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Novela

II

Silverio Lanza

Juan Manuel de Prada (pr.)



Cubierta

Fotografía

Portada





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ArribaAbajoMala cuna y mala fosa

(1883)



Advertencia

He procurado desfigurar esta novela lo menos que me ha sido posible. Sin embargo, suprimo algunos párrafos y frases, y cambio varios nombres propios.

EL EDITOR:

J. B. A.



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Dedicatoria

Dedico este cuentecito al cadáver que ocupa el primer lugar de la fosa núm. ... del patio de... en el Cementerio general del Sur de Madrid.

EL AUTOR.



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ArribaAbajoSíntesis

7 de noviembre de 1879

A ver... una que cante.

-Ama...

-Señá Virginia, una que cante.

-A ver... esa tísica.

-¡Juanita!...

-¡Sarasa!

-¡Ole, por la Juana!

-A ver... a cantar.

-Vaya una salivilla.

-Eso es un esputo.

-¡Silencio!...

Juana cantando:


Soy lo mismo que la piedra
en el medio de la calle;
toda la gente la pisa
y no se queja de nadie.

FIN DE LA SÍNTESIS



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ArribaAbajoPergaminos, ejecutorias, títulos de infamia,

ET SIC DE CAETERIS


Con un capitán de caballería que, al decir de algunos, ha llegado hasta el extremo de pegarle a la pobre señora.



P. A. de Alarcón                


¡Oh! Los capitanes... ¡ah!...

Tres estrellas en el cielo fijan la posición de su observador. Tres estrellas en una manga fijan la posición de quien las lleva. Un capitán siempre es un capitán.

La madre... pues bien... era madre. Tenía la mayor honra y la mayor desgracia de la mujer. Por serlo era digna de respeto.


ArribaAbajoLos abuelos

Don Luis era el papá de la madre. Don Luis sabía dividir por un dígito, y llegó a ser jefe de administración civil. Administrador de la hacienda del pueblo, supo retener para sí parte de la que administraba; por lo demás, era un buen hombre. Su nombre le definía. No pudo llegar a don Juan, pero pasó por don Luis. Entusiasta de las mujeres, derrochaba con ellas su fortuna, ayudándole a tal empresa su mujer propia, señora de una rarísima hermosura. D. Luis obtuvo la dicha de ser viudo y murió dejando una niña de diez años llamada Paulina.

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Don Canuto era el papá del padre. Don Canuto debía haberse llamado por su consonante. Don Canuto era capitán de navío, honroso empleo, al cual llegan muchos capitanes de fragata. Don Canuto era el tipo de los marinos en canuto. Había estudiado en el Colegio Naval, donde obtuvo notas brillantísimas y de donde salió sabiendo una porción de cosas que olvidó enseguida por no serle útiles para nada. Siendo guardia marina hizo el viaje de la Urca.

Las historias generales de España no hablan de este viaje. ¡Ignorancia supina! Hablar de Cristóbal Colón y de sus carabelas y no hablar de la Urca... Oíd a lo marinos de aquella época:

-¿Estuvo usted en la Urca?

-No, señor.

-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! Aquéllos eran barcos y gente.

Cuando ascendió a alférez de navío, se embarcó en el ministerio de Marina, en cuyo sitio logró sostenerse a la capa. Ascendía, se le fijaba barco donde embarcar, se presentaba en él, le llamaba el ministro y se volvía a Madrid. Siendo teniente de navío, se casó con una señora, hermana del don Luis descrito.

Llegó la gloriosa, y saltó a capitán de fragata, y poco después a capitán de navío. Teniendo este empleo, se le encomendó el mando de una blindada en buen uso. El primer día que desempeñó el cargo, dispuso que los oficiales volviesen a bordo a las doce de la noche y los guardia marinas a las diez. El segundo ordenó que se revisasen las maletas de los cabos de cañón. El tercero mandó hacer baldeo de escoba y arena en el sollado. El cuarto arrestó a un guardia marina por haberse levantado a las ocho de la mañana. El quinto, que era sábado, ordenó el lavado de cois. El sexto, que era domingo, dispuso que, después de la misa, diera el capellán una plática religiosa a la maestranza y maquinistas. El séptimo descansó, o sea, se volvió a Madrid llamado por el ministro. Don Canuto no desperdició su tiempo; y aunque no visitó ninguna biblioteca, adquirió todos los conocimientos siguientes:

  • Que Colón hizo más de un viaje.
  • Que la Invencible naufragó.
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  • Que en Trafalgar nos llevamos una paliza por si era el barómetro o el valor el que bajaba.
  • Que en el Callao no se mojó la pólvora y nos quedamos con barcos. Que en Cuba hubo negocios sucios.
  • Que en el Cantábrico se trató de una faja.
  • Que vale más a la capa con calderas que en popa con rastreras.
  • Que el oficial de derrota debe ser el depositario de la confianza de su comandante.
  • Y que la mejor prueba de ser marino es cobrar por serlo.

Don Canuto tuvo un hijo que se llamó Gonzalo.




ArribaAbajo Los padres

Gonzalo heredó de su papá la cultura y el orgullo. Durante la primera época de sus estudios, apuntó a varias carreras sin dar en el blanco. Por fin, su padre comprendió que el chico servía para caballería, y le envió a Valladolid. Gonzalo, después de ser alférez, fue teniente.

Paulina, a la muerte de su padre, pasó a poder de un tío suyo. Era éste un ex sargento, hombre industrioso que a la sombra de don Luis había hecho fortuna. Don Vital aceptó con gusto la carga de su sobrina. Por el pronto, le robó miserablemente su pequeño patrimonio. Después... ¡ah!...

Amigo Vital: Si esta novelita se imprime y cae en tus manos, latirá tu corazón; tendrás miedo de seguir leyendo, pero leerás. Cuando llegues al final del capítulo, pensarás en la venganza; líbrete Dios de llevarla a cabo; ten g o en mi poder cartas tuyas y documentos que te comprometen; además de esto, tengo otras muchas cosas que no te convendría conocer. Tú fuiste la primera causa de todos los crímenes que voy a relatar.

Hay algo más asqueroso que la víbora, que, antes de picarnos, se arrastra por el suelo que pisamos, y ese algo es Vital.

Yo le recuerdo cuando vivía con Paulina. Su asqueroso rostro tenía el color lívido del cadáver; en sus ojos se notaban los síntomas de una de las   —15→   más terribles enfermedades producida por el sensualismo. Su torpe lengua apenas balbuceaba las palabras; su mano abrasaba continuamente. Era un ser muy parecido al hombre sin dejar de ser sapo.

Tenía un deseo, y para realizarlo, empleaba todo el esfuerzo de sus potencias.

Cuantas veces veía a su pupila la enseñaba una onza de oro, una alhaja, una flor, y él siempre pedía y Paulina siempre negaba.

Algunas noches, la pobre niña se despertó sobresaltada, y vio a su asqueroso tío que entraba de puntillas en la alcoba.

Detengo la pluma; tratando este punto no es posible escribir nada simpático.

Hay cosas que no sirven ni aun para abonar los campos.

Paulina aprovechó un incidente y se refugió en casa de su tía Petra. Mi señora doña Petra: ¿Será posible que, habiendo usted pasado de los cuarenta y nueve hace algunos años, aún corte usted rizos de sus cabellos para entregarlos limpios de canas a sus amantes a fortiori?

Mi señora doña Petra: Después de haber engañado usted a su esposo, y a su cuñado, y a sus amigos, trata usted de engañarse a sí misma. Paulina, educada por su tía, resultó una señorita cursi.

La casa de Petra parecía una estación con cambio de tren, una estación de enlace. Allí se improvisaban amigos y desaparecían amistades de la manera fácil con que se reemplazan las olas unas a otras. Cada nuevo amigo, cada nuevo amante de Petra robaba a Paulina algo de su pudor y de su vergüenza. Hubo cuerpo militar que pasó por aquella casa con el escalafón entero, desde general a cadete.

Paulina, a los veinte años, no recordaba cuántos novios había tenido. Estaba en tantas partes, se exhibía tanto, que, exceptuando las personas decentes, la conocía todo el mundo.

Porque Petrita se trataba con vuecencias y usías, y además iba a los bailes de máscaras de la Zarzuela. Y como pasaba las mañanas recorriendo tiendas y capillas, y las tardes en visitas y paseos, y las noches en teatros y   —16→   tertulias, todas cuantas señoras y caballeros hacían vida análoga eran sus conocidos, ya que no sus amigos, pues la amistad es un sentimiento que sólo nace en las almas honradas y generosas.

Petra no tenía capital, pero tenía renta.

Siendo casada hipotecó a su cuñado la honra de su marido; siendo viuda hipotecó a sus amigos la honra de su cuñado. Tomó dinero a muchas esposas sobre la paz de sus matrimonios; fue comisionista de cargos públicos, y todo lo que fue sigue siendo.

Un día pensó Petra en que su sobrina le costaba dinero y le disminuía su renta, y resolvió deshacerse de ella.

Se decidió a casarla con La Peña. Este tal era hijo de un ministro. Siguiendo la regla general, el chico era la antítesis de su padre, y sépase que su padre ha sido y es el hombre público de más talento que ha figurado en la política española. Grave en lo serio y sarcástico en lo jocoso, a mí siempre me ha parecido un hombre sublime. A él debo dos definiciones de Petra.

«Esa mujer tiene el corazón por debajo de la cabeza». (Petra es excesivamente baja.)

«Vea usted; ésa es Ponos o la comedia humana».

A pesar de la opinión de este señor, su hijo se casó con Paulina.

La Peña, hijo, pensó coger un dote. Petra pensó aumentar su influencia. Pero como la premisa no era cierta, la conclusión salió falsa.

La Peña trató a su mujer como tratan a los pobres los señores cursis. En vez de corregirla la echó en cara su pasada vida. No permitió entrar en su casa a ninguno de los parientes de su esposa; se hastió de su familia, se dedicó a todos los vicios, vivió miserablemente a expensas de su padre, y murió dejando a Paulina madre de un niño de pocos años.

Paulina salió entonces como nuevo gladiador al anfiteatro de la vida. Antes de verla luchar, reflexionad el estado en que llega.

No ha recibido las caricias de su madre ni los obsequios de su padre. Siendo muy niña comprendió y conoció la prostitución de los viejos. (¡Ah! Vital, tú estás haciendo falta en un presidio). Después vivió entre las infamias de una vieja. (¡Ah! Petra. ¡Qué deficiente es la reglamentación de las   —17→   prostitutas!) Sin haber visto nada puro, nada honrado, nada de todo eso que aburre a los malvados, porque no lo entienden, Paulina se casó.

Hay ateo que se casa, y luego dice con la mayor frescura que el matrimonio es una institución divina.

Es que hay bellísimos idilios que encantan la vida de los esposos. Vosotros, los casados, que estáis tan graves en el Congreso y luego jugáis al escondite en vuestra casa, y hacéis locuras con vuestra mujercita, y enseñáis griego a vuestro niño de siete años y él os enseña a jugar al peón; vosotros, los ridiculizados por los solteros envidiosillos a quienes compadecéis porque aún no se han casado; venid todos vosotros con vuestros batines y babuchas. Nada de etiquetas. Estamos en nuestra casa. Se prohíben las caras serias. Venid, y traed con vosotros a vuestras mujercitas tal y conforme os las halláis al despertar cuando recibís la nueva de un nuevo día con un rayo de luz en los ojos y un beso de amor en los labios; traedlas ataviadas con las redecillas de punto que hicieron sus manos, con aquellos inmensos peinadores que desconciertan al profano, y a través de los cuales conocéis las formas como conoce un cirujano los músculos y las arterias a través de la piel humana.

Vamos a hacer una buena acción, vamos a declarar a Paulina irresponsable de todos los crímenes que cometa. Porque nosotros hemos sido buenos, porque nos enseñaron el bien y nos enseñaron a amarlo y practicarlo; pero para Paulina no hubo más ejemplo que el de la maldad, y sólo en el error puede vivir.





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ArribaAbajo Antecedentes de la síntesis

Lo primero que le ocurrió a Paulina, después de enviudar, fue encontrarse sin dinero. Su suegro la protegió. Unos meses después, y gracias a altas influencias, comenzó Paulina a cobrar su viudedad. De una sola vez percibió por sus atrasos unos cientos de duros. Su primera idea fue gastarlos (enseñanzas de Petra). Amuebló su casa de una manera confortable, deseosa acaso de rivalizar con su tía. Hizo las paces con sus parientes y empezó a coquetear con todo el mundo. Sus pretendientes fueron innumerables, pero ninguno se acercó a ella con el respeto que se merecía una mujer que realmente era virtuosa. Paulina no hizo aprecio de esto, y, por consiguiente, ni comprendió la causa, ni trató de remediarla.

Por fin, un día, se creyó completamente enamorada de su primo, el gran capitán Gonzalo. ¡Cómo no! ¿Quién no se enamora de un joven que hace cabriolas sobre el lomo de un caballo, que habla con gran desembarazo de los pelos y explica las diferencias entre el rodado y el azúcar y canela, y conoce las tramitaciones que existen desde el calzado de uno al calzado de cuatro. Un hombre que dice en todas partes que su amada bebe en blanco, es admirable. Y luego, el sonido de las espuelas desvanece. ¡Hay un atractivo tan grande en los seres que llevan hierros en los pies! Además, el aromático olor de pesebre que despedía el cuerpo de Gonzalo, mareaba a Paulina. Por otra parte, Gonzalo no sabía historia, ni geografía, ni política, ni ciencias, ni artes, ni literatura, ni nada de todo eso que es objeto de conversaciones enojosísimas para mujeres educadas como Paulina. Y luego Gonzalo tenía un nombre tan bonito. Después de ser Gonzalo ya sólo puede aspirarse a ser Arthur.

Gonzalo era simpático a Paulina, acostumbrada a la vida de cuartel que se hacía en la casa de su tía.

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El parentesco les dio pretexto para acercarse. El parentesco les dio pretexto para vivir juntos. El parentesco les hizo atrevidos. Pecaron a la sombra del parentesco, y el parentesco creó la intimidad insolente que no disimula los defectos, es a brutal confianza que es causa de menosprecio.

Gonzalo fue pareciendo grosero. Gonzalo fue siendo una carga, porque no ayudaba con su sueldo a los gastos de la casa. Gonzalo olía mal. Gonzalo se iba al café y no acompañaba a Paulina a ningún teatro. Gonzalo maltrataba a su sobrino. Gonzalo hablaba como un carretero, y Paulina le envió al cuartel de la misma manera que Gonzalo lo hubiese hecho con su asistente.


ArribaAbajo Cosa común y corriente

-Pues señor, este médico es un animal.

-Ya, ya, señorita.

-Usted lo ve. Entra, me hecha un par de piropos y se marcha.

-Y luego cobrará.

-De seguro. Por supuesto que... Pero parece mentira que no acierte.

-Ya, ya.

-¿Quién ha llamado antes?

-El carbonero.

-Esto de tener ingleses es horrible. ¿Bajó usted antes?

-Sí, señorita.

-¿Y qué?

-Lo de siempre. Que cuando le va usted a dejar subir.

-Poquito a poco... Ahora tengo un pretendiente nuevo.

-¿Sí?

-Un ciudadano gordo y robusto. Un señor cursi, medio chulo y medio tendero de chocolates.

-Ya, ya, ¿qué dice?

-Me hace el amor por lo fino. Allá veremos. Se llama Juan. ¿Me planchó usted la bata?

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-Sí, señorita.

-Voy a ponérmela.

Si no existiese Ser Supremo, convertiríamos en Dios a una madre, porque la madre conoce el misterio más asombroso, cuya investigación persigue la inteligencia del hombre: el misterio de la concepción. Hay un detalle que constituye un poema. Es el primer movimiento brusco del feto. Preguntad sus impresiones a la recién casada, su deseo de contarlo y su rubor para decirlo. Preguntad sus alegrías a la que ya fue madre. Preguntádselo a Paulina que palideció de espanto y derramó a solas lágrimas de remordimiento y de vergüenza, de temor y de ira, e imaginó todos los recursos, desde el suicidio hasta el escándalo. Por fin tomó su partido.

-¿Decías que ese hombre es una persona decente?

-Ya lo creo. Es rico, de buena familia, soltero y agradable en su trato. Es muy pundonoroso, y, sobre todo, muy caritativo.

-Pero, ¿por qué no se declara?

-Pues esta noche no hace más que dar vueltas alrededor de nosotras.

-Todos hacen lo mismo.

-Ahí le tienes.

«Señor D. N. N.: Mi respetable amigo: Estoy escribiendo una historia en la cual es don Juan de Juanes uno de los principales personajes, y como usted era su íntimo amigo, le agradeceré me dé datos acerca de dicho sujeto. [...] «Soy de usted su humilde servidor y respetuoso amigo.- Silverio Lanza

«Querido Silverio: Veo que sigues ocupándote de lo que no te importa. Pero a mí tampoco me importa esto. Don Juan de Juanes era un señor alto y grueso. Su conjunto era simpático. Vestía muy sencillamente...

»Lo bondadoso de su carácter le valió gran número de simpatías. Todo su afán era hacer bien, pero tenía el defecto de hacerlo a quien hallaba más cerca o llegaba más pronto. Por esta razón empezó siempre a hacer muchas bondades y nunca concluyó de hacer ninguna.

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»En lo relativo a su vida privada estoy ignorante porque siempre andaba de la Ceca a la Meca. Como literato no valió gran cosa. Le silbaron un drama y le aplaudieron los sainetes. A su muerte me dejó sus libros y con ellos algunos manuscritos suyos que tienen versos y novelas. De todo ello apenas me he enterado, pues está escrito con muy mala letra. Te lo envío en calidad de devolución por si es una crítica literaria lo que estás haciendo. Cuando acabes tu obra, envíame la. No pierdas el tiempo ahora que eres joven.

»Adiós, y consérvate bueno y manda a tu amigo N. N.»

Sin levantar la vista me leí los manuscritos. Uno de ellos titulado «Vergüenzas pasadas», contiene la historia de Paulina (a quien llama Luisa), tal y conforme yo la conocía. Allí están las cartas originales del Vital, las cuentas que rindió éste a su sobrina; hay borradores, flores secas, cintas ajadas, cartas de Paulina y de sus amantes, y notas de los pasos que dio para educar a Juana.

Guardé todo esto y devolví lo restante a don N., quien me hizo notar que el legajo estaba disminuido en su volumen; pero yo le advertí que había roto una porción de papeles inútiles, y sólo había dejado lo sano.




ArribaAbajoLa cadena de los errores

(Del manuscrito)


A la tarde siguiente fui a hacer mi visita a Paulina. A la puerta de su casa encontré un caballo; las bridas de éste estaban amarradas a una de las rejas; seguramente el jinete no tenía prisa. Yo no me creí con derecho para entrar en busca del visitante como un Otelo o un marido de tres mil pesetas. Una vez en el zaguán llamé a Antonio.

-¿Y la señorita?

-Arriba, con su primo.

El bárbaro guiñaba el ojo izquierdo al contestarme.

-Avisa que estoy aquí.

Al poco rato Paulina se asomó a una ventana.

-Juan, ¿por qué no sube usted?

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¡Abismos inexplorados del nombre! Un individuo que se llama Juan, tiene que sufrir que le llamen de ese modo.

-Allá voy.

-Presento a usted mi primo Gonzalo.

-Muy señor mío. ¿Está usted bueno?

-Sí, señor.

-El señor don Juan de Juanes.

-Servidor de usted.

-Pero, siéntense ustedes.

-No, yo me voy a ir.

-Espera un poco. ¿Qué dice el señor Sanjuán?

-Nada de particular, señora.

-Ahí están las pistolas de salón que usted ha enviado.

-Oye, Paulina, ¿dónde están ?

-¿Las quieres?

-Tiraré un poco. Verás qué bien tiro.

-Están en mi alcoba, debajo de mi almohada. No quería que las tocase el niño.

-Voy por ellas.

Mucho valor se necesita para morir tranquilo; pero más es preciso para vivir sin tranquilidad.

Paulina y yo nos quedamos solos. ¿Qué pasaría en el alma de aquella mujer? Indudablemente se dolería de tal escena. La importuna visita de su primo la mortificaría en aquel instante. Temería haberme desagradado. Desearía besarme. Habría en su mirada algo de súplica mimosa. Levanté la cabeza. Paulina me miraba, sí, me miraba como hubiera mirado a su mayordomo. Bajé la vista; había equivocado mi juicio: aún no sabía conocer el corazón humano.

Poco tiempo después me explicó Paulina esta escena con las palabras siguientes:

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«Yo no pensé que te hubiera enfadado tal cosa, la verdad; no creí que fueses tan decente, que te incomodase eso».

Llamarle a uno Juan, y creerle Juan, es la mayor desgracia posible. Gonzalo volvió enseguida con las pistolas y una caja de balitas. Cargó, disparó, y no dio al blanco; pero hizo pedazos un espejo.

Después se aturdió, echó la culpa a la pistola, se negó a seguir tirando, se sentó y comenzó a darse golpes en una bota con la contera del sable. Yo me despedí de Paulina, saludé al gran capitán Gonzalo, abrí después la puerta, y me encontré en la calle.

Yo pensé lo siguiente: Gonzalo se irá ahora mismo por el bien parecer; pero un amante que se va pronto, vuelve enseguida.

Rodeé la finca; cuando llegué a la puerta trasera del jardín estaba anocheciendo.

Tuve esperanzas e impaciencias; dudé, pensé marcharme, pero tuve calma; a las once y media de la noche abrió Gonzalo la puerta del jardín y entraba en la casa.

Yo recordé que había estrangulado en el camino de Santa Lucía a Cartagena a un infeliz que pretendió robarme dos mil reales. Luego supe que el tal era un obrero que estaba sin trabajo con motivo de la baja de los plomos. Positivamente, debí darle dinero; lo que la sociedad no hacía pude hacerlo yo.

En cambio, aquel monigote entraba ante mí por la puertecilla de la casa, y yo entendía que aquello era decirme:

«Ahí dentro hay una mujer que tú amas; esa mujer lleva en sus entrañas un hijo mío; tú has empleado en ella parte de tu fortuna y tus últimas ilusiones. Acaba de arruinarte y de desesperarte. Para mí es el placer y para ti el gasto. Es madre de un hijo mío, y, sin embargo, se entrega a ti, y a pesar de esto, me recibe a las altas horas de la noche, y mañana te recibirá a ti, y pasado a mí y luego a los dos, y después seremos tres o ciento o mil. ¡Ja! ¡ja! ¡ja! No me mates; cuando yo salga puedes entrar tú».

Yo no le maté. Hice bien; si degollásemos a los canallas, no valdríamos un céntimo los hombres honrados.

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Poco tiempo después me explicó Paulina esta escena con las palabras siguientes:

«Ya ves; Gonzalo tenía que marcharse aquella misma noche, y había que acordar qué haríamos con esto».

Y se señalaba el vientre.

Efectivamente; acordaron que la criatura iría a la inclusa y que se le pondrían los nombres de sus papás.

Gonzalo dijo a Paulina.

-Si necesitas dinero me lo pides.

Paulina rechazó el ofrecimiento con dignidad. Con toda la dignidad del que tiene quien pague su cuenta.

Gonzalo dijo a Paulina:

-Supongo que antes de irme me darás un beso.

Paulina rechazó la súplica con dignidad.

Pero Gonzalo dijo:

-Yo soy el padre de la criatura.

Paulina se adelantó y repuso:

-Hazte cuenta que besas a tu hijo.

Gonzalo se haría la cuenta que quisiese; el caso es que besó.

Paulina aún no me ha explicado esta escena.




ArribaAbajoEl mejor padre

(Del manuscrito)


Fui con ella atento y cariñoso; pagué sus deudas, entre las cuales había algunas de su esposo y de Gonzalo. Fui mártir sufriendo las visitas de sus estúpidos e inmorales parientes. Sólo fui el señor para pagar, pero no fui amo nominal ni efectivo.

Diome la ocurrencia de retener en el correo la correspondencia que Gonzalo dirigía a Paulina, y desistí de seguir haciéndolo para evitarme estos disgustos.

Por fin, consagré todos mis cuidados a velar por la vida de aquel ser que bullía en las entrañas de Paulina. Pensé en apoderarme de él, hacerle mi hechura y enseñarle a maldecir el nombre de sus padres.

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Todo esto requería grandísima actividad y superior inteligencia. Confieso inmodestamente que tuve ambas cosas.

Paulina recurrió a ciertas miserables gentes que ganan su vida matando fetos. Estos canallas abundan, porque en este país se encomiendan las cargas públicas a personas de dudosa moralidad, y como el espíritu de éstas se refleja en toda la vida pública, no se ejerce la acción ni la persecución fiscal de la justicia sino con los criminales que quedan pobres después de cometer el crimen. Hoy, la historia de todos los presidiarios se reduce a lo siguiente: «Tuvo hambre, le escarnecieron, robó o se vengó y fue a presidio».

Yo fui astuto; engañé a Paulina, la hice creer que aplicaba en ella todos los síntomas abortivos que se conocen: el pediluvio, la sabina, la ruda, la artemisa, el cornezuelo de centeno, las inyecciones, la esponja preparada, las sanguijuelas, las sangrías, la laminaria, y la pouction.

Ella creó y en mí y esperó que yo le proporcionase el aborto, y su vientre seguía abultando, y seguían transcurriendo las semanas y ya el feto no cesaba de revolverse en su primer lecho.

Yo continuaba mi obra con perseverancia, expiando sin cesar, temeroso de que alguien hiciese de veras lo que yo imitaba tan perfectamente. Fueron aquellos días de suprema angustia: por fin Paulina llegó a los siete meses de su embarazo; entonces descansé.

Cuando una mujer llega a este estado y aún es capaz de producirse el aborto, creedme, no tiene ninguna de las condiciones de ser humano.

Yo creí que Paulina no había llegado a semejante depravación, y creí bien.





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ArribaAbajo Mala cuna

(Del manuscrito)


Ciertos recuerdos son en la memoria como algunas heridas en el cuerpo. Acaban el individuo y acaban con él. Siempre presentes o siempre abiertas, nos roban toda clase de alegrías.

Lo que pasó aquella noche no es para ser olvidado.

Volví de la caza a la una de la madrugada. Cuando abrí la puerta de la alcoba vi a Paulina sobre el lecho con la cara roja, llorando y mirándome con ojos espantados.

-¿Qué hay?

-Juan de mi vida. Hace una hora que me siento muy mal.

-Levántate y espera.

-No me dejes sola.

-Vuelvo enseguida.

-¿Dónde vas?

-Por Rosa.

-Rosa...

-En la parte que tenía destinada.

-Dios te lo pague.

Al poco rato volví con la hortelana. Entonces pudo comprender Paulina que era una señora su fingida criada.

Sentada la paciente en un sillón bien bajo se apretaba las manos y retorcía su cuerpo, presa de espantosos dolores. Rosa, de rodillas a los pies de Paulina con una mano oculta a mis miradas y la otra apoyada en una pierna de la enferma, consolaba a ésta con frases cariñosas.

Yo presenciaba aquel cuadro con rostro sereno; mi comprimido corazón dificultaba la circulación de la sangre, sentía frío, me temblaban las piernas y procuraba disimular todo esto de la mejor manera posible.

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Nave contra la roca quebrantada cuya vida había sido un Calvario, entregada a los placeres con la irreflexión de la más verdadera de las inocencias, creyendo, como el jugador o el borracho, que no hay un porvenir, un después detrás de la última carta o la última copa, estaba despertando de su sueño: el dolor físico anulaba la imaginación; renegaría de su error en aquellos momentos como se reniega del último sorbo y del último albur, y así debía ser, porque volvía a mí sus ojos llorosos y besaba mis manos, y en todo esto parecía decirme:

-Creo en ti que me salvas de la pública afrenta; creo en ti que has salvado la existencia de este ser que llama a la puertas de la vida; de este ser abandonado por su padre y maldecido por su madre; de este ser que debiera ser tu mayor enemigo, porque es la prueba eterna de que tú no fuiste mi primer amor, de que otro antes que tú disfrutó de mi cuerpo, de los movimientos de mi alma y de las emociones de mi corazón. Creo en ti que me has enseñado a ser madre. Creo en ti que me haces fácil el fatigoso camino de la vida. Creo en ti y te amo.

Y yo acariciaba los rizos de su cabello y besaba su boca dilatada por el sufrimiento.

Pero aquello era horroroso; los dolores eran cada vez más fuertes y continuados. Tuve miedo, oré a Dios con toda la efusión de mi sentimiento religioso, y así aguardé más tranquilo.

Entonces pensé en mi madre, en mi santa madre, cuyos restos cubre la tierra. También ella sufrió por mí dolores semejantes. ¡Ah! ¡Bendita sea mi madre! ¡Bendita sea!

Por fin, Paulina lanzó un grito espantoso, y luego quedó más tranquila. Sentí un gemido semejante al gruñido de un cachorro; entonces vi que Rosa tenía un bulto raro en su mano derecha. Poco después ayudamos a Paulina y la echamos en la cama; la partera quedó a su lado; yo me dirigí al sitio donde se producían los gruñidos cada vez más agudos.

En el suelo había un niño pequeñito con la cabeza muy gorda; sus piernas y brazos se movían como los tentáculos de un pulpo. Gemía, no parecía contento de la vida. Le estaba mirando fijamente y no me daba las gracias. Después de todo, yo era un extraño, porque él tenía su padre. ¡Valiente   —27→   padre! Llámale, dile que venga a contemplar su obra. Ha huido de ti, no quiere darte su nombre. Para él hay algo superior a la sangre de su sangre. A mí me debes todo tu porvenir. Aún no tenías forma y yo cuidaba de ti. Sin embargo, pasarás tu vida pensando en tu padre. Para él serán tus recuerdos. Yo soy el editor, editor sin gloria ni beneficio; pero sin mí la obra no se hubiese publicado... Aquello parecía un sapo sucio. Rosa lo recogió, y entonces supe que la criatura era una niña.

Después se marchó con ella. La madre miró todo esto tranquilamente: ni aún siquiera la besó. Tal ve lo hizo por no molestarme o tal vez la besaría sin que yo la observase. Allí no hubo cantos de alegría, ni dulces, ni regalos, ni la niña pasó a ocupar su sitio en el lecho de sus padres. Allí todo era clandestino. Aquello era un crimen horroroso, era robar a un pobrecito ser indefenso sus dos primeros derechos, el nombre y el calor de su madre.

Al día siguiente, Rosa y yo depositamos la niña en la inclusa. Tomamos un carruaje que nos condujo frente al torno. Rosa bajó con la criatura; yo me quedé en el coche. Después vi cómo la partera, acompañada del sereno, hacía sonar la campana. Una porción de gente acudió corriendo a aquel sitio. El torno recogió su presa... Rosa volvió al coche, y aquel estúpido público se quedó comentando el hecho.

En aquella casa, que parece una cárcel por fuera y un cuartel por dentro, quedó encerrada una prueba de la honra de una de las familias más caracterizadas de la corte; una familia de chulos, meretrices y c..., prueba que yo conservo en mi poder, porque la niña no llevó el nombre de sus papás, llevó el mío, se llamó Juanita. Fui generoso con ella hasta este extremo, la di un nombre que no pudiera avergonzarla.



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ArribaAbajo Lo que suele suceder

A little more than kin, and less than kind.


SHAKESPEARE                


El manuscrito de don Juan de Juanes es voluminoso; sin embargo, lo dicho es lo principal; el resto y el fin se reducen a acumular cargos contra Paulina.

Según del texto se desprende, trató ésta de casarse con un hermano de Juanes, cuyo hermano, aunque con miras diferentes, no escaseó las ocasiones de poner en ridículo al infeliz don Juan.

Esto, unido a los anteriores agravios, el despilfarro de Paulina y las condiciones de su hijo y su familia, terminaron estos amores.

Desde entonces concibió don Juan el proyecto de casarse con Juanita. Sacó a ésta de la inclusa, y después de criada la entregó al cuidado de una señora llamada doña Celestina.

A pesar de esto, don Juan murió sin realizar su propósito. Su hermano, aun después de lo ocurrido, se apoderó de los bienes, y Juana quedó abandonada.



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ArribaAbajoLa calle de la Montera

Hay que decirlo todo. Bueno. Acababa de comer. Mi patrona no me trata mal. Había cogido mi capa y me encontraba en la Red de San Luis, frente a la raquítica farola con que se ha sustituido una hermosa fuente.

Yo iba despacio, veía y pensaba. Me codeaba con el Madrid cosmopolita. Las obreras que abandonan el taller con sus ojos enrojecidos por el trabajo de la larga vela, sus dedos llenos de picaduras y sus viejos vestidos arreglados con la coquetona elegancia de la miseria. Van en pequeños grupos y ríen por cualquier cosa, y se paran delante de todos los escaparates. Detrás de ellas suele ir algún joven empleado o algún estudiante abonado por muchos años a una misma cátedra de la Universidad; tal vez un hijo rico que empieza a correrla; acaso un viejo ávido de impresiones, arruinado por los sobrinos de su ama. No hallaréis más amantes de modistas. Los devotos del placer necesitan otros sacerdotes. No es extraño; cada arte tiene sus reglas. Es necesario saber amar. Y, ¿quién para esto como la ramera decente, la prostituta ilegal? Y no la que os lleva a ciertos templos tan públicos y secretos como las enfermedades que cura el doctor Morales, ni la que os enseña un nuevo café donde se deja conducir por vosotros, no, ninguna de éstas. Hay que conocerlas: jamás se arriesga una sola; van siempre dos juntas. Unas veces parecen hermanas; otras, madre e hija. A elegir. A ellas sólo se acercan los parroquianos, y éstos suelen tener dinero. Los neófitos las respetan, y así, creedme, la virtud es siempre relativa. Para ver ciertos vicios es preciso tener la vista acostumbrada. Al fin y al cabo, hay para todos, y el estúpido con sus hábitos, y el adolescente con sus ilusiones, y el de gustos brutales, y el espiritual y el tonto, y hasta yo mismo, todos hallamos en ese caos de faldas y toquillas que palpita por las grandes arterias de la corte, en calles y plazuelas, una mujer que nos estremece y... ¿quién no sueña   —31→   una aventura en este país donde nunca se acaban las ediciones vivas de don Quijote?

Y toda esta gente se revuelve entre jornaleros que salieron a la calle después de cenar, y faltarán el día siguiente a su trabajo; burgueses que caminan con tardo paso hacia su café favorito, y al que asisten cotidianamente hace treinta años, y en donde regalan a su familia los domingos y otros días de gran fiesta para el tranquilo hogar.

Y entre el torbellino veréis pobres de solemnidad y rateros ejerciendo su industria, y alguno de ellos que camina deprisa a su puesto, tal vez, sin desperdiciar las buenas ocasiones. Y algunos tenderos de cosas lujosas que cierran sus establecimientos; y obreros y obreras que trabajan en su casa y van a entregar; y vendedores y vendedoras de flores, de merengues, de cerillas y décimos de la lotería y periódicos, y bisutería ajada que no se vende detrás de puertas, y raros secretos, y mucho más aún: y todo esto en el estrecho espacio de las aceras. Allá, en el arroyo, los tranvías que suben penosamente la cuesta de la animada calle, y coches parados delante de los establecimientos de floristas; tal o cual trajinante o labrador rico que se vuelven a su pueblo y salen de las posadas de la calle de la Aduana, montados en ruines caballejos o hermosas mulas; algún oficial a caballo, seguido del ordenanza, que lleva una orden al cuartel de San Mateo, o algún ladrón o timbero, o político agresivo que van a la cárcel, acompañados por un guardia que sólo tiene de la ley y de la justicia la parte grosera del procedimiento.

Y así, la vida se muestra de una manera positiva en aquella muchedumbre que, sin cesar, sube, baja, se estruja y se atropella. Multitud de seres distintos que, por diferentes motivos, caminan en igual dirección, y que parecen, vistos desde la torre de San Luis, raros muñecos que maneja a su antojo un travieso niño a quien no ha acostado su mamá.

Aquella noche se veía todo esto, y en ello iba pensando, cuando sentí que algo trataba de arrastrar mi pie: la costumbre me hizo comprender que pisaba el extremo de una falda; murmuré «Usted perdone», y seguí andando. «No hay por qué», me contestaron. Esta corrección del lenguaje me extrañó, y volví la cabeza. Pues bien; era una vieja mujer, llevaba consigo una   —31→   niña de escasos quince años, y ésta me miró con sus ojos, muy claros y muy serenos.

Pero a mí no me importaba; había pedido perdón, me perdonaban, y en paz. Seguí adelante.

Y es el caso que la madre era horrorosa; porque positivamente eran madre e hija; y ésta tenía cierto aire de bienestar y de decencia, y algo así de delicada melancolía: un fondo de tristeza en la mirada de aquellos grandes ojos negros.

Alguna viuda que vivirá de su pensión. Pero estas mujeres no suelen ser honradas. Sin embargo, hay excepciones.

Y la niña era guapa. ¿Estaría muy lejos? ¿Habría torcido por el callejón de San Alberto?

Debía volver la vista atrás. Esto no significaba nada. Así no molestaba a aquella niña: por lo demás, era un capricho, una tontuna; porque yo había dejado de ser cadete. Pero cualquiera es curioso. Por otra parte si se pescaba algo...; pues bien, eso me encontraría; y, al fin, no era una criatura despreciable.

Volví la cabeza. Estaban precisamente detrás de mí, y me miraron. Sentí un empujón en mi brazo izquierdo. ¡Ah!, sí. La Venancia; siempre me avisa así. Pero aquella noche podía buscar otro y no a Ramírez; positivamente estaba de mal humor.

Y luego, ¿por qué me miraban aquella señora y su hija? ¡Bah! No hay que hacerse ilusiones: todas son lo mismo. No; pues gracias. Era demasiada hipocresía. De haberlo pensado, hubiera seguido a Venancia, pero ya era tarde; y sobre todo, había que ser juicioso alguna noche. Y seguí andando más aprisa, y me paré delante de la tienda de Matías López, y me puse a contemplar el escaparate.

Bien mirado, ¿qué hacía allí? Parecía que aguardaba, y eso no estaba bien. Era preciso seguir andando. ¿Y a dónde? No tenía plan. Lo cierto es que aquella niña me había hecho un gran estorbo. Por lo demás, exageraba las cosas. Si me había mirado no era extraño. Eso no significaba nada, y no es bueno juzgar con ligereza.

A la vejez siempre se piensa mal.

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Pero, en fin, debía hacer algo. Iba a llamar la atención parado en aquel sitio. ¡Y bien! Me iría a un teatro. ¿Cuál? Elegiría en uno de los anunciadores de la Puerta del Sol, y me volví. Madre e hija pasaban por mi lado en este preciso instante, y me miraban, y no me decían nada con sus ojos.

¡Bueno! ¡Otra vez! ¡Qué casualidad! Pensaba yo, y veía cómo las señoras atravesaban la plaza y se dirigían a la Carrera de San jerónimo.

Por fin. Iría a la Comedia: hacían una obra nueva de García Gutiérrez: ésta merecía mi atención: sí, era lo más acertado.

Sólo sentía que aquellas señoras, al parecer, llevaban el mismo camino que yo: esto me disgustaba; podían creer que las seguía. ¡Y bien!, me importaba poco. Se engañaban, y ya se convencerían de ello...

Pero no; seguían adelante. Mejor; ya estaba libre de ellas. Sin embargo, todavía faltaba un poco. Era natural. Había muchas apreturas en la puerta del teatro: la gente se agolpaba como pocas veces; los revendedores hacían su agosto. A mi paso había oído precios que desesperaban. Todo esto era muy molesto. De fijo hubiera pasado mala noche. Era preferible ir al Español; vería La muerte en los labios, de Echegaray. Mejor era esto.

Y aquellas mujeres seguían andando delante de mí. La niña era muy hermosa. Tenía un andar tan distinguido... Debía ser una señorita; yo había pensado mal.

Bastaba ver su traje, porque la riqueza puede adquirirse por malos medios; pero el buen gusto, ese conocimiento estético tan delicado e inimitable, sólo lo da la educación esmerada. Era una señorita, no cabía duda, y sentía haberla ofendido con mis locos juicios.

Por lo demás, antes lo había pensado. No deben desperdiciarse ciertas ocasiones.

Por sí o por no, me decidí a seguirlas. No perdía nada, y ya procuraría yo no hacer el tonto. ¡Ojalá no fueran lejos! Esto me molestaría.

Ya dejábamos atrás el Español y doblábamos la esquina de la calle del Prado, y bajábamos por ésta cuando madre e hija entraron en una casa de lujoso aspecto y desaparecieron en el fondo del portal.

Aquello me dio rabia. Lo merecía; pero aún era tiempo, y cuando se levantaba el telón, ya estaba yo sentado en una butaca del teatro clásico.



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ArribaAbajo Un baile de máscaras

El antifaz sobre la careta y ésta cubriendo la máscara; debajo la mentira, disfrazada de hipocresía y disimulo, y todo esto siendo una verdad, la triste verdad de lo real, la realidad fatal y triste del absurdo moral. El tigre, que se disfraza de hiena para engañar al cazador de las selvas; el ángel malo convertido en serpiente, pervirtiendo a Eva; la costumbre, la fiesta de un pueblo corrompido, hecha inmoral por los contemporáneos de Lesseps.

Menos filosofía. La historia de esta generación envilecida y degradada, que tiene la conciencia en sus genitales, será amena lectura para las prostitutas del siglo XX.

De pronto, la línea que forman las fachadas, deja de ser recta, y como una semicircunferencia se extiende en un trozo de terreno, la calle se ha convertido en plaza y en ésta hay un teatro desde 1856. Allí adquirió su mayor desarrollo y allí morirá la zarzuela española. También murieron Gaztambide y Olona. Nos quedan algunos concertistas que llevan el pelo largo y visten bien; y, sobre todo, ha dejado Offenbach tantas y tan buenas partituras, que bien merecen la pena de ser parodiadas. Rapsodiemos, quise decir; robemos, quiero decir, vivamos.

Al pueblo le gusta bailar, dijo un aficionado a empresas; que lo pague y bailará en la Zarzuela, y yo me haré rico; y, en efecto, así sucedió. De modo, que aquel semicírculo, cortado por la calle, va encerrando la gente que por lo extremos de la secante llega a la plaza y se precipita en ella y allí se estruja y vocea como pueblo libre que va a depositar en la urna su sufragio, no; como pordioseros que aguardan la sopa a la puerta del convento, tampoco; como canalla de chulos y chulas que van al baile.

Y allí de las esperanzas dichas en una palabra, de las frases de impaciencia, de los suspiros del que ama y de la vieja que tiene sueño o frío, y los gestos de temor y los ademanes cínicos, el vocablo grosero, el guiño malicioso,   —35→   un ¡ay! que dice tantas cosas y un charlatán fanfarrón y necio que no dice nada.

-Por fin, ya hemos llegado. maréeme, tengo miedo.

-¡Tonta!

-Si nos viese mi marido...

-¡Bah! El tresillo le abstrae por completo.

-¡Ay!, si ocurriera...

-(Pies, para qué os quiero)

-(De fijo no viene; pero si no sueltas los cuartos tampoco vuelvo yo)

-Señorito, ¿quiere usted un billete?

-¿Quiere usted un bono?

-No. No quiero nada.

-(So cursi. A otro lado.)

-Oiga usted, revendedor.

-¿Qué hay?

-¿Me compra usted dos billetes de señora?

-Está prohibido.

-Oye, barbián, eso será venderlos.

-¿Estamos?

-Pero, ¿tú lo podrías comprar?

-Por supuesto.

-Ofrece.

-Usted dirá.

-Medio chulé.

-Pero, ¿usted cree que estamos en la primavera?

-Yo no creo nada. Ofrece tú, y en paz.

-Una peseta.

-No corras, que te vas a caer. Dos beatas, ¿hacen?

-Mire usted, señorito; para marcharnos, seis reales, si usted quiere...

-Siete.

-No subo un perro.

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-Bueno, vengan.

-Tenga usted.

-Dame cuartos. No quiero esta media peseta.

-Con dos arrobas de ellas me quitaba de aquí. Ahí va cobre.

-Adiós.

-Vaya usted con Dios. (Con salud te coja el tranvía.)

-Abróchame este guante.

-¡Jesús!, y qué pegajosa estás esta noche.

-¿Has visto a Paco? ¿Es aquél?

-Sí, límpiate. Como que va a venir a verte los morros...

-Toma, ¿y por qué no? No estará mejor en otra parte.

-Con la Rosario.

-Ya se guardará él.

-Pues, hija, en cuanto le venga a la intención.

-Pepín, te aburres, ¿no es verdad?

-No, hija, no.

-Ya lo creo. Poquito habrás tú corrido de joven.

-¡Oh! Aquellos tiempos...

-Así estás ahora tan cascado. Por supuesto, no creas... A mí lo que me gusta es el aparato.

-¿Qué aparato? ¿Para qué?

-El aspecto, el golpe de vista que nos frape, como dicen los franceses.

-¿Por qué no hablas en castellano, Cayetana?

-Llámame Catanita, como siempre. ¿Estás incomodado?

-No, hija. (En llegando al palco me duermo.)

-(En cuanto se duerma mi esposo, haré una seña a nuestro vecino y me sacará a bailar.)

-Oye, tú, militar. ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Entramos o no?

-Aguárdate. Mañana veré al Gobernador y le haré esa pregunta.

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-¡Calumniadora!

-Ja, ja...

-Pues, sí, señor. No sube y no es ocasión de vender. Sin embargo, yo preferiría esto a la hipoteca.

-Lo que sea mejor. Pero mañana mismo.

-¿Y dice usted que su esposo era magistrado?

-¿El esposo de Celestina?

-Adiós, rubia. Vivan las locuras con cascabeles.

-Gomoso.

-Ma cho gracia.

-¿Y quién es ese Bautista?

-Te diré su historia en dos palabras.

-Novela mil y pico de la noche.

-Me callo.

-Dejadle hablar.

-Sí, que hable.

-¿Dan ustedes su permiso?

-Adelante.

-Bravo. Eso está muy bien.

-Continúa.

-Bautista no se sabe de dónde ha venido. Graba con extraña perfección. Ha hecho un capital decente en América.

-En el dinero nunca hay indecencia.

-Sigue, sigue. No hagas caso.

-Tiene extraña aptitud para todo, y no hace nada. Por lo demás, siempre está en papel. No tiene idea fija, pero habla con exaltación. A veces se desprecia a sí mismo; otras, encuentra todo bello. Su conducta se escribe en la misma clave y se mide con igual compás.

-Bravo, chico; tienes el gran género.

-¿Epiceno, común o ambiguo?

-Cálamo ocurrente.

-Ja, ja...

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-Baja el codo, que me haces daño.

-Me aprietan por detrás.

-Vade retro.

-Niñas, no esparcirse. Ninguna sale del baile sin pedirme permiso, o no doy latas hasta el domingo.

Nuevas apreturas en aquel estrecho zaguán. Hay que dejar en el guardarropa las capas, las toquillas y los chales, y todo esto enseguida; los unos por llegar pronto a la cita, otros por gozar del espectáculo del salón o encontrar con anticipación pareja para el wals, y los más, porque hay que comenzar la orgía y sobarse apretándose bruscamente, y llegar al mostrador antes que nuestro compañero de espera, y blasfemar, riendo estúpidamente como un ebrio. Y allí de los pisotones y los codazos, de la estrujada que no se queja, y de las externas disputas, porque siempre exigen de más por cada bulto. Y, lo que dicen todos: «Yo me gasto a gusto un duro en entrar, pero esta peseta se me queda en el estómago».

Y aquello parece que no acabará nunca, y las bandejas donde se recoge el dinero van llenándose de monedas de plata, y todo está lleno, los anfiteatros, los palcos, el salón, los corredores, los lugares de descanso; y aún sigue entrando gente que recoge su chapa en el guardarropa y se desparrama enseguida por los departamentos de aquel sumidero de locos.

Y todos aplicando chistes, calculando agudezas, que luego han de parecer espontáneas, recordando almanaques y colecciones de chascarrillos, y procurando a costa de la sencillez, de la educación y de la vergüenza, ser locuaces, alegres, chistosos, picantes. ¡Oh, sí, muy picantes!, es decir, groseros. Allí, revolviéndose, ávidos de esperanzas que el sensualismo imagina, o de venganzas que proyectan los celos e ilusiones de la inocencia, que todos llaman tontería, que nadie quiere, porque no se columpia voluptuosamente en el schotis.

Suena la primera nota del wals, y fórmanse cientos de parejas que crean la casualidad, la simpatía del momento o la cita calculada, y cada pareja   —39→   es un escándalo de lujuria, el beso con que la serpiente indujo a Eva al primer pecado.

Porque no es el goce brutal del apetito de la materia el animal que se retuerce inconsciente, agitado por el estado anormal en que coloca a su sistema nervioso el ejercicio de sus funciones de procreación, no; no es esto un modo de ser lógico de la materia. Es el embrutecimiento consciente del espíritu; es el vicio; la inteligencia del ser racional que baja a prostituirse a las genitales sin que la conciencia la detenga en su camino.

Y mientras tanto, la orquesta, impasible Celestina, marca el compás que rige los lujuriosos vaivenes de los danzantes.

Y todo esto dura una hora y dos y más, y duraría ciento, porque nunca cesa de entrar gente, y aquel salón parece un campo de flores cuando la brisa agita sus corolas, y escaleras y pasillos, babel extraña de gentes que corren llamándose los unos a los otros, y aquel templo del placer sensual, el antro escondido y misterioso donde el pueblo de Roma celebraba sus bacanales.

Y llega el descanso, y el observador, se convence de que hay grandes verdades en esos epigramas que por todas partes se comentan. La mujer allí rellena su estómago derrochando sin cálculo el dinero de su seducido amante. Y el que no come tiene hambre, pero mucha. El hambre aumentada por la envidia.

Luego, en la segunda parte del baile, el alcohol de la cantina produce sus efectos; y hay disputas, golpes y detenciones en las que sacan a veces grandes provechos y desaires guardias e inspectores.

Por fin, el movimiento de la vida del trabajo empieza en calles, talleres y mercados. Se consiguen parejas para la galop infernal, se van recogiendo abrigos, y cuando el baile termina, aquella multitud sale a la calle sucia, llena de polvo, con la boca seca y ardiente, las narices dilatadas, ávidas de aire puro, los cabellos en desorden, borracha, chorreando sudor, asquerosa. Cada cual con su nuevo amigo o su amante de última hora.

-¡Señor Ramírez!...

-¡Hola!

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-Por fin, le encuentro a usted.

-¿Qué hay de nuevo?

-Todo está arreglado.

-¿Y el dinero?

-Mañana, a las dos.

-No es posible, lo necesito a las once.

-Está bien; será. Buenos sudores me cuesta. guárdese usted quinientos reales.

-Por Dios; no lo decía por eso.

-No importa; es gusto mío.

-Mil gracias.

-Ea, adiós.

-Permítame usted. ¿Es esa...?

-Precisamente.

-¡Oh!, ¡sí, sí! Pues es guapa chica. Os envidio.

-Adiós, adiós.

-Servidor de usted. A los pies de ustedes, señoras.

-(Soy feliz; será mía.)

-(Soy feliz.) Quinientos reales. ¡Sí! Cenaremos.

-Bautista, ¿te vienes al Habanero?

-No; estoy triste.

-¿Por qué?

-He visto una niña que me ha de hacer llorar.

-Poesía. Vete a dormir.

-No; me iré con vosotros. Me emborracharé, y en paz.

La calle en silencio, el salón a oscuras, y el alba extendiendo su luz poco a poco por el firmamento.

Sobre la acera hay una careta. Pasan unos trabajadores, la recogen y ríen con ella grandemente. ¡Infelices! Aún no han comprendido su desgracia.



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ArribaAbajoUn lupanar aristocrático

That's a fair thought to lie between maids' legs.


SHAKESPEARE                


Para conocer el piso entresuelo de la casa número C., de la calle del Arenal, es preciso tener mucho dinero. Allí los derechos de pupilaje arruinan a un millonario. Bien es verdad que el mobiliario es magnífico. ¡Eso sí! La asistencia discreta y excelente. ¡Cómo no! Pero pondrán a vuestra disposición dulces y botellas, y os cobrarán su importe, aunque no las hayáis tocado.

Por lo demás, os darán siempre un gabinete con alcoba, y jamás seréis ni vistos ni escuchados, por grandes que sean vuestros esfuerzos por conseguirlo.

Esto es maravilloso, pero cuesta caro.

Hay una habitación excepcional, la forman una sala, un gabinete, una alcoba y un cuarto de baño. El alquiler de esta habitación tiene un precio que asusta.

La sala tiene almohadilladas las paredes, y forman su mobiliario una hermosa sillería dorada, tapizada de damasco, un entredós de ébano tallado, sobre el cual hay un alto espejo en el macizo que separa los balcones, un velador de centro con un rico tapete, un piano vertical de Montano, gran forma, y cuatro colgaduras completas que cubren los dos huecos de luz y las dos puertas: la de entrada y la que da paso al gabinete. Toda la tapicería es de color azul.

El gabinete tiene un solo balcón, una chimenea francesa, cuyo mármol sustenta dos grandes quinqués y un espejo de marco ovalado; esto entre dos divanes y frente a la puerta de entrada; a los lados de ésta un tocador   —42→   de forma antigua y un armario de luna; el balcón, la puerta que comunica la sala con el gabinete y la que une éste con la alcoba, tienen sus correspondientes colgaduras. La tapicería es de color cardenal muy vivo.

La alcoba está pintada con medallones de muy mal gusto, representando con poco arte escenas voluptuosas de ninguna novedad. No hay más muebles que la cama y su grotesco compañero guardado en una mesita de cajones. Pero la cama es regia, de palo santo, con columnas y corona; un mueble que vale mucho dinero. Tiene colgaduras enteras recogidas a la cabecera y a los pies con gruesos borlones; una colcha magnífica de encaje con viso de raso; un edredón de terciopelo negro bordado en sedas. Toda la tapicería y vestidura es de color amarillo. Sólo hay colgadura en la puerta del gabinete.

El cuarto de baño es sencillísimo; una gran pila inmensa de mármol ordinario, un espejo de cuerpo entero, una hamaca-toalla y un tocador sencillo de pie: el piso es de pizarra, la ventana tiene cristales raspados.

El suelo del resto de las habitaciones está cubierto por una alfombra de terciopelo con fondo blanco, listas y flores.

En esta rica vivienda se hallaban tres personas el día 2 de marzo a las diez de la mañana.

En la sala, frente al gran espejo, dos mujeres; madre e hija, al parecer, por la relación de sus edades. En la alcoba una matrona de treinta años cumplidos, arreglando con cuidadoso deleite las arrugas de vestidura y cortinaje, mirando con rara fijeza aquel tálamo vacío como para evocar un recuerdo, que luego parecía saborear con fruición cerrando los ojos y permaneciendo inmóvil.

Juana, estáte quieta. No me dejas prender este pico; se ve el plissé de abajo y eso hace muy feo.

-Déjalo, bien está.

-Ahora sí. Por supuesto que esta tabla hace muy mal; ahí sentaría mejor un volante bien plegado. No saben vestir; pero estás muy hermosa, hija mía.

-¿De veras, mamá?

-Ya lo creo. Me recuerdas mis buenos tiempos.

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-¡Ah! Es que usted ha debido ser muy bonita.

-Es decir, que me encuentras vieja.

-No, no; no es eso.

-Pero, poco menos.

-Di, mamá, ¿no me ocurrirá nada malo?

-Por Dios. ¿Me crees capaz?... Yo, hija de mi corazón, doy este paso por tu bien y el mío. Ven, siéntate aquí, juntitas; recoge esa cola, vas a arrugarla.

-Habla, habla.

-Mira, ya sabes cuál es nuestra situación; en casa no tenemos nada que empeñar. Mientras De Juanes, tu tío, porque era primo de tu padre, que en paz descanse... pues, sí; mientras De Juanes vivió con nosotras estuvimos menos mal. Él me daba poco, pero, en fin, era algo. Ahora, ya ves, si comemos algún día es una cazuela de patatas o la cena, y eso, hija mía, las noches que encontramos algún antiguo amigo de tu tío. Yo hubiera deseado tenerte siempre a mi lado . Tal vez llegarías a casarte con alguno de nuestros vecinos; esos estudiantes con quienes tú charlas por el balcón. Pero tú ya lo ves, Juana; estamos en la mayor miseria; no tenemos un miserable pedazo de pan que llevarnos a la boca; desnudas, hambrientas; van a echarnos de la casa porque debemos tres meses. ¡Ay, hija mía de mi corazón! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

-Mamá, por Dios, no llores, ya trabajaré; no sé hacer ninguna labor, pero me pondré a servir, seré criada, y ya verás como nada nos falta nunca. Di, ¿por qué no me has enseñado a bordar, a planchar, a coser? Ves, ahora haríamos todo eso y viviríamos muy ricamente. Pero no llores, mamita, no llores; si ya verás como todo se arregla.

-¡Ah, sí, sí! Dios nunca falta a los desgraciados, y tenemos un protector, un ángel que la Virgen Santísima nos envía.

-¿Quién?

-Ramírez.

-¡Oh! ¡Qué tonto!

-No hables así de él: va a ser tu padre. Él se encarga de tu educación y de tu porvenir; quiere verte como una reina, quiere que seas la primera en todo. Te llenará de alhajas, de vestidos, de comodidades, de lujo, ¡qué sé yo!, cuanto tú le pidas. Él promete no abandonarme a mí, y me señalará   —44→   una pensión. Nosotras no viviremos juntas, no es posible; tú te irás con él a Francia y al extranjero, y yo, mientras tanto, me iré al pueblo de tu tío a ver si recojo algo de lo mucho que tenía. Conque, mira, hija mía, si tenemos que agradecer a Ramírez. Sin él, ¿qué sería de nosotras? ¿No es verdad?, di. Parece que te has quedado muerta.

-Pues yo, no sé, si a ti te gusta... Pero, mira, a mí me da miedo ese señor; es muy viejo, y luego tan hinchado... Yo creí que habíamos venido a otra cosa. Bueno, yo le querré; pero le falta un diente, y para que nadie lo eche de menos, tuerce la boca y... ¡pero si tú también te reías cuando le conocimos! En fin, yo haré cuanto tú quieras; y supuesto que él es tan bueno...

-Sí, hija, ¡ay! sí, Juana, muy bueno.

-¿Pero él va a venir aquí?

-Es natural.

-¿Y yo ya me voy con él?

-Sí.

-¿Y para eso me habéis puesto tan maja? Pero no nos iremos tan pronto. Tú no te irás; todavía nos veremos muchas veces.

-¡Ay, no, no puede ser! Él tiene esa exigencia y hay que darle gusto; de modo, hija mía, que enseguida vamos a separarnos. Yo, ¿no lo he de sentir? Hija de mi corazón, Juana mía; pero no hay que apurarse; créeme que lo hago por tu bien, sí; sólo por eso. Ea, no llores; cuando vuelvas te veré; no llores, no te aflijas, tú me lo agradecerás.

-¡Mamá mía!

-Vamos, valor, dame un abrazo.

-Pero ya, ¿tan pronto?

-Sí, sí; Ramírez va a venir enseguida; hija mía, sé buena con él dale gusto en todo cuanto quiera; vamos, ten calma, abrázame Juana, abrázame.

-¡Ay, mamita mía! Yo tengo mucha pena.

-¡Niña mía!

La gruesa jamona ha oído la conversación sentada en un diván del gabinete. No debía mezclarse y no se ha mezclado. Pero es llegado el momento y debe ejercer sus funciones. Se levanta y entra resueltamente el la sala.

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-Vamos, señora; ese caballero llegará enseguida. Esta señorita tiene edad para conocer su bien.

-Sí, sí, doña Venancia, no le pesará nunca; adiós, adiós, hija mía.

-Pero, ¿te vas?

-Sí; no llores.

-¡Doña Celestina! Dice la Celestina con tono de impaciencia.

-Sí, vamos; creo que me ahogo.

Juana cae en el sillón, toda consternada, incapaz para sostenerse en pie sin el auxilio de su madre.

Esta atraviesa la sala con ademán trágico, y doña Venancia la sigue con paso majestuoso. La puerta se cierra y la niña queda sola en el salón. Juana llora sin saber por qué; después piensa y va cesando su llanto, que termina después de algunos sollozos.

Allí está, casi echada en aquel sofá tan bonito. Allí está Juana, «La reinecita», como De Juanes la llamaba. Allí, exuberante de pureza y de hermosura, con sus largos cabellos negros y brillantes como hebras de seda, enlazados entre sí formando dos gruesas trenzas que parecen ansiosas de crecer un poquito para llegar al suelo; con sus grandes ojos negros, muy negros, capaces de dar valor al débil y miedo al atrevido; unos ojos que se agitan debajo de dos anchas cejas que parecen protegerlos, escondiéndose detrás de largas y finísimas pestañas, porque, valiendo tanto, no es bueno mostrarse descaradamente, y entre los dos, una nariz finísima cuyo perfil es un refinamiento de belleza en el contorno ; y luego tan coquetona, un poquito respingada para no ocultar un solo detalle de aquella boca sin igual, de labios que tienen un color rojo que sólo imitó en la naturaleza el de las delicadas hojas de algunas camelias; labios que se unen formando dos finísimos pliegues que no se verían terminar si unos hoyuelos, que hacen reír con su traviesa manera de acentuarse y desaparecer, no cambiasen de asunto nuestro asombro; y más abajo, cerrando aquel delicado óvalo del rostro, una barba redonda que sobresale tal vez demasiado y templa lo juguetón de la fisonomía, dando a   —46→   ésta no sé qué raro aspecto majestuoso; y aquella orejita que se adelanta un poco, como deseando oír la primera alabanza; y todo esto formando una cabeza erguida que parece imposible de abatir ni aun por el esfuerzo de un Hércules; una cabecita cuyo defecto es ser pequeña, y lo es, acaso, porque a gusto quisiera esconderse entre aquellos anchos hombros, cuya simétrica redondez admira, de una blancura que no lograron ni la piedra ni la planta; hombros que se destacan provocativamente seguros de su fuerza y orgullosos de su importancia, porque de ellos nacen los brazos que han de defenderlos y los delicados perfiles de aquel busto de escultural perfección, que se estrecha cada vez más para hacer más provocativas las voluptuosas caderas, donde parece descansar la más noble mitad del cuerpo; elevada sobre el suelo por el ancho muslo que pretende dibujar el indiscreto ropaje y la incitante pierna que pregona un pie chiquito, que parece jugar entre las flores de la alfombra y el pliegue del vestido, creyendo que no se le podrá ver.

Allí está Juana con una blanquísima flor entre sus cabellos, y su cuello y sus hombros y sus brazos desnudos; con un vestido de larga cola de raso blanco adornado con terciopelo negro y vivos rojos, cuyo corpiño deja en descubierto su seno, que sólo oculta un peto de rizados encajes.

Allí está Juana con la cabeza apoyada entre sus bonitas manos, las nietecitas de sus hermosos hombros.

Allí, impresionándose sucesivamente y de diverso modo por un sin fin de pensamientos, por sus pocos y sencillos recuerdos.

-«¡Ese señor Ramírez! ¡Qué gestos hace! ¡Y vivir siempre con él! Pero mamá quiere. Así estaremos mejor. Ella, porque yo... ¡Hay cosa más triste! Y no ver a mamá. Sí, ha dicho que sí. Cuando volvamos de Francia. Aquello debe ser muy bonito... El señor Ramírez... ¡Qué boca tan rara! Se tiñe el pelo... ¿Qué hará conmigo? Me aburriré. Siempre sola, sin mamá. Y no veré a Carlos. Sí, porque se llama Carlos. Aquel hombre se lo dijo; desde entonces no le he vuelto a ver... Bueno, ya habrá ocasión. Y va a venir ahora el señor ese. Para esto me habrán puesto elegante. ¿Y por qué?... Decía mamá que íbamos a una fiesta muy rara... Era esto. Y va a venir. Yo sola con el. ¡Ah!, tengo miedo. Sí, sí. Aquí juntos los dos. Pero él no me hará nada. No, yo gritaré entonces. Sola... Él y yo solos... Sí, miedo... mucho miedo».

  —47→  

Y Juana volvía de nuevo a llorar, y sentía cómo se extinguía la actividad de su pensamiento fatigado de aquel pertinaz e inmenso trabajo de su inteligencia, y cómo su cuerpo temblaba y se encogía.

Doña Celestina acompañó a Ramírez hasta la puerta del salón; pero al llegar a este punto le cogió de un brazo y le detuvo, diciéndole en voz baja.

-Yo siento mucho... pero usted me prometió...

-¡Ah! Sí, señora; debo cumplir mi palabra.

-Juana está ahí...

-Tenga usted. Cada billete es de cuatrocientos. Puede usted contarlos.

-Más vale, porque todos nos equivocamos.

Juana oyó que abrían la puerta, enjugó sus lágrimas y se puso en pie. Ramírez entra. Está afectado; tiene el malestar característico que sentimos al cometer una mala acción: la lascivia creada por miles de voluptuosas esperanzas que nos asfixia al contemplarnos cerca de la realización de nuestro deseo; la desconfianza que produce la poca costumbre de cometer el acto que nos ocupa, y la predisposición que engendra el temperamento nervioso.

Sin embargo, Ramírez disimula admirablemente.

Su paso es lento, su ademán sencillo: comprende que ha de luchar, y quiere estar sereno. Mira a Juana con amorosa protección; se quita sus guantes sin desabrochar los botones, con un movimiento brusco, y se dirige a la niña tendiendo hacia ella amistosamente su mano derecha.

Juana traduce su mirada; contempla con emoción el cariñoso ademán de su protector, e impresionada favorablemente como todas las almas puras y generosas, se adelanta, estrecha la mano que la tienden, y cayendo de rodillas: «¡Ah! señor. Me han dicho que seréis mi segundo padre», dice a Ramírez mirándole con los ojos fijos.

-Sí, niña mía, sí; pero no llores; esto me enoja.

Juana cesa de llorar y permanece de hinojos y callada. No puede darse cuenta exacta de cuanto siente; pero las palabras que acaba de oír le han producido muy mala impresión. Debe obedecer, y esto es molesto. Luego,   —48→   cuando ella esperaba consuelos, ya vienen imponiéndola un gusto, y no hay más remedio que callar. Además, aquel niña mía, esto no está bien; parecía una frase de amor. Y llamarle de tú; al fin, era su protector; pero de todos modos, ella se callaba y veía venir los sucesos.

-Vamos, levántate. Ven aquí y siéntate conmigo. Así. Ahora mírame tranquilamente. Parece que estás enojada, y eso no debe ser. ¿Quieres que yo te quiera? Contesta. Seremos buenos amigos. Vamos a ver, ¿te agrada esto?

-Yo haré lo que usted quiera.

-Bueno; pero es preciso que no te sea enojoso. Tú no debes ser mi esclava, sino mi amiga. Así, queriéndonos mucho, seremos más felices. ¿Qué te parece?

-Bien.

-Pero no estés triste. Creo que te molesto.

-¡Ah!, no, no. Usted es muy bueno.

-Lo seré todo cuanto pueda. Yo te juro que jamás te faltará nada, ni a tu madre tampoco. Pero es preciso que tú también seas buena conmigo. Y lo serás, ¿no es cierto?

-Sí, señor. Yo haré cuanto usted me mande.

-Bueno. Pues lo primero de todo es que no estés triste. Vamos. Dame tu pañuelo. Yo mismo secaré tus lágrimas.

-¡Cómo! No, señor. Ya no lloro.

-Esa, está bien. Ahora dame la mano en señal de amistad eterna. ¿No quieres?

-Sí, señor. Tenga usted.

-Perfectamente. ¿Sabes que tienes una mano muy bonita? ¡Toma!, ¿y me la quitas cuando la estoy echando piropos? Dámela otra vez.

-No, no, señor. Ya somos amigos.

-¡Hola, picarilla! ¿Y por eso no quieres? Pues vale más que riñamos, y así volveremos a hacer las paces.

-¡Bah! Ya no reñimos.

-Mejor es eso. ¿Quieres que almorcemos juntos?

-Yo, no. Ya he almorzado.

-Entonces tomarás un dulce, ¿eh?

  —49→  

-Tampoco, tampoco. No tengo ganas.

-Pero al menos dejarás que yo lo tome.

-Bueno, eso sí.

Ramírez se levanta. Lo necesitaba positivamente. Por otra parte, la primera dificultad se había vencido. Era preciso un momento de reposo, y al propio tiempo sus movimientos familiares habían de establecer un principio de confianza entre él y Juana. Esto ya era una base para la nueva lucha, y así todo iba bien.

Apenas tocó el botón de un timbre que se oyó a lo lejos, allá dentro, se presentó la doña Venancia con aire humilde. Indudablemente espiaba la conversación detrás de la puerta.

-¿Qué manda el señor?

-Traiga usted unos dulces y una botella de Jerez y dos copas.

-Voy enseguida.

La matrona salió, cerró tras sí la puerta y volvió a los pocos instantes trayendo entre sus manos una bandeja con cuanto se le había pedido. Durante este intervalo, Ramírez arregló el gemelo de uno de sus puños y Juana dobló su fino pañuelo muchas veces hasta hacerlo casi imperceptible.

-¿Manda usted algo más?

-No; puede usted retirarse.

Ramírez y Juana volvieron a quedarse solos.

-¿Conque no quieres un dulce?

-No, señor, no.

-¿Así te portas conmigo? Eso es un desaire, y entre buenos amigos como nosotros, no deben hacerse esas cosas.

-No; si no es desaire, pero no quiero.

-Vamos, uno sólo. Este dátil. ¿No? No te gusta, ¿eh? Bueno; esta ciruela. ¿Tampoco? ¡Oh! Las guindas, sí, sí, estás guindas. No hay más remedio. Es preciso. Yo te haré otro favor en cuanto me lo pidas. Ea, vamos allá.

-Bueno: traiga usted.

-Eso está bien. Muchas gracias. Entre buenos amigos todo debe ser común. Voy a comerme estas guindas con la mayor satisfacción del mundo.

  —50→  

Y están buenas, ¿no es verdad?

-Sí, sí. Están muy buenas.

-Ahora, una copita de Jerez.

-No, no.

-¡Cómo es eso! ¿No vamos a tomar cuatro gotitas entre los dos? ¿Nos animamos?

-Bueno.

-Perfectamente. Empiece usted, señorita.

-No, no, usted, usted.

-Mil gracias por la preferencia. Lo malo es que voy a beberme del todo la copa.

-Eso no importa.

-Pero sería una grosería. Beberé un poco. Así. Ahora tú. ¿Qué es eso? ¡Borrachina! Pero, ¿sabes que eres muy bonita? ¡Oh! No te incomodes. Vamos a ver. Déjame un poco de sitio donde poder sentarme. Si no hacemos las paces de una vez, vamos a estar riñendo toda la vida. ¿Por qué te enojas cuando digo que eres... pues, sí, la verdad? ¿No te has mirado nunca al espejo? ¿No has visto que eres muy hermosa? Esto os halaga a las mujeres; es natural. Y yo gozo infinitamente viendo todos tus encantos.

Ramírez se calló. Aguardaba una protesta, una contestación, algo. Al propio tiempo temía haber ido demasiado lejos.

Pero como no tenía réplica, y el silencio era contraproducente en sumo grado, prosiguió de nuevo.

-Nada me contestas, y es lógico. Tú misma debes comprender que eres muy bonita. Y comprenderás también que yo debo ser muy feliz teniéndote a mi lado. Esto es justo. ¿Te enoja que yo te encuentre hermosa? Di.

-No, señor; pero...

-Pero, ¿qué?

-No me gusta que usted me lo diga.

-Tontuela. ¿Pues de qué quieres que yo te hable, ni quién, estando a tu lado, pudiera hablarte de otra cosa?

-Sí; hábleme usted de mi mamá.

-No tengas ningún cuidado por ella.

  —51→  

-¿Cuándo la volveré a ver?

-Muy pronto. Mira, nosotros vamos ahora a París; estaremos allí un mes escaso, y luego nos volveremos otra vez, y no saldremos de nuevo hasta junio o julio. Durante este tiempo, tu madre vivirá con nosotros. ¿Te conviene este plan?

-Bueno; si no hay más remedio...

-¿Qué quieres tú?

-Nada, no, nada.

-Pero, ¡qué ingrata eres! Sólo me has mirado una vez, y eso casi por casualidad. Parece mentira, que teniendo unos ojos tan hermosos los ocultes tanto.

-¿Otra vez?

-Y mil más. ¿No comprendes que tu conducta es injusta, que provocas más y más mi deseo de verte y admirarte? ¿No ves que logras lo contrario de lo que quisieras?

Y Ramírez iba perdiendo toda prudencia. Su ficticia calma le abandonaba. Se amorataba su rostro; se llenaban sus ojos de sangre, hasta ponerse rojos; temblaban sus manos, dilatábanse sus narices, y tornábase espantoso, repulsivo, como aquel a quien la lujuria vuelve loco.

-Es necesario que tú me sigas; que me obedezcas, si he de ser yo tu protector y tu amigo. Es preciso que tú comprendas a qué has venido aquí.

-¡Ah!, no, no. Ya lo sé. Sí; yo lo sospechaba. ¡Madre, madre de mi corazón!

-Pues mejor si lo sabes. Es que tienes que ser mía, porque yo te quiero con toda mi alma; yo te idolatro y he de lograrte. Tú eres muy hermosa. Tú no has comprendido aún que eres capaz de producir la fiebre y la locura. Y es preciso que sepas esto. No; tú no te has visto como yo te veo, con ojos ansiosos de ver. Eres hermosa como nada en el mundo; y yo necesito refrescar en tus manos, en tu boca, en todo tu cuerpo, mis labios abrasados por la calentura. Conmigo nada jamás ha de faltarte; joyas, trajes, placeres, cuanto tú sueñes; pero has de darme lo único que te pido. ¡Oh! sí, ven, ven.

  —52→  

Y Ramírez rodeó con su brazo la cintura de Juana. Ésta se puso en pie rápidamente; corrió a la puerta; trató de abrirla, pero hallándola cerrada, dio en ella grandes golpes con sus pequeñas manos gritando: ¡madre, madre!

Ramírez rió como un borracho; se levantó, cogió a Juana por la cintura, la alzó en alto y casi la arrojó sobre el sofá.

Entonces hubo allí una lucha, cuerpo a cuerpo, y entre el ruido de la seda que se rasgaba, y el damasco que se rompía, y entre el crujir del sofá, los juramentos de Ramírez y los gritos de Juana que llamaba a su madre, se oían los besos que el bárbaro forzador depositaba en el cuello de la desgraciada niña, cuya boca no había logrado alcanzar el amante.

Pero en esta vergonzosa refriega, Juana dio un fuerte golpe con su codo en uno de los ojos de Ramírez; éste se levantó bruscamente.

-¡Bestia! -dijo mirando a Juana-, ahora verás-. Llegó a la puerta, gritó-: ¡Venancia! -y ésta se presentó enseguida.

-Eso.

-Tenga usted. Era un pulverizador de esencias.

La Celestina se retiró. Juana estaba erguida contemplando aquello; pero cuando menos podía sospecharlo dio en su rostro bruscamente casi todo el líquido que contenía el frasquito.

La niña vaciló, restregó sus ojos con sus manos, y por fin, perdiendo el sentido, cayó en los brazos de Ramírez.

Éste la desnudó del todo rápidamente, desgarrando los vestidos, y luego levantó del suelo aquella hermosa carga, y la colocó sobre unos de los divanes del gabinete.

Y era verdaderamente un espectáculo extraño ver aquel cuerpo inerte, cuya piel rebosaba vida realzando su blancura sobre el color cardenal del mueble que le servía de lecho, y al lado, arrastrando sus piernas por el suelo, aquel otro cuerpo vigoroso, de perfiles pronunciados, de contornos que se unían bruscamente formando ángulos casi rectilíneos.

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Pero todo esto era el refinamiento del goce que se complace en esperar cuando tiene el logro a su alcance.

Aquella situación duró poco. Ramírez cargó de nuevo sobre sus hombros el cuerpo de Juana, y la echó encima de la cama.

La jamona debió oír el ruido, y entró en el gabinete con una caja de porcelana entre sus manos que entregó a Ramírez.

-¡Fuera! -dijo éste.

Después abrió la puerta, detrás de la cual aún se hallaba doña Venancia, y dijo a ésta con desmayado acento:

-Ya sabe usted; estará aquí unos ocho días, y usted se ha encargado de ponerla en la calle. Esta tarde comeremos a las seis. Avise usted un coche, porque luego iremos al teatro.

Efectivamente, el día 11 de marzo, a las primeras horas de la tarde, salía Juana vestida sencillamente, sola y a pie, por la puerta de la casa número C, de la calle del Arenal.

Su paso era firme, su mirada serena, provocativa. Bautista pasaba por allí, la ofreció su brazo y ella aceptó.

Bautista, satisfecho, miró alrededor suyo y saludó a un joven que vestía una blusa muy blanca, muy limpia.

-¿Qué le pasa a usted, niña? ¿Conoce usted a ese sujeto?

-Muy poco. Creo que se llama Carlos.



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