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Capítulo XXV

Monsieur Graindorge

     A monsieur Marcelin, director de la Vida Parisiense:

     Muy señor mío: Tengo el honor de participaros la pérdida dolorosa que las letras, las salazones y los petróleos acaban de experimentar en la persona de monsieur Federico Tomás Graindorge, doctor en Filosofía de la Universidad de Jena, principal socio de la Casa Graindorge and Cº, de Nueva York y de Cincinnati, fallecido, a consecuencia de una enfermedad del hígado, en su domicilio, calle de los Campos Elíseos, 14, el 15 de julio de 1865, a los cincuenta y cinco años de edad.

     Antiguo profesor de Retórica, secretario íntimo y pedicuro de monsieur Graindorge, me hallo en mejores condiciones que otro alguno para daros todos los detalles necesarios acerca de la vida, las costumbres y el carácter de mi generoso e infortunado patrono. Vuestros lectores, que conocían sus ideas, gustarán de conocer su persona, y puesto que me proponéis retribuir esta carta, me felicito de cumplir un deber que, sin perjudicar mis intereses legítimos, me permite desahogar los más dulces sentimientos de mi corazón.

     Hace nueve años, cuando monsieur Graindorge me tomó a su servicio, tenía yo el honor de pertenecer a la Universidad de Francia, y desde largo tiempo llevaba con celo ejemplar la toga y el birrete que había sido llamado a llenar. Por entonces apareció una circular del rector que obligaba a todos los profesores a quitarse la barba; yo le tenía apego a la mía, que era negra y muy bella, habiendo notado la gravedad que daba a mis palabras y el ascendiente que ejercía sobre el espíritu de los jóvenes. Fuerte con mi conciencia e invocando el principio de autoridad, reclamé cerca de mis superiores, que tomaron mi carta por una burla y me dejaron cesante en la flor de la edad y del talento.

     Llegué a París, que es el refugio de todos los hombres de inteligencia maltratados por la fortuna; pero, después de varios ensayos inútiles, me vi obligado a hacer copias para varias personas entre otras para monsieur Graindorge. Un día que lo traía mis escrituras se quejó de un juanete rebelde situado en el lado derecho de su dedo gordo izquierdo. Como yo había tenido siempre la pasión de las ciencias naturales, me había dedicado a la rama de la fisiología que trata de las excrecencias del cuerpo humano, la única que, protegida por su utilidad práctica y por sus teorías restringidas, pueda ser cultivada en provincias sin atraer sobre sus adeptos las censuras eclesiásticas y el peligroso renombre de esprit fort. Ofrecí mis servicios a monsieur Graindorge, y me dispensó el honor de descalzarse al instante delante de mí. Al cabo de tres minutos quedaba extirpado el juanete, y monsieur Graindorge gozaba de un alivio imposible de expresar. Desde aquel momento quedé agregado a su persona. Yo desempeñaba sus encargos no comerciales; yo arreglaba sus libros, le disponía sus trajes por la noche, y cada mañana visitaba sus uñas. Así es, señor, como durante nueve años he podido estudiar a fondo al hombre notable que hoy lloramos todos.

     A fin de proceder con orden y observar la regla de las transiciones, a la que monsieur Graindorge faltaba con demasiada frecuencia, notaré desde luego que llevaba las botas demasiado estrechas. Monsieur Graindorge, aunque había rebasado la edad de la coquetería, conservaba pretensiones y vestía con un cuidado tal vez excesivo. Lejos de mí la idea de censurar a mi ilustre y desgraciado amigo; pero la sinceridad do que hago profesión me obliga a decir que empleaba una hora por la mañana y una hora por la noche en peinarse, cepillarse, perfumarse, frotarse con infinidad de pastas. ¿No os parece, señor, que este esmero extremado es poco digno de un hombre, y que para tener buen éxito en el mundo debemos contar únicamente con nuestro mérito y nuestro espíritu? Yo puedo aseguraros que, por lo que a mí hace, no empleo otros recursos, y que, a Dios gracias, me bastan los de que dispongo. Monsieur Graindorge, por el contrario, se preocupaba infinitamente por el exterior y no encontraba nunca sus trajes bastante bien hechos ni su calzado bastante fino. Enderezaba su alta estatura delgada; colocaba sus lentes de oro sobre su nariz encorvada, como un pico de águila, yo veía bien por la noche, cuando le alargaba su frac, que se miraba con bastante complacencia en el espejo. No me dio mas que un puntapié; fue un día en que, preocupado por ideas literarias, eché en sus manos, en lugar de un frasco de agua de Colonia, una botellita de tinta. Fui a caer sobre el sofá, pues tenía el jarrete vigoroso; pero, a manera de excusa, me tendió un billete de quinientos francos, y confieso que esta reparación me sugirió muchas veces la idea de renovar mi yerro. Sin embargo, me contenté después con la sonrisa grave con que protesto ordinariamente contra las flaquezas humanas, y cada noche he catado el placer silencioso de sentirme superior, a lo menos por el menosprecio de las vanidades mundanas, al hombre de quien el azar y el destino injusto me habían hecho el subordinado.

     Monsieur Graindorge después de levantarse y haberme impuesto para sus pies y su toilette servicios tal vez exagerados, pasaba ordinariamente la mañana leyendo. Apruebo esta ocupación; ennoblece el alma y monsieur Graindorge tenía gran necesidad de entregarse a ella para borrar las huellas enfadosas que una vida groseramente comercial había dejado en su espíritu. Pero por más que hiciera, el recuerdo de las salazones y del petróleo reaparecía demasiado a menudo en sus discursos y en sus escritos; yo mismo, al comienzo de esta carta, no he podido contenerme de hacer alusión a ese defecto con una ironía tan mesurada como inocente. El hecho es que carecía de gusto, y esto se echaba de ver en sus lecturas; nuestros clásicos le interesaban poco; en cambio, eran pesados libros alemanes, interminables revistas inglesas los que con más frecuencia se encontraban en sus manos. Un día me aventuré a dirigirle esta observación y me respondió en tono seco que fuese a cepillarle los pantalones. No hacían presa los más sanos consejos en aquella alma inculta; aun me sonrío, y no podía menos de medir, aparte, la distancia infranqueable que separa siempre a un hombre de educación de un hombre adinerado.

     A las once, monsieur Graindorge almorzaba, ordinariamente, un pollo o una perdiz fría y una botella de Burdeos. Yo estaba a su lado para servirle, y tenía para mí lo que quedaba en la botella. Durante los cinco primeros años dejó siempre la mitad; poco a poco llegó a beberse las tres cuartas partes, con un acrecentamiento de gula y un egoísmo ingenuo que llegaron a ofenderme. Y aun tenía la dureza de alabar su Burdeos en mi presencia y decir, sin ningún miramiento, que aquel vino era excelente para el estómago. ¿Con qué derecho usurpaba así mi media botella? ¿Quién le autorizaba a estarse diez minutos a la mesa, prolongando mi servicio, retardando mi comida, haciendo sufrir a mi estómago y recibiendo de mis propias manos, sí, de mis propias manos, señor, dos copas de vino de suplemento, que legítimamente y desde hacía cinco años eran para mí?

     Parece que cuando estaba yo sumido en estos pensamientos mis ojos adquirían una expresión particular. Una vez monsieur Graindorge me dijo: «Celestino (es mi nombre, señor, un nombre honorablemente llevado por mi padre, y me atrevo a decir que también por mí), mi pobre Celestino, ¿qué os pasa?» Mostré al instante mi sonrisa discreta y me excusé con las preocupaciones literarias. «¡Hola, hola! -dijo monsieur Graindorge-. Es la musa que hace de las suyas. Eso es muy malo para la digestión. Celestino, id a buscarme el ron de Jamaica.» Me echó una gran copa, y bebí a su salud con un saludo respetuoso. Pero ved la mala suerte: con tal ocasión acabó el vino de Burdeos, mi vino de Burdeos, el único que está bajo llave, el único que conviene a mis nervios. En semejantes circunstancias, un hombre tiene necesidad de un gran dominio sobre sí mismo; los antiguos filósofos nos dicen que la verdadera señal de la nobleza de alma es el valor con que se soporta silenciosamente la injusticia, y me lisonjeo de haber sido su digno discípulo en aquel entonces.

     A la una monsieur Graindorge se iba al Círculo, y desde allí no sé dónde. No he querido saberlo; un hombre como yo está obligado a respetarse a sí mismo, y cuando sus patronos se permiten diversiones que la decencia reprueba, debe pasar con los ojos cerrados como por delante de una galería de esculturas o como por delante de esos desnudos que los peluqueros tienen la impudencia de exhibir detrás de sus cristales.

     Si yo hubiese querido hablar con el cochero o el lacayo habría podido saber muchas cosas; aquellos dos subalternos hicieron muchas veces esfuerzos para llegar hasta mi familiaridad; pero los despedía cortésmente, como hombre que sabe mantenerse en su puesto. No dependía, sin embargo, mas que de mí ponerme al corriente de todas las noticias; los oía hacer sus comentarios en la despensa o en el pescante, cuando monsieur Graindorge, al llevarme consigo, me dejaba en el coche.

     ¿Lo creeríais, señor? Monsieur Graindorge, que no se ruborizaba de dejar saber sus calaveradas a su sobrino, no tenía siquiera la excusa de una pasión; pensaba solamente en ocupar dos horas; para eso gastaba cada año veinte mil francos y más. La señorita Concepción Núñez, la última favorita, era una simple bailarina de aquella compañía española que vino últimamente a París a exhibir sus piruetas extravagantes. Monsieur Graindorge había hecho derribar para ella los tabiques interiores de tres habitaciones; eso formaba un vasto salón, en el que tres o cuatro veces por semana, echado sobre un diván, con una pipa turca en la boca, pasaba la tarde mirando los escarceos de aquella saltatriz. El aposento estaba lleno de flores, y las persianas, cerradas, sólo dejaban entrar una media luz. Los músicos se hallaban en otra pieza, y en los intervalos de la danza tocaban unos aires lentos muy dulces y muy tristes. Monsieur Graindorge miraba en silencio o cerraba los ojos, y cuando un aire le gustaba, apretaba un botón, que en la otra pieza daba la señal de volver a comenzar.

     Lo que le gustaba más eran, según me decían los músicos, aires de Chopin, todos melancólicos y lúgubres hasta dar calentura, y sobre todo una marcha fúnebre que parece el gemido de un tísico pronto a tenderse en su ataúd. Yo me largaba a la escalera desde los primeros compases. Pero monsieur Graindorge parecía experimentar un singular placer en el contraste de la música y el baile; porque se me ha olvidado deciros que Concepción, con sus cabellos negros entrelazados de claveles rojos, con sus ojos negros relucientes como llamas, con la púrpura intensa que al cabo de un instante venía a colorear sus mejillas, parecía una flor viviente, pero de una vida más resplandeciente y más fuerte que todo lo que podemos encontrar bajo nuestro sol. Cuando se atorbellinaba en su falda rosa sembrada de lentejuelas de oro, o cuando un instante después, inmóvil, reteniéndose, se estremecían todo su busto y todos sus hombros, le salía la llama por los ojos como de un brasero inextinguible, y yo, hombre fortalecido contra las locuras de la juventud, dejaba de mirar por la cerradura e iba a distraerme en la despensa, donde ella hacía siempre guardar para mí una botella de aquel célebre vino de Burdeos, tan saludable para mi estómago.

     En cuanto a monsieur Graindorge, se quedaba tan inmóvil como uno de sus barriles de petróleo (perdonad esta comparación trivial, pero impresionante); solamente en el coche le venían a veces las lágrimas a los ojos. Nunca aplaudía ni hablaba; al irse besaba la mano de Concepción con una seriedad del todo particular. Tal vez por eso le había cobrado ella amistad; se sentía verdaderamente admirada, y había tomado odio a los parisienses que no comprenden la danza.

     ¡Pero también comprendía yo la danza, y la prueba está en que no podía permanecer mirando por el ojo de la llave! ¡Es que me veía obligado a beber una botella de Burdeos para afirmarme la cabeza! ¡Es que me ponía furioso cuando a las once de la noche monsieur Graindorge me decía que hiciese enganchar! ¿Por qué se estaba él en el diván mientras yo me quedaba fuera de la puerta? ¿Por qué era él quien proporcionaba las botellas y porque era yo quien se veía reducido a bebérmelas? No era más joven que yo; no tenía las maneras más amables; en cuanto al fondo del espíritu y al mérito sólido, no vale la pena entrar en la comparación. Yo había vivido con los buenos autores; él, con las salazones y el petróleo, de ahí todos sus privilegios. ¡Extraña ironía de los convencionalismos sociales; cuanto menos se merece, más se tiene!

     No me queda ya, señor, mas que notar algunas particularidades de la persona y de los gustos de monsieur Graindorge. Su obstinación en llevar botas estrechas le había hecho salir dos callos en el pie izquierdo y tres en el derecho. A fuerza de tiempo y de cuidados, mediante el uso cotidiano de lociones tibias y de la lima, había conseguido librarle de aquella incomodidad; todos los pasos agradables que ha dado durante los tres últimos años de su vida me los debe a mí, y si hubiese tenido un corazón verdaderamente agradecido, no habría adelantado jamás un pie antes que el otro sin pensar en mis servicios; pero cuando su espíritu no estaba distraído por las frivolidades, lo llenaba el egoísmo. No quiero otras pruebas que las NOTAS SOBRE PARÍS que le habéis dispensado el honor de imprimir. No solamente las escribía yo bajo su dictado o copiaba sus garabatos, sino que era yo también quien corregía las pruebas, rectificaba la puntuación y los acentos, enderezaba las frases cojas y esparcía a veces sobre el estilo inculto y americano de monsieur Graindorge el lustre a que sus ensayos semibárbaros deben vuestra indulgente aprobación. Puedo decir que durante tres años he sido no solamente su secretario, sino su colaborador, y mi discreción ha igualado a mi celo.

     ¿Y qué gratitud me ha mostrado monsieur Graindorge? ¿Cuándo ha citado mi nombre? ¿Hay una sola frase en que haga alusión a mis servicios? En sus veinticuatro cartas habla de todo, de su sobrino, de sus amigos, de su padre, de sí mismo, de sus gustos, de sus viajes, de su interior, y de mí, ni una palabra. ¿Es envidia? ¿Ha querido ahogarme? ¿Creía que me impediría llegar hasta el público? ¿Ha temido que se me atribuyese su obra? Gracias al Cielo, estoy por encima de las pequeñeces que se encuentran en el pueblo de los autores; no deseo el bien ajeno, soy bastante rico con el mío; si tengo una parte en la obra de monsieur Graindorge, la abandono. Lejos de mí imitar la indelicadeza de su proceder; guárdese para sí monsieur Graindorge sus frases incorrectas, sus giros vulgares, su estilo cortado y raro; faltaría reivindicándolos, y hoy habéis podido advertir, señor, que su pluma ha cambiado de mano.

     Ha sido abierto su testamento la semana última y ha resultado que dividía su fortuna en tres partes. Lega desde ahora a su sobrino monsieur Anatolio Durand veinte mil libras de renta, y además otras veinte mil libras de renta efectivas desde el día siguiente al en que monsieur Anatolio Durand contraiga matrimonio. Apruebo esta última disposición; bueno es contener la juventud; pero cuarenta mil libras de renta son mucho para una sola familia, y veinte mil libras son demasiado para un joven soltero. ¿Qué necesidad tenía monsieur Graindorge de dejar una fortuna tan grande en manos de un elegante vulgar, de cuyas pretensiones se burlaba y cuyos gastos reprendía? ¿No tenía cerca de él caracteres a prueba que merecían mejor su agradecimiento y podían hacer más honor a su dinero?

     Monsieur Graindorge funda además siete pensiones anuales de tres mil francos, pagaderas al titular durante quince años, para ser distribuidas a jóvenes de diez y ocho a veintitrés años desprovistos de toda fortuna, que hayan dado pruebas de mérito y hecho concebir esperanzas notables en las ciencias, las letras, las artes, el derecho y la medicina, a elección y por designación de Comisiones nombradas por la Academia de Medicina, la Facultad de Derecho y las cinco Academias. Sin duda no se puede desconocer en este legado un pensamiento razonable, si es un pensamiento razonable quitarle a la juventud el aguijón de la necesidad y la gloria del esfuerzo. En cuanto a mí, he juzgado siempre que el bienestar es para la edad madura, no para la adolescencia, y que la liberalidad de los particulares, como la del público, se emplea mejor en recompensar los servicios pasados que los futuros.

     Finalmente, monsieur Graindorge, olvidándose de todo pudor, deja seis mil libras de renta a la señorita Concepción Núñez; diversas sumas de veinte a cincuenta mil francos a amigos acomodados que para nada lo necesitan; seiscientos francos de renta a sus tres criados, los tres con buenos brazos y que están en edad de servir; y a mí, ¿lo creeríais, señor?, una simple renta de mil ochocientos francos, aparte de un capital de dos mil francos para establecerme, y ¡todas las corbatas blancas y fraques negros de su guardarropa!

     ¡Mil ochocientos francos de renta, ciento cincuenta francos por mes, cinco francos por día, he ahí la recompensa de nueve años de servicios! ¡Por tan mezquina liberalidad me he levantado durante ciento ocho meses antes que él, acostado después que él, cepillado sus trajes, preparado su ropa blanca, cuidado de sus pies, puesto en limpio sus manuscritos, y sin beber ya, desde hace cuatro años, mas que una cuarta parte de su botella!

     ¿Podía creerse que con un capital de dos mil francos iba yo a encontrar un piso como el nuestro, muebles como los que yo estaba acostumbrado, una mesa de ébano incrustada de cobre, como aquélla en que he escrito tanto; sillones, alfombras, espejos, un confortable y una elegancia que por culpa suya me son indispensables y cuya cotidiana privación me hará maldecir desde ahora el día en que lo he conocido? ¿Cuánto me durarán sus fraques negros y sus corbatas blancas? ¿Estará ahí dentro de tres años, cuando la provisión se haya consumido? Bien sabía, sin embargo, que a mí me gusta la ropa blanca y que no puedo pasarme sin un porte decente; pero no estaban a su alcance los sentimientos finos y nobles, y se había traído de América menos delicadeza que escudos.

     Hemos conducido el pasado sábado a nuestro desgraciado amigo al cementerio y he pronunciado sobre su tumba un discurso interrumpido a menudo por las muestras de aprobación de la asistencia; dos o tres amigos del difunto se han dignado felicitarme. Por lo que a mí hace, señor, estoy por encima de la vanidad literaria; no pensaba mas que en cumplir un deber augusto, y si hoy, cediendo a vuestras instancias, he tributado el último homenaje al hombre eminente que lloramos, es con la persuasión de que vuestros lectores, al recorrer este sincero relato, reconocerán en él los sentimientos de un corazón tan fiel a la amistad como a la verdad.

     Si, con todo, me quedase un deseo que formular, sería encontrar, gracias a la publicidad de vuestra excelente revista, un empleo semejante al que acabo de perder, convencido como estoy de que mi nuevo patrono, apreciando en su tasa mis cualidades morales tanto como mis capacidades literarias, me prestaría las ventajas que yo tenía en casa de monsieur Graindorge, añadiendo las compensaciones que no he encontrado siempre en mi primer puesto y las consideraciones que me son debidas.

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