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ArribaAbajo Artuña (1893)


Según doctos pareceres,
más daño que una mujer
lo hacen sólo dos mujeres.



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Advertencia

Ce livre n'est point fait pour circuler dans le monde, et convient á tres-peu de lecteurs. Le style rebutera les gens de gout: la matiére alarmera les gens séveres: tous les sentiments seront hors de la sature pour ceux qui ne croient pas á la vertu. Il doit déplaire aux dévots, aux libertins, aux philosophes; il doit choquer les femmes galantes, et scandaliser les honnetes femmes. ¿A qui plaira-t-il donc? Peut-etre á moi seul: mais á coup sur il ne plaira médiocrement á personne.


J. J. Rousseau                


Cuando vine al mundo encontré hechos mis libros y sus prólogos; y mi único mérito consiste en repetir a fines del siglo diecinueve lo que otros hombres dijeron en épocas de mayores libertades. Doy gracias a la reacción.


Silverio Lanza                




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Otra advertencia

Una mujer ignorante o mal dirigida se creyó retratada en uno de mis escritos, y un anónimo de ella me produjo un proceso y una prisión.

Una mujer bendita iba pisando fango para llevarme a la cárcel los dulces consuelos de su cariño.

Cuando terminó aquel proceso me pidió la santa mujer que no ofendiese a la calumniadora, porque ésta era madre. Y la mujer imbécil acaso esté pensando en ultrajar a mi esposa.

Y es que no hay mayor dolor para el perverso que la contemplación de las virtudes ajenas.

Por eso yo, que no soy cruel, nunca ensalzo a los buenos porque entiendo que esto es demasiado castigo para los malos.

Y me limito a describir infamias para que los justos perseveren en la virtud, y los canallas se ejerciten en la escritura.

S. L.                




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ArribaAbajoSíntesis

Dios hizo la luz, las aguas, la tierra, los astros, las plantas, los animales, el hombre y la mujer; y no siguió creando porque comprendió, en su infinita sabiduría, que lo iba haciendo muy mal.



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I

La esposa del actor Barroedo...

(Ya sé que no estaba casada; pero no me interrumpáis.)

La esposa del actor Barroedo, que era muy devota, preguntó a su marido:

-¿Qué pides a Dios durante la novena? -¿Yo?... que acabe pronto.

Murió Barroedo y las novenas continuaron.

Está visto que las instituciones viven más que los ciudadanos, y por eso propongo que se convierta al hombre en institución.




II

Pero...

(Ahora voy a contradecirme.)

Lineno y Cuvier hicieron sus clasificaciones zoológicas atendiendo el primero a la organización del sistema circulatorio, y el segundo a la organización del sistema nervioso.

Me parece muy bien.

A medida que pasan los años va siendo el progreso más rápido y necesario. El progreso tiende a aumentar la utilidad de todo lo que existe, entendiendo por útil aquello que produce una emoción agradable. Por tanto, no creo inoportuna una nueva clasificación zoológica, informada por las diferencias de utilidad que presentan los animales.

Desde luego propongo una separación entre los que viven para amar, y los que odian para vivir.

Meditemos.





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ArribaAbajo Primera parte

Por qué



   Mulier, ¿ubi sunt qui te acusabant?
¿Nemo te condemnavit?
    Quae dixit: Nemo, Domine. Dixit
autem Jesus: Nec ego te condemnabo.


San Juan.                



    Busca novia cariñosa,
educada, rica y buena,
y date por satisfecho
si no te casas con ella.


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I

Y no te digo más, porque el criado no cesa de entrar y salir; pero cuando hayamos concluido de comer, ya te pondré las peras a cuatro.

-Calla, Marcela, que si no tienes razón ya te daré para peras.

-¿Serías capaz de incomodarte conmigo?

-¿Contigo? Vidita mía ¿y por qué?

-Que viene el muchacho.

-Este Bautista es tan inoportuno...

-Pero si trae el asado.

-Gracias a Dios que acabamos.

-¿No tomas dulce?

-Si me lo das con tu boquita... -¡Zalamero!

-Lo que deseo es que nos sirvan el café.

-Repara que el dulce lo hice yo.

-¿Con qué?

-Pues, con leche, huevos y azúcar...

-¿Y lo has probado?

-Sí.

-Pues por eso está dulce.

-No hables, porque eres un traidor.

-¡Traidor! Y soy un justo.

-Eso me lo probarás después.

-Te probaré todo lo que quieras.

-Estás insufrible: todo lo tomas por donde quema.

-Y tú te agarras a un clavo ardiendo.

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-¡Luis! -¡Marcela! -Que estamos en la mesa.

-El asado no me infunde respeto.

-Bien te callas cuando está papá.

-Porque tu padre se lo charla todo; pero me aburro por completo.

-Por eso ahora te desquitas

-¡Ya lo creo! Y lo vas a ver. Ordeno y mando. Tomaré el dulce más tarde, y ahora, enseguidita, el café. ¡Bautista!

-Señorito.

-Quita el mantel, sirve el café, y come.

- Está bien.

-¿Y ahora?, chiquitina mía, ¿qué dices ahora, que estamos solos? ¿Y esas cuentas que me ibas a ajustar?

-Por Dios, Luis, no seas atropellado, y hagamos la digestión en paz. Sobre todo, ¿quieres que ajustemos cuentas? Pues las ajustaremos.

-¿Es decir que insistes?

-Sí, insisto, sí. Tú crees que me engañas y estás equivocado. Escucha, y no me interrumpas. Dijiste que enviarías a la generala Lafoi una esquela participándole nuestro enlace.

-Y lo he hecho.

-¡Ves como quieres engañarme! -¿Yo?

- Sí, tú. En el bolsillo del capote he encontrado la esquela dentro de un sobre dirigido a don Román María Antón.

-¿De veras?

-Aquí lo tienes.

-Trae, chiquilla, trae.

-Sí, busca una disculpa.

-¿Qué disculpa ni qué atacador? Si esto tiene mucha gracia. He enviado a la generala un besa la mano para el director del Museo.

-Y ¿para qué lo necesita esa señora?

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-Para nada; Si quien lo necesitaba Y me lo había pedido era Román María Antón.

-Pero ese Román, ¿es hombre o mujer?

-Hija, no puedo asegurarlo; pero es Jefe de artillería.

-Vaya una salida.

-Como dudabas de que fuera hombre...

-Si no le conozco.

-Yo sí; pero tampoco podía asegurarte si sería hombre o...

-Ya volvemos a las andadas.

-No, porque la digestión es función muy importante para ti.

-¡Ingrato!, ¡y sólo pienso en tu bien!

-No me llames ingrato, porque me pego un tiro.

-Eso ni en broma se dice.

-No me reprendas, que seré bueno.

-Pillo, así me engañas.

-Y dale con que te engaño. ¿Te refieres otra vez a la generala?

-Ya no; estoy convencida.

-A propósito, ¿con qué derecho te permites registrar los bolsillos de mi capote?

-Derecho... derecho; ya sé que no tengo derecho, pero yo no los registro, los limpio, y nada más.

-¿Y también limpias los sobres por dentro?

-Perdóname, Luisito; pero es una costumbre que no me puedo quitar.

-¡Hola!, ¿conque ya es antigua?

-Desde que éramos novios. Siempre registraba la prenda que dejabas en la antesala, lo mismo cuando vestías de uniforme, que cuando vestías de paisano.

-¿Y nunca encontraste nada de particular?

-Mucho polvo de tabaco, y... una vez me encontré una tarjeta...

-¡Una tarjeta!

-Sí, con rayas negras y encarnadas...

-¡Ah!, eso es para hacer juego.

-Y con eso, ¿a qué se juega?

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-Ya lo sabrás cuando seas capitán de artillería.

-No lo seré nunca.

-Al paso que vas. Ya sabes el oficio de asistente: registrar los bolsillos.

-¿Te incomodas?

-No, cielo mío.

-Perdóname; pero siempre he tenido muchos celos.

-¿Y ahora?

-No tengo tantos.

-Nunca has tenido motivos para tenerlos.

-Es verdad. Ahora los tengo por costumbre.

-De modo que sigues con tus costumbres de soltera.

-Todas, no.

-Ya sé que alguna te falta.

-Luis, no empecemos.

-Perdona. Siga la digestión tranquilamente.

-Ya no sé qué decía.

-Que tenías celos.

-Ahora no: reconozco que eres un buen esposo.

-Muchas gracias.

-Pero antes... -¡Oh! ¡antes!

-No te burles. Si parecía que lo hacías a propósito.

-¡Jesús, María y José!

-¿Te acuerdas del día que pasé delante del café Central?

-Sí, sí; que estaba yo con doña Engracia.

-Una jamona sin gracia ninguna.

-Pues es una buena señora.

-¿Sigues tratándola?

-Ni la veo.

-¡Cómo dices que es!

-Porque supongo que no se habrá muerto.

-¿Y aquel día que veníamos mamá y yo del cementerio y te vimos que estabas en mangas de camisa a la puerta de un ventorro?

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-Aquello fue una distracción.

-Ya; ya comprendí que te distraías con una mocita rechoncha. -¡Fernanda!

-¿Y era esa quien te acompañaba aquella mañana que salías del baile cuando yo iba a confesar?

-Eres implacable.

-Sí, sería la misma.

-Eso, no. Águeda tiene sus defectos, pero no es como Fernanda. Águeda iba al baile yendo conmigo.

-Pero, vamos a cuentas. Si Águeda es buena, y si es cierto que la conoces desde que era niña, ¿por qué no me la presentas?

-Porque son unas cursis ella y su madre.

-¿Y qué importa?

-¿Te parece poco? No habría paz en esta casa si viniesen aquí. Armarían cada lío...

-Me escamo.

-No te escames. Es que son insufribles. La madre ha hecho algún dinero a fuerza de trabajar y economizar, y todo se lo gasta con la muchacha. Se ha propuesto que su hija sea una princesa, y quiere que aprenda a tocar el piano y a hablar francés.

-¿Pero Águeda tiene disposición?

-No sé; cuando yo dejé de tratar a esa familia era la muchacha una bestia hermosa.

-¿Conque, hermosa?

-Yo no falto a la verdad. Pero una bestia. Además, cree la madre que a su niña le será fácil formar parte de la alta sociedad, y para lograrlo viste a la muchacha con tal extravagancia que... Otra majadería; dicen a todo el mundo que su difunto padre de Águeda era jefe de brigada.

-¿Y qué era?

-Caporal de la Guardia urbana.

-Es chistoso.

-Y tanto.

-De modo que son de humilde origen.

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-Figúrate. Él había sido ordenanza de mi padre, que en paz descanse. Después mi madre le colocó en la Guardia urbana, y esa familia vivió en mi casa porque mi madre, ya viuda, la cedía una habitación en el piso quinto. Murió mi madre, vendí la casa y las buenas gentes se marcharon con la música a otra parte. Poco después murió el padre de Águeda, y si he seguido tratándome con ellas es porque las conozco desde niño.

-¿Pero ahora no las ves?

-Te juro que no he vuelto a ver a esas mujeres desde que volví de la Aurelia y di a tu madre palabra sagrada de casarme contigo.

-¡Pobre mamita mía!

-Esa sí que me quería de todas veras.

-¿Y yo?

-Pero no tanto como ella.

-¡Estás loco!

-¿También vas a tener celos de aquella santa señora?

-¡Dios me libre!

-Tu mamá sí que me perdonaba.

-Porque sabías engañarla.

-¿La engañé?

-No seas suspicaz. Bien sabes que no tengo queja de ti.

-¿Te acuerdas de la noche de su muerte?

-Bien me acuerdo.

-Cuando hizo que tú y yo nos acercásemos a su cama, me mandó cerrar la puerta de la alcoba, y viéndonos sin testigos, me dijo:

«El que agoniza no engaña a nadie, y nadie le debe engañar. Luis, hijo mío, ¿quieres a Marcela?»

Bien sabes que contesté: «Con toda mi alma,» y lo dije bien fuerte. Después prometí que me casaría contigo en seguida, y me casé a los tres meses de quedarte huérfana. Y prometí tener a tu padre en nuestra compañía, y bien ves que vive con nosotros. Pero, vida mía, ¿estás llorando? ¿Estás llorando tú, cielo mío?

-Es que has sido muy bueno.

-¡Y lo seré siempre, siempre!, ¿lo oyes?

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Siempre seré bueno contigo, chacha mía, siempre, siempre; pero no llores, cariñito mío, porque vas a conseguir que yo llore también, y ya ves, que si se supiera en el Liceo que Luis Noisse había llorado, me pondrían una chichonera encima del casco. ¿Ya te ríes? ¿Te vuelves a poner seria? ¡Eh! esa manita no se la lleve usted, porque esa manita es mía; y la compañera también; y los bracitos que son los papás de las manitas; y los hombros, que son los abuelitos; y lo que tienes entre los brazos y encima y debajo, y... todo. Y si no, ¿a que te beso en este dedito, y crees que te han besado en el corazón? ¿a que te beso en esos dientecitos menudos y... ¿Escondes la boca? ¿Y crees que te vale esconderla? ¡Conque he sabido yo apoderarme de tu alma, y no he de ser siempre dueño de tus labios! ¿Te das a partido? Vamos, ya te rindes, vida mía; eres lo más hermoso que hay en el mundo.

-¿También yo soy bestia hermosa?

-¡Cielo!, me has dado en el cerebro o en el corazón: no sé dónde; pero me has hecho mucho daño.

-No, no; perdóname.

-Ya veo que no olvidas. Pues bien; no olvides. Recuerda siempre que hay bestias hermosas; pero recuerda también que lo más hermoso es no ser bestia. Medita siempre que nunca tu rostro podrá serme repulsivo, porque tu cuerpo es para mí hermoso como el ramo lleno de flores, y cuando se logra ser dueño de flores tan hermosas como las de tu alma encerradas, como en jarrón de aromático búcaro, dentro de tu cuerpo hermosísimo, no se va, ni aun estando loco, a buscar alfalfa dentro de un puchero, aunque el cacharro esté bien construido.

-¡Luis!

-Y, sobre todo, vida mía, ¿no sabes ya que te amo con todas las energías de mi cuerpo como son todas las energías de mi alma?

-Sí, si lo sé, Luis mío.

-Pues entonces, cariñito, ¿por qué dudas de mí?

-No, si no dudo. Perdóname; pero, ¡te quiero tanto!

-Tú sí que eres zalamera.

-¿Se te ha pasado el enfado? ¿No es verdad que sí?

-Si no me he enfadado.

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-Pruébamelo.

-¿Cómo?

-Como tú quieras.

-¡Gloria mía! ¿Así? ¿Quieres que sea así? Te ahogo, ¿no es verdad? No te dejo que respires; pero no sé apartar mi boca de la tuya. Y eres tú quien tiene celos, siendo dueña de este cuerpo tan bonito.

-Luis, ¿qué hora es?

-No lo sé, ni me importa; pero te aseguro que ya hemos hecho la digestión.




II

Era en la época de decadencia, y don Cristóbal Brether, hermano menor del famoso general del mismo apellido, seguía al imperio con tanta sumisión que llegó a estar en decadencia al mismo tiempo que la monarquía.

Había sido don Cristóbal jefe de brigada a las órdenes del marqués del Mantillo, y cuando este organizó militarmente todos los servicios del Estado, envió a don Cristóbal a cobrar en una circunscripción el impuesto sobre la tierra, único impuesto establecido por el socialista marqués.

Había creído Nicasio Álvarez que esta organización militar mantendría en las antiguas oficinas civiles el severo régimen de los cuarteles, y se equivocó: buena prueba de ello fue don Cristóbal, que debió a su hermano el verse libre y no pagar con una larga prisión las cantidades que desvió del camino del Tesoro, guardándoselas desvergonzadamente.

Ello es que don Cristóbal debía algunos picos cuando se casó, y, a no haberse casado, hubiera seguramente dado una escandalosa quiebra. Y aunque esto se sabía en Granburgo, no fue obstáculo para que la viuda de Arranz decidiera a su hija Julia a casarse con el calavera don Cristóbal. Y ocurrió lo que era fácil de presumir. Cuando murió Julia ya había consumido don Cristóbal la dote de su esposa, y el viudo y Marcela la huérfana, hubieran vivido con mucha escasez a no haberse casado Marcela con Luis Noisse.

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Ya, por consiguiente, vivía Brether a expensas de su yerno, pero no por eso gastaba menos, ¿en qué? Gastaba en todo, en perfumes y en vino; jugando y pretendiendo mocitas. Creía, como creía el emperador, que renovando los alardes de los pasados tiempos como que reverdecerían los laureles de las glorias pasadas.

Y ya estaba viejo don Cristóbal: cincuenta años de crápula producen iguales estragos que una larga vida; y ni sus piernas tenían fuerzas para sostener el busto y desplazarlo, ni su cabeza podía permanecer erguida largo rato, ni brillaban sus ojos, ni abultaban sus labios, ni había, en suma, en aquel cuerpo decrépito un solo detalle que recordase al audaz cortesano del marqués del Mantillo y de Su Majestad el emperador.

Asustábale la idea de ser anciano, que es el único consuelo que logra quien ha llegado a perder el amor a la vida; rodeábase de tahúres, jóvenes alegres y mujeres fáciles, pagaba espléndidamente tan ruin compañía. Hacía la vida de la gente moza; repartía el día entre la cama y el tocador, y empleaba la noche en el casino o en la tertulia íntima de alguna mujer de mundo. ¡Cuántas veces en el Hotel de Célica, la bella cantora, pasó las primeras horas de la mañana durmiendo febril y borracho en un diván, mientras las hermosas compañeras de Célica bebían con sus rufianes queridos el champagne pagado con el bolsillo de don Cristóbal! ¡Cuántas y cuántas veces le engañaron sus amigos proporcionándole, hábilmente fingidos, éxitos amorosos o de valor personal que justificaban una opípara cena cuyo gasto pagaba el héroe! ¡Y cuantas perdió su tiempo, su salud y su dinero en la casa de Rita, la vendedora de primicias, y allí, a oscuras, porque la inexperta niña no quería ser conocida, se agitaba Brether vacilante y tembloroso recordando frases galantes, tartamudeando promesas, imaginando disculpas que no se le pedían; asqueroso, como lo es todo lo impotente cuando pretende luchar arrastrado por su necedad o por su soberbia!

Y cuando tan desesperados esfuerzos le dejaban inerte, sin energías en el cerebro y sin conciencia de su estado, empezaba su sangre a circular pausadamente y se dormía el viejo sobre sus laureles y sobre el campo del honor. Dos horas después le despertaba Rita, le hablaba de la protagonista, del amor que súbitamente le había inspirado el don Cristóbal, y entregaba a éste   —55→   un retrato de la hermosa lograda, y pagaba el necio e íbase al casino o a la tertulia de Célica a referir sus aventuras, que todos escuchaban comiendo sandwichs y bebiendo champagne.

Este era el padre de Marcela, aquella mujer bajita, cuyas caricias recogía su esposo encorvándose.

¡Pobre Marcela! ¿Qué hubiera sido de ella sin su maridito?

Era Marcela una azucena: la más artística combinación de blanco y oro: mezcla de fuego con nieve. Era delgadita, no tanto que recordase el esqueleto, pero sí lo bastante para no producir los groseros apetitos de la carne. Su piel era tan fina, que para ver un poro en la satinada epidermis, era necesario acercarla a los ojos; conque hallándola tan próxima a la boca, se besaba con ésta y se cerraban aquellos. Negábanse sus cabellos rubios a envolver los menudos piececitos quizá por no cubrir la nítida espalda, y llegados a la mitad de ésta, encorvaban sus puntas buscando la lindísima cabeza que los había producido. Era su cuerpo un alarde de refinada delicadeza hasta en los minuciosos detalles, y los deditos de aquellos pies de arqueado tarso, hubieran sido tarea dificilísima para el escultor más hábil. Desnuda, inmóvil y con el cabello esparcido sobre sus pechos de doncella, parecía la estatua de la virginidad, formada de mármol y de oro, para dar los caracteres de lo inmortal a tan hermosísimo emblema. Y de todas aquellas inenarrables bellezas, era elocuente pregón el rostro de Marcela, porque había en él la misma nívea blancura, el mismo suavísimo cutis; y como característica que definía todo lo desconocido, los azules ojos, de un azul tan pálido, que no era fácil limitar los contornos de las diáfanas pupilas, y parecía, mirándolas, que no eran ojos lo que se veía: que era la inmensa bóveda azul de un firmamento sin nubes y sin sol. Angélico rostro que denunciaba un cuerpo también angélico; con esa expresión indefinible que hace maravillosos los ángeles creados por Murillo, donde no hay línea que determine el sexo; con igual continencia que se hace notoria en la sosegada majestad, y la inefable sonrisa de quien sólo piensa en una misma idea subjetiva y amable.

Eso era Marcela: un ángel, que de mujer sólo tenía el sexo denunciable por la disección anatómica, pero que no se expresaba fisiológicamente; porque había allí órganos atrofiados que vivían con el cuerpo pero sin ejercer   —56→   funciones: pasivamente; no como estómago de hambriento, sino como cerebro de estúpido. Y así era Marcela por educación y por herencia. De su madre había heredado la bondad y la hermosura, y de su padre las negaciones. La negación fisiológica y la psicológica, porque su cerebro se habituó a no razonar, y empleó todas sus energías en la sensación; llegando a ser extraordinariamente sensible a las impresiones externas que archivaba su memoria cuidadosamente, pero sin método. Faltó el juicio acerca de la impresión recibida; no hubo enseñanza ni experiencia; y la voluntad, constantemente ociosa, llegó también a atrofiarse, dejando a Marcela presa de esa gran desgracia que se llama determinismo filosófico. En condiciones tan anómalas, se casó sin tener más guía para regular sus actos que los buenos consejos de su santa madre, con los cuales había formado como tabla empírica de astrólogo, o como formulario de médico; y con él consultaba en los trances difíciles, quedándose resignada cuando no podía diagnosticar el mal, o cuando, ya diagnosticado, no hallaba en el formulario la buscada receta. Habíase imaginado una moral artificiosa e implacable como ley de Dracón: su madre resumía todo el bien, y su padre sintetizaba todos los males; y con su madre eran buenas todas las mujeres, y con su padre malos hasta la perversidad todos los hombres. Y no por eso odiaba a su padre, que le perdonaba y le quería como había hecho doña Julia; pero no se hubiera transformado en hombre para no verse obligada a tener alardes de impiedad, de despreocupación moral, y de musculatura atlética. En cambio aspiraba a ser igual a su madre: infinitamente indulgente con las faltas ajenas, pero extraordinariamente intransigente con sus propias faltas: tan pequeñita y linda como ella, y, como ella, limpia, piadosa, honesta y triste. Amaba a los niños porque le parecían mujeres dimimutas, y huía de las viejas porque las encontraba despreocupadas, y feas como los hombres.

Esta era la esposa de Luis Noisse, y llegó a serlo con verdadera alegría, porque así se lo ordenaban, y además porque su madre le había asegurado que sería muy feliz; y su madre no podía equivocarse. Lo único que la disgustó fue que la casasen con un hombre, porque hubiera preferido un niño rubito como ella, o el Ángel de la Guarda, que la Marquesa de L'Or tiene en su capilla.

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Y no era que Luis le produjese enojo: todo lo contrario; le quería muchísimo; y así lo confesaba a doña Julia cuando ésta se lo preguntaba con insistencia. Además, la historia de sus amores no dejaba posibilidad de dudas, porque Marcela estaba convencida de que no se podía amar más, ni con más irrecusables testimonios.

Luis Noisse, apenas hubo salido de la escuela militar, fue destinado a la Aurelia, cuya conquista había hecho el marqués del Mantillo, pero cuya pacificación era un problema insoluble. A su vuelta se halló huérfano, y aunque Ganstier y hasta al republicano Dufrouol, quisieron facilitarle el acceso al poder, esperando hallar en el joven capitán de artillería un compañero tan útil como lo había sido el difunto sargento mayor para Nicasio Álvarez, nada hicieron, porque Luis declaró que no tenía ambiciones, que su renta le bastaba para vivir lujosamente, y que sólo aspiraba a conseguir una cátedra en el Liceo Imperial: y la consiguió.

Hiciéronse públicas las aficiones científicas de Noisse; sus compañeros de armas declararon que tan cumplido caballero era más aficionado a los libros que a montar a caballo; y aunque esto era entonces grave defecto, las niñas casaderas de la corte, improvisada por el marqués del Mantillo, trabajaron con empeño para casarse con aquel filósofo rico, aristócrata de legitimidad indiscutible, y que llevaba airosamente su uniforme lleno de honoríficas cruces, roto por las balas enemigas, y quemado por los fogonazos de los cañones imperiales. Entretenía estas esperanzas la conducta de Luis, que desde su vuelta visitaba a todos los amigos de su difunto padre, conque hubo de visitar a toda la buena sociedad de Granburgo. Pero después de un año, las murmuraciones no fijaron nada concreto, y se convino en que Luis no pensaba en casarse.

Tres meses después se casaba Noisse.

Los necios aristócratas de nuevo cuño se llamaron a engaño, pretendiendo que era ofensivo para su dignidad que Luis no les hubiera tenido al corriente de sus intenciones. Y el engaño no existía. Luis no había visitado a la familia de don Cristóbal Brether, porque conocía las malas cualidades de éste, y sabía por referencias que doña Julia y su hija se alejaban de todo trato social. Pero un día don Cristóbal, ávido de impresiones nuevas y persuadido   —58→   de que un oficial del ejército de las colonias debía traer a Granburgo vicios exóticos, buscó la amistad de Noisse y le presentó a doña Julia y a Marcela. La señorita Brether produjo en Luis una impresión agradabilísima, porque harto éste de ver las niñas de la moderna aristocracia descotadas con desvergüenza, vestidas y alhajadas como manceba que se feria, habituadas a no hablar de nada culto ni útil, embadurnadas con afeites tan asquerosos como costosísimos, y buscando maridos por sugestión afrodisiaca, llenose de asombro ante aquel ejemplar de pudor y de hermosura tan raro en la viciosa capital del imperio.

Y como fue agradable la primera impresión, deseó Luis repetirse estas impresiones, y empezó a visitar la casa de don Cristóbal con tan extraordinaria frecuencia, que creyó decoroso disculparla dignamente, y abordó con resolución su partido pidiendo permiso a doña Julia para granjearse el afecto de Marcela.

Doña Julia tomó ocho días de plazo para contestar, y Luis empleó estos ocho días en cerciorarse de la bondad de su resolución, renovando, con tal objeto, sus visitas a los aristocráticos salones de prendería donde, entre antigüedades sin arte, cromolitografías modernas, y cacharros feos de todos los tiempos, enseñaban el arranque de su pierna y el arranque de su seno las perfumadas niñas, capaces de todos los arranques.

Terminó el plazo, y doña Julia accedió a los deseos de Luis, y cuando éste dijo a Marcela que la amaba, contestó la niña: «Me alegro muchísimo, porque dice mamá que es usted muy bueno». Insistió el capitán haciéndola comprender que el amor que él pedía era un afecto especial, y después de describir las condiciones de este afecto, repuso Marcela: «No sé querer así; pero mamá me enseñará».

Luis comprendió que aquella cabeza, llena de dorados rizos, no discurría lo suficiente para hacer buena pareja en la misma almohada con la cabeza de un filósofo; pero su experiencia le advirtió que los cerebros de otras pretendientes sólo discurrían acerca de lo malo, y que el cerebro virgen de Marcela podía acostumbrarse a pensar honradamente. Era además irresistible el atractivo de aquella hermosura llena de sencillez e ingenuidad. Una atención de la niña producía por su espontaneidad una emoción gratísima,   —59→   y Luis se decidió a dejar que continuase la lucha entre su corazón y su cabeza, convencido de que pronto se decidiría la victoria. Pero antes de que llegase este instante se murió doña Julia, y tres meses después se casaron Luis Noisse y Marcela Brether.

Fue la boda un acto triste; con los novios vestidos de luto; sin más acompañamiento que don Cristóbal, la madrina, que era la marquesa de L'Or; el padrino, que lo fue el hijo de Rotondo, y los testigos, uno de ellos pariente de Marcela, y el otro Aníbal Céspedes, compañero de Luis, y que llegó después a ser el famoso héroe de la revolución del 96.

Pesábale a Noisse aquella tristeza, y no porque la creyese impertinente, que bien sentía la muerte de doña Julia, sino porque supersticioso al fin, como enamorado y como militar, dolíale empezar con tanto luto la azarosa vida del matrimonio.

Al terminarse los desposorios, Aníbal, menos prudente, se ofreció a brindar una copa de champagne por la felicidad de los recién casados; pero la marquesa rechazó la proposición, y el acompañamiento permaneció en la sala ante el improvisado altar, donde la conmovedora figura de un Cristo de marfil se destacaba sobre los negros paños de terciopelo. Se dedicó un rato a recordar las virtudes de doña Julia, y después se levantó de su asiento el sacerdote, imitáronle los padrinos y los testigos, y todos juntos se marcharon, dejando solos a don Cristóbal y a sus hijos.

Pretextó el viejo no sé qué asunto urgente que le obligaba a cenar temprano; cenó con don Cristóbal el matrimonio, sin que Marcela probase ningún alimento; y, terminada la cena, marchose el suegro a la calle, y murmuró al verse en la vía pública: «Ya están casados; ahora recobro mi libertad, y esta noche, y después que se las arreglen como puedan.»

¡Arreglárselas! ¿y cómo?

La trayectoria de un proyectil se calcula en seguida, porque se sabe que es una parábola: y 2= 2 p x. Pues ahora, he aquí el eje de abscisas y el de ordenadas; denme ustedes el ángulo de inclinación de la pieza y los datos que les pida acerca del cañón, del proyectil y de la pólvora, y hasta de la densidad atmosférica, si es excepcional, y en seguida trazo delante de ustedes la trayectoria pedida. Pero, ¿quién calcula la trayectoria que describe una desposada   —60→   para caer en los brazos de su marido? Y sin más datos que el punto de partida y el punto de llegada. Es preciso calcular la atracción del esposo; y la dirección en que actúa; la masa y el volumen de lo atraído, que es la voluntad de la esposa; la inercia, el impulso inicial; el trabajo resistente, y lo imprevisto, que esto último es siempre lo que no se puede calcular.

No deseo a ningún amigo mío que se vea como Marcela en aquella noche; y si alguno quiere verse como Luis, no le alabo el gusto.

El capitán filósofo empezó por sentar a su mujercita al lado de la chimenea, y después echó leña al fuego en previsión de que la escena sería larga. Sentose enfrente del enemigo, a la distancia conveniente para que Marcela quedase en la línea de tiro, y se puso a pensar el plan de ataque, mientras su esposa sollozaba, y con sus blancas manitas apretaba contra sus ojos el empapado pañuelo de batista. Pero el plan no era asunto fácil para resolverlo en un instante, y el silencio iba siendo una cobardía impertinente. Entonces Luis se decidió a tirar al aire un par de granadas sin carga y sin espoleta, siquiera para hacer ruido con los disparos. Y aquí de las frases persuasivas y consoladoras como: «¿Crees que yo no lo siento tanto como tú?... Hubiera sido muy feliz viéndonos casados... No la olvidarás, no; pero mi cariño sustituirá al suyo». Después disparó para rectificar el error y fijar definitivamente la altura del alza: «No llores más, o ven a mis brazos para llorar conmigo». Pin, pan, pun, puuun, pan, pin, paaan... El proyectil había dado en el blanco; pero el enemigo se defendía detrás del blindaje. «Déjame, te lo suplico. Me ha abandonado cuando más falta me hacía. Déjame, Luis; déjame por Dios. ¡Madre mía!».

Toda retirada es deshonrosa en un artillero que hace blanco en el primer disparo, y Luis no se retiró: lo que hizo fue callarse y echar otro leño en la chimenea. Pero el enemigo seguía allí, sin hacer fuego, es verdad, pero desafiando el ataque, y llevando su desplante hasta mostrar un piececito que asomaba por debajo de la falda, como riéndose de aquel capitán que había sido un héroe en las colonias.

«Aquí hay que tomar una determinación», pensó Luis; o me paso al enemigo, y me pongo también a llorar hasta que se nos sequen los ojos, o izo bandera negra, y le largo una granada de segmentos que le haga pedazos la   —61→   batería, y después me subo por el glasis, entablo la lucha cuerpo a cuerpo, y clavo los cañones, gritando: ¡Viva el emperador! El emperador se llama ahora Luis Noisse

A pesar de estos razonamientos siguió el capitán callado, y no añadió leña al fuego porque ya no cabía más leña dentro de la chimenea. «Tanteemos el terreno, que el valor no está reñido con la prudencia».

-¿Te encuentras mal?

-No, Luis; pero déjame.

-No he de dejarte, vida mía; pero temo que te pongas enferma.

-No, ya no lloraré, si no quieres.

-No es que no quiera; demasiado comprendo tu dolor...

-Pues, entonces, déjame.

-Con tal que...

-Ya sé que te molesto

-¡Molestarme tú!, ¡cielo mío!

-Pero te molestaré poco.

-Si no me molestarás nunca.

-Yo me iré con mi madre.

-Marcela, no digas eso.

-Sí; con mi mamita de mi alma. ¡Madre mía!

Y de nuevo empezó el llanto. Luis exhaló un suspiro extenso y angustioso, como el de un agonizante, y se quedó mirando las llamas que producían los leños.

Cuando un individuo no es filósofo no se pone a investigar orígenes, ni a presumir resultados. Acepta las cosas como las encuentra, y usa de ellas o no usa, según lo tiene por conveniente. Pero Luis era filósofo, y sin duda debió creer que en aquellos jirones de fuego donde tenía fija su vista, estaban las soluciones de todos los problemas que le preocupaban, porque mantúvose inmóvil más de una hora. Durante este tiempo fue la memoria hojeando el álbum de los recuerdos, y saltando hojas de tal modo que a una campiña de la Aurelia seguía el altar de la sala; a éste el caporal Ruiz, y así, sin descansar un instante. Pero llegó el momento en que una gota del sudor que inundaba la cabeza del esposo resbaló por la nariz y cayó sobre las manos.

  —62→  

Volvió Luis de su éxtasis, miró a su mujer fijamente, y como no la oyese sollozar, prestó atención, y comprendió que Marcela dormía.

La ocasión no era mala; pero Luis entendió que no se debe tomar a traición lo que se puede usar con derecho, y recostándose en el respaldo de la butaca, se desabrochó el batín porque el calor era insoportable.

Aquel sueño de Marcela se podía interpretar de dos maneras distintas: o era una confianza en la hidalguía del enemigo, o era mofarse del arrojo del contrario. Este dilema merecía un cuarto de hora de disquisiciones y lucubraciones, y Noisse dedicó a esta faena el resto de la noche, porque se quedó dormido.

Cuando despertó se encontró arropado con dos mantas, y sudando como pollo recién nacido. Se deshizo como pudo de su envoltorio, estiró el entumecido cuerpo, y buscó a Marcela. Pero no estaba ni en el gabinete ni en la alcoba, y en su lugar se presentó la doncella sonriendo maliciosamente, y mirando de reojo a Luis, que despeinado, con la barba aplastada y la camisa pegada al cuerpo, denunciaba que aquel hereje no había sacrificado en el altar del Dios protector de las parejas humanas.

-¿Y la señorita?

-En su tocador: ha hecho que le sirvan allí el chocolate; se ha encerrado y no sé más.

-Váyase usted.

-¿Quiere usted que...?

-Váyase usted.

¿Habéis visto cómo se inicia y cómo se desarrolla el ataque epiléptico? Pues esto se vio en el cuerpo de Luis. Corrió por entre las sillas o sobre ellas, no sé cómo; llegó a la puerta del tocador, la encontró cerrada, dio en ella un golpe firme, solo, atlético, y se abrió la puerta saltando el pasador. Dentro de la habitación estaba Marcela en camisa y llena de espanto.

Luis la cogió por la cintura, la levantó hacia el techo cuanto se lo permitieron los brazos; Marcela apoyó las manos en los hombros de Luis, y este después de ver así sus dominios, tomó posesión de ellos con la energía con que se debe usar de los derechos cuando no se reconocen. Y más tarde, al engullir el chocolate de Marcela, que estaba intacto sobre una mesita, decíase   —63→   el muy taimado: «He olvidado gritar en aquel momento ¡Viva el emperador!» Y Marcela se acordaba del Ángel de la Guarda, de rostro tan lindo y mirada tan dulce, que tiene en su capilla la señora marquesa.




III

Era aquel hogar un verdadero paraíso.

Pensaba Luis que allí no faltaba la serpiente, dignísimamente representada por don Cristóbal; ni faltaban manzanas que se comía el matrimonio adquiriendo, poco a poco, la ciencia del bien y del mal.

Afortunadamente el suegro, aunque totalmente pervertido, no se dedicaba a pervertir a Marcela, y todo el mal que causaba a Luis se reducía a gastarle un par de miles de pesetas todos los meses.

Claro es que semejante gasto era excesivo; pero Luis se consolaba calculando que don Cristóbal moriría pronto o abandonaría sus estúpidos vicios. Además, los primeros años de matrimonio se dedican siempre a gastar, y los siguientes, a producir.

Sin embargo, no habían sido inútiles los tres meses transcurridos, porque Marcela estaba en cierto estado.

Por eso Luis no se quejaba del gasto extraordinario que se hacía en su casa, porque, al fin, bien vale un hijo la fortuna de su padre; por otra parte, la familia Brether no había podido gozar hacía algunos años de esos placeres que constituyen imprescindibles necesidades para el hombre culto habituado desde su niñez al buen trato social. Así era, que don Cristóbal proponía fiestas, que pagaba Luis, y que aceptaba Marcela, cuando eran compatibles con su luto.

Pero la sociedad de Granburgo ya no se acordaba de doña Julia, y asediaba a don Cristóbal para que éste la facilitase el medio de poder enterarse bien de la manera con que Marcela y Noisse desempeñaban sus papeles de recién casados.

Ya habían tenido los esposos algún encuentro traidoramente dispuesto con aquellas familias a quienes por su aparente seriedad correspondía   —64→   el delicado cargo de avanzadas en el proyectado asalto. Una mañana, y durante el almuerzo, se propuso don Cristóbal, explorar el terreno.

-¿Pero tú has sido siempre tan retraído como ahora?

-Lo mismo, sobre poco más o menos.

-Pues parece absurdo en un oficial de artillería.

-Sí; pero la mayor parte de mi juventud la he pasado en campaña.

-Sin embargo, cuando volviste a Granburgo visitaste a algunas familias.

-Pero me aburrí en seguida.

-¿Por qué?

-Realmente no lo sé con exactitud; pero es lo cierto que me aburría. Todas las reuniones a que asistí estaban cortadas con el mismo patrón; las mismas niñas en todas partes, como esas decoraciones costosas que van de escenario en escenario acompañando a la zarzuela que las motivó; los mismos valses de moda repetidos sin cesar, hasta que la moda concluye; las mismas romanzas al tenor, de tiple y de contralto, romanzas que ya cantan con disgusto los grandes artistas para no verse obligados a dar notas que no existen en las partituras, y que ha introducido el perverso gusto de los malos aficionados. El mismo ornato en todas las casas: siempre dos o cuatro sofás con sus inseparables butacas; cornucopias y retratos de familia por las paredes; entredoses llenos de fruslerías que para nada sirven ni revelan arte, porque están hechas a miles en las fábricas extranjeras; una alfombra que llena de polvo los pies de quien la pisa; en todos los huecos, colgaduras recogidas, que pudieran servir para impedir el paso del viento frío, pero que no sirven para nada; un piano de media cola, un arpa y un armonium colocados sobre una tarima de madera, cuyas tablas oculta un tapiz que nunca se barre para que parezca viejo más pronto; un gabinete con una mesa de tresillo, a cuyo lado nunca falta un tahúr o una señora aficionada a pedir dinero prestado, o prestar sus pies para que se los estrujen; una galería de cristales con macetas que no dan flores ni huelen a nada; y un comedor donde se sirven fiambres, dulces y vinos, sin la animación y la honesta alegría que constituyen el mejor encanto de todo banquete. A esto añada usted que el anfitrión da la fiesta para lucirse, pero no porque le importe gran cosa de sus   —65→   convidados. Y éstos van para lucirse también, para alabar la reunión delante de los amigos que no concurrieron, y, delante de los contertulios, poner, como digan dueñas, al infeliz que se gastó el dinero en obsequiarlos.

-Me parece que exageras.

-Pues yo creo que digo la verdad.

-Pero esas fiestas son necesarias.

-¿Para qué?

-Para ponernos en contacto con otros; en esas reuniones se conciertan negocios, proyectos matrimoniales y cambios políticos.

-No es exacto, o al menos no son necesarios esos bailes para obtener tales fines; porque lo mismo se podría lograr en el teatro, en la iglesia, en los hipódromos y en las salas de conversación de la cámara de representantes; es que se busca el anuncio personal, y no el colectivo. La señora del ministro no queda satisfecha con que su marido obtenga triunfos en el parlamento, y quiere que todo el mundo tenga noticia de sus méritos propios que ordinariamente se reducen a tener buena casa, buen piano, buena modista y buen cocinero, preciosos dones que también debe a las dotes políticas de su esposo. La que es hermosa desea que se sepa, siendo así que honradamente sólo interesa esto a su marido, y la que es fea quiere que la llamen simpática y elegante, con que todo el mundo al leer el artículo del revistero de salones queda persuadido de que la tal señora es mucho más horrorosa de lo que a Dios plugo hacerla.

-Total; que estás de broma.

-No estoy disgustado, pero lo que he dicho se puede decir en serio.

-Pero reconocerás que no tienes razón, porque todos opinan de distinto modo que tú.

-Todos, no.

-Y tú mismo confiesas que has asistido a esas reuniones.

-Pero en ellas no logré nada, ni siquiera me casé por ellas; es decir, influyeron para que me casase con Marcela, precisamente porque no asistía a esos espectáculos.

-Pues para algo te han servido

-Y se lo agradezco, pero ahora no necesito nada, y por eso no voy.

  —66→  

-Pero ahora debías ser tú quien diese reuniones.

-Si no tengo hijas que casar ni empleo que pretender.

-Pero tienes amigos a quienes debías recibir en tu casa para darte el gusto de obsequiarles.

-Tengo pocas amistades y son entre gente seria.

-Pues de gente seria hablo.

-No baila.

-Pues no des baile.

-Eso va siendo otra cosa.

-Y concluiremos por entendernos.

-A todo esto Marcela no dice nada.

-Yo no tendría inconveniente en dar lo que ahora se llama un té, pero advirtiendo a nuestros invitados que no nos presentasen ninguna persona desconocida para nosotros.

-Eso me parece bien.

-Podían venir la marquesa y mis primas.

-No, porque esas sólo van a donde haya mucha concurrencia.

-Además, el general con su señora; esos no tienen hijos. Mi confesor...

-Que tampoco los tendrá.

-Calla, impío.

-Es que eso no parecerá una tertulia seria, sino un día de duelo dedicado a la pérdida de nuestra juventud. Y no somos tan viejos.

-No me has dejado concluir.

-Pues, perdona, y sigue.

-Vendría también alguno de tus compañeros.

-Aníbal Céspedes.

-Ése es un calavera

-Pues el sobrino de Ganstier.

-Ése está tísico y ciego a fuerza de estudiar.

-Pues todos mis amigos pertenecen a una de esas dos clases: o calaveras o sabios. El único, que servía para todo era Cartridge.

-¿El fraile?

  —67→  

-El mismo

-¿Y por qué se hizo fraile?

-Yo no lo sé positivamente, porque nunca he querido preguntárselo. Además, desde que entró en el convento, donde ya es prior, sólo le he visto dos veces: una en Enlace, donde él aguardaba el correo para Granburgo cuando yo pasaba hacia Merjolie, y la otra en el palacio del Alto Tribunal, cuando vino con motivo del proceso que se le siguió a un fraile de su convento.

-¿Y por qué fue el proceso?

-No llegué a enterarme bien; pero creo que todo consistió en una mala interpretación de los tribunales.

-Y, ¿hace buen fraile tu amigo?

-Excelente; tiene una ilustración asombrosa; es fuerte y joven, creyente sin fanatismo y trabajador incansable. Debajo de su hábito ha conservado el pundonor del buen militar, y seguramente será el fraile que mayores favores obtenga de los altos poderes si los solicita.

-Y, ¿no sabes por qué profesó?

-No lo sé. He oído contar una historia en la que figura una mujer hermosa; pero si la historia no es cierta, no debo ayudar a que se propale, y si es exacta, debo callármela mientras no me autorice Cartridge para publicarla.

-Haces bien.

-¿Ahora se llama el padre Bernardo?

-Y antes don Bernardo Cartridge, jefe de artillería, comandante de batería de primera, con cruz del Corazón de la Patria, etc. ¡Ah!, te advierto que ese ha de ser mi confesor el día que yo me muera.

-Calla, Luis, por amor de Dios; no digas esas cosas.

-De todo hay que hablar.

-Pero no de asuntos tristes.

-Usted quiere que hablemos del proyectado té.

-Ahora no, porque me aguardan en el casino, pero volveré a la carga hasta convencerte.

-Si ya estoy convencido.

-¿De veras?

  —68→  

-Y tan de veras. Tienen ustedes amplias facultades para organizar la fiesta.

-Eres tan bueno como tu amigo, aunque no seas fraile. Me voy al casino y daré la noticia al general.

-Yo también me voy al Liceo.

Pero antes de marcharse Luis se acercó a Marcela, y la dijo:

-¿A qué hora acabará la reunión?

-Pues a media noche.

-Es un poco tarde, pero no importa, porque aquí el tiempo no es proporcional a la distancia.

Y llegó el día de la reunión proyectada. A juzgar por los preparativos debía esperarse que la fiesta fuese agradable; don Cristóbal se encargó de que los criados vistiesen ropa nueva; de que la escalera estuviese alfombrada, iluminada y guarnecida de macetas; de que Cook, el gran repostero de la Avenida Imperial, preparase para aquella noche los platos más delicados que salían de su cocina; de los cigarros, de los licores y de los ramos.

Marcela tuvo a su servidumbre en constante trabajo hasta que dio por terminada la limpieza de toda la casa. Luis pagó y asintió a todo.

Se había hecho la lista de invitados con antiguos amigos de la familia Brether, dos o tres compañeros de Luis, aquellos socios del casino que formaban la tertulia íntima de don Cristóbal, y Marcela rogó a su tía y madrina la Marquesa de L'Or que no faltase al té. A las nueve de la noche estaban los salones iluminados, pero desiertos; a las nueve y media llegó la marquesa; según dijo, empezaba a llover, y esto sirvió de disculpa a la tardanza de los convidados y a la ausencia casi segura de algunos de ellos; a las diez se paseaban Luis y el sobrino de Ganstier por el salón principal, en uno de cuyos extremos conversaban en voz baja Marcela y su tía; don Cristóbal acababa de enviar un queso helado a una casa, cuyas señas dio con sigilo a uno de los sirvientes; a las once llegó el general director del Liceo, pero llegó solo, porque su esposa se hallaba delicada; poco después entraron los invitados por don Cristóbal, y éste los fue presentando a la reunión. Eran Paul   —69→   Mensonge con su esposa, un brigadier cuyo nombre no recuerdo, Daniel Pschut y la señora Pimp, viuda de un íntimo amigo y compañero de armas del difunto general Brether.

La casa adquirió animación para no confundirse con una sala de Pasos Perdidos.

Después de una breve conversación acerca del frío y de los nuevos impuestos, dijo Paul que se abriese el piano de Marcela, y aunque ésta se excusaba, la intrépida señora Pimp levantó la tapa, separó la banqueta, y propuso bailar una danza de figuras. Pero se tropezaba con la dificultad de que sólo Marcela tocaba el piano, y por indicación de Luis convinieron todos en que la señora de la casa no debía colocarse en una posición tan violenta.

Don Cristóbal prometió arreglar el asunto, y mientras lo arreglaba reanudáronse las conversaciones; la señora Pimp con Marcela y la Marquesa, Paul con el general, y el brigadier y Luis con Pschut y la señora Mensonge.

Esta señora, nacida, según lo aseguró, en las nuevas colonias, era un esqueleto animado; la ropa colocada sobre su cuerpo parecía próxima a escurrirse hasta caer amontonada sobre el suelo, sus facciones eran bonitas, pero sus ojos carecían de expresión, mantenía inmóvil la boca, y todo en aquella colonial revelaba un absoluto desconocimiento del trato social, y una admiración de estúpido hacía lo que tenía delante. Obligada por el petimetre Pschut, que era un charlatán incansable, contó la buena señora que su esposo tiraba perfectamente todas las armas, y que se encontraba en Granburgo preparando un negocio colosal, para el que eran precisas la construcción de un largo ferrocarril, una emisión especial de papel moneda, y otras pequeñeces por el estilo; Pschut prometió su valiosa ayuda para lograr el éxito de la empresa, ofreciendo buena parte de los millones de su tío, cuyo nombre no dijo, y la competencia del ilustrado brigadier, cuyo nombre sigo sin recordar.

El tal brigadier describía con minuciosos detalles la muerte de Picaixons, a quien asesinaron villanamente en una calle de la capital del Fóculo.

-Según eso, estaba usted emigrado en aquella época.

-Sí, señor, mi general.

-Pero, ¿era usted militar entonces? -preguntó Paul.

  —70→  

-Lo fui a la vuelta; pero no hablemos de esto, porque la historia es larga, y me afecto mucho recordando lo mal que se han recompensado mis servicios.

Jorge Ganstier, el sobrino del gran mariscal, permanecía de pie en medio del salón contemplando fijamente el dibujo de la alfombra; Luis se acercó a él, y el tisiquillo, viéndose sorprendido en sus meditaciones, le dijo:

-Tú sabes que las bisectrices de un cuadrilátero forman otro cuadrilátero inscribible en un círculo.

-¿Y qué?

-Pues estoy calculando la aplicación de este teorema para medir las áreas de los polígonos, cuyo perímetro sea inaccesible.

-Pero tú sólo piensas en la ciencia.

-Y en otras cosas.

-Pero en las mujeres nunca.

-Si no saben nada.

-Distingamos; ahí tienes a la señora Mensonge, que es colonial y ha viajado mucho.

-Pues te aseguro que no sabe los kilómetros que ha recorrido, ni los nombres de las provincias, ríos y cordilleras que ha atravesado; es más, ni el precio de los billetes del ferrocarril.

-Es posible, pero eso les ocurre a casi todas.

-Por eso yo no hablo con ninguna.

-Busca las excepciones.

-Esas sólo existen en las leyes empíricas, y no me ocupo con esas leyes.

-Es que las filosofías que desdeñas son también una manifestación de la actividad intelectual.

-La filosofía es un postre, y el hombre debe ser frugal. Eso queda para los viciosos y para los enfermos del estómago.

-No lo creas: yo razono vigorosamente, y algún día publicaré mis razonamientos.

-Pero no los leerá nadie.

-Tenga usted cuidado con lo que escribe -dijo el joven Pschut, acercándose a Luis.

  —71→  

La señora Mensonge conversaba con las demás señoras.

-¿Cuidado?

-Ya sabe usted que al emperador sólo le gustan las obras militares.

-Pero el emperador no es todo el público.

-Pero es quien manda -dijo Paul desde su asiento.

-Sí, pero no es el censor.

-Hoy no hay censura -contestó el general.

-Existe, porque se denuncian los libros.

-Cuando infringen las leyes.

-Y sin infringirlas. Nuestros grandes literatos se ven obligados a usar del apólogo para decir cosas insignificantes, que se decían en medio de la plaza pública durante las monarquías anteriores al imperio.

-Según eso, tenemos menos libertad.

-Mucha menos. Los escritores crean países fantásticos que les sirven de escenario para la acción de sus novelas. Úsase de palabras exóticas y de nombres desconocidos para designar los personajes y las cosas. Los admirables paisajes de nuestras montañas del Norte y las envidiables costumbres de los habitantes de aquellas comarcas han quedado grabadas en el hermoso monumento literario que con sus obras ha levantado el eminente Pedro Da; pero esas obras, sustituyendo las palabras del dialecto, se pueden traducir a todos los idiomas sin llevar el más pequeño rastro de su jerarquía patria. Nuestra insigne abuela, que muy joven ha llegado a ser madre de nuestra madre naturaleza, da nuestros nombres a los pueblos de su país natal para referirse sin peligro a aquellas hermosas provincias. Moimente, acosado por la policía, llegó a crear una nación fantástica con su historia y geografía particulares, y, no obstante su prudencia, se vio envuelto en un proceso sin más resultado que injurias e indiferencias de la crítica que sobrellevó con cierta filosofía.

Nuestros poetas no pueden dar carácter nacional a sus escritos, porque el rasgo que nos caracteriza es nuestro amor a la independencia, y este amor es un gravísimo delito. Aquí no son posibles esos escritores que, aún lanzados en los delirios más inverosímiles de la fantasía, coservan un sello de patria y una nota característica que imprime a sus personajes más ideales un tipo marcado de nacionalidad. Aquí son extranjeros los uniformes, los libros   —72→   de texto, los accionistas de las grandes empresas, algunos generales y otras gentes, y todo lo que sea manifestación de amor patrio supone una protesta implícita contra lo que se nos impone; y esa protesta se castiga cometiendo crímenes legales.

¡Infeliz de quien se atreva a levantar su voz! Su nombre quedará oscurecido; se le llamará ladrón de pañuelos, y, de todas las maneras se verá envuelto en un proceso: porque hoy se castiga menos, pero se procesa más. Somos un pueblo que cae de espaldas en el abismo.

Cuando concluyó Luis su discurso vio que la admiración habitual de la señora Mensonge se había comunicado a todos los concurrentes que le miraban estupefactos.

-Parece usted realista o republicano.

-Yo sólo soy un soldado.

-Pues eso sólo debe usted ser.

La manera con que el general dijo estas palabras dejó cortada repentinamente la discusión; la señora Pimp aprovechó este instante para decir a los contertulios que era ella quien había abierto el piano, pero que se arrepentía de lo hecho en atención al luto de los señores de la casa.

-Pues hay que advertírselo a don Cristóbal.

-Hace rato que le envié recado -dijo el brigadier-; pero no está en casa.

-Pues yo, con su permiso de ustedes, me retiro.

Y el general se acercó a Marcela y se despidió de todos ceremoniosamente. Detrás de él se marcharon el brigadier y Daniel Pschut, decididos a acompañar al general hasta su casa.

La señora Mensonge continuaba viendo con asombro todo lo que tenía delante; Paul hablaba con Ganstier acerca del costo de un ferrocarril de vía estrecha; la señora Pimp seguía excusándose por su anterior indiscreción, y Luis contemplaba a Marcela, que parecía contrariada.

La Marquesa continuó el iniciado desfile, despidiéndose del capitán muy fríamente. Con la Marquesa se marchó la señora Pimp, que buscaba pretexto para salir del atolladero en que se había metido, y el matrimonio Mensonge se fue también al verse solo.

  —73→  

Quedose Luis disgustado por lo inopinadamente que terminaba la reunión; volvió Marcela de la antesala; acercósele Luis para buscar compensación al pasado aburrimiento, y su esposa, encarándose con él, le dijo agriamente:

-¿Qué te ha parecido la señora Mensonge?

-Un tipejo.

-Eso digo yo; un tipejo: un mal tipejo.

Y volviéndose de espaldas a su marido, se fue a su cuarto, dejando a Luis de pie e inmóvil en medio del iluminado salón.




IV

Veinticuatro horas después, sabía toda la sociedad elegante de Granburgo que el té de la casa Noisse había hecho fiasco.

Y no fue esta la única consecuencia de la malhadada fiesta; hubo más: hubo cariñosas advertencias a Luis previniéndole que el general le tenía en observación; hubo grave regaño de la marquesa, que temía ver a su sobrino fusilado por demagogo, y hasta el confesor de Marcela les hizo una visita tan lúgubre, que parecía un responso. Hubo también, que Cook presentó su cuenta, y que ésta importaba mil doscientas pesetas; y hubo que don Cristóbal pasó dos días sin parecer por su casa, entretenido seguramente con los justificantes de la cuenta de Cook.

Pero a Luis le importaban muy poco estas cosas; lo que le preocupaba era que Marcela no hablaba, ni comía; esquivaba la presencia de su marido, y pasaba el día encerrada en su tocador. Luis recurrió a todos los medios que le sugirió su inteligencia para provocar una explicación con su esposa, pero no la pudo lograr; y cansado de esta lucha, se resolvió una mañana a penetrar en la habitación de Marcela, y encontró a esta caída sobre una butaca, con los ojos extraordinariamente abiertos, crispados los dedos de las manos y lívido el semblante. Luis la sujetó por el talle, y trató de colocarla en posición más cómoda, pero ella le dijo muy bajito:

-Me muero; llévame a la cama.

  —74→  

Y Luis la cogió en brazos con el mayor cuidado, la desnudó, rompiendo los vestidos sin tropezar apenas el delicado cuerpo de su mujercita, y la metió en la cama, y la abrigó con el mayor esmero, mientras la doncella aguardaba con el servicio de té, y Bautista, el fiel ayuda de cámara, corría por las calles de Granburgo buscando al doctor.

El padre de don Teodoro había sido albéitar en Villaruin, y tuvo paciencia para costear los necios gastos de su hijo durante quince años, con cuyo tiempo y las recomendaciones del diputado, llegó Teodoro a ser médico, y a lograr, apenas salió de la escuela, la titular de mata-enfermos y enfermasanos en el mismo pueblo donde ejercía su padre. De este modo, las personas y los animales quedaron sujetos al mismo tratamiento, y seguramente murieron muchos sin que Dios se hubiese acordado de llamarlos.

Casose con la hija de un acarreador, y éste se dio tal maña para aprovecharse de la guerra, que cobrando paja, víveres y bagajes, que no había facilitado, hizo una regular fortuna. Marchose el mediquillo con su esposa a Granburgo, y empezó a llamarse don Teodoro, y a ser médico de moda, porque cobraba caro, recetaba baños, curaba granos visibles, y mataba a cuantos podían dejar buena herencia.

Los descubrimientos de la biología y los homéricos cantos de la ciencia describiendo las luchas entre los microorganismos y el hombre, perturbaron a don Teodoro que empezó condenando tales paparruchas, y concluyó aceptándolas sin conocerlas.

El doctor había ayudado a morir a doña Julia, y se disponía a hacer lo mismo, cuando llegase el caso, con Marcela y con su esposo. Así es que, al convencerse de que Luis estaba preocupado con aquella enfermedad, se preocupó también don Teodoro, y empezó recetando, con arreglo a la ciencia moderna, cuantos antisépticos conocía, recomendando inyecciones hipodérmicas, y sintiendo que su decoro no le permitiese aplicar a Marcela dos dientes de ajo en las sienes y una cataplasma en el estómago.

  —75→  

Volvió Marcela del desmayo, e indicó al doctor qué clase de dolores la tenían postrada.

Entonces don Teodoro llamó aparte a Luis, y le dijo:

-No me cabe duda; tengo buen ojo: esto es un aborto y nada más que un aborto.

-¡Dios mío!

-Las ciencias modernas no han inventado nada para esto, porque lo sabría yo; pero si usted o tú (porque te llamo de tú) quieres avisar a algún sabihondo de esos, puedes hacerlo; yo te daré nombres.

-Desde luego esa es mi opinión -afirmó Luis, a quien aquel médico no inspiraba confianza.

-Sí, sí; esa es la tuya; pero hay que saber la de la enferma.

-Es cierto.

-Basta, basta, y no perdamos el tiempo, que es money. Vamos a preguntar a la niña.

Marcela dijo que no quería más médico que don Teodoro; el viejo Brether tuvo la osadía de preguntar si podría vivir la criatura, y contestó el doctor con el mayor aplomo.

-De tres meses viven pocas.

Aquella noche procuraba Luis consolarse de la pérdida de su hijo, y hacía propósitos de cuidar muchísimo a Marcela para que se verificase el refrán que dice: «Aborto temprano, señal de hermano».

Y Marcela, viéndose enferma y sucia, prometía huir del hombre que tales estragos hace, y limitarse a servir de criada a Luis, ya que no le era posible sacudir su esclavitud, y volar con alas de ángel a la celeste mansión de los querubines.




V

Serían las cuatro de la tarde cuando Luis salió del Liceo, y marchó hacia su casa por el boulevard de los Álamos.

  —76→  

Iba preocupado con dos ideas que compartían su atención casi simultáneamente: su cañón y su hijo. Respecto a la primera, ya tenía concluida la teoría. El problema era aprovechar los gases que se escapan detrás del proyectil; la velocidad inicial de éste se mediría en la boca del cañón, y no habría que tener en cuenta el impulso de dichos gases, aun después de salidos del ánima. Volverían a ser comprimidos contra la recámara, y se obtendrían muchas ventajas, entre las cuales serían las más importantes: primera, hacer desaparecer los humos sin emplear pólvoras nuevas de dudosos resultados; segunda, que a medida que el número de disparos aumentase, disminuirían las cargas; tercera, que el cañón quedaría siempre dispuesto para lanzar un proyectil aislado con una velocidad mínima del 60 por 100 respecto a la ordinaria, y muchas más ventajas, muchísimas más, que iban apareciéndose ante la exaltada imaginación de Noisse.

El problema del mecanismo no era insoluble, y el capitán había calculado el procedimiento.

A lo largo del cañón, y precisamente en la línea del eje, se fija una varilla prismática; esta varilla arranca de la parte inmóvil de la recámara, porque la tal recámara es una sencilla prensa hidráulica. Sobre la plancha móvil de esta prensa se coloca la carga, y a continuación de la carga un cuerpo cilíndrico formado por dos de igual diámetro, cuyos extremos de unión son dos rocas, en las cuales gira como tuerca un anillo. De este modo los cuerpos permanecen sin poder rotar, y si el anillo gira a derechas, los cuerpos se acercan y diminuye la longitud del eje del cilindro total, y si gira el anillo a izquierdas ocurre todo lo contrario. Pues bien; los cuerpos no rotan, porque marchan ajustados a las varillas prismáticas. Se debe advertir que la superficie exterior del anillo ajusta con la de los dos cuerpos. El anillo lleva los pitones para girar cuando caminen por las estrías helicoidales del rayado cañón, y el dicho cilindro está lleno de agua o de aire a una determinada presión. A continuación de él se coloca el proyectil acanalado a lo largo de su eje para poder desplazarse siguiendo la dirección de la varilla.

Todo esto supuesto, vamos al momento de inflamarse la carga. La presión sobre la prensa hidráulica de la recámara llega a su límite, y ya esta   —77→   reacción, sumada a la acción en sentido contrario, determinan el impulso inicial del cilindro que lleva delante de sí al proyectil. A medida que va marchando el cilindro a lo largo de las estrías, gira el anillo y aproxima los dos cuerpos, conque el fluido interior alcanza una presión extraordinaria. Pero al llegar a la boca del cañón se interrumpen súbitamente las estrías, el cilindro queda parado y el proyectil sigue su marcha. La presión del fluido comprimido y la débil resistencia de los dilatados gases de la pólvora, lanzan de nuevo el cilindro hacia el interior del ánima. Arrastrado por su inercia gira algo el anillo después de salirse de las estrías en el fondo del cañón, y cuando la reacción se inicia, ya no puede marchar el cilindro, que permanece sujeto conservando entre él y la recámara los gases nuevamente comprimidos. Al hacer otro nuevo disparo, y en el instante de la inflamación, se colocan los pitones del anillo enfrente de las estrías mediante un aparato que ya discurriré, y el fenómeno vuelve a repetirse.

De este modo se obtienen todas las ventajas que calculé antes, y esta innovación se puede hacer fácilmente en todos los cañones y proyectiles que hoy existen.

Y Noisse sonreía, viéndose coronado de laureles, dueño de una fortuna aún más colosal que la que poseía, reconocido en todo el imperio como el primer matemático, y...

Al llegar a este punto de su razonamiento, desapareció la sonrisa de los labios de Luis.

¿Y mañana? Si yo tuviese un hijo sería él quien perfeccionase mi invento. Le enseñaría enseguida todo lo que sé, y así, cuando él tuviese veinte años, ya habrá aprendido cosas nuevas, y enseñaría a su padre. Y... claro es que he de morir, y entonces mi hijo se apoderaría de mis papeles, los conservaría cuidadosamente, anotaría mis escritos, y cada vez que obtuviera un aplauso, bendeciría a su padre que se lo habría proporcionado.

¡Un hijo! Parece que es triste condición del hombre que sus deseos estén en razón inversa de sus esperanzas. Porque Marcela huya de mí, y... Las gentes que pasan en este instante al lado mío, me creerán feliz, y, sin embargo, soy un desgraciado. Todos mis esfuerzos morirán conmigo, y toda la recompensa que puedo esperar es un recuerdo que el tiempo llegará a borrar   —78→   en la memoria de los humanos. No tengo un hijo, y acaso no logre tenerlo. Ya sé que Marcela no es responsable. Tiene miedo... Ya sé que es muy buena conmigo, pero... estoy sin hijo, y sin esposa.

Yo debía haber calculado todo esto antes de casarme, pero meditamos muy poco las resoluciones importantes, y en cambio dedicamos largas horas de cálculo a empresas de menor cuantía, como, por ejemplo, mi cañón. Eso, no, que mi cañón no es asunto baladí. ¡Así que no tiene importancia el ahorro de pólvora y la...! Pero, ¿volverá otra vez el cilindro al fondo del ánima? Al retroceder el cilindro girará el anillo en sentido contrario y la presión del fluido disminuirá, y como la de los gases va aumentando a medida que disminuye su volumen... Lo que es hasta abajo, no llega... ¿Y si al retroceder girase el anillo locamente? Supongamos que esto se pudiera conseguir. Entonces sería necesario que la presión del fluido fuese superior a la máxima de los gases y...

¿Y el proyectil? Caminará movido por la inercia. Pero la fuerza queda destruida al detenerse el cilindro. No importa; el proyectil seguirá. O no. Hay que determinar la fuerza viva, porque lo cierto es que existe una resistencia...

¿Y la carga? Cuando haya que cargar de nuevo, ¿cómo se introduce el saquete de pólvora entre los gases comprimidos sin que éstos escapen?... ¿Y...? Pero, sí... Me parece que mi cañón no funciona.

El proyectil va a caer al pie de la boca, y... lo dicho: que no funciona. De modo que ahora salimos con éstas después de tanto calcular. Pues soy un zoquete, porque unas cosas no las calculo y otras las calculo mal, y todas me salen al revés.

Si yo, al casarme... pero, ¿quién se pone a prever eso?... Después de todo, el gran problema es cargar; y, ¿cómo se mete la carga? Me asombra el disparate que había calculado... Nada, me decido a dejarlo todo conforme está. No sirvo para crear caminos nuevos, y allá me voy por el que me pongan delante.

Y vámonos deprisita a casa, y comeremos tranquilamente, y Dios sobre todo... Esta noche saldré con Marcela a paseo, y nos iremos de broma como dos novios... La carga se podía colocar mediante otro aparato que...

-Ese, tan moreno.

  —79→  

Luis volvió la cabeza, porque le era conocida la voz que había pronunciado aquella frase.

A su lado pasaba una señora gruesa, arrogante jamona, acompañada de dos señoritas. Una de éstas era quien había hablado, y Luis la reconoció inmediatamente. Se detuvo sin pensarlo y siguió con la vista a Águeda hasta que las tres mujeres miraron hacia atrás y contemplaron un instante al capitán parado en medio del paseo. Entonces Noisse siguió su camino. ¡Águeda, tan alta y vestida con tanta elegancia! Y lo que ha dicho ha sido para que sus amigas me conociesen. ¡Cuánto ha crecido! Pero, ¡vaya un lujo! ¿Y quiénes serán esas señoras que van con ella? Parecen... no sé; malo será que la gruesa...

-Señorito Luis.

-Hola, Mari Antonia.

-Ya ha visto usted a Águeda.

-Sí, sí.

-Y ella le ha conocido a usted, porque han vuelto todas la cabeza.

-Sí, también.

-¡Ay, señorito!, si yo le dijese a usted... Ahí la tiene usted comiéndose el sudor mío y despreciando a su madre... No me deja ir con ella, no, señor, porque no sirvo para pinturera como esas que la sacan a paseo y la llevan al teatro. Y yo, ¿qué hago? Pues, ¡qué he de hacer! Lo que estoy haciendo ahora. Pues, seguirla, y si entran en el café las miro desde la calle... Ya sé que es mi hija y que la puedo matar, pero yo no la mato. Si viera usted, señorito, las cosas que ha aprendido, y las labores que hace y lo bien que toca el piano, pero no me quiere... ¡Ay, señorito Luis; si usted la hablase ella sería buena, porque a usted le tiene respeto!... ¡No se niegue usted, señorito!

-Pero usted comprenderá, Mari Antonia...

-No se niegue usted, señorito; por la gloria de aquella madre tan santa que tanto le quería a usted, y que tan buena ama fue para mí.

-Águeda ya es una moza.

-Pero le respetará a usted siempre. Sea usted bueno, señorito; Dios no quiera que pida usted para sus hijos.

-No; para eso...

  —80→  

-Ya, ya sé que no los tiene usted, pero los tendrá; como sé cuándo usted se casó, y no vi la boda, porque no fueron ustedes a la iglesia. ¡Ay, señorito!, usted cree que no somos agradecidas, y ni Águeda ni yo olvidamos el pan que hemos comido en su casa de usted.

-No hablemos de eso.

-Conque, señorito Luis, vendrá usted, ¿no es verdad que sí? Mire usted, vivimos en la calle de García Santos, número 5. Verá usted qué cuarto tan bonito tenemos, y a esa gastadora le parece feo. Pero no nos mudamos hasta que usted no venga.

-Ya veremos.

-Señorito, diga usted que sí. Yo no me he atrevido a escribirle, porque usted no nos hiciera un desprecio.

-Pues ya sabe usted que no soy orgulloso.

-Sí, ya lo sé; pero teníamos reparo; y cuando usted venga, verá las cosas que Águeda le ha hecho todos los años para el día de su santo de usted, y luego no nos atrevíamos a enviárselas.

-Mal hecho.

-Conque, ¿vendrá usted?

-Allá veremos.

-No señorito; deme usted su palabra, que si usted me la da, yo sé que la cumple.

-Pues, bien; iré.

-Dios se lo pague, que ya verá usted cómo mi niña se vuelve buena.

-Para eso iré.

-Y Dios se lo dará en gloria. Conque, señorito, me voy que esa ya está muy lejos, y no quiero perderla de vista. Adiós, señorito, y muchas gracias.

-Adiós, Mari Antonia.

-¿No me dice usted nada para Águeda?

-Dele usted mis recuerdos.

-Adiós, señorito. Adiós.

Respiró Luis al verse libre de aquel tiroteo de palabras, y se aseguró enseguida que, supuesto que Águeda salía tan aprovechada, no debía él meterse   —81→   en estos asuntos. Pero, precisamente porque Águeda salía mala, debía él corregirla. Sí; pero es peligroso emprender estas correcciones con una moza de diecisiete años. Cuyo razonamiento lo es de cobardes, porque el hombre virtuoso no debe temer las tentaciones. Pero también es cierto, que quien quita la ocasión, quita el peligro.

Y así siguió cavilando hasta que cayó en la cuenta de que le iba a pasar con este asunto lo mismo que con el cañón. Entonces atravesó el arroyo, llegó a la opuesta acera, y dijo con resolución: «A comer», al propio tiempo que el portero abría la cancela y daba a su amo las buenas noches.




VI

Cuando Luis entró en su casa, le dijo el ayuda de cámara:

-Los señores ya están comiendo.

-Allá voy.

Pues es una grosería. Todas las tardes tengo que aguardar a Marcela o a mi suegro, y hoy, que me he retrasado un instante, ya les encuentro en la mesa. Haceos de miel y os comerán las moscas. Aquí va a ser necesario leer las ordenanzas todos los domingos después de oír misa.

Y discurriendo así, entró en el comedor.

-Buenas noches.

-Hoy te hemos dado capote.

-Ya lo veo.

-Esta se ha empeñado en ir al teatro.

-¿Adónde?

-A la Opera.

-¿Qué hacen?

-Cleopatra.

-Tengo deseos de verla.

-Pues no se te conocen.

-¿Por qué no?

-Porque sólo me llevas el día que nos corresponde el abono.

  —82→  

-Ya sabes que no tengo tiempo.

-Siempre dices lo mismo.

-Y siempre es verdad. Considera que soy catedrático nuevo en el Liceo, y no debo hacer un papel desairado.

-Yo creía que los catedráticos no tenían que estudiar.

-Pues estabas equivocada.

-Yo nunca acierto.

-Por supuesto, Luis, que por mí no pases disgustos. Tú acompañas a Marcela y yo me voy al Casino.

-No, no, papá. Cuando Luis no se ha ofrecido es que no está dispuesto.

-Iré solo otro día.

Larga pausa. Luis come tan deprisa que concluye de tomar café antes que su suegro se haya servido de los postres. Marcela está en su gabinete concluyendo de vestirse.

-¿Hay luz encendida en mi despacho?

-Sí, señor.

-Bueno. Pues que aproveche y divertirse mucho.

-Gracias. Pero ya sabes que, si quieres, yo me voy al Casino.

-No. Ya oiré Cleopatra en día de abono.

Y el capitán se fue a su despacho, sentose en el sillón, apoyó los codos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos, y fijó sus ojos en una cuartilla donde estaba escrito con letra gruesa: «Castrametación. -Programa de esta asignatura». Y permaneció media hora mirando fijamente aquellas dos líneas, sin que al terminar los treinta minutos supiese Luis dónde había mirado. Después de afirmar que Marcela tenía muy poca educación y muy mala, empezó Luis a buscar atenuantes, y, convino en que un esposo debe consagrarse a su mujer y no entregarse en absoluto a la ciencia: conque, al volver Luis de su éxtasis, estaba convencido de que Marcela había obrado con arrebato, pero que éste era disculpable. Entonces vio que tenía delante el programa para el estudio de la Castrametación, y sintió deseos de dar un puñetazo sobre aquellas cuartillas que eran indudablemente la única causa de sus disgustos matrimoniales.

  —83→  

-¿Da usted su permiso?

-Adelante.

-Esta tarde han traído estas cuentas y la señorita me ha encargado que se las presentase a usted. Creo que mañana vendrán a cobrarlas.

-Y, ¿por qué no ha pagado la señora?

-No sé decir a usted.

-Vengan esos papeles. ¿Hay algo más?

-No, señor.

-Pues no me interrumpas.

¿Qué será esto? La Aurora elegante. -Avenida del General Wagner, 17. -Especialidad en encajes invisibles. ¡Qué atrocidad! La señora Brether de Noisse, Debe: Pelache grappeux, grain mignon, ¡Qué lío!, doce metros. Es tela, según parece; a diez y siete pesetas metro. ¡Valiente pelache! Doscientas cuatro pesetas. ¡Me parece bien; Satin (soie de l'empire) coton de printemps, ¡Otro lío!, nueve metros. Debe ser más ancho, porque este es el forro, a cuatro pesetas metro, treinta y seis pesetas. ¡Buen forro! Ouate. ¡Continúa el forro!, excelssior assorti, sesenta y cinco pesetas. ¡Qué calentita irá mi mujer! Fournitures. ¡Ahora empezará lo bueno, pero lo perdono! Vamos al total: Quinientas noventa y cuatro pesetas... ¡Qué tímidos! No se han atrevido a poner seiscientas. Me va pareciendo interesante esta lectura... Vamos con otro papelito. Venus chez mesdames. ¡Cáspita! Ese mesdames define al tendero. Total: muchas porquerías que huelen bien y han costado ciento cuarenta y tres pesetas. Todo esto me parece caro; pero, en definitiva, ¿por qué no paga mi mujer? ¿No tendrá dinero? Sí, tiene, seguramente. Pues, no me lo explico. La tercera cuenta importa setenta y siete pesetas; conque, entre las tres sumarán, próximamente, ochocientas pesetas. Repito que Marcela debe tener dinero para... Por supuesto, que si ha pagado muchas cuentas como éstas, ya no le quedará un céntimo. Antes tan económica, y ahora... Hace bien; no tenemos hijos, y... Pero, a este paso me quedaré sin una peseta. También exagero, porque estos gastos no se hacen todos los días, y, cuando me encargo ropa, buen dinero me cuesta. Soy muy egoísta, y voy adquiriendo todos los defectos inherentes al marido. He malgastado mucho dinero, y ahora me pesa emplear unos cientos de pesetas con mi mujercita. Se comprende que la pobrecilla se encontraba sin fondos,   —84→   y se ha valido de este medio para decírmelo. Pero el medio no es acertado, porque la servidumbre no debe enterarse de ciertas cosas. Además, yo nunca la he negado nada... Al fin, ya sabemos que Marcela no ha descubierto la pólvora, ni la descubriría tampoco. Esto es un defecto; pero también es una virtud, porque otras emplean malamente su inteligencia. Algunas no piden al esposo, pero se lo ganan de otra manera que... Bien estoy como estoy. Ahora meteremos estas cuentas en un sobre, y con ellas un billete de mil pesetas; ¡ah! y otro también de mil para que acabe el mes sin apuros. Y antes que vuelva Marcela pondremos el sobre en la mesita de noche... No: en el tocador... Tampoco: esto me recuerda el dinero que se les da a ciertas mozas. Lo pondremos en el altarito, que estas devociones no son habituales en las casas de las Venus. ¡Venus chez mesdames! Tiene gracia el perfumista.

-¿Da usted su permiso?

-¿Otra vez? Este cernícalo no me dejar trabajar. Adelante.

-El señor perdonará; pero la Ramona pide dinero para mañana.

-Y, ¿quién es la Ramona?

-La cocinera.

-¡La cocinera! y, ¿para qué quiere dinero?

-Pues, para comprar mañana.

-Y, ¿qué tengo yo que ver con esas cosas? Ya le dará dinero la señora. Vaya una impertinencia.

-El señor perdonará; pero yo obedezco a la señorita.

-La señorita no te habrá mandado que...

-La señorita, señor, y usted perdone; pero la señorita me dijo esta mañana que el señor era quien... es decir, que al señor debíamos pedirle todo lo que necesitásemos.

-A ver, a ver.

-Sí, señor. Y lo cual que la señorita dejó mismamente en ese cajón dinero, y me dijo: «Dile al señorito que aquí está».

Abrió Luis el cajón, y vio allí unos cuantos billetes y un puñado de monedas de plata. Acelerose súbitamente la circulación de la sangre del capitán, y ya iba a dar sus quejas al criado, cuando conteniéndose, y sujetando nerviosamente el tirador del cajón, dijo sonriendo.

  —85→  

-Ya sé lo que esto significa; pero tú has entendido mal. La señorita se refería exclusivamente a las cuentas que me has entregado, y acerca de las cuales tiene la señorita la delicadeza de querer que yo las examine; pero tú has comprendido mal.

-Créame el señor que...

-No insistas, porque sería desmentirme.

-No, señor; si yo...

-Y suponer a la señorita capaz de una ridiculez tan extraordinaria. Cualquiera de las dos cosas me obligaría a despedirte; conque, no insistas.

-El señor perdone; pero yo entendí...

-Pues no entendiste bien. Y ahora di a la cocinera que ya la llamará la señorita.

-Es que la señorita...

-Vete.

Quedose de pie Luis Noisse señalando hacia la puerta con la mano derecha, mientras con la izquierda sujetaba aún el dorado tirador.

La reacción creada para dominar su cólera, le llevó a ese estado de indescriptible tristeza en que se acepta el dolor como condición propia. Sentose en el diván sin saber que se sentaba, buscando por instinto el descanso del cuerpo para dedicar todas las energías al trabajo del espíritu. Enseguida encontró los motivos que tenía su esposa para hacer aquello; una frase que Luis dijo por la mañana. Se jactaba Marcela de ser buena ama de su casa, y Luis contestó: «También te robarán, aunque no lo creas». Quejose Marcela de que su marido la considerase inepta para todo, y, aunque Noisse explicó la frase repetidas veces, tuvo que marchar al Liceo sin dejar a Marcela suficientemente convencida. Y esto era todo.

Cavilaba Luis insistiendo en sus cavilaciones acerca de los mismos puntos, hasta que, cansado de aquel eterno suplicio de repetirse los mismos argumentos, convino en que siempre debía tener presente que su esposa sabía muchas oraciones, y cumplía perfectamente los diez mandamientos de la Ley de Dios, y los cinco de Nuestra Santa Madre la Iglesia, pero que ignoraba en absoluto los deberes de la esposa. Además se persuadió de que no era posible enseñar nada nuevo a su mujer, porque ésta creía que toda la sabiduría   —86→   estaba en el conocimiento de la Doctrina Cristiana, y, por remate, que habiendo sido perfectísima doña Julia, y siendo Brether su padre, no iba a tomar lecciones de un Noisse una Brether, que tenía para determinar su línea de conducta a un sapientísimo confesor.

Miró Luis al techo, y dijo pausadamente: «Reconozco, Dios Todopoderoso, que fuiste grande creando al hombre. Yo, el más imperfecto de todos, sería feliz entre las fieras. Tú, ¡oh Dios!, no tienes culpa de nuestras desgracias, porque la sociedad fue obra del pecado». Pero después de hallada la síntesis filosófica comprendió Luis que había llegado el instante de buscar el procedimiento práctico.

Era necesario trasladar aquel dinero al bolsillo de Marcela y alcanzar una revocación terminante de las órdenes dadas por la mañana, y Luis calculó que el mejor procedimiento era esperar la vuelta de su mujer, y, entre besos y chistes, determinar en ella ese estado de anestesia psicológica a que tan aficionados son los seres de sangre blanca, que renuncian a los grandes placeres a condición de no sufrir el más insignificante dolor. Finalmente: eran las diez de la noche, y el Programa de Castrametación le estaba aguardando. Entonces Luis llamó al ayuda de cámara.

-Cuando vuelva la señorita me avisas enseguida.

-El señor perdonará...

-¡Otra historia!

-Es que la señorita no ha salido.

-¡Que no ha salido la señorita!

-No señor. Marchose solo el señor, y la señorita se acostó y estuvo llorando, y ahora dice la Clara que la señorita se quedó dormida.

-Di a Clara que venga.

-El señor perdonará.

-Y dale.

-Pero la señorita ha prohibido a la Clara que venga al despacho.

-Y ha hecho bien, porque siempre venís a incomodarme, pero ahora la llamo yo.

-Si la señorita no la despide.

-Soy yo quien te va a despedir por bruto.

  —87→  

-El señor perdone.

-Calla, hombre, calla.

Y Luis sonriendo con toda la ironía de que es capaz un marido, cuya mujer tiene la costumbre de dormirse llorando, cruzó el pasillo y entró en la alcoba donde dormía Marcela tranquilamente. Recordó entonces que sus maestros, los Jesuitas, hombres extraordinariamente conocedores del corazón humano, llevaban a la enfermería al niño rabioso que se hacía acreedor a una larga paliza, y Noisse se fue al despacho, reunió a los criados y les dijo: De las palabras de éste deduzco que hoy ha pasado la señorita todo el día inquieta y perturbada. Esto me lo debíais haber dicho cuando vine. Y usted, ¿por qué no me ha avisado que la señorita estaba en la cama?

-Me dijo que no lo hiciese.

-Es natural; para evitarme molestias. Pues ahora tú vete en seguida a avisar al médico; y usted, Clara, guarde este dinero y vaya administrándolo mientras dura la enfermedad de la señorita. ¡Ah!, oye, llégate al casino y di al señor la novedad que ocurre.

Después, y al lado de la cama, contemplaba Luis a su esposa y se admiraba, de que una mujer tan linda fuese tan estúpida; de que el matrimonio obligue a entregar su cuerpo a quien no entrega su alma, y de que él tuviera en su casa una doncella tan bonita como Clara sin haber caído en la cuenta de ello hasta que se lo había advertido Marcela con sus injustificadas prevenciones. Y aquella noche, como el doctor, acostumbrado a tales lances, aseguró que toda precaución era poca, durmió Luis en el sillón donde había pasado la primera noche de su matrimonio, y volvió a soñar con aquellos hermosos días de campaña en la Aurelia, donde existía el derecho de lanzar una bala a la cabeza del enemigo.

Cuando se despertó vio a Marcela, recordó la escena del tocador en aquella mañana de inolvidable recuerdo, y dudó que fuese aquella mujer quien ahora se creía menos que su doncella, y quien quería convertirle en mayordomo.

Y Marcela, dormida, soñaba siempre con el Ángel de la Guarda que tiene la marquesa en su capilla.

  —88→  

Volvió don Teodoro, pulsó a la enfermera, y trazó las bases de una medicación prolija que le asegurase una larga curación; pero Luis tuvo buen cuidado de dar solamente a su esposa tila, azahar y almizcle, y aguardó a que se enterase de que Clara la sustituía en el honroso cargo de administradora del hogar.

Cuando la enferma lo supo desapareció la enfermedad y desapareció la doncella; miró a Luis con arrogancia, y dijo con ademán trágico:

-Parece mentira que un Noisse no sepa conservar el respeto que merece su esposa y haga el amor a las doncellas de su casa.

Sonrió Luis como sonríe el sabio cuando se verifica el fenómeno previsto. Irritose Marcela viendo aquella sonrisa, y añadió:

-Ya sé que te soy indiferente.

-No es verdad, y lo prueba que deploro el verte labrándote tu desgracia.

-Eres tú quien la labra.

-Yo nada te niego.

-Mientes con mucho descaro.

-Gracias.

-¿Qué has hecho del cariño que me tenías?

-Lo conservo para mejor ocasión.

-¿Para cuándo?

-Para el día que no estés enferma, ni tengas celos y mal humor, ni uses conmigo frases fuertes que te sientan muy mal.

-Es decir que no debo irritarme viendo que haces el amor a mis criadas.

-¿Me crees capaz de eso?

-Lo he visto yo.

-¿Cuándo?

-Te he visto abrazar a esa indecente que he despedido.

-¿Y no la despediste enseguida?

-No.

-Pues, o no viste nada, o si algo viste obraste con muy poco decoro no despidiéndola enseguida.

  —89→  

-Hice lo que debía hacer.

-Es que no tienes conciencia de tu deber.

-Tengo tanta conciencia como tú.

-Pero no entiendes lo que las palabras significan.

-Te entiendo muy bien.

-Pues, no lo advierto.

-Ya lo advertirás. Tú crees que soy una estúpida, y que no sirvo ni aun para manejar mi casa, y te equivocas. Lo que ocurre es que no quiero ahorrar, porque no me da la gana de que, después de mi muerte, disfrute una mozuela de mis economías.

-Bien pensado.

-Por lo demás, puedes quitarle sus novias a tu asistente.

-¿Me crees capaz de eso?

-Y muy capaz.

-Basta.

Y Luis se fue a su despacho; llamó a su ayuda de cámara, vistiose de uniforme, y se marchó al Liceo, donde estuvo hora y media oyendo los disparates de un alumno que temblaba observando que su catedrático no le interrumpía.

Cuando terminó la clase, fue a la biblioteca; sentose, colocó sobre el pupitre los «Apotegmas», de Rotondo, y se puso a pensar en Marcela.

O está loca, o se ha vuelto imbécil, o alguien le aconseja muy mal... No son celos, porque estos suponen cariño, y cuando se ama no se insulta... Suponer que yo sea capaz... De modo que, por ese sistema, iremos a la miseria. Y consiente esa mujer en que me vea pobre cuando llegue a viejo con tal de no... ¡Valiente cariño!... Y dice que no la quiero; pero, ¡si no es posible!... Llevo en el bolsillo los billetes para el teatro y me recibe con una recriminación; armamos una polémica; me encierro en mi despacho, y el palco se queda vacío... Si estoy alegre, se atreve a decir que estoy borracho; si pido camisa limpia, es que me acicalo para pretender a alguna amiga; si estoy en casa sin salir, es que Fulana me ha desairado o que cortejo a la cocinera... ¡Qué estupidez! Y, ¿adónde vamos? No lo sé, pero presiento que el fin ha de ser horroroso. No comprende esa desgraciada que mis antiguas amigas   —90→   se alegrarán de su desdicha cuando la conozcan, y me sitiarán deseando arrancarme para siempre de los brazos de mi esposa, y enorgullecerse de haber cubierto a una Brether de ridículo. Moviose Luis en su asiento; fijó sus miradas en el libro que tenía delante, y leyó: «Quéjase el hombre de sus penas y sólo tiene penas el que vive». Es verdad. La vida es un contrato que no hemos hecho, pero que tenemos que cumplir. Un contrato leonino, porque si existe ganancia en que viva el hombre no es el hombre quien la obtiene. Un contrato de tal índole no se debe tomar en serio.

Luis cerró el libro, irguiose, y apareció su hermosa figura recordando al bravo oficial que contribuyó con su bizarría a la conquista de la Aurelia. Cuando llegó a la portería le entregó dos cartas un ordenanza, diciéndole:

-Esta es de anteayer, y esta de hoy. Como usted no ha venido... Y me encargaron que las guardase aquí.

-¿Nada más?

-No, señor.

-Está bien.

-A la orden de usted, mi capitán.

Las dos cartas eran de Mari Antonia. En la primera recordaba la promesa de Luis, y en la segunda le disculpaba por no haber ido, en atención a la enfermedad de la señorita Marcela.

Luis leyó cuidadosamente, porque siempre emociona lo imprevisto; recordó las señas del domicilio de Águeda, que eran García Santos, número 5, y pensó en tomar un coche de alquiler; pero, después de este momento de vacilación, cruzó el zaguán con paso firme, subió a su berlina, y dijo al lacayo: «A casa». Y luego murmuró con tristeza: «Aún no es tarde para una reconciliación, y, sobre todo, para tirar la piedra es necesario no haber cometido pecado».

Cuando Luis llegó a su casa, le dijo el ayuda de cámara que la señora había salido a pie acompañada de la nueva doncella. Esto le pareció mal, porque las señoras que tienen coche no van andando por las calles con una sirvienta, como las mujeres de cierta ralea. Pero el criado añadió que la señorita había ido a hacer compras, y esto dulcificó el semblante de Luis.

  —91→  

Cambió de traje y, al concluir esta operación, entró el criado a anunciar que traían una cama con encargo de colocarla en la alcoba pequeña.

-Está bien.

Cuando Luis vio la cama sintió que algo iba de su cerebro a sus ojos, e irritaba estos hasta producir lágrimas. Aquel golpe había dado por igual en el corazón y en la cabeza. Era el más irritante desprecio hecho con su cariño, y la más atrevida victoria alcanzada sobre su amor propio. Marcela le echaba del lecho conyugal, con la altivez del magnate que pone cama aparte a su perro para que el animal no le llene de pulgas. Era aquello una osadía digna de ejemplar castigo o de excepcional venganza. Pero el castigo no era justo, porque Luis entendía que el ser que no está cuerdo no es responsable de sus actos. Por igual motivo era un crimen la venganza. Pero todo ser se defiende, y él debía defenderse. Pensó en llamar a la cocinera y a la segunda doncella, llevar una a la cama grande y a la otra a la nueva cama, y ofrecerles dinero hasta que se prostituyesen. Pero eso justificaría la conducta de Marcela, y al fin, de aquel modo hubiera sido su papel más asqueroso que el de las criadas. Y éstas, ¿se prostituirían? Quizá no; pues qué, ¿acaso es la virtud cualidad con tratamiento?

Era preciso resolver algo, y no era posible resolverlo en casa, porque al verse frente a Marcela, ya debía estar calculada la solución. Noisse salió a la calle, y se marchó al Círculo militar; sentose dispuesto a no entablar conversación con nadie, y como al ser de noche no hubiese encontrado la solución buscada, se decidió a comer allí mismo, y buscar después la manera de resolver el problema pendiente. Llamó, y al llegar el criado, dijo éste:

-Perdone usted, don Luis. Han traído una carta para usted, asegurando que estaba usted en el círculo, pero no le hemos visto a usted.

-¿Y la carta?

-Voy a traerla.

Era de Mari Antonia, y decía a Luis que acababa de ver a Marcela acompañada de una señorita que parecía su hermana, en el salón de damas del Gran Café de la Emperatriz. Luis estrujó el papel, se levantó, y salió a la calle. Le molestaba la pesadez de aquella mujer que parecía dedicada a investigar cuanto él hacía, y le irritaba, hasta desesperarle, la idea de que Marcela   —92→   se hubiese presentado, acompañada familiarmente por su doncella, en el punto de reunión de todas las instantáneas de Granburgo. Pensó que su esposa habría pasado entre las filas de impertinentes que buscan aventuras en las puertas del Gran Café. ¡Entre todos sus compañeros en el Liceo y en el regimiento! Empezó a caminar todo lo deprisa que le fue posible; llegó a su casa, y fuese derecho desde la puerta a la alcoba dispuesto a descargar su puño sobre la cabeza de Marcela, pero Marcela no estaba allí.

-Bautista, ¿y la señora?

-Está durmiendo en la cama nueva.

-Vete.

Esto es distinto, pensó Luis; no me echa: es que deja libre su puesto. Decididamente, hay que anunciar a mis amigos que mi mujer se ha vuelto loca. Y se acostó y se durmió fatigado por las emociones de aquel día.

Y durmiendo soñó que el tabique que separaba las dos alcobas había crecido tanto y tanto, que se caía, amenazando aplastarle.

Se despertó sobresaltado, y notó que algo pesaba sobre sus piernas: era el gatito de Marcela. Luis le dio un cachete, pensando: «Te has llevado los halagos que me correspondían», y como el animal gruñese, le oyó Marcela, que seguía despierta, y se dijo: «Ese canalla no tiene corazón. Está visto que sólo quiere a las mozas del servicio».

Y Luis, tranquilo y sonriendo, recordó que aquella escena lo era de cuartel, y se volvió a dormir murmurando: «Volvemos a campaña. Bien me decía el marqués de Mantillo: Capitán, no se case usted, porque la mujer y la pólvora son siempre peligrosas, si no están mojadas».




VII

Eran las siete de la mañana cuando se levantó Noisse, diciéndose: «Al que madruga, Dios le ayuda».

Sobre el velador del gabinete había media docena de sandwichs y un lenguado frito, que constituían el bocadillo de última hora, como le llamaba Noisse.

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Después de todo, pensó, mi mujer me cuida: está visto que por ahora no desea quedarse viuda... No es mala, pero está loca... Loca, no; está mal educada, y esto es bastante... Habrá sido capaz de entrar en el café, tomarse un ponche, y marcharse tan tranquila... No sabe diferenciar lo bueno de lo malo, y lo decente de lo grosero... Sin embargo, no debo ser tan indulgente; hace tiempo que Marcela no confiesa, y esto me prueba que no tiene su conciencia tranquila. Es un ejemplo práctico de la necesidad de la confesión: el sacerdote es sujeto de excepcional autoridad, y, si es bueno, puede ser muy útil con sus consejos... Pero si es como aquel tunante que teníamos en el regimiento...

Mientras Luis hizo estas reflexiones se fue comiendo el bocadito olvidado la noche anterior, y acompañó los fiambres con unas copitas de vino añejo; de modo que al concluir de comer se encontraba el capitán dispuesto a soportar con paciencia los sinsabores que pudiera proporcionarle el nuevo día.

Cuando Bautista se levantó, oyó ruido en el gabinete, abrió con cuidado la puerta, y encontró a su amo lavándose.

-Buenos días, señorito.

-Hola, Bautista.

-¿El señor va a salir?

-No, hombre.

-¿El señor va a desayunarse, o esperará como siempre hasta la hora del almuerzo?

-Como siempre. No tengo apetito.

-¿El señor está enfermo?

-No sé; es decir, no estoy enfermo. Gracias, Bautista.

-¿Hay que traer algo?

-No. Arregla mi despacho, que voy allí.

Y allí fue en cuanto concluyó de lavarse. Seguía encima del pupitre el empezado programa de Castrametación, y Luis díjose al verlo: «Hoy lo acabo». Y hojeando aquellas cuartillas, añadió:

-Estoy en la lección 18. Quedamos en que las lecciones serán muchas, pero mal calculadas, porque en estos felices tiempos de imperio, en   —94→   que todo es mentira, estamos obligados a explicar las dos terceras partes de la asignatura; de modo que los nuevos oficiales saben las dos terceras partes de lo que debieran aprender. Son dos tercios de oficial. Pero eso es indiferente, porque el emperador ha hecho su clasificación, y los calaveras van a Caballería, los morenos a Estado Mayor, porque les dice muy bien el uniforme gris, los delgados a Artillería, los feos a Ingenieros, los bonitos y buenos mozos a la Escolta imperial, y los pobres a los demás cuerpos. El infeliz Ganstier se ha visto obligado a ser gran mariscal para ejercer el cargo de presidente del Consejo. Pero a Ganstier se le despega el uniforme; en esto no se parece al marqués del Mantillo. Aquel para todo servía. Si viviese, ya me hubiera hecho general.

A mi padre le preguntó al terminar la batalla de Juarro.

-¿Dónde estaba Luis?

-Con el coronel.

-¿Se ha batido bien?

-No lo sé.

-Pues yo sí.

-¿Le ha visto vuestra alteza?

-No, pero un Noisse no puede ser cobarde.

Si el Marqués me viese ahora quizá tendría para mí algún consejo; por supuesto que los consejos del Marqués eran siempre los mismos: la indiferencia aparente; pero yo no tengo aquella máscara de hierro del señor don Nicasio Álvarez; además, el hombre es función del medio, y yo me he habituado a vivir en éste, y si salgo de él me va a pasar como al pez cuando le convierten en pescado... Y a todo esto continúo sin concluir el programa de Castrametación, y si no lo concluyo hoy, no lo concluyo en todo el curso, porque será difícil que vuelva a madrugar. Lo que debía hacer era darme un paseo por las calles de Granburgo, que no he vuelto a ver a estas horas desde aquellos felices tiempos en que venía a acostarme precisamente a la hora que hoy me he levantado. Y después, ¿vendré a almorzar? O no vendré: hemos quedado en que el hombre es función del medio.

Y efectivamente; siguió sobre el pupitre el programa; y Luis llamó a Bautista y se vistió un traje de mañana.

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Eran las nueve, y al verse en la calle notó que los cortesanos madrugaban menos que en otros tiempos; los ferrocarriles de aire comprimido circulaban con poca frecuencia; las puertas de los templos estaban desiertas; los establecimientos de lujo cerrados como a media noche, y las calles de polvo, y sus aceras obstruidas por vendedores de fruta y de verduras. Aquel aspecto hizo desistir a Luis de su proyectada excursión, y se decidió a pasear por el parque de la Ciudad Militar, con ánimo, sin duda, de encontrar solución para sus problemas, contemplando la colosal estatua ecuestre del Marqués del Mantillo.

Cuando el capitán se vio bajo el templete que corona la montaña rusa, comprendió que había sido un tonto hasta aquel día; el sol daba un tibio calor a la atmósfera, las plantas perennes parecías agradecidas de aquel cariñoso saludo del rey de los astros, y sacudían, movidas por el vientecillo del Mediodía, las gotas de agua en que se deshacía la escarcha. Desde allí era hermosísima la vista panorámica de Granburgo. Sobre las doradas torres de la catedral se reflejaba el sol convirtiéndolas en ascua brillante que parecía nuncio de otra lluvia de fuego con que Dios castigaba a aquella nueva Pentápolis; el río, con su cauce recto, a donde iban a desembocar las grandes avenidas de los muelles, parecía ancha cicatriz producida en la poderosa ciudad del mundo por el sable vengador de todos sus pueblos oprimidos; y la gran plaza del Marqués del Mantillo se hacía perfectamente visible, aun no siendo extraordinaria la altura en que se encontraba Luis. Desde la plaza hasta el río se veían innumerables puntos verdes, que se destacaban sobre el fondo claro de los edificios y el oscuro de sus tejados de pizarra. Aquella era la zona elegante de Granburgo, llena de hoteles y de jardines; allí estaba la aristocracia antigua de sus inmensos caserones próximos a la catedral; allí el antiguo palacio de justicia, trasformado en Liceo imperial, y en sus calles inmediatas los hoteles de todos los generales y altos jefes del ejército; y allí el grandioso palacio del alto Tribunal de lo Contencioso y Finiquito, y a su alrededor las lujosas casas de los curiales y de sus mancebas. A orillas del río, como guardando todo lo que detrás tenía, se veía el palacio de Su Majestad el Emperador, edificado sobre las ruinas de dos conventos, porque del Granburgo de la época de Salvio Quinto,   —96→   sólo quedaban en pie la catedral, las casas de cuatro nobles y la alhóndiga. Al otro lado del río estaba el Granburgo completamente nuevo, el Granburgo hijo del imperio, edificado en doce años, y que constituía por sí solo la más grande capital; aquel era el Granburgo donde no había un solo ciudadano que no estuviese dispuesto a dejarse hacer trizas por el Emperador y por la memoria de Nicasio Álvarez. Allí no se comentaban los desastres financieros que empezaban a aterrorizar al Granburgo elegante del otro lado del río; allí no se comentaba nada; se negaba todo lo que no fuese victoria para el imperio; y por cualquier motivo iban los estudiantes, los obreros y los soldados a dar una serenata al Emperador; cruzaban los puentes, y esparciéndose de intento por las calles del otro Granburgo, insultaban a los magistrados, a los nobles, a las devotas y a las instantáneas. Estos desmanes concluían con la serenata proyectada y con estruendosos vivas a Su Majestad. Ya se iniciaba la revolución, que sólo era visible para los filósofos que la anunciaban, como anuncia el práctico que la hoja apenas salida del suelo llegará a ser corpulento árbol que matará la vegetación que le rodea. Luis calculaba todo esto, y pensando que en la vida de los pueblos, como en la de los hogares, sólo es perdurable la materia porque es hija de Dios; que es todo mutable para que todo sea armónico, y que el placer y el dolor son manifestaciones de una misma fuerza, que es la vida, bajó de la montaña como si al pie de ella brotase la fuente de todas las actividades. Pero en el parque sólo vio a los guardas barriendo; a algún extranjero, que con un mapa en la mano caminaba presuroso en busca de la estatua, y a dos o tres parejas de menestrales enamorados que venían a aquellos aristocráticos sitios para no ser vistos por sus vecinos, o para figurarse en posesión de una alta posición oficial. Media hora después estaba Luis cansado, y se encontraba frente al puente de Juarro. Delante de él aparecía el boulevard Shalañac, barrio medio entre el ocioso Granburgo y el Granburgo fabricante.

-Por aquí vive Águeda; es calle de García Santos, número 5; pero, o yo me equivoco o en esa calle no hay ninguna habitación modesta; ¿recordaré mal las señas, o vivirá Mari Antonia en algún palacio? No creo que dé tanto fruto su negocio.

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Y Luis andando despacio y olvidado ya del digerido desayuno, llegó al número 5 de la calle de García Santos, y se encontró ante el palacio que había sido del conde de Jessen, aquel coronel que se suicidó harto de deudas y de enfermedades.

-Pues señor, aquí no debe ser, porque cualquiera de estos dos pisos costará cinco mil pesetas. Preguntaré al conserje.

Y efectivamente era allí, porque el portero le enseñó en el fondo del patio una casita lindísima en cuyo piso principal vivía Águeda.

La tal casita tenía entrada por la calle, y había sido cochera y habitación del cochero en los buenos tiempos de aquel palacio; las cocheras estaban dedicadas a almacenes de un industrial, y así vivía Águeda con independencia, y por poco precio, en una casa bonita situada en plena calle de García Santos. Luis comprendió que si aquello era satisfacción de un deseo cursi, era también manifestación de un ingenio que sabía lograr lo que deseaba. Antes de entrar en el zaguán miró a las ventanas del cuarto de Águeda y las vio llenas de macetas solícitamente cuidadas; y dos jaulas, puestas entre las flores, indicaban que la dueña de aquella ventana tenía aficiones decididas al ritmo y al perfume.

Subió Luis la limpia escalera, llegó a la puerta de la habitación, y tiró de la cadena que hizo sonar dentro de una campanilla. Enseguida se oyó la voz de Águeda, clara, vibrante y de agudo timbre, preguntando a Mari Antonia:

-Madre, ¿cuánto pan tomo?

-Toma cuatro.

Abrió Águeda la puerta, hallose con el capitán, y corriendo hacia dentro, sin decirle una palabra, gritó a Mari Antonia.

-¡Madre!, ¡madre! ¡Es el señorito Luis!