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ArribaMedicina rústica

(1918)


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-Medita, Mariano, lo que me propones, y verás que es una infamia.

-¿Por qué, Silverio?

-¡Hombre de Dios! Si yo fuese médico, y fuese a reemplazarte en Navadebolos, siempre quedaría el hecho penable de que te reemplazaba para que te casases burlando a tu suegro, que es el alcalde del pueblo donde ejerces.

-¡Discutible!

-Además, quieres que vaya a reemplazarte no siendo yo médico, y esto es gravísimo.

-Di que no quieres contribuir a mi boda con Remedios, aunque sabes que su padre es rico, y que esta boda es necesaria porque estamos enamorados, y contamos con la madre, la señora alcaldesa, y con toda la familia, menos con don Remigio, porque se ha empeñado en casar a Remedios con el chico del tío Judas solamente para unir las dos lindes de la vereda por donde atajan los de Cuatezones cuando vienen a Navadebolos. Y no sabe el muy animal que, aunque are la vereda, y aunque cerque a una las dos tierras, le tirarán las tapias, abrirán dos boquetes, pasará por ellos la gente, pisarán el sembrado y los surcos, y reconstituirán la vereda los Cuatezones. Y don Remigio y Judas se quedarán más cuatezones que sus vecinos.

-¡Qué lástima!

-¡Sí que lo es! El domingo saldrá Remedios con su madre camino de un balneario que la he recomendado yo mismo a doña Rosalía, de acuerdo con ella y con mi novia. En la capital se hospedarán en casa del cura don Facundo, que es tío de Remedios, yo me hospedaré en una fonda, escribiremos a don Remigio, le ocultaremos el sitio donde estamos, y vendrán las negativas, las insistencias y la concesión y las amonestaciones.

-¡Un sainete que pudiera ser tragedia!

-Entonces es inútil que oigas a mi novia.

-¿La tienes escondida aquí?

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-No, pero tengo de ella un retrato que te dedica, y una carta (que también firma su madre) pidiéndote que me complazcas en el favor que te pido.

-¿Sabiendo ellas que yo no soy médico?

-¡Claro!

-Pues cree, Mariano, que si doña Rosalía y tu novia son nuestros cómplices es el hecho igualmente penable, pero no se penará mientras yo conserve ese retrato y esa carita.

-De modo que...

-¡A Navadebolos, Mariano! ¡De Galeno a Cajal y Gorgi me sean propicios todos los Esculapios!

Llegamos a la estación, y subimos al coche que emplea media hora en llegar al pueblo; cuando entramos en la carretera real, parose el coche para que montase un señor cura. El clérigo era de libras, pero se le acogió sin murmuraciones ; un tisiquillo se pasó a mi lado, el padre se sentó enfrente, y continuó la marcha.

Mariano hizo entonces mi presentación. Me hallaba ante don Atanasio (el Chucho, rematante y administrador de Consumos); su esposa; el joven Eleuterio (Cachitos), barbero, ministrante, sustituto de albéitar y esqueleto animado; y el licenciado don Rogelio García Albarrá, coadjutor en Zajones y futuro capellán de monjas en Alamillos de la Ribera.

La conversación se animó cuando di pitillos a todos los viajeros, y sonreí a la señora del Chucho pidiéndole permiso para fumar. Su esposo repetía:

-La gente de aquí no es mala, pero les hay muy brutos.

-Algo -dijo Cachitos.

-Y que cuente esta lo de la Melitona, que si no es por usted, don Mariano, se va como su padre.

-La voluntad de Dios -dijo el cura.

-Pues la Melitona estaba pa dar... vamos, pa parir, cuando va y qué hace...

-Calla, mujer, que habla don Rogelio.

-No, no; siga usted.

-Así que empezó a sentir los dolores...

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-Te he dicho que te calles.

-¡Cómo se callaba el señor cura!

-Porque está estudiando el sermón que ha echarme.

-No hace falta estudiar para...

-Para confundir a un librepensador, como yo, ¿no es eso? Enzarzados el señor Atanasio, jefe y verbo de los racionalistas, con el padre Rogelio, verbo y jefe de los curitas pedantes, propuse al coadjutor cambiarse de sitio con la señora del Anastasio.

Asintiéronse a ello todos los interesados; interpolamos recíprocamente nuestras piernas los administradores y yo; y, cuando la quinta jaculatoria del padre tuvo absortos a sus oyentes, advertí a la mujer que la pantorrilla que yo estrechaba entre las mías parecía hinchada, y era de presumir un estado cardiaco o una elephantiasis incipiente.

-Me va usted a meter en cuidiao si no me receta algo.

Llegamos enseguida a Navadebolos, nos apeamos, y nos despedimos ofreciéndonos mutuamente.

Se marchó Mariano, después de llevarme a su alojamiento, y volvió enseguida.

-Remedios y su madre se fueron esta mañana.

-Te esperarán en la capital.

-Así lo creo. He visto al alcalde, y, con su risita traidora, me ha dicho que ya podía marcharme cuando quisiera. ¿Estás dispuesto a que te presente?

-Ahora mismo.

-¿Qué te parecen mis patrones?

-Ella, vieja, y él, borracho.

El alcalde no estaba en su casa, y fuimos a buscarle al Casino. Mariano, temeroso como futuro yerno desairado, me presentó con voz balbuciente, pero debí de inspirar algún respeto al señor alcalde, porque me hizo sentar, volvió la espalda a Mariano, y ofreciéndome un pitillo, me dijo:

-¿Usted no conoce esta tierra?

-No, señor.

-¿Usted es de la capital?

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-Sí, señor.

-Como mi padre. Los hijos de los militares tienen eso.

-Sí, señor, tienen eso. ¿Y usted también es hijo de militar?

-No, señor. Mi padre se casó con mi madre.

-¿Antes de enviudar?

-Fue mi madre la que enviudó.

-Y se casó después.

-De segundas.

-¿Y usted no lo impidió?

-Era yo muy pequeño.

-Su padre de usted no lo hubiese consentido. Jamás.

-Las madres siempre son madres dice el eclesiástico.

-Pero los hijos no son siempre hijos. Esto lo digo yo y todos los que los tenemos. ¿Usted los tiene?

-¡Solo!

-Uno solo

-Que estoy solo, señor don... ¿Usted quiere que le llame don Remigio o que le llame señor alcalde?

-Hombre, la costumbre en público es llamarme por el cargo, pero particularmente llámeme usted como quiera.

-Muchas gracias, señor alcalde. Y usted perdone la interrupción. No sé de qué hablábamos.

-De los hijos que no son hijos.

-¿Usted se halla en ese caso?

-Yo tengo una hija.

-Pequeña.

-No, señor.

-Será buena moza, como su padre.

-Es... ya tendrá usted el gusto de conocerla.

-El gusto será mío.

-Muchas gracias. Pero no está buena ocasión.

-¿Pa conocerla?

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-Me refiero a su amigo de usted, que será muy amigo.

-Lo es, señor alcalde, pero noto que eso no le agrada a usted.

-¿A mí?

-Usted comprenderá que si él y yo no fuésemos amigos, no me hubiese traído aquí; y usted comprenderá, señor alcalde, que el interés afirma las amistades, lo cual significa...

-Que usted acaso sea una víctima de la amistad.

-O una víctima del interés.

-Explíquese usted, don... ¿se llama usted don Silverio?

-Sí, señor; pero, particularmente llámeme usted como quiera.

-Pues bien, explíquese usted, don Silverio.

-Creo, como usted, que ésta no es buena ocasión.

-Lo que yo creo es que nos vamos comprendiendo.

-O que nos hemos comprendido.

Y el buen alcalde estrechó afectuosamente mis manos, se sonrió, se puso en pie y volviéndose a Mariano, que se había retirado hacia un balcón, le dijo bruscamente:

-Ya sabe usted que puede marcharse cuando quiera.

-Entregaré la enfermería.

-No es necesario; da usted al señor don Silverio la lista de los enfermos, y el alguacil le acompañará por las casas.

-Como usted guste.

-Si a don Silverio le parece bien.

-Perfectamente. Pero si hay algún caso en que convenga conocer la historia clínica del enfermo.

-Ninguno. Éste no hace esas historias.

Mariano bajó la cabeza; yo le miré desdeñosamente, y, acompañado del alcalde, fui a la sala de juegos, donde su señoría me presentó cariñosamente a los mayores y peores contribuyentes de Navadebolos.

El pobre Mariano tuvo que cenar y marcharse sin decirme una palabra, porque en el Casino recibí dos letrillas del párroco invitándome a cenar con él, y participándome que tal era su costumbre con los forasteros de distinción. Consulté con don Remigio la norma que yo debía seguir, y el alcalde,   —412→   satisfecho de la consulta, me aconsejó que cenase con el párroco, y me invitó a almorzar para el día siguiente.

Acompañado del alguacil, que era cojo y tuerto, visité a los enfermos, que eran pocos y sucios. Pero el alguacil me advirtió que enseguida aumentarían las enfermedades, porque todos los vecinos desearían conocerme.

Regresé a mi alojamiento, y descansé contemplando el despacho del señor médico titular de Navadebolos. Un sillón de operaciones que compró en el rastro, y que era de posición fija, porque los elevadores estaban descompuestos. Un a mesa camilla cubierta con un viejo tapete calado en abundancia por las quemaduras hechas con cerillas y cigarros. Un armario, también rastrero, en cuya parte visible a través de la cristalería, estaban cubiertos de polvo un estuche de instrumentos que mi esposa regaló a Mariano, una cartera que fue regalo mío, dos aparatos para auscultar, dos termómetros y dos objetos de uso corriente. En la parte que no era visible al exterior, estaban amontonados el consabido periódico profesional y la consabida revista profesional que reciben (y no siempre leen) los médicos de pueblo. Y con esos papeles, los prospectos de los laboratorios que fabrican específicos, y algunos ejemplares de publicaciones alegres.

¡Qué reflexiones hice y callo!

En casa del señor cura hallé al coadjutor de Zajones, que me trató como si fuésemos antiguos amigos; me presentó al párroco y a la indispensable ama, y pasó el tiempo recordando la necedad y los desplantes volterianos de Atanasio, un mercader de tejidos peor que aquellos mercaderes que Nuestro Señor Jesucristo, que esté en gloria, echaba fuera del templo.

El párroco era un buen viejecillo que, según las malas lenguas, debía a la simonía y a su dinero aquella parroquia.

Era cariñoso, indulgente, ignorante confeso y convicto, y sujeto sin más tacha que su decidido amor a las pesetas: amor disculpable en quien tuvo ocasión de hacerles valer sobre todas las otras altezas humanas.

A las diez de la noche me disponía a salir de la casa del cura y marcharme a la mía, cuando el ama me avisó que el cabo de los serenos venía a buscarme porque al tío Nicéforo le había dado un ataque.

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Noté que el párroco, el coadjutor y el ama se sonreían, pero me desentendí de ellos, y apresuradamente me despedí, dándoles gracias por la hospitalidad, y me lancé a la calle. El cabo me dijo las cuatro necedades y las cuatro groserías que dicen los sencillos cuando quieren ser corteses complicados.

Y llegamos a casa de Nicéforo.

Confieso que no me remordía la conciencia, y dedico esta observación a los criminalistas. Es cierto que yo me daba cuenta de mi engaño; pero no del perjuicio que ocasionase al prójimo, acaso porque aquellos paletos no me pareciesen prójimos, acaso porque yo me creyese médico, o acaso porque creyese que los médicos eran tan inútiles o más peligrosos que yo. Además, el éxito obtenido me daba confianza; y además la mujer de Atanasio, y el vino consumido al cura y con que el cura consumía, me habían dado la despreocupación que engendra los grandes actos que incubados por el ciego aplauso llevan a la fortuna, e incubados por el ciego enojo llevan a la desgracia.

Nicéforo estaba tumbado en un mal colchón que descansaba sobre un tablado. La casa era pobre y olía mal. Sin embargo, Nicéforo era el medidor del pueblo, y estaba rico, según me lo dijo el cabo.

Me acerqué al enfermo; el olor del vino en digestión me produjo náuseas; le pulsé, le ausculté, examiné las conjuntivas y las córneas; el vientre lleno de mugre y los pies llenos de porquería; me volví a la mujer del enfermo y la pregunté:

-¿Cuánto tiempo lleva así?

-Cerca de una hora.

-¿Ha venido de la calle?

-Sí, señor, y dijo que tenía frío y se acostó. ¿Qué le parece a usted?

-Ahora me parece que está enfermo, pero hasta mañana no podré asegurar si está grave.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Su esposo se emborracha a menudo, y esto tiene mal fin. En esta ocasión la borrachera es lo de menos, lo grave es la congestión que se presenta. Hace falta calentar agua, y que vayan a la botica y que llamen al señor Cachitos.

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-¿Va usted a sangrarle? ¡Ay, Dios mío!

-Quizá no. Que pase el cabo y le daré la receta. Arranqué una hoja de mi cartera de bolsillo y escribí. De.

Del preparado típico tópico de la Farmacopea española sinapismisante.

Cantidad suficiente.

Repártase para cuatro aplicaciones a circular.

Ldo. Lanza.

-Oiga usted -dije al cabo-. Mientras preparan eso de la botica, se llega usted a casa del señor Cachitos y le trae usted aquí.

-Estará en el Casino.

-Convenía también que si el teniente cura que se halla de guardia no se ha acostado, esperase un poco.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -decía sollozando la mujer del borracho.

Volví a pulsar al enfermo, que roncaba estrepitosamente.

Cuando llegó Cachitos me dijo, después de saludarme:

-Éste tendrá su borrachera.

-Sí, señor; pero tiene algo más.

-¿Sí?

-Usted, que es hombre de ciencia, examine las córneas, y verá el llamado paño de Play du Plait, el autor de la asepsia por verdadera secuestración de las toxinas.

-Y, ¿qué hago yo?

-Ahora va usted a afeitarlo el vértice craneal como si fuese la ancha tonsura de un fraile, porque yo no consiento que se me muera un enfermo si conozco el peligro y lo conozco en tiempo oportuno.

-No será tanto el mal.

-La congestión que llamamos por presión o termodinámica ya está iniciada; si en ese cerebro se extravasa una gota de sangre, vendrá la hemiplejia, la Parálisis parcial o la muerte.

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-Eso es. Y, ¿qué traen de la botica?

-El desequilibrio para equilibrar este otro desequilibrio.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-¿Amoníaco?

-No, señor; cuatro sinapismos. Pone usted dos en las plantas de los pies, y otro en el brazo derecho.

-Y otro en el brazo izquierdo.

-No, hombre; ahí la circulación es corta.

-No lo sabía.

-El otro sinapismo lo guarda usted como arma final de reserva. Si con los sinapismos no descargamos enseguida el cerebro, aplicaremos en la tonsura que va usted a hacer.

-¡Dios mío! !Dios mío!

-Pulverizaciones de alcohol o de éter, porque carecemos de hielo; y si no adelantamos nada, aplicaremos en esta tonsura el cuarto sinapismo.

-Eso es.

-No olvide usted que los sinapismos de los pies los va usted trasladando y ascendiendo cada cinco minutos, y el del brazo lo va usted descendiendo hacia la muñeca, y, ¡a levantar la ampolla!

-No tenga usted cuidado.

-¿Usted tendrá ventosas?

-Sí, señor; ¿las traigo?

-Ahora no son precisas; y, en último caso, las sabrá usted poner calentando el aire en unos vasitos ligeros.

-Sí, señor. Usted mande sin miedo.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Yo volveré pronto. Me voy al Casino, porque he dado palabra al señor alcalde de acudir allí. Pero confío en que usted no se moverá.

-Vaya usted tranquilo.

En el Casino ya se tenía noticia de mi asistencia al borracho, y allí vino a buscarme Cachitos dándose importancia de profesor-ayudante. Las caras burlonas fueron sustituidas por unas caras asombradas cuando Cachitos y el boticario que le acompañaba aseguraron que Nicéforo acababa de salvarse   —416→   de una congestión. Y como supuse que era el boticario aquel viejecillo del tamaño de un pardal, pregunté al barbero:

-¿Qué pasa allí?

-¿Qué pasa allí?

-Pues, nada; que le hice la coronilla, le desnudé, le apliqué los sinapismos y volvió en sí.

-¿Los retiró usted?

-Enseguida. El paño del que usted me habló iba desapareciendo. Rediez; ese hombre le debe a usted la vida.

-Se la debe al señor farmacéutico, que, según lo que veo, es docto y hombre de conciencia.

Así nació el fervoroso entusiasmo que siempre me tuvo aquel mercachifle de drogas, a quien dejé absoluta libertad de ser el curandero mayor. Él me orientó en muchas ocasiones; él dosificó por mí, y, como todos los fatuos, quiso justificar y avalorar mis alabanzas colmándome de elogios que a otro fatuo hubieran envanecido. Por él curó el sobrino del síndico, y yo me llevé la gloria.

Con la partera tuve igual éxito, pues no me faltó para ponerme a prueba el partito de la tía Pulgares. Nunca me vi entre más basura; y calculando que el heredero de aquellos marranos saldría de noche como las cucarachas, dije a la señora Balbina, que se iba a cenar a su casa:

-Espérese usted, el feto vendrá pronto y viene bien. Ya comprendo que usted es persona justa, y puedo confiarme a usted. ¡Cuántos quisieran saber lo que usted sabe! Créame usted, antes de una hora. No habrá ninguna dificultad para usted: si la hubiera me llama usted enseguida, y, de todos modos, me llama usted. Será antes de una hora. Estoy en casa del señor alcalde. Y como la Pulgares parió a los cincuenta minutos y yo felicité por su comportamiento a la señá Balbina, me hizo esta fama de tocólogo eminente, aunque no asistí a la parturienta. Pero aún creo que huele mal la mano derecha con que reconocí a la Pulgares como la hembra más marrana de la Creación.

Entre tanto, el alcalde no cesaba de inquirir si yo había tenido carta de Mariano. Su preocupación era visible, porque la única carta que le envió   —417→   su esposa no le satisfacía. Pero don Remigio me obsequiaba, y la primera vez que me llevó a pasear me abrió su pecho, y enseñándome el camino de doscientos metros que unía el pueblo con la carretera de Cuaterosos a la capital, me dijo:

-Así es siempre el cuarto estado. Les he hecho este camino como una seda, y, sin embargo, se van por la vereda...

-Atajarán.

-Algo, no lo niego; pero, si fuesen como los hombres del porvenir, andarían más y no se meterían entre polvo y entre lodo.

-Es cierto.

-Y, sobre todo, no se meterían en terreno vedado. Ya les obligaré yo.

-¿Tiene usted medios?

-Los tengo y ya tendrá usted conocimiento de mi idea.

-Cuando usted guste.

-Añada usted que ese huerto que linda con el camino es mío, y que yo cedí gratis mi terreno cuando se expropió. Yo esperaba que hubiese tránsito, y esta casilla de la huerta la hubiera ensanchado para recreo de mi familia y de mis amigos.

-Muy bien.

-Pero los pueblos están en la infancia.

Y don Remigio resoplaba después de lanzar sus sentencias.

Una tarde subió el alguacil al Casino y me dijo que el señor alcalde me esperaba en el Ayuntamiento. Temblé y fui a escape.

Su señoría, acompañado del secretario, me dio reservadamente la noticia de que en Zajona se había organizado, por iniciativa del coadjutor, un banquete en honor mío, y que, citándome para celebrar una consulta, me llevarían enseguida.

-Yo sé lo que usted vale, pero le advierto lo que le preparan, porque también va en ello el honor de Navadebolos.

-Esté usted tranquilo.

Y aquella noche preparé el eterno discurso que eructan todos los ignorantes, porque solamente se habla con sencillez cuando se tiene conocimiento cierto y profundo de lo que se dice.

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Helo aquí:

«Señores y colegas: ana, poli u omni filos o fobos.

»Su deferente galantería de ustedes me impele a exteriorizar un acto de ipsogenia, aún más, un acto de raudogenia. To it be -dice el sabio doctor Lieman comparando el polifacético y el monoplático con la cultivación intensiva, extensiva e integral del bacillus poligénico y con la del micoderma pseudogénico si, compadeciéndonos con Longeye y con monsieur de la Blague, entendemos como que es ávica o módula sucedente la comunión alter et altero salvo en el miogenitismo y sus variantes mórficas et eut.

»Pero yo hallo que nuestra omnisciencia y nuestra antisevicia me serán gemelos antagónicos que, regulando y propulsando lo abductor y la aducción, me estatifiquen en el ritmo sincrónico donde lo abúlico y lo atávico no se positivan ni se motilizan: como lo adinámico encynemática y el polipar helicoidálico no son posibles en el sector donde el péndulo se desplaza osthogónicamente al horizonte sensual.

»Voy primero a estatuar espontanímicamente lo que llama Burrieu auto-psiquía, quizá exótica por infracción de lo consuetudinario, quizá eventuálica por frivolidad versalítica de una determinante incognóstica, o quizá nuncio de virtualidades asequibles ad homo en este lapso, como en la ciclambulía de los evós se va de lo infrasensible a lo corpuscúlico, a lo micromaeroynosciente para perderse en lo suprasensible sin dejar de ser secular, perdurable, mayestático y cósmico.

»Y ya que vuestra atención agénita y evolutante radiaeciona telestésica sustituyendo la límbica que L'Altre llamaba telusismos vesánicos de las masas, confesaré la obsesión mentatésica de mi ego mental cuya inmanencia anímica como que convive en lo gayo y en el luctuo en característica biológica de mi antupostática.

»¿Reintegramos o no lo infirmus a lo fisiológico? ¿Lo dolente es disyuntivo por asimetría o por antitecnia? ¿En reflejo y venal, o directo y causal, o constituyente y mortificante? No sigo mi labor esquemática. La tosinficación solutiva de una entera idiosincrasia epifísica o apofísica en el extremo del proceso morboso, como en el otro se muerde la cola, que es nuestra   —419→   simbólica misión, cerrando el circuito donde el más del carbón y el menos del zinc crean electrolíticas nupcias copulosas en misterios eleusinos del par antropoideo. Así será eficiente, abérrico y caótico lo que no se desdoble como en semiología sintomática.

»Ceda nuestra sevicia ante mi inopia intelecta fustigada y acicatada por el cretinismo cuneiforme del medio; y para quien dijo que la forma humana es el descanso de la materia, dedicad vuestra aquiescencia. He dicho ecuánicamente».

Mi auditorio quedó callado hasta convencerse de que yo había concluido mi discurso. Entonces me aplaudieron con frenesí. El titular de Alamillos me abrazó: olía a ajo picado como muchos higienistas. Cachitos, enternecido, me quiso besar la mano, y mi alcalde exclamó:

-Éste es un hombre con tres pares.

Quería decir con tres pares de mulas, que ya es un buen pasar.

El coadjutor, ofreciéndome un cigarro estanquero, ceñido de la anilla heredada de un habano, me dijo:

-Insisto en que es usted racionalista, pero su racionalismo, que rechazo, no empecé para que me extasíe con la asombrosa sabiduría que usted posee, con su práctica moral de amor al prójimo, y con la corrección exquisita con que usted procede como caballero.

-Muchas gracias, señor cura. Sé que no valgo lo que usted me atribuye, ni me explico de que usted piense así acerca de mi humilde persona; y, si la galantería de usted es señuelo para que yo confunda en mi afecto al hombre con el sacerdote, está usted equivocado. Como sacerdote sólo hallará usted mi repulsión, disimulada naturalmente por mi habitual cortesía, pero como hombre tendrá usted siempre mi decidido afecto y mi ciego entusiasmo; porque me admira hallar en condición tan modesta quien como usted domina las especulaciones filosóficas; va con paso firme por el campo de la metafísica; y, siendo el primero de nuestros teólogos, rechaza la soberbia, y con evangélica humildad derrocha en el dolor ajeno el dulce bálsamo de su amor inagotable.

-Bien, muy bien.

-¡Bravo! ¡Bravo!

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-¡Ea! ¡A hacer las paces! -dijo don Remigio-, porque hombres como ustedes no debían reñir nunca ni morirse nunca, porque nos hacen falta, a mí que soy un bruto y a los demás, ¿no es cierto?

Asentimiento de los curas y de los médicos del auditorio.

Salimos a la calle y después a las afueras del pueblo, y en la tartana del alcalde volvimos a montar don Remigio, el boticario, Cachitos y yo. Llegamos a Navedobolos y a la puerta del Casino, y nos apeamos. Me despedí para hacer a los enfermos mi visita de la noche y Cachitos me acompañó.

-Rediez; ha estado usted mejor que el Bomba matando.

-No podía hacer nada extraordinario porque aquello fue una sorpresa.

-Le tenían a usted preparada la encerrona.

-Y las improvisaciones son siempre débiles.

-¡Rediez con la debilidad! Pero lo mejor de todo es lo que le ha dicho usted al cura.

-Yo sentiría que se resintiese.

-Pues que se ponga un puntalito. Así deben ser los médicos: materiales, y no espirituosos como el de Vadoseco, que todo lo arregla con oraciones y no deja a nadie ganar un céntimo. Allí tiene usted el ministrante que si no fuera por lo que saca de las barbas se moría de hambre.

-¿Y ha estado ese médico en la reunión?

-¡Ca!; la mujer no le habrá dado permiso. Por supuesto que no le hubiera entendido a usted, como yo, pongo por caso, ¡rediez lo que sabe usted, y lo bien que lo dice! ¿Pero usted no sabe lo que le ocurrió a don Mariano con el de Vadoseco?

-No

-Pues a don Mariano, como es subdelegado, todos los médicos del partido tienen que enviarle sus partes.

-¡Extraña costumbre!

-Y el de Vadoseco decía en uno de ellos: Murieron de ictericia, uno; de todas las otras enfermedades, uno; de paso, uno; y de asiento, tres.

-¿De paso?

-El que murió de paso era un transeúnte.

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-Y los que murieron de asiento eran vecinos estables.

-Murieron de asiento porque murieron de indigestión.

-¡Soberbio!

-Ya lo creo.

-Como lo es la muerte por ictericia, y la muerte por todas las otras enfermedades.

-Pues ése es nuestro hombre. ¡Para que le hubiera entendido a usted! Cualquier día. ¡Pero que ha estado usted muy bien! Así, y solamente así, son los médicos buenos.

¡Pobre Cachitos! ¡Pobres ignorantes!

Al día siguiente vino a verme Atanasio. Traía dos comisiones: una, felicitarme en nombre de los librepensadores de Navadebolos, y ofrecerme la presidencia de la Asociación; la otra, participarme que su esposa padecía de flatos ardientes. Agradecí la ofrecida presidencia, pero la rechacé porque el médico debe ser libre, debe ser el sacerdote que... (reminiscencias del discursito) ¡y, para aliviar a la esposa, aconsejé a Atanasio que no abusase del matrimonio!

-Crea usted, y a otro no se lo diría, pero a usted se lo puedo decir, que, desde que ando entre los Consumos y quebraderos de cabeza, y algo más que se debe, pues se puede decir que... vamos, que nada.

-Iré a verla.

-Pero no le hable usted de esto.

-Yo tengo que hablar de todo lo que pueda orientarme respecto al enfermo.

-Pues vaya usted cuando yo no esté.

Mi patrona, acompañada de su esposo, me trajo el desayuno.

-Digo que como le llevan a usted que ni feriado, y todo el mundo le tiene a usted que convidar a la comida y a la cena, pues le he dicho yo a esta, pues mira hay que ponerle al señor algo más fuerte para desayunarse, porque sabe Dios los comistrajos que le harán; porque otra cosa no tendremos, pero limpieza y dignidad para no abusar de nadie, me parece. Conque digo que le he frito a usted unos huevos con unas miajas de chorizo y de tocino. ¡Tráelo, hombre!

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-Está bien. Se lo agradezco a ustedes y lo probaré. Pero yo como poco.

-Pues don Mariano se come a Dios y a su madre, porque el día que le hago gachas de almortas con tropezones, o arroz a banda, o cordero en salmorejo, le digo a usted que hay que ver.

-La juventud.

-Y que ya se ha hecho a los guisos de por acá. ¿Qué, le gusta a usted el desayuno?

-Sí, señora, Muchas gracias.

-Sabe usted, lo que hay es que se puede comer con satisfacción, porque ese huevo se ha quedado duro al freírlo, y ese otro se ha roto de puro frescos que son los dos. Esto es una hermosura; ya quisieran ustedes comer así en Madrid; pero allí va lo que no queremos en los pueblos. No haga usted caso de esas motas negras: son del aceite; quiere decirse, de que el aceite ya estaba frito y yo le dije a éste, pues le echaré un poco de grasa al señor por si quiere mojar un poco de pan.

-Está bien.

-Pues me alegro que le guste, porque no sabe una qué poner, y ya ve usted que en un pueblo no hay donde echar mano como en otras partes. Lo cual que, como usted no hace el gasto como los otros cómodos, pues le dije yo a éste, pues voy a ver si le encuentro al señor un par de perdices; pero, ¡buen trote llevan!; en cuanto que cogen una, pues ya está camino de Madrid, de modo que acá tenemos que pasarnos con lo que en Madrid no quieren.

-No se apure usted, yo como de todo.

-Más vale así; y quiere decirse que si no hay perdices habrá pichones, que así que yo vaya al convento y diga que son para usted, ni qué decir tiene.

-¿Hay un convento de monjas?

-Sí, señor. Conforme se mira a la vega. Y vamos que yo sé que las madres no le guardan intención a don Mariana por lo que pasó.

-¿Qué fue?

-Cosas de la juventud. Pues nada, que don Mariano se incomodó por lo del agua de las monjas, y dijo que si haría o si no haría, y lo cual que no pudo hacer nada, porque de Madrid le enviaron a decir que no se metiese con las monjas.

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-Pero, ¿qué agua era esa?

-Pues ya ve usted: que las monjas tienen en su almunia un árbol seco que echa agua gota a gota, y el agua lo cura todo, y si es cosa de calentura, pues la corta enseguida.

-¡Admirable!

-¿Usted cree en eso?

-¿Por qué lo he de dudar?

-Y a decir que usted sabe más que muchos; y así que las monjas lo sepan, pues ya tiene usted el bizcocho que le haga falta, y el dulce de cidra y el de lisonja, que lo hacen muy bien, y algo más.

-De modo que el agua...

-Sabe usted, ésa la dan para las calenturas, o, pongo por caso, para lavarse una llaga; pero además tienen la pomada de Santa Lucía, que es maravillosa, y la de San Rafael, que también hace muchas curas. Por supuesto, que el agua, si va usted al convento, le enseña a usted el árbol que está goteando; y si quiere usted estarse llenando un cacharro, pues se está usted, pero que si llega una monja a llenar, pues antes es ella.

-Es justo.

-Pues ahí tiene usted, que don Mariano se empeñó en que él solo tenía que curar; y no pudo ser, porque las monjas se le echaron encima; y no paró ahí, si no que le diga a usted éste lo de la tía Remedios, la saludadora.

-Pues la tía Remedios...

-Deja, que yo lo contaré. Total, nada: una mujer que le soba a usted el vientre y echa usted todo lo malo que tenga dentro; y le pone un vaso vacío en el estómago y sale al vaso todo el mal, y se ve el mal dentro del vaso.

-Y al hijo de la Prieta...

-Y al hijo de la Prieta, que cogió del sol un tabardillo en la cabeza, pues le puso el vaso con agua, y el agua empezó a hervir y así sacó el calor. Y a uno que se moría con uno de esos cólicos malos que los llaman como míseros , pues se lo curó poniéndole en el ombligo la colilla de un cigarro.

-Está bien.

-Como que aquí, créalo usted, quien menos cura es el médico.

-Y el boticario.

  —424→  

-No, señor; el boticario también gana, porque hace muchas cosas para las monjas, y le vende otras a la Remedios, y cobra muy bien lo que manda Cachitos.

-¿Cachitos?

-Sí, señor. Todos los que tienen enfermedades de esas feas, van siempre a que Cachitos los cure, porque se lo tapa.

-¿Y el médico lo cuenta?

-Pues hay de todo. Aquí ha habido quien se callaba, y los hay que lo dicen todo: las cosas de los matrimonios, y lo de la gente moza, y las desgracias que ocurren a las chicas.

-Mal hecho.

-Usted lo dice porque sabe usted más que nadie. Pero que muchos no son como usted, y a lo mejor se llevan dos bofetadas o una paliza.

-¡Qué vergüenza!

-Para el que la tiene. Pero el que la tiene no se mete en esos apuros.

-Es cierto.

-Pero, ¿es que no come usted más?

-No, señora.

-Que no le ha gustado a usted.

-Mucho; pero como muy poquito.

-Pues si a media mañana quiere usted un caldo del primer hervor con un huevecito.

-Ya veremos, ya veremos.

-O una miaja de embutido.

-Haré la prueba otro día.

-Y quiere decirse que, aunque esto cuesta más que el chocolate que le dábamos a don Mariano, pues no hay nada perdido, porque ya se ve que usted es persona considerada.

-Creo que sí.

-Y no abusa del pobre.

-Nada de eso.

-Conque ahora saldrá usted a la visita.

-Allá voy.

  —425→  

-¡Pero hombre, mira que eres inútil! No has dicho una palabra, y me has hecho la forzosa de que yo tenga que decirlo todo.

-Es que...

-Calla, no hables sin razón y sin motivo.

Marchose la patrona con su inseparable e inútil esposo, y mientras yo concluía de vestirme recordaba las reflexiones que hice al reconocer el mezquino material científico de Mariano; pero ahora me parecía excesivo. Me parecía pregón de una grande humildad y de una gran ciencia, que se encarnaban unidos en el modesto médico titular de un poblacho español. Porque era muy triste cursar una carrera larga, difícil y costosa, para convertirse en un empleado a las órdenes de cualquier alcalde, de cualquier cacique, de cualquier vecino, de cualquier majadero, y no tener amparo en el pueblo, donde se es considerado como un extraño que viene a vivir a costa del municipio y de los igualados; y no tener amparo en Madrid, que presume de ser Europa, y donde no hay un director que tenga las energías y otras condiciones necesarias para castigar a los charlatanes; al menos para impedir, o siquiera para no proteger, que los charlatanes se impongan de una manera oficiosa y real a los pobres médicos.

Y ya que los prelados hallan compatible el charlatanismo (que no castigan) con la digna y austera cursión y vida de los eclesiásticos y de los religiosos, ¿qué menos pudiese hacer el médico que negar su asistencia al convento donde se ejerce el charlatanismo y donde el médico no va a ser sino el testaferro legal del charlatán místico?

Pensaba yo con qué dureza poco evangélica, pero muy legal, me hubiesen aplicado el Código las monjitas curanderas y la Remedios si hubiesen sabido que yo era otro médico fingido, que al fin tenía mayor resistencia que ellas y el valor de arriesgarme, mientras que ellas obraban tranquilamente, sabiendo que el titular y el subdelegado de Medicina estaban de hecho a sus órdenes.

¡Qué vergüenza para todos!

Salí a la calle para hacer la visita de la mañana, pero el alguacil se me acercó notificándome que el alcalde me esperaba.

-Y debe de ser cosa gorda.

  —426→  

-Allá voy.

Don Remigio estaba en su casa y en su despacho: me recibió muy serio; cerró las puertas; me hizo sentar, y atento, pero grave, me preguntó:

-¿Es usted muy amigo del médico don Mariano?

-Creo, señor alcalde...

-Aquí no vea usted a la autoridad.

-Pues bien, creo haberle a usted contestado a esa pregunta el mismo día que llegué, y me extraña que usted insista.

-Pues insisto porque acabo de recibir una carta que dice lo contrario.

-¡Lo contrario!, ¿de qué? Pues una carta no es un documento indubitable.

-Ésta lo es.

-Lo será, pero yo soy quien necesita ahora explicaciones, bien entendido que no se las pido a la autoridad.

-Al amigo, don Silverio, al amigo. Y no es que en la carta se lo desmienta, pero vamos, que da lugar a sospechas.

-Lo dará; pero esa sospecha que usted tiene, quizá con razón, es injuriosa para mí, y yo tengo derecho para suplicar a usted que me enseñe esa carta.

-Es de mi primo.

-¿Quién?

-Un primo cura que tengo en Madrid.

-¿Y ese señor conoce mis amistades? Y, ¿por qué habla de mí? ¿Es que me injuria un desconocido sin que yo pueda defenderme?

-No, don Silverio, cálmese usted.

-Eso es fácil decirlo.

-Va usted a saber todo lo que me pasa. Si usted es bueno y usted lo puede saber.

Don Remigio empezó a llorar silenciosamente y me dio la carta de su primo.

El señor cura aseguraba que su sobrina y Mariano estaban resueltos a casarse; que la alcaldesa consentía en ello; que el padre lo hallaba acertadísimo; y que, para evitar un escándalo, suplicaba a Don Remigio expusiese   —427→   claramente las razones que tenía contra tal enlace. Si eran claras y concluyentes el cura aseguraba que la sobrina volvería al pueblo y Mariano se quedaría en Madrid. Si no eran concluyentes y claras, el cura caería del lado de los novios. Al terminar su carta decía:

De todos modos, contesta enseguida y dime cómo está el nuevo doctor, por quien hay aquí mucho interés.

-Pero, señor alcalde, ¿también es usted de los hombres que lloran?

-Perdone usted, amigo mío.

-¿Y llora usted porque se le casa la hija? ¿Ese médico es indigno de ella?

-No, señor.

-Cree usted que ella le quiere.

-Hace mucho tiempo.

-Cree usted que él la quiere a ella.

-También.

-¿Buscaba usted un yerno con dinero?

-No, señor; pero quería que mis hijos fuesen amos de la vereda por los dos lindes, y acabar con ellos, y obligar a esos brutos de Cuatezones a...

-¿Y era usted capaz de dar una hija por media vereda?

-Quizá pensé mal.

-¿Quiere usted arreglar para siempre, y con beneficio para usted, ese problema del camino?

-¡No he de quererlo! Diga usted.

-Oiga usted antes. ¿Está usted dispuesto a la boda que le aconseja su primo?

-Y, ¡qué remedio! Yo no quiero escándalos, yo no quiero violentar a mi hija, yo no quiero...

-Pero, ¡no llore usted! Todavía no sabe la ciencia por qué hacen llorar la cebolla y los noviazgos. Quedamos en que se casarán.

-Que se casen.

-Pues yo voy a darle a usted mi regalo de boda.

-¿Lo del camino?

  —428→  

-Eso. Establezca usted en su terreno de la vereda un almacén de vinos y de comestibles, y venda usted al por menor, con la rebaja de que allí están los géneros libres de Consumos.

-Mayor motivo para que los Cuatezones vayan por la vereda.

-Pero ganará usted en ello.

-Eso sí.

-Y la práctica moral-social no es encaminar a los hombres, sino cobrarles el peaje en todos los caminos. Arregle usted para su recreo la casilla de la huerta, y no le estorbará el paso de los Cuatezones.

-Y será verdad.

-Recomiendo a usted mi patrón para tendero.

-No es mal hombre, pero es muy borracho.

-Así atenderá el negocio y se curará del vino.

-¿No cree usted en la eficacia de mi consejo?

-¡Pero usted todo lo arregla!

-¿Que no? ¡Si se ve como el agua!

-Conque eso no impedirá la boda.

-Ya he dicho que se casarán y se casarán sin escándalo, porque usted es hombre serio y se callará lo que ha leído.

-Lo tengo olvidado.

-Y a propósito, ¿a qué se refiere mi primo cuando habla de usted?

-Lo ignoro. Habrá interpretado mal, o habrá expresado mal, los recuerdos que para mí le haya dado don Mariano, si lo ha visto.

-¿Pero usted no tiene en esto de la boda arte ni parte?

-Señor mío, con el respeto que me merece usted como alcalde, le ruego recoja el juramento más sagrado que pueda hacer un médico como yo. Lo juro por la fe que me inspiran las teorías hipocráticas, las evolucionistas y las modernas, ¡ah, sí!, y las modernas teorías biológicas.

-Basta; ¡pelillos a la mar!

-¿Escribirá usted hoy a su primo?

-Ahora, para que vaya la carta en el mixto.

-Pues salude usted a ese señor en mi nombre, y dígale usted que me hallo perfectamente.

  —429→  

-Y de usted también tendremos que pensar algo, porque usted no ha sido un suplente cualquiera, y quiere decirse que...

-Trataremos en cuando venga su yerno.

-Que lo será.

-Y a gusto de todos.

-Hombre, pues si no hubiera sido por lo del camino, ya estaban casados.

Hice deprisa mi monótona visita, reducida, como siempre, a oler mal; a recetar vagamente, para que el boticario se despachase a su gusto en el medicamento y en el precio; a llenar de esperanza a quienes, no habiendo conservado su salud, piden al médico que les haya una nueva y pronto; a llamar pulmonía a las expectoraciones sanguinolentas; dolores de costado a cualquier calambre de un intercostal; reúma a la astenia muscular producida por cansancio o exceso de ácidos, y epilepsia a la neuro-astemia producida por inanición; a retardar o acelerar injustamente la curación oficial de las lesiones, y a no olvidar completamente los intereses de los herederos y del enterrador.

Y al verme en casa respiré ampliamente por primera vez desde que me hallaba en Navadebolos. Ya estaba acordada la boda; Mariano volvería a escape; yo terminaría felizmente mi farsa y...

-Don Silverio.

-¿Qué?

-El comandante de puesto y un guardia vienen a buscarle a usted. Se desmoronó mi castillo de naipes. Seguramente todo estaba descubierto. ¡Pobre Mariano!

-Que pasen enseguida.

-¿Da usted su permiso? No se había descubierto nada, pero la situación era gravísima.

A tres kilómetros, y en la carretera general, había volcado el automóvil de un señor marqués, y éste, su esposa, su hijo, que guiaba el carruaje, y un amigo estaban heridos. La pareja, que volvía de una entrevista, había acudido al lugar del suceso, y uno de los guardias, el que tenía presente, venía a buscarme.

  —430→  

Vi el peligro en toda su extensión, porque en medicina, como en derecho, no es posible tratar a los marqueses con la desvergonzada ligereza que se usa con los patanes.

Vi todo el peligro, pero imitando a mi ilustre antecesor, busqué el gran remedio para el grande mal y me dispuse a amputar todos los miembros de aquella familia aristocrática.

Iba, sin embargo, pálido y tembloroso.

Cuando llegamos a la carretera no vi el automóvil: había desaparecido. Sólo estaban diez o doce personas que nos vieron al descender del collado y que nos llamaban con urgencia.

Formaban el grupo los labriegos que trabajaban en las cercanías, y en medio del corro estaba, sentado en el suelo y apoyando la espalda en unos aparejos de caballería, el criado herido, que gemía dolorosamente y a grandes voces

Según se nos dijo, habían levantado a fuerza de puños el automóvil, y en él se había ido el marqués con su familia huyendo de los médicos del pueblo. Pero el criado no consintió que le tocasen, y allí le dejó el marqués, recomendándole con algunas monedas a los campesinos.

El herido aseguraba que tenía rotos la pierna izquierda y el brazo izquierdo, y cuando fui a tocarlos lanzaba gritos desgarradores. Se improvisaron unas angarillas y en ellas fue conducido al hospital del pueblo.

El secretario del Juzgado rebuscó el expediente de un caso análogo ocurrido veinte años después, y, con arreglo a aquella pauta fue ordenando al juez las declaraciones que debía tomar.

Y en aquel hospital sin sala de cirugía, sin un mal baño, sin botiquín, y que sólo servía para albergar en invierno a dos o tres viejos pobres, y a mejorar los ingresos de los patrones, fue colocado el dolorido cuerpo de Santos Boscajo y de otro lacayo de los señores marqueses.

Entre Cachitos y yo, porque el enfermero estaba a jornal sacando patatas, desnudamos a Santos, que no cesaba de chillar. En aquel cuerpo, que seguramente nunca había sentido el contacto del agua, no pude hallar el menor indicio de una equimosis o arañazo. Pero el hombre seguía doliéndose, y como yo le preguntase qué deseaba:

  —431→  

-Comer y descansar. Me parece.

Le volví la espalda, y ya iba a declarar ante el juez que el supuesto herido estaba sano, cuando Cachitos, que venía con vendas, trapos y unas largas cañas, me dijo:

-Ahora va usted a lucirse, y ahora verán, ¡rediez!, los señoritos de la capital quiénes son los médicos y los profesores ayudantes que hay en las aldeas, como ellos dicen. Por supuesto, que al marqués le va a costar las perras, porque ya el señor Fulgencio, que es patrono, ha dicho que las estancias van a ser siete pesetas diarias, y dos por enfermería, y los alimentos aparte, y usted pondrá su cuenta, que será de órdago, como la mía, porque esos señoritos si no pagan caro creen que se les engaña.

-Lo pensaré.

-Ya sé yo que usted hará una cura de las buenas, como usted puede hacerla; pero yo no me descuido, y como habrá que entablillar el brazo y la pierna, me traigo estas cañitas, y ya verá usted qué bien las corto y las coso por dentro a un trapo con algodón y por fuera a una tela bonita, para que suba más la cuenta.

-¡Cachitos!

-Lo que usted oye. Se me olvidaba que el señor alcalde le está a usted esperando para almorzar y me ha dicho que vaya usted pronto, que es más de la una.

El alcalde me dio la noticia de que el marqués había sido diputado por el distrito, y que ningún elector le pudo ver la cara ni antes ni después de las elecciones.

Esto me decidió y me convencí de que Santos padecía dos fracturas que, si no eran conminutas para él, no serían sin minutas para el amo.

El juez siguió tomando declaraciones; yo di mi parte facultativo, que era un delicioso modelo de ambigüedad y de anfibología; el boticario agotó el repuesto de sellos, de frascos, de cajas y de etiquetas, entendiéndose admirablemente c on Cachitos y con el enfermero, quienes, a costa del marqués, comían opíparamente con Santos, que sujetaba los naipes en la mano del entablillado brazo, los manejaba a puñetazos con la derecha, y no se cansaba de jugar al truque, a la brisca y al mus.

  —432→  

Pero un día el marqués, que ya había girado algunas cantidades, anunció que su médico visitaría a Santos. Y el médico era otro marqués, el marqués del Duodeno, honroso título que se le había concedido por haber extirpado el estómago a un personaje de un modo más científico y más humano que el seguido para extirpar el estómago de los pobres. El sabio cirujano era el insigne autor del cardisincrómetro, sorprendente platillo cuya oscilación, producida por fuerza eléctrica y rimada por el pulso del enfermo, permitía que la mano del operador, llevada por el platillo, estuviese siempre a la misma distancia del corazón, y así podía operarse en éste como si se hallase inmóvil.

Cuando supe que venía el eminente doctor, temblé de espanto, pero ya no era posible huir. En último caso, el marqués de Duodeno perdonaría mi superchería cuando supiese los motivos de ella cuando se convenciese de que no había producido lesión, salvo las pesetas del marqués que yo reintegraría religiosamente.

Convine con las autoridades en que el doctor comería conmigo; y el párroco envió como cocinera a la sobrina del ama. Un criado del sabio sería el jefe de comedor, y el cura, el alcalde, el juez, el boticario y el maestro serían los comensales.

A las diez de la mañana llegué en la tartana del alcalde, y sin más acompañamiento que un criado, a la estación del ferrocarril. Del tren sólo de apeó un viajero, mozo de veinticinco años, que preguntó al jefe:

-¿Hay aquí alguien de Valdebolos?

-Servidor de usted -dije yo-. ¿Es usted el excelentísimo señor marqués de Duodeno?

-Su representante.

-Muy señor mío: yo soy el médico suplente de Valdebolos.

-Tanto gusto.

Y aunque quise hacer de impertinente, le noté que me hablaba con cortedad. Aquella cara me era conocida.

Montamos en la tartana y nos ofrecimos pitillos.

-De modo que el enfermo...

-Muy mejorado.

  —433→  

-Ésta será tierra de vino.

-De vino y de aceite.

-Pues aquí no se ven olivos.

-El aceite está arriba.

-Claro.

-Quiero decir que está en la montaña.

-Ha resultado chisposo.

-¡Qué tiempo!

-¡Ya, ya!

-Usted me mira como si me conociese.

-Sí, señor.

-Mi nombre es Francisco Labaja.

-¡Labaja! ¡Sí, hombre sí! ¡Usted es Labaja!

-Sí, señor.

-Veamos: que usted es el Labaja de Bolsa.

-Eso es. Iba allí como dependiente Rubiela.

Y Rubiela le llamaba a usted desde la plataforma: ¡Labaja, Labaja!, y los desocupados del corro gritaban: ¡La Baja! ¡Ya viene La Baja!

-Eso es; eso es.

-¿Y ahora ejerce usted la medicina?

-Aún no he concluido la carrera.

-Pero practica usted con el marqués del Duodeno.

-No, señor; con el doctor Ramírez, que es ayudante del marqués. Y como el marqués no había de venir aquí, se lo encargó a Ramírez, y como éste ha pasado la noche de parto me ha enviado a mí.

-Pues lo celebro, porque prefiero almorzar con un amigo antiguo como usted. Porque usted almorzará conmigo. Todo está preparado.

-Muchas gracias. Repetiremos en la capital cuando usted vaya allá.

-Muchas gracias.

-Si no vuelvo antes de que usted vaya.

-¿Piensa usted volver?

  —434→  

-Hombre: hablaremos como amigos.

-El marqués cobrará por esta visita doscientas pesetas, y dará cincuenta a Ramírez, que me da dos duros para la comida y no me hace hoy trabajar.

-Cuente usted conmigo para que estas visitas se repitan a menudo siempre que sea usted el doctor.

-Seguramente. A usted no le molestará eso.

-Nada; todo lo contrario.

Ante Santos nos reunimos dos médicos falsificados. El enfermo me puso por las nubes, y aunque aseguró que estaba muy bien asistido, pidió que se le enviase dinero para gastos que no sufragaba el hospital.

Camino de mi casa, dejé a Labaja con los comensales; llegué al Casino, llamé aparte al secretario y le dije:

-Para tranquilidad mía y del Juzgado escriba usted la comparecencia del doctor Acan; usted no pierda su tiempo si este asunto produce una demanda civil del criado contra el amo. Copie usted mis informes y mis partes de asistencia, las manifestaciones de agradecimiento del enfermo, las frases del doctor laudatorias para mí, para Cachitos, para el enfermero y para las autoridades y no olvide usted que el doctor hizo un reconocimiento minucioso y opinó en un todo como yo opino respecto al diagnóstico, al pronóstico y al tratamiento. No almuerce usted en su casa, escriba usted enseguida y venga usted a comer con nosotros. Cuando pida a usted el documento lo saca usted del bolsillo.

Labaja comió bien; bebió más; nos contó trapisondas de bastidores y cuentos verdes, y, cuando le presenté el escrito de comparecencia para que lo leyese y lo firmase, lo firmó sin leerlo.

-¿Firmo por orden?

-Acaso no sea lo más acertado.

-Tiene usted razón.

Y, sin vacilar, firmó: El Marqués del Duodeno.

Aquella firma valía al sabio treinta duros; a Ramírez, ocho; a Labaja, dos; a mí, un buen sueño; y a Mariano, su porvenir.

Lo equitativo no es siempre lo justo.

  —435→  

Dejé a mi compañero Labaja instalado en el tren correo y regresé a casa. El patrón, que me esperaba todas las noches, me entregó dos duros.

-¿Quién ha traído esto?

-La Tolica.

-Muy señora mía.

-Pues la mujer de Rufino, el carnicero.

-¿Y qué quiere?

-Será de una mayor o dos medianas, porque las chicas son a cinco reales.

-Perdone usted que no pueda seguir a su hermosa imaginación.

-Usted dirá.

-Usted es el que ha de decirme con mucha paciencia por qué me traen esos dos duros.

-Porque el carnicero habrá sacrificado un buey, o una vaca, o un toro, o dos terneras, u ocho corderos o carneros.

-¿Y por qué paga eso?

-Pues porque usted le ha puesto el visto al ganado.

-Yo no he puesto nada.

-¡Claro! Pero se lo explicaré a usted bien y desde lejos.

-Así. Siéntese usted.

-Usted y el veterinario de Zajoso son los peritos para decir allí y aquí lo que es bueno y es malo para comer.

-Comprendido.

-Aquí tenemos médico, y, en Zajoso, veterinario. Pero aquí no hay veterinario...

-Lo sé; y en Zajoso no hay médico.

-De modo que usted es el perito un mes y otro mes lo es el veterinario.

-Perfectamente ideado.

-Este mes lo es usted.

-No lo sabía.

-Mientras se maten reses sanas y se vendan cosas sanas, usted no se entera. Pero si matan reses que ya estuviesen muertas... quiere decirse que...

-Comprendido.

  —436→  

-Entonces le da a usted dos duros por una res mayor, un duro por una mediana, y las chicas a cinco reales.

-Pues agradeceré a usted que mañana devuelva esos dos duros al carnicero.

-No, señor.

-¿Que no?

-Los devuelve usted. Porque usted no lleva mala idea, pero no va por buen camino. Y lo que usted quieres es que todo se haga con la debida honradez, y, para eso, hace falta que vengan hombres que la tengan.

-Es verdad.

-¡Y tanto! Al médico le pagan poco, porque ya le han ajustado la cuenta de lo que ha de robar. Si usted les quita eso a don Mariano o cualesquiera otro que venga, pues le mata usted de hambre o nos deja usted sin médico.

-También es verdad.

-Y si se tira a que todos lo hombres tengan vergüenza, pues, si usted devuelve los dos duros, pues también deben devolver lo que cobran el alcalde, el secretario y los concejales, y pagar lo que consumen todo el año en la carnicería, en la tahona y en las tiendas.

-¿No pagan?

-Jamás. Por eso hay muchas cosas caras y malas.

-Si eso se supiese.

-Lo sabrá el Gobierno.

-No.

-Pues yo creí que hacían ministros a los que conocían las granujadas, como hacen médicos a los que conocen las enfermedades. A la cuenta yo sé demasiado para ministro y no sé lo suficiente para médico

-Es posible.

-Pero hay diferencia. Porque el que se mete a gobernar suele ser un granuja desahogado y todos los de su casta le hacen un hueco. Pero el médico tiene que serlo, porque si lo finge y se enteran los otros médicos...

-Tiene usted razón.

-Y usted gana de dormir.

-Algo.

  —437→  

-Pues aquí, sobre la cómoda, dejo los dos duros.

-Ahí se los encontrará don Mariano cuando vuelva.

-Usted sabrá lo que hace. Conque, hasta mañana.

-Adiós.

Me desvelaron las últimas palabras del patrón. ¿Sospechará algo? Aquellas continuadas zozobras alteraban la normalidad de mis funciones: comprendí que estaba abusando de la buena suerte, y por la mañana fui a la estación y en la ambulancia deposité esta carta: «Querido Mariano: Habéis convenido en que tu matrimonio se celebre en ésa porque el señor cura que os ha de casar no quiere venir al pueblo. Me parece bien. Pero tu suegra y tu novia vendrán pronto para arreglar el equipo. Antes he de marcharme yo. Envíame un telegrama que disculpe mi partida».

Llegó un telegrama diciéndome que mi cuñado estaba agonizando. Me despedí del alcalde: quedó sustituyéndome el médico de Valdeseco; y el buen don Remigio me invitó a la boda.

Y vino el dulce día de salir para siempre de Navadebolos. Me despidió todo el vecindario: y la mujer del Chucho me dijo aparte:

-Es usted el primer médico que se va sin ver lo que yo tengo.

Cachitos me aseguró que tendría noticias de todos. Y las tuve.

El domingo siguiente al día de mi marcha y terminada la misa, hubo gran reunión en el atrio de la iglesia. Por unanimidad se tomó el acuerdo de que, a toda costa fuera yo el médico titular.

-Señores -decía el boticario-; es un buen médico que no me ha pedido un duro, ni ha ido conmigo a medias ni ha recetado inútilmente ni específicos caros, ni fórmulas complicadas que es donde un farmacéutico puede meter mano. Ni ha sido un gorrón de los que me consumen gratis la goma, la menta, el alcohol, el azúcar y las aguas minerales.

-Y que lo diga usted -añadió Cachitos-. Jamás se ha pringado en una cuenta mía, y eso que yo le he presentado el cebo para que acudiese al engaño; y jamás me ha ocupado en nada que no fuera mi obligación.

-Como ustedes opino yo mismo también -dijo el secretario- porque una tarde le advertí que tenía que hacer el informe de la Junta de Sanidad y me respondió:

  —438→  

-Pero, ¿soy yo de la junta?

-Es que siempre los hace el médico. Y hace falta para el presupuesto extraordinario.

-No lo sé.

-Es un presupuesto extraordinario que se hace todos los años por dos mil setecientas pesetas.

-Ya debía ser ordinario.

-No, señor, tiene que ser extraordinario.

-Y, ¿por qué se propone?

-Por epidemias.

-¡Si este pueblo es saludable!

-Mucho; pero se suponen tres epidemias: la viruela, el tifus y la difteria; y se calcula lo necesario para vacuna y desinfectantes y sueros.

-Y, ¿se vacuna a todos?

-No, señor, a nadie. A los de la junta se les paga una merienda, porque echen las firmas, y lo demás se gasta en toros por la función.

Y no hizo el informe.

-Y, ¿usted qué dice?, señor cura -preguntó Chachitos.

-Le creo un librepensador; pero es el primero que no se ha propasado con las muchachas.

Y el día de la boda nos enseñó don Remigio una exposición suscripta por todos los vecinos del pueblo pidiendo que yo fuese, a cualquier precio, médico de Navadebolos.

-Y conste -afirmó el Alcalde-, que yo también lo suscribo, porque éste, que ya es mi hijo, tiene bastante con ayudarme a cuidar de la hacienda y sustituirme pronto en el Ayuntamiento.

Me negué; se obstinó don Remigio y fue preciso confiarle el secreto, pero tuve, para tranquilizar al vecindario, que escribir las siguientes líneas: «Queridos amigos: De ningún modo puedo volver a curar las enfermedades de vuestro cuerpo y, acaso, las de vuestro espíritu; pero os daré la receta para conservar y recuperar, en lo humanamente posible, la hermosa salud.

  —439→  

»Sed limpios.

»Tened limpia vuestra cama, vuestra conciencia y vuestro estómago.

»Limpiad vuestra casa y vuestras ropas.

»Limpiad vuestras heridas con lo que más limpie: el agua limpia, el alcohol limpia y el ácido limpia.

»Y si, a pesar de tanta limpieza, no os curáis, llamad a vuestro médico, pero no para engañarle y para afrentarle, sino para orientarle y agradecerle con largueza.

»Y cuando veáis que un médico no os habla claro, huid de él, porque, creedme, la medicina con oscuridades, la justicia con oscuridades y la devoción con oscuridades son una enfermedad, un delito y una herejía.

»Finalmente, mientras seáis unos cerdos sólo podréis aspirar a que vuestros médicos sean unos porquerizos.

»Salud os desea vuestro buen amigo,

SILVERIO LANZA».