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Notas sobre (hacia) el boom II: los maestros de la nueva novela1

Emir Rodríguez Monegal





The first of them booming by himself before the wind. 1617.


The Shorter Oxford English Dictionary                


No todo es boom lo que resuena, habrían dicho en el Siglo de Oro. Porque la batalla del boom tiene otros aspectos, menos publicitados, pero no menos dramáticos que los que indicábamos en nuestro artículo anterior2. Hay diligentes, infatigables escribas que se dedican a componer inventarios inconciliables de quienes pertenecen, o no, al boom. Hay bandas de mafiosos que practican la política de la calumnia o del silencio, la inclusión tonitruante, la exclusión solapada, para sentirse (por un instante, al menos) dueños del boom. Hay quienes ponen todo en una carta (García Márquez es de las más jugadas) no para hacerla ganar sino para que pierdan todas las demás. Hay quienes buscan el genio ignorado: algún caballero postmodernista que ni las ratas de los depósitos de libros han practicado; algún joven esotérico de provincia que es la única justificación para que se siga hablando de literatura en el café de la plaza. Hay quienes sólo piensan en la autopromoción cuando reparten (a los mediocres, a los inofensivos) escudos de nobleza, espaldarazos, migajas de imaginarios banquetes.

En medio de tanto ruido, tanto furor y estrépito que significan nada, hay toda una literatura que el boom ha servido para revelar, para dejar de ser folklórica y marginal, para saltar al centro del ruedo. Es esa literatura la que importa y no las retumbantes resonancias del boom; esa literatura la que conviene analizar y no las incoherencias de una carrera de tantos hacia una meta ilusoria. El boom (cualquiera sea el juicio que con una perspectiva histórica llegue a merecer) no es sino el fenómeno exterior de un acontecimiento mucho más importante: la mayoría de edad de las letras latinoamericanas. Esa mayoría de edad no ha sido dada por el boom: ha sido puesta en evidencia por el fenómeno publicitario. Si no hubiese existido esa literatura, el boom habría sido imposible. Por eso, lo que importa ahora es examinar, valorativamente, esa literatura.

El primer paso consistirá en reconocer que si bien el boom puso en evidencia principalmente la madurez de la nueva novela latinoamericana, esa madurez no se alcanza por el sólo efecto del desarrollo de un género publicitariamente privilegiado. Las categorías formales son válidas para el estudio especializado de cada obra pero si lo que se busca es definir un espacio literario dentro del cual se produce en un cierto momento una obra determinada, es preciso salir de cada género, romper la barrera retórica, examinar todo el contorno literario. Entonces se advertirá algo que las simplificaciones habituales omiten: la inmensa deuda de la novela nueva con los demás géneros, y no sólo los narrativos, como la nouvelle y el cuento. Sino con la poesía, en primer término, y con el ensayo literario, en segundo. Para reconocer los modelos básicos de muchas de las invenciones que la nueva novela ha difundido hay que buscar, pues, en los otros géneros. Aquí apuntaré algunas pistas.


Un estudio a fare

La crítica brasileña tan alto, (en esto, como en otras cosas, mucho más seria y responsable que la mayoría de la hispanoamericana) ha establecido ya sin lugar a dudas las profundas vinculaciones entre la poesía y la prosa ensayística del Modernismo brasileño y la nueva novela que empieza a escribirse en el Nordeste hacia los años treinta. En estudios colectivos como los que dirige el profesor Afrãnio Coutinho (A literatura no Brasil, 1956-1959), en obras panorámicas como las de Wilson Martins (O Modernismo. 1914-1965, 1965), o en los ensayos diversos que le ha dedicado el excelente Antonio Candido, la vanguardia brasileña ha sido estudiada en su contexto de prosa y verso, simultáneamente. La labor precursora de Mario de Andrade, como poeta, ensayista y aun novelista (se le debe Macunaíma, 1928, el más audaz experimento lingüístico-narrativo del movimiento), ya está situada por la crítica brasileña con toda nitidez. El valor excepcional de las novelas de Oswald de Andrade para la prehistoria de la nueva narrativa brasileña fue puesto en evidencia por Antonio Candido en su Brigada ligeira (1945) y ha sido aceptado por la crítica posterior. En cuanto a la influencia del pensamiento de Gilberto Freyre sobre los narradores nordestinos, está el testimonio vivo del propio José Lins do Rego en un artículo de su libro Poesía e vida (1945), en que al definir las raíces pernambucanas de su maestro Freyre, define su propia situación estética:

Ele não fica o saudoso, o poeta que se contenta con os temas poeticos, tomados pela superficie; éle quer valorizar, conhecer, medir, sugerir. O Brasil é o seu tema, ou melhor, a vida do seu corpo de idéias. Pernambuco entra no formação de seus livros como sangue e carne.


(ob. cit., p. 40)                


Infortunadamente, no hay nada equivalente a estos estudios generales en la crítica hispanoamericana. El proceso de la vanguardia, y de lo que acontece después que la vanguardia ha triunfado está por estudiarse en nuestras letras. Un libro como el de Gloria Videla, excesivamente titulado El ultraísmo (1963), sólo estudia los orígenes españoles del movimiento y abandona la exploración de los hispanoamericanos (Huidobro, Borges, para citar sólo a los mayores) en el momento en que regresan a América. Los intentos de recopilación de todos los vanguardismos realizados por Guillermo de Torre desde sus Literaturas europeas de vanguardia (1925) hasta la más reciente Historia de las literaturas de vanguardia (1965), están malogrados por el afán egotístico del crítico por situarse como inventor de una vanguardia de la que sólo fue escoliasta, y por su indiscriminada recopilación de toda clase de ismos. Los intentos parciales de estudiar por separado las distintas manifestaciones de la vanguardia (el ultraísmo argentino, el estridentismo mexicano, el surrealismo chileno, etc., etc.) fracasan por la parcelación. Obras tan capitales (por su importancia estratégica) como el Índice de la nueva poesía americana, que compiló Alberto Hidalgo en 1926 y para la que escribieron sendos prólogos Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges, siguen siendo ignoradas por buena parte de la crítica. No existe siquiera una bibliografía fehaciente de la vanguardia hispanoamericana. ¿A qué seguir?

Esas ausencias justifican que ante el fenómeno de la nueva novela y de su exploración de las estructuras lingüísticas (y no sólo las narrativas), la crítica hispanoamericana no tenga un cuerpo de análisis poético suficientemente organizado y válido como para establecer necesarísimos vínculos. Para citar sólo algunos ejemplos, ¿dónde está el estudio de las narraciones de Vicente Huidobro, y sobre todo de esa última novela, Sátiro, o El poder de las palabras (1939), en que el poeta chileno explora no sólo el subconsciente sino las posibilidades del monólogo interior para dar un cierto tipo de perversidad no ya psicológica, sino lingüística? ¿Dónde está el análisis de esa novelita que escribió Pablo Neruda en 1926, que se titula El habitante y su esperanza, y en que el poeta ensaya una narración discontinua, un collage de momentos aislados, en cuyas interlíneas se desliza una historia de aventuras más soñadas que reales? (El libro sale en una hora en que la literatura chilena está dominada por los narradores realistas como Mariano Latorre, y se pierde en el silencio).

Y lo que se dice de la literatura chilena de vanguardia podría decirse de otras literaturas. En la mexicana, por ejemplo, ¿quién se ha preocupado en ir a buscar los relatos que Octavio Paz incluye en ¿Águila o Sol? (1951), o esas secuencias («Trabajos del poeta», «Arenas movedizas») que anticipan mucho de lo que la nueva novela (pienso en Juan José Arreola, en Salvador Elizondo, por ejemplo) habría de descubrir a la zaga de los franceses? Los relatos de ¿Águila o Sol? también fueron leídos por varios escritores sudamericanos y los juegos de palabras de Trabajos del poeta, distintos a los de Huidobro en Altazor, se oyen después en otros hispanoamericanos. En la Argentina, ¿dónde sino En la Masmédula, de Oliverio Girondo, buscar el origen del famoso glíglico con que Cortázar deslumbró a los lectores de Rayuela? (Sin embargo, los poemas realmente revolucionarios de Girondo se publicaron en 1954; Rayuela, en 1963, casi diez años más tarde). En la cubana, ¿de dónde sino del inmenso repositorio barroco que es la obra en prosa y verso de José Lezama Lima saca Severo Sarduy esas esencias de una Cuba de pacotilla que luego verterá en la lucida koiné telquelista de sus crucigramas: De dónde son los cantantes, Cobra, por ahora?

Hay todo un estudio a fare de las relaciones entre la vanguardia poética y ensayística de América hispánica y la nueva novela. Ese estudio tendría que saltar por encima de las categorías retóricas y las perezas y automatismos que engendra el examen por géneros para descubrir las conexiones (temáticas, ideológicas, pero sobre todo estilísticas) entre la fabulosa vanguardia y la nueva narrativa. Se comprendería entonces por qué Salvador Garmendia busca y encuentra en el Neruda de Residencia en la tierra el ardor erótico-verbal que necesita para sus narraciones muy posteriores. Se podría determinar entonces hasta qué punto exacto la interpretación de la realidad mexicana en todas sus dimensiones simbólicas que practica Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950) reaparece metamorfoseada en sustancia narrativa en el ciclo de novelas que comienza Carlos Fuentes con La región más transparente (1958) y culmina en la exasperación de un célebre pasaje de La muerte de Artemio Cruz (1962). Los ensayos de Paz, no en su vertiente mexicana sino en la oriental, también están presentes en Cobra de Severo Sarduy, aunque, claro, admirablemente transfigurados. Se encontraría en la obra ensayística enorme, algo monstruosa, de Ezequiel Martínez Estrada, a partir de esa deslumbrante Radiografía de la Pampa (1933), el origen de todo ese movimiento literario de los parricidas argentinos que empiezan a manifestarse, hacia 1954, en vísperas de la caída de Perón.

Del ensayo a la novela, como de la poesía y el relato corto a la novela, la transfusión es constante, e ininterrumpida. Aún ahora, aún hoy, los poetas jóvenes están ensayando ellos mismos nuevas formas narrativas. Dejando por un momento de lado al más audaz, ese Severo Sarduy que es radicalmente un poeta, bastará señalar al Enrique Lihn, de Agua de arroz (1964), que contiene algún relato deslumbrante, o a los José Emilio Pacheco, de Morirás lejos (1967), y Homero Aridjis, de Perséfone (1967), ambos grandes jóvenes poetas, ambos inquietantes como narradores. Los ejemplos podrían multiplicarse infinitamente.




Un aporte central

He dejado deliberadamente fuera de este rápido recuento la obra del más influyente escritor latinoamericano contemporáneo. Aunque Jorge Luis Borges no ha escrito una sola novela, es imposible comprender el proceso de la nueva narrativa hispanoamericana sin considerar esos delgados volúmenes de cuentos y relatos que él empieza a publicar en 1935: Historia universal de la infamia (de ese año), El jardín de senderos que se bifurcan (1941), Ficciones, (1944, que incorpora El jardín), el Aleph (1949). En menos de quince años, Borges produce una colección que habrá de cambiar radicalmente el curso de la narrativa hispanoamericana. Al principio sólo los rioplatenses parecen haberlo leído. Casi de inmediato todo un grupo aparece a su alrededor. Adolfo Bioy Casares, quince años menor, y su discípulo más constante, publica sucesivamente tres novelas: La invención de Morel (1940, con un prólogo programático de Borges), Plan de evasión (1945), El sueño de los héroes (1954). En colaboración con Borges, Bioy publica, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, una colección de relatos policiales, desaforadamente imitados de Chesterton pero en un lenguaje rioplatense que habría de hacer época: Seis problemas para don Isidro Parodi (1962). Posteriormente, en 1946, ambos publicarían otros títulos seudónimos: Un modelo para la muerte, falsa novela policial atribuida a un discípulo de Bustos Domecq (B. Suárez Lynch es su nombre) y Dos fantasías memorables, del maestro Domecq. Pero estos libros circularon en ediciones no venales y pertenecen más al movimiento clandestino de la literatura argentina que a sus manifestaciones más visibles. (Lo mismo puede decirse de dos relatos, «El hijo de su amigo» y «La fiesta del monstruo», que fueron publicados originariamente en periódicos uruguayos, y todavía circulan casi subterráneamente). Pero dejemos la anécdota.

Lo que importa es advertir que las fechas iniciales de estos libros anteceden suficientemente a muchas de las obras que se consideran renovadoras de las letras hispanoamericanas. Todo Borges, y una buena parte de la obra de Bioy, ya están circulando en el Río de la Plata antes que Asturias produzca El señor Presidente (1946), e Hijos de maíz (1949); antes que Agustín Yáñez publique su renovador Al filo del agua (1947); antes que Alejo Carpentier abandone con El reino de este mundo (1949) el folklorismo socialista de Ecué-Yambá-O (1933), su primer desdichada novela; antes que Juan Carlos Onetti inicie con La vida breve (1950) el fabuloso ciclo de Santa María. También es anterior la obra de Borges y Bioy a los esfuerzos enciclopédicos de Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres, de 1948, libro que Julio Cortázar elogia en su momento por ciertos experimentos lingüísticos con el lunfardo rioplatense pero que es una obra indefendible en su totalidad.

El papel precursor de Borges y de Bioy, y aun de ese escritor compuesto por la colaboración de ambos y que he bautizado de Biorges, es innegable. ¿Qué aportan ambos a la narrativa hispanoamericana en ese momento crucial? Ante todo, una denuncia práctica y teórica de la novela, tal como se la concebía en esos momentos. El prólogo de Borges a La invención de Morel, que recoge un pensamiento crítico sobre la novela que venía madurando desde los años veinte, es suficientemente explícito. Contra la conocida opinión de Ortega y Gasset (La deshumanización del arte, 1925) que aboga por la novela psicológica y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril, expone Borges los motivos de su disentimiento:

El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, psicológica, propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible; suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela psicológica quiere ser también novela realista: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.


Es evidente por este texto que la literatura narrativa que Borges propone al lector de La invención de Morel es, a la vez, antipsicológica y anti-realista. Es decir: se levanta simultáneamente contra lo que él llama la simulación psicológica (la arbitrariedad de los narradores rusos) y la simulación realista (el tedio de los detalles verosímiles). Lo que en cambio él propone es una ficción que acepte deliberada y explícitamente su carácter de ficción, de artificio verbal. Es decir, una literatura que se atreva a ser literatura. (A propósito, las palabras «ficción» y «artificio» aparecen ambas en el título general y en el título de una de las secciones del libro que publica Borges en 1944).

Al insistir en el carácter no realista de la literatura, al abandonar la verosimilitud psicológica, al proponer la novela de aventuras (por su ficcionalidad, por su inverosimilitud, por su carácter de artificio verbal), Borges no sólo está aniquilando los postulados sostenidos por Ortega y Gasset y dócilmente seguidos por tanto narrador hispánico. También está volviendo a las fuentes primeras de la narración, como lo revelan sus referencias a Apuleyo, Las Mil y una noches, Cervantes.

El prólogo continúa precisando un aspecto importante de la novela de aventuras, tal como él (y Bioy) la conciben: la invención de tramas originales. Desde el punto de partida, Borges ataca una afirmación de Ortega:

Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos hechos de laberintos, pero no amonedó su impresión en unutterable and self-repeating infinities, en fábulas comparables a las de Kafka. [...] Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy, o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The Invisible Man, como The Turn of the Screw, como Der Prozess, como Le voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.


(pp. 10-11)                


Conviene advertir al lector que cuando Borges habla de tramas interesantes no se refiere sólo a lo que comúnmente se llama «argumento». Él está pensando, sin duda, en lo que los ingleses llaman «plot»; es decir: una estructura interior del desarrollo de la narración, una manera de vincular sutilmente cada uno de sus aspectos en una trama lúcida y coherente, como la de ciertas novelas policiales. En un artículo anterior, «El arte narrativo y la magia», incluido en el volumen que se titula Discusión (1932), había precisado Borges su preferencia por esos relatos en que (como en la magia) «profetizan los pormenores», para producir un texto que sea a la vez «lúcido y limitado». En el mismo artículo había subrayado que «Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior». Aquí está el origen de su narrativa, a la vez intelectual y mágica; de aquí arranca su concepción de la trama «interesante».




Una huella perdurable

La influencia teórica de Borges se manifiesta no sólo en su extraordinaria obra narrativa, sino en la aplicación que de estas teorías hace Bioy Casares en sus novelas. Es claro que Bioy as algo más que un discípulo de Borges. Su obra ha quedado parcialmente oscurecida por la del maestro pero contiene, en realidad, el germen de una literatura como lo descubrió antes que nadie Alain Robbe-Grillet al comentar la traducción francesa de La invención de Morel, en la revista Critique (año IX, n.º 69, febrero 1953). Por otra parte, en el relato que sirve de base a L'année dernière á Marienbad (1960), Robbe-Grillet desarrolló una visión erótica que los lectores de la novela de Bioy (deslumbrados por el lado ciencia-ficción de la misma) parecieron saltearse. Es precisamente en el tratamiento del tema erótico en esta novela y en su obra posterior (sobre todo en Guirnalda con amores, 1959, y Diario de la guerra del cerdo, 1969), donde se descubre el otro Bioy: el que depende menos de Borges y de las tramas deslumbrantes para conseguir desarrollar en una lengua de gran elegancia irónica las intermitencias del amor. (Este Bioy es el maestro de mucho bueno que hay en el erotismo literario de Cortázar, dicho sea de paso).

Pero volvamos a los años cuarenta y a la influencia conjunta de Borges y Bioy. La señal más inmediata de esa influencia la da el grupo de narradores que se reúne en torno a Sur. Son principalmente, Silvina Ocampo (que publica El impostor, en 1948), José Bianco (sobre todo en Sombras suele vestir, 1944) y la chilena María Luisa Vombal que resulta en realidad asimilada al grupo. Ella ya había publicado su primer relato fantástico, La última niebla, en 1933, antes que cualquier texto importante de Borges o Bioy. Pero es con La amortajada (1938), que recibe el espaldarazo de una entusiasta reseña de Borges en Sur, reseña que le incorpora a este grupo. A pesar de que en todos ellos es reconocible la influencia de Borges, cada uno lo hace pasar por su propia visión narrativa identificable en cada uno de sus matices como para que se deba descartar la idea de una escuela. La preocupación por zonas de la realidad no visibles a simple vista, el cuidado de una exposición lúcida y de una trama interesante, un cierto estilo de escritura elegante los une; los separa, inevitablemente, todo lo demás. Es decir: el talento narrativo de cada uno.

Pero si este primer grupo parece reproducir las directivas de Borges, otros escritores que emergen poco después en la literatura rioplatense habrán de explorar otros caminos sin dejar, por eso, de reflejar la presencia del maestro. Tal es el caso de Ernesto Sábato que se inicia en la literatura con un libro de ensayos cortos, Uno y el universo (1945), de escritura nítidamente borgiana, para derivar luego hacia el existencialismo camusiano de El túnel (1948), y, mucho más tarde aún, encontrar su verdadera voz narrativa en Sobre héroes y tumbas (1962). En esta segunda novela algunos topoi que Borges había incorporado a las letras argentinas -la herencia histórica de coroneles antepasados, la iconografía decadente del Sur de Buenos Aires, las mujeres inalcanzables y tiránicas de algunos de sus cuentos- aparecen incorporadas a una narración que desciende muy directa y explícitamente de esos narradores rusos denunciados por él. Pero no sólo Borges es una presencia contra la que Sábato reacciona vivamente; también es uno de los personajes secundarios de la novela y su ceguera aparece corporizada, emblemáticamente, en el capítulo, «Informe para ciegos», que describe las obsesiones del protagonista.

Menos reconocida es la influencia de Borges en Juan Carlos Onetti. Pero a partir de La vida breve es imposible no advertirla. En dicha novela, Onetti postula la existencia de un personaje que no sólo se inventa una doble vida (tema borgiano si los hay) sino que imagina una ciudad, Santa María, con sus tradiciones y sus personajes, y termina por ir a refugiarse en ella. La ficción dentro de la ficción acaba por asimilarse en una sola realidad ficticia. A partir de esa novela, Onetti sin abandonar la superficie del realismo, incursiona cada vez más en un mundo de pesadilla vivida que tendrá su culminación estética en la incursión infernal de El astillero (1961).

En cuanto a la influencia de Borges sobre Cortázar es tema tan obvio que casi parece innecesario detallarlo a estas alturas. No sólo Borges es el primero en publicar entre 1946 y 1947 algunos cuentos de Bestiario en su revista Los Anales de Buenos Aires, y hasta un fragmento de su drama poético, Los reyes, en la misma publicación, sino que los temas y enfoque de esas primeras obritas -la zoología imaginaria, el Minotauro- no pueden ser más borgianos. Incluso el cuento de este último, «La casa de Asterión», sobre el Minotauro, precede en seis meses exactos la publicación de Los reyes. La obsesión tan conocida de Cortázar por el tema del doble (sobre el que está construida su obra entera), sus búsquedas de una realidad otra, sus experimentos en la narración mágica, todos tienen un indudable cuño borgiano; lo que no quiere decir que Cortázar, al partir de Borges, no llegue a otro punto. En lo más significativo de su obra, Cortázar es Cortázar y no Borges. De ahí que tantos lectores que no soporten al maestro encuentren en el discípulo la nota cordial, o sentimental, que buscaban.




Dos textos tautológicos

Fuera del ámbito platense, es más difícil definir con nitidez la influencia de Borges. Es obvio que Augusto Roa Bastos lo ha leído, como documentan muchos cuentos de El trueno entre las hojas (1953) pero el narrador paraguayo ya vivía exilado en Buenos Aires. Valdría la pena estudiar la posible influencia estilística de Historia Universal de la infamia sobre El reino de este mundo, libro que también comparte con el de Borges un interés por las vidas más o menos imaginarias, a la manera de Marcel Schwob. O estudiar las coincidencias, estilísticas y temáticas, entre Borges y Arreola. Pero es entre los escritores más jóvenes donde es más fácil establecer esas lecturas y asimilaciones. Del conjunto de reconocidos borgianos escojo ahora dos: Gabriel García Márquez y Guillermo Cabrera Infante. En la superficie la obra de ambos no puede ser más distinta. Copiosos novelistas ambos, tanto Cien años de soledad como Tres tristes tigres no parecen compartir aquel pensamiento expresado por Borges en el prólogo de Ficciones:

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.


(pp. 9-10)                


Y él mismo se encarga de citar «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», o «El acercamiento a Almotásim», o el «Examen de la obra de Herbert Quain». Libros tautológicos, pues, serían hasta cierto punto los de García Márquez y Cabrera Infante. El primero en una forma explícita, ya que su historia de la familia Buendía está ya contenida en el famoso manuscrito de Melquíades, y que, en sus últimas páginas, en una alucinación típicamente borgiana, el último Aureliano realiza la lectura del manuscrito de Melquíades (descodifica el misterioso manuscrito), al mismo tiempo que el lector termina por descodificar la vertiginosa novela. Libro que se cierra circularmente sobre sí mismo, laberinto de papel en que está cautiva para siempre una estirpe, espejo de tinta en que se refleja toda América y hasta el propio lector, en su estructura circular y su tiempo mítico, así como en la tensión humorística de su estilo, Cien años de soledad está muy cerca de Borges.

Menos aparentemente tautológico, menos aparentemente borgiano, el libro de Cabrera Infante lo es en forma mucho más sutil. En Tres tristes tigres la clave está dada por el concepto de traducción. La obra entera se presenta como una traducción de una realidad, una realidad que está vista a la vez como algo exterior y como un texto, un collage verbal que el autor (no los sucesivos narradores que son sus protagonistas) ha terminado por organizar de esta forma. El concepto de traducción atraviesa explícitamente el libro desde el discurso inaugural del M. C. en el cabaret Tropicana (vertido simultáneamente a dos lenguas) hasta el conocido juego de palabras italiano, tradutori-traditori, sobre el que se duerme el protagonista, Silvestre. Pero la traducción como signo aparece en todas partes: en las versiones del cuento de Mr. Campbell, o en las parodias (traducciones dentro de la misma lengua de los escritores cubanos, o en los miles de juegos verbales con que Bustrófedon y sus discípulos traducen unas palabras (unos fonemas) en otras. El concepto de traducción, innecesario decirlo, es un concepto central para la interpretación borgiana de la literatura. Todo texto literario es de alguna manera traducción de otro texto: traducción no sólo al nivel de pasaje de una lengua a otra, sino al nivel (más importante aún) de pasaje de un sistema de signos, o código, a otro. Eso es la literatura y eso es lo que el libro, infinitamente tautológico, de Cabrera Infante, demuestra tan brillantemente.








Conclusión (por ahora)

Un estudio a fare, evidentemente, éste de las relaciones profundas entre la nueva novela y la obra de los poetas, ensayistas y narradores de la vanguardia hispanoamericana. Pero un estudio imprescindible para quienes quieran valorar a los verdaderos maestros de la nueva novela, a todos aquellos (conocidos o no) que hicieron posible el boom.



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