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Capítulo XIV

Proposición nueva y conforme a las tendencias de la civilización moderna, cuyo objeto es asegurar la felicidad de los matrimonios y regularizar una institución de primer orden abandonada hasta hoy a la arbitrariedad y el azar

Utile dulci.

     Sr. Director de la Vida Parisiense.

          Muy señor mío: Con profundo sentimiento de conmiseración y de pesar contempla hoy un observador imparcial los crecientes cuidados de las familias francesas a propósito del mayor asunto de la vida, con lo cual me refiero al matrimonio. En otros países, en Alemania, en América, los jóvenes eligen por sí mismos; se les deja pasear juntos y conocerse; cada uno es el árbitro y el obrero de su propia vida; aquí llevan todo el fardo los padres.

          Hacia los cincuenta y cinco años muchas personas tranquilas, que hasta entonces empleaban sus noches en tomar té y jugar al tresillo, experimentan de pronto la necesidad de dar bailes; es que hay una hija madura en la casa.

     Es triste ver a la madre que ha engordado trabajar en darse un talle, y al cabo de un largo eclipse mostrar a la claridad de las arañas unos hombros quincuageriarios que harían mejor en ocultarse. Es triste ver al padre acercarse en el bulevar a sus menores conocidos y, por medio de media docena de transiciones preparadas, solicitar sus buenos oficios. Es más triste aún verle cuatro veces por semana cargar con el arnés, quiero decir el frac negro, realzado por la corbata blanca, abrirse paso hasta dos sillones en un salón lleno de gente, instalar a su mujer y su hija, repartir y echarse en busca de bailadores y otros jóvenes presentables. Entre tanto la joven, adornada como una urna, apelotada, encintada, permanece inmóvil, con los ojos entornados, bajo el fuego de cuarenta gemelos que la exploran, mientras la madre, entre dos señoras desconocidas, no pudiendo ni hablar ni moverse, se sonroja de calor y de fatiga, abre unos ojos como los de un cangrejo de mar, mira qué hora es y hace esfuerzos heroicos para no dormirse. Pero donde el espectáculo resulta verdaderamente doloroso es en el campo; las tribulaciones de los padres llegan al infinito; el consumo de guantes nuevos, de redecillas, de cofias, de botitas, llega a ser de todo punto monstruoso; los alquileres de coches, las jiras se multiplican; un número infinito de volátiles perecen sacrificados al interés público, y como el estómago es el camino del corazón, las botellas venerables sacadas de sus telarañas hacen que se arregosto cada sábado una muchedumbre inusitada de invitados. Si se calcula que una familia en esas circunstancias da en dos años ocho o diez bailes, otros tantos banquetes y lleva a su hija a cien bailes y comidas; si a este presupuesto extraordinario se añaden los suplementos forzados del traje cotidiano; si se juntan a todo eso las berlinas, birlochos, cocheras, portes de cartas del padre y el número infinito de frases diplomáticas (Time is money) que ha debido componer y pronunciar, se evaluará, creo, el total del gasto a un año de renta, cerca de veinte mil francos en la clase media.

     ¿No es eso para los pobres padres una carga muy pesada y no hay para afligirse al ver tal desproporción entre el reclamo y los productos? ¿Cuántos partidos recluta este sistema para una joven? Cincuenta o sesenta vagamente posibles, cinco o seis que se examinarán seriamente y entre los cuales se está obligado a elegir. Tal es la cifra que me ha sido dada por algunas señoras singularmente expertas en estadística matrimonial y en las que creo se puede tener entera confianza.

     Lo que pregunto ahora es si son bastante cinco o seis partidos para veinte mil francos de anuncios. Eso le pone uno con otro a cuatro mil francos la pieza, y ciertamente resulta demasiado caro, teniendo en cuenta sobre todo que dos, a lo menos, vistos de cerca, han presentado casos redhibitorios; que otros dos, conducidos al recinto, han dejado ver unos andares inaceptables; y que, por fin, el último, el feliz preferido, no ha sido admitido a arrastrar la linda calesa hasta que la linda calesa no podía permanecer indefinidamente en la cochera.

     Una buena prueba de que esas elecciones son demasiado limitadas es la parte enorme que el azar tiene en la salida. A falta de un mercado bastante abastecido, se coge al vuelo, según el encuentro. Mi joven casero firmaba hace dos meses unos poderes en casa de su notario, y le viene al notario una idea: le mide, comprueba que no es calvo todavía, calcula interiormente el total de sus bienes raíces, y le grita: «¡Pardiez, querido, llegáis a buen punto; veinte años, linda, rubia, buen carácter, familia sólida, fortuna en inmuebles, doscientos mil francos al contado, tal vez más, trescientos mil francos de esperanzas, la granja está en un trazado de ferrocarril!» El matrimonio se ha realizado.

     Mi viejo amigo B... hacía un día una visita a una casa en la que desembarcaba una prima provinciana, llegada a París para renovar su dentadura postiza. Es muy cortés; ella le encuentra amable, se entera de él, sabe que tiene una hija, piensa en un galán fiscal de su país, sujeto de todas prendas, que el año pasado de doce causas consiguió doce condenas, tres de ellas a pena capital, y el año próximo será propuesto para la Legión de Honor. El matrimonio se ha efectuado también. Mediante esas chiripas se engrana.

     Yo mismo, señor, algún tiempo después de mi regreso, cuando los dólares ganados en el tocino y los petróleos me rodeaban de una aureola luminosa y la futura madame Federico Tomás Graindorge flotaba a veces ante mis ojos demasiado enternecidos, he visto el matrimonio saltarme al cuello bajo esas formas descabelladas; por ejemplo, en el bulevar, cuando un amigo me daba un golpecito en el hombro o bien cuando la digestión comenzada hacía más íntima la conversación, una vez saliendo de casa del pedicuro, otra vez en el momento en que después de haberme zambullido en la caseta de Deligny reaparecía a flor de agua resollando como una marsopla. Ciertamente un sistema de publicidad tan insuficiente que se está obligado a adjuntarse esas suertes de azares; es un mediano ingenio de pesca, y cabe, en buen derecho, sorprenderse de que en el perfeccionamiento general de las máquina no tengan aún a mano los desgraciados padres más que una tan ruda red.

     Muchos honorables industriales han tratado de poner remedio a este mal instituyendo agencias matrimoniales que registran por ambas partes la oferta y la demanda y ponen en comunicación por toda Francia el chalán y el proveedor. A la verdad, y puesta la mano sobre el corazón, cabe preguntar por qué esas suertes de mercados, tan regulares, tan cómodos, tan bien tenidos, tan semejantes a las Bolsas de París y de Londres, no han obtenido una aprobación más marcada. Yo creo que si se les desacredita es por pura hipocresía. Porque ¿qué más útil ni mejor justificado que el establecimiento de una Bolsa para los negocios? ¿Y acaso no es un negocio el matrimonio? ¿Es que se pesan en él otra cosa que las conveniencias? ¿Es que las conveniencias no son valores capaces de alza y de baja, de evaluación y de tarifa? ¿Es que no se dice una muchacha de cien mil francos, de doscientos mil francos? ¿Es que un empleo inamovible, una bella apostura, una probabilidad de ascenso no son mercancías cotizadas cinco, diez, veinte, cincuenta mil francos, entregables solamente contra valores iguales? ¿Es que mi sobrino monsieur Anatolio Durand no vale un ciento por ciento más desde que se le dice echado sobre mi testamento? ¿Es que si por ventura se llamara d'Urand o du Ranz (nobleza suiza, vacas sobre azur) no valdría aún cien mil francos más? ¿Qué hay más deseable ni conforme con los grandes principios de la economía política que ofrecer a cada valor el más amplio mercado posible? ¿Conocéis otro medio de hacerlo subir a su verdadero precio? ¿Qué debe desear el legislador en materia de comercio mas que la competencia de todos los compradores entre sí y de todas las mercancías entre sí, a fin de que nadie compre o venda por encima o por debajo del cambio?

     Se declama contra los corredores de casamientos; pero ¿qué son, os ruego me digáis, las buenas amigas, primas, tías, abuelas, notarios, médicos, confesores, que se ponen en campaña, mas que corredores oficiosos, a veces oficiales? Se responde que no se les paga. Pues sí, se les paga, y a menudo en especie, con un regalo después de la boda, o cuando menos con comidas, cortesías, consideraciones, pequeños o grandes servicios. Añadiré, por fin, que en la práctica no se presta mucha importancia a esas susceptibilidades, que los industriales en cuestión ganan terreno; que todos los años se extienden sus negocios; que muchas personas de la mejor sociedad se han casado por su mediación, sin que nadie lo sospeche; que tal salón musical, muy concurrido y de acceso difícil, les provee, mediante estipendio, de lugares de presentación y de entrevistas; que tal personaje bien puesto, considerado, que gasta veinte mil francos al año y no tiene mas que seis mil de renta, recibe de ellos el dinero que necesita para pagar sus botas de charol y vestir a su groom. Pero el amor propio retiene a los padres y se echa de ver con pesar que las familias delicadas y bien recibidas en sociedad rehúsan, con gran perjuicio suyo, recurrir a los establecimientos saludables, que sólo ellos podrían sacarles de sus deplorables embarazos.

     Muchas veces he pensado en esta situación tan triste. Aunque antiguo negociante y americano más que a medias, tengo un corazón para los que sufren; no veo a un padre trotar en berlina, a una madre bordar sobre el tambor, sin ponerme en su lugar; deseo realzar a mi país; creo que si el matrimonio en él es desgraciado y difícil es porque no hemos estudiado los medios de facilitarlo y mejorarlo. Estoy convencido de que el remedio, como el mal, se encuentra en nuestras instituciones y nuestro carácter. He reflexionado, he consultado el genio de mi siglo y de mi país; he tenido en cuenta el espíritu administrativo y centralizador de Francia, los prejuicios reinantes, las necesidades nuevas; he sacado provecho de las instituciones que funcionan ya, de las invenciones que se propagan por doquier; me he apoyado en ejemplos recientes; en una palabra, no he economizado ni mi tiempo ni el trabajo, y he llegado por fin, a una concepción nueva cuyo elogio no me corresponde hacer, pero cuya utilidad y belleza son tan deslumbrantes que la más sencilla exposición no puede dejar de granjearla todas las aprobaciones.



- II -

     Propongo establecer una agencia matrimonial universal, domiciliada en París, y sucursales en cada departamento y en el extranjero. Sería necesario que esta agencia estuviese bajo la inspección y aun bajo la dirección del Gobierno. Formaría una administración distinta, como todos los grandes servicios públicos, y estarían a su frente los hombres más eminentes, así por la finura de su tacto como por la pureza de su reputación. Las actuales agencias se refundirían en aquélla, como ha ocurrido en el asunto de los reemplazos militares, y en este segundo caso, como en el primero, sería para mayor beneficio del público.

     Cada persona que quisiera recurrir a la agencia estaría obligada a proporcionar informes completos y auténticos sobre su salud, su persona y su familia, certificaciones del médico, cancelación de hipotecas, títulos de renta y de propiedad, atestados legales de buena vida y costumbres, etc. Cualquiera puede imaginar cuánta seguridad y lealtad prestaría esta medida a los contratos.

     Como las dos clases más consideradas y mejor informadas en Francia son los eclesiásticos y los magistrados, y, además, unos y otros son funcionarios, estarían obligados, cada uno en su resorte, y para los candidatos de su resorte, a proporcionar a la administración un retrato moral que formaría parte del expediente, con las notas de los previsores, jefes de administraciones y otros funcionarios a cuyas órdenes hubiese podido trabajar el candidato. La admirable centralización encontraría así un empleo ingenioso, nuevo, completamente tranquilizador para las familias y singularmente propio para fomentar las buenas costumbres.

     Agregado a la agencia central habría un grande establecimiento de fotografía con una sucursal para cada sucursal de los departamentos. Hacia cincuenta mil francos de dote, una familia tendría derecho a dos retratos, uno sentado y otro de pie; el primero de espaldas y el segundo de cara. Hacia cien mil francos, el retrato sería de un sexto del natural. Hacia doscientos mil francos, un cuarto del natural, y además un retrato ecuestre. Hacia doscientos cincuenta, el expediente comprendería la fotografía especial del cráneo (para atestiguar la conservación de los cabellos), de la boca abierta (para mostrar el estado de los incisivos y de los caninos), de los pies y de las manos (para demostrar la pequeñez aristocrática). En las cifras elevadas se podría reclamar el retrato del futuro, de frac, de levita, de bata, y aun con gorro de dormir u ocupado en afeitarse (esto es esencial para prevenir las desilusiones).

     Estos retratos y piezas de convicción podrían ser consultados por toda persona que justificase tener una hija por casar y una dote suficiente. Ya puede verse la extensión que tomaría al punto la fotografía; se encontraría erigida en institución social; los gastos de viaje y las decepciones que evitaría a las familias son infinitos.

     Cada oferta inscrita en la agencia debería ir acompañada de una demanda especificando por aproximación la cifra de la fortuna y el género de la posición pedidas en cambio. Estas ofertas serían clasificadas en las oficinas según la elevación de la cifra y la especie de la profesión. Cada semana, un cuadro expuesto en la Bolsa, y dividido en categorías, publicaría el número y la especie de las inscripciones, tanto de varones como de hembras. Se vería, por ejemplo, que, según los datos de la semana, ha habido tantos profesores de liceo, tantos capitanes de primera clase, tantos magistrados con tres mil francos, tantas dotes de sesenta mil francos en la oferta y tantos en la demanda. Al instante se establecería un cambio como para los demás valores. Si, por ejemplo, los magistrados fuesen muy solicitados, al punto subiría su valor; quiero decir que podrían pretender dotes más crecidas.

     Las fluctuaciones de los sucesos comerciales y políticos producirían su efecto en este mercado como en los demás. Una amenaza de guerra haría bajar la tasa de los oficiales. La noticia de la paz en América elevaría la tasa de los negociantes. Cada uno por la mañana, al desplegar su periódico, tendría el placer de encontrar en él su valor inscrito y cifrado; según la previsión de las alzas y las bajas podría esperar el momento en que su cuota matrimonial alcanzara la cifra más alta, y se casaría en consecuencia.

     Hay que abreviar; pero el lector inteligente ve de una sola mirada que mi proposición transportaría a los casamientos la precisión, la facilidad, el buen sentido, la buena lógica que se encuentran en los negocios de Bolsa, y que por una equivocación inexplicable no han sido introducidos todavía en los negocios de corazón.

     No sigo más, señor, porque necesitaría demasiado espacio para desarrollar las felices consecuencias de un proyecto tan razonable; una sola palabra aún para poner en claro la verdad filosófica que me autoriza y me sostiene. Me atrevo a creer que me hallo aquí en la gran corriente de mi siglo y de mi nación. Si hay un rasgo señalado que distinga este siglo entre todos los otros, es que las ciencias positivas han asumido el imperio, y sus aplicaciones se extienden por doquier y sin cesar; es que con ellas la estadística, la economía política, la publicidad, los hábitos industriales, comerciales y prácticos entran en todas las cabezas. Por otra parte, si hay un rasgo señalado que distinga a nuestra nación entre todas las otras, es que es capaz y está ávida de organización; es que las empresas privadas prosperan menos que las instituciones públicas; es que tiene necesidad, en todas las cosas, de centralización y de gobierno.

     Y ahora pregunto: ¿es posible concebir un proyecto que esté más conforme con esas dos tendencias; que dé más satisfacción a los intereses, más publicidad al comercio, más regularidad en las operaciones, más extensión a los negocios; que cree de un solo golpe más comerciantes y más funcionarios; que haga la vida a la vez más cómoda y más mecánica; que acerque más completamente al hombre a esos valores timbrados y cifrados, registrados y circulantes, a los cuales trabaja por asimilarse?

     No sé qué acogida reserva la opinión a esta concepción fecunda; pero suceda lo que quiera, tengo a mi favor la conciencia; sé, siento, con la mano sobre el corazón, que si este germen fermenta, no habré sido inútil para mi especie. Mi convicción es tan fuerte que estoy pronto a depositar los primeros capitales, persuadido de que me producirán el diez por ciento más que la salazón y los petróleos.





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Capítulo XV

Una comida

     «La señora está servida.»

     La dueña de la casa se levanta con cierta lentitud y se coge del brazo del más calificado de los invitados. Éste redondea el brazo, encurva graciosamente el dorso, busca una frase y da con una sonrisa. Entre tanto se produce un ligero desorden; los hombres buscan con los ojos una consola para colocar en ella prestamente su sombrero; la cortesía y la modestia tiran de ellos. ¿Ofreceré el brazo? ¿Llevo bien puesta la corbata? ¿Pasaré el segundo? ¿Pasaré, el tercero?

     Declárase la urgencia; tres fraques negros se precipitan a la vez alrededor de unas faldas; las faldas escogen a la ventura, y empieza el desfile. A la cola avanza el excedente masculino, con aire medio contento, medio reservado, ante los hermosos lacayos tiesos. ¡Oh qué aire tan digno tienen! ¡Qué bien empolvados van! ¡Qué porte de embajadores o de ministros!

     He visto embajadores y ministros; pero los lacayos están mejor; su bello talante es una porción de su estado; su gravedad no tiene igual. Pero, sobre todo, tienen el órgano esencial aristocrático: la pantorrilla; unas pantorrillas completas valen más de cien francos de salario; esa pantorrilla blanca, encima de un zapato con hebilla, retrotrae el espíritu a los más bellos días de Marly y de Versalles. ¡Ay! Si levantásemos nuestro pantalón, ¡cuántos de entre nosotros, burgueses desecados, hinchados, deformados, seríamos dignos de ser lacayos!



* * *

     Las señoras se sientan, arreglando y tendiendo sus faldas. Los hombres, discretamente, calados los lentes, tratan de leer sus nombres en el papelito blanco que les indica su sitio; lo ocupan saludando, y tosen para aclarar su voz, medio sepultados entre sus trajes. Centellea en toda la línea el ejército de los vasos y de las botellas; cada plato tiene su pequeño batallón; los candelabros lanzan por millares sus claridades blancas sobre este arsenal relumbrante; los corpiños de seda, las cintas, los diamantes joyean; un ancho vaso de azaleas y de arums eleva en medio de la mesa sus penachos satinados y la delicada franja de sus flores desplegadas; se levanta el ligero susurro de las cucharas y de los platos semejante a la escarcha que se aboruja contra los cristales. ¿Qué voy a decir a mi vecina?

     Mi sobrino Anatolio Durand, que come aquí por primera vez, tiene el aire cohibido; va a comer en demasía; dentro de un cuarto de hora sus ojos estarán encendidos y sus mejillas rojas; se golpeará en el vacío para encontrar una idea y soltará una tontería. Sobrino mío Anatolio: en vuestro último baile, al cabo de seis minutos de silencio, habéis dicho a vuestra pareja, una fina y encantadora niña a quien en imaginación os destinaba para mujer: «Señorita, ¿vivís en Chatou?» «Sí, señor.» «Pues es un sitio muy reo.» Y la conversación ha quedado en eso. Sobrino: cuando se habla tan poco, hay que encontrar otra cosa.

     Yo me siento a mis anchas; tengo la salazón y los petróleos. De un plato o de una lámpara paso a las carnes y al aceite y largo una o dos historias; mi frase, una vez enganchada, anda sola como un caballo de ómnibus que sabe su camino. Al llegar el champaña describo el americano huesudo y puritano, versado en la Biblia, la economía política y la anatomía: establezco un paralelo entre tal predicadora y tal o cual; se dignan sonreírme, y satisfecha la conciencia, me voy a la sala de fumar. Infaliblemente, como tengo cincuenta y tres años cumplidos, mi vecina dirá en voz alta al entrar de nuevo en el salón: «Ese monsieur Graindorge es algo singular; pero es muy amable»



* * *

     En el centro de la mesa hay un antiguo embajador, senador al presente; es el principal personaje.

     Semblante de madera, no se mueve ni un músculo.

     He notado a menudo esta expresión en los hombres políticos, sobre todo en los hombres oficiales; a fuerza de representar han adquirido la inmovilidad de una figura decorativa,

     Éste ni se divierte ni se aburre; ahí está, pasivo, fijo, vacío de sensaciones, como un centinela en su garita. Lo que es más hermoso aún es que no tiene ausencias; su pensamiento no vagabundea por otras partes; está cuajado, no se ocupa mas que en mantener la fisonomía en el estado majestuoso y el cuerpo en estado rectilíneo; y aun ni siquiera se ocupa en eso; el estado rectilíneo y el estado majestuoso son ahora costumbre; no tiene necesidad de constreñirse y de observarse para conseguirlo. La bestia toma ella sola la actitud grave, sin que el alma tenga necesidad de mezclarse en ello; libre de todo cuidado, el alma se dispensa de ser.

     Una semisonrisa descolorida, habita uniformemente en los labios magistrales; imponentes arrugas descienden a lo largo de la nariz; el largo rostro, netamente tallado, parece el de un busto. ¡Augusto espectáculo! Verdaderamente, con su cordón rojo y su placa es admirable de ver, sobre todo en la mesa y en el tresillo, y mejor aún cuando saluda; en estos momentos se pregunta uno por qué no saluda siempre; ciertamente no puede fatigarse; sus curvaturas y sus enderezamientos son demasiado perfectos; no cabe imaginar unos tendones y un espinazo tan disciplinados, tan seguros de sí mismos; es la corrección y la elasticidad de un autómata.

     Esta noche tiene conversación; en bellas frases bien escritas departe con un banquero, su vecino, sobre los rabos de carnero, plato notable, muy estudiado en Austria y en Inglaterra, mal comprendido en Francia, y que, sin embargo, después de diversas tentativas, ha encontrado un intérprete conveniente en el cocinero de monsieur de Rothschild.

     Primera señora a la izquierda, una verdadera parisiense; aburrida de encontrarse al lado de un leño diplomático, se ha vuelto hacia su vecino, que es joven. Veinticuatro años, tres filas de gruesas perlas en el tocado, dos anchos rizos de cabellos recogidos en las sienes, que la dan el aire más caprichoso y picante; un talle fino, hombros siempre en movimiento, y el más ligero, el más bonito, el más susurrante traje brocado y satinado que pueda imaginarse; la nariz es algo larga, pero los dientes son perfectos, y sus ojos negros tienen un fuego, una chispa, una alegría continua que iluminan todas sus ideas y todos sus movimientos.

     Su superioridad consiste en su franqueza. Quiere divertirse, vivir entre cosas brillantes, y lo confiesa. Para ella la vida no empieza hasta las luces, a las once de la noche, en medio de las conversaciones entre los adornos y el ondeamiento de las faldas lustrosas, plateadas, bordadas, que se rozan y se extienden sobre los poufs rosados. Dos, tres soirées cada noche, cinco o seis banquetes por semana, los Italianos, la Ópera, y, por añadidura, el Bosque cada día después de comer o las visitas recibidas y devueltas no son bastante para ella.

     Jamás cansancio ni debilidad; se halla en el mundo como un buque en alta mar con buen tiempo, a toda vela. La invasión es tan fuerte, que todas las partes de su pensamiento han recibido la imprenta de su pasión. Las otras jóvenes son hipócritas por lo que hace a la música; ésta no. Toca el piano y se burla de su ejecución; en lugar de pasmarse ante Beethoven o Mozart, escucha a Verdi o a Rossini, pero sólo durante diez minutos nada más; una pieza le gusta como un sorbete helado que ocupa agradablemente un cuarto de hora; no aspira al sentimiento, a la profundidad de un alma no comprendida. Todas las importaciones alemanas han resbalado sobre ella sin penetrarla. Es perfectamente francesa, y del siglo XVIII, semejante a aquella marquesa que antes de recibir a un gran general preguntaba: «¿Es amable?»

     Lejos de inclinarse gravemente, con compunción, ante las cosas respetadas, las toca con la punta de la sombrilla, mira medio minuto, hace una ligera mueca y pasa a otra cosa. En política no hay para ella mas que dos partidos: el de las manos enguantadas y el de las manos sucias. La religión es una cosa admirable, pero ¡tiene tan malos modales el vicario! Nada más bello que las virtudes domésticas; pero ¿qué mujer es la que toma las cuentas a la cocinera? La pintura es un grande arte; pero ¿por qué lo más a menudo los pintores guiñan los ojos y llevan lentes? Monsieur de... es el primer político del siglo; pero tiene una cabeza de cascaciruelas y el ruedo de un tonel.

     En eso va tan lejos, que ni siquiera es vanidosa; no pierde el tiempo comparándose con sus vecinas; sus lindas toilettes no la irritan, al contrario, la regocijan; esas toilettes forman parte del brillo que a ella le gusta; los celos y las rivalidades son feos intrusos pintarrajeados y gruñones que no encuentran acceso en ella; su espíritu es demasiado alegre, demasiado semejante a un salón de baile, lleno siempre por las ideas zumbantes, por las rápidas y cambiantes imágenes de la diversión. Hay que verla y oírla contar la historia más fútil, un simple detalle de la vida ordinaria; hay tal arranque en toda su persona, un acento tan vivo y tan neto en cada palabra, tal brío en cada idea, que se experimenta, por contragolpe, el placer de vivir.

     Casada desde hace cuatro años. El marido la paseó primero por el Rin, después por Italia, y en seguida fue menester arreglar el hotel, los coches, la quinta; esto ha exigido dos años. Ahora juega con él como con una pelota; no es que sea mala, sino que se divierte con todo, hasta con él cuando lo tiene a mano. Se pone gordo y se ahoga aprisa; ella le hace burla cuando después de comer se duerme; le obliga a hacer sus encargos. El pobre hombre, sanguíneo y repleto, no puede más, y desde hace un año anda enamorado de ella; la mira en la mesa, está inquieto, es demasiado amable con todo el mundo. Comprad un lindo puñal bien damasquinado y de temple fino; cuanto más afilado esté y bien puesto el mango, mejor se hundirá en vuestro pecho.

     Esta noche atormenta a un grande hombre de fresca fecha, un compositor. Este desgraciado músico acaba de publicar tres nocturnos; no puede ya dormir; queda oprimido por su obra; no siente ya el gusto del cabrito ni de las trufas; se echa vasos de vino al coleto creyendo beber agua; tiene necesidad de que le hablen de sus nocturnos. Ella le habla de música desde la sopa, pero sin llegar a los nocturnos; se detiene hasta el borde y mira su cara engolosinada; y en seguida, de un salto, vuelve a las frases generales. A cada cuarto de hora se hace más brillante y más hosco. Al llegar el champaña está completamente desesperado: «¡Mis pobres nocturnos!» En este momento comienza el elogio de Gounod. Se enjuga la frente con la mano, y a guisa de consuelo pide champaña.



* * *

     Ha acabado el primer servicio. Ligera pausa. Espárcese alrededor del alma, como un perfume, un vago sentimiento de beatitud. Ya no se tiene hambre, pero se puede comer aún. Se digiere bien y se siente que aun se digerirá mejor. El estómago es la conciencia del cuerpo, y cuando es dichoso, todo el resto pasa a serlo por contragolpe. Se ve, con tranquilidad, voluptuosa, llegar el segundo servicio. No se reflexiona, no sé hacen observaciones expresas; pero se siente vagamente: el relucir de las porcelanas, la alegría de los adornos, lo muelle de las telas, el arreglo fino e ingenioso de todo el lujo circundante. Distráese mirando una linda cabeza inclinada, siguiendo el centelleo de un brillante en el extremo de una oreja, contemplando largamente alguna rica rosa abierta y puesta entre cabellos rubios. Todo este mundo habla vivamente, sonríe, parece estar lleno de alegría. Esta es la verdadera fiesta, la asamblea solemne, la más venerada entre todas las ceremonias mundanas, y el vapor oloroso de los platos sube en espirales delicadas como el augusto humo de un sacrificio.

     Cuarto invitado, a la izquierda; un gordo propietario, antiguo banquero, hoy diputado provinciano, varado en un escaño de la Cámara como una foca. Apasionado por el pastel de pescado, gastrónomo superior; tiene estufas y proporciona piñas de América a sus amigos. Su vecino, joven refrendario todavía nuevo, trata de amansarle, de divertirle, de arrastrarle a la política y la literatura. Responde poco, y sus cejas fruncidas parecen decir: «Ese animal, con sus frases, me impide saborear la cualidad del sauterne.»

     Una mujer de cuarenta años, melancólica. No tiene empleo y la nariz se le pone rubicunda.



* * *

     ¿Qué son esa barbilla afeitada y esas patillas negras al extremo de la mesa? ¡Ese cortesano de D... En todas partes está.

     Profesor suplente de la Escuela de Derecho, largo, delgado, el espinazo encorvado, siempre saludando, presentado a todo el mundo, entremetido por doquier, asiduo en todo sitio, el perfecto intrigante. Ni una idea, ni una apariencia de talento, ni de conversación, ni de pluma, ni de palabra, y llegará. Viene aquí, como va a diez casas, dos veces por semana; se muestra delante de la chimenea, va a inclinarse ante todas las mujeres, cambia tres frases vacías con todos los hombres; se enseña, se le ve; la idea de su cabeza descolorida y de su forma oblonga se graba, a fuerza de repeticiones, en todos los espíritus. Imposible olvidarlo, se le ha visto demasiado; habita en la imaginación de cada uno como la revalenta Dubarry o el secante de Raphanel. Por más que se le juzgue en su tasa y se le declare nulo, no se puede evitar tenerlo en la cabeza.

     La dueña de la casa lo encuentra bajo su pluma cuando en su lista de invitados tiene necesidad de tapar un agujero. El ministro, embarazado entre dos candidatos, lo encontrará en su recuerdo como un recurso; es un hombre cómodo, no dará qué hablar de él, se puede nombrarlo sin comprometerse. Es paciente, sonríe bien, y por largo tiempo puede quedarse pegado a la pared, con decoro, toda una noche; mirará los cuadros, hará bailar a las abandonadas; sus fraques son correctos; hace número, honorablemente, como un potiche sobre una rinconera. Tomad ejemplo, sobrino mío Anatolio: he ahí una semilla de académico.



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     Una de las diez mujeres más bonitas de París, el rostro más regular, traje siempre nuevo, pero es una simple muñeca; su marido es un tití elegante. Ningún cuidado; parecen hechos el uno para el otro, para ir al Bosque, para bailar, para entrar y salir, saludar, estar de visita. Envían setecientas tarjetas por Año Nuevo. Ha sonreído tanto, que a los veintiocho años tiene comienzos de arruguitas imperceptibles alrededor de los ojos y de los labios.

     Cuando me acerco a ella preveo interiormente el gesto, el aire de cabeza, la respuesta que mi frase va a producir. Tiráis del bramante de un organillo, y ya sabéis por adelantado la pieza que va a tocar. ¡Bonito canario, jarifo, coquetón, que trotáis sobre vuestros barrotes pulimentados, en vuestra jaula dorada, cerca de un comedero bien lleno! Vuestro plumaje es alisado; vuestras mononas patitas bailan todo el día y sin fatiga; vuestro pico atrapa con aire mohíno los granos de mijo escogido que se os prodiga; vuestro gaznate tiene su repertorio de grititos gentiles y agrios. Os compraría a buen precio por cien francos con la jaula; pero ¡os preferiría mejor disecado que vivo!





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     Me parece que ríen algo, aunque decentemente, al otro extremo de la mesa. Un agregado de embajada, colocado cerca de una authoress inglesa, persona moral, trata de defender la novela francesa, que está acusada de corromper las costumbres. Al cabo de muchos pases y respuestas, la dice con aire de hombre honesto:

     -Miss Matheus: nos juzgáis severamente, y es por falta de habernos leído lo bastante; permitidme os envíe mañana una novela francesa, reciente, célebre, el más profundo y más útil entre todos los escritos morales de nuestro tiempo. Ha sido compuesto por una especie de monje, un verdadero benedictino, que ha ido a Tierra Santa y aun allí recibió algunos tiros de los infieles. Este monje vive en una ermita, cerca de Ruán, encerrado noche y día y trabajando sin descanso. Es muy sabio y ha publicado una obra de arqueología sobre Cartago. Debía ser ya de la Academia; se espera sucederá a monseñor Dupanloup. No solamente tiene genio, sino también conciencia. Ha disecado largo tiempo al lado de su padre, que era médico, y conoce la moral por lo físico. Si algún defecto tiene, es ser demasiado exacto, demasiado laborioso, de no tratar de agradar. Su objeto es poner en guardia a las jóvenes contra la ociosidad, la vana curiosidad, el peligro de las malas lecturas. Se llama Gustavo Flaubert, y su libro lleva por título: Madame Bovary o las consecuencias de la mala conducta.

     Miss Matheus se ha tranquilizado.

     -Decidme el nombre del librero; traduciré el libro en seguida al volver a Londres y lo haremos distribuir por la Sociedad Wesleyana para la propagación de las buenas doctrinas.



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     Se echa champaña por segunda vez; empieza el abandono; las sillas han cambiado un poco de sitio; muchos invitados se apoyan a medias sobre la mesa; las conversaciones se traban más familiares, más vivas, entre dos o tres, a la ventura, en pequeños grupos. Los criados, desocupados, con la servilleta bajo el brazo, piensan en los postres, y en el ruido confuso de voces que se cruzan y suben se oyen resúmenes como éstos: «Gounod no es mas que un medio talento: un grano de alemán desleído en salsa francesa.» «Comprad Graissesac, van a bajar.» «El verdadero rabo de carnero sólo se come con pimientas» No hay mas que un poeta contemporáneo: Lecomte de Lisle.» «No han querido a Enriqueta B... en los Franceses; habría habido demasiada claque en la platea.» «No me habléis nunca de Meyerbeer; es un genio, sea, pero cocinado en la paciencia.» «¡Estas cintas os sientan tan bien! No hay como un talle tan fino para llevar cintas tan anchas.» «He hecho mal en tomar un helado; voy a tener dolor de estómago.» «Monsieur Thiers es el primer orador del siglo.» «Como monsieur Scribe es el primer autor cómico del siglo.» «Como monsieur Auber es el primer músico del siglo.» «Como Horacio Vernet es el primer pintor del siglo.» «Me pesa la comida; vamos a fumar.»

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