Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Capítulo XII

El mundo

     En los Italianos, el martes y sábado de cada semana, desde hace dos meses; vuelvo esta noche; eso vale por todos los salones, los más desacreditados y los más selectos.



- I -     El brillo es demasiado grande. Desde la orquesta sube la cuádruple guirnalda de palcos iluminados y de mujeres ataviadas, mostrándose bajo la irradiación de una araña de quinientas llamas. Un aire demasiado caliente, atravesado de emanaciones humanas, oscila y hace ondular las luces vacilantes. El suelo negro y movedizo de la platea se agita en los entreactos con un hormigueo extraño. Los semblantes, gastados o activos, se crispan bajo los reflejos cruzados y las lentejuelas innumerables de la claridad quemante. El zumbido de las conversaciones se hincha y se eleva. Al verlos así volverse, gesticular, saludar, retorcer sus cuerpos, aprisionados en la butaca estrecha, se piensa en el amontonamiento de un pueblo de insectos, comprimido en un embudo.

     Esto indica la especie de placer que se viene a buscar aquí: la necesidad de excitación; esta palabra se viene siempre a los labios en París. Balzac decía que se moría de cincuenta mil tazas de café. La sociedad parisiense hace cómo él; por eso la pintó tan bien.

     ¿Cuántas veces, en los palcos de alrededor, no he mirado las cabezas? Se está allí un cuarto de hora inmóvil, absorto, ante un semblante afinado, ardiente, que se destaca solo, como en un marco, en el círculo de los gemelos. Insensiblemente se encuentra uno levantado, fuera de la butaca, atraído; acércase para mirar de más cerca, para tratar de adivinar el alma extraña que arde y reluce bajo aquella envoltura de seda, de raso y de gasas.

     Cleopatras; la podredumbre y la cultura egipcias hacían brotar, hace diez y ocho siglos, flores tan embriagadoras y espléndidas, tan enfermizas y tan peligrosas como ese mantillo parisiense del que sacamos nuestra savia y nuestros males. Al primer golpe de vista son esfinges. Se las mira a la cara; a dos pasos de ellas no pestañean. Bajo tres gemelos asestados, la más joven permanece inmóvil. No quiere advertir que estáis allí; ni le sube a la frente ningún rubor, ni un pliegue remueve sus labios; continúa hablando, mirando; os trata como un poste del cual se han colgado tres trozos de paño negro; es como un soldado de uniforme, bajo el fuego, tensos los nervios, y, sin embargo, sereno, alta la cabeza. Pero el peinado, el traje, un cabo de cinta, un rizo torcido, el más ligero y más indiferente de los movimientos del abanico, todo habla en ella y todo grita: «Quiero, tendré más; quiero y tendré sin límites y siempre.»

     Una de ellas, delante de mí, de ventanas de la nariz dilatadas, labios móviles, parece una lámpara de porcelana iluminada por una llama interior; sus mejillas enflaquecen; las pupilas, avivadas por el blanco intenso, son imperceptiblemente excavadas, destilan el deseo y la voluntad. Está pálida y sus ojos son pálidos. Sus admirables cabellos negros crespados le forman la más orgullosa y audaz diadema, y unos nudos blancos, puestos de un solo lado, proyectan por encima de esta magnificencia la brillantez y el atractivo de la invención caprichosa. Si habla o escucha, es por presencia de ánimo; su mano retuerce negligentemente un cabo de su pañuelo de encajes; está en reposo; cuando menos parece estarlo. Pero ¡cuán inquietante es ese reposo! La más delicada y encantadora panterita no es más coqueta ni más nerviosa.

     La sonrisa, sobre todo, es alarmante. Lo ha probado todo; ha chupado todas las delicias picantes de nuestra áspera literatura moderna; ha atravesado Balzac, Jorge Sand y Flaubert, no como nosotros, al pasar, o con preocupaciones de observador, sino que ha vivido, por imaginación, toda la vida de sus heroínas: madame Bovary, Indiana, madame Graslin, madame Marneffe; las ha seguido con los ojos interiores, como émula, con la intensidad de la curiosidad ociosa, sobre su sofá, en las largas sobremesas del veraneo; ha multiplicado y exasperado sus sensaciones con el espectáculo del mundo, la costumbre del teatro, las rivalidades del vestir; se ha alimentado de imaginaciones y de concupiscencias; la ironía parisiense lo ha pasado todo por el alambique. Se ha despertado el tacto a propósito de cada objeto, de cada placer; el gusto exigente, el espíritu incisivo, siempre presto y pronto, han apartado todo goce ordinario, todo razonamiento algo pesado: «Me burlo de vosotros y de todo; quiero divertirme, no vulgarmente, sino en el esplendor y en la busca de los placeres finos y fuertes. Encontrádmelos, me son menester, me los debéis, es mi derecho tenerlos, como al pájaro volar y al caballo correr.»



- II -

     ¿Queréis pruebas? Enteraos de la historia de un traje: Madame S..., a tres pasos de mí, lleva un vestido de seiscientos francos. El marido, que es novelista, gana precisamente seiscientos francos por volumen. Tiene hoy cincuenta mil francos de capital; hace seis años tenía cien mil; cada año lo desmocha. Pero el vestido es de un rosa encantador, de volantes recortados, que joyean como conchas, y el hombro soberbio levanta su redondez satinada por encima de un nudo delgado que deja ver en toda su amplitud el hermoso brazo blanco redondeado sobre el terciopelo del palco.

     ¿Qué no hacer por un traje? Hay en París un antiguo fotógrafo muy aparroquianado hace cinco años. Este hombre entendía el reclamo y el escaparate; había montado un taller a la moda con jarros de Sevres bien dispuestos y viejos libros pintorescos encuadernados en cuero. Gradualmente le dio la manía de coleccionar: compró viejos Sevres, libros raros; tenía coche, iba al Bosque, llegaba con lacayos al taller, derrochaba el dinero regiamente. Protestas, suspensión de pagos, quiebra, siete por ciento a los acreedores. Su mujer, en otro tiempo modista, monta una pequeña tienda de modas, da consejos, llega la boga, se alquila un primer piso en el bulevar. Hoy tiene coche de nuevo, y las mujeres hacen bajezas para ser vestidas por él.

     Este ser enteco, negro, nervioso, que parece un feto abortado, socarrado al fuego, las recibe con americana de terciopelo, soberbiamente tendido sobre un diván, con el cigarro en los labios. Las dice: «Andad, volveos; bueno, volved dentro de ochos días, os compondré el traje que os conviene.» No son ellos las que eligen, sino él, y se consideran harto dichosas.

     Y aun es menester una recomendación para ser servido de su mano. Madame Francisca B..., persona del verdadero mundo, elegante, llega el mes pasado a encargar un traje. «Señora: ¿por quién me habéis sido presentada» ¿Qué quiere usted decir? «Es que para ser vestida por mí es necesario que me sea presentada la que viene.» Se ha marchado, sofocada. Otras se quedan diciendo: «Que me regañe, pero que me vista. Al fin y al cabo, las más encopetadas van.»

     Muchas de entre ellas, las favoritas, vienen a hacerse inspeccionar por él antes de ir al baile; da pequeños tés a las diez. A los que se sorprenden, les dice: «Soy un grande artista; tengo el color de Delacroix y compongo. Un traje vale por un cuadro.»

     Si alguien se irrita de sus exigencias: «Caballero, en todo artista hay un Napoleón. Cuando monsieur Ingres retrataba a la duquesa de A..., la escribía por la mañana: ''Señora, necesito veros esta noche en el teatro en traje blanco, con una rosa en medio del tocado.'' La duquesa daba contraorden para sus invitaciones, se ponía el traje, enviaba a buscar el tocado, iba al teatro. El arte es Dios; los burgueses son hechos para tomar nuestras órdenes.»



- III -     Los jovencitos dejan sus butacas, vagan por los corredores, se ponen de puntillas, alargan el cuello para deslizar una mirada a través del cristal redondo hasta el interior de los palcos. Es la mirada de los pobres diablos que ante la tienda de Chevet contemplan por largo tiempo una costa de melocotones, una suculenta tartera abierta.

     Conversación en los palcos. Se pasa revista a las mujeres de mundo y del otro medio que están en la sala. Los hombres dicen chascarrillos y miran con los gemelos. En suma, la música les sin cesar aburre; están allí para acompañar a sus mujeres. Sé de uno que se lleva un periódico de economía política. La mayoría prefieren la Ópera, no hacen caso mas que de las bailarinas, y el ballet les despabila. Con eso las mujeres muestran un ligero aire de descontento; su mirada parece decir: «Groseros, sensuales: he ahí los hombres.»

     El tono corriente es la zumba positivista. Se trata a los actores como maniquíes pagados. ¡Qué oficio el de actor, qué miradas indiferentes, aburridas, burlonas en los palcos! En plena representación, las gentes hablan, ojean, mientras la cantante berrea y se revuelve.

     Se la palpa, se la pesa, se calcula su traje y su voz en voz alta en los palcos semihonestos, por lo bajo en los palcos honestos. El ensueño ideal no aparece ni por un minuto. «Bravamente gritado», he ahí el compendio de sus elogios. Algunos pedantes aprecian el mérito en términos técnicos. Cantábase Otelo y había una debutante; en el momento trágico, alguien, en un antepalco, dice: «Tiene nervio; ¿qué sueldo gana?» «Nada, se exhibe; ella es quien paga, con su dinero o con su persona; está bastante gorda para ello.»

     Alrededor, en plena luz, se ostentan tres o cuatro palcos de loretas. Las faldas se hinchan hasta el reborde del palco; sus cabellos crispados, rizados, escalonados, atraen los ojos como la lana de un animal exótico. Los pendientes romanos zumban sobre los hombros, demasiado blancos. Se inclinan expresamente; quieren ser alocadas o majestuosas; hacen gestos, sonríen con exceso. Tal como están ahí, con sus guantes de siete francos, su coche nuevo, sus dos lacayos, su palco de cien francos, su tono hombruno, se creen damas; y en los momentos de misantropía se pregunta uno si no tendrán razón.

     Campanilleo débil y lejano. Empieza el cuarto acto, y la oleada de los fraques negros obstruye de un golpe los corredores.



- IV -

     No sé por qué cuando las veo desfilar se me representa siempre en mi espíritu la idea de la vieja Roma o de la vieja Alejandría. Cuando cierro los ojos, esas cabezas modernas se me aparecen, una a una, como bustos, y me parece que veo vivientes los del siglo IV en el Museo Campana.

     En aquel tiempo, como hoy, el hombre había sido refinado, estrechado por la cultura, por la exhibición de los goces y por la concentración del esfuerzo; las grandes capitales habían exasperado los deseos; el alma, infinitamente complicada, había dejado de sentir lo verdaderamente bello, que es sencillo, y el arte realista, semejante al de Enrique Monnier, de Champfleury, de Daumier, de Biard, copiaba las deformaciones y las bajezas en que rebosamos también.

     He tomado notas hoy ante algunos de esos bustos; id a verlos y decid si no son aquéllos las cabezas y los cuerpos que encontramos hoy bajo el sombrero negro:

     «Diocleciano, un tacaño azorado, viejo, que rezonga entre sus encías desdentadas.

     »Cómodo, joven paliducho, enfermizo, extraño, con los ojos a flor de cabeza como un aborto; una especie de bastardo salido de algún cruzamiento monstruoso, inquietante y turbio.

     »Todo el fondo de la galería, emperadores, emperatrices, cónsules, grandes personajes. El empleado embrutecido, avellanado, de mil doscientos francos. El caballero delgado que ha tenido cólico por largo tiempo. La vieja agriada, disecada por los dolores de estómago. La vaquilla hinchada, de mejillas desbordantes. La cabeza de chorlito pasmada. En una palabra, los tics del individuo, los frotes del oficio, las pequeñeces de la naturaleza humana; todo lo que nos aproxima al enfermo, al burgués, al idiota, al cadáver, todo lo muestra el hombre en la mesa, en bata, en el guardarropa, regañando a la criada o ganando sueldos.»

     ¡Qué contraste si se miran los vaciados griegos, las heroicas estatuas que están al lado! ¡La vida corporal en pleno aire, sana, atrevida y fiera; la juventud que durará, la agilidad, la fuerza, la serenidad, la alegría unida y simple de un alma todavía virgen; la nobleza innata, la aptitud para comprenderlo todo! ¡Cuán lejos estamos de ello! Casi tan lejos como esos tristes romanos de la decadencia. Mirad un juez amarilleado por el mal aire, roído por la impaciencia, atiesado por el decoro; un abogado con su cabeza de hurón despabilado y sus anteojos que relucen; un empleado secado en su oficina, demasiado caliente, el cuerpo medio anquilosado, la tez descolorida como el agua de un arroyo turbio. Una especie de palo interior se ha ido hundiendo en ellos de año en año, descomponiendo sus facciones, retorciendo sus actitudes. Viven, sin embargo, y todo eso forma en conjunto una civilización brillante. Nos parecemos a esas figurantas, a esas actrices, a esas acomodadoras; eso despide olor de gas, se ilumina con las candilejas, hace de la noche día, y el conjunto es lo más bello de nuestros veinte teatros.

     No, sin embargo, por completo. Aquellas gentes del siglo IV estaban gastadas; nosotros, aunque consumidos, vivimos aún; hasta vivimos demasiado. Nuestro París nos quema, pero nos alumbra; algunos sobreviven, y con eso son los más hermosos. Me han enseñado un palco de hombres de moda, letrados, viajeros o vividores. Tres de entre ellos tenían un tinte mate, inmóvil, que ni sol, ni cenas ni trabajo alteran, y cabezas como las de Vespasiano y de Tiberio. Muchos se han quedado por el camino; pero los que subsisten están dos veces templados y viven en la llama como en su elemento.

     Aun los menores, las gentes de oficio ordinario, con su semblante ajado o pecoso, tienen voluntad, brío, o cuando menos testarudez y energía. Corren bajo el látigo de la competencia, y corren hasta el último aliento. Ganarán dinero, subirán en el escalafón, lucharán contra su mujer, tendrán queridas, sostendrán a sus hijos, encontrarán aún alegría y frases en una cena. En vano nuestra lámpara, con sus llamas concentradas, escupe ruidosa y suciamente chispas corrosivas; por más que huela mal, ilumina, y por momentos tiene renovaciones y esplendores que ninguna máquina bien montada y cuerdamente moderada igualará.

     Habéis visto este chorro súbito y soberbio de junio de 1848 en aquellos chulos de la calle, de quienes se habían hecho soldados.



- V -

     Fraschini grita demasiado fuerte, como Tamberlick sostiene y tiende la nota con un exceso que lo gastará; Verdi hace lo mismo, vulgar, poderoso, viviente, violento, tensos los nervios, los músculos, como hombre que no escatima nada de él ni de otro; quiere prensar y absorber de un golpe toda la substancia de la pasión y del placer, salvo de caerse en el suelo al cabo de un instante. Se parece a su público, y he ahí por qué su público le comprende.





ArribaAbajo

Capítulo XIII

En los Italianos

     Me parece que he sido injusto la última vez para el público de los Italianos. Hacía demasiado calor, y probablemente tenía nervios cuando a la vuelta borroné mis notas.



* * *

     Encantadora niña de diez y seis años en el tercer palco de enfrente. El palco está abonado al año. El padre, la madre acompañan; a veces también el hermano, un elegante, socio del Jockey Club, de corbatas irreprochables, con una cabecita voluntariosa, el aire seco y de reto, altanero, con la mirada dura de un hombre acostumbrado a manejar y gobernar los caballos y las mozas; las mozas más rudamente que los caballos; con bastante regularidad también, un gran mocetón largo, un gentilhombre de campo, barbudo y piloso, con la cara de un orangután distinguido, probablemente un futuro en expectativa. Bella familia, bien puesta. La madre tiene restos muy convenientes. Excelentes caballos y lacayos soberbiamente aforrados en el peristilo.

     Se llama Margarita; es reidora, pero sin exceso; nada evaporada ni precoz; es la niña dichosa, rica, nacida en el lujo, para quien el gran traje, los bailes, una quinta son cosas tan naturales como el aire, y que diría de todo corazón de las gentes sin pan: «Bueno, pues entonces que compren bollos.»

     Una persona así es una criatura rara en este mundo de plebeyos enriquecidos, trabajadores ambiciosos, aguijoneados incesantemente de inquietudes y roídos de concupiscencias. La miro desde hace cinco o seis días; me refresca y me descansa. Eso forma contraste. Cuando observo los parisienses en el bulevar, en la Bolsa, en el café, en el teatro, me parece siempre ver un revoltijo de hormigas atareadas y rabiosas sobre las cuales se hubiese echado pimienta.



* * *

     Lindísimo traje anteayer noche: un corpiño de seda azul que ciñe y marca el talle y remonta algo entre los dos senos; por encima, el más muelle nido de encajes. Muy casta y muy niña aún; va poco escotada y tocada con una sencilla rosa. Pero este fino talle, tan visiblemente apretado, y esta dulce blancura virginal para ocultar e indicar el pecho son de una invención sabia; la invención no es suya, sigue la moda; quien la viste es su madre; es demasiado joven para sospechar el efecto exacto de su traje; sus pensamientos son demasiado vagos, demasiado nuevos; yo soy, en este momento, quien explica este efecto, como escultor, como hombre de mundo; se sonrojaría si entendiese mi explicación.

     Y, sin embargo, en la media luz de sus pensamientos algo sospecha; sabe que eso la sienta bien, que otro corpiño no la sentaría tan bien, que agrada, que los ojos se fijan en su talle. No va más lejos; entrevé en una bruma diáfana y dorada como una aurora de cosas. Una verdadera rosa dormida; en tanto los vapores de la mañana se desvanecen y se muestran blancuras luminosas en el cielo nacarado, escucha, inmóvil y como en soñación, batimientos de alas lejanas, el susurro indistinto del pueblo de insectos que vendrá luego a zumbar alrededor de su corazón.

     (Al diablo las metáforas; no se dice nada de preciso, y cuando vuelva a leer estas notas no veré ya su rostro ni su aire.)

     El tinte es perfectamente puro; la boca, pequeñita, sonríe, semientreabierta; una dulce sonrisa, graciosa, modosa; una voz timbrada, melódica; nada de apresurado, de azorado; dice cosas ordinarias sin hacer ningún esfuerzo, sin querer decirlas de otra manera; no piensa en tener ingenio; se deja vivir. La vida parisiense no se la ha llevado aún en su corriente; nada en ella como un cisne en un hermoso lago.

     (Decididamente, no saldré hoy de las metáforas. Después de todo, ya que acuden, es de creer sean la mejor manera de decir lo que he sentido.)

     Se ve que está a sus anchas, que no piensa en las rivalidades, en la intriga, en la coquetería; que no ha pensado nunca en el dinero; que nuestros cuidados no la han rozado; que la belleza, el adorno, los respetos, la admiración no la han faltado nunca. No imagina que puedan faltar jamás; ¿podéis figuraros que un día os puedan faltar el agua y la luz? Alarga la mano por la mañana al lado de su cama y encuentra un traje nuevo; ¿acaso cuando se corren las cortinas puede la luz caer en otra parte que sobre un traje nuevo? Hay una campanilla a su alcance; ¿acaso una campanilla no termina siempre en una camarera? Extiéndese delante el gran patio; ¿acaso puede un gran patio pasarse sin un carruaje? Sobre este carruaje brotan un cochero, lacayos, como cerezas en un cerezo. En cuanto al portero grave que respetuosamente abre la puerta a dos batientes, lo produce, naturalmente, la puerta con su librea nueva y su cara rubicunda. Aquí de la definición parisiense de las aceitunas: pequeñas bolas verdes que se encuentran ordinariamente alrededor de los ánades.

     No escucha la Ceneréntola; continúa hablando en los más bellos pasajes, en el sexteto. Tampoco escuchaba, dos días antes, en el Trovador. De vez en cuando adelanta su cuello blanco, con un movimiento de pájaro, sonríe algo, concede un minuto de atención. Por sus costumbres es princesa; los músicos son para ella, como antaño en la corte, obreros pagados, que se escucha o no se escucha, a voluntad, a quienes se despide con un gesto; sólo al llegar nuestro siglo se ha tratado a los artistas como casi a igual. En otro tiempo, un pintor era un maestro tapicero, empresario de decorados; un poeta, un músico, servían para las fiestas de corte: se les protegía, se les hacía comer en la cocina; si se les admitía a la mesa, era para divertirse a costa de ellos.

     Santeuil murió porque el príncipe de Condé le echó su petaca en el vaso en que bebía. Mozart recibió puntapiés del príncipe obispo de Salzburgo.



* * *

     La niña está aquí porque es un lugar adonde se va, porque está ociosa, porque desde el palco se puede pasar revista del mundo, porque su coche, sus criados, su camarera están allí para servirla, llevarla, traerla, sin que se fije en ello. Ni por un minuto ha pensado en los ciento veinte francos del palco. Si por ventura piensa en ello, algún día ve seis pequeños discos amarillos que pasan de una mano a una faltriquera, muy sorprendida quedaría si la dijeran que es el alquiler de una obrera(18). En cuanto a las pasiones expresadas, a las tristezas, a las grandezas de la música, a todo lo que sentimos en una ópera los que hemos gustado y sentido la vida, nada de ello sospecha; todo eso se halla fuera de su edad y de su experiencia. No hay allí para ella mas que histriones bastante mal vestidos; la capa flordelisada de Don Magnífico está deshilachada; las actrices le parecen mal pergeñadas; a sus ojos son seres de otra especie: camareras que quieren remedar a las verdaderas damas. Cuando el Trovador cantaba, miraba su barba, demasiado ancha, y su boca, demasiado abierta; apuesto que no le hubiera parecido lo mismo tratándose de un titiritero que levantara pesos. «¡Pobre hombre -se dice-, va a lastimarse!»

     En el fondo, las escenas de pasión le parecen grotescas. No comprende que pueda uno descomponerse de tal suerte. La gran lamentación de la orquesta, los largos sollozos dolorosos, los sonidos hinchados que suben como una furiosa aclamación de voces estridentes, le producen el mismo efecto que la villana muchedumbre que se amontona y entrechoca en los bulevares un día de lluvia. Echa una mirada al mango de los violines, sobre los cuales rechinan los arcos y se atrafagan los dedos; piensa entonces en aquellos ratones despabilados que hacen dar vueltas infatigablemente a su, jaula.

     El año pasado, cuando estaba de moda el Infierno, de Doré, vi en un salón unas muchachas parecidas que hojeaban con gritos de placer las hermosas páginas satinadas. «¡Oh qué bonito! ¡Oh qué singulares cabezas! ¡Oh! ¡Serpientes! ¡Ay, Dios mío, una horca!»

     Este año, en la Ópera, creo se cantaba Alcestes, y las jóvenes, durante el aria terrible del sacrificio, cuchicheaban con risas ahogadas: «¡Pero si lo que llevan al altar es carne! ¡Ved los gemelos! ¡Pero, Señor, unas chuletas de verdad!» Pondría mi mano al fuego porque la más agradable música para ellas es la de Las citas burguesas(19)



* * *

     (Yo soy el burgués, el imbécil. ¡Qué necia costumbre la mía de dejar volverse los ojos, como yo hago, hacia el lado villano de las cosas! ¡Mucho más dichoso era ahora mismo, cuando pensaba en el traje azul y me imaginaba el monono hoyuelo que se ahueca en la nuca bajo los cabellos de oro! Bueno, sea; no hay criatura perfecta. ¡Bello descubrimiento, y cuánto he adelantado con romperme, las narices contra una verdad sólida! No hay nada verdadero mas que la forma y el sueño que sugiere. Hay que comentarlo, no con el razonamiento, sino con la música.)

     A media noche, al volver a casa, al amor de un fuego alegre, en un cuarto caliente, cuando todos los criados se han retirado, cuando reina el silencio, cuando no se distingue ya mas desde lejos que el rodar indistinto de un coche retardado; ¡qué bien se está en un sillón! El teatro y toda representación son cosas groseras; y aun todas las cosas reales son groseras. No hay perfectamente bello y perfectamente dulce mas que los semisueños. Olvídase uno de sí mismo; se mira maquinalmente las agujas lentas del reloj; se dejan venir, arreglarse, irse las imágenes inferiores. Se elevan fragmentos de melodía, y ¡se les comprende tan bien, encuéntrase tan pronto cara a cara con el alma encantadora y apasionada del maestro! ¡Se es tan dichoso al quedar libre de los actores, de las candilejas, del baratillo teatral, de todos los velos que se interponían entre nuestro sentimiento y su sentimiento! No es Verdi quien canta dentro de mí a semejante hora, ni Rossini, ni ningún italiano; es Mozart. Fui a escuchar diez veces Cosi fan tutte el año pasado, y sobre aquellas arias pienso en el fresco y gracioso rostro que he mirado esta noche.



* * *

     Veo la escena y la tibia comarca luminosa. La terraza se eleva a la orilla del mar, entre los matorrales de cactus, con un emparrado enguirnaldado de rosas, al borde del cual una higuera pone sobre la bóveda verde sus pesadas hojas dentelladas. La felicidad, la ternura, el amor colmado, abandonado, tranquilo, se hallan allí en su patria. El aire es tan dulce, que basta respirarlo para sentirse contento. La campiña lejana es tan aterciopelada, que los ojos no están cansados nunca de contemplarla. El ancho mar se extiende por delante, radiante y apacible, y su color lustroso tiene la delicadeza de una primulácea desplegada. Una montaña rayada vuelve su grupa azulada y dorada al borde del cielo; la luz habita en sus oquedades; en ellas duerme, aprisionada por el aire y la distancia; le forma como un vestido, y más lejos aun las últimas cadenas envueltas en un violeta pálido nadan y van borrándose en el inmutable azur. Los más ricos adornos de una flor de estufa, las venas nacaradas de una orquídea, el terciopelo tierno que bordea las alas de una mariposa no son más suaves y a la vez más espléndidos. Piénsase involuntariamente en los más hermosos objetos del lujo y de la naturaleza, en los bordados que rayan un moaré, en la carne rosada, viviente, que palpita bajo un velo. ¿Acaso se puede soñar aquí con otra cosa que con ser dichoso y enamorado?

     Mozart no ha pensado en otra cosa. La pieza no tiene sentido común, y es tanto mejor. ¿Acaso un sueño debe ser verosímil? ¿No pueden cernerse por encima de las leves de la vida la verdadera fantasía, el sentimiento puro y completo? ¿Acaso en la comarca ideal, como el bosque de Como gustéis, los amantes no están libres de las necesidades que nos constriñen y de las cadenas bajo las cuales nos arrastramos?

     Estos se disfrazan de turcos para poner a prueba a sus amantes, fingen envenenarse; la doncella se hace a su vez médico, notario, y sus amas se lo creen todo. Yo también quiero creer esas locuras un instante, tan pocos instantes como queráis, y por eso precisamente es encantadora mi emoción. Haré como el músico, olvidaré la intriga; la pieza es satírica y burlesca; yo quiero con él verla sentimental y tierna; en el teatro hoy dos coquetas italianas que ríen y mienten; pero en la música nadie miente y nadie ríe; cuando más, se sonríe, y aun las lágrimas son vecinas de la sonrisa.

     Cuando Mozart está alegre, no cesa nunca de ser noble; no es un bon vivant, un simple epicúreo brillante como Rossini; no se burla de sus sentimientos; no se contenta con la alegría vulgar; hay una finura suprema en su gozo; si llega a él es por intervalos, porque su alma es flexible, y en un gran artista, como en un instrumento completo, no falta ninguna cuerda. Pero su fondo es el amor absoluto de la belleza cumplida y dichosa; no se divertirá con su amante, la adorará, permanecerá largo tiempo con la mirada fija en sus ojos como en los de una criatura divina; sentirá ante ella derretirse su corazón, y la sonrisa que vendrá a entreabrir sus labios será una sonrisa de felicidad.

     Más aún, ha puesto la bondad en el amor. No piensa, como Rossini, en tornar placer; no se ve transportado, como Beethoven, por un sentimiento sublime, por el violento contraste del cielo súbitamente abierto en medio de una desesperación continua. Piensa en hacer feliz a la persona a quien ama. ¡Qué divino aire el de la cavatina del segundo acto! ¡Cuán suavemente melancólico y tierno es! ¡Cómo se enrolla el acompañamiento, tan fundido, tan dulce, alrededor de la melodía! ¡Y cómo un instante antes los acentos tristes de los adioses se hinchaban y bajaban en modulaciones afectuosas y acariciadoras! Mozart es tan bueno como noble, y me parece que si yo fuese mujer, no podría contenerme de amarle.

     Las flautas y las voces se acordan entre los finos rasgos de los violines que caprichosamente entrelazan sus bordados. La voluptuosa armonía llena como una nube de perfumes que una brisa lenta recoge al pasar por un jardín de flores. Aparecen, en relámpagos, frescas mejillas, ojos reidores, y el corpiño azul, el talle inclinado, el hombro redondo y blanco se destacan distintamente en el borde de la terraza. Más allá el grande cielo abierto, el mar azulado, relumbran siempre en la serenidad de su alegría y de su juventud inmortales.



* * *

          Una, dos, tres de la mañana. Se ha apagado mi fuego, me ha dado frío y mañana tendré la gripe; pero he sacado de mi niña todo lo que valía.

Arriba