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Novedades literarias. Música sentimental (El Diario del 29-9-1884)

Manuel Láinez

Claude Cymerman (Comp.)

Manuel Prendes Guardiola





Cuando un libro se deja leer de la primera hasta la última línea sin hastío, sin fastidio y, por el contrario, con interés siempre creciente, despertando un semillero de ideas en cada página, un cúmulo de recuerdos en cada capítulo, una dosis de sentimientos y afectos poco común en cada diálogo, puede decirse con verdad que está escrito con arte, que está saturado de esprit, que obedece a una inspiración que la naturaleza suele conceder a las inteligencias destinadas a esas producciones ágiles, frescas, vaporosas, joviales, que se leen y se graban en la memoria como sello de tinta indeleble.

Tal es el libro cuyo título encabeza estas líneas.

Escrito en ese lenguaje familiar, confidencial, juguetón, salpicado de palabras y frases francesas, del argot unas, puras y clásicas otras, sembrado de expresiones que se comprenden únicamente por porteños y que harían la desesperación de un madrileño, vaciado en ese estilo sui generis, incisivo, corto, punzante como alfiler, sonoro como chasquido de látigo, compuesto en el teatro, en el hotel, paleta en mano, para retratar, dibujar, imitar el colorido verdadero de las figuras, la sombra, los contornos; corregido en las plazas, en los clubs, en las reuniones familiares en presencia del cuadro vivo, animado, palpitante, forma lo que puede llamarse una obra rara, única, inimitable, una verdadera obra de arte porteña.

Acostumbrados a la literatura liviana del periodista, variada, de poca profundidad, casi négligée, sentimos cierta repugnancia instintiva por esos períodos literarios ciceronianos, envueltos en frases campanudas, retumbantes, retóricas. Nos gusta la forma llana, confidencial, sencilla; con que nos saludamos y conversamos, con que nos lanzamos bromas y chistes; esa forma sin pretensiones, inspirada por el afecto y el cariño más que por una erudición que huele a candil, y una ciencia verdadera o supuesta que a cada sacudida arroja a los aires millones y millones de polillas. Meridionales y extremadamente sensibles, deseamos beber en la copa de las ilusiones, empapamos en esa gasa vaporosa del placer, exprimir hasta la última gota de la vida al arrullo de criaturas largo tiempo soñadas y acariciadas por una imaginación de veinte años, aturdimos, en fin, al sonido de esa música sentimental, que buscamos en la sociedad, en la familia, en el libro.

Por eso los Silbidos de un vago se buscan, se leen, se asimilan, porque se adaptan a nuestra verdadera naturaleza; son el eco fiel de nuestras costumbres en el fondo, en el lenguaje, en el estilo; forman la verdadera literatura de carácter y aspecto nacional y más que nacional porteño.

¿Qué es Música sentimental?

Difícil es incluirlo en un género literario definido.

Es un vade-mecum del joven argentino que se dirige a París, a ese «ogro enorme que devora vidas y haciendas», a ese «mundo de pasiones disputándose al hombre; pasiones bajas, apetitos glotones, excitados por el étalage crudo de todos los deleites, por el alarde cínico de todas las torpezas»; a París, donde, «de tarde en tarde, como extrañado en la región del vicio, un arranque generoso, una acción noble, un grito honrado suena apenas un instante y va a perderse ahogado en el chirrido infernal de aquel hervidero de corrupción». Cuento, narración, descripción, conato de novela, consejos de hombre práctico en los azares de la vida, moral, filosofía, diálogo, retratos, todo esto se mezcla, se confunde en una música suave, continua, armoniosa, llana y variada, hermanada con el llanto de la mujer que sufre, ama y se desespera; con la risa cínica de la mujer perdida, con el sollozo ahogado del marido ofendido, con las expansiones locas de una juventud rica y codiciosa de carne, de apetitos, de placer sensual; con la sonrisa de la naturaleza que nada en una lluvia de oro, derramada por los rayos del sol, y con el estertor de la agonía provocada por la profusión incauta del vigor de la vida.

El autor acompaña paso a paso a la juventud inconsciente, la guía por calles y plazas, teatros, reuniones, hoteles... por cuanto de bueno y de malo encierra una ciudad como París; explica, aconseja, corrige, reprende, hiere con su sátira, alienta con su ejemplo, incita con su palabra, instruye, compadece, se complace, siguiendo todas las peripecias de la vida, los trances desgraciados, la buena y la mala suerte, el bien y el mal como en nuestro tiempo se concibe y practica.

¡Cuánta verdad en sus reflexiones, cuánta vida en sus descripciones, cuánto vigor en los dramas íntimos, cuánta sencillez en su palabra, en su ejemplo, en sus obras!

Los héroes principales de su libro son un joven porteño, Pablo, y una mujer de un mundo intérlope, la parisiense Loulou, ambos unidos, guiados, aconsejados por el autor, que es su guía, su mentor, su consolador en las aflicciones, su salvador en los peligros, su compañero en las horas de solaz y placer.

En el concepto del autor, Pablo ha heredado de sus padres veinte mil duros de renta, y de la suerte un alma adocenada y un físico atrayente. En buenas manos habría tenido acaso nociones de generosidad y de nobleza, talentos posibles a veinticinco años, sobre todo cuando se nace de pie, se va viviendo sin la lucha por la vida y se aprende honradez y dignidad como un adorno, como se aprende equitación o esgrima, sin que cueste.

Según Loulou, Pablo no tiene ni talento, ni distinción, ni espíritu. Es un hombre vulgar que puede encender un deseo, pero que no tiene dotes suficientes para inspirar una pasión.

Loulou es una mujer mundana, capaz de todas las gradaciones por la que baja y sube el carácter, la índole, la naturaleza femenina. Reconcentra sus caricias en Pablo y brota en ella el afecto de mujer, el amor con todo su poder que la arrastra al sufrimiento, a la pena, al sacrificio de su tranquilidad, de su vida, que la transforma, la purifica, la diviniza. En aquella frente, manchada antes por el beso impuro de una turba que exprime las gotas de placer basta del dolor del prójimo, se diseña una aureola de candidez femenina, que ofusca con su luz todo lo pasado turbulento, desarreglado, deshonesto, sensual. Próxima a ser madre, la naturaleza toda se transforma en ella, y asoma una esperanza de felicidad, si la índole de Pablo y su naturaleza bestial no le quitase toda ilusión para el porvenir. En la mujer hay todo un drama, una evolución de pasiones que se chocan, se desenvuelven, contraste de sentimientos que predominan, de ideas que se afirman, se aplican, se niegan; un mundo, en fin, trasformación continua con sus vaivenes, sus sinsabores, sus momentos felices, sus excesos, sus penas, sus placeres. Pablo no cambia. Es siempre el hombre sensual, que ha ido a París buscando placer y no amor, donde no quiere que le quieran, sino que le diviertan, que le engañen, que le exploten, que se rían de él, pero que le hagan gozar, que le den pour son argent. No busca la vida insulsa del hogar. Su cabeza sueña con otros horizontes, sus pulmones necesitan otro aire. No quiere amor sino placer, gozo, satisfacción del apetito, del sentimiento, de la carne.

En la vida encontrada de estos dos seres antagónicos, la mujer paga su largo tributo de afecto y el hombre bebe a grandes tragos el placer, buscándolo donde lo encuentra, sin reflexión, sin respecto, sin meditación en los efectos ni en los medios. Su aturdimiento lo lleva al juego, a la orgía, al duelo, a una larga enfermedad, y como consecuencia inevitable, al último y penoso trance, a la muerte, escoltado, sin provocarlo, por un sentimiento que subsiste en la mujer: la amistad. Un plato mismo del amor, que raya en lo insensual.

Bajo apariencias de una candorosa sencillez, ese libro es el fruto de largas meditaciones sobre los más íntimos secretos de la vida parisiense, sobre la experiencia larga de la propia vida del autor en su país y en Europa. Conocedor de hombres y cosas, el autor sorprende intenciones, juzga con acierto los actos más impenetrables, los accidentes menos visibles, los pensamientos, las pasiones, los deseos y los afectos ajenos. Dotado de un espíritu de artista, de una inspiración poco común, trasforma bajo su pincel todo lo que pasaría como vulgar o insignificante bajo la vista de un pintor de brocha gorda, y adquiere vida, conocimientos, colorido poético. Todo se mueve en su imaginación y adquiere cierta expresión particular que no todos conciben, ni todos expresan con el mismo colorido.

Campea en toda la obra una amarga filosofía, cuyos conceptos pesimistas y misantrópicos parecen brotar de una inteligencia madurada al calor de tristes y penosas impresiones. Nos recuerdan esos frutos extraídos de la tierra fatigada en la rotación de las cosechas, cuando rajada violentamente por el arado labrándola hasta sus profundas entrañas echa a la superficie del surco la tierra que en otro tiempo desde las capas inferiores ayudó las florescencias primaverales pero que ahora no cuaja sino frutos demasiado concentrados, abonada como está, por una dura experiencia de la vida.

Hay en el libro descripciones admirables, que ponen de relieve con pinceladas artísticas los diferentes parajes que el autor atraviesa.

[Se transcriben las descripciones de los Alpes Marítimos (cap. IX), del Casino de Montecarlo (X), del amanecer sobre los Alpes Marítimos (XVII), de una tempestad (XXVIII)]

Sería necesario transcribir buena parte del libro para dar una idea acabada de las bellezas que encierra. El lector hallará en el original lo que las columnas de El Diario no podrán contener.

A más de bellezas literarias, la juventud argentina, que considera hoy obligatorio un paseo al viejo mundo, hallará en esa obra la melodía de una música sentimental que oída de lejos excita y embriaga y, tomando parte en ella con el arranque impetuoso de la primera edad, lleva al embrutecimiento, a la miseria, a la muerte.





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