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Notas sobre Julio Herrera y Reissig autor de «La sombra», drama lírico

Enrique Marini Palmieri





A inicios de 1908 Julio Herrera y Reissig participa en el concurso que convoca en las dos orillas del Río de la Plata, con fecha tope para el 29 de febrero, el Conservatorio Labardén de Buenos Aires. Concurso para dramas en un acto en prosa o en verso. Según reza en una carta del año anterior a Soiza Reilly, el poeta afirmaba tener entonces numerosas obras inéditas y entre ellas una de teatro, la que, como sugiere Roberto Ibáñez, pudo haber sido La Sombra1. Sin embargo, según Julieta de La Fuente, Herrera la dictó para participar en dicho concurso, dado que su penoso estado de salud le impedía que la redactara él mismo.

La Sombra pasa exitosamente la primera selección, junto con otras diez obras que el jurado compuesto por Rodó, S. Blixen, Víctor Pérez Petit y Elías Regules, juzgó «representables». Pero ocurre lo impensado: Rodó pierde el ejemplar manuscrito de La Sombra y la obra queda descartada para una última selección que habría podido premiarla. Entonces, el texto de la pieza inicia un verdadero camino accidentado para su fijación, avatares que explica perfectamente Ángeles Estévez en su Nota a la edición que figura en el volumen de las Obras que recoge la colección Archivos, y que, evidentemente, constituye hoy la versión fidedigna y definitiva de este «drama lírico», como reza en el subtítulo.

Avatares que incluyen también el título, ya que Roberto Bula Píriz en la edición para Aguilar (1.ª en 1959, cito por la de 1961) la nombra Alma desnuda. Comedia familiar en un acto, haciéndose eco, creo, de la convicción general de que el poeta se sirvió de esta obra de teatro para saldar cuentas consigo mismo, y con los demás partícipes en un desliz de su juventud. En efecto, 20 escasos años tenía Julio, y su falta fue la de haberle hecho un hijo a una sencilla y pobre maestra, a la que abandonó para casarse, a finales de agosto de 1908 con otra mujer. A dicha falta habría que añadirle el agravante de no haber reconocido enseguida como legítima hija suya a la niña que nació en 1902, puesto que esperó hasta 1904 para hacerlo y con su propio nombre incompleto: José Herrera.

Después que Herrera hubo fallecido, el poeta español Francisco Villaespesa recibe de manos de Julieta de la Fuente una versión de la obra, versión para la que ella se basó en transcripciones y manuscritos diversos. El autor de La Leona de Castilla y de los poemas líricos de Intimidades, admirado del alto valor escénico de La Sombra -y no en vano había sido preseleccionada entre otras 60 piezas- decidió montarla en Madrid, sin llegar a hacerlo en realidad. Estamos a dos años de la muerte de Herrera y Reissig y, como puede observarse leyendo el trabajo citado de Roberto Ibáñez, ni entonces ni después, es decir, cuando éste la publicó en Fuentes (coincidiendo con la versión de la segunda edición de Aguilar por Bula Píriz), La Sombra no despierta los elogios que expresó Villaespesa y que eran eco del interés que puso en ella el jurado del concurso del Conservatorio Labardén y de otros literatos del entorno del autor.

En efecto, la obra no gusta, ni a César Miranda, que la encuentra falta «de teatralidad en algunos pasajes, y en otros languidece»2, ni a Ibáñez, quien en su Noticia previa (op. cit., p. 214) invita a los críticos que leerán la versión que él ofrece, a que lo hagan teniendo en cuenta:

[...] las circunstancias apuntadas [los avatares ya mencionados]: pues la pieza, nacida en condiciones anormales, no pudo beneficiarse [ni] con los rigurosos procesos interiores ni con la morosa vigilancia desentrañables en otras creaciones del autor, [...] [teniendo en cuenta] los males de una copia azarosa, [...] la alteración de palabras [...].



Y luego, ya en el apartado que se intitula «Valoración», Ibáñez será extremadamente severo con La Sombra, dejando por sentado su carácter eminentemente autobiográfico de «meros desahogos oratorios», los que sirven para «cohonestar» «la posible solución de sus propias dificultades» (pésese el verbo empleado en lo que su semántica conlleva de simulación y de intento de apropiarse valores encomiables para imprimirlos en acciones que lo son poquísimo), ya que para Ibáñez, Julio Herrera y Reissig, se representa abiertamente en el héroe llamado Alberto.

Roberto Bula Píriz, en nota que acompaña su edición en cuatro escenas de La Sombra/Alma desnuda (edic. cit., pp. 635-667) se expresa con el mismo poco entusiasmo. Afirma que «Alberto es una mezcla de Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras3; quien entonces tenía también 35 años como Mauricio. Añade Bula Píriz que hay en el "Discurso de introducción" que abre la acción de la pieza influjo directo de las ideas filosóficas, políticas y estéticas de éste, y aun expresiones iguales a las suyas [...]». Dice además:

Con esta obra [Herrera] quiso descargar su conciencia por el comportamiento con la maestra. Él sabía perfectamente que tal comportamiento no fue el que habría debido ser, mas para Julio el amor del arte lo justificaba todo. En el breve Montevideo de entonces, nadie ignoraba sus amores ni el nacimiento de su hijita. Roberto de las Carreras se lo dijo brutalmente en una polémica, agregando declaraciones, falsas por lo demás, que totalmente pueden explicarse en un hombre cuya psique no conserva el justo equilibrio».



Ya volveré a estos juicios más adelante. Por el momento, una rapidísima ojeada a la actualidad teatral en las márgenes del Plata en esos primeros años del siglo XX, «período de autonomía teatral» y de «apertura al mundo» a la vez que de «preservación vernácula» (dice Susana Cella en su Diccionario de literatura latinoamericana, Buenos Aires: El Ateneo, 1998, p. 273). Triunfaban en el teatro las obras de Martín Coronado (Argentina, 1850-1910), «dramas de la vida doméstica de los campesinos», dice Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura hispanoamericana, Tomo 1, «Teatro Rioplatense»); las de Gregorio de La Farrère (Argentina, 1867-1913), quien justamente en 1908 estrenaba la que se considera su mejor pieza: Las de Barranco, drama de la pobreza extrema; triunfaba también la adaptación de la novela de ambiente gauchesco del argentino Eduardo Gutiérrez (1851-1889), Juan Moreira, hecha por el actor uruguayo José Podestá (1858-1937; nacido en una familia que contó con otros tres grandes actores: Jerónimo, el mayor, Antonio y Pablo, el menor de ellos) y que había sido estrenada en Buenos Aires en 1884; y las piezas de los uruguayos Florencio Sánchez (1875-1910): M'hijo el dotor (1902), La Gringa (1904), y Barranca abajo (1905), la primera citada figuró en el homenaje que se le brindó a Herrera y Reissig después de su muerte en el Teatro Solís; y las de Ernesto Herrera (1896-1917): El Estanque (1910), La Moral de Misia Paca (1911), El León ciego (1911). La tónica general y de éxito entre el público parece haber sido la del drama burgués, moralizador, de fuerte raigambre popular, dramas de la diferencia, de la alteridad incomprendida, no respetada e incluso combatida. Una tónica en la que el caso de la maestra seducida y abandonada por un joven aristócrata es un tópico. Esto, añadido al carácter autobiográfico de La Sombra, podría haber revestido a la obra de un cariz de pura y absoluta confesión y de penitencia públicas de dudoso valor teatral y moral. En particular dado que, como recalca Bula Píriz, el desliz del escritor era algo conocido en todo Montevideo.

Tal valor dudoso, discutible moral y teatralmente, se habría visto y se vería agravado por la intención de lucrar con esta suerte de mea culpa espectacular: en efecto, Julieta de la Fuente le dijo a Roberto Ibáñez que lo que había impelido a Herrera y Reissig a escribir y participar en el concurso teatral era «la esperanza de obtener algunos recursos y aliviar apremios de una creciente e irremediable pobreza» (op. cit., p. 209). Si bien es cierto que con esa intención material obviamente se excluyen penitencia y confesión, también es verdad que «la necesidad tiene cara de hereje»...

Resumiendo diría que, por estos juicios, que creo poco objetivos y mejor dicho morales, que no artísticos; y por las indicaciones contradictorias en cuanto a las motivaciones que llevaron al poeta uruguayo a escribir la pieza, por todo ello quizá será mejor intentar la lectura que llamo ingenua del texto. Es decir como uno de aquellos eventuales lectores/espectadores de la obra que buscarían en ella la concreción del hecho teatral puro, sin trasfondos ni filológicos ni autobiográficos del autor. Así, en tal disposición, que evita la lectura avisada, pasemos a leerla.



¿Qué envió Herrera y Reissig al concurso? Es decir, ¿qué leemos hoy en el texto que envió el escritor uruguayo a principios de 1908? Refiriéndome a la versión publicada en el volumen de Archivos4, diré que, efectivamente, se trata de una obra de teatro en un acto, éste compuesto de 17 escenas, intitulada La Sombra y subtitulada «drama lírico».

La trama pone en escena a Alberto, hombre joven y rico, filósofo, político de fe anarquista; a su esposa, Adelfa, joven aristócrata de gran belleza y generosidad extrema; a Laura, madre de un niño, Albertito, nacido de sus amores juveniles con Alberto. Completan los personajes de la obra, Mauricio, amigo de Alberto, doña Juliana, madre de Adelfa, un mucamo y una mucama. La fábula que se nos presenta es la siguiente, de manera más que sintética: Laura, muy enferma, sabiéndose condenada por su mal, intentará, con éxito, dejarles a Adelfa y a Alberto al niño que tuvo con éste, y ello por el deseo de evitarle la miseria que acosa a los huérfanos en estos casos en una sociedad cruel e injusta como la que propone la obra en su trasfondo. Se desarrollarán los temas siguientes: el de la equivocidad de opiniones aun contradictorias que pueden coexistir en una misma persona, el de la relación entre un mundo de riqueza, inteligencia y belleza con otro de enfermedad, pobreza y abandono, el de la necesidad de un cambio político radical que pusiese radicalmente coto a tantos conflictos que destruyen al hombre.

Alberto resumirá estos enfrentamientos en y con el término juego. Verdadera clave teatral, este vocablo concentrará el hilo ideológico de la obra: poco importan los errores que se puedan cometer, todo depende de cómo logra uno mismo dominar el juego terrible de contrarios que el destino impone al hombre, destino metaforizado y simbolizado por la palabra sombra. El esquema temático sería: destino como sombra, enfrentamientos como juego.

En cuanto a la economía teatral, diremos que la pieza parece responder a cánones totalmente clásicos, que paso a describir. Así, Herrera y Reissig construye la sucesión de escenas respetando la regla aristotélica de las tres unidades: de acción, tiempo y lugar. Las escenas que se van sucediendo con un ritmo que alterna breves y largas, evitan la monotonía, y se desarrollan en el salón de una mansión, en pocas horas del mismo día. Tradicionalmente, la acción se resume en una anagnórisis que lo llevará al héroe de una condición moral crítica a otra de verdadero renacimiento, respetándose así el clásico final previsto en el género del drama: un pasar de la inconsecuencia a la consecuencia ideológica, y ello como resultado de sucesos verosímiles5.

Se observan didascalias numerosas y detalladas, siguiendo así el uso entonces en el teatro moderno. Se piensa en Ibsen, por ejemplo, como también en Valle Inclán. A veces, las didascalias constituyen, no sólo fuentes de información escénica (verbigracia: «suntuosa mansión aristocrática», «ambiente de gran fortuna», «suma elegancia parisién» (nótese el neologismo modernista y gálico), sino verdaderos catálogos sociológicos y psicológicos (construcción interna y externa de los personajes: apariencia física, moral e ideológica, en particular la didascalia que abre la obra) que indican con exactitud quiénes y cómo jugarán al juego que yo llamaría de la sombra.

Amén del valor metafórico del título, digamos que el referente del substantivo (el artículo señala como deíctico y como atributo, la esencia de lo que el substantivo nombra) se ve aclarado, una primera vez, en la carta que Laura escribe a Alberto: «¡Yo he dejado de ser una mujer para ser una sombra!», refiriéndose con el substantivo en sentido figurado al sufrimiento que le cambió la vida y en comparación con aquélla que él le había conocido (edic. cit., p. 762). Sentencia que Laura reitera en su diálogo con Adelfa, pero dándole un matiz fantasmagórico: «¿Soy acaso una mujer? No, ¡soy un espectro!» (edic. cit., p. 781). Alberto emplea también el término sombra al reconocer, de pronto, a Laura, y antes de pedirle perdón por el mal que le ha hecho al abandonarla después de seducirla: «¿Estoy loco? ¿Eres tú, Laura, o eres tu sombra que [sic, el subrayado del que galicado es mío] viene a condenar mi crimen? ¡Laura, por Dios!» (edic. cit., p. 783). Al final de la obra, en la escena 17.º, Alberto exclama: «¡Amaneció! ¡Amaneció por fin! La sombra se ha desvanecido». Esta última intervención y el valor simbólico del amanecer, aclaran la clave teatral que conlleva el término sombra: el destino nefasto vencido. Ya el futuro luminoso podrá acompañar a los que sufrieron en el juego hostil. Y como para que no quepa de duda de que la finalidad de la obra es la de mostrar cómo el hombre purificado de sus pasiones puede, con sinceridad, generosidad, construir un futuro de justicia, la voz de Albertito llamando «Papá», cerrando prácticamente La Sombra, corrobora dicha finalidad.

En cuanto al subtítulo, con su determinación genérica en díptico, «drama lírico», propone dos binomios: el del drama/teatro y el del lírico/poiesis. El campo semántico teatral del primer binomio es evidente. En el segundo binomio, sobre los significados y alcance del adjetivo «lírico» las opiniones convergen en relacionarlo con el aspecto autobiográfico de la pieza, más exactamente con los sentimientos de culpabilidad del autor. Sin embargo, no por aceptar este carácter autobiográfico confesionalista, habría que olvidar que lírico significa tanto una forma (poética), como un género (poesía amorosa confesional) o aun una tradición (poética del «arte de amar»). Asimismo, el adjetivo «lírico» podría relacionarse con el entusiasmo de Herrera y Reissig por ciertos aspectos de la utopía anarquista6, en cuyo caso determinaría una suerte de confesión ideológica del sujeto/autor poético. Además, y en particular, el adjetivo me parece estar sugiriendo que la dinámica teatral de La Sombra se halla en la conjunción: vida/destino/amor, trilogía individual y universal a la vez, la que se resumiría en el juego de la sombra.

Para elucidar esta propuesta pasaremos a observar la estructura que vertebra este jugar en contra del destino. Como premisa para la observación propongo la idea de que, en principio, una obra que respeta las clásicas reglas de las tres unidades y de la anagnórisis, también tendría que optar por el esquema de las etapas tradicionales que determinan su desarrollo: prótasis/epítasis/catástasis/nudo/desenlace. De entrada, y dado el desenlace feliz de la obra, aclaro que no incluyo en el esquema la catástrofe.



Vayamos a la exposición del contenido de La Sombra, según dichas etapas clásicas. Así, como prótasis de un esquema tradicional, figura la escena del llamado «Discurso de Introducción». Se le presenta al lector/espectador un personaje, al héroe, a Alberto, ensayando «un discurso de gran corte, que declamará esa noche en la tribuna del club» (cito la didascalia). La doble naturaleza oral del monólogo, oralidad del enunciado teatral/oralidad del discurso que se leerá en la ficción teatral, fundamenta tanto la grandilocuencia del tono, como la «mímica efectista» que Alberto estudia con minuciosidad, dice la didascalia. Tal doble naturaleza funcional ejerce en el lector su fuerza enfática por antífrasis, como para que no se deje llevar por ésta, ni tampoco se quede con la ira de Alberto ante la carta que le ha escrito Laura después de tanto tiempo de silencio para rogarle que recoja a Albertito, fruto de sus amores de juventud. El lector/espectador habrá de ir más allá de todo exceso discursivo para descubrir que lo que se le está ofreciendo es el aspecto periférico de la naturaleza del personaje. Tarea relativamente fácil, dados el efectismo y la hipérbole que abundan en el monólogo de Alberto. La traducción que efectúa el lector/espectador encontrará su justificación en la epítasis que sigue, etapa en la que se inicia el giro que va de un Alberto superficial, adepto de las actitudes de fachada, inconsecuente con sus nobles ideales de respeto de la persona humana, al Alberto de actitud honesta, honrosa y consecuente, dispuesto a aceptar las evidencias positivas de una solución generosa en el juego de la sombra. Este giro en la actitud de Alberto se cristaliza mediante la intromisión en su vida del pasado juvenil, de la llegada de Laura y del hijo de ambos, Albertito, llegada como verdadero deus ex machina.

La siguiente etapa es la del diálogo entre los dos amigos, Alberto y Mauricio. En ella figura el punto culminante en la trama, es decir la catástasis. Se lo llevará al lector/espectador, progresivamente, a descubrir la cara interior del frenético orador aparentemente anarquista del «Discurso»7. A Mauricio, Alberto le expone su teoría sobre la noción del juego es el que domina los actos de los humanos. La escena 7.º es la más larga de la obra. En ella dialogan Alberto y su amigo Mauricio, «Literato de treinta y cinco años», «espíritu amable y sagaz, carácter contemporizador y alma sutil», de «sentimientos exquisitos» y a la vez «temperamento burlón», es «sabio» «sin pedantería» (estoy citando la didascalia de la primera escena); en él suele ver a Roberto de las Carreras como modelo, lo que queda aún por corroborarse, como lo sugiero en la nota 7.º. En esta escena, Mauricio actúa como conciencia de Alberto, es su alter ego, espejo inspirado que lo pone frente a sí mismo. ¿Será esta la vía que abre al análisis del pensamiento de Alberto y por ende al de Herrera y Reissig? Gracias a Mauricio, tanto Alberto como el lector/espectador, descubren las verdaderas potencialidades naturales del personaje equívoco que fue el héroe en las dos etapas anteriores. Se recorre un camino que deja lo periférico y va hacia lo profundo y verdadero, para adentrarse en la anagnórisis, es decir el vuelco en la caracterización del personaje central del drama. La naturaleza de Alberto se va destilando minuciosamente, yendo de la periferia personal a la de la interioridad propia. Para ello, se parte de lo que sería una interioridad genérica del hombre: se insiste en lo que se califica de accidente o de peccata minuta, «cana al viento de la juventud»; luego, Alberto pasa al plano personal y reivindica el poseer «un alma de una sola pieza», presa de «grandes ideas reformadoras», «médula[s]» de una vida, alma generosa, enamorada, que educa y engrandece: «yo le di todo», dice Alberto refiriéndose a su relación con Laura. Como se ve, el renacimiento moral de Alberto no se concreta aún, la progresión se halla bien dosificada en la economía teatral de La sombra.

Con lo cual, en este recorrer paulatino, en esta última reivindicación da pie para que Mauricio ironice: «Extraña dualidad o tipo contradictorio, no quiero creerlo de ti», le dice primero, incitando a Alberto a que emprenda el giro hacia la verdad de la situación, hacia la afirmación de lo bueno que posee su naturaleza profunda. Para alentarlo verdaderamente a que vaya hacia ella, Mauricio le recuerda: «Y tú eres el anarquista incendiario, el caballero rojo de la nueva aurora social, el corregidor intransigente del statu quo presente». Y Mauricio profetiza lo que se verá en el nudo del drama: «Será un ángel [se refiere a Adelfa] que [otro que galicado] tenga que salvar a otro ángel... [Laura]». Alberto va a andar por este camino hacia la toma de conciencia, proyectándose a sí mismo, obviamente, en la dimensión decimonónica que define al hombre como partícula esencial del todo que es la Humanidad, concepto fundamental que defienden los autores que figuran en La Sombra como referentes de las lecturas de Alberto y Mauricio. En efecto, entonces hombre y Humanidad viven una crisis profunda que robaba energía, lucidez y entusiasmo, que desequilibran la «balanza en el espíritu», que desplazan el «centro de gravedad en la conciencia». Esta crisis es el esplín, el de Baudelaire, el de Musset, el de Lamartine, tristeza letal y vivificante a la vez, siempre en eco con la naturaleza y el universo, con lo infinito; tristeza que se traduce en formas poéticas líricas, de ese lirismo que reivindica el subtítulo de La Sombra y que grita Alberto: «El amor es una entidad trágica si se quiere», «un dilema implacable», «juego de facultades y de ingenio, entre los amantes». He aquí, creo, el otro y el más válido de los sentidos que darle al adjetivo «lírico» del subtítulo: lo personal universal en el hecho de que el amor participa en el juego de la sombra como fuerza dinámica esencial.

Y a estas alturas la situación alcanza así la verdadera dimensión que se busca en La Sombra: el amor es un vivir en el que el destino se muestra con toda su fuerza debilitante y a la vez cúspide hasta la que llega la impronta del destino que se vive como un juego macabro, funesto y purificador a la postre, como se verá en el drama de Alberto: por amor de Laura, por amor de Adelfa y por amor de Albertito, el héroe renace. Por el momento, en esta etapa crucial, dice:

[...] todo es juego en la vida: juego es nuestro destino, juego de mil vicisitudes y encontradas acciones, juego es la lucha por el pan cotidiano, juego de aptitudes y de esfuerzos que se debaten, juego el combate por nuestro mejoramiento funcional, juego el anfiteatro trágico de la selección de los grupos vivientes; [...] juego es la historia del mundo [...]; juego es el progreso social y el orden portentoso de la Naturaleza, en todas sus dichas regias! [...] [juego] las tres auroras sublimes de la Vida: Luz, Fecundidad y Belleza... Juego, en fin, es el arte que combina líneas, colores, ritmos y sonidos; juego es la ciencia que sintetiza y ordena y asocia y diversifica... [...] Es la armonía preestablecida en el alma obscura de las cosas, es la música pitagórica de la gran colmena de los mundos, de la caravana melodiosa de los Universos sublimados [...] un juego divino, impar y sereno y de estetismos ideales, de geometrías impenetrables: es la gavota elíptica, la eterna danza astronómica del Infinito!...



Este monólogo de Alberto posee la densidad propia de la mentalidad decimonónica y finisecular, densidad que pitagóricamente primero sintetiza contrarios para proyectarse luego en lo universal, en lo que Pitágoras, el primero en hacerlo, llamó cosmos. Así, en el corto párrafo citado Platón y Pitágoras se reúnen y cimientan un discurso simbólico y social de caracteres esotéricos que orienta su sentido hacia valores arcanos del concepto mismo de juego: lucha, reglas determinadas de antemano, libertad y constreñimiento a la vez, tensión entre contrarios. Juego como oxímoron armónico, figura ésta característica de la mentalidad decimonónica que inventa también la sinestesia. Combate que forma e instruye, que se resuelve en la aceptación de las contradicciones que constituyen ya la esencia de la naturaleza humana. Juego, tablero de ajedrez, estrategia de la existencia, donde se ejercen la intuición y la inteligencia, por el que el hombre participa, juega el papel universal que es el suyo y que palpita en la vida del arcano cósmico.

Nada sorprendente entonces que Alberto, proyectándose en esto cósmico humano, se encuentre consigo mismo, con su naturaleza paradójica, perfectible, abierta tanto para el Bien como para el Mal. Mauricio ha sido el detonador, el guía, el filósofo mayéutico de esta toma de conciencia que lleva al deseo de asumir responsabilidades, de corregir errores, de ser el ganador en el juego de la sombra. Entonces, la economía teatral ya puede llegar al nudo de la acción.

Es decir, el encuentro entre las dos mujeres, Adelfa y Laura, cuyos nombres de pila sugieren la victoriosa intervención en el drama por el referente solar que comparten, el del atributo apolíneo, el del délfico y profético laurel rosa, metamorfosis de la virtuosa Dafne. El nudo de la obra que aporta la gran novedad social e ideológica decimonónica y finisecular: la supremacía social de la mujer, papel mesiánico y profético de ella en el progreso total de la Humanidad, fértil fermento de promesas felices frente a los avatares de una naturaleza masculina que, en el fondo, ha probado ser poco sabia. En el desenlace feliz, fruto de la supremacía femenina y de su generosidad, las culpas masculinas se borran, permitiendo que Alberto se purifique y, al recoger la pareja de Adelfa y Alberto al niño Albertito (y aparentemente también a Laura), se está asegurando la venturosa continuidad del género humano.

En efecto, la fuerza femenina entra en el juego de la sombra: Adelfa desea un hijo, el que la pareja no ha tenido aún. Lo desea incluso adoptivo. Alberto sale a la calle en busca de cómo satisfacer este deseo. No sabe que la cuestión se resolverá a sus espaldas: Adelfa recibirá a Laura, que ha venido a ver a Alberto. Adelfa la escuchará, primero, sin saber que el hombre que abandonó a Laura es su marido; luego, al saberlo, no sólo querrá quedarse con Albertito, sino que le pedirá también Laura que venga a vivir con ellos, decisión que queda pendiente en la obra.

El diálogo entre ambas mujeres resulta tópico en el enfoque progresista de la época, en cuanto que ambas son también, como en el caso del diálogo entre Mauricio y Alberto, el reflejo de una convicción decimonónica según la que la mujer es la depositaria del futuro de la Humanidad, de ese camino que conduce al verdadero progreso, que no puede ser más que total, tanto material como espiritual, tanto científico como religioso. Convicción ideológica en la que reside la mentalidad sintética de la que hablaba Alberto con Mauricio. La mujer es profeta, mesías de tiempos renovados, nuevos y mejores, vaso del Bien y del Mal, María Virgen y Magdalena, Safo y Salomé, voz suprema de la divina poiesis.

En esta escena, la 13.º, las didascalias son verdaderos relatos en discurso indirecto libre que apuntan conativamente a integrar al lector/espectador en el diálogo de Adelfa y Laura. Y, particularmente, en la economía teatral las escenas 7.º y 13.º están en total paralelismo, sintetizando el juego de la sombra, el que posee así un tablero digno del pensamiento anarco-pitagórico, socialista utópico, que sustenta la ideología de la obra. La una plantea la posibilidad de que Alberto concrete su anagnórisis. La otra concreta el marco en que se realizará por fin.

Alberto vuelve a salir a escena cuando ambas mujeres ya se han puesto de acuerdo sobre el desenlace de la situación. Él pasará de la inconsciencia a la sorpresa y de la sorpresa a la felicidad de quien acepta sus errores y aprovecha la oportunidad que le concede el juego del destino, rara oportunidad, la de corregir errores. En el epílogo Laura muestra su humildad aceptando la propuesta de Adelfa, Adelfa muestra su humildad poniendo su gesto bajo la inspiración del amor al prójimo, y Alberto muestra la suya reconociendo el papel profético y esencial de la mujer en el progreso de la Humanidad: «[...] regeneradora de la civilización anárquica futura»8. La última escena, la 17.º ofrece el sentido esencial y total que posee el título: por un lado, el de un destino sin luz, fugitivo, indócil; por otro, el de un destino de obscuridades que se borran ante la llegada de la luz, la que aporta la paz interior del entendimiento y de la armonía. Y de fe en Dios.

La intervención final de Alberto, que acabo de mencionar, de corte filosófico, tinta de un feminismo mesiánico propio de las ideas políticas progresistas decimonónicas, así como tinta de los temas del debate entre conceptos burgueses y aristocráticos, pertenece a esos debates animados por una elite política pronta a la ruptura con las estructuras envilecedoras del hombre. Esta intervención final, digo, poco tiene que ver con las ideas que sustentaban los dramas de la vida cotidiana que triunfaban en los teatros del Río de la Plata a principios del siglo veinte. Constatarlo podría llevar a analizar la intencionalidad del discurso en La Sombra, y de paso, intentar esclarecer las motivaciones profundas de Herrera y Reissig al escribirla. Este analizar se impone al crítico casi, tanto más cuanto que el escritor uruguayo pensaba que de verdad podía representársela. Este análisis pronto dejaría de lado el aspecto autobiográfico y el de autojustificación, ya que resulta difícil pensar que el poeta no contara con la recepción escandalosa que no dejaría de tener la obra. Una pieza que de por sí se presta al ataque antiburgués, antes que insistir en el drama naturalista que ofrece el tema de la maestra humilde seducida y abandonada por un aristócrata, que la deja con un hijo pequeño; porque dado el público reaccionaría sin lugar a dudas, dado el aspecto provocador, anarco-progresista, enfático y realista a la vez en tratar un tema tópico, en el fondo.

Sin embargo, Roberto Ibáñez, quien no supo observar La sombra desde dentro de su realidad ideológica, afirma: «Si en la obra es evidente la falsedad de la fábula, no lo es menos la falsedad de los caracteres». Para emitir este juicio, el crítico se basa en que, primero, es imposible que Adelfa reciba a la amante en su propio hogar; segundo, que Laura cargue con su «injustificado» papel de mártir; y todo esto dada «la facundia letal» y la hipocresía de Alberto (la cita, más completa, se halla en la nota 8.º). Yo opondría a estos conceptos que: por un lado, dada la ideología que defiende Alberto, estos avatares de la fábula de La Sombra habrían contribuido, insisto, a escandalizar al público; por otro lado, que lo que hay que observar en estos juicios de Ibáñez es que pertenecen más al ámbito moral que artístico o literario y son de vena más subjetiva que objetiva.

Y, a decir verdad, a menudo lo moral interfiere en lo artístico en los juicios que se emiten sobre el Modernismo. Prueba de que la recepción de este movimiento es dificultosa la plantea La sombra: Pero, ¿qué leer?, ¿cómo leer? La relativa cercanía de estas obras en el tiempo desajusta criterios, porque se cree que las comprendemos con facilidad. Sin embargo, las ideas que las sustentan, el mecanismo mental que las ordena, la sensibilidad que las alienta son ideas, mentalidad y sensibilidad que a pesar de todo están lejos de nuestra mentalidad. Las obras modernistas se sitúan en la dimensión de un sintetizar cuyos alcance y naturaleza hoy nos son ajenos: en una época de relativismo, de fragmentación de la realidad, de negación de lo concreto y a la vez de materialismo que lucha por evacuar lo espiritual y lo religioso a no ser que sean de pacotilla, con mucho esfuerzo podríamos entender las ideas de otra época en la que el progresismo anticonformista buscaba la unidad perdida en una crisis espiritual, religiosa y moral sin precedentes como fue la que trajo la Revolución francesa. La unidad buscada en el siglo XIX es la que sustenta el espíritu sintético como lo prueban, por un lado el sincretismo en el ámbito religioso, y, por el otro, el eclecticismo en el filosófico. Incluso el cientificismo de corte esotérico y ocultista que intentaba acercar a la ciencia de lo irracional, como es el caso, verbigracia, de Louis Lucas y de sus ensayos de una nueva química.

Un ejemplo de tal dificultad de adecuación son, pues, los conceptos que Roberto Ibáñez propone (op. cit., sección «Valoración») como por ejemplo, valoraciones de la teatralidad de La sombra: «hibridez» del actuar, tanto de Alberto como de Adelfa, hibridez de las intenciones del autor, quien posee «escasa aptitud para dar, sino vida, consecuencia a un carácter». La «inestabilidad» en el personaje de Alberto y sus «sonoras oquedades oratorias» o «meros desahogos oratorios», «la virtud escénica [...] laxa, desproporcionada, con múltiples deficiencias de invención y de estructura», todo ello, concluye Ibáñez, prueba que «Julio no era un hombre de teatro». Estos juicios se fundan en lo ajeno a la obra en sí: en la vida de Herrera y Reissig y su proyección en la obra, en la veracidad de sus ideas y sentimientos, en la inspiración en modelos de carne y hueso para los personajes de su obra. Estos juicios se expresan en términos morales y no conciernen lo artístico. Y no lo digo porque lo que evoca Ibáñez va en detrimento del alcance y eficacia de la obra. Igual habría que opinar cuando Francisco Villaespesa dice (cfr. conferencia en Madrid del 7 de julio de 1910, luego prólogo a Poemas de 1911): «[...] no conozco otro poeta más dulce y claramente sincero, y, para mí la sinceridad es algo así como el corazón del Arte. Su poesía es toda su médula y la carne de su alma». Este juicio tampoco concierne el arte, ni teatral y poética, sino hasta lo misterioso que conlleva lo moral.

La lectura avisada del Modernismo exige una objetividad poco frecuente. De nada valen con él los esquemas de otras épocas y mentalidades. Su originalidad nace de la crisis universal decimonónica, y para penetrar dicha originalidad hay que entrar en los matices de la crisis que compone el contexto directo del Modernismo. Pero contextualizar no es suficiente, hay que ir hasta el interior de los meandros de la mentalidad de la época, y, desde dentro, pensar como entonces, sentir como entonces, proyectar al modernismo en la dimensión del principio de sub specie aeternitatis. Es decir, situarse en estado de empatía y dejarse llevar hasta el interior de las obras como para intentar leer con los ojos de los lectores de los tiempos modernistas. Para intentar recrear un instante de eternidad en el que el tiempo pasado desde entonces se borra.

La presente edición en la colección Archivos, por su exactitud en constituir los textos de Herrera y Reissig nos abre el camino que lleva a la médula de esta obra única, herencia enjundiosa para la nueva literatura hispanoamericana, poiesis que exige toda nuestra humildad, serenidad y respeto al analizarla. El desarrollo de este Simposio que se cierra hoy sella nuestro compromiso con estas exigencias.





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