Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Notas sobre el costumbrismo «negro»

Borja Rodríguez Gutiérrez





Aún a riesgo de simplificar excesivamente la cuestión, creo que es válido afirmar la existencia de una serie de ideas comunes sobre el costumbrismo que la gran mayoría de la crítica especializada admite y aplica en sus estudios: la presencia de las clases medias como escenarios y objetos preferentes de los escritos costumbristas; el interés por reflejar, y de esta manera conservar, tipos y actividades que están en trance de desaparición por un acelerado cambio social, más perceptible para los españoles del segundo tercio del siglo XIX que para sus antecesores y la voluntad patriótica de poner sobre la mesa una imagen real y auténtica de España y de lo español, frente a las imágenes retorcidas que presentaba la literatura de viajes europea. A estas ideas que podemos encontrar en la obra de los principales estudiosos del género (Correa Calderón, Ucelay da Cal, Palomo, Escobar, Romero Tobar, Rubio Cremades) podemos añadir la caracterización del género formulada por Rubio Cremades, caracterización que basta el momento no ha despertado, al menos en lo que yo sé, rechazo: «Satira quae ridendo corrigit mores»1.

En cuanto a los orígenes del movimiento, aunque las dos posturas extremas a este respecto son manifiestamente opuestas (la propuesta por Menéndez Pelayo de que Rinconete y Cortadillo es el primer cuadro de costumbres de nuestra literatura, frente a la declaración de Larra de que el artículo de costumbres como género literario es una creación del XIX sin ningún antecedente en el pasado) podemos decir que es patente que hay una general concepción de que el costumbrismo es una manifestación del romanticismo literario y que como tal es un género que hace su aparición en nuestro decimonoveno siglo.

Ahora bien, en esos mismos años, en las mismas revistas, con la misma, o una muy similar, apariencia externa, también en escenas y en tipos, y a veces, en manos de los mismos autores, corre una segunda línea paralela al costumbrismo que hasta el momento hemos definido, en la que faltan muchas de las características que antes he mencionado y que ofrece unos tintes más oscuros, amargos y pesimistas: si se trata de costumbrismo, será un costumbrismo, por así denominarlo, «negro».

No me refiero aquí, en este momento, a artículos como esas dos obras maestras de Larra, «El día de difuntos de 1836» y «La Nochebuena de 1836», esas dos manifestaciones de la depresión hecha obra literaria, y que habría que considerar, no ya como artículos de costumbres, sino como poemas en prosa, como creación lírica, puesto que todo en ellos no es sino manifestación de una sensibilidad íntima y personal sufriente y atormentada.

Hablo de otros artículos que reflejan la sociedad de su tiempo pero no con el interés por una mímesis costumbrista como la que definía José Escobar2; sólo con una apariencia de ella. De artículos que no se refieren a la clase media sino, mayoritariamente a la popular. De artículos que no reflejan un mundo cambiante, y en trance de desaparición por mor del progreso, sino que presentan un mundo inmovilizado en un estado de ignorancia, suciedad, brutalidad, violencia y barbarie. De artículos que presentan, sin ningún interés patriótico una imagen de España y de lo español, más negra y repelente que la que presenta cualquier viajero extranjero coleccionista de tópicos.

Nada de eso tiene que ver con las intenciones del escritor costumbrista, del que practica el costumbrismo sin ningún tipo de adjetivo. En el pecho de ese escritor costumbrista late el corazón del buen ciudadano dieciochesco. Por ello, cuando, contempla, anota y pinta las costumbres de su época, las ideas de moral pública, moral privada, bien común, civilización y progreso siempre están muy presentes en su ánimo. Estos valores conllevan una visión crítica de la sociedad, crítica que, más acerba o incisiva, más morigerada o serena, busca siempre el perfeccionamiento social y la erradicación de las malas costumbres. Por eso la existencia, entre su obra, de auténticos cuentos morales como son Grandeza y miseria de Mesonero o El casarse pronto y mal de Larra.

De manera que el costumbrista tiene un objetivo, cuyo fin es hacer una crítica de la sociedad para contribuir a su mejora desde una perspectiva de progreso y moral pública, y además elabora un plan, proyecto o programa para que su pintura sea amplia, precisa y detallada. Palabras como plan, programa y proyecto aparecen con frecuencia tanto en los textos costumbristas como en los estudios sobre costumbrismo3. El escritor costumbrista es consciente de la existencia de un cambio social y de una variación del tejido humano que forma la sociedad. Ante la aparición de esa diversidad de grupos y la desaparición de otros que se ofrecen ante los ojos del atento observador, el escritor decide reflejar, a lo largo de una serie de textos breves, todos esas modalidades y variaciones del paisaje humano de su alrededor. Para desarrollar este proyecto, el escritor tiene un plan y diseña un programa de actuación con arreglo al cual va a ir trabajando, siendo estos proyectos, planes y programas expuestos al público, muchas veces como presentación del propio escritor, pues el costumbrista no tiene dudas acerca del valor social y cívico que tienen sus observaciones y como tales las ofrece a la sociedad. El costumbrista es un componente más de esa clase que observa, una persona cívica, moral y laboriosa que puede, por ello, dar indicaciones de conducta desde una postura de respetabilidad pública.

Es decir que el costumbrista se centra en la clase media y habla a sus iguales, a los que son como él; por ello su visión es «horizontal» se mueve entre sus personajes y los ve a su misma altura. Percibe sus imperfecciones, pero las entiende como circunstanciales y pasajeras, ya que pueden remediarse sobre la base de buenos consejos e indicaciones saludables; los buenos consejos y las indicaciones saludables que están presentes en su literatura.

Cosa que no ocurre al costumbrista «negro» que mira a sus personajes con una total y absoluta sensación de superioridad, que no pretende corregir ninguna costumbre, puesto que no cree en la posibilidad de que esos seres inferiores, brutales, semibárbaros que describe puedan perfeccionarse, y que por lo tanto no ofrece consejos ni remedios, sino una visión desencantada y amarga de la vida. No hay en el costumbrista negro, plan, ni proyecto, ni programa; no hay en sus escritos ninguna finalidad ética, constructiva ni mucho menos social. Si en el costumbrista hay una esperanza de cambio social beneficioso, y una intención de colaborar y orientar en ese cambio, en el costumbrista negro hay un escepticismo desolador, una visión pesimista de la sociedad que excluye cualquier posibilidad de cambio.

Se diría que cuando el costumbrista negro mira a su alrededor ve la realidad a través de un cristal deformante, que todo lo degrada y envilece:

«Una choza miserable de paja y espinos, mansión donde vegeta una familia salvaje que jamás conoció los encantos ni los peligros de la sociedad. Un hombre atezado, miserable, tan inmundo como los animales cuya carne está vedada a los musulmanes por la ley de su profeta, tan destrozado como cualquier drama traducido por un escritor de munición, tan cerdoso, en fin, y de tan fiero aspecto como el oso del Pirineo, yace en el suelo que le sirve de lecho, apoyando la cabeza en un lobo recién degollado, cuya sangre brota aun en abundancia y cuya boca entreabierta deja descubrir los aguzados colmillos y las hambrientas fauces»4.



Esta es la descripción que hace uno de los máximos representantes del costumbrismo negro, Clemente Díaz, de un alimañero, de un cazador de lobos. Lo que podría ser un tipo se convierte casi en un monstruo: «Ora se le eleve a la dignidad de hombre porque tiene sus formas, ora se le coloque en la raza de las fieras, porque participa de su instinto [...] es una aberración de la naturaleza».

No siempre se llega a esta caracterización tan extrema de los personajes, pero la visión del costumbrista negro coloca con frecuencia a las clases populares en una frontera entre la brutalidad y el salvajismo. «Salvajes» llama precisamente el narrador de «Una novillada»5 (artículo de costumbres firmado por V. P.) a los habitantes de un pueblo andaluz que contemplan el festejo, matan a palos y garrotazos a toros y vacas en el campo, animan a los toros a cornear a los mozos cuando son extraños al pueblo, se asustan y están a punto de atacar al narrador viendo que éste se pone unas gafas, porque no conocen ese instrumento y creen que es diabólico. Finalmente el narrador tiene que huir del pueblo esa misma noche, porque el hijo del alcalde ha enfermado y una santiguadora (bruja del pueblo) afirma que el forastero le ha echado mal de ojo. Salvaje es también el calificativo que utiliza Agustín de Ramón Carbonell en «Las sanguijuelas»6, para referirse a un lugareño tan ignorante que cuando el barbero del lugar le recomienda que se aplique unas sanguijuelas, se las come. Bárbaros son los murcianos que el narrador de «Una procesión»7 describe, al hablar de la procesión de San Cayetano: «[...] la efigie de S. Cayetano es sacada de la ermita para ser martirizada por decirlo así, por la multitud fanática, sin duda con la mejor intención, mas sin que esto le quite su barbarie». Tras de lo cual describe con detalle una fiesta popular que acaba derribando la imagen del santo a tierra a fuerza de melonazos.

La insensibilidad es otra de las características de estas clases populares. En «¡¡¡Un muerto!!!»8 la agonía del Perdigones, esposo de la Vica y yerno de la tía Ranera es seguida por todo el pueblo como un espectáculo apasionante. La insensibilidad y la brutalidad de los lugareños están puestas constantemente de manifiesto. Se discute delante del agonizante de cómo debe ser su entierro, se pregunta si ha muerto ya o no para poder traer la mortaja, que ya ha servido para varios entierros, un grupo de vecinos discute si deben sangrarle o no y si morirá más pronto o más tarde y todo esto lo hacen a grito limpio a ambos lados de la cama del moribundo. Todos, en la habitación donde agoniza Perdigones «hablaban a voces como si estuvieran en el campo, colocados, uno de otro, a la distancia de un tiro de cañón». El final del cuento es el remate de esta muerte espectacular.

«Yo me salí de la casa con intención de escribir este artículo, cuando un chiquillo andrajoso encontré a la puerta, me suministró materia para concluirle. Estaba dando patadas en el suelo y haciendo visajes de impaciencia porque no se le acercaba una mujer que con mucha sorna hilaba en el extremo de la calle.

-¡Madre, venga V. (le decía) que hay tanta gente...! ¡Venga V.! ¡Qué bonito!... ¡Corra V. Corriendo!

-¿Pero qué hay que ver? -dijo al fin la buena mujer, dejando la rueca y encaminándose hacia su hijo.

¿Qué hay? -exclamó el chiquillo abriendo unos grandes ojos y señalando hacia dentro con aire de pavura y de asombro.- ¡¡¡Un muerto!!!».



Cuando en «El Novenario»9 (que es continuación del anterior) se cuentan los rezos por el ya difunto, todo se convierte en motivos para la crítica, la murmuración, la comida y la borrachera. Borrachera, que para algunos de estos autores es la condición habitual de las clases más humildes de la sociedad, como es se presentan en un poema anónimo «El ciego»10 y en otro poema, «El zapatero»11, firmado éste por V. P. y N.

Sin duda está visión deformante del pueblo, insistiendo en su brutalidad y en su falta de sentimientos, provoca que un escritor tan distinto y personal como es José Somoza reaccione en contra de estos tópicos en «El Tío Tomás o los zapateros»12 y coloque en un taller de zapatería la narración de una triste historia amorosa, contada por el tío Tomás del título. Al final del relato todos los trabajadores y trabajadoras del taller rompen en sollozos y la voz del narrador (que es la de Somoza) hace a la dama testigo de los hechos la siguiente pregunta: «¿Qué tal? ¿Sabe sentir la gente baja o no? ¿Pudiera haberlo hecho mejor una familia de duques?».

Pero el humanista Somoza es una excepción, y son muchos más los escritores cuyo clasismo y desprecio de lo popular es ostensible, y que están convencidos de que los hombres y mujeres del pueblo son esencialmente primarios y violentos. Por eso las historias amorosas entre las clases populares están siempre teñidas de duelos, golpes, sangre y muertes. De hecho son tan abundantes las peleas, más o menos cómicas, más o menos trágicas, a causa de una rivalidad amorosa, que casi forman un subgénero. En «El Baile de Ánimas»13, el enfrentamiento entre Cañamón y Novillo a cuenta de la Percala, acaba en una batalla general, ante la alegría de la anciana Cacarucha que exclama, regocijada: «¡Gracias sean dadas a Dios! Ya estoy más contenta. Por fin, los muchachos de estos tiempos no han olvidado todavía la antigua costumbre de sus abuelos, de rematar los bailes de ánimas con una función de palos». En «Las segundas nupcias»14 la boda de Lesmes de Bobadilla, con La Roya, provoca la ira del despechado Chupalámparas, el hijo del sacristán. La correspondiente pelea es comentada así por la anciana tía Carpanta, viendo los rastros de sangre: «¡Bendito sea Dios, [...] bien decía yo que los chicos de estos tiempos no tienen la cabeza tan dura como sus abuelos!». En «La boda de Rita»15 es la propia novia, la que navaja en mano, responde al desafío del pretendiente rechazado, tras partir la cara de un violento bofetón al cobarde (y adinerado) novio, el aguacil Guindaleta. En «La venta de Aluenda y los Arrieros»16, «La Serenata»17, y «Curra y los guapos de Triana»18, tres obras dejóse María de Andueza, la lucha acaba en muertes, lo mismo que ocurre en «Celos de Gente airada»19 cuyo protagonista, Pisto, es calificado por el narrador interno como «monstruo».

El rechazo antipopular se extiende en muchos casos a todo lo que tenga relación con el pueblo, por eso no es raro encontrar a practicantes del costumbrismo negro, redactando artículos en los que se critican las tradiciones, incluso aunque sean tradiciones religiosas, y muy especialmente la manera en la que el pueblo celebra estas tradiciones.

«Lo peor es que por lo común se destierran las [tradiciones] más inocentes, y subsisten las más ridículas. Yo no he visto los tan ponderados pasos de Sevilla, y otras magníficas esculturas que salían a lucir en otras partes por estos días, poro en cambio he visto en Zaragoza a S. Juan Evangelista, con unos manteos que parecía estudiante de la tuna; [...] he visto la oración, del huerto con naranjas colgadas de los olivos; un paso de la cruz a cuestas en que el Cirineo llevaba al hombro una ristra de habas tiernas; he visto el velo del templo hecho de cotón, y rasgado por la costura, al pregonero de Jerusalén vestido de disciplinante negro; una escuadra de soldados romanos con coletos de ante; y a Pilatos con faja de teniente general y vara de alcalde: he visto... Si fuera a decir todo lo que he visto, haría una relación por el estilo de la de Don Simplicio al bajar de la luna»20.



El costumbrista negro, como el costumbrista al uso, tiñe sus relatos de humor, pero no del suavemente irónico de Mesonero, ni del punzante y acerbo de Larra, ni del alegre regocijo del Solitario; el humor del costumbrista negro es pesimista, acre, amargo, y se basa en la exageración, en lo brutal, en la suciedad y en la violencia. Si damos por buena la idea de que el costumbrismo puede cifrar su arranque en Rinconete y Cortadillo, el costumbrismo negro bebe de algunas escenas del Lazarillo y del Buscón donde vómitos, escupitajos y todo cuanto elemento repugnante y maloliente pueda acumularse aparece; si Mesonero puede entreverse en los diálogos de Rincón y Cortado, el costumbrista negro se adivina en la escena en la que Lázaro recibe el brutal garrotazo del clérigo de Maqueda, o en aquella otra donde el zagal de ciego hace que su amo embista contra una columna de la plaza de Escalona y se abra la cabeza. Veamos por ejemplo este fragmento de «Un marido»21 en el que una esposa infiel y glotona, recibe lo que se supone que es su merecido en una escena que, sin duda, el autor juzgaba cómica:

«Volvió grupas y se dirigió á una mujer que amparándose de la sombra de los faroles procuraba ganar el portal de la taberna. "¡No me pegues Ramón!", gritó ésta. "¡Calla so puerca, arrastráa; te he de hacer echar por la boca los callos y el escabeche que has zampao, mala sangre!", y diciendo esto, la pegaba de mojicones que era de ver. Casi a los primeros golpes cayó la peineta al suelo rota en veinte pedazos; la cara de Manuela se inundó con la sangre que la salía de las narices, y no saciada con esto la cólera de Ramón, la pegó un puntapié que fue a caer de bruces al lado de un obrero, que en fuerza del mucho vino que había bebido, apoyado contra la pared estaba arrojando en medio de extraordinarias arcadas y a beneficio de meterse los dedos en la boca cuanto había sepultado en su insaciable vientre. En medio de la hedionda vomitona fue a caer Manuela y a tiempo que el borracho hacía una nueva evacuación. El pañuelo nuevo de crespón, el delantal azul, y hasta las medias de seda de patón empaparon todo el zumo de aquel fétido brebaje».



Si la aparición del costumbrismo romántico ha generado debates entre críticos sobre la primacía temporal de Larra, el Curioso Parlante o Estébanez, el principio del costumbrismo negro romántico lo podemos situar con bastante precisión: en 1836, en el Semanario Pintoresco Español, y en la obra de un autor, del que, hoy por hoy, poco sabemos más que el nombre: Clemente Díaz.

La lógica cronológica nos lleva a pensar que este Clemente Díaz es el mismo que firma, en febrero de 1833, La Satiricomanía, sátira escrita en tercetos dirigida al Pobrecito Hablador, y que fue contestada casi inmediatamente por Larra con la Carta panegírica de Andrés Niporesas a un tal Don Clemente Díaz, gran poeta y literato, en contestación a cierta sátira contra El Pobrecito Hablador, probablemente, el ataque personal más extenso, feroz y destructivo que jamás haya escrito Mariano José de Larra, lo que es mucho decir en alguien cuya «innata mordacidad tan pocas simpatías le acarreaba» (Mesonero dixit). Pero si la cronología nos lleva a ese pensamiento hay que decir que hay una enorme distancia entre la sátira que provocó las iras de Larra y los escritos que desarrollan el costumbrismo negro. Si sólo se conoce de Díaz la Satiricomanía no sorprende encontrar calificativos a su autor como los de «medianísimo literato»22, «escritorzuelo»23, o «poetastro»24. Pero la obra de Díaz que podemos localizar entre 1836 y 1841 es muy diferente, no carece de calidad e interés y nos presenta a un escritor original, con personalidad propia y con cierta facundia descriptiva y narrativa que no se echaba de ver en los tercetos de 183325.

Dejando aparte la Satiricomanía, la carrera de Díaz como escritor es comparable a la de una estrella fugaz: comienza con extraordinario brillo siendo, el año de la fundación de la revista de Mesonero, 1836, una de las firmas principales del Semanario Pintoresco Español. Durante 1837 y 1838 abandona el Semanario para hacerse cargo del Siglo XIX, revista de la que, además de director, es autor del gran parte de su contenido, y cuando en 1818 es sustituido en esta revista por Francisco Fernández Villabrille regresa al Semanario, en el que publica repetidas veces hasta la última aparición de su firma, un 27 de julio de 1841. No he encontrado ninguna otra colaboración periodística de Díaz posterior a esta fecha, ni en el Semanario, ni en ninguna otra revista.

Clemente Díaz es un humorista seco, hiriente, que se complace en presentar el lado más áspero y brutal de la vida, que se divierte ridiculizando al romanticismo, a las narraciones sentimentales, a lo extremo y sublime. Y en ese aspecto es uno de los colaboradores más apreciados y valorados por Mesonero. Lo podemos ver en el hecho de que a partir de su regreso a la revista, tras el paréntesis del Siglo XIX, sus cuadros relatos y colaboraciones aparecen con frecuencia con ilustraciones y en dos casos («¡Calabazas!»26 y «La procesión de un lugar»27) incluso «hacen la portada»28.

Es éste un elemento muy significativo de la valoración de un autor y de su texto, por parte de la revista. Durante toda su existencia, y a pesar de los cambios de directores y empresas, el Semanario Pintoresco Español mantuvo inalterable la apariencia básica con la que le dotó su primer director, Ramón de Mesonero Romanos. La revista no usó nunca una cabecera, ni textual ni gráfica, ni ningún motivo específico en la primera página de cada entrega, y en cambio, en la inmensa mayoría de los casos, inició cada una de ellas con un grabado que ocupaba entre la mitad y los dos tercios de la página, y que servía de ilustración al primer artículo de la entrega que de esta manera quedaba convertido en el artículo «estrella» de ese número del Semanario. El hecho de usar los dos artículos, más relatos que cuadros, de Díaz para ese artículo principal que era la fuente de la ilustración de la portada indica que, en esos momentos, es el costumbrismo una de las modalidades textuales que los editores y directores estaban usando para crear un interés del lector por el apartado gráfico de los periódicos, pero también que el nombre y la obra de Clemente Díaz, empezaba a ser conocido y apreciado y por ello utilizado como reclamo comercial y propagandístico.

Para valorar más lo que supone esta presencia de Díaz en ambas portadas, podemos comentar que a lo largo del año de 1839 la imagen de la portada es ocupada en veintisiete ocasiones por un grabado que representa un monumento o paisaje; en siete números aparece al inicio un retrato de un personaje célebre (Lope de Vega, Juan de Herrera, Meléndez Valdés) del que se hace su biografía. Ocho ejemplares dedican su imagen inicial a una serie de trajes regionales (pasiegos, maragatos, armuñeses, gallegos...). Y solamente en cuatro números de los cincuenta y dos la estampa inicial representa un relato o artículo de costumbres. En dos ocasiones los artículos son obra de Mesonero: «Una junta de cofradía» y «La posada o España en Madrid». Y los otros dos son los ya mencionados artículos de Díaz. Es decir que el propio Mesonero coloca a las colaboraciones de Díaz, dos buenas representaciones de ese costumbrismo negro del que vengo hablando, a la misma altura de sus propias producciones.

Uno de esos artículos, nos da, además, un buen ejemplo de la personal estética de Díaz. Pues en «La procesión de un lugar», el grabado, obra de Alenza, es anterior al texto, como declara el mismo Díaz, y el texto está concebido para ilustrarlo. Pero el dibujo de Alenza representa una procesión y el pueblo alegre al paso del santo. Buena ocasión para que un costumbrista más amable y bienhumorado que Díaz, compusiera un cuadro de una fiesta popular. Pero Díaz lo que nos presenta es una historia de dos pueblos enfrentados y unos mozos robando por la noche una imagen de San Roque para impedir la procesión que al día siguiente prepara el pueblo rival, una repentina tormenta y la huida supersticiosa de los ladrones abandonado a la figura en el campo, y el descubrimiento al día siguiente, por los coléricos habitantes del pueblo robado, de la imagen abandonada. Nada hay en el dibujo de Alenza que lleve a esa idea; es la personal forma de Díaz de entender el hecho popular lo que le lleva a componer una historia en donde aparecen la ignorancia, la superstición, las envidias, los temores ridículos, la insensibilidad, la falta de respeto a la religión... es decir, toda la barbarie que los cultivadores del costumbrismo negro asocian a las clases populares.

¿Qué es el costumbrismo negro? ¿Una modalidad del costumbrismo o algo totalmente diferente? Señala certeramente M.ª Ángeles Ayala que los costumbristas escriben en un momento de cambio y que oscilan entre la nostálgica pintura de lo que fue y ya no es, por una parte, y el análisis, estudio y reflexión de lo presente y lo nuevo29. Pero el costumbrista negro no está en ninguna de estas dos posturas y quizás es porque no capaz de reflejar la realidad, porque su estética deformante y rebajadora le impide una auténtica mimesis. El camino del costumbrismo negro lleva al agotamiento. Tal vez comienza por una voluntad de denuncia, pero en seguida queda preso de la exageración de lo deforme, d gusto por lo grotesco, del deseo de sorprender más que de retratar de la conversión de la realidad en caricatura y por ello del realismo en humorismo de trazo grueso y colores oscuros. Manifestación quizás de un conservadurismo escéptico que se avenía mal con el análisis del cambio que lleva a cabo el costumbrismo, o de un liberalismo fracasado en sí mismo por desconfianza de las clases populares, una especie que no es ajena a nuestra historia reciente, el costumbrismo negro se agota en chiste fácil y grosero al que tantas veces acaba llegando.

Conecta y concuerda sin embargo con esa línea «tremendista» (permítaseme sacar esta idea fuera de su contexto) que tantas veces asoma la cabeza a lo largo de la literatura española. Y rasgos de esa mirada desencantada se pueden encontrar en las colecciones costumbristas de la segunda mitad del XIX (por ejemplo en el estremecedor «El tendido de los sastres» del, habitualmente, amable zarzuelero Miguel Ramos Carrión), en la primera colección de escenas costumbristas de Pereda, en el mundo que revelan algunas novelas de Zunzunegui, en los apuntes carpetovetónicos de Cela. Indicaba Álvarez Barrientos30 que Cela en sus escritos costumbristas hacía gala de personajes exagerados y de un lenguaje popular (dicho lo de popular entre comillas). Fuerza es decir que esos personajes exagerados y ese lenguaje popular ya habían aparecido, 150 años antes más o menos, en los escritos de Díaz y sus compañeros.





 
Indice