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Capítulo XXII

La sociedad

     Cuando yo pasaba la primavera en Londres se me ocurría a menudo, a la una de la noche, tomar un cab. El cochero está detrás, invisible, y las grandes piernas del caballo os llevan violentamente, con una carrera mecánica y rígida, sin que se sepa adónde ni cómo. El auriga tenía orden de no detenerse; ordinariamente volvía por London-Bridge y el Strand. Probablemente, ningún espectáculo de mundo es tan grandioso y tan horrible.

     La vida se ha extinguido; queda un cementerio desmesurado. Aquí y allá, en un rincón, un policeman se mantiene rígido y mudo, como un guardián de los muertos; de vez en cuando, una miserable figura de mujer errante, algunos espectros con viejo traje negro se deslizan vagamente en la sombra. Una luna sepulcral relumbra, toda turbada por encima del aire, cargado de emanaciones humanas.

     No es el sueño de una ciudad meridional voluptuosamente reposada entre los brazos de la pacífica Naturaleza: es el olor de la criatura postrada por la angustia y la fiebre; es la velada malsana prolongada por las antorchas al lado de la pesante muerte. Incesantemente, eternamente, las calles monótonas alargan sus filas de casas monumentales; calles en pos de calles, otras aún y siempre otras; después squares, plazas, medias lunas, todos desconocidos, todos silenciosos bajo la claridad lívida, con sus peristilos, sus pilastras, sus frontones, sus aceras y el desenvolvimiento o el entreveramiento de sus formas inesperadas. Parece que el abismo humano vaya ensanchándose a medida que uno se hunde más en él.

     Y todo eso está vacío. Nunca, al verle lleno y ruidoso, se había sentido su inmensidad. Al cruzar los puentes colosales, el horror redobla; el río reluciente y viscoso chapotea indistintamente en la niebla, levantando sobre su dorso fétido los montones de buques que se pegan al rozar el agua. Los mecheros de gas tembletean sobre los remolinos, y sus reflejos, como columnas retorcidas que se hunden, van a perderse en lo infinito. A derecha, a izquierda, arriba, abajo, se adivina, bajo este catafalco de obscuridad, de luz, una gigantesca fila abollada de almacenes y fábricas ennegrecidos. ¡Cuántas piedras y ladrillos, cuántas casas e invenciones, qué amontonamiento de cálculos y de labores entrechocando unos contra otros, infatigablemente levantados y sobrelevantados, sin que jamás tregua ni reposo pueda suavizar o suspender el encarnizamiento de su conflicto! Mañana, las guaridas van a soltar sus hormigueros y volverá a comenzar el combate, más áspero, para exasperarse todavía más al día siguiente; pero el pensamiento más negro es que ese combate va a entablarse cuerpo a cuerpo, según rutinas fijas, en un terreno medido, dividido y cerrado, cada hombre en su compartimiento, doblado por adelantado bajo el peso de la tradición y del aprendizaje, tan mecánico y tan artificial como su monstruosa cárcel de ladrillos. Hoy hay en el mundo demasiados hombres, demasiada compresión y demasiados esfuerzos.

     La misma sensación experimento a veces por la noche en París, aunque menor; tal es el aspecto de este mundo moderno. Por el asombroso engrandecimiento del edificio humano, las cercas han ocupado los terrenos antes libres. Por la asombrosa multiplicación de los concurrentes, la muchedumbre ha llenado el recinto; el individuo se pliega bajo el peso de la masa y se encuentra emparedado en un orden establecido. Antaño, no hace mucho tiempo aún, un hombre de buena voluntad hacía fácilmente su boquete y escogía su camino. Las filas eran flojas y había sitio fuera de las filas. Mi padre, en 1800, con un bagaje matemático ordinario, llegó a ser un ingeniero reputado, y hubiera hecho una gran fortuna si no hubiese preferido más pasearse y bailar. Treinta años después los sitios estaban tomados, y me he tenido que ir a América. Hoy, si mi sobrino monsieur Anatolio Durand o d'Rand no me hubiese tenido detrás, no pasaría en toda su vida de supernumerario.

     El mundo se parece ahora a esa muchedumbre que se amontona en la plaza de la Concordia el día de los fuegos artificiales. Un hombre se halla allí perdido y derrengado; su fuerza es demasiado pequeña. Sus codazos, sus destrezas no le sirven de nada para adelantar; es menester que siga la fila paso a paso, como un carnero, bajo la mirada de un municipal. Esta prodigiosa multitud moviente le arrastra en sus ondulaciones o le encadena en su inercia. Por una parte, le reglamenta; por otra, le ahoga. Después de haber forcejeado se resigna; desde ahora aguanta su vida, y ya no la hace.



- I -

     No se roba ya en las carreteras reales a cintarazos. Han encontrado que este medio de decidir quién tendría el dinero y las cosas buenas era demasiado sencillo; en cambio, han adoptado los procedimientos siguientes:

     Primer medio, que es legal: la oposición. Mi amigo Eduardo S..., hombre eminente, pero de mediana fortuna, tiene un hijo laborioso y de espíritu ordinario; este hijo, al cabo de diez años de estudios, bachiller en letras y en ciencias, se presenta a exámenes de supernumerarios en el ministerio de Hacienda; hay inscritos doscientos catorce opositores; hay trece plazas. Los trece afortunados cobrarán anualmente, durante dos años, una gratificación de ciento cincuenta francos, mediante lo cual estarán obligados a hacer copias ocho horas al día; al cabo de dos años, si se portan bien, alcanzarán el colmo de la gloria de poner en sus tarjetas el título de empleado y embolsarse cien francos cada mes.

     He encontrado este año a un viejo camarada, el doctor N..., antiguo interno, laureado, autor de muchos manuales, agregado, cirujano de los hospitales, etc. Este pobre hombre concurre desde hace treinta años a oposiciones para una cátedra de la Facultad. Desde hace diez años, como es metódico, lleva un registro de sus visitas a los jueces y sus confinantes; ha hecho tres mil setecientas veinticinco. Además, desde su internado, compone, aprende, recita y repasa multitud de cuadernitos provistos de notas, tiritas, corchetes y signos mnemotécnicos; como el ejercicio consiste en una lección hecha al cabo de algunas horas de preparación, en objeciones hechas a quemarropa, etc., hay que tener siempre en la cabeza la mayor masa de hechos y de fórmulas posibles sobre cada pequeño distrito del dominio inmenso que abrazan las ciencias médicas y naturales. A causa de eso, los candidatos recortan la materia por adelantado en compartimientos, la aprietan con pequeños resúmenes compactos y se atiborran de ella. Eso hace como un montón de piedras indigestas que acumulan en su inteligencia y les inquieta, abrumándoles, pues en virtud de su peso tiende sin cesar a escaparse por todos los agujeros de la memoria. Con este oficio ha ganado mi amigo todos los grados; ahora aspira al último, y lo obtendrá, si la apoplejía no le derriba al suelo, como caballo de carga, según es.

     Paso por alto cincuenta rasgos semejantes. La oposición funciona a la entrada de todas las carreras, en el ejército, en la marina, en la enseñanza, en montes, en el profesorado, en los ministerios, en los diversos servicios de la industria privada o política; es un torniquete, no doble, sino triple, cuádruple, o hasta indefinidamente repetido y continuo; continuo para las clasificaciones, para las notas y los escalafones en todas las grandes escuelas del Gobierno, en toda la Administración y aun en todo el ejército.

     Contad que en cada salida se encuentra un concurso especial: un oficial halla uno para ser comandante o entrar en la intendencia; un artista, para ingresar y permanecer en la Escuela de Bellas Artes, para ir a Roma, para entrar en la Exposición, para alcanzar medalla una primera vez, una segunda, una tercera, para tener la cruz.

     Hete ahí que para las otras exposiciones el concurso penetra hasta en las profesiones independientes. El señor marqués de... quiere ser premiado por sus vacas; la duquesa, su prima, obtiene una mención honorífica por un lote de pavos. Tal es el molde al presente; la vida humana entra en él por entero, como una bala de algodón en rama que, arrojada a las máquinas, a la entrada, en una gran fábrica, pasa a ser regularmente, infaliblemente, de peine a rodillo y de devanadera a broca, sucesivamente hilo, tejido, tela, servilleta y pañuelo de bolsillo, pronto a limpiar los muebles o la nariz del primero que llega. Y hasta son previstas las evoluciones de la rueda del asador; un oficial sabe, salvo dos o tres probabilidades en contra, si será coronel o general a los cincuenta años.

     No es que yo condene el procedimiento en sí mismo; es menester uno, y éste vale lo que los otros; en toda asociación se trata de escoger en la masa los poseedores de los grandes lotes, y, según los países, los medios de elección son diferentes; pero según son, diversos, desarrollan una aptitud diversa. En Liliput, donde para llegar arriba había que bailar sobre la cuerda, era, sin duda, el grosor de las pantorrillas. En China, donde hay que sobresalir en los viejos textos y en los versos latinos, es la pedantería clásica. En Francia es el agobio cerebral y el flujo de lengua. Ved el trabajo maquinal y monstruoso de los opositores que aspiran a las grandes escuelas, y después, al salir de esas mismas escuelas, la fatiga profunda, la languidez, la ociosidad en el café o en casa, la inercia burocrática o provincial. Comparad el alumno de la Escuela Politécnica, clavado durante catorce horas al día ante fórmulas, y el ingeniero que se va a bostezar, con su mujer de bracero, para ver si sus guijarros están bien machacados. Con ese embarazo de las carreras y esta reglamentación de las etapas llegamos primero a dejar sin resuello a nuestros caballos de carrera, y después a cambiarlos en jamelgos de simón. Entra, amigo, si eres paciente y quieres arrastrar un simón; busca en otra parte si eres nervioso y quieres conservar tus bríos de carrera.



- II -

     Queda el segundo medio de llegar; éste, extralegal: el reclamo o arte de llamar la atención acerca de sí. Nada más difícil. Bajo Luis XV, Ginguené, creo, se hizo célebre con una comedia en verso, La confesión de Zulmé. No había mas que un centenar de salones; hoy hay tres mil. Ya no se dirige nadie a una corta élite, sino a todo un pueblo. ¿Cómo lo haré para que cien mil personas retengan mi nombre? Tanto más en cuanto la memoria está ya recargada; hay demasiados nombres que pretenden su atención; cada verano, tres o cuatro mil pintores en la Exposición; durante seis meses, centenares de músicos que zumban por la noche como insectos a la luz de las arañas; todos los días, al pie de veinte revistas y de cincuenta diarios, una población de escritores, todos trabajando a repetidos golpes de artículos, de conciertos y de cuadros para apropiarse un rincón en esa memoria llena, desbordante; al cabo de algún tiempo, ya no entra nada más.

     Abogado, médico, arquitecto, negociante, mientras os manteníais como las gentes de antaño en vuestro círculo natal, podíais bastar; bien o mal, se os evaluaba buena o malamente, en el mundo o en la opinión teníais vuestro puesto. En París no lo tenéis, no se os conoce; sois, como en la fonda, el número tantos, es decir, un gabán y un sombrero que salen por la mañana y vuelven por la noche.

     De esos gabanes y sombreros hay veinte mil, ¿Qué marca o escarapela encontrar para hacerlos reconocer? ¿Qué color bastante vistoso, qué signo bastante singular los distinguirá entre esos veinte mil signos y esos veinte mil colores?

     Hay que atraer los ojos; fuera de eso no hay salvación. Os llamaréis Floridoro Barbencroche o Eufemio Quatresous; semejante nombre no suele olvidarse; si fueseis negro o tan sólo mulato, os felicitaría de veras: ved los recientes éxitos del doctor negro. Publicad una Memoria sobre la enfermedad de los vinos de Burdeos; organizad un banquete enófilo; pronunciad un discurso a los postres; imprimidlo a costa de la sociedad; añadidle una disertación sobre la higiene de la infancia, con palabras bien sentidas, dirigidas a las madres; enviadlo todo, bajo sobre, a cada individuo casado de la sociedad. Esto es el abecé del oficio y de cada oficio.

     No hay que mirar y pesar tan sólo la cuarta plana, sino también todo elogio o crítica de un periódico o de una revista para ver las mil y cien mil manos de nadadores tragados por la indiferencia pública que se pelean, se agarran a la más pequeña ocasión de notoriedad para llegar al aire y respirar a la luz del día.

     No es vanidad, es necesidad; hoy la publicidad, lo mismo que el tiempo, es dinero. Supongo que de ordinario venderéis un cuadro por mil quinientos francos; tened tres páginas bien firmadas en tres periódicos notables; añadid alguna pequeña maniobra en el hotel de ventas y venderéis el cuadro siguiente, del todo igual, a cuatro mil francos. Un objeto comercial cualquiera, techo de cinc o clisobomba, chimenea fumívora o dentadura postiza de hipopótamo, gana tantos compradores como líneas de anuncio; la proporción es conocida.

     Forzosamente, fatalmente, tal género, tal remedio, que se encuentra todos los días, por todas partes, en letras gordas, en letras pequeñas, en las paredes, en los periódicos, en los ferrocarriles, en los cafés, en casa, en casa de los otros, imprime su nombre en la memoria. No se ha querido leerlo, y se ha leído; se ha evitado retenerlo, y se le sabe de memoria; se ha hecho burla de él en alta voz, y esto ha aumentado su publicidad. Que sobrevenga la necesidad de la cosa en cuestión; no se tiene consejo a mano, no se tiene otro nombre en la cabeza, se tiene prisa, dícese por cansancio que, puesto que aquél es público, vale por otro; se va a la dirección conocida, se traga y se vuelve a empezar. El año pasado me encontré en provincias gentes que trataban a los niños por la medicina Leroy, como en 1820. Los nombres se incrustan en la memoria humana; es tan difícil salir de ella como entrar.

     A este respecto espero que mi experiencia podrá ser útil a mis contemporáneos. Sea cual fuere el talento de las grandes casas de venta que tocan la trompeta todos los días en la cuarta plana de los periódicos, me atrevo a creer que la práctica americana les proporcionará enseñanzas, y por más que le cueste a mi modestia, voy a exponer los procedimientos de anuncio por los cuales la Sociedad de explotación de los petróleos y salazones de Federico Tomás Graindorge and Cº (New York, Broad Street, 121, y Cincinnati, National Square, 397) ha conquistado la clientela del mundo civilizado.

     Había dado participación en mi negocio al célebre Barnum, que emprendió la operación y la condujo con su riqueza de imaginación ordinaria. No hablo de los procedimientos usados, la compra de dos páginas por semana en los grandes periódicos, la publicación de dibujos en los periódicos pequeños, la distribución de impresos en las esquinas de las calles, las medallas de Exposición, los hombres-anuncios, etc.

     La primera idea de Barnum fue un golpe maestro. Era empresario de Jenny Lind e hizo componer una canción humorística sobre el petróleo, el tocino y América, que el tenor cómico no dejaba nunca de cantar al final del concierto; era la pieza pequeña después de la grande, y júzguese del placer de los concurrentes, fatigados de música sublime, que se interesaban por la divina cantatriz tanto como por un rinoceronte. Ahora bien; constaba en el programa que esta bufonería nacional había sido compuesta y cantada por primera vez en los talleres de Federico Tomás Graindorge and and Cº.

     Mediante gestiones convenientes hicimos componer muchas piezas divertidas, y hasta dos dramas, en los que tenía su puesto esta canción: uno de ellos llenó el teatro un mes. Míster Barnum exigió además que el fotógrafo titular de Jenny Lind envolviese en la canción todos los retratos de la heroína e hizo un tratado con la principal Empresa de órganos de Barbarie, de Nueva York, para que cada organillo ejecutase la canción lo menos dos veces por día.

     Al mismo tiempo, muchas revistas y periódicos hubieron de ocuparse de la canción desde el punto de vista estético, demostrar que era un producto del suelo nacional, compararla a este título con las canciones de Beranger y de Burus e investigar, considerando las obras escénicas que le habían servido de cuadro, si no indicaba el nacimiento de una literatura nueva, francamente industrial, por la cual América iba a elevarse por encima de todas las naciones.

     Entre tanto se abría, todo flamante, uno de esos bares en que se toman de pie sandwiches y grogs con el título de «Tocino nacional variado y confortable de Federico Tomás Graindorge and Cº». Por aquel mismo tiempo leí con sorpresa en todos los periódicos diversos accidentes espantosos ocurridos en mis pozos de petróleo; muchos rasgos de valor heroico de Federico Tomás Graindorge, que había salvado cincuenta obreros que iban a perecer en las llamas; otros rasgos de genio y de perspicacia del mismo Federico Tomás Graindorge que pensaba comprar todas las minas de petróleo para cubrir con sus productos el mercado europeo.

     Seis meses después míster Barnum descubrió entre las barrenderas de mi fábrica a una vieja negra idiota que era aficionada al whisky, pero que resultó haber sido la nodriza de Wáshington; la enseñó por todos los Estados Unidos, indicando su procedencia, y demostró con gran número de certificados médicos que sólo el uso diario del tocino había podido, en medio de ocupaciones tan penosas, llevarla a una edad tan avanzada.

     Finalmente (no hago más que citar una de las invenciones de nuestro, querido Barnum, entre otras veinte) se vio aparecer un año después un abecedario cómico (funny), a un penique el ejemplar, en el cual las mayúsculas, estampadas en colores vistosos, estaban figuradas por cerdos derechos, echados, vivos, cortados, agrupados, en las posiciones más grotescas, con versos candorosos o risibles a guisa de epígrafes. Teniendo aquellos animales muchas fisonomías, el dibujante había sabido sacar de sus orejas, de su cola en tirabuzón, de su hocico, efectos admirables; despuntaban alusiones políticas a través de los epígrafes y atraían la atención de los hombres hechos. No he menester decir que el nombre de Federico Tomás Graindorge aparecía en la cubierta, en los blancos, en las orlas, entre líneas, con vistas de la fábrica, del paisaje, de los obreros, de las herramientas, etcétera. Se vendieron doscientos mil ejemplares de la obra en cinco años, y como esa clase de libros se transmiten de niño a niño, es posible que dentro de medio siglo muchos americanitos aprendan a leer aún en el alfabeto del Tocino, de monsieur Graindorge.

     Habiendo notado míster Barnum que las bellas encuadernaciones antiguas son de piel de marrana, pensaba tratar con un gran editor religioso de Nueva York para encuadernar de esta manera una enorme cantidad de Biblias, que habrían llevado el nombre de Federico Tomás Graindorge, en lo bajo, en letras repujadas; pero le hice desistir de esta idea, pues no quería yo, a ningún precio, ponerme a mal con los santos.

     Por lo demás, en esa suerte de operaciones se necesita un Barnum, un acólito que lleve la voz cantante; es demasiado desagradable gritar uno mismo. Por otra parte, en Francia, entre gente fina, sobre todo en las profesiones liberales, el puf es más repulsivo que a la otra parte del agua. Lo que hice allá abajo no lo haría aquí; sólo me disgustó a medias tratándose del tocino y el petróleo; pero me daría náuseas si tuviese que emplearlo para vender un cuadro o adquirir enfermos. Y sin embargo hay que emplearlo. Mil quinientos médicos en París no llegan a ganar mil doscientos francos al año y están obligados todos los días al frac negro y la corbata blanca. Dos mil pintores pintan biombos, muestras, cuadros, a cinco francos para la exportación, fondos de fotógrafo, y aspiran a una copia del Louvre.

     Los dos medios de llegar, la oposición y el reclamo, conducen a efectos del mismo género. Agobian, oprimen, sobreexcitan y gastan al hombre. La oposición hace derrengados y bestias de carga; el reclamo hace charlatanes e intrigantes. Si yo tuviese que educar y conducir a un joven de mediana fortuna, quisiera substraerlo a lo uno y lo otro. Le haría aprender, no las lenguas muertas, las letras, las ciencias puras, que ocasionan una desproporción tan dura entre nuestros deseos y nuestros recursos y hacen parecer los seis primeros años de nuestra juventud a una caída del sexto piso por el hueco de la escalera, de narices y de espaldas, sino la gimnástica, el boxeo, la savata, el bastón, la natación, el manejo del fusil y del revólver; dos o tres lenguas vivas de manera para hablarlas y escribirlas; la geografía detallada y razonada; los principales rasgos de la estadística industrial y comercial. Si fuese laborioso, probo y bravo, haría como veinte jóvenes de Rotterdam, de Hamburgo, de Glasgow, de Ginebra, que he conocido y hubiera debido imitar; volvería al cabo de diez años con una fortuna honrada para casarse con una amiguita de la infancia; habría visto el mundo, se habría desembarazado de su exceso de plenitud con la fatiga corporal, saneado su alma. No tendría el esplín como yo, y no sería un galopín gastado, un vividor empastado, como mi sobrino monsieur Anatolio Durand, bueno sólo para poner en un escaparate de peluquero o en un frac negro de casado resignado y bestia.





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Capítulo XXIII

Una semana

     Cuando hacia los treinta y cinco o cuarenta años, al cabo de diez años de esterilidad, una mujer de la clase media o superior tiene un hijo, apostad por alguna reciente tragedia de alcoba. A veces ha intervenido el adulterio; mas a menudo el marido ha querido impedirlo; a veces ha sido causa la locura, que andaba cerca. A través de la superficie tersa de la vida burguesa, el drama interior ha reventado corno un absceso.



* * *

     La locura no es un imperio distinto y separado; nuestra vida ordinaria confina con ella y en ella entramos todos por alguna porción de nosotros mismos. No se trata de huirla, sino solamente de no caer sino a medias.



* * *

     Ninguna criatura humana es comprendida por ninguna criatura humana. Todo lo más, por costumbre, paciencia, interés, amistad, se aceptan o se toleran.





* * *

     Darle a una mujer razonamiento, ideas, ingenio, es poner un cuchillo en manos de un niño.



* * *

     El niño es para la madre un hombre indefinido, manejable, sobre el cual la imaginación trabaja sin límites; en una palabra, una reducción del ideal. Por eso, a los ojos de la madre el marido desciende al segundo papel, pasa a ser un proveedor para el hijo, un primer criado.



* * *

     La autoridad se ha trastrocado en el matrimonio. Suavizados los caracteres, el hombre no es ya bastante firme para soportar el pesar de la mujer; cede por piedad. Acrecentado el trabajo, el hombre se encuentra demasiado cansado para resistir a la voluntad obsesionante de la mujer; cede por fatiga.



* * *

     Complacencias y cumplidos, la alegría obligada del trato de mundo y la cortesía continua de la sociedad, nada de efusión, poco abandono, una semirreserva; muchas consideraciones y un número bastante grande de mutuos servicios, pero en el fondo una entera independencia; he ahí el matrimonio en el siglo XVIII; figuraos dos compañeros en una mesa de tresillo; están asociados, se ayudan uno a otro, son amables uno para otro, nada más. A mi entender, éste es el verdadero matrimonio francés; más flojo o más estrecho, repugna al carácter de la raza. Pero en tal caso, como en el siglo XVIII, cada uno debe tener sus habitaciones, sus criados, en una palabra, cien mil libras de renta.



* * *

     Tantos pudores como razas: para la inglesa es un deber; para la francesa es un buen parecer. Escuchad las medias palabras de las mujeres honradas; no dicen nada y lo insinúan todo; porque madame B... tiene demasiados pocos hijos; porque madame A... los tiene en demasía. Una suegra, con harta frecuencia abuela, le da advertencias a su yerno. Una mujer de mundo se entera de los talentos de las loretas. Mi joven amigo Mauricio S... para apresurar sus éxitos dejaba entender siempre que tenía imperio sobre sí mismo. Aquí la decencia es un peinador de muselina, bordado, completo; pero pasa el viento o pasa alguien. Se le entreabre, se le deja entreabrirse o se entreabre él.



* * *

     Tantos amores como razas. Un alemán alto y gordo, sabio, virtuoso, flemático, decía un día: «Las almas son hermanas caídas del cielo que de repente se reconocen y corren una hacia otra.» Un francesito seco, sanguíneo, espiritual, ágil, le respondía: «Tenéis razón; siempre se encuentra zapato para el pie.»

     Tantas imaginaciones como razas; ved la definición del hombre feliz en los proverbios:

     El francés dice: «Ha nacido peinado.» El rizado, la elegancia, el mundo y los recreos del mundo.

     El inglés dice: «Ha nacido con una cuchara de plata en la boca.» Positivista y voraz, la manducatoria, la buena digestión, lo confortable, la apariencia respetable y los escudos.

     El alemán dice: «Ha nacido en una piel de felicidad.» Vago, sentimental y de bruces en la vulgaridad y la cocina; el mercader de salchichas idealista.



* * *

     La loreta propiamente dicha, la mujercita elegante de los Bufos, es rara en Berlín. Algunas rasgaduras en los matrimonios y un número bastante grande de grisetas; no hay otra cosa. Y aun la griseta debe seguir siendo obrera; una mujer o una soltera que alquila un cuarto está obligada a probar que tiene un oficio o una fortuna. Un joven que quiere tener en su casa a su querida debe inscribirla como a su criada.

     En Viena hay muchos empleados de corto sueldo, apenas pagados. Hay cincuenta en el cuarto piso, en casa del príncipe Esterhazy, ocupados en las escrituras para la administración de sus tierras; sus hijas quieren tener un sombrero, ir al baile, ver las linternas rosadas, oír la música en los jardines de placer. Tolerancia, placidez, buen humor, sensualidad dulcemente tierna y algo sentimental. Se le habla a una vieja, y al día siguiente se ve entrar en el cuarto a una burguesita, de aire modesto, con un devocionario en la mano; si la guardáis un mes, os ama.

     Muy pocas loretas en Inglaterra; sin embargo, la especie va arraigando. Londres se afrancesa, pero sólo imperceptiblemente. Salvo la horrible parada de Haymarket por la noche y dos o tres escándalos lujosos y audaces en Hyde Park, falta el mundo interlope. Algunos jóvenes tienen un lío en un barrio apartado; si llegáis a ser su amigo, después de mucho tiempo y mucha vacilación, os dirán: «Venid a ver a my little girl; es completamente una lady.» Encontráis una joven decente, hija de colono o ama de llaves, que os acoge con seriedad, os hace los honores del té y se ruborizaría de una palabra equívoca.

     En Italia, en España, han subsistido las costumbres de la decadencia. El vetturino (cochero) de un joven arquitecto le decía, al desembarcar, con una sonrisa significativa: «Sois joven; sé una buena familia, muy honrada; venid conmigo.» Encuentra al padre, la madre, uno o dos niños y una joven a la mesa. Saluda; le saludan; la joven pasa con él al cuarto vecino, y el padre vuelve a sentarse gravemente. Es para reunir una dote o ayudar a la casa.

     En suma, la loreta es una especie francesa que no florece grandemente ni se propaga abundantemente mas que en París. Guisamos el amor como lo demás; he ahí por qué los extranjeros ricos vienen tan de buena gana a gastar su dinero aquí. Muchas de esas mozas se hacen ricas, se casan en provincias, hacen figura, van a la iglesia. Sin duda se las encuentra como barrenderas en las calles o como sujetos en las mesas de disección; pero la mayoría se defienden con algún oficio dudoso: vendedoras de guantes, pupileras, dependientes de tienda, acomodadoras. En Inglaterra una mujer caída es semejante al lodo de las calles, se pasa por encima y después se la barre; aquí se yergue, se desprende, se agarra, se instala y a veces trepa.



* * *

     Dos signos del tiempo: el desprecio hacia las mujeres y la afición a las antiguallas.

     En un salón, después de comer, se plantifica a las mujeres y se sale a fumar. Dos jóvenes en un departamento de ferrocarril encienden su cigarro para evitar que entren mujeres y confundirlas. No se dice ya «una señora», sino «una mujer». No se dice ya «una pasión», sino «una chifladura». Un joven que comete una tontería acepta tres o cuatro colaboradores; esto disminuye el gasto. Lo que le pide a su querida es la charla descabellada, la risa ruidosa, las bromas crudas, las palabras de pescadora. Ella misma cae por debajo de su oficio, se vuelve grosera, paga a los mozos de fonda para que la traigan parroquianos, no hace diferencia entre un anciano y un adolescente, da al lampista del teatro por rival al joven más elegante, gusta de las buenas comidas y se forma rentas. El amor toma el tono desvergonzado, positivo, el porte violento y frío, el sabor picante y crudo que le daría un cabo reenganchado, resuelto a comerse de un golpe toda su paga, o un negociante en cueros de Río de Janeiro llegando con la bizaza llena, engolosinado por los relatos de los viajantes de comercio.

     Mayólicas, esmaltes, estampas, pinturas, estatuitas, chinerías, armas; todo se colecciona, y no es ya una manía de viejo, sino que también se entregan a ello jóvenes y mujeres. Si veo sobrenadar un gusto, es para las formas retorcidas, las elegancias y las tunantadas del siglo XVIII. No hay gusto personal: tomamos los de nuestros abuelos; ni nada de invenciones personales: recogemos las de nuestros abuelos. Ni hay ya ni siquiera un gusto, sino una manera de distinguirse, un medio de matar el tiempo y gastar el dinero, una necesidad de llenar los cajones, de tapar un agujero en su serie.



* * *

     La mujer y la obra de arte son criaturas parientes; la misma caída a propósito de la una y a propósito de la otra; la misma impotencia para adorar y para producir. Nada de sueños a los cuales la ilusión o la imaginación puedan dar un cuerpo. Lo que se desea es la posesión y la exhibición.



* * *

     Un hombre de cuarenta años decía: «He reducido el amor a una función, y esta función a un mínimum.» Un joven de veinticinco años replicaba: «En lugar de un mínimum, poned un máximum; he ahí mi caso.» Un hombre de treinta y cinco años ha concluido: «Máximum o mínimum, queda una piedra sobre el corazón, y uno se ahoga.»



* * *

     De veinte a treinta años, el hombre, con mucho trabajo, estrangula su ideal; después vive o cree vivir tranquilo; pero es la tranquilidad de una soltera madre que ha asesinado a su primer hijo.



* * *

     Para tener una idea del hombre, de la vida, es menester haber llegado uno mismo hasta el borde del suicidio o hasta el dintel de la locura, a lo menos una vez.



* * *

     Soy demasiado viejo, y todo ha acabado para mí; no me queda mas que mirar, y a los cincuenta y cinco años es una ocupación conveniente. Por otra parte, he vivido fuera del mundo, como excéntrico, y después de todo, fuera de mi interés positivo y de mi placer sensible, hay aún dos o tres cosas que amo. Pero ¿qué es lo que ama mi sobrino Anatolio Durand? Una buena comida, un sitio cómodo, su ocio y su cigarro. Y la señorita Tres Estrellas, en la que se piensa para él, ¿qué es lo que ama?

     Lindo matrimonio y lindo mundo. En 1880 se verá.





* * *

     La música es ahora para las mujeres lo que las matemáticas, el latín, etc., son para los hombres: un dominio aparte e indefinido. Hay que saberla para comprenderla. Muchos la llevan a fondo del lado dramático o del lado mecánico. Salida de actriz. Cada noche lo es menester su ración de sensaciones intensas y de aplausos ruidosos.



* * *

     Cuando se ha pasado un año fuera del mundo, cara a cara con una ciencia, la astronomía o la botánica, se encuentra uno cohibido para hablar en un salón. Es como un bailarín que, habiendo dejado de continuar sus batimanes diarios, hace cabriolas torpes. La vida mundana, en efecto, es una torcedura dada a toda verdad. Miento cuando me informo con interés de vuestra salud y de vuestros asuntos. Mentís cuando me dais a entender que tenéis placer al visitarme o al verme. Doblo y deformo las cosas si quiero que mi relato sea picante o decente. Acicalo o atenúo, o exagero mi opinión para hacerla tolerable. Empleo los grandes adjetivos para describir vuestro talento, y los pequeños para designar el mío. Insinúo o insisto, cargo o disminuyo, entorpezco o falseo. La verdad no puede salir de mis manos mas que como una mujer de su tocador: pintada, empolvada, rellenada, estrechada de un lado, ensanchada del otro. Al cabo de algún tiempo no me doy cuenta ya de mis mentiras, ni vos de las vuestras, y si adivinamos uno y otro nuestro pensamiento íntimo, es a través y a despecho de las frases con que lo emperejilamos.

     Sin embargo, se lleva a las jóvenes, niñas aún, al mundo.

     Se las cría en el mundo y para el mundo, en las artes y para las artes, de tal manera que la mentira se convierte en una costumbre y la excitación en necesidad.

     Y no obstante, quienquiera que ha vivido y pensado sabe que la capacidad de sujetarse al trabajo fastidioso y diario, la veracidad para consigo mismo y los otros son las únicas capaces de hacer a una criatura humana honorable a sus propios ojos y tolerable en la vida común.



* * *

     El padre está de pie contra una jamba de puerta y espera como centinela; la hija baila, recibe cumplidos, ostenta su falda. El padre garrapatea en su despacho y corre en berlina a sus asuntos; la hija se hace peinar, toca el piano, sirve de adorno a la casa. El marido se revienta trabajando; la mujer se fastidia de no hacer nada. El marido quiere dormir; la mujer quiere salir.



* * *

     He aquí un caso circunstanciado, y además deslucido, ordinario; hay que juzgar por esas muestras.

     Mi sobrino Anatolio Durand tiene por camarada a Enrique S..., y yo le estimulo para esta relación; nunca se tienen demasiados amigos inteligentes. Este es joven aún, profesor en una grande escuela, algo artista y que ha tomado bien la vida; laborioso, alegre, casado hace un año; he visto a su mujer. Mostrábase muy prendado el día del contrato; su chispa, su brío, su visible gozo removían mis viejas libras.

     Ha sido dichoso durante los primeros meses, por el atractivo de la novedad, no habiendo conocido nunca mas que las grisetas o loretas y viviendo en casa con sus viejos padres, entorpecidos. Su mujer, de veinte años, le ha encantado; tan graciosa, tan viva, tan nueva, con doce años menos que él, era todo un mundo que descubrir.

     Ahora ella le divierte un rato con sus ingenuidades. «Es un pájaro que canta -me ha dicho-; ya sabéis, se quiere a un pájaro, a un niño que juega; por ejemplo, por la mañana me anuncia que va a ponerse su traje azul o a encargar una torta.»

     Pero en esas infancias hay muchos inconvenientes; le impide trabajar, lo interrumpe, no comprende que son menester recogimiento, silencio, para inventar o redactar. No tiene mas que dos horas para él, de las cinco a las siete de la mañana, mientras ella duerme.

     Es algo limitada, como todas las solteras, y algo voluntariosa, como todas las casadas; va a sus placeres, no imagina que haya asuntos más serios, visita a sus buenas amigas, arrastra a su marido consigo; hasta aquí ha sufrido este apremio por conveniencia. «Pero si hubiese que continuar, preferiría más ahogarme o sentar plaza para Méjico.» Cuando era soltera, su vida se reducía para ella a eso: ver a sus amigas, hacer visitas a cinco o seis personas graves, hacer buen papel en un salón, tocar el piano, ete. Continúa esta vida y le parecería extraño cambiarla.

     Él no la conocía ni había podido conocerla. «Cuando yo le hacía la corte a mi mujer era cada vez una inspección: primos, primas, tíos, tías me sujetaban a un examen; nada mas que ceremonia, ninguna conversación íntima. Ningún medio de hablar de nuestros proyectos para el porvenir. Hay que ser galante, debía de seguir los gustos de mi futura; así, nuestro mobiliario es incompleto.»

     Se hace el vacío; al presente muere la conversación entre ellos. Ella espera la visita de una amiga, a fin de saber si pondrá un punto verde en el bordado en vez de un punto amarillo. Con eso se aprovecha él de la diversión, se pone el sombrero y se esquiva. Imposible interesarla en sus preocupaciones, en sus ideas, en las dificultades que debe vencer, y que son demasiado especiales; a veces las rebaja hasta ponerlas a su alcance, pero no hacen presa en ella; su inteligencia y su educación no la ofrecen asidero; escucha el relato como un trozo de conversación, y ya no piensa más en ello.

     Están en desacuerdo sobre el fondo de las cosas, sobre la religión, sobre el mundo. Él decía en voz alta, algo imprudentemente, que muchos curas se hacen curas para evitarse ser soldados; que antes de los cincuenta años una mujer no tiene mas que ideas aprendidas, etc. Ella contradice; ninguna deferencia o sumisión, ni aun en cosas del espíritu. Él trata de instruirla, y encuentra un terreno resistente que se ha endurecido porque está inculto. En efecto; se la ha tenido sin ideas ni lecturas sólidas, como a todas las jóvenes, con pequeños manuales de hechos secos como guijarros y el catecismo de perseverancia como baño y barniz. Toda la gruesa hilada intelectual de Francia, toda la capa nacional sobre la cual brotan las especialidades y las superioridades parisienses es la misma que en la Edad Media. Los libritos devotos del librero Mame forman la educación de los franceses.

     Las dos vidas han quedado divergentes, y él lo siente. Así permanecerán siempre, y él lo siente también. No la iniciará, no hará de ella el segundo de su vida, y se resigna. Las reuniones le parecen ya muy largas y muy vacías. ¿Cómo hacerlo para divertir a una mujer y ocuparla siempre? Se pone al piano y toca; pasable o medianamente, es lo mismo. Un jilguero en jaula; no se le puede decir siempre que cante, y ¿cómo ponerle un cubo en la mano?

     Felizmente descubre en ella una aptitud que se desarrolla: el talento de gobernar la casa. No había sabido jamás lo que era un luis; lo aprende y entra en la economía. Ninguna otra salida; ésta es la única proporcionada a su educación y a su inteligencia. ¿Se habría creído, viendo esta figura tan linda, tan expresiva, con un asomo de terquedad y de gracia original? De esta manera, a lo menos, será útil y se sentirá útil.

     Es una buena casa, y los dos pertenecen a esa burguesía media en que las buenas casas son más numerosas que en otras partes.





* * *

     En los matrimonios burgueses, la desavenencia; en la gente de mundo, el adulterio. En los matrimonios burgueses que son de mundo, el uno o la otra, y a veces la una y el otro.



* * *

     Como madre o hija, como estatua sobre un zócalo o sobre un sillón en un salón, la mujer es el ideal; como esposa o querida, es a menudo la aliada, a menudo el adversario, a veces el enemigo.



* * *

     Proverbio de lugareños: un padre puede alimentar doce hijos, y doce hijos no pueden alimentar a un padre.



* * *

     El niño conduce a la mujer, que conduce al hombre, que conduce los negocios.



* * *

     Mi punto de vista es falso. Las cosas van más suavemente; hay en la máquina un tapón que disminuye la rudeza de los choques.

     Ese tapón es la alegría, la indiferencia, la costumbre de salirse de sí por el arrastre de la conversación, por el deseo de guardar las apariencias. El alma del francés es elástica; no queda por mucho tiempo encorvada bajo las ideas dolorosas. No agudiza sus pensamientos ofensivos comentándolos por lo bajo. Se viste, va a ver a los amigos, habla de éste y del otro, experimenta la necesidad de hablar viva y finamente, de dar un giro picante o divertido a su propia historia. Se alegra escuchándose. Sus pesares, transformados por la palabra, se convierten en un objeto de arte; los arregla, y desde entonces los ve a distancia. Hele aquí erguido otra vez, reanimado, lanzado de nuevo por su propia acción. Lord B... venía a alojarse dos meses cada año en la calle de Rivoli. Decía que el solo espectáculo de nuestros gestos y de nuestras fisonomías le hacía ver la vida de color de rosa.

     Hay que salir de sí, y las salidas varían con los caracteres. El francés tiene la conversación; el alemán, la música; el inglés, los negocios.

     Lo que se llama filosofía sirve para algunos temperamentos; para la mayoría tanto valdría comer panatela. N... nos decía: «Un día estaba triste; me metí en la cholla media docena de libracos graves. Al cabo de una semana estaba más triste aún; he vuelto a mi ordinario: un gran biftec por la mañana, un tiempo de galop por la tarde y una querida por la noche.»

     Tener una coartada. La gente de nuestros climas tienen el trabajo, la literatura y el mundo; añadid en las bajas clases el aguardiente, que es la literatura del pueblo. En Oriente es el opio y el sueño.

     El hombre más feliz que yo haya conocido es, ciertamente, un bracmán de Calcuta. Cabeza larga, estrecha en las sienes, y el cráneo de una altura enorme; miembros flacos; un tinte de estatua de arcilla cocida al sol; toda la substancia parecía haberse retirado a los sesos, y el resto del cuerpo dormitaba, reducido a una vida latente como la de los animales invernantes. Sus necesidades eran casi nulas; no tenía ni siquiera la de los perfumes. Cinco o seis onzas de arroz por día, agua, un albergue, con algunos vestidos de percal blanco, dos servidores. Ni placeres, ni curiosidades ni vicios.

     Pasaba el día silencioso, sentado sobre sus piernas entrecruzadas, en el umbral de su puerta. En esta máscara inmóvil sólo vivían los ojos, fijos como llamas. Como muchos pundits contemporáneos, se había despojado de la mayor parte de sus supersticiones, y lo confesaba. Durante diez años los sabios ingleses le habían consultado para sus ediciones sánscritas; había comprendido las ideas y las filosofías de Europa. Solamente un día, un doctor, creyendo haberle convertido, quiso hacerle probar caldo; se desmayó de horror y después huyó, y no reapareció en el mundo de los indianistas. Después, los nervios se habían repuesto.

     A título de francés semialemán, obtuve autorización para hacerle visita, y durante muchas semanas pude ver su extraña sonrisa. Aprobaba nuestras ciencias; pero, en el fondo, nuestras investigaciones y nuestros viajes le parecían agitaciones de insectos, de apilamientos y raspados de pobres hormigas, reducidas, a falta de alas, a enredar miserablemente con sus patas, incapaces de elevarse en el aire para contemplar el espacio.

     Cerraba los ojos, y veía distintamente el jabalí Visnú llevándose, por equivocación, la tierra en el extremo de su colmillo. El enorme Ganges lechoso, hijo nocturno de un dios que creía abrazar a una diosa, las figuras flotantes y colosales de los dioses innumerables y los millones de mundos que salen como un vapor del Ser inmóvil para volver a caer en él.

     Supongo ha acabado por el idiotismo o la apoplejía; en Europa tenemos la ciencia. Es también un suicidio lento e inteligente.





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Capítulo XXIV

A solas

     En el Jardín de Plantas, las criadas, los soldados, los pequeños rentistas de la calle Copeau se agrupan de ordinario delante de una gran jaula, en la que están los monos. Estos animales se han vuelto malos y, lo que es peor, se han puesto enfermos. La vida constreñida y contra naturaleza ha destruido su pelo; se ven aquí y allá, bajo el pelaje gris o amarillo, aparecer placas de carne rojiza. Constituye un espectáculo lastimoso el de sus hocicos gesteantes y agrios; se agitan en gestos discordantes, chillan y alborotan; se cascan las liendres por una manzana o una galleta; trepan por los postes y hacen indecencias a la vista de los mirones. Con sus risas y sus excitaciones, el público les ha depravado; ellos se lo pagan ensuciándole los ojos con la exhibición desvergonzada de sus deformidades y de sus vicios. Son sus faranduleros preferidos; cosquillean en ellos su fibra malsana; por eso atrapan su pitanza.

     Tal es la impresión que dejan en mí los pequeños teatros. Los actores son monos afinados y gastados, y la jaula pintada, en que cada noche se embadurnan y pernean, es peor a la salud corporal o moral que la rotonda enrejada donde hacen cabriolas sus colegas del Museo.

     Como sus colegas, andan desharrapados de cuerpo y alma. Como sus colegas, divierten al público con sus miserias físicas: el uno con su nariz, el otro con su aire pasmado, el otro con su voz rajada, el otro con su grasa desbordante. Como sus colegas, remueven las partes bajas de la lujuria y de la maldad humanas. Como sus colegas, se elevan hasta una especie de talento animal, compuesto de imitación y de indecencia, parodia cruda y descabellada, en la que el espectador no vale más que el bufón.

     Una de esas actrices, ayer, terminaba cada cuplé picaresco con chorro de voz y un meneo de caderas de pescadera; en el tercer cuplé se ha detenido por no poder más, y con voz desfallecida ha pedido indulgencia. Me he marchado; quería limpiarme el alma; he andado una legua a pie, en el aire fresco, a la luz de la luna, hasta el extremo de la calle del Oeste, y he subido a casa de mi amigo Wilhelm Kittel, un verdadero músico que vive solo.



* * *

     Nos hallábamos juntos, hace treinta años, en la Universidad de Jena, y filosofamos muchas veces uno contra otro, o uno con otros, en aquellos jardinillos de los arrabales en que se toma cerveza bajo glorietas de lúpulos, sembradas de rosas. Después divergieron nuestros caminos; yo gané una fortuna en América; él vivió de lecciones en Berlín y después en París; por fin, un tío, fallecido oportunamente, tuvo el talento de dejarle mil escudos de renta; ahora se encuentra rico. Pero, pobre o rico, no ha pensado nunca en el dinero. Si esos mil escudos le han dado placer es porque no estaba ya obligado a perder en lecciones tres o cuatro horas al día para pagar su comida, sus gabanes y su inquilinato. Ni pensó más en la gloria; su carácter era reconcentrado, y su temperamento, tímido; la intriga de París le daba miedo. Ha preferido no exhibirse; se ha quedado en casa, leyendo las partituras, yendo a estudiar los oratorios en las bibliotecas.

     Hasta ha acabado por no ir ya a los conciertos ni teatros; una ejecución llamativa, los gorgoritos de cantatriz, la necedad de los aplausos le desordenaban los sueños; pretende que una ópera sólo se oye bien en el piano. Le conocen cinco o seis compositores célebres, y de vez en cuando suben sus cuatro pisos; los conocedores Reber y Gounod le respetan y están contentos cuando dice: «Está bien.»

     Como es rígido y seco, no se le pide más. Por otra parte, tiene la altivez fría de los flemáticos; nunca ha aceptado una invitación a comer fuera de casa: es una regla que se ha impuesto; se sabe y no se insiste más; muchas veces ha contestado que no aceptaba porque no podía devolver el obsequio, y que en todo caso no pagaba en sonatas.

     Según él, la música es una conversación íntima; no se desahoga uno por una taza de té o por un pollo, y, sobre todo, no se les hacen confidencias a desconocidos. Voy a su casa a pie como él viene a la mía; en su casa y en la mía comemos con un plato y una botella; más alimento abruma la cabeza, y de esta manera es completa la igualdad; y aun me siento yo el favorecido, pues aporta a la conversación más que yo. Soy casi su último camarada; la muerte, el casamiento, el alojamiento, la diversidad de humor han hecho el vacío en torno nuestro, y cuando estamos juntos, nos vemos en una lontananza encantadora, en un vago vapor dorado, nuestro primer despertar del espíritu bajo Beethoven, Schelling y Goethe.



* * *

     «Federico -me dijo al verme entrar-, ahí tienes tu sillón, enciende el cigarro; tenía ganas de que vinieses para tocar otra vez nuestras viejas sonatas; tú vigilarás la tetera.»

     Le estreché la diestra y se puso al piano.

     ¡Qué bien se está en este viejo cuarto! Es tan mío como suyo, y estoy mejor en él que en el mío. El mismo polvo me da placer. La alfombra raída; los sillones sobre los cuales tanto se han sentado; la biblioteca llena de libros que han sido verdaderamente leídos, todos esos honrados muebles dejan el espíritu a sus anchas. No hay necesidad de admirarlos, no están allí para representar; no os hablan de vanidad, como las étagères y los trastos de una mujer a la moda; sus colores pasados no atraen la vista; se borran y sirven como buenos criados. Estoy en el gran sillón verde de respaldo y brazos, y no tengo necesidad de aplaudir, de buscar un cumplido nuevo; puedo ensimismarme, abrir la puerta al ser íntimo, delicado, que cada uno oculta en sí mismo; permitir que se escape y vuele sin temor a ser derribado y magullado en tierra. La tetera canta; con los pies sobre los morillos, se mira las llamecitas anaranjadas o azules que lamen la corteza rajada de los troncos. Se borra el runrún de las ideas parisienses, y se ve elevarse en sí, como otras tantas nubes matinales, las ligeras apariciones del sueño.

     -Wilhelm, que tienes que tocar ahora la sonata en sol menor; ya sabes, la obra 90.

     La música tiene de exquisito que no despierta en nosotros formas, tal paisaje, tal fisonomía de hombre, tal acontecimiento o situación distinta, sino estados del alma, tal matiz de alegría o de melancolía, tal grado de tensión o de abandono, la más rica plenitud de serenidad o un mortal desfallecimiento de tristeza. Toda la población ordinaria de ideas ha sido barrida; no queda mas que el fondo humano, la potencia infinita de gozar y de sufrir, los levantamientos y las pacificaciones de la criatura nerviosa y sintiente, las variaciones y las armonías innumerables de su agitación y de su calma. Es como si se quitase de un país a los habitantes y se borrasen las demarcaciones, los cultivos; quedaría el suelo, su estructura, con las oquedades, las alturas, el susurro del viento y de los ríos, y la eterna poesía cambiante de la luz y de la sombra.

     -Wilhelm: no estaba todavía al unísono, he disertado por lo bajo; vuelve a comenzar, te ruego, sobre todo el segundo trozo, en tono mayor.

     Repitió este segundo trozo, que es tan melodioso y tan tierno. Un canto de notas cristalinas serpentea por encima de los acordes, desaparece, vuelve y desarrolla sus espirales onduladas como un arroyo en una pradera. Diríanse a veces suspiros de flauta; a menudo es la suavidad profunda de una voz de mujer amante y triste. A veces esas dulzuras se detienen; reaparece el alma impetuosa y se lanza en cascadas de notas precipitadas, en finos caprichos delicados, en bruscos campaneos de acordes singulares; después cae todo; un enjambre de vocecitas ágiles suben, bajan y se persiguen como un estremecimiento, una agitación, una encantadora locura de aguas murmurantes, para conducir el aire a su primer canal; la melodía emprende de nuevo entonces su curso mesurado, y su oleada clara corre por última vez, más sinuosa, más amplia que nunca en un cortejo de sonoridades argentinas.

     -Siempre Beethoven, Wilhelm; pero esta vez largo, y todo lo que se te ocurra.

     Tocó más de una hora; pero ciertamente no miraba yo el reloj. Aquel día estaba roised (falta la palabra francesa)(43) y yo lo estaba tanto como él. Tocó primero dos o tres sonatas completas; después fragmentos de sinfonías, trozos de sonatas para piano y violín, un aire de Fidelio, otros trozos aún cuyo nombre no reconocí. Con algunos acordes y algunos silencios, los volvía a juntar como un hombre que, habiendo abierto su poeta favorito, lee ora en medio, ora al final del volumen, escogiendo una estrofa, después otra, según la emoción del momento.

     Yo escuchaba, inmóvil, fijos los ojos en el hogar, y seguía, como en una fisonomía viviente, los movimientos de aquella grande alma extinguida; no se extinguió más que para ella misma; para nosotros subsiste y la tenemos por entero en este montón de papel ennegrecido.

     ¡Cuán injusta ha sido para él la fama pública! Se le reconoce como soberano en lo gigantesco y lo doloroso: a eso se limita su reino; no se le concede como dominio mas que un páramo desierto, combatido por los huracanes, desolado y grandioso, semejante a aquel en que vive Dante. Poséela esta soledad, y ningún otro músico entra en ella; pero habita también en otras partes. Lo que hay de más rico y más magníficamente desplegado en la campiña ubérrima; lo que hay de más suave en los valles umbríos y floridos; lo que hay de más fresco y más virginal en la timidez de los primeros albores, le pertenece como lo demás. Sólo que no lleva a ello un alma tranquila: la alegría le sacude todo entero como el dolor; sus sensaciones deliciosas son demasiado fuertes; no es dichoso, se halla transportado; se parece a un hombre que después de una noche de angustias, jadeante, dolorido, esperando un día peor, ve de pronto un paisaje reposado y matinal; sus manos tiemblan, sale de su pecho un profundo suspiro de liberación; todas sus potencias encorvadas y oprimidas se enderezan, y el vuelo de su felicidad es tan indomable como los sobresaltos de su desesperación.

     En cada placer hay para él una punzada; su felicidad es desgarradora, no es dulce. Sus allegros brincan como potros en libertad, pisoteando y machucando la bella pradera en que se desbocan. Más vehementes aún, más desenfrenados, sus presto tienen locuras, bruscos paros estremecientes, galopes desordenados, que aporrean el teclado con sus fugas retumbantes. A veces, en medio de su alegría insensata, hacen invasión lo serio y lo trágico, y sin cambiar de andares, con el mismo furor, su espíritu se lanza adelante como para un combate, siempre embriagado por la impetuosidad de su rapidez; pero con tan extraños saltos y una fantasía tan múltiple, que el espectador se detiene, como espantado por la savia de esta vida salvaje, por la fecundidad vertiginosa de sus enderezamientos, de sus sofrenadas, por la fuga de los despliegues inesperados, rotos, redoblados más allá de toda imaginación y de toda espera, que le exprimen sin poder jamás agotarlo.



* * *

     Vino a sentarse cerca de mí, y me dijo:

     -¿Conoces su vida?

     -No muy bien; sólo lo que dicen los folletines.

     -He aquí su biografía por Schindler, un bravo hombre que pasó con él los últimos años. Léela mientras preparo el té.

     Me puse a hojear el pobre volumen alemán, encuadernado en badana blanca, en que el fiel compañero del maestro, un verdadero famulus alemán, una especie de Wágner, discípulo de otro Fausto, ha consignado todos los detalles que le habían contado o había visto. Estos detalles tan positivos no me parecen ya vulgares. El alma que acababa de ver ennoblecía todos los exteriores. Volvía a ver al hombre en su vieja hopalanda, bajo su sombrero abollado, con sus gruesos hombros, su barba inculta, su gran cabellera erizada, caminando con los pies descalzos en el rocío de la mañana, escribiendo Fidelio y Cristo en el monte de las olivas sobre un espigón del que salían dos troncos de roble, yendo derecho hacia adelante sin ver los obstáculos o sentir el mal tiempo, regresando por la noche a un cuarto en desorden, libros y música yaciendo revueltos en el suelo, las botellas vacías, los restos del almuerzo y las pruebas de imprenta amontonados en rincón, la misa en re sirviendo de envoltorio en la cocina; sombrío de ordinario, hipocondríaco, y atravesado de pronto por accesos de alegría extraña, recorriendo el teclado con una mueca formidable; silencioso, reconcentrado, escuchando las óperas con la inmovilidad de un ídolo indio; desproporcionado en todo e incapaz de acomodarse a la vida.

     Pero sentía también que esas excentricidades tenían por único origen una superabundancia de generosidad y de grandeza. Sus cartas de amor, entre frases del tiempo, tienen palabras sublimes: «¡Mi inmortal bien amada!» Ha vivido en el mundo ideal que han descrito Petrarca y Dante, y su pasión no ha quitado nada a su austeridad. No pudiendo casarse, ha permanecido casto y ha amado tan puramente como ha escrito. Tenía horror a los discursos licenciosos, y condenaba el Don Juan, de Mozart, no sólo porque encontraba en él la forma italiana, sino también «porque el arte santo no debe prostituirse hasta servir de esmalte a una historia tan escandalosa.»

     Ha mostrado la misma alteza de alma en los otros grandes intereses de la vida, siempre altiva ante los príncipes, esperando fuesen los primeros en saludarle, conservando el mismo tono ante los más grandes, tratando de traición y de mentira las cortesías y las complacencias del mundo, y como un Rousseau o un Platón, persiguiendo con sus esperanzas el establecimiento de una república que haría de todos los hombres ciudadanos y héroes.

     En lo más profundo de su corazón vivía como en un santuario un instinto más sublime aún: el de lo divino. A sus ojos, las diversas artes y lenguajes de los hombres no lo expresaban; sólo la música, por su esencia íntima, correspondía a ello, y lo mismo sobre la una que sobre la otra se negaba a responder. En este momento leí esta inscripción que había copiado de una estatua de Isis: «Yo soy todo lo que es, todo lo que ha sido y todo lo que será. Ningún hombre mortal ha levantado mi velo.» La vieja sabiduría de los Faraones ha sido la sola en encontrar una palabra tan augusta como su pensamiento.

     Dejé el libro, tomólo Wilhelin y buscó una página.

     -Lee esto -me dijo-; es menester que te formes de ello una idea completa.

     Era su testamento; he aquí la primera página:

     «¡Oh vosotros, hombres que me miráis como odiente, intratable o misántropo, cuánto daño me hacéis! No sabéis la causa secreta de lo que parece tal. Mi corazón y mi humor tendían desde mi infancia al sentimiento tierno de la benevolencia; realizar por mí mismo grandes cosas: he ahí a lo que estaba siempre inclinado. Pero pensad solamente que desde hace seis años estoy atacado de un mal incurable, que médicos ignorantes han empeorado, que de año en año, decaído en la esperanza de verle atenuarse, me veo al fin obligado a considerar como debiendo durar siempre... Nacido con un temperamento activo y ardiente, apasionado por las diversiones de la sociedad, me he visto constreñido a retirarme de ella joven aún y llevar una vida solitaria... Me era imposible decirles a los hombres: «¡Hablad más alto, gritad, porque estoy sordo!»

     «¡Ah! ¿Cómo me hubiera sido posible confesar la debilidad de un sentido que debía ser tan perfecto en mí como en los otros, que yo había poseído en otro tiempo con la mayor perfección, con una perfección de pocos hombres que mi profesión tienen ahora o han tenido nunca? ¡Oh, yo no puedo eso! Solo casi siempre, excepto cuando la extrema necesidad me obliga, apenas me atrevo a introducirme en una compañía. Debo vivir como un desterrado; si me acerco a personas, es con un sudor de angustia; temo correr el peligro de que no se aperciban de mi estado. Pero ¡qué humillación cuando uno oye una flauta a lo lejos, y yo no oigo nada; cuando alguien oye cantar a los pastores, y yo nada oigo! Tales acontecimientos me han conducido casi a la desesperación; poco se ha faltado para que no pusiera fin a mi vida. Sólo el arte, el arte me ha retenido. ¡Ah! ¡Si me parecía imposible abandonar el mundo antes de haber dado a luz todo lo que yo tenía la misión de llevar a cabo!»

     -Ahora -me dijo Wilhelm-, escucha.

     Y empezó el último trozo de la última sonata. Es una frase de una línea, lenta y de una tristeza infinita, que va y viene incesantemente como un único y largo sollozo. Por debajo de ella arrástranse sonidos ahogados; cada acento se prolonga bajo las que siguen y muere sordamente, semejante a un grito que acaba con un suspiro; de manera que cualquiera nueva punzada de sentimiento tiene por cortejo los antiguos plañidos y bajo la lamentación suprema se reconoce siempre el eco debilitado de los primeros dolores. Nada de áspero hay en este lamento, ninguna indignación, ninguna revuelta. El corazón que lo lanza no dice que es desgraciado, sino que la felicidad es imposible, y en esta resignación encuentra la calma.

     Como un desgraciado hecho pedazos por una gran caída y que yaciendo en el desierto ve las pedrerías destellantes del cielo incrustar la cúpula de su última noche, se desprende de sí mismo; olvídase de sí, no piensa ya en reparar lo irreparable; la divina serenidad de las cosas derrama en él una dulzura secreta, y sus brazos, que no pueden levantar ya su cuerpo magullado, se abren aún y se tienden hacia la belleza inefable que reluce a través de este místico universo. Insensiblemente se agotan las lágrimas del sufrimiento para dejar correr las del éxtasis, o más bien se confunden las dos para confundirse en una angustia mezclada de delicias.

     A veces estalla la desesperación; pero al punto sobreabunda la poesía y se exhalan las modulaciones más desoladas, envueltas en una magnificencia tan extraordinaria de acordes que lo sublime sobrenada y lo cubre todo con su penetrante armonía. Por fin, después de un gran tumulto y de un gran combate, subsiste solamente lo sublime; el plañido transformado se convierte en un himno que rueda y resuena, llevado en un concierto de notas triunfantes. Alrededor del canto, arriba, abajo, en multitudes apretadas, entrelazadas, desplegadas, chorrea un coro de aclamaciones que va creciendo, que se hincha, que dobla incesantemente su brío y su alegría. Ya no basta el teclado, ya no hay voz que no tome su parte en esta fiesta, las más graves con sus truenos, las más altas con sus arrullos, reunidas todas juntas en una sola voz, una y múltiple como aquella rosa radiante que vio Alighieri y cada una de cuyas hojas era un alma bienaventurada.

     Un canto de veinte notas ha bastado para emociones tan contrarias; tal en una catedral gótica, la ojiva aplastada de la cripta se encurva en arcadas bajo la claridad funeraria de las lámparas, entre los muros rezumantes, en la lúgubre obscuridad que rodea la tumba de un muerto; después, en la iglesia superior, desprendida de pronto del peso de la materia, se yergue, sube hasta el cielo en columnitas, festonea las vidrieras con sus dentelladuras, abre sus tréboles en las rosáceas iluminadas y hace del templo un tabernáculo.



* * *

     ¡Potencias invencibles del deseo y del sueño! Por más que se las repela no se agotan. Treinta años de negocios, de cifras y de experiencia se han amontonado sobre el manantial; se le creía cegado, y de pronto, al contacto con una grande alma, brota tan vivo como el primer día; el dique ha reventado, y los materiales pesados, tenaces, con los cuales se ha tapado la salida, arrastrados por la irrupción, no hacen mas que acrecentar la fuerza de la corriente.

     Por un singular encuentro volvía a ver en aquel momento los paisajes de la India, únicos dignos, por su violencia y sus contrastes, de proporcionar las imágenes a tal música. En el momento de los monzones, las nubes acumuladas forman una muralla de hollín monstruosa que invade todo el cielo y todo el mar; sobre esta masa monstruosa corren las gaviotas a millares, y la formidable negrura manchada por las alas blancas avanza hacia tierra, tragándose el espacio y anegando los cabos bajo su vapor. Entonces los buques se hacen a la mar. En un último hermoso día vi de lejos las Maldivas, doce mil isletas de coral en un mar de diamantes; casi todas están desiertas; el agua duerme en sus calas o pone una franja de plata sobre los arrecifes. El sol lanza a puñadas sus flechas de oro; en los recodos de los canales chispean chorros de oro derretido de las ondas oblicuas.

     La gran sábana silenciosa, surcada de remolinos, parece un metal que sale de la fragua, todo damasquinado de arabescos; relumbran millones de centellas sobre su dorso como las incrustaciones de una coraza; diríase el tesoro de un rajá: armas y joyas, puñales con mangos de nácar, vestidos ribeteados de zafiros, penachos de esmeralda sobre los cascos, cinturones de turquesas, sedas de azul celeste cubiertas de lentejuelas de oro y recamadas de perlas. El cielo mismo con su blancura ardiente, ¿a qué compararlo?

     Cuando una hermosa joven, floreciente de salud y estremecida de placer, toda adornada para su casamiento, se ha puesto su peineta de oro en sus cabellos, sus collares de perlas en el cuello, sus pendientes de rubíes en las orejas; cuando todas las joyas de su escuche iluminan con sus llamas el rosa viviente de su carne, sujeta a menudo en su frente un velo blanco que flota; pero su rostro lo llena de luz, y la gasa con que parece ocultarse la forma una gloria que la ilumina.

     Tal esta mar bajo su cielo, en la prodigalidad de luz chorreante, después del contraste de las nubes lívidas, deliciosa y sublime como el himno divino, del grande hombre después de la larga noche de su desesperación. También ella turba demasiado, es demasiado bella, despierta demasiado por simpatía lo que despierta en nosotros él mismo. Ante él, como ante ella, se deja de ver o de oír una cosa aislada, un ser limitado, un fragmento de la vida; es el coro universal de los vivientes que se siente regocijarse o dolerse; es la grande alma cuyos pensamientos somos nosotros; es la naturaleza entera incesantemente herida por las necesidades que la mutilan o que la aplastan, pero palpitante en el seno de sus funerales y entre las miríadas de muertos que la cubren, levantando siempre hacia el cielo sus manos cargadas de generaciones nuevas, con el grito sordo, inexpresable, siempre ahogado, siempre renaciente del deseo insaciado.

     Miraba a Wilhelm; nos hallábamos a corta diferencia en el mismo estado, y hemos avanzado uno hacia otro. Dios me perdone; a poco no ponemos una contra otra nuestras viejas caras; pero hemos adivinado nuestra idea, yo en sus ojos, él en los míos, y nos hemos sonreído; a nuestra edad basta con darse la mano. Con eso me he ido sin decir nada. Me parece que aquella noche hemos hecho el té, pero no lo hemos tomado.

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