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Capítulo V

Consejos a mi sobrino Anatolio Durand sobre la manera como debe conducirse en el mundo

     Sobrino mío: Tengo ochenta mil francos de renta, un principio de enfermedad del hígado y carezco de hijos. Por eso no dudo leeréis estos consejos con atención profunda.

     Hasta es probable que me felicitéis por ello y me deis a entender que tengo mucho talento. Recibo las felicitaciones de diez a once de la mañana; pero andad con cuidado con las frases.

     Os exhorto a que no imitéis las maneras modernas, que consisten en tratar como camaradas a los parientes mayores. Si, por ejemplo, para felicitarme vinieseis a darme palmaditas en el vientre y me dijeseis: «¡Bravo, barbián! ¡Olé por el tío literario!», resultarían de ello muchos inconvenientes. Sam, mi criado, os pondría de patitas en la calle, o bien yo os tiraría por la ventana.



* * *

     Podéis poner en vuestras tarjetas Anatolio con todas sus letras. Anatolio ennoblece a Durand; eso es necesario sobre todo si os casáis: Madame Anatolio Durand. Esos nombres de pila son hoy jaboncillos de villanos. Pero si jamás encontrase en vuestras tarjetas Anatolio du Rand, o d'Urand, podéis despediros de los dólares que he recogido en la salazón y en los petróleos.



* * *

     Coméis en demasía; a los veinticuatro años tenéis la cuadratura de un hombre de treinta y seis. Sin embargo, esas especies de torsos hacen hoy de buen ver en el mundo. Desde hace diez años un matiz de brutalidad completa la elegancia. Puesto que al presente las mujeres copian las Magdalenas, bien pueden los hombres aproximarse a los faquines.





* * *

     El día de una presentación poneos botas de charol de veintiocho francos a lo menos, de cuarenta francos si podéis. Cerca de los cuarenta francos sois un gentleman; el zapatero suaviza el cuero, machaca la suela, establece una pendiente desde el empeine al dedo gordo, esparce sobre todo el calzado un lustre delicioso, y se concluye de los pies a lo demás.



* * *

     Una frente desguarnecida sienta bien; anuncia que se ha vivido. Sin embargo, bueno es añadir a ello una barba amplia, mejillas sanas, fuertes dientes, un aire de mocetón atrevido; en una palabra: la prueba de que se vive aún. En 1830 se gustaba del tuberculoso exaltado; ahora, del avispado positivista. Después del reinado de los nervios, el reinado de los músculos.



* * *

     No fiéis en ello, sin embargo, sino a medias. Entre treinta mujeres en un salón hay veinticinco chochas que rumorean con su plumaje y cuyo gorjeo consiste en repetir la frase que corre; pero hay cinco personas finas y os juzgan. Anteayer, tendido sobre un pont rosa, entre dos mujeres bonitas, hacíais la rueda; os pasabais por los cabellos vuestra ancha mano blanda, cargada de sortijas; habíais echado atrás por ambos lados los faldones de vuestro frac, y redondeabais vuestro pecho tan bello; inclinabais la cabeza hacia atrás, complacientemente, y las contabais cuentos, satisfecho de ser escuchado y de hablar tan bien. Cuando después de haberlas dispensado vuestros favores os habéis levantado para llevar a otras vuestro aire radiante y vuestra encantadora sonrisa, se han mirado un instante sin hablar, y he visto bajarse imperceptiblemente las comisuras de aquellas bocas tan finas, mientras los hombros, remontando un poco, hacían estremecer los encajes del corsé.



* * *

     Entre todos los hombres que he conocido, el que goza de más favor entre ellas tiene sesenta años. (No vayáis a tomar vuestro aire de entendido y creer que designo con palabras encubiertas a monsieur Federico Tomás Graindorge; monsieur Federico Tomás Graindorge ha vivido por demasiado tiempo en América para ser otra cosa que un animal taciturno y americano.) El afortunado sexagenario que os propongo como modelo emplea para eso una política muy sencilla: la del gran mundo que acabó el 89; las admira y las ama, y ellas lo ven bien al cabo de un instante. Al punto que se acerca a unas faldas se siente cerca de un ser delicado, precioso, frágil, al que apenas hay que rozar con la punta del dedo. Entra en sus ideas, hace salir de ellas juicios finos, caprichosos, singulares, palabras lindas que habrían quedado apelotonadas interiormente y como espantadas de emprender el vuelo delante de otro; sigue el remonte y las sinuosidades de su imaginación viajera; basta que hablen, que los racimos de su tocado ondulen, que el labio reidor o mohíno forme un pliegue para que quede encantado. Parece decirlas: «Brillad y sonreíd; es felicidad que nos dais y demasiada gracia que nos concedéis.»

     Este ejemplo no es contagioso, y por eso os lo ofrezco.



* * *

     Hay que mantenerse bien y correctamente al aburrirse uno. No fruncir el ceño; eso sería descortés. No sonreírse a sí mismo; eso parecería fatuidad. No contraer los músculos del rostro; creeríase que estáis hablando con vos mismo. No echarse en el sillón; son modales de taberna. No inclinarse demasiado hacia adelante; parecería que se miran las botas. Haga el cuerpo un ángulo de cuarenta grados con las piernas. Guardad la expresión vacía y decente de un príncipe en una ceremonia. También podéis hojear el álbum de fotografías.



* * *

     El hombre decente en París miente diez veces al día; la mujer decente, veinte veces al día; el hombre de mundo, cien veces al día. No se ha podido contar jamás cuántas veces al día miente una mujer de mundo.



* * *

     Hay en todo matrimonio una llaga, como un gusano en una manzana.



* * *

     Se estudia tres semanas, se ama tres meses, se disputa tres años, se tolera treinta años, y los hijos vuelven a empezar.



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     Una mujer se casa para entrar en el mundo; un hombre, para salir de él.



* * *

     Cuando una mujer juzga a un hombre se lo representa de rodillas y tierno; jamás en sí y en su propio valor. Si en esta actitud se lo imagina ridículo, todo se acabó; aunque fuese el primero de los hombres, para ella es un grotesco. Lo evita en la mesa, no quiere bailar con él, y se pregunta por qué no lo mandan a la antesala.



* * *

     Cuando una mujer va al mundo y no es para pescar un marido o un amante, es para pescar la idea de un marido o un amante para sí o para otra. Todas las ideas van a parar a ésta, como los ríos al mar.

     Poco le importa a una mujer el talento, la belleza, el verdadero mérito; los reconoce, pero de boca. Me gusta; esta palabra lo dice todo y se lo lleva todo. Es como la elección de un sombrero o de una cinta: me place; eso significa que hay en ello una conveniencia secreta, un adorno picante, el contento de algún extraño deseo personal, refinado, hasta excéntrico. Así, un porte desembarazado, guantes frescos, una linda frase viva, un tono de voz vibrante producen su efecto; en una palabra: la cocina apropiada a su paladar. Me gustan las cerezas, vengan cerezas.



* * *

     Lo propio de un espíritu de mujer es que, salvo en los momentos vivos, todas las ideas son vagas y en camino de fundirse una en otra. Penetráis en él como un fulgor en una niebla moviente y rosada.



* * *

     En el primer baile dice una niña: «¿Ando bien? ¿Me caeré al bailar?»

     En el segundo: «¿Me han encontrado bonita? ¿He tenido éxito?»

     En el tercero: «La iluminación era espléndida; la música, deliciosa; he bailado todos los bailes; los pies me retozaban; estaba como ebria.»

     En el cuarto: «¿Le gusto a monsieur Anatolio d'Urand, que tiene un tío en la salazón y el petróleo?»



* * *

     Los bailes son útiles. Palabras vacías; pero los dos extraños animales, el macho y la hembra, misteriosos; infinitos el uno para el otro, traban conocimiento.



* * *

     Muchas enfermedades por efecto de los miriñaques y del corsé. Cuerpos delgados, hombros demasiado estrechos. Entre cuatro, dos son huesos que prometen; uno, un hueso que no promete. Un cuarto irá tísico a Niza. Un cuarto, a los veintiséis años, se arrastrará seis días por cada siete en una chaise longue.



* * *

     Por otra parte, cuando veáis que vuestra futura tiene mejillas sonrosadas y ojos cándidos, no deduzcáis que sea un ángel, sino que la acuestan a las nueve y ha comido muchas chuletas.



* * *

     Tenéis las uñas sonrosadas; esto no es razón para que os rasquéis públicamente la punta de la nariz.



* * *

     Mirabais mucho el otro día a mademoiselle Margarita S...; sale del convento; no levanta los ojos, salvo para consultar los de su madre; es piadosa; se la ha almibarado en la devoción como un confite en azúcar. Os advierto que es un confite de sorpresa. Hace quince días despidió, después de darle las gracias, a una amiga suya que quería presentarle un católico practicante. «Pero ¿por qué?» «No sé.» «Pero, en fin, alguna razón hay que dar.» «Pues bien...» «Pues bien, ¿qué?» «Pues bien: me parece que un hombre como ese debe de ser algo corto de alcances o tener manías.»

     ¿Dónde diablos habrá pescado esta idea? ¿En el convento? Imposible. ¿En algún periódico? No los lee. ¿En un libro? Se los dan escogidos y se recortan con tijeras los párrafos sospechosos. ¿En la conversación? Jamás ha dicho ni oído una palabra fuera de la presencia de su madre, de su tía o de su abuela, tres Argos inatacables. Tal vez un día, en el baile, sobre semejante asunto, ha notado una sonrisa al vuelo. Eso basta; la menor pavesa, al volar, cae sobre esas cabezas como sobre un cartucho de pólvora. Cuando no saben nada, sospechan de todo.



* * *

     Tres procedimientos cuando una mujer se levanta del piano:

     Si os halláis lejos, alzad las manos visiblemente para aplaudir; es un modo de enseñar vuestros gemelos de los puños y la bonita manera como vais enguantado.

     Si estáis cerca, haced desfilar a media voz la lista de los adjetivos: «Admirable, gusto perfecto, ejecución brillante, sentimiento verdadero.» Si la música es tonta, soltad los grandes epítetos: «¡Maravilloso! ¡Fulminante!» Si se quiere insinuarse, aprender algunos términos técnicos: «Segunda parte, magistral, cambio de tono, pasaje en menor, esos trinos son perlados, etc.»

     El grado superior consiste en saber los nombre de las principales obras de los maestros y citarlas en voz baja, con una especie de intimidad, como un iniciado que entra en el templo de los misterios. Con eso se entra en conversación; ruedan las confidencias admirativas; la encantadora pianista se siente tan contenta de su talento como de sus dedos y cobra estimación a monsieur Anatolio Durand o d'Urand.

     Último procedimiento. Es el más hermoso, pero de ejecución difícil. Estudiar en Berlioz, Fetis, etc., la biografía de los maestros; saber la diferencia de los estilos; conocer anécdotas en apoyo; partir de ahí para improvisar una apreciación del genio de Mozart o Weber; insistir en la delicadeza, la distinción, el encanto poético inaccesible al vulgo, y dar a entender, sin decirlo nunca, que la intérprete tiene el alma del compositor. Hela ahí comprendida. Esto conduce a todo.



* * *

     Cuatro especies de personas en el mundo: los enamorados, los ambiciosos, los observadores y los imbéciles.

     Los más felices son los imbéciles.



* * *

     He visto grandes hombres; por lo común no suelen tener éxito; quiero decir los verdaderos grandes hombres. Están preocupados, y si se mezclan en la conversación, chocan y se sienten chocados.



* * *

     Una idea en un hombre se parece a esa estaca de hierro que los escultores ponen en sus estatuas: la empalan y la sostienen.



* * *

     Un grande hombre es absorbente porque está absorbido.

     No os fundéis en eso para engulliros, como hicisteis ayer, dos tazas de té, tres tazas de chocolate, dos pasteles y sandwiches.



* * *

     Imposible subsistir en el mundo sin una especialidad.  Hace ochenta años bastaba ir bien puesto y ser amable; hoy un hombre así se parecería demasiadamente a un mozo de café. Los elegantes ordinarios hablan ahora de caballos, carreras, cría. Os aconsejo la economía política; esto presta mucho relieve para con los hombres; además, los versos de circunstancias; esto va muy bien en los veraneos.



* * *

     Cuando os ponéis vuestra corbata no reneguéis contra la estupidez del uso. Un salón es una exposición permanente; sois un artículo, y un artículo sólo se vende exponiéndolo.



* * *

     El único mal, a este respecto, es la hipocresía. Sois perros que corréis cada uno tras de su hueso; hay que comer, yo os lo apruebo; pero, ¡por Dios!, no digáis que desdeñáis los huesos, y si es posible, no os deis tantas dentelladas.





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Capítulo VI

La parisiense

- I -

4 octubre.

     Dos meses en Alemania; de regreso a París quédase uno todo sorprendido. Es otra especie de mujeres.

     Ayer he comprado guantes que no sé qué hacer con ellos; te, que no me gusta; te o grama es lo mismo; casi me dan ganas de ir a buscar más; la manera como lo venden vale el dinero que se da.

     Dos muchachas se han adelantado para recibirme; andaban tan bien como verdaderas damas; el cuerpo se deslizaba hacia delante sin que se percibiese el movimiento de los pies; las faldas de seda hacían el frufrú más discreto. Me he extraviado en los nombres chinos de los tes; he pedido explicaciones; me han traído una silla; quería ver sus gestecitos, prolongar su gorjeo. Nada de embarazo ni de descoco; la voz más suave, mejor modulada, una fina sonrisa, complaciente; una prontitud sorprendente en comprender movimientos menudos, graciosos, el manejo de la más hábil ama de casa.

     No es solamente por especulación y para vender; son así desde el primer momento, y naturalmente, se complacen en agradar como en vestirse coquetonamente, en alisar sus cabellos, en encuadrar su talle en una guarnición moaré, en estrechar sus muñecas en manguitos blancos.

     Algo pálidas; velan hasta demasiado tarde, en un cuarto calentado, bajo una luz viva, y entonces los polvos de arroz hacen su oficio; otra semejanza con las damas de salón. En realidad valen lo que ellas; igual alcance y los mismos límites.

     Ellas lo saben. En Francia, en el fondo de su corazón una camarera se cree igual a su ama. «Tengo tanto talento, soy tan bonita como ella; ya se vería si yo tuviera trajes.» Y, en efecto, en seis meses un amante conveniente las estriega; lo aprenden todo, hasta la ortografía; de nacimiento les viene la réplica viva, y en punto a sentimientos están a igual nivel.

     Esto no es ninguna frase satírica; tienen mucho de bueno: la claridad y la decisión de espíritu; el talento de administrar; en caso necesario, la perseverancia y el valor. He pasado una hora después por la calle de los Lombardos. Hasta media noche la joven esposa permanece sentada junto a la ventanilla de cristales sacando sus cuentas; tiene un braserillo a los pies y permanece sin moverse durante quince horas. Las melazas, los cueros, las porcelanas, los vendedores, los compradores, los dependientes, la criada. Los niños, desde el lunes por la mañana al sábado por la noche; nada se escapa a sus ojos; sus órdenes son netas; sus libros, exactos; se la obedece; es un buen teniente, mejor, a menudo, que su capitán.

     El hombre a veces se deja doctrinar; después de haber echado pestes, su atención se embota; si el adversario se insinúa, ofrece una buena comida, se hace pasar por un bravo mozo, campechano y sin malicia, va a ceder, meterse en un mal negocio; pero la mujer hace señal con el dedo, comprende, se detiene.

     -Es decir, no; hasta mañana; lo consultaré con mi mujer.

     Por la noche queda catequizado, y al día siguiente hétele acorazado de desconfianza y de argumentos nuevos. Supongamos que no la consulta; entonces sale ella de su vitrina, interviene. «Pero, amigo mío, ya sabes que...» Y en seguida emprende la discusión por su cuenta; el terreno queda reconquistado con una carga. Se mantendrá firme una hora, y su voz penetrante, su espíritu afilado como un cuchillo acabarán por cerrar el pico del adversario. Se trata de intereses; las frases no hacen presa en ella; sus ideas están clavadas en su cerebro como alfileres en un acerico; no saldrán de allí; sería menester para extraerlas desmontar toda la máquina; un espíritu de hombre es accesible al razonamiento; un espíritu de mujer no lo es.

     Conozco algunas que han hecho de su marido un dependiente, todo con gran provecho para la casa; él, en mangas de camisa, clava las cajas, hace los recados y echa una copita con las parroquianas de cuantía; ella, seca, negra, mandona, da las instrucciones, hace fabricar, toma los grandes partidos, decide que tal modelo está pasado de moda y se venderá con pérdida. Se trata de botones; posee precisamente el grado de cerebro que es menester para imaginar el botón de moda y barato.

     Creo que su triunfo, el triunfo de una francesa, es ser encargada de café, de un hermoso café se entiende: mujer bonita, bien trajeada, ocupada en sonreír, en vender, en parada y en funciones, medio decente y medio provocativa, agradable durante cinco minutos, y para todo el mundo, en una sala que es a la vez una tienda y un salón; allí se está como una cabra en su prado.

     ¡Cómo se siente eso por contraste! ¡Qué bien pinta un café parisiense al verdadero francés, varón o hembra! Hallábame en Nuremberg hace quince días; al marchar, mis amigos me han conducido a una cervecería; las personas bien educadas van allí como las demás.

     ¡Singular lugar de diversión! Un amontonamiento de hombres de todas condiciones, de levitas, de blusas, bajo la blancura cruda de los mecheros de gas, en una nube de humo, al runrún de una conversación ensordecedora, con un vapor de cuerpos apretados, que se prestan calor unos a otros, todos de codos, bebiendo, pipando y gargajeando. Se encuentran bien allí dentro; tienen los sentidos obtusos; este aire pesado y sucio les hace el efecto de un levitón bien caliente y bien grueso. Su goce es su quietud. Fuman pacíficamente o hablan cada uno a su vez sin interrumpirse.

     Muchos tienen el aire como cuajado; antes de responder permanecen en suspenso un cuarto de minuto; se ve el reloj interior ponerse lentamente en vaivén, empujar una rueda a la otra, hasta que por fin, y con atascaderos, da la hora; además de las palabras algo vivas son osos forrados de grasa, insensibles a causa de este colchón natural.

     Las reinas del lugar son por el estilo. ¡Cuán diferentes de nuestras francesas! Dos mujeres, las dos mujeres de la casa: la hija, una regordeta fresca, os miraba a la cara con una interrogación franca y no pensaba mas que en su cerveza; la madre, alta, apacible, fuertemente armada, con aire de una honrada ternera que rumia, embarazada de ocho meses, circulaba alrededor de las mesas, se mostraba sin empacho. ¡Figuraos los comentarios en un restaurante parisiense!

     Por el contrario, en el cuarto de arriba, una quincena de jóvenes, horteras, empleados, estudiantes, sentados en torno de una larga mesa se han quitado la pipa de la boca y cada uno se ha sacado del bolsillo un papel de música. El de en medio ha hecho una señal y se han puesto a cantar un coral, el más grave, el más noble, una composición del viejo Bach. Las dos mujeres se enjugaban los ojos con el delantal. Entre un lindo traje o semejante sentimiento, ¿qué vale más?

     Eso según; hay días en que prefiero la langosta y otros en que me gustan más las ostras.



- II -

     Tendera, mujer de mundo y loreta: he ahí los tres empleos de una francesa; sobresalen en eso y solamente en eso.

     Cuestión de temperamento. Suprimid los tocados, el boato visible y ved el ser interior. El ser interior es aquí un husarcito despabilado, un golfo avisado y atrevido a quien nada desmonta, a quien falta el sentimiento del respeto y se cree el igual a todos. No le hacen las faldas; hay que ver el alma. Creemos enseñarles la timidez a domicilio, y no toman mas que la mueca, y aun esta apariencia cruje a los tres meses de matrimonio y de mundo; en un instante queda hecha la voluntad y brota la acción. Es menester que manden, o a lo menos que sean independientes. La subordinación las ahoga; chocan contra la regla como un pájaro contra sus barrotes.

     Por ejemplo, el marido se pasea por el cuarto preguntándose cómo pasará la velada; hete ahí a la mujer crispada de nervios, se levanta como movida por un resorte y con su voz breve, vibrante: «Pero ¿qué haces dando vueltas como en una jaula? ¿Acabarás? Eso son los hombres, maricas que no se deciden nunca.» Ella sí es decidida; no comprende que se traguen así los razonamientos.

     El padre, a la mesa, dice que le gusta no sé qué; la hija le interrumpe: «Papá, tienes de mí» A los diez y seis años se hace centro involuntariamente, todo lo refiere a sí misma, a su padre con lo demás.

     El último hijo, una rapaza de tres años, juega con la muñeca en un rincón, y el tío que llega le pregunta qué hace allí: «Tío, pues abre los ojos y lo verás.» A los tres años hace ya sentir al tío que el tío es un imbécil.

     Por el contrario, he visto una niña el día de una gran quiebra, cuando los hombres, consternados, se estaban en sus sillones, pendientes los brazos e inertes, erguirse y decir: «No hay que llorar; es menester pan para los hijos; seré señorita de escritorio; Carlos, anda por los libros y hagamos cuentas.»

     Ved aún, en el dibujo de Raffet, esa pobre cantinera cuyo hijo acaba de morir de un balazo; no llora, recoge el fusil, muerde el cartucho, sus dientes están apretados, apunta: «¡Oh, tunantes!»

     Una inglesa, una alemana habrían llorado, pensado en Dios, en la otra vida, etc.; ésta se porta como un hombre.

     En efecto; la mujer en Francia es un hombre, pero pasado por el alambique, refinado y concentrado. Tienen nuestra iniciativa, nuestra vivacidad militar, nuestro gusto por la sociedad, nuestra necesidad de parecer, nuestra pasión por el pasatiempo, pero más nerviosamente y con arrancada más fuerte.

     Así, les son menester los mismos empleos que a nosotros, pero más finos; aquellos en que se manejan las pasiones, en que se observan los caracteres, en que se combate y en que se domina, no brutalmente y por fuerza, sino con arte y hábilmente: la embajadora, la mercadera y la cortesana. Decidme: ¿hay lugar en el mundo en que los salones, las tiendas y las alcobas estén más concurridos que en París?

     El peruano, el valaco, el inglés taciturno, el enriquecido vienen a establecerse aquí. Es que la parisiense les despierta. Para eso posee dos talentos:

     Primer talento: el arte de decir, dejar decir y hacer decir porquerías. Todo hombre está inclinado a ello, porque entre compañías decentes están prohibidas. La decencia le estorba como un frac y un cuello postizo tieso; tiene necesidad de ponerse, si no en cueros, en mangas de camisa. Las innumerables represiones que se ha impuesto o ha sufrido han provocado una sorda rebelión interior. Cuanto más serio es el hombre por estado, más probabilidades tiene de contener un golfo. Este golfo es el que la cortesana saca de su cárcel; pernea sobre las alfombras, juzgad con qué placer, tanto más cuanto esta alfombra es lujosa, los muebles son elegantes, el ama de la casa es a menudo bella, siempre adornada, o a lo menos vestida como una mujer de mundo. Las palabras vivas desdicen en su boca. Soltar palabrotas en traje de baile, ¡qué comida de gorra! Ese golfo grave, de frac, de que hablaba antes, corre allí, como antaño, con baquero y cuellecito, corría a comerse las manzanas verdes del vecino.

     Segundo talento: la parisiense es una persona, no una cosa; sabe hablar, querer, conducir a su hombre; tiene réplicas, insistencias, caprichos; por envilecida que esté, se mantiene derecha. No sé qué comiquilla del siglo XVIII le quitaba a su amante, un duque, su cordón del Espíritu Santo diciéndole: «¡Ponte de rodillas encima y bésame la pantufla, vieja ducalla!»

     Una de sus semejantes, estos días, le pide a su protector que la compre una casa; tres días después le entrega una cartera. La abre, no ve mas que billetes, y se la tira a la nariz: «Viejo egoísta, no te pedía dinero, sino una casa; no has querido tomarte la molestia de comprarla tú mismo.» Él ha encontrado esto encantador; no está acostumbrado a la independencia.

     Sólo una francesa es capaz de estos estallidos. En el extranjero, en Londres, las mujeres de Cremorn-Gardens son locas que charlotean y beben, o comerciantas correctas que hacen entregas. En las casitas de los suburbios encontráis lindas personas decentes que casi son ladíes, y no desean mas que la vida arreglada, los contentos del hogar; el resto, taciturno y desesperado, se abandona. En París piensan en el porvenir: son las que explotan a los hombres. Tienen salones; ocupan a las mujeres honradas; se las enseña con el dedo; hacen la moda. Por debajo de las ilustres, las medianas se colocan, ponen una tienda de guantes, se casan; son Fígaros deshonestas, pero son Fígaros.



- III -

     Madame de B... es una de las amas de casa más cumplidas de París. ¿Tiene otro talento y emplea otro modo de manejarse? A las diez se la encuentra al amor de la lumbre, en una especie de chaise longue, delgada, endeble, en traje gris perla, con todas suertes de muselinas y encajes, que zumban alrededor de sus brazos bonitos, de su cuello de cisne; una especie de Juana de Nápoles, parecida al retrato de Rafael, pero más rubia. No es ministro, no es mariscal de Francia, no da empleos, vive más allá del Arco de la Estrella, y, sin embargo, se va a su casa desde los cuatro puntos cardinales de París. Tiene dos procedimientos: el halago y la cocina.

     La cocina. A los cincuenta años, a menudo a los cuarenta, un hombre se ha desprendido de muchas cosas: su fortuna queda hecha; hay que coquetear con el fastidio. En punto al placer en grueso, compra; su grande asunto es mantener su categoría y su consideración; pero esto es una ocupación y, por lo tanto, un fastidio. Los tráfagos de la vanidad sólo le interesan a medias; se hace positivista, y si tiene un buen estómago, le da la preferencia a esta parte; ser ocho o diez ante una comida fina, bajo luces suavizadas, entre mujeres ataviadas, con invitados alegres que no piensan mas que en el momento presente; saborear un vino exquisito, auténtico, de largo tiempo cuidado, preciosamente acarreado en su trineíto de mimbres; retorcer el ala de alguna codorniz muy gorda; sentir pasar por el gaznate la pulpa jugosa y fundente de un pastel de pescado realzado con trufas; muchas personas se dicen por lo bajo que son menos felices los querubines y los serafines, y no cambiarían el estado de sus papilas nerviosas por toda la música de las Dominaciones y los Tronos.

     La víspera de una comida, la señora manda enganchar el coche, se pasa por casa de todos los proveedores, elige ella misma los postres; escribe de su mano a Isigny, a Nerac; busca cada plato en un lugar especial, sin intermediario, ete. Pero eso es toda una ciencia, y no acabaría nunca.

     El halago. Todo el mundo halaga; pero los imbéciles no saben mas que deciros con variantes: «¡Ah, señor, qué talento tenéis! ¡Ah, señora, qué bonita sois!» Cuando el paciente no es demasiado estúpido, baja la cabeza, deja correr las frases, da las gracias, tuerce la boca en corazón y murmura para sus adentros: ¡Cállate, organillo!

     Ésta no hace ostentación de su aprobación, la disimula. Cuando la alabanza le llega a los labios, la retiene, y se ve que la retiene. Lo que os admira son sus acciones y no sus palabras. Entra en vuestras ideas, las acaba, os ayuda a desarrollarlas, os hace hablar bien, os pone contentos de vosotros mismos. Discute con vosotros, os proporciona el placer de convencerla; no se rinde en seguida, os prueba que sois superior. Cuando salgo de su casa quedo persuadido de que tengo ingenio, que mis viajes son la cosa más interesante del mundo, que no hay nada más curioso que América, que tuve perfecta razón en hacerme fabricante y comerciante, que el tocino y el petróleo son asuntos de conversación delectables, y que un caimán disecado sentaría muy bien a su tocador.

     Toma a las gentes por su flaco. En pisos inferiores, la loreta y la tendera hacen lo mismo; un solo espíritu en tres personas; el mismo talento, la misma necesidad; son el talento y la necesidad de la francesa: aprovecharse de los hombres, gustándoles.





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Capítulo VII

Las niñas

- I -

3 junio.

     Las Tullerías son un salón, un salón al aire libre, en el que las niñas aprenden los manejos, las gentilezas y las precauciones del mundo; el arte de coquetear, de hacer carantoñas y de no comprometerse.

     Acabo de escuchar a dos (siete años, diez años) que habían tomado el acuerdo de ir a invitar a una recién llegada. Primero la han mirado bien; han comprobado si pertenecía a su mundo, y después, de pronto, levantando la cabeza con aire vivaracho, se han dirigido hacia la niñera con la mezcla necesaria de aplomo y de modestia, exactamente como una señora que cruza un salón para ir a saludar a otra.

     Ya conocéis la actitud: se arquea el talle lindamente, se borran los hombros, se redondea la falda, se adopta una sonrisa de circunstancias y se avanza delicadamente de puntillas, cambiando finas miraditas con las personas conocidas hasta el momento en que van a rozarse las dos faldas; en este instante se sumerge la señora en su traje con una reverencia sabia, se entreabre la boca como una rosa desplegada, vaga por las comisuras de los labios, lisonjeros y burlones, una sonrisa angelical e inquietante, y de pronto, como una cascada de perlas, fluyen los cumplidos y ruedan al encuentro, de otros cumplidos.

     La que ha decidido dar el paso tenía el aire evaporado, voluntariamente evaporado, de las coquetas que llevan diez años de salón. Nada de sincero; se sirve de sus impresiones, las exagera, las convierte en pantomima. Representa un papel: ternura o cólera; siempre está en escena; de pronto se arroja sobre la niñera y la acaricia; es que es muy bonito y sienta bien mostrarse amable. Otra tiene el gestecito aventurado, provocador, de una amazona. La tercera pone ya los ojos en blanco, soñadoramente, como una valsadora; parlotean, hacen gorgoritos, muestran su traje, doblan el talle, se arreglan los rizos, como harán a los veinte años. No tienen ya nada que aprender; saben ya su oficio; el mayor cuidado de su madre será ahora comprimirlas hasta el matrimonio.

     ¿Es culpa suya? Sus madres las enseñan la coquetería en cuanto rompen a andar. ¿Quién ha visto jamás aquí verdaderas niñas con faldellín o baquero, con zapatos sólidos, francamente alegres, coloradas, algo curtidas por el sol, alborotados los cabellos, ocupadas en correr y meter ruido? Eso le chocaría en seguida a la madre; son maneras brutales, buenas para las muchachas del pueblo; su lección más seria ha sido siempre: «¡Manteneos bien!» Siempre ha deseado que su hija la hiciese honor y se mostrase bien educada; la ha reñido por ensuciarse, por mezclarse con las niñas mal vestidas; ha estimulado sus pequeñas respuestas sentimentales o malignas. Lo mismo para su hija que para ella ha cifrado la perfección en la gracia, en la gentileza, en el traje. No ha temido hacerla demasiado precoz, artificial. Sus travesuras la han gustado; la ha hecho repetir sus reverencias, la ha hecho recitar fábulas con inflexiones y gestos, a veces en público, y, sobre todo, la ha vestido como una muñeca.

     Mis tres chiquillas tienen trenzas lustrosas, sin que un cabello pase del otro; llevan una casaquilla ajustada al talle, elegantemente abombada por abajo; finas medias de seda pegadas a las piernas; lindos guantes frescos para jugar a la comba. Tratad de decirle a la madre que valdría más la pusiese una blusa y la dejase libres las manos. En esto, como en lo demás, gobierna el modelo ideal; al momento, en toda situación, el francés vuelve a caer sobre sus instintos mundanos como un polichinela sobre su extremo de plomo.

     Pero, en cambio, ¡qué lindos palmitos risueños y picarescos, qué finos piececitos ágiles y saltarines como patas de pájaro! Hay allí obras maestras de gracia, de vivacidad petulante y nerviosa, de trajes bien llevados, de charla chispeante como gorjeo de pajarera. Al fin y al cabo obedecen a su naturaleza y me han dado placer durante una hora. No deseaban ellas otra cosa, ni yo tampoco.



4 junio.

     Copio de una novela de monsieur About esta carta de una muchacha de diez y seis años a otra muchacha de la misma edad; es perfecta. Monsieur About es un verdadero francés, muy amigo del siglo XVIII, algo pariente de Voltaire, primo hermano de Beaumarchais y de Marivaux; por eso pinta tan bien las francesas.



     «Queridita Deseo de agradar:

     (¡Qué bien se conocen! No hay mas que París donde una joven, frescamente salida de su clase de geografía y de francés, haga resaltar tan prontamente el carácter de su mejor amiga.)

     »Héteme de vuelta del veraneo, y lo mismo Enriqueta, y también Julia y Carolina. La seria Magdalena me ha hecho saber que llegará mañana. Contigo, sin la que no hay nada bueno, el sexteto quedará completo.»

     (Un cumplido bien manejado, después una burla, tres tonos diferentes en tres frases: una petulancia, una habilidad de estilo natural y perpetua. ¡Encontradme cosa parecida en Europa!)

     «¡Mamá ha decidido que la primera reunión de las inseparables tenga efecto en casa!» (Dentro de un año dirá «en mi casa».)

     «¡Qué buen día! ¡Salto de gusto! No atribuyas a otra causa el paté(15) que acaba de caer precisamente en medio de mi carta. Ruega a papá-lobo te haga llevar calle de San Arnaldo, número 4, antes de la aurora; te devolverán a tu guarida después de comer.» (Un padre es un criado impuesto por la Naturaleza; se le deja en el guardarropas con los paraguas cuando es gruñón y feo.)

     «Quizá bailaremos; pero a buen seguro charlaremos mucho, reiremos como locas, y eso es lo sólido.»

     (¡Filosofía ya! Tiene razón: es la filosofía de su temperamento, la del siglo XVIII.)

     «Se trata de organizar los placeres de invierno en grande escala, como decía nuestro respetable profesor de literatura.» (Pataditas de paso a quien se lo merece.) «Espero nos veremos todos los días hasta el casamiento, y aun después.» (Piensa en ello, habla de ello; a los diez y seis años es su idea magna, como a los ocho años la idea de una tarta.)

     «Es todo un plan de campaña que trazar; mi hermano el soldado, que acaba de llegar con licencia semestral, nos ayudará. No quiere creer que seas cien veces más bonita que yo.» (Un cumplido. Esos tenientes de Ingenieros muestran una incredulidad chocante. ¿Se puede engolosinar mejor una coquetería?) «¡Hasta el lunes! ¡Hasta el lunes! Otro paté. La patisière te abraza con todas sus fuerzas.» (¡Chillidos de golondrina, una oleada chorreante que arrastra palabras impetuosas, aturdidas, gestos cariñosos y zalameros, y por debajo de todo esto una necesidad irresistible de placer, de excitación, de acción; nervios tensos como cuerdas de arpa, una voluntad que no podrá contenerse nunca, ni subordinarse ni regularse.)



     Vedla desde aquí, tres años después, casada, mujer de mundo, diciéndolo a su marido, engolfado en negocios:

     -Querido mío: vamos esta noche a ver Don Juan; he hecho ya tomar el palco; no me digas que no tienes tiempo, te ruego; si tienes tiempo, es preciso que tengas tiempo; Mario canta demasiado bien, y harto tiempo he pasado sin oírle; me moriría de pena si no le oyese esta noche; sí, sí, ¡esta noche, y no otra! Déjale a tu amigo; es tonto, llega de provincias, tiene la nariz colorada; ¿acaso se dan citas, por ventura se les quita las soirées a las personas cuando se tiene la nariz colorada? ¡Convenido, pues! ¡Estoy loca de alegría! ¡Y es menester que también lo estés tú! Te aseguro que te haré honor; mira mi precioso traje malva; tenemos palco de primer piso. Y allí, caballero, mostraos gentil; lo sois. Os prohíbo hablar, os cierro la boca, así; ¿no es una bonita manera de cerrar la boca? ¡Juan, id por el coche!

     (Diez años después tiene veintiocho años. Igual escena, con la variante que sigue:)

     -¿Una cita? Ya sé lo que son vuestras citas. Un bonito pretexto, muy nuevo, para dejarme sola con mi lámpara. Pero siempre pasa así: para el hombre, todos los provechos del matrimonio; para la mujer, todos los fastidios. La señora, a bordar, como antes, cuando era niña; el señor, a correr, como antes, cuando era soltero. ¿Acaso no sé que vuestra cita en el Círculo es para los Bufos parisienses u otra parte? Esto aparte, tenéis razón: se está mejor allí que en otro sitio para despachar los asuntos y fijar las entregas. ¡Bonitas entregas y muy limpias! ¿Creéis que no os observo en la Ópera? Os quedáis dormido con la música, y sólo os despierta el ballet. Bueno; mejor estaré sola que con un bloque comercial, un tronco filosófico, para quien el ideal consiste en un maillot rosa. ¡Ah! ¡Cuán engañadas y abandonadas vivimos las pobres mujeres! Buenas noches, caballero. Juan, decid que enganchen.



5 junio.

     He acabado esta novelita, que es extremadamente ingeniosa y está perfectamente acabada. Había ya oído hablar de monsieur About en el extranjero, y me decían de él:

     -Es el hombre que está más en boga en la joven generación; no solamente hace cosas bonitas, sino que esas cosas bonitas pertenecen a un género único. Las importamos como los dijes y las modas de París; nada hay parecido ni que se le acerque en Alemania o Inglaterra. Desde Mariana y El paleto advenedizo, no se ha hecho en Francia nada tan nacional.

     El capitán Bitterlin, padre de la encantadora muchacha a quien va dirigida la carta de arriba, la dice un día, viéndola ensimismada en la mesa:

     -Oye: ¡le estás guiñando el ojo a la garrafa!

     Esto es brutal, pero es verdad; en el alma es griseta.

     La misma encantadora persona, después de haberse elegido un novio, va a decirle a su señor padre:

     -Mi querido papá: estoy enamorada de un joven, a quien estimaréis en cuanto le hayáis visto, y que os enseñaré, si me prometéis no hacerle daño. Si yo no fuera una niña sumisa y respetuosa, esperaría a ser mayor de edad para casarme con él, a pesar vuestro, sin otra dote que los veinticuatro mil francos de mi madre.

     Esto es algo fuerte, pero no imposible. Son naturalmente decididas; con un fondo de griseta, tienen un fondo de húsar. Les falta del todo, o pierden pronto, el verdadero pudor, el candor virginal y profundo, la timidez ruborosa, la delicadeza espantadiza. Son flores, si queréis, pero que al primer rayo de sol se abren, y al segundo están demasiado abiertas; la niña desaparece, queda la mujer, y con frecuencia esta mujer es casi un hombre, y a veces más que un hombre. Desde los catorce años se ejercitan en su familia, en su padre.

     Mi amigo B..., médico, se encuentra una noche con que su hija le declara que quiere ir a la soirée de boda de una de sus amigas.

     -¡Pero si esta mañana has tenido calentura!

     -No le hace.

     -¡Pero si estás todavía en cama y tiritas!

      -Me abrigaré bien.

     -¡Luisa: te dará de nuevo la fiebre!

     -Papá: si no voy, ¡tendré fiebre de rabia!

     -Querida niña, no conozco esa fiebre de rabia; será una especie nueva que describir; escribiré una buena Memoria y me harán de la Academia.

     -¡Papá, es preciso absolutamente!

     El padre ha cedido. ¿Qué voluntad de cincuenta años puede resistir a una voluntad de veinte? Ha vuelto derrengada a la una de la mañana, y le ha dado de nuevo calentura. El pobre hombre se ha levantado cada hora toda la noche para cuidarla, darla de beber; había subido cincuenta y siete pisos durante el día, y a la mañana siguiente, cuando le he visto otra vez, tenía el aspecto de un desenterrado.

     Son demasiado inteligentes, resultan muy despabiladas y se hallan prontas a descubrir las debilidades, las ridiculeces. Por otra parte, tienen demasiada voluntad, deseos bastante vivos y numerosos; sobre todo una necesidad áspera y potente de lisonjas, de adoraciones, de sensaciones agradables y fuertes. El profundo sentimiento sublime y la necedad nativa, que constituyen la subordinación voluntaria, están ausentes. Están por encima y por debajo de la experiencia, incapaces de sufrir un mandato y de sentir respeto.

     He ahí por qué todo el esfuerzo de la educación tiende a detenerlas, a retenerlas, a impedir que abran las alas. Sé de familias en que no se admiten jóvenes; eso podría sugerir idea; nadie mas que el futuro, una vez aceptado por los padres. Madame de M... decía con orgullo:

     -Jamás mi hija (tiene veinte años) ha salido sola, ni ha pasado, ni de noche ni de día, una sola hora fuera de mis ojos o de los ojos de su aya.

     Todo eso equivale a decir que somos vecinos de Italia: el clima las hace precoces y de imaginación desbordada; precisa, pues, el convento, el convento verdadero, como en los países del Mediodía, o la casa doméstica arreglada como un convento. Cuando falta la represión de por sí, se requiere otra represión; en lugar de la fiscalización personal, la clausura forzosa; la misma regla que en política; el guardia civil exterior es tanto más desagradable cuanto menos vigilante es el guardia civil interior.

     Mi pobre B... pretende que en ciertos colegios se han suprimido los profesores, aun viejos y feos. Se encontraban en los cuadernos de las niñas: «Te amo, te adoro», enderezados a aquellos pobres ganapanes. Por lo mismo, un colegio de niñas es una escuela de coquetería. La emulación, que es buena para los hombres, es perniciosa para las mujeres; rivalizan en sus composiciones como en sus trajes; la vanidad y la curiosidad se hacen enormes, y ¡paf!, sobre el marido.

     Mirad lo que son a los dos años de casadas, y veréis lo que se incubaba bajo aquella actitud decente. Madame B... tenía tres hijas; las crió católicamente, las hubo jaqueado; teníalas a las tres en un pequeño dormitorio, sin fuego, inclinadas sobre una geografía o pegadas sobre el tambor de bordar. Yo veía allí continentes modestos, ojos bajos, personas amortiguadas. En un año, la sierpecita se ha desentumecido, se ha erguido sobre su cola, ha silbado. La mayor, que estaba muda, charla, muerde y ladra bajo el ala de su marido; nadie tiene el cumplido más venenoso; sus réplicas huelen desde una legua a Fígaro y Dorina.

     La segunda, que ha casado con un político humanitario, canta a la mesa, aprendido de él, motetes filosóficos y religiosos; razona sobre las ciencias, lanza ideas generales; esto la sienta como unos pantalones; se siente la cotorra amaestrada; es la idea del marido, pero echada a perder, repetida a tuertas y a derechas; ha dejado caer el exceso de contenido, y ella lo recoge y lo vierte. En este momento está acabando un folleto sobre el perfeccionamiento y el porvenir de la mujer. La tercera, un ángel, se ha paseado ocho días en Brighton con un oficial. ¡Yo que la he conocido cándida, crisálida todavía!



En el baile.

     He examinado bien las cabezas; excepto las dos niñas G..., la moral es desagradable; una especie de impetuosidad física, un acento neto, voluntarioso, algo de removiente, de seco, de limitado; pasiones prontas e imperiosas, nervios irritables que acarrearán abscesos de lágrimas a la menor contradicción; el espíritu todo por fuera, y siempre frases de convención. Medio actrices y medio princesas.

     Visten bien, tienen ingenio; pero les falta nobleza y mienten demasiado.

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