas son como los antípodas del arte picassiano. Aquel cercenamiento de la fantasía creadora, aquella sujeción oriental a fórmulas convencionales, habían de repeler a la sensibilidad de un espíritu cuyas tentativas obedecían justamente a la voluntad de plantearse en cada tela nuevos problemas. La anécdota transcrita ilustra, mejor que largas divagaciones, sobre la reacción casi mecánica e imposible de ocultar, producida en él por la obra de quienes subordinan la invención al primor; trastrueque tal de valores escandaliza al hombre cuyos esfuerzos se centran en conseguir identificarse con la tarea, sintiéndola como empeño colonizador y misionero. Los grabadores japoneses entienden el suyo a modo de permanente y paciente busca de lo perfecto, tratando cada día de hacer lo mismo un poco mejor que el día anterior. Picasso no acepta nunca hacer «lo mismo», y por eso, en contraste, el vuelo de su arte revela ardor de ambición más crecida y voluntad de empeñarse en mayores trabajos (trabajos en plural, para expresar que no son únicamente horas de dura faena conocida, mas acometimiento de heroicas gestas, en verdad sólo a él reservadas).

Por eso Picasso, como fenómeno estético, ha dado signo a una época. No ha sido el único, pero si el más importante entre los grandes inventores de este siglo. Sigmund Freud y James Joyce son, por este orden, los únicos que pueden en algún sentido, comparársele. De los tres la influencia de Joyce es la menos visible, la que menos ha llegado al público por razones que he tratado de explicar en otra parte. Creo que incluir a Freud entre los inventores no parecerá exagerado. Son tres nombres que se completan, y reunidos suministran la cifra de un importante momento en la evolución del espíritu europeo. El hombre actual siente -por lo menos, siente, si no sabe- la influencia de los hallazgos y aportaciones que, arrancando de la obra coincidente y diversa de esos tres hombres, gravitan hoy sobre su vida. Gravitan inelectablemente, pues, aun en el supuesto de traducirse su reacción en ademanes hostiles, a nadie le está concedido tornar la espalda a su tiempo, ignorando los supuestos fundamentales en que se asienta su existencia. Podrán legítimamente contradecir, pero no desconocer. Y aun al debate deberá preceder un severo examen crítico de las posibilidades y los argumentos del adversario.

Acéptese, pues, esta verdad deslumbrante. De Picasso -y con cierta injusta falta de precisión, forzados por los límites de este artículo a evitar la reseña histórica de la evolución estética de los últimos cien años, sacrificamos a los predecesores como a los coetáneos de menos significación-, de Picasso, principalmente, nació un resplandor cuya lumbre percibimos por doquier. Si no es un estilo, por lo menos es una época, como diría Eugenio d’Ors. No ya los Reyes, sino un artista dio nombre a tres o cuatro décadas de este siglo. Al «Luis XV» y al «Isabelino» sustituye hoy el «picassiano». ¡Qué derivación y qué sorpresa para muchos! Picassismo se toma como sinónimo de aventura, de inquietud estética. A despecho de protestas filisteas, los cuarenta primeros años del siglo XX serán ya designados en la historia del arte, como la época de Picasso.





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