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Novela negra con argentinos [Fragmentos]

Luisa Valenzuela






1

El hombre -unos 35 años, barba oscura- sale de un departamento, cierra con toda suavidad la puerta y se asegura de que no pueda ser abierta desde fuera. La puerta es de roble con triple cerradura, el picaporte no cede. Sobre la mirilla de bronce puede leerse 10 H.

La acción transcurre un sábado de madrugada en el Upper West Side, New York, NY.

No hay espectadores a la vista.

El hombre, Agustín Palant, es argentino, escritor, y acaba de matar a una mujer. En la llamada realidad, no en el escurridizo y ambiguo terreno de la ficción.

Dentro del departamento queda una mujer muerta, asesinada por él porque sí, en un gesto impensado que completa quizá el melancólico gesto de esa tarde de otoño cuando entró en una armería para comprar un revólver. Calibre .22, apenas.

Un motivo tenía, sin embargo, para dirigir sus pasos a Little Italy y comprar el revólver. Ninguno para acercarlo a la sien de la mujer y disparar.

Estas nociones, percepciones, se le van dibujando mientras baja por las escaleras con sigilo. Sabe que no puede hacer subir el ascensor hasta el piso del delito, sabe o intuye que no debe dejar rastros. Sabe también que existe el peligro de cruzarse con alguien: tendría que darse unos minutos para recomponer la mirada. Una mirada de terror imposible de aplacar. Con nadie se cruza a las tres am de esa noche lluviosa, con nadie por las escaleras de ese edificio de gente formal, formal como la del 10 H o al menos así lo cree un asesino que con infinito sigilo baja por las escaleras.

Esta frase sí se la formula con todas las palabras: un asesino que con infinito sigilo.

No es él, asesino.

No puede ser él. Podría tratarse de un personaje cualquiera de novela barata, o un actor de pacotilla totalmente ajeno a él. Siente un espasmo a punto de resolverse en vómito. Se dobla en dos, ve desplegarse la escalera a sus pies, cree que rodará hasta el corazón mismo de la tierra, hasta el fondo de las más remotas cloacas subterráneas; logra contener el vómito y enderezarse. Llega a los tumbos hasta el piso siguiente. No le queda más remedio que tomar el ascensor a riesgo de ser visto. Peor sería dejar su marca de vómito, más tarde podrían descubrirlo por el contenido de su estómago, las huellas de su bilis, sus jugos gástricos, todas las repugnantes intimidades de su cuerpo señalándolo como dedo acusador. Los dedos. Aquellos que cierta vez aparecieron en el basural a la vuelta del cuartel. En otro país, otro tiempo, otra vida, otra historia; no permitirle el paso a esos recuerdos.

Ya en el ascensor puede alisarse la tupida barba, recomponer su aspecto. Puede ajustarse la corbata, esa defensa del porteño contra el desajuste de una ciudad demasiado desconcertante, esa posibilidad de ahorcarse un poquito cumpliendo a diario la condena.

Al abrirse las puertas automáticas se obliga a poner un pie delante del otro para salir del pequeño ascensor y enfrentar a algún probable cancerbero. Avanza con paso más o menos seguro para no llamar la atención en horas en las que todos deberían estar durmiendo, con un sueño no tan profundo como la del 10 H, no, naturalmente no tanto como ella allá arriba en la despiadada noche, abandonada a su suerte.

Agustín Palant. Al salir del edificio se sintió casi a salvo, pero ni tiempo de respirar a fondo tuvo. Una voz le gritó encima.

-Hey, man! ¿Por qué me atropella? ¿Nada más porque soy negro me atropella?

-Yo no, no señor. Sólo quiero respirar el aire frío.

-Yo también tengo derecho a respirar, hijo de puta. Usted me quita el aire. Me atropella.

El borracho siguió por West End Avenue gritando obscenidades, y Agustín Palant sintió que las piernas ya no le respondían. Tuvo que apoyarse contra la pared y pensó que mejor sería entregarse, no más. Irse entregando poco a poco, miembro a miembro, empezando por las piernas que se negaban a seguir siendo cómplices de ese cuerpo que con tan pasmosa inesperada facilidad había suprimido a otro cuerpo.

Un bello cuerpo de mujer, el otro. Una joven actriz actuando ahora su papel de muerta, tirada sobre la alfombra de su propio dormitorio, con un agujero en la sien, quizá ya desangrada. Seguro. Él no había podido bajar los ojos para mirarla. Sólo oyó el estampido tan inesperado de ese tiro que todavía le retumbaba en la cabeza. A él. Una explosión más en la ciudad explosiva, un tiro casi a quemarropa porque no se le puede pedir a un .22 que mate de lejos. ¿Pedirle que mate? ¿Y por qué? Sobre todo a esa mujer que no le había hecho nada malo, más bien parecía dispuesta a hacerle todo el bien del mundo.

Había matado a una desconocida porque sí, sin el menor motivo. Algo inconcebible. Si hasta daban unas ganas locas de reírse, y estuvo a punto de hacerlo y sin querer se rió no más. La risa le fue manando sin control, una carcajada interminable, finita en un principio, creciendo en llamaradas como un fuego que se expande por el bosque y devora los árboles de un chasquido y lo va calcinando todo. Carcajadas de carbón que lo tiznaban también a él, debilitándolo, las piernas convertidas en trapos, cediendo bajo el peso del cuerpo, y el frío de la noche lacerándole los pulmones al aspirar una nueva bocanada de aire que le permitía seguir riendo como loco. La desesperación le hizo soltar las lágrimas.

La desesperación y la risa y el dolor que sentía por esa pobre mujer quien acababa de matar, y sentía también por sí mismo, pues con esa muerte gratuita moría a su vez un poco. O moriría del todo. En la silla eléctrica.



Acuclillado estaba contra una pared, entregado. De golpe avistó en la vereda de enfrente a un policía que lo miraba sin benevolencia. Acabarían llevándolo preso por vagancia, qué infame manera de desencadenar el desastre. Decidió que así no. Decidió que en lo posible se protegería, aunque fuera ya demasiado tarde. Las piernas, que le respondan, carajo. Obligarlas a tensarse, a ponerlo de pie. Empezar entonces a dar unos pasos, penosos, tambaleantes, como si fueran los primeros. Resistir sobre todo la tentación de treparse a un taxi; alejarse de allí sin aspavientos, sin dejar huellas ni testigos, en lo posible.

Necesitaría desaparecer en el anonimato de las multitudes, limitadas a esas horas a dos o tres trasnochadores y a ese agente que mantenía fija en él la mirada. Caminar entonces hasta la estación del subte sin darse vuelta, sintiendo en la nuca la punzante mirada policial, como en las peores novelas del género, sintiéndose metido en una de esas novelas que bien le hubiera gustado escribir pero no de esa manera, no con el cuerpo, como diría Roberta. Obligarse a llegar a la entrada del subte un poco rígido, prometiéndose un taxi más allá, cuando no hubiera necesidad de despistar y cuando se sintiera más seguro, porque estaba ingresando en la línea 1 que no era su línea, indescifrable enigma de la red de subterráneos neoyorquinos en la cual no quería verse atrapado.



Puta madre, se dijo Agustín Palant, venir a refugiarse en esta ciudad para finalmente serle tan fiel a las locales lecturas baratas y tan pero tan infiel a lo único que podía importarle: la escritura.

No iba a poder volver a escribir nunca más, al menos no hasta que entendiera por qué había apretado el gatillo contra una cabeza. Contra una cierta cabeza. Ella era o fue o había sido actriz y se llamó Edwina. El nombre lo recordaba bien, lo había repetido muchas veces en horas anteriores: en el teatro, durante el viaje a casa de ella, hasta en el departamento y quizá en el instante mismo de sacar el revólver. Edwina, pronunciado así, suavemente arrastrado, como lo habían pronunciado todos aquellos que como él se acercaron a felicitarla después de la función. A felicitarla y a tomar la sopa que ella había estado preparando a lo largo de la obra, pero ésa es otra historia aunque en realidad la sopa fue la culpable de lo que ocurrió después porque marcó la pausa dándole a ellos dos tiempo suficiente para conversar. Él a ella debió haberle parecido interesante con su negra tupida barba y su aire un poco envarado, inteligente. Se habían puesto de acuerdo en tomar unos tragos una de estas noches. Y Agustín al dejar el galpón transformado en teatro, sin detenerse a pensar en Roberta, que estaría esperando su llamado y también su persona, había elegido esta noche, esta misma nefasta, aciaga noche.




2

En su rincón del Village como quien está preparándose en el otro rincón del ring, de pie sobre la lona, Roberta baila sus pensamientos con una copa de slivowitz en la mano. El combate parecería ser contra todas las costras interiores que suelen oponerse al noble fluir del material secreto, si no fuera que esporádicos ramalazos de Agustín -el nombre de Agustín, la espera de un abrazo, de una palabra- se le interponen en la lucha y la detienen por instantes que son relámpagos apenas, más bien una forma del extrañar que viene de muchísimo más lejos y puede por el momento convertirse en sombra. En esa noche su sensación primordial es que galopa, y que galopa energía. Lo que más le gusta. Escribiría la palabra energía con mayúscula si estuviera escribiendo, pero está bailando aunque en realidad está escribiendo en una forma mucho más física: con el cuerpo. Es una escritura sin marca para un solo lector(a), ella misma. Así es como más se quiere. Ni muy astuta ni muy sutil o siquiera elegante -y son éstas instancias que a veces la visitan-. Sólo puede quererse de verdad cuando cabalga su propia energía como si fuera un potro. O mejor una escoba. La muy bruja, se dice.

La preocupación por el bendito Agustín le vuelve de a ratos pero es una preocupación exorcizable, hoy. Con gusto lo agarraría de sus abundantes pelos y le reclamaría Quereme, carajo. Con gusto esperaría de él alguna reacción violenta, un estrujante abrazo o un rechazo, algo que la ubicara a ella con respecto a él, y no ese ambiguo escurrirse de Agustín, como un no querer queriendo o a la inversa.

Esta noche necesita alejarse de Agustín, del recuerdo de él, de las ganas de él o mejor dicho de las ganas de que él sea distinto y responda plenamente a las de ella. Esta noche Roberta está decidida a reanudar la escritura de su nueva novela. Porque fue conocerlo a Agustín unos meses atrás y perder el hilo de la historia, y ahora que por fin va logrando retomarlo los personajes ya no lucen la docilidad de antes. Se le han sublevado y no quieren saber nada con el plan establecido; hacen de las suyas, se le salen de cauce. Mejor así. Roberta autora está penosamente volviendo a ser ella. En esa novela se había propuesto ser otra, metódica y estructurada, y no por influencia de Agustín Palant, como podría suponerse, sino como premonición de Agustín, que habría de meterse en su vida para desbaratarle el argumento.



Se conocieron en uno de esos congresos de escritores a los que New York es adicta. Escritores latinoamericanos, para colmo. Agustín Palant acababa de llegar con una beca importante y a Roberta le gustó su pinta. Mirada va, mirada viene, se reconocieron a distancia. Colegas, compatriotas, esas afinidades del alma sumadas a algunas otras atracciones menos confesables. Durante la celebración de clausura del congreso él se le acercó, copa en mano.

-Roberta Aguilar, ¿es un seudónimo? Leí algunas cosas tuyas.

-Yo también. No digo cosas mías, cosas tuyas. Alguna de esas llamadas novelas. Me interesaron mucho. Tenés una verdadera devoción por el detalle, pero una devoción algo siniestra, más inquietante que proustiana. Disculpame. Comentarios así no se hacen en un ágape gringo.

-De todos modos ahora tengo intención de escribir algo distinto. Quiero meter más barro, más sangre, qué sé yo. Suena grandilocuente o cursi. Disculpame vos, ahora.

-En el fondo de nuestra almita siempre seremos unos porteños timoratos, pidiendo perdón por la poca sinceridad a la que nos animamos.

-Y cómo. Frente al terror de estos rascacielos llenos de ojos que nos miran y en la noche de neones, porteños somos, pero no por eso dejaré de decirte que leí tus cuentos con placer aunque por momentos me parecieron demasiado impulsivos, un salto al vacío.

-Usted en cambio nos ha salido bien racional cuando empluma la puña. Cuando empuña la pluma, quiero decir.

-No. Quisiste decir lo otro y lo dijiste, no más. Valiente. Te conozco por tu literatura y me gusta, siento que somos complementarios.

-No me asustés, parece de manual, ¿no? La chica impulsiva y el muchacho razonador, ponderado.

-No tanto. En lo poco que leí tuyo creí detectar un extraño razonamiento que sostiene el impulso. Por mi parte, ando buscando la ilógica en la lógica.

-Se hace lo que se puede.

-Y algunas otras cositas, de yapa.

-Si usté lo dice.

Del dicho al lecho había habido relativamente poco trecho. Roberta llevaba cinco años viviendo en New York cuando se conocieron. Agustín pensaba pasar el año de su beca merodeando por allí y alrededores, dispuesto a escribir una novela y gastar sus denarios. Y la novela no le salía, según le confesó a Roberta cuando los encuentros se habían hecho más íntimos. La novela no le salía y en ciertas oportunidades, como aquella, tampoco le salía demasiado bien la intimidad. Quizá ambas iban vagamente de la mano, pensó entonces Roberta sin animarse a decirlo.

-No te preocupés -lo aplacó en cambio-. No te preocupés por la novela, escribí con el cuerpo. Es lo único que puede tener cierto viso de verdad.

-No sé qué me querés decir con eso.

-Bueno. Yo tampoco sé pero lo siento; escribí con el cuerpo, te digo. El secreto es res, non verba. Es decir restaurar, restablecer, revolcarse. Ya ves, las palabritas la llevan a una de la nariz. Te arrastran, casi. Arrastrada, me diría algún bienpensante de esos que sobran en nuestra patria. Y sí. Somos todos putas del lenguaje: trabajamos para él, le damos de comer, nos humillamos por su culpa y nos vanagloriamos de él y después de todo ¿qué? Nos pide más. Siempre nos va a pedir más, y más hondo. Como en nuestros memorables transportes urbanos, «un pasito más atrás», lo que quiere decir un pasito más adentro, más adentro en esa profundidad insondable desde donde cada vez nos cuesta más salir a flote y volver a sumergirnos. Ca-ra-jo. Por eso te digo con el cuerpo, porque ese meterse hasta el fondo sin fondo no lo puede hacer la cabecita sola. Con perdón de toda analogía, metáfora o asociación o alegoría que tu mente calenturienta esté pergeñando en este instante. O sin perdón alguno, que de eso se trata, al fin y al cabo.

Siempre muy sabia, Roberta, sí, para movilizar al otro. Muy sabia de la boca para afuera, y después sumida en esa ansiedad que sólo se disipa a ritmo de galope, sólo entonces sintiéndose dueña de sí, en brazos del otro o de lo que ella llama la energía, que en sus mejores momentos la arrastra a la escritura y en los peores -ahora- la lleva a preguntarse dónde estará Agustín y por qué no aparece.




3

[...]

Recordó haber pensado eso: la basura y la ciudad y el vómito, precisamente eso al enfilar hacia la zona, cuando decidió invadir territorios para incursionar en lo desconocido. Por allí no te metás ni muerto, le habían prevenido a los pocos días de llegar a New York. El Lower East Side es tan peligroso como Harlem en la otra punta; es barrio de drogas, de traficantes de la pesada. Más vale mantenerse a distancia, nunca cruzar hacia el este la Primera Avenida que es la frontera.

Pero si uno no cruza las fronteras ¿puede acaso llegar al otro lado? La pregunta quizá se la había metido Roberta en la cabeza; ella solía soltar frases así, un poco al descuido para dejarlas clavadas en el interlocutor, como banderillas. Largarse hasta la avenida C, por ejemplo, atravesar el abecedario, probablemente ella lo había propuesto alguna vez, aunque fácil era echarle ahora la culpa. Meterse en las letras con el cuerpo, muy bien había podido decirle Roberta a Agustín durante algún paseo inofensivo. El hecho es que se había metido. Solito. O no tanto. Unas cuadras más atrás, del lado seguro de la frontera pero muy cerca de ella, había entrado eso sí solito en la armería y había salido acompañado de un arma.

Si iba a aceptar el ofrecimiento de una casa aislada en los Adirondacks -el lugar ideal para ponerse sin excusas a escribir su novela, le habían asegurado- necesitaría esa módica sensación de seguridad que le podía dar un revólver. Para meter ruido, no más, para alarmar al posible asaltante si alguien soñaba con asaltar a un simple escritor al que hasta se le había volado la musa. Todo tan bien planeado, prolijo, abierto. Alguien le había comentado alguna vez, al descuido, de esa armería donde vendían todo tipo de armas sin mirar a quién. Y él se había dirigido precisamente allí, a ese callejón estrecho y maloliente detrás del bello mamotreto tipo torta rococó que en illo tempore había sido el departamento central de policía, nada menos.

Necesito algo de bajo calibre, simple, había pedido él en la armería. Sólo para sentirme seguro. Lo miraron con desprecio, y con más desprecio aún cuando pidió las balas y dijo que saldría con el revólver y las balas así no más, que se lo envuelvan todo. No es aconsejable en esta ciudad andar con un arma descargada, recordó claramente que lo habían conminado. Y allí mismo sobre el mostrador le enseñaron a separar el tambor y meter las balas y le dijeron ya está y le deslizaron el revólver en el bolsillo del saco, como al descuido. Cuando se tiene un arma hay que andar siempre alerta, cree también que le advirtieron entonces. Vaya.

Están todos locos, se había dicho Agustín al salir de la armería, pero no había atinado a cambiar las cosas y la humillación había ido cediendo, dejando lugar a una sensación de poder que paso a paso crecía a medida que avanzaba, cada vez más cerca de la frontera, del otro lado sin darse cuenta, unas cuadras hacia el parque, y ya se estaba haciendo de noche. Con la seguridad que le daba un revólver en el bolsillo del saco, el absurdo de llevar un revólver cargado por primera vez en su vida, Agustín se fue internando por las zonas opacas del desastre. De este lado o del otro, pensó, la inmundicia es la misma, siempre las mismas grandes bolsas de plástico negro, apiladas, llenas de desperdicios, y en mi país en tiempos militares las bolsas tendrían más bien restos de mejor pensar en otra cosa, armar la sonrisa de seguridad e indiferencia, mostrarse bien alerta sin mostrarse alarmado, caminar decidido entre esas voces que le ofrecen drogas aspirables, absorbibles, inyectables, que le ofrecen mujeres, hombres, adolescentes, niños y le dicen aceptamos tarjeta de crédito, cualquier cosa, y él avanza por la miseria humana haciéndose el que no oye, porque ésa es la forma de comunicación en esos estratos: unos hablan al aire, o gritan al aire con desaforados gritos de loco, detallando las tentaciones y los nombres poéticos de la heroína, que suenan a paraísos tropicales en los oídos de los desesperados que se arrastran desde lejos respondiendo al llamado de quienes gritan pero nunca jamás miran a los ojos, nunca son ellos quienes venden ni son quienes compran los que compran, y así Agustín se desliza -deslizó- por esa región del desquicio sintiéndose intocado.

Atravesó el temible Tompkins Square en diagonal, o al menos creyó que en diagonal; se dejó llevar por oscuridades y misterios. Transitó cuadras a las que antes no se habría ni acercado a la luz del día; sintió el coraje que le transfería ese revólver cargado en el bolsillo derecho del saco, disimulado bajo el impermeable pero tan, tan presente en su sonrisa. Jamás se decidiría a usarlo, pero mientras tanto la sensación de seguridad le trepaba por los flancos y lo impulsaba adelante.

Y fue reconociendo y reconciliándose en parte con la otra cara o mejor dicho el culo -el oscuro y delicuescente agujero- de esa ciudad que se le escapaba de entre los dedos, que a cada instante se transformaba en otra.

Roberta se sentiría orgullosa de él, pero no se lo contaría a Roberta. No quería regalarle este triunfo. Meté tu cuerpo donde metés tus palabras, le había reclamado ella de una u otra forma, más en relación a la relación de ambos que a la literatura. Él no pensaba escribir sobre las regiones del detritus donde la ciudad se volvía letal, mucho más fiel a sí misma que en la pulcra geometría de Park Avenue, por decir algo. A Agustín le encantaba pasearse por Park sin Roberta, porque Roberta sentía allí un encogimiento del corazón que no le podía describir a Agustín pero que estaba relacionado con lo físicamente inalcanzable. Lo desmesurado, lo frío, lo bello, lo ausente.

El nombre de Roberta se le aparece en las fluctuaciones del recuerdo mientras espera unas luces que habrán de perfilarse desde el fondo del túnel. Ahora cree que ni pensó en ella durante el largo deambular más allá de la frontera, cuando por fin aceptó una de las miles de cosas que le fueron ofrecidas a lo largo del camino. La aceptó quizá porque era gratis, quizá porque el tipo que se la ofreció no tenía nada que ver con los acosadores, ni con los esquivos. El tipo lo miró de frente, lo caló a fondo y sólo entonces se acercó a dársela. Era una inofensiva entrada de teatro. Un ofrecimiento que usted no puede rechazar porque es un obsequio y porque la obra es excelente, le había dicho el tipo. Y había agregado Yo no puedo ir pero usted no se va a arrepentir, es una compañía decente, pronto va a ser muy conocida pero por ahora están presentándose underground, abiertos al azar porque el azar juega un papel preponderante en esta obra en progreso.




6

Sábado por la tarde y Roberta ya no galopa energía alguna. Ahora quisiera terminar su novela al trotecito no más, mansamente, y siente que la tal novela la ha abandonado. La inspiración o la musa o lo que fuera ya no está de su parte. Tampoco está allí Agustín para alentarla, aunque quien suele reclamar aliento es él y eso también le preocupa: Agustín reclama y se escapa, como quien tira la piedra y esconde la mano. La escritura parece estar perdiendo vida propia. Aquello que ha sido puro vuelo y excitación se ha vuelto pesado y arrastra a Roberta en su caída. Mejor dejar de escribir por el momento y largarse a merodear por esas calles del demonio, no dejarse caer en la doble trampa de la espera, esperándolos a Agustín y a la novela. Ir al encuentro de alguien, quienquiera que fuese, la persona que esté más al alcance de la mano.

La llamada Ava Taurel les pregunta a los hombres que la frecuentan

Soft bondage? Hard bondage? Ligaduras pesadas o livianas?

Cuero? Cadenas?

Le gusta usar ropa interior de mujer? Tacos altos?

Prefiere el mucho dolor, poco dolor? Látigo? Asfixia?

Esto se lo va explicando a Roberta, que ha caído de visita. Roberta escucha desprendida de sí, desapegada. Roberta convertida en oreja. Y Ava Taurel, hecha boca, prosigue

yo busco el alma humana detrás del dolor, quiero saber hasta dónde aguanta el cuerpo y entonces ir un poquitito más, empujar los límites. Me interesan los límites. Me dicen hasta acá y hasta acá llego, con una vuelta más de torniquete para ver qué pasa.

Límites y abismos, cualquier cosa. Un tiempo atrás Roberta había estado hablando de eso con Agustín pero eran otros límites, no los del dolor físico sino la aterradora, infranqueable posibilidad del conocimiento mutuo. (Siento que hay una pared que quiero empujar cuando estamos juntos. Llevás en vos una pared tremendamente empujable y es tu mayor atractivo. Quiero verte del otro lado de esa pared aunque nos duela.) El dolor físico en cambio le resulta tan banal a Roberta, tan falto de imaginación aunque la boca quiera demostrarle lo contrario.

Había habido un diálogo inicial, y en los comienzos la que después sería la oreja (ya empezaba a serlo) llegó a identificarse con la boca. La identificación se rompió a la cuarta o quinta frase, pero dejó algo pendiente entre ambas. Fue en un riguroso book-party que la boca había iniciado su oficio de tal al romper el hielo preguntándole a Roberta qué era de su vida afectiva. Nos hemos encontrado varias veces ya, le dijo Ava Taurel a Roberta, y lo único que sé de vos es que sos escritora, contame algo más.

En un principio Roberta no pudo entender que en ese contame, en ese aparente reclamo del querer saber y el querer escuchar, había sólo la necesidad de abrir un camino para el decir. Roberta no era la oreja aún, y contestó ¿Mi vida afectiva?: confusa, y había estado casi a punto de mencionarlo a Agustín Palant cuando la otra retomó su hilo y agregó Lo mismo la mía, los hombres me ven así, tan rubia y grandota, y piensan que soy una walkiria, me tienen miedo.

¿Cómo escapar entonces a la trampa identificatoria? Aun no siendo ni grandota ni rubia, más bien todo lo contrario, vibró el tímpano y el martillo golpeó sobre el yunque y el estribo resonó y la oreja se hizo tal, a la espera de palabras que habrían de trazarle su propio retrato.

Pero la boca se consagró a su oficio y no despertó más resonancias afines. Despertó lo inconfesable.

Yo tengo dos amantes y un esclavo, contaría la boca. Dividir para reinar, diría la boca. ¿Un qué? Preguntaría la oreja apenas trasluciendo un poco de sorpresa contenida. Un esclavo, un esclavo de esos que uno patea y humilla y reclama y desarma, un esclavo. Podrían ser más de uno, pero para ser un verdadero esclavo hay que merecerlo, hay que estar a la altura que vendría a ser la altura de las plantas de mis pies, adorándolas. Los domingos trabajo en una cámara de torturas, ¿no sabías?, donde tengo que poner en práctica todos mis conocimientos y también mis estudios de psicología porque son torturas de toda índole que requieren técnica y sobre todo imaginación, verdadera creatividad que yo poseo, claro que sí.

(y la oreja pasa a ser esa luz en su cerebro que se le enciende para señalar la otra recóndita escena de tortura en la que estuvieron atrapados sus amigos, hermanos, compatriotas, sin haberla buscado, sin posibilidad alguna de gozo, tan sólo de dolor). La boca habla del gozo. Y no es prostitución, no creas, nada de eso, somos dominadoras, somos profesionales conscientes, brindamos un servicio social muy positivo, imaginate a todos esos sueltos por el mundo sin alguien que les ponga en acto sus fantasías. Altos ejecutivos requieren de nuestro servicio, es un trabajo delicado, hombres cansados de ser siempre los patrones quieren que alguien los domine y los mande.

(están los torturadores y están los torturados, pensó la oreja, están los que no quieren en absoluto serlo y son sometidos, dominados). Hay que aflojar tensiones, concluye la boca.

se afloja como se puede.

Ganchos en las tetillas? Livianos? Pesados?

Martirio genital? Liviano? Pesado?

(táchese lo que no corresponda)

Las dos se encuentran ahora en esa habitación de la boca, atiborrada de libros, de cassettes, de discos, de carpetas, de ropa colgada en percheros o tirada sobre sillones. La parafernalia del rito no está a la vista pero está presente en cada objeto. La boca ya le había notificado en la otra oportunidad: trabajo en un lugar que tiene un escenario para las presentaciones más o menos públicas, y cubículos donde cada dominadora practica su especialidad y guarda sus implementos. Tengo, también, mi clientela privada. La boca había invitado a la oreja a visitar su lugar de trabajo. Como sos novelista te va a interesar, le había dicho. La oreja no quiso ir tan lejos, y no hablaba de cuadras, pero en busca de cierta forma de la verdad había ido a encontrarse con la boca en su madriguera. Y la boca lleva puesto un overol color lengua, de un rosado subido, y se contonea como si toda ella hablara.

Mucho más tarde la oreja volverá a su casa preguntándose por qué ha escuchado todo eso y, más también, por qué ha mirado las revistas del rubro y aceptado hojear la correspondencia secreta de Ava Taurel. Todo eso no le sirve ni para enriquecer su novela ni para atraer a Agustín cuando Agustín no aparece. Aunque quizá. De todos modos él sabrá apreciar la fina ironía de esta historia, cuando se la cuente, si es que se la cuenta. En el camino compra el New York Post para ver el programa de televisión, pero en el contestador automático no hay mensaje alguno que valga la pena y entonces mejor ni abrir el diario ni encender el televisor. Irse a dormir no más con las medias de lana puestas.

En su casa, en su cama. Agustín sólo puede quedarse envuelto en la propia crisálida, empapado. Podría pedir ayuda pero sabe que para él no hay ayuda posible. Lo que anduvo buscando por las calles desde que salió del subte hasta recalar en su departamento fue otra cosa. Quizá el castigo. Anduvo deambulando por horas; cree que hubo unas copas en algunos bares perdidos, cree que le llovió encima pero ya no sabe si su ropa está empapada de lluvia o de sudor. Se la arranca, no quiere saberlo, prefiere la lluvia, y sólo queda la culpa, el espanto.

Dos noches parecen haber transcurrido y no sabe cuándo sueña o cuándo vive la angustia, dónde se encuentra el horror, si de éste o del otro lado de la vigilia. Cargada de vigilancia, la vigilia, a la espera de que en algún momento llamen a la puerta y vengan a buscarlo. O tiren la puerta abajo, como le dijeron que solían hacer en su patria cuando él dejó su patria. Sumergido en el duermevela del miedo. ¿Por qué soñó que estaba atado? ¿Soñó, acaso? Atado de pies y manos tendido en el piso con los brazos en cruz y piernas del todo abiertas como mujer en parto, como él creía que sería una mujer en parto, sintiéndole mujer en parto listo no para un alumbramiento sino para ser descuartizado. Sólo faltaban los cuatro caballos para arrancarle los miembros, pero no era cuestión de cuatro caballos ni de cuatro jinetes sino de una única mujer enorme, dominando la escena. Mujer aterradora, bruja primordial, y él desnudo al principio y después ya no desnudo, calzando largas medias caladas de mujer y portaligas y un delantalcito blanco de mucama alrededor de la cintura, con muchas puntillas el delantalcito, y la mujer podría ser Roberta pero no lo era del todo, era otra Roberta que le acariciaba el pecho peludo con una expresión que no tenía nada de caricia. Esa Roberta le arrancó el delantal con asco y él quedó con unos muy breves calzoncillos de cuero negro del que asomaba el pito, y Roberta, que ya no era más Roberta, tenía el pecho al aire con enormes pezones turgentes y reía, reía, sacudiendo el vientre apenas cubierto por un corazón rojo con pinchos. Corazón ardiente donde el corazón no está, rojas botas de tacos finísimos que ahora se le clavan a él sobre el corazón, donde su corazón sí está y late desesperadamente.

Se trata en realidad de la campanilla del teléfono que no logra arrancar del todo a Agustín de esa pesadilla más acá del sueño. Entonces es de día, piensa, entonces alguien sabe o alguien me reclama, y al instante vuelve a aparecer la mujer de las botas rojas y él está de nuevo estaqueado sobre el piso y ahora las cuerdas están mucho más tensas, son cadenas, lo van a descuartizar, la mujer ya no ríe, llora, y las lágrimas hirvientes le caen a él sobre el pecho y más abajo, al borde mismo del calzoncillo de cuero por donde le asoma el pene, henchido. Ya sin piernas ni brazos el único miembro que le queda es éste, el verdadero, el muy protuberante, y las lágrimas de la mujer lo están quemando. No son lágrimas, es la cera de una vela que la mujer sostiene en la mano, cada vez más cerca, derramándole gota a gota la cera caliente sobre el pene que no pierde su erección, todo lo contrario, se hincha más, el borde del calzoncillo de cuero se le clava, él se retuerce de desesperación y de dolor bajo las cadenas, ya está encadenado del todo y la cabeza atrapada en un cepo, se retuerce, la mujer lo patea con sus tacos finísimos, le grita Decí gracias, mi ama. Decí. Gracias, apenas puede mascullar él y otra patada filosísima le corta el labio. Gracias, mi ama.

La mujer le mete uno de sus largos pezones en la boca. Mamá, le ordena y lo que mana de ese pecho es como lava y él chupa y chupa mientras la cera le sigue desollando el pene. Ahora arde por fuera y arde por dentro hasta el terrible espasmo cuando la mujer le apaga la vela en el glande. Él se queda boqueando en ese infierno. La mujer lo conmina Mirá, mirá, le saqué el molde. Abrí los ojos, gracias, ama, decí. Decí Gracias, ama. Le saqué el molde de cera y salió perfecto. Mirá.

Y cuando está abriendo los ojos la mujer adquiere la dulce sonrisa de Edwina en los segundos previos al desastre.





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