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Novela

- I -

Silverio Lanza

Juan Manuel Prada (pr.)



Cubierta

Retrato de Silverio Lanza

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Silverio Lanza, ni en la vida ni en la muerte


Prohíbo que a costa de mi muerte se busque notoriedad, con entierros fastuosos, coronitas, veladas pseudo-literarias, necrologías mentirosas, declaraciones de paternidad predilecta o adoptiva hechas por ayuntamientos de brutos y de caciques; y menos que se dé mi nombre a calle nueva o que se sustituya con el mío otro que, por ignorancia de lo pasado, pueda ser ridículo al presente.

Prohíbo solemnemente la impresión de mis manuscritos y la reproducción de mis obras impresas.


Silverio Lanza - La rendición de Santiago                


Pocas veces la posteridad, habitualmente proclive a adjudicar famas o desprestigios póstumos según mecanismos arbitrarios que nunca coinciden con la voluntad del testador, ha acatado con tan implacable respeto los designios de un literato. Ni la desobediencia testaruda de Ramón Gómez de la Serna, erigido en albacea más o menos tácito de Juan Bautista Amorós, que incumplió su voluntad con el mismo entusiasmo ejemplar que antes habían exhibido Lucio Vario o Max Brod con Virgilio y Kafka; ni las reivindicaciones municipales y académicas, emitidas en sordina y como a contrapelo de una indiferencia unánime; ni siquiera la periódica reproducción de sus obras en ediciones caritativas o subalternas, han conseguido exhumar el nombre de Silverio Lanza de ese sepulcro indistinto y comunal donde yacen   —8→   los escritores menos favorecidos en la tómbola de la celebridad. Pero lo que hace más chocante ese purgatorio (porque a Silverio Lanza no le ha correspondido la condena nítida y sin remisión del olvido, sino el mortificante cautiverio de quienes aún aguardan sentencia en el tribunal de las apelaciones póstumas), lo que convierte aquella prohibición solemne que Silverio Lanza estampó hacia el final de La rendición de Santiago en un sarcasmo aflictivo, es que se ha conseguido a costa de su infracción: quizá el cadáver de Silverio Lanza no fue vituperado con entierros fastuosos, pero su memoria, en cambio, ha sido concienzudamente zarandeada con veladas pseudo-literarias, necrologías mentirosas y declaraciones de paternidad predilecta o adoptiva, hasta el punto de que su nombre se ha colado de rondón entre la prolija lista de epitafios que abarrota la historia colateral de nuestra literatura, siempre bajo el marbete o sambenito de «precursor del 98». Pero, ni en la vida ni en la muerte, se le han reconocido otros méritos.

Y en eso se ha quedado Silverio Lanza: un par de fechas, referidas a su natalicio y defunción (y sometidas al cautiverio de un paréntesis) entre las que apenas media el laconismo de un guión y esa muletilla infame y tópica de su carácter pionero (pero nada arraiga tan tozudamente en las conciencias como los tópicos y las infamias). De nada han servido las tentativas sinceras o espurias que desde hace casi un siglo se suceden por suministrar una entidad propia al heterónimo de Juan Bautista Amorós: parece como si aquel socarrón máximo y perpetuo que fue el autor de Noticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo hubiese querido envolver con nebulosas mistificaciones su vida y su obra, para obtener, como recompensa pírrica, esa mención simplificadora de «precursor del 98». La tentación de imaginarnos a Silverio Lanza urdiendo su propio destino mediante calculadas estrategias de ocultamiento es demasiado verosímil como para que la descartemos: muy probablemente, en su determinación eremítica, en su afán por pertrechar de episodios apócrifos su autobiografía, en su cultivo de ceremonias y costumbres y disciplinas estrafalarias, en el cobijo de los heterónimos y las ediciones casi esotéricas que jalonan su bibliografía, anide el propósito común, no ya sólo de elaborarse un personaje que lo suplante, sino el de difuminarse bajo indescifrables misterios.

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El estudioso de Silverio Lanza tiene, pues, que actuar como el depredador del calamar, sabiendo que la obtención de la presa sólo se culmina después de sobreponerse a la ceguera que le infligen las sucesivas emisiones de tinta que entorpecen la persecución. Y sabiendo, además, que Silverio Lanza no es un calamar corriente: cuando, hacia el final de la búsqueda, crea tenerlo a su merced, el estudioso aún habrá de resignarse a un asedio suplementario, porque a la defensa natural del calamar une Lanza la defensa retráctil de los caracoles que numantinamente se encierran en su concha. Así, atrincherado en su refugio getafeño y camuflado por las tergiversaciones sobre sí mismo que, a modo de pistas falsas, diseminó en su obra, logró Silverio Lanza escamotearse de sus contemporáneos, y así, con el socorro añadido del tiempo, ese cómplice de la amnesia, se nos escurre de las manos a quienes nos empeñamos en aprehender su fantasma. Ni siquiera a Ramón Gómez de la Serna, que merodeó su intimidad en vísperas de su muerte (cuando se supone que ya la proximidad del desenlace nos dispensa de perseverar en el fingimiento), quiso Silverio Lanza abrir las compuertas de su verdad más recóndita, de tal modo que algunas de las imposturas que Ramón asimiló, con esa unción del discípulo que comulga las patrañas de su maestro como si fuesen artículos de fe, han pasado a engrosar la lista de embustes pintorescos que Lanza endosó a la posteridad.

Pero no todo fueron embelecos entre aquel hospitalario misántropo que fue Silverio Lanza (y aquí el oxímoron es admisible, pues la figura de nuestro escritor sólo se entiende y perfila desde la contradicción y la paradoja) y el jovencito grafómano que, haciendo un esfuerzo de contención, le brinda las páginas de Prometeo, en lugar de abarrotarlas él mismo con sus prosas de chamarilero insomne. Entre 1909 y 1912, Ramón visita asiduamente a Silverio Lanza en su casona de Getafe y departe con él, en largas conversaciones vespertinas que, a poco que sepamos sobre la idiosincrasia de estos dos personajes, imaginaremos como una superposición de monólogos, pues a ambos les gustaba pontificar y compendiar el mundo con palabras, tarea ímproba de la que nunca se desengañaron, al menos hasta que el silencio repentino de la muerte los dejó sin saliva. Precisamente para contrarrestar el gasto de saliva, Ramón nos cuenta que su anfitrión solía disponer,   —10→   junto al café, el coñac y el puro, unos «frasquitos color miel y con la forma litúrgica de las vinajeras para el culto» que contenían un agua «como de oasis, un agua como un perfecto vino blanco de una bodega antediluviana, como un vino depurado y esclarecido por los tiempos». Así, borrachos de aquel agua quizá originaria de alguna fuente de Canán que iban consumiendo buchito a buchito y amorrados a sendos puros cuya lenta combustión convertía los ceniceros en pateras cinerarias rebosantes de las cenizas de su paulatina muerte, extinguían las tardes, hasta que el tren-tranvía de vuelta para Madrid, al anochecer, hacía sonar su sirena. Ramón, al evocar la cháchara de Silverio Lanza, observa que «decía las ideas como si fuesen aventuras y las aventuras como si fuesen ideas», lo cual nos afirma en la convicción de que Lanza hablaba como escribía, con esa mezcla de sentenciosidad y embarullamiento que caracteriza a quienes piensan sobre la marcha, introduciendo «una porción de paradojas, salidas de tono y digresiones estrambóticas» (así describió Azorín su escritura) en su discurso, con esa silvestre naturalidad de quienes alternan ganga y meollo sin distinción. Esta cualidad de su conversación, extensible a su literatura, debió hacérsele muy simpática a Ramón, que así encontró un precedente (y nada precisa tanto un alevín de escritor como el asidero de los precedentes, para hacerse la ilusión de que no viaja solo) a su inverecunda prolijidad.

Un precedente que, sin embargo, postulaba unas premisas estéticas casi antípodas, pues si la literatura ramoniana se instala desde el principio en un ámbito de irrealidad y subversión poética que la convierte en puro chisporroteo, la obra de Silverio Lanza se sostiene precisamente sobre la crítica corrosiva de la realidad. Premisas opuestas que no desmienten unos procedimientos similares, pues tanto Ramón como Silverio Lanza son escritores en acto, sin premeditación ni plan organizativo (lo cual no quiere decir que sean escritores sin pensamiento, sino que ese pensamiento se produce al hilo de la escritura, como una segregación inopinada), escritores en bruto que en lugar de mostrarnos las joyas de su taller, vedándonos las virutas y abortos que las precedieron, nos lo ofrecen todo sin desbastar ni deslindar, y así sus obras tienen ese mismo azaroso y dispar aspecto que tienen los bazares, y también esa misma imprevisibilidad de la vida, esa versátil capacidad   —11→   para cuajarse y descuajaringarse de forma casi simultánea. «Toda su obra está llena de la incongruencia de la vida, de sus tropezones y de esos tiros que muchas veces sucede en la vida que salen por la culata», escribe Ramón a propósito de Silverio Lanza, con esa penetración infalible de quienes encubren su autorretrato pintando a los demás. Este rudo primitivismo de Silverio Lanza, quizá involuntario pero desde luego novedosísimo para su época, no podía dejar de impresionar al joven Ramón, que se había propuesto cumplir a rajatabla aquel anhelo rubeniano que aconsejaba ser muy antiguo y muy moderno a la vez.

Con las impresiones duraderas y a menudo patidifusas que Silverio Lanza sembró en el espíritu sugestionable de Ramón escribiría éste, algunos años más tarde, una fervorosa semblanza titulada In memoriam que servirá de prólogo a las Páginas escogidas e inéditas de Lanza, publicadas en Biblioteca Nueva, y que, al mismo tiempo, se erigirá en biblia fundacional y portátil del culto lancista, cuyos adeptos nunca han debido de exceder el número de diez o doce. Se trata de un texto que constituye un homenaje doble al maestro extinguido, pues junto al panegírico convive la etopeya de tono humorístico, y junto al análisis atinadísimo de su obra algunos estrambotes intempestivos. No me resisto a reproducir aquí la demorada descripción que hace de Silverio Lanza, pues en ella encontramos, junto al rigor del fisonomista, el psicologismo rudimentario y a la vez clarividente de Ramón, aquel taxidermista de almas:

Su frente... Pero oigámosle a él: «Mi frente es una frente estrecha, plana, rectangular que parece una tablilla anunciadora sin ningún anuncio». Su frente era así, pero por ejemplo tenía también la condición de entrar en lo que él decía y de imponer con tozudez las ideas. En el empuje de su frente se veía que sus ideas eran firmísimas, fanáticas, imponentes. Se veía un pensamiento que no retrocedía ante nada, un impulso de pensamiento que iba más lejos que sus pies pesados y lentos. Estaba de frente a todas las cosas su traslucida frente de valiente.

Su frente se comunicaba con su calva, una de esas calvas centrales que en los pensadores son calvas de cráneos en ignición cuyas ideas han quemado la vegetación del pelo, consiguiendo así que la calva vea el cielo entre una aclaradora luz cenital. Era también una de esas calvas que se podría decir con plena libertad que era una calva «peinada hacia detrás».

Sus ojos, ¿cómo eran sus ojos? Ya lo he olvidado, aunque me es inolvidable su mirada, su mirada de hombre que ve por entero al hombre, una mirada como si sus   —12→   ojos fuesen tan grandes como aquello a lo que mirasen. Su mirada era como un salón, su mirada era como un gran espejo que no engañaba. Reproducía lo que miraba, en su magnitud y en su calidad. Por eso en ese espejo que había en ella se veían sus ideas y la observación de lo próximo, ocultando eso el color y la forma de sus pupilas. Yo a lo más veo un gran marco, la profunda cuenca humana de mirada recta y como de rayos X que miraba dramáticamente el fondo de la habitación y lo que hay detrás de todo.

Su nariz, «¡Hermosa nariz!», como ha dicho él, era imperante y bondadosa, gran nariz de barro amazacotado.

Su boca... Oigámosle otra vez a él: «Boca de labios muy delgados cuyas comisuras apenas son perceptibles: ¡el hábito de callar!». Era verdad, tanto, que ahora tampoco veo su boca, sólo la oigo y la oigo como si me hubiese hablado siempre por las ideas más que por las palabras.

Sus barbas sí las recuerdo, unas barbas próceres, puntiagudas aunque anchas; barbas pobladas de ironía, de transigencias, de bondad; barbas llenas de experiencia, entrecanas, nobles, muy cuidadas, como recién peinadas constantemente por ese peinecito que las pone en lógico orden. Sus barbas, aunque blandas y francas, se veía que podían ser fieras en los momentos en que hubiese que arrostrar el peligro o la lucha.

Sus orejas eran diminutas como lo son las del que oye lo sutil, las del que oye lo que habla en voz baja, las del que oye el silencio.

Su cuello era ancho, apoplético como el de Costa, y usaba cuellos cortos y redondos, tirilla de cura, alrededor de las que tan bien se ajustan las corbatas, que en él eran chalinas pomposas y románticas, las chalinas que no están bien en esos quidam superfluos de chalina presuntuosa. Eran esas chalinas de Silverio Lanza como chalinas de crespón con que adornaba la digna melancolía de su vida en el destierro de Getafe, en el que estaba como arrojado de un país injusto. Tenían aquellas chalinas algo de corbata de bandera, de heroica y digna bandera.

Sus hombros eran anchos como con grandes hombreras y charreteras de militar antiguo y por tanto eso quiere decir que su pecho era amplio, como atorado de dignidad, como lleno de abnegación, acogedor de todo lo que se presenta en la vida con buen impulso o con inocente realidad. También su observación, su goce de la realidad, las cosas de los pueblos, los panoramas de las ciudades, las perspectivas de los campos entraban en su pecho. Por ese pecho tenía como la nuda propiedad de todo lo que había acogido en él de los vastos campos y de los vastos caseríos.

Por el bloque de su cabeza cuadrada y predominante, en la que todo estaba resuelto de un modo cuadrado y rotundo, y por sus barbas, su pecho ancho y su estatura que aun siendo gallarda resultaba cuadrada por influencia de su cabeza y de su pecho, parecía un ruso, un ruso como Tolstoy, mejor dicho, un español como el ruso Tolstoy.

Sus manos eran limpias, perfectamente limpias, manos de doctor que al cabo del día se ha lavado muchas veces en aguas templadas y con jabones de olor y se ha   —13→   secado en numerosas toallas limpias. Aún veo, aún distingo aquellas manos de color singular como cuando la carne de las manos se coloca frente a una luz; y las veo no sólo limpias de aseo sino limpias de no haber nunca escrito ni firmado nada alevoso, ni haber usado esos bastones de la autoridad cuyo puño ensucia la mano. El gran orgullo de sus manos sobre su limpieza y su calor cordial era el anillo de la alianza que esplendía en ellas, más aurífero que ninguno de los que he visto. Todo el tiempo que se le veía, lucía como un buen presagio su alianza, como de recién casado siempre en aquellas manos que señalaban la verdadera dirección, siendo el índice elocuente de la derecha el dotado de esa autoridad que debía tener un solo índice y un índice así.



He transcrito esta explayación anatómica, mixta de hallazgos poéticos y fárragos, porque creo que constituye la mejor exequia que se le podía rendir a aquel hombre franco y arisco, irónico y desmesurado, iracundo y afable que fue Juan Bautista Amorós, aquel exiliado de su época y de sus contemporáneos y hasta de su propia estirpe que, en un gesto de elegancia insuperable, se inventó un fantasma de sí mismo, Silverio Lanza, para firmar un puñado de libros que componen un archipiélago de rareza y extrañamiento. Había nacido el 5 de noviembre de 1856 en Madrid: su padre, don Narciso Amorós y Folch de Cardona, hijo y nieto y biznieto de militares conspicuos, había alcanzado el rango de brigadier en el Ejército, después de ser distinguido con más condecoraciones de las que le cabían en la casaca durante la primera guerra carlista y de haber ejercido como gobernador en las plazas de Ceuta y Peñíscola; su madre, doña María del Rosario Vázquez de Figueroa y Pérez de Grandallana aportó al linaje familiar una ascendencia de marinos heroicos que cristalizaba en la venerable figura de su progenitor, José Vicente Vázquez de Figueroa, teniente general de la Real Armada y Ministro de Marina en tres ocasiones distintas. El niño Juan Bautista crece en una casona de la calle Hortaleza, a la sombra oleaginosa de los retratos familiares que flanquean los pasillos, retratos marineros que combaten el tenebrismo y el sueño manteniendo los ojos muy abiertos, como si escrutasen a través del catalejo de los siglos. Podemos imaginarlo, desvelado en mitad de la noche, deambulando por esos pasillos, con un quinqué en la mano y la mirada entre atribulada y despavorida de quienes, ya desde la infancia, se imponen un destino acorde con el rango de sus muertos.

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Juan Bautista se inventa una vocación marinera para la que le faltaban aptitudes. Cuando, apenas ingresado en la escuela naval, las enfermedades lo obliguen a licenciarse, sublimará su fracaso falsificando su biografía y disfrazándose con uniformes que (suponiendo que Ramón no exagere la pomposidad de su atuendo) incluían galones en las bocamangas y botones dorados con un ancla en relieve, e incluso, en las fechas solemnes, «un frac galoneado y con las solapas cruzadas, su sombrero de tres picos y su sable curvo y dramático». Toda esta superchería marinera alcanzará su apoteosis con la publicación de Desde la quilla hasta el tope (1891), memorias apócrifas y algo chirriantes con el resto de su bibliografía en las que su trasunto o heterónimo, Silverio Lanza, asciende con liviandad los peldaños del escalafón, de guarda marina a almirante, y desempeña cargos ministeriales en la Corte. Los biógrafos de Juan Bautista Amorós, aun sospechando la inverosimilitud geométricamente progresiva de estas memorias, aceptaron como veraces los capítulos referidos a las mocedades del protagonista, más que nada porque iluminaban las tinieblas que Juan Bautista Amorós había arrojado sobre sus orígenes.

Unas tinieblas que respondían con escrupulosa lealtad al mandato epicúreo («Oculta tu vida») que Amorós convertiría en lema vital. José M. Domínguez Rodríguez, en su monografía Silverio Lanza y su hermano Narciso (Ayuntamiento de Getafe, 1983) rebate documentalmente las patrañas veniales acuñadas por el escritor y convertidas en moneda de curso corriente por sus biógrafos más crédulos o remolones. Gracias a Domínguez Rodríguez sabemos que Juan Bautista fue el menor de tres hermanos: el primogénito, Mariano, dieciséis años mayor que él, prolongaría las glorias guerreras de su apellido, participando como alférez de caballería y corrigiendo los índices de natalidad en varias escaramuzas contra la carlistada, aunque finalmente moriría lejos del campo de batalla, en Leganés, de un ataque de apoplejía ocasionado quizá por la inhalación prematura de tanta pólvora; Narciso, el hermano mediano, que aventajaba a Juan Bautista en tres años, alentó desde niño ciertos pujos literarios que desencadenarían el instinto imitativo del benjamín. José M. Domínguez Rodríguez, con psicologismo algo rupestre aunque no exento de virtudes dramáticas, llega a   —15→   proponernos que la vocación literaria de Juan Bautista germinará como una especie de antídoto que contrarreste o al menos mitigue los celos y la rivalidad (esa pelusilla tan habitual entre príncipes destronados) que infestaron, desde muy temprana edad, las relaciones entre los dos hermanos. Parece ser que Juan Bautista siempre envidió la brillante versatilidad de Narciso, capaz de conjugar los ascensos fulminantes en la jerarquía militar con una fecundidad literaria que abarcaba todos los géneros (en especial los géneros de brocha gorda), desde el panfleto político al dramón de pasiones toscas y vociferantes.

Pero no nos extraviemos en la espeleología de los complejos psicoanalíticos. En 1861 don Narciso Amorós y Folch de Cardona se incorpora a la pinacoteca familiar, quiero decir que ingresa en el cementerio; para Juan Bautista, que apenas cuenta cinco años, esta pérdida le acarreará, junto a los quebrantos propios de la orfandad, la responsabilidad sobreañadida de apechugar en su árbol genealógico con otro héroe difunto. Una cargazón que aumentará sus ensimismamientos e introspecciones, hasta desarrollar en él una especie de convicción apriorística sobre su flaqueza y fragilidad, así como sobre su insignificancia, incapaz de emular las hazañas de aquel mausoleo pictórico que, a veces, para apaciguar sus desvelos, sigue recorriendo, a la luz cancerosa del quinqué, que añade un estigma de zozobra o agonía a las fisonomías impertérritas de aquellos próceres embalsamados de óleo. Quizá porque la madre, doña María del Rosario, intuye que Juan Bautista no podrá perpetuar las escabechinas de secano que había protagonizado la rama paterna de la familia, inculca a su hijo la devoción a la Marina, esa aristocracia del ejército, y a su patrona la Virgen del Carmen, meciéndolo cada noche con historias de batallitas navales. Narciso, mientras tanto, desarrolla una manía grafómana que desagua en varias obras dramáticas y vodeviles, suponemos que de prosa más bien inepta, pues el niño apenas cuenta diez o doce años. A los catorce, según nos desvela Domínguez Rodríguez, llega a componer artesanalmente un periodiquito que él mismo redacta e ilustra, titulado, con pomposo ecumenismo, El Mundo; en esta empresa lo acompaña, en labores subalternas o gacetilleras, un Juan Bautista algo asfixiado por la exhibición de talentos del hermano.

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Ambos estudiarán el bachillerato en el Instituto de Noviciado, con hincapié en disciplinas tan exóticas para la mentalidad contemporánea como la filosofía escolástica, el latín, el griego o la religión. Juan Bautista solventará esta etapa de formación con calificaciones bastantes apañaditas, aunque no tanto como Narciso, que incurre reiteradamente en las matrículas de honor. Luego, para alivio de Juan Bautista y de su pundonor, los destinos de los hermanos se bifurcarán: mientras Narciso se dedica a ensartar ascensos en la academia militar (inevitablemente, alcanzará el generalato), sin descuidar sus veleidades políticas un tanto voltarias y sus labores de publicista a troche y moche, Juan Bautista se apunta en la Escuela Naval, que por aquellas fechas acababa de inaugurar su sede flotante en la fragata «Princesa de Asturias». Aprovechando el cese -o siquiera la relajación- de sus obligaciones maternas, doña María del Rosario finiquita su viudez y se casa en segundas nupcias con el abogado Ignacio Rodríguez y Fernández, a quien no llegará a proporcionar descendencia, también por cese -o siquiera relajación- de los relojes biológicos. En diciembre de 1875, Juan Bautista aprueba su examen de ingreso en la Marina, con una calificación global de 98,75 puntos, la segunda de su promoción (aunque en Desde la quilla hasta el tope se adjudique un megalómano primer puesto, en una de tantas falsificaciones interesadas) y regresa a Madrid, para arrostrar la Navidad en compañía de su madre y su recién adquirido padrastro, antes de embarcar en la fragata «Blanca», fondeada en Cartagena, que habría de ser el escenario de su bautismo marinero, y también, aunque él ni siquiera lo sospeche, el de su extremaunción.

Se inicia para Juan Bautista un período de infaustos azares que estrangularán su carrera marinera y harán de aquel muchacho introvertido y valetudinario un escurridizo misántropo. En enero, cuando ya se extingue su permiso, enferma de viruelas confluentes, lo que le obligará a elevar una instancia al Ministro de Marina, suplicando una demora a su incorporación. A las viruelas, por una conjunción de circunstancias más grotescas que fatídicas, les sucederán algunos achaques menores, desde la amigdalitis a las ignominiosas almorranas, que prorrogarán su convalecencia y empezarán a sembrar entre sus superiores la sospecha de que el guarda marina Amorós posee una naturaleza demasiado estragada o melindrosa para las exigencias   —17→   océanas. Cuando por fin Juan Bautista se reincorpora y empieza a condecorar la cubierta de la fragata «Blanca» con sus vomitonas (y aún sigue fondeada en el puerto de Cartagena, pero basta el manso oleaje de los malecones para que Amorós afloje la espita), la sospecha deviene certeza. Para mayor inri, el 21 de septiembre de 1876 fallece doña María del Rosario, sobresalto que exigirá a Amorós nuevas peticiones de licencia. Su estancia en Madrid se prolonga, por trifulcas de testamentaría; tanta dilación acaba exasperando a sus superiores, que deciden castigar al guarda marina apenas estrenado (o quizá premiarlo caritativamente) con la licencia absoluta y definitiva. Juan Bautista Amorós ni siquiera se había iniciado en la navegación de cabotaje.

Este baldón lo maquillaría después inventándose una vida paralela, grandilocuente de honores y epopeyas, en Desde la quilla hasta el tope, o intoxicando a sus confidentes con vicisitudes que nunca acaecieron, como aquel desplante al Rey que Ramón reseña en su In memoriam, y que luego los biógrafos más perezosos han repetido hasta la machaconería: «Siendo guarda marina, el rey Alfonso XII viajó en su barco, y como uno de los guardias marinas debía comer en la mesa con el Rey, y ninguno quería, él se prestó a representar a todos los demás. El Rey se portó afablemente con él. Él estuvo a la altura de las circunstancias y por eso no se sintió humillado, pero cuando se encontró en su camarote ya solo y le ofrecieron un puro de parte del Rey, se sintió ofendido, y aunque era el que se lo ofrecía un superior suyo le contestó "que él no admitía un puro del rey, el rey no podía enviarle a él un puro sino una caja de puros" y lo rechazó, recibiendo por fin la caja de puros de la que sólo cogió uno, dándoles los otros a sus compañeros». Fuera de estos ajustes de cuentas con su pasado inexistente, Juan Bautista Amorós sufre en estos años la metamorfosis que lo devolverá convertido en Silverio Lanza; encerrado en la crisálida de su rencor, viviendo a costa de las rentas que por herencia le corresponden, el licenciado guarda marina se abisma en la lectura y empieza a destilar, en el alambique de la soledad, la esencia de la ferocidad crítica, que ya para siempre instigará sus escritos: una ferocidad indiscriminada y casi quirúrgica de tan expeditiva e hiriente, que dirigirá contra las lacras de una sociedad que, bajo la careta amable de la Restauración,   —18→   escondía las llagas de su decadencia. El clero agropecuario e infractor del celibato, los funcionarios prevaricadores, los «polizontes» comisionistas, el ejército camastrón y un poco orangután, los políticos embaucadores y sin escrúpulos morales que no vacilan en traicionar sus ideales para perpetuarse en la poltrona, las mujeres gazmoñas que acatan las beaterías que les dictan desde el púlpito (pero también las mujeres que se rebelan contra su misión procreadora), la burguesía cerril y pancesca, la plebe adocenada que comulga las injusticias de sus gobernantes y, en especial, los caciques que convierten España en un mosaico de reinos de taifas organizados en torno a su santa voluntad se van a convertir en la diana de sus invectivas. Una diana tan profusa y multiforme que podríamos considerarla una metonimia del mundo: lo que Amorós se propone es la tarea sobrehumana de desacreditar la realidad.

A partir de 1880, y en apenas una docena de títulos, Juan Bautista Amorós desarrollará una literatura inclasificable y demoledora, infiltrada de un humor cáustico, salpicada de pintorescas digresiones y gallardos apóstrofes y concebida desde una atalaya de intransigencia o autonomía moral que no accede a la componenda. Una literatura que, en su rigor censorio, podría considerarse un antecedente aventajado de las obras de Miguel Espinosa o Agustín García Calvo (aunque ambos carezcan de la abrupta y desorganizada amenidad de Silverio Lanza), hija de un talante irreductible y adverso al gregarismo; así, no deben extrañarnos las palabras que Amorós pone al frente de La rendición de Santiago: «Hablan mal de mí los viciosos, porque no alterno con ellos; los curas tontos porque admiro a Pi; los librepensadores mal educados, porque admiro a Monescillo; los cobardes, porque no les temo; los ricos, porque no les adulo; y los pobres sucios, porque no les socorro. Me odian y me injurian los que tienen algo de qué avergonzarse, si sospechan que yo lo sé, y temen que yo lo diga». Definir la ideología que anima la escritura de Silverio Lanza equivaldría a incurrir en un reduccionismo, pues sus palabras, como las de cualquier hombre libre, pastorean de todas las ideologías y de ninguna; quizá la mejor adscripción (pero se trata de una adscripción utópica, quiero decir, que no figura en los mapas) la establezca el propio autor:

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Yo soy anarquista porque deseo la falta de todo gobierno basado en el caciquismo, y como éste es indispensable mientras influyan en la política (voten) gentes sin instrucción, sin educación, sin responsabilidad moral o material, sin civismo y sin conciencia de sus actos, soy anarquista circunstancial para todos los partidos demócratas, y en España no hay políticos (incluso los carlistas) que no prediquen, con buena o mala fe, una democracia que no mejora nada, ni aun las condiciones morales y materiales de los electores infravertebrados, y que sólo beneficia a los caciques y a sus protegidos.

En esencia no soy anarquista, porque armonizo el individualismo con el colectivismo mediante la resobada frase: Todos para cada uno y cada uno para todos: conque niego la ciudadanía de quien no se sacrifica por todos (Sociedad, Estado) y niego el Estado que no se sacrifica por cada individuo.

Desde que admito la sociedad, admito su gobierno, su forma de gobierno y su personal Gobierno; pero quiero el gobierno dirigido por la aristocracia intelectual, formada por la aristocracia del saber, del trabajo y de la virtud.



Con estos presupuestos programáticos, no parece extraño que Amorós suscitara unánimes rechazos, pues en España el pensamiento no encauzado siempre ha provocado ronchas y sabañones. Pero no quisiera transmitir la idea de un Silverio Lanza artífice de una literatura doctrinaria o vicaria de entelequias políticas: como ya señalamos antes, en cita de Ramón, «él decía las ideas como si fuesen aventuras», con esa gracia ruda e ingeniosa de quien, entre el deleitoso desorden de sus libros, urdidos sin plan aparente, nos introduce con virajes vertiginosos en la verdad sangrante que denuncia. Por supuesto, se trata de una literatura que reniega del realismo en boga hacia finales del XIX, un realismo que ni siquiera observaba el magisterio de Galdós, sino que ya se había despeñado por las escotillas del costumbrismo amable y edulcorado, un poco al estilo de Palacio Valdés; Amorós (o Lanza, pues a estas alturas la criatura de ficción ya empieza a devorar a su creador) nos propone una literatura punzante, más proclive a las alegorías y a los símbolos que al retrato fidedigno de la realidad (pero la representación de la realidad es siempre más fidedigna), a la que, sobre todo, interesa la trastienda que esa realidad esconde. Cuando los jóvenes noventayochistas se asomen a los libros de Silverio Lanza, comprenderán que el propósito ético y estético que guía a ese autor emboscado y apartadizo es el mismo que los anima a ellos, y lo convertirán en un santo de hornacina en la capilla de sus predilecciones, junto a Larra o Ros   —20→   de Olano. Pero ya se sabe que las misas de capilla no estimulan la afluencia de feligreses.

En 1880 Amorós entrega a la imprenta (cualquier imprenta arrumbada en cualquier pasaje o travesía de Madrid, casi siempre la imprenta más clandestina o desidiosa) su primer libro, un volumen de cuentos titulado El año triste: cada una de las piezas breves que contiene se desarrolla en una festividad señalada del año, y de su lectura se extrae esa tristeza extenuada del descreído que, pese a su escepticismo, se resigna a exponer descarnadamente la depauperación de una España prisionera de sus caciques. Los cuentos, concebidos casi como apólogos, ya muestran en su desaliño esa maestría de Amorós para el diálogo sin artificio, brusco y zangolotino, «en que lo dicho se corrige, se contradice, casi no se explica, casi no se sabe quién lo ha dicho». Pero si El año triste merece inscribirse en el prontuario de nuestra memoria es porque en él Juan Bautista Amorós concibe o al menos otorga cartas credenciales a Silverio Lanza, quien desde el principio se configurará, no como un mero pseudónimo, sino como una criatura autónoma con existencia libresca, de la que Amorós finge ser albacea y editor, y a la que hará morir en numerosas ocasiones, para después resucitar en la siguiente novela o volumen de cuentos. Este Silverio Lanza suele tratarse de un narrador entrometido que con frecuencia interfiere en la trama que narra, con comentarios o apostillas impertinentes, intrusiones que descabalan la perspectiva e incluso como personaje activo, en cuya boca pone Amorós la dinamita dialéctica que hace de sus libros revulsivos del espíritu. Sólo en Desde la quilla hasta el tope el heterónimo sustituirá su existencia marginal y atrabiliaria por otra más regalada y plegada a las instituciones, en una concesión que Amorós se permitió, como desquite de sus fracasos náuticos.

El año triste vendió seis o siete ejemplares, cifra que Silverio Lanza superaría con algunos libros posteriores, llegando a diez o doce. Como la aversión del español a la letra impresa que no viene acompañada de alharacas promocionales reclama una explicación patológica que excede la intención de estas páginas, no insistiremos más en el cotidiano desinterés que despertó la obra de Lanza entre sus contemporáneos: él lo aceptó como síntoma   —21→   natural de la época, y se entretuvo embalando paquetes que remitía a las amistades, con ejemplares dedicados que, poco a poco, iban agotando las exiguas y pobretonas ediciones que él mismo se sufragaba. Su primera novela, Mala cuna y mala fosa (1883) narra, con episodios yuxtapuestos que aspiran a resumir moralmente una vida marcada por el signo de la depravación, la historia de Juana, una muchacha en cuya genealogía confluyen todos los vicios, criada en la inclusa y luego arrojada por su desnaturalizada madre a la prostitución, carrera que estrenará en un «lupanar aristocrático» (si la contradicción es tolerable) y clausurará en un hospital de tuberculosos; su infortunio, por el contrario, la perseguirá hasta las regiones de ultratumba, de donde la querrá rescatar su amante, Bautista, un cochambroso Orfeo que profana su tumba y propicia una escena de una macabrería que hubiese repugnado a Valdés Leal. La novela, muy esquemática en su exposición y con un punto de vista caleidoscópico, incorpora cuadros de un tremendismo zahiriente y sarcástico, y no escatima los detalles truculentos con tal de hacer vívida la crónica de una degradación.

Luis S. Granjel destaca de Mala cuna y mala fosa, «por su rigurosa novedad, el modo casi cinematográfico de presentar la compleja trama», rasgo que podría extenderse, junto a ese peculiar empleo del diálogo al que antes aludíamos, a toda la narrativa lancista. Una narrativa que aquí, con un afán clasificatorio quizá demasiado simplista o maniqueo, hemos dividido en novelas y cuentos, a sabiendas de que cualquier intento de compartimentar en géneros convencionales la obra de Silverio Lanza adolece de trivialidad, pues en ella interfieren, como afluentes adventicios, el apólogo y la biografía, el panfleto político y el folletín, en un machihembrado que le otorga su principal encanto. Esta promiscuidad genérica de Silverio Lanza quizá contribuyese a su encasillamiento como escritor inextricable, ya desde sus primeros escarceos con la pluma. Sabemos que en estos años previos a su voluntario retiro getafeño concurrió a esos cafés con chubesqui y estruendo de gargajos que frecuentaban los bohemios de aquella generación perdida que acaudillaba Alejandro Sawa; quizá lo animase cierto espíritu de confraternización literaria, quizá pensase que el triunfo exigía este peaje de gremialidad, pero el caso es que no tardó en desengañarse de tan desgañitados cónclaves   —22→   y elegir la senda discreta del aislamiento. Hermann Bahr nos esboza el retrato de aquel Silverio Lanza todavía veinteañero pero ya decantado hacia esa pose de irónico prócer que fomentaría hasta su muerte: «Silverio Lanza, de traza muy poco española con sus rebosantes mejillas, nariz de pepino y un obeso y puntiagudo abdomen, se me antojaba más bien un honrado sabio: y era el único ejemplo de ironía con que tropecé en la ciudad del Manzanares; todo un nido de amable malicia, afable bajeza y cándida perfidia contra todo el mundo y hasta preferentemente contra sí mismo... Era bromista por desesperación».

Esta doble condición de Lanza, plácida y mordaz, robustecida por una panoplia de extravagancias que abarcaban la gimnasia sedentaria y las prácticas higienistas, se agudizará en su etapa getafeña, que se inicia hacia 1885. Recién casado con la gerundense Justa Bárbara Sala, quince años mayor que él (hasta en el matrimonio quiso Silverio Lanza contrariar las convenciones de su época), se premia con una luna de miel vitalicia en aquel poblacho por entonces desvencijado y pedregoso, exótico como la tundra siberiana, aunque se hallase a un tiro de piedra de Madrid. Allí adquiere una casona, lindante con la estación de ferrocarril y situada enfrente de un colegio de escolapios, en la calle Olivares, 18, y allí subsiste más o menos holgadamente con la rentita que había heredado de sus padres, como uno de aquellos hidalgos que sobrevivían a la ruina de su hacienda mediante los milagrosos malabarismos de la austeridad. Nada sabemos de su vida conyugal, aparte de que fue un marido inaccesible a las veleidades adúlteras (el paisaje lo eximía de tentaciones), cariñoso sin ostentación, observante de esas benéficas rutinas que fraguan la convivencia y observante asiduo de las liturgias que se celebran en el tálamo, aunque esa observancia nunca fuera recompensada con una prole que anheló hasta la muerte, como se comprueba en su literatura, inmisericorde con las mujeres que obstruyen o se rebelan contra su destino procreador: «La mujer que no cumple esta misión, o realiza otros actos, es un órgano que por atrofia o hipertrofia contribuye al estado patológico de nuestra sociedad». Una aseveración que hoy lo habría convertido en reo de lapidaciones feministas, aunque él siempre se jactó de haber amado incansablemente a las mujeres («Las he quitado muchas penas y   —23→   jamás les he producido una lágrima ni una deshonra»), lujo que sólo se pueden permitir los muy misóginos.

Entre la práctica devota, pero estéril, del matrimonio y la efervescencia intelectual extingue sus horas («Duermo seis, dedico tres al prójimo y al paladar, y las catorce restantes las paso adquiriendo ideas ajenas, elaborando las mías propias y consignando de éstas las que juzgo interesantes», le declara por carta a su amigo el profesor Valentín Vivo). Hasta veinte cuartillas emborrona al día, de las cuales destruye la mayoría y sólo reserva a la publicidad (a la precaria publicidad de sus libros) «lo que tuve por ñoño y anodino». Ramón Gómez de la Serna nos describe con trazos de humorada guiñolesca los rincones y retretes de su casona, allá donde Silverio Lanza tejía sus ficciones y ejercicios corporales:

Después, sólo algunos días -muy pocos-, al final de la tarde, pasamos al despacho final, un despacho oscuro; de paredes, suelo y techo torcido, alabeado; lleno de sillas de pecho abultado y nalga mórbida; con muchos relojes; con muchas librerías, de ésas como aparadores, con cristales en el cuerpo de arriba y puertas de madera en el de abajo. En aquel fondo de casa estaban los muebles reumáticos y se percibía un olor húmedo y alquitranado.

Allí era donde él escribía fumando los cigarrillos puestos lejos de él, al borde de su pupitre, a través de una larga goma terminada por una boquilla. A veces, nos enseñaba el esqueleto que tenía guardado como en la caja erguida de un reloj de alta caja, y, a veces, nos enseñaba el cuarto dedicado a sus experiencias de antropocultura, y en el que habían armados varios aparatos como guillotinas o instrumentos para dar garrote, aparatos como los que sirven para tallar a los quintos y una cama con colchón de flores, en la que acostaba al mensurado para apuntar las últimas mensuraciones. Aquel cuarto que parecía el de las ejecuciones o el de la magia negra, nos preocupaba mucho y mirábamos a sus ventanas como de hospital cuando salíamos de aquellos sombríos departamentos de la casa que tenían también algo de gimnasio, no sólo porque Silverio Lanza era el presidente de la Asociación de Profesores oficiales de gimnasio, sino porque tenía algo de esa tristeza de los gimnasios, a los que da cierto aspecto sepulcral su monotonía, su aburrimiento y el cómo se deja en ellos enterrada estúpidamente la vida, el esfuerzo y las horas.



Pero toda esta parafernalia entre quirúrgica y prestidigitadora, como de barraca de feria donde se verificasen trepanaciones y ejercicios abdominales, palidece ante el sistema estupefaciente de timbres y otros artificios eléctricos que Silverio Lanza había diseminado por la casona, comunicados   —24→   por hilos que cruzaban las habitaciones y subrayaban el itinerario de los pasillos, como cuerdas de tender la ropa. Esta maraña de cables se coordinaba desde un panel de mandos que Silverio Lanza gobernaba desde su alcoba y que le permitía controlar las evoluciones de las visitas y sorprender los allanamientos de los intrusos con un clamoroso repicar de los timbres. Azorín y Ramón, que padecieron en sus tímpanos la eficacia de este ingenio, coinciden en su glosa o mención, en un esfuerzo por aproximarnos la personalidad estrambótica y con salidas de pata de banco de aquel anacoreta lúdico, embarcado por estos años en un frenesí creativo que, en apenas un lustro, redundará en siete libros. De 1888 es Cuentecitos sin importancia, una compilación que, bajo el título inocuo y falsamente modesto, incluye un vituperio de propiedades casi alcalinas del mundo rural, fustigado por la calamidad endémica de los caciques. Un año después aparece Noticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo, una parábola sobre la rapacería y la incuria moral de los políticos que Silverio Lanza disfraza bajo los ropajes del rigor documental, construyendo un collage que anticipa en varias décadas la quest biográfica de A. J. A. Symons, los muy verosímiles embustes de Max Aub en Josep Torres Campalans y las erudiciones apócrifas de Borges. Fragmentos de discursos, extractos de debates parlamentarios, un retrato del Marqués supuestamente perpetrado por el Excmo. Sr. D. A. P. Garrique, Ministro de Bellas Artes, y hasta una Carta al Papa llena de meandros y reconvenciones que figura como apéndice componen, entre otros documentos, las teselas de un mosaico a partir del cual Silverio Lanza se propone radiografiar a Nicasio Álvarez, «socialista por instinto» que en sucesivos alardes de oportunismo alcanza la representación en la Cámara bajo el reinado de Salvio V, para después comandar una «Unión de las Izquierdas» que, alcanzado el poder, se transforma en «Partido Constitucional» entregado a la «represión más ciega y arbitraria». Depuesto Salvio V, Nicasio Álvarez, que ya ostenta el título de Marqués del Mantillo, tiene que exiliarse; en el destierro bifurcará su actividad entre los coqueteos literarios (hasta entonces no había mojado la pluma, por padecer una supuesta ceguera de la que cura milagrosamente) y la conspiración, hasta que un golpe de Estado le adjudica el rango de Gran Mariscal, que le servirá para convertir el país en campamento y proseguir su ascenso   —25→   en las jerarquías políticas. La principal originalidad de Silverio Lanza, más allá de la técnica empleada para reconstruir la biografía de este personaje ficticio o la creación de una geografía imaginaria en la que ya siempre desarrollará sus fábulas, descansa sobre todo -como muy atinadamente ha señalado Ricardo Senabre- en dotar a su obra de un valor universal que supera la mera intención satírica: aunque Nicasio Álvarez admita similitudes y concomitancias con políticos de la Restauración que practicaron el chaqueterismo o la involución hacia posturas conservadoras, como Sagasta o Romero Robledo, lo que a Silverio Lanza le interesa es denunciar la estulticia de fondo que propicia la promoción de elementos como Nicasio Álvarez, quien en su impostura llegó a encubrir su analfabetismo con una ceguera de la que «sanó» cuando aprendió los rudimentos de la cartilla. La indignación de Lanza, maquillada por los ropajes de una imparcialidad ecuánime que el propio autor se preocupa de infringir con comentarios y apuntes de impía aspereza, no obsta para que de vez en cuando se deslicen pasajes desternillantes, como aquél en que, ante los requerimientos insistentes del Marqués para que escriba su biografía, Lanza se compromete: «Te lo juro por Cristo», compromiso que Nicasio Álvarez no juzga suficiente:

-Ese juramento no significa nada para nosotros... Ven aquí... Jura sobre esto -le contesta el interpelado.

Y yo puse mi diestra sobre el desnudo descote de la baronesa de Troichamps y juré.



Parecidas irreverencias, y aun otras lindantes con la chocarrería, intercalará en Ni en la vida ni en la muerte (1890), la novela más incendiaria entre las suyas (aunque elegir la hoguera más severa entre los fuegos inclementes de Silverio Lanza resulte una tarea propia de bomberos), que le costaría una acusación de «escarnio público del dogma y religión cristiana, así como injurias al clero y magistraturas». Ni en la vida ni en la muerte transcurre en Villar ruin, aldea de Atarjea cuyo gobierno se disputan los funcionarios de justicia venales, los sacerdotes concupiscentes y los caciques ávidos de la sangre ajena. La descripción de los actores del drama (el juez Licurgo, el párroco Pío de la Cruz, la inocente niña Loreto Prada, que sufrirá la inmolación física y espiritual) permite a Silverio Lanza desplegar las excelencias   —26→   de su estilo intemperante y venenoso, pero la resolución de la intriga, con su acumulación de barbarie, se nos antoja un poco mazorral. Las acusaciones que recayeron sobre Lanza no prosperaron, y fue absuelto en el juicio que dirimía su culpabilidad; no tuvo, pues, que acogerse al indulto concedido por la reina regente María Cristina para delitos de imprenta, ni acatar encierros preventivos en prisión, por más que luego rodease este episodio de heroicas resistencias, denuncias anónimas y acusaciones villanas de una fantasmagórica odiadora que, debido a la indignación que le había producido verse retratada en uno de sus personajes, quiso atraer el infortunio hasta su casa: «Ni en la vida ni en la muerte -afirma Silverio Lanza- causó tantas penas a mi esposa que guardo la evidencia de que originó mi viudez». Todos estos delirios o hipérboles paranoicas envolverán con una aureola de indómita grandeza a Silverio Lanza, sobre todo ante las nuevas generaciones de escritores, para quienes la circunstancia de que hubiese sido procesado por escribir un libro -«como Baudelaire, como Flaubert», señala admirativamente Azorín- constituía un motivo de arrobo. Protegido por esa aureola, Lanza aflige las imprentas con otros dos libros de relatos, Cuentos políticos (1890) y Para mis amigos (1892) y con esa rareza bibliográfica, mezcla de memorias paródicas, novelita bizantina con incursiones en la picaresca y hagiografía sin rubor, que es Desde la quilla hasta el tope (1891), donde exorciza las frustraciones que lo persiguen desde la adolescencia, a la vez que corona su proyecto literario y vital de adulteración de la realidad.

En 1893 aparece la que (pese a la tendencia bastante cerril y extendida de ponderar sobre todo la narrativa breve de Silverio Lanza), a mi modesto parecer, se erige en cúspide de una bibliografía marcada por la desmesura genial. Me refiero a Artuña, especie de vademécum que alberga la suma de las obsesiones lancistas, su cosmogonía de pasiones obturadas y bíblicos enojos y retrancas misóginas, vertebrada en torno a una historia de amor folletinesca. En Artuña se nos exponen los dilemas y tribulaciones de Luis Noisse, un joven militar encadenado en matrimonio a Marcela Brether, mojigata y aburrida, y requerido por la tentación adúltera de Águeda, una muchacha plebeya que resucita sus apetitos y también le hace concebir la quimera de un amor que fusione las almas. El segundo volumen de la novela   —27→   glosará el descenso de Luis Noisse hacia los abismos de la infamia, los celos y hasta la demencia, ocasionada por la pérdida de su hijo (de nuevo la sombra filial, como un anhelo que se escurre entre los dedos, pesadilla recurrente en la obra de Silverio Lanza), antes de perecer sin consuelo en presencia de una abyecta Águeda, convertida en algo así como un demonio portador de tragedias. Artuña baraja, entre la trama sinuosa de peripecias y conflictos, teorías sobre la convivencia matrimonial, la pulsión erótica y la depravación de la mujer, a quien, en una moraleja final que completa o parafrasea o altera cierto episodio del Génesis, le dedica estos piropos: «Comprendió la mujer que había sido vencida por la culebra, y la odió, pero procuró imitarla para conseguir sin riesgo su victoria, y avanza silenciosamente, se enrosca para ocultarse, se pone erguida cuando se la molesta y se quita la camisa en cuanto encuentra ocasión».

Aquel aborrecedor del sexo femenino se zambulliría, paradójicamente, en las tenebrosas cuevas de la depresión cuando, en mayo de 1896, fallece su esposa Justa, con el pecho inflamado por una endocarditis. De este ensimismamiento sombrío lo rescata, primero, Luis Ruiz Contreras, aquel Anatole France en alpargatas, brindándole las páginas de Revista Nueva; en seguida se sumarán al rescate del ermitaño de Getafe Azorín y Baroja, que estimulan la vanidad de Lanza con visitas en su casona de la calle Olivares. Azorín, a raíz de aquellas visitas (sobresaltadas por el estridor de los timbres), empapelará ABC con artículos admirativos, en los que, fiel a su talante desprendido, encarece al «hombre fuera del ambiente convencional, enemigo de lo sancionado -injustamente sancionado-, y, sobre todo, artista que escribía sin pensar en el público, sin halagarle, para sí, según su gusto». También será Azorín quien invite a Silverio Lanza a pronunciar en el Ateneo una conferencia de tema libre que el autor de Artuña rellenará despotricando contra los caciques, haciéndolos responsables de todos los males que infectaban España, incluida la escasez de buenos escritores. Ramón figuró entre el público ralo y perplejo: «Una lluvia torrencial caía sobre la techumbre y resonaba en todo el salón. No fue casi nadie por eso. Azorín, cubriéndose con su paraguas rojo que llegó desteñido, no faltó. La lluvia no dejó oír lo que dijo, y de aquel diluvio nos ha quedado el pánico de un segundo diluvio   —28→   y de las salvas de aplausos, que imita la lluvia, y que no dejaban apreciar lo que Silverio decía del caciquismo. Él debió sentir que cuando más cerca de la exaltación había estado, naufragaba. Valientemente estuvo sobre cubierta hasta el último momento y después, como a nado, se volvió a Getafe, renunciando para siempre al triunfo en Madrid».

Mucho más intrincada y espinosa fue la relación que Silverio Lanza mantuvo con Pío Baroja. No podía ser de otro modo, tratándose ambos de escritores de acusada y algo cazurra personalidad, monarcas de sus manías y recalcitrantes mantenedores de sus tiquismiquis. Cuando, en 1900, Baroja, con la compañía mediadora y balsámica de Azorín, viaja hasta Getafe para conocer a aquel hombre de independencia huraña y salvaje, su impresión no puede resultar más positiva; en un artículo publicado en Alma Española llegará a escribir: «Su conversación es una serie de saltos, de cabriolas, de ideas que aparecen y desaparecen, tan pronto cómicas como profundas. [...] He hablado con hombres de talento; he conversado con Eliseo Reclús, con Pi y Margall, con Salmerón, con don Juan Valera, con Galdós, con Benavente; ninguno me ha producido el asombro, la admiración que me ha producido Lanza. Su cerebro es un hervidero de ideas y de paradojas, un bullir continuo de proyectos, razonados unos, ilógicos otros, de planes políticos, sociales, mercantiles de toda clase». Las fricciones no tardarán, sin embargo, en interferir tan jabonosos ditirambos: después de haberse confesado su más rendido admirador («recuerdo cómo, al decirle que me gustaban sus libros, le brillaban los ojos de la emoción», observa Baroja, con caritativa crueldad), le enviará un ejemplar de Vidas sombrías, su opera prima, que Silverio Lanza acogerá con reticencias pontificales, llegando incluso a enviarle a Baroja «una carta larguísima para convencerme de que debajo de cada cuento debía poner la consecuencia o moraleja». No contento con formular estas reconvenciones, Lanza amenaza a Baroja con redactar él mismo esas moralejas, en caso de que el neófito no se avenga a hacerlo. Baroja, que no era nada bien sufrido ni contemporizador, empieza a alimentar su animadversión hacia aquel hombre «con un fondo enorme de ambición fracasada» que pretende entrometerse en su literatura y rectificarla con apólogos zumbones.

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El enconamiento entre Baroja y Lanza se fue consolidando con los años, siempre mitigado de pullas sibilinas y elogios de doble filo. En un banquete que Azorín organiza el 25 de marzo de 1902, en honor de Baroja, que acaba de obtener una repercusión crítica nada baladí con Camino de perfección, Silverio Lanza pronuncia, a la hora de los discursos, una perorata de apariencia laudatoria, aunque subterráneamente envenenada de reproches y eutrapelias. Hacia el final, cuando en la mesa ya se había hecho ese silencio funerario y lívido que rodea este tipo de apreturas, Lanza escupe su censura más aviesa e hiriente, o al menos la que más hirió en su orgullo a Baroja, célibe vergonzante y reconcomido: «El defecto de la obra de Baroja es que carece de mujeres, que no hay en ella una sola mujer verdadera». Desde entonces, Baroja se dedicará a propalar la «misoginia agresiva» de Lanza, en justa correspondencia al alevoso ataque (alevoso sobre todo porque la especie cuajó, y Baroja siempre arrastró fama de desconocedor del alma femenina) que había enturbiado la paz de aquel banquete, llegando a atribuir a Lanza algunos comentarios y epigramas estremecedores, como éste: «A las mujeres y a las leyes hay que violarlas para hacerlas fecundas». Podrida aquella amistad naciente que había propiciado Azorín, el navajeo entre Lanza y Baroja ya nunca remitió, aunque siempre fue un navajeo muy protocolario y a primera sangre que mantenía la compostura: sólo Ramón, en su calidad de albacea moral, se atrevería, cuando ya los huesos de Silverio Lanza alimentaban de fósforo el suelo de Getafe, a afear la roñosería espiritual de Baroja, quien -según el juicio un tanto calenturiento de Ramón- había saqueado las invenciones del autor de Artuña. Despectivamente, y como al desgaire, Baroja calificará las acusaciones ramonianas de «puras tonterías, maniobras estratégicas».

Que Lanza influyó en Baroja, sobre todo en el Baroja primerizo, no parece asunto que requiera mayor elucidación; pero de ahí a afirmar, como hace Ramón, que Baroja sea «un Silverio Lanza industrioso e industrial» media el trecho de la ojeriza ofuscada. En cuanto a las trifulcas sordas entre Baroja y Lanza, y a sus intercambios de acusaciones y desdenes, no debemos olvidar, por un lado, el concepto cainita de la literatura que profesaba Baroja (en sus memorias, soslaya o ningunea o zahiere a los escritores más estimables   —30→   , y acoge a los más birriosos), y por otro el carácter picajoso y demencial de Lanza, que por aquellos años ya empezaba a tejer, en el telar de sus quimeras, esa entelequia de la «Antropocultura», sólo explicable en un talento atacado de meningitis, una disciplina de su creación que aspiraba al mejoramiento de la raza humana mediante prácticas gimnásticas y eugenésicas que incluían consejos sobre las posturas idóneas para el coito. Silverio Lanza, cíclope en la soledad encallada de su caserón getafeño, convaleciente de viudez y caciquitis, dimite lentamente de la literatura y se entrega a otras aficiones que también exigen morosidad y sedentarismo, como la botánica, llegando a recopilar en el jardín de su casa (un jardín pompeyano, con pozo y empedrado) una variedad de plantas de latitudes exóticas o marcianas que provocaban el desconcierto de las visitas.

En 1903, Silverio Lanza reincide en el matrimonio y se casa con Vicenta Anastasia Tallaeche, que tampoco será capaz de bendecir la unión con ese hijo que Lanza desea imperiosamente. Quizá por estimular la fecundidad de su esposa (la superstición popular y la «Antropocultura» lancista convenían en resaltar el influjo que la contemplación de amenos paisajes puede ejercer en la potencia genesiaca), proyecta viajes periódicos a Alicante, Barcelona o Córdoba (donde se susurraba que poseía algunos viñedos y olivares que mejoraban sus exiguas rentas), nunca más allá, pues Silverio Lanza se conformaba, desde sus postulaciones fallidas a la Marina, con la contemplación del océano, y sabía que su reino era de secano. En 1907, cuando ya la atención que le habían dispensado los noventayochistas remitía, publica La rendición de Santiago, su mejor novela después de Artuña, encabezada con un prólogo ininteligible de un supuesto Pedro Martínez en el que hace mofa de la jerga jeroglífica empleada por los críticos. En La rendición de Santiago, Lanza vuelve a arremeter, con renovada y febril virulencia, contra los estamentos sociales más beneficiados. La policía, los políticos, los socialistas (a quienes tilda de artesanos majaderos y holgazanes con pretensiones cursis), la prensa, el ejército y -con énfasis jeremiaco- los caciques reciben el varapalo habitual de sus invectivas, así como el clero, sobre cuya obligación de celibato se permite bromear, dudando de la efectividad de su cumplimiento (estas irreverencias fueron amputadas de la reedición que Luis S.   —31→   Granjel hizo en 1966). La novela, como su título indica, narra la claudicación de Santiago Albo, que termina aceptando el cargo de cacique de Valdezotes, por imposición de su esposa, doña María, una maquiavélica pechugona que supo aprovechar las flaquezas del protagonista y encalabrinarlo, con estudiados achuchones; antes, Silverio Lanza nos habrá paseado por su personal carrusel de execraciones y teorías variopintas, condimentadas de burlas y recochineos y otras causticidades.

La última novela publicada en vida por Lanza será también la única que no deba sufragar arañándose los bolsillos. Titulada originariamente La vermicracia («gobierno de los gusanos», según indagación etimológica), Eduardo Zamacois, aquel tenorio de pluma nada pedestre, exigió como requisito previo a su inclusión dentro del elenco de Los contemporáneos, revista que había fundado y a la sazón dirigía, que abreviase o simplificase esa designación, proponiendo como título alternativo Los gusanos. Vuelve Silverio Lanza en esta novelita, aparecida en agosto de 1909, a abundar en el tema del inocente decantado hacia la bellaquería por culpa de un entorno donde la profesión de virtudes y rectitud se ha quedado reducida a reliquia que estimula más la irrisión que la nostalgia. La moraleja que Lanza no se recata de hacer explícita coincide con sus tesis de anarquismo aristocratizante: tan culpable de esta degeneración moral es el cacique, ese gusano voraz, como la sociedad putrefacta sin cuyo abono su presencia parasitaria no sería posible.

Aún escribiría Silverio Lanza otra novela de tono casi hilarante, a la vez que desengañado, que Ramón colocaría póstumamente en La Novela Corta, acompañada de una semblanza de Cristóbal de Castro donde se asevera que, para Silverio Lanza, «la humanidad es un conjunto de farsantes egoístas, dominando a un rebaño de serviles concupiscentes». Medicina rústica nos cuenta en primera persona la experiencia entre vodevilesca y kafkiana de un Silverio Lanza que suplanta a su amigo Mariano, médico rural de Navadebolos, en el ejercicio de su cargo, sin conocimiento alguno del oficio, para que éste pueda casarse de extranjis con Remedios, hija del alcalde. La usurpación propicia situaciones desopilantes, como aquélla en que el protagonista debe pronunciar ante las fuerzas vivas del villorrio un discurso que rellena con un   —32→   galimatías de palabrejas sin sentido, aplaudidas sin embargo por su auditorio hasta el florecimiento de callos en las manos.

Cuando ya Juan Bautista Amorós parecía haber jubilado a Silverio Lanza, resignándose a emplear sus desvelos en la teorización algo mentecata de esa disciplina de propia creación denominada «Antropocultura», aparece un día a su puerta un muchacho rechoncho y jocundo, con aspecto de botijo ambulante y voz de trompeta desquiciada. Se trata de Ramón Gómez de la Serna, el talento más próvido y mareante de esa novísima generación que ya se dispone a enterrar a los padres inmediatos (célebre fue la aversión mutua e insobornable que se procuraron Ramón y Baroja) y a reivindicar a los abuelos, repitiendo las estratagemas bélicas que rigen la batalla literaria desde el origen de los tiempos. Ramón entronizó a Silverio Lanza en las páginas de Prometeo como maestro máximo de esa corriente copiosa y vanguardista que era él mismo, o su escritura, y Silverio Lanza, a cambio, le franqueó las bodegas de su alma, y lo honró con el regalo tacaño de su amistad, en aquellas tardes de suspenso sopor en que las horas parecían interrumpir su faena, para escuchar amodorradas los reveladores y brillantísimos dislates de aquella pareja de conversadores monologantes.

El 30 de abril de 1912, a las diez de la mañana, Silverio Lanza, en la vida civil Juan Bautista Amorós, deja que su corazón muera de hipertrofia, reventado de tanto bombear sangre a su cuerpo de toro buenote o canónigo reborondo, no sin antes tumbarse sobre la cama matrimonial, aquella cama amplísima, superpuesta de colchones, que, según Ramón, era «una de las más altas camas sobre el nivel del mar». Al entierro, presidido por su hermano Narciso y su viuda, sólo acudieron los gatos famélicos, para tumbarse al sol del cementerio, que es el sol que más calienta, porque los muertos requieren, para su combustión en almas, una luz más acendrada que penetre entre las ranuras de sus sepulturas. También estuvo allí Ramón, que escribió para La Tribuna la crónica de aquel sepelio desangelado, tan congruente con lo que había sido la existencia de Lanza, siempre refugiada en los sótanos de la misantropía. Algunas semanas más tarde, los amigos de Lanza recibieron un ejemplar de la segunda edición de sus Cuentos escogidos, recién salidos de la prensa y olorosos a ese perfume como de panificadora tibia   —33→   que poseen los libros recién bautizados de tinta; los ejemplares, embalados en paquetes que ostentaban la letra de su autor, sembraron la inquietud entre los destinatarios, que llegaron a pensar -quizá asediados por la mala conciencia de no haber asistido a su entierro- que Silverio Lanza no había muerto, o que al menos se había levantado de la tumba, para darse un garbeo hasta la estafeta de correos.

No andaban desencaminados. Si hubiesen abierto su ataúd, habrían comprobado que Silverio Lanza, o su esqueleto, se había movido: el antebrazo derecho habría aparecido flexionado hacia su brazo, y entre ellos estarían los huesos de la mano izquierda. En aquel corte de mangas póstumo se resumía la despedida de Juan Bautista Amorós al mundo demasiado mostrenco y abotargado que quiso alterar o abolir con sus fantasías.

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ArribaAbajoNota a esta edición

Hemos querido reunir aquí las novelas completas de Silverio Lanza, tan denostadas por quienes nunca las leyeron, tan desprestigiadas por quienes prefirieron moderar su talento a la distancia escueta del cuento, donde sin duda también brilló nuestro autor, aunque fuese este un brillo enjaulado, apenas un chispazo fulgurante, frente al brillo intermitente y como a trompicones, pero deslumbrador sin pausa, que nos ofrecen sus novelas. En ellas encontramos al Silverio Lanza en estado puro, digresivo y divagatorio, inconformista con los moldes de los géneros y paseante errabundo por los enlaberintados pasajes de su escritura.

Otra razón podemos invocar para la exclusión de sus cuentos de una edición que, con su añadido, habría alcanzado dimensiones de enciclopedia. Aunque en ediciones municipales o minoritarias, los cuentos de Silverio Lanza siguen disponibles para el lector avezado, ventaja que no se hace extensible a sus novelas. Sólo Noticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo puede hoy ser rescatada, entre los anaqueles arrumbados de alguna librería; el resto (salvo Ni en la vida ni en la muerte y La rendición de Santiago, esta última con zarrapastrosas amputaciones de la censura) ni siquiera han obtenido la recompensa de la reedición, en un país tan partidario del dispendio de papel. Debo la utilización de las ediciones originales a Luis Alberto de Cuenca, ese atleta de la generosidad que administra con discreta eficiencia los fondos de la Biblioteca Nacional. Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, mi bibliógrafo favorito, coleccionista exhaustivo de publicaciones de quiosco, me suministró una copia de Los gusanos: sin el apoyo de ambos, esta resurrección de Silverio Lanza se habría quedado en agua de borrajas.

Por facilitar la lectura hemos adecuado la ortografía de Lanza a los usos actuales, y acomodado el exceso de tildes de la época a la austeridad tipográfica de los tiempos que corren. Por lo demás, la prosa de Silverio Lanza, tan peculiar y perspicua, se ha mantenido intacta; ojalá su lectura no nos deje intactos a nosotros: sería un síntoma halagüeño de que aún es posible subvertir la realidad.





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ArribaAbajo Bibliografía


Obras de Silverio Lanza

El año triste. Relatos; Madrid, 1880.

Mala cuna y mala fosa. Novela; Madrid, 1883.

Cuentecitos sin importancia. Relatos; Madrid, 1888.

Noticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo. Novela; Madrid, 1889.

Ni en la vida ni en la muerte. Novela; Madrid, 1890.

Cuentos políticos. Relatos; Madrid, 1890.

Desde la quilla hasta el tope. Novela autobiográfica; Madrid, 1891.

Para mis amigos. Relatos; Madrid, 1892.

Artuña. Novela; Madrid, 1893.

La rendición de Santiago. Novela; Madrid, 1907.

Cuentos escogidos. Relatos; Madrid, 1908.

Los gusanos. Novela; «Los Contemporáneos», año 1, número 32; Madrid, 6 agosto 1909.

Medicina rústica. Novela, «La Novela Corta», año III, número 119; Madrid, 13 abril 1918.

Páginas escogidas e inéditas. Edición de Ramón Gómez de la Serna; Biblioteca Nueva, Madrid, 1918.




Reediciones

Obra selecta. Selección y estudio preliminar de Luis S. Granjel. Alfaguara, Madrid, 1966.

Cuentos políticos. Acredisa, Madrid, 1981.

Ni en la vida ni en la muerte. Prefacio de Avelino Hernández Lucas. Emiliano Escolar, Madrid, 1981.

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Cuentecitos sin importancia. (Reproducción facsímil de la edición original) Ediciones de la Torre, Madrid, 1981.

Silverio Lanza... en memoria. Asociación de Amigos de Getafe, Getafe (Madrid), 1982.

Noticias biográficas del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo. Libertarias, Madrid, 1992.

Antología. Selección, prólogo y notas de Julián Moreiro. Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, Madrid, 1998




Crítica

AZORÍN, «Silverio Lanza»: Clásicos y modernos (1913); Obras Completas, t. II. pp. 778-82; Madrid, 1947.

«Silverio Lanza»: Madrid, cap. XXXII; Obras Completas, t. VI, pp. 260-263; Madrid, 1948.

«Silverio Lanza»: ABC, Madrid, 7-VII-1905; Escritores, pp. 15-6; Madrid, 1956.

«Silverio Lanza»: ABC, Madrid, 1-VIII-1943; Escritores, pp. 257-60; Madrid, 1956.

BAROJA, PÍO, «Silverio Lanza»: El tablado de Arlequín; Obras Completas, t. V, pp. 54-5; Madrid, 1948.

Desde la última vuelta del camino. Final del siglo XIX y principios del XX; Obras Completas, t. VII, pp. 738-39; Madrid, 1949.

BAROJA, RICARDO, «Silverio Lanza»: Gente del 98, páginas 129-33; Barcelona, 1952.

CASTRO, CRISTÓBAL DE, «Silverio Lanza. Semblanza literaria», prólogo a Medicina rústica de Silverio Lanza; «La Novela Corta», año III, n. 119, Madrid, 13 de abril 1918.

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CORPUS BARGA, «Del hombre raro de Getafe. Dos cartas y una invitación»: Papeles de Son Armadans, t. XXXIV, n. 100, pp. 9-39; Palma de Mallorca 1964.

DURÁN, MANUEL, «Silverio Lanza y Silvestre Paradox»: Papeles de Son Armadans, t. XXXIV, n. 100, páginas 57-72; Palma de Mallorca, 1964.

FARRERAS, PEDRO, «Juan Bautista Amorós. Silverio Lanza»: Las noticias, Barcelona, 9 de mayo 1912.

GARCÍA REYES, JOSÉ, Silverio Lanza: entre el realismo y la generación del 98. Ediciones Universidad de Salamanca, 1979.

GÓMEZ DE LA SERNA, RAMÓN, «In Memorian» y «Epílogo»: Páginas escogidas e inéditas de Silverio Lanza, pp. 1-48 y 277-96; Madrid, Biblioteca Nueva, s. a. [1918].

«Silverio Lanza». «Azorín»: Biografías Completas, pp. 1229-54; Madrid, 1959.

GRANJEL, LUIS S.: Retrato de Silverio Lanza, en «Obra selecta», pp. 6-90; Madrid, 1966

«Un número de la revista juventud»: Baroja y otras figuras del 98, pp. 219-26; Madrid, 1960.

«Biografía de Revista Nueva», Salamanca, 1962.

«Biografía de Prometeo», Ínsula n. 195; Madrid, 1963.

«Silverio Lanza en el recuerdo de sus coetáneos»: Papeles de Son Armadans, t. XXXIV, n. 100, páginas 43-53; Palma de Mallorca, 1964.

JIMÉNEZ, JUAN RAMÓN, «Silverio Lanza» (1915): Españoles de tres mundos, pp. 283-284; Madrid, 1960.

MENÉNDEZ ARRANZ, JUAN, «Silverio Lanza»: Índice de artes y letras, n. 84; Madrid, 1955.

PARÍS, LUIS, «Juan Bautista Amorós»: Gente Nieva. Crítica inductiva, pp. 157-65; Madrid, s. a.

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RUIZ CONTRERAS, LUIS, «Silverio Lanza»: De guante blanco (Estudios Críticos), pp. 205-15; Madrid, s. a.

SAINZ DE ROBLES, FEDERICO CARLOS: Ensayo de un Diccionario de la Literatura, t. II, pp. 574-75, Madrid, 1953.

SAAVEDRA ESTEBAN, JUAN JOSÉ, La narrativa de Silverio Lanza. Editorial de la Universidad Complutense, Madrid, 1988.

El humor de Silverio Lanza y Ramón Gómez de la Serna: dos madrileños atípicos. Prólogo de Julio Caro Baroja. Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993.

Silverio Lanza, autor irónico. Orígenes, Madrid, 1984.

SENABRE, RICARDO, «Silverio Lanza y el Marqués del Mantillo»: Papeles de Son Armadans, tomo XXXIV n. 100, pp. 97-108; Palma de Mallorca, 1964.

SERRANO PONCELA, SEGUNDO, «Un raro: Silverio Lanza». El secreto de Melibea, pp. 55-86; Madrid, 1959.

VEGAS GONZÁLEZ, SERAFÍN, Literatura y disidencia en la obra de Silverio Lanza. Orígenes, Madrid, 1984.

ZORITA, ÁNGEL, «El anticlericalismo de Silverio Lanza»: Papeles de Son Armadans, t. XXXIV, n. 100, pp. 76-94; Palma de Mallorca, 1964.







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