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Novela y metanovela en España

Gonzalo Sobejano





Una novela que refiere a un mundo representado (fingido o imaginado en palabras) es una novela. Una novela que no refiere sólo a un mundo representado, sino, en gran proporción o principalmente, a sí misma, ostentando su condición de artificio, es una metanovela, de manera semejante a como el lenguaje que no remite a un mundo de objetos o contexto, sino a otro lenguaje o código, se llama «metalenguaje».

Aunque el término inglés «metafiction» parece haber sido usado por vez primera por el crítico y novelista americano William H. Gass en 1970, lo significado por él ha recibido diversas designaciones, no siempre sinónimas, pero casi: autoconsciente, autorreflexiva, autorreferencial, autogenerativa (y quien esto escribe ha usado a veces términos que pretendían denominar algo idéntico o muy parecido: autotemática, escritural, escriptiva, ensimismada).

En el libro de Robert Alter Partial Magic: The Novel as a Self-Conscious Genre1, no se habla de «metafiction», sino de «self-conscious novel» (novela autoconsciente) y se daba esta definición: «A self-conscious novel, briefly, is a novel that systematically flaunts [ostenta] its own condition of artifice and that by so doing probes into the problematic relationship between real-seeming artifice and reality» (p. x). Linda Hutcheon publica cinco años más tarde, en 1980, un estudio sobre la novela bajo el título Narcissistic Narrative2: narrativa narcisista, pues, en el mismo buen sentido que «ensimismada». En 1984 ven la luz dos libros de particular interés en el presente caso: el de Patricia Waugh Metafiction, The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction y el del hispanista Robert C. Spires Beyond the Metafictional Mode. Directions in the Modern Spanish Novel3.

La definición de Patricia Waugh es aproximadamente la misma ofrecida por Alter: «Metafiction is a term given to fictional writing which self-consciously and systematically draws attention to its status as an artifact in order to pose questions about the relationship between fiction and reality» (p. 2).

En cuanto a Robert Spires, distingue entre el modo metafictivo (ya al borde de la teoría novelística) como diametralmente opuesto al modo de la ficción-reportaje (al borde de la realidad extratextual histórica) y estudia la metanovela española como un movimiento que, usando de aquel modo metafictivo, puede mejor llamarse «self-referential novel» (novela autorreferencial), por cuanto dirige su atención no al mundo representado («story») exclusiva ni primariamente, sino sobre todo al proceso de ir creándolo, bien mediante el acto de escribir (categoría 1), o mediante el acto de leer (categoría 2), o mediante un discurso oral entre personajes que discuten acerca de cómo escribir la novela para incluir en ella aquel discurso (categoría 3). A la categoría 1 (centrada en el mundo del autor fictivo durante el acto de escribir: el proceso de escribir aparece como producto) la ve Spires óptimamente ejemplificada por Juan sin Tierra, 1975, de Juan Goytisolo. La mejor ilustración de la categoría 2 (el proceso de leer funciona como devenir del producto: el texto se centra en el mundo del lector fictivo durante el acto de leer) sería para el mismo crítico La cólera de Aquiles, de Luis Goytisolo. Y El cuarto de atrás, 1978, de Carmen Martín Gaite, representaría a la perfección la categoría 3 (centrada en el mundo de los personajes y las acciones a través del acto del discurso hablado: el acento vuelve a recaer sobre el mundo representado, pero en tal forma que se diría que el producto -ese mundo, esa historia- precede al proceso -el acto de narrar-; el autor ficticio aparece hablando y sólo si transforma lo hablado en escritura habrá creado una obra de ficción completa).

Sería aclaratorio convenir en que la metaficción, conforme a lo que acabamos de indicar, admite dos sentidos: uno amplio (la novela autoconsciente, según Alter y según Waugh) y otro estricto (la novela autorreferencial, según Spires). Esta segunda acepción es más delimitadora: entiende por metanovela aquella novela que ante todo se refiere a sí misma como proceso de escritura, de lectura, de discurso oral, o como aplicación de una teoría exhibida en el propio texto. La acepción primera es tan comprensiva que parece generalizable a todas las novelas que ponen de relieve su virtud innovadora, su diferencia epistemológica, su consciencia de una rica intertextualidad literaria; pero también esta acepción es lícita porque sus mantenedores reclaman ostentación y sistema en el planteamiento -dentro de la novela- de una concepción teórica sobre el novelar.

Se evitarían, creo, imbricaciones y confusiones si en nuestra lengua distinguiéramos la novela escriptiva (así denominé lo abarcado en la acepción amplia) de la metanovela (lo encerrado en la acepción estricta). Por ejemplo, Spires se ocupa de Fragmentos de apocalipsis (1977), de Gonzalo Torrente Ballester, como de una «metanovela de la lectura» (categoría 2), con muy buenas razones, ya que ahí el autor fictivo de una novela en proyecto va elaborando ésta mediante consulta frecuente con otro personaje fictivo (Lénuchka) que lee los sucesivos fragmentos y los somete a crítica. Spires no se ocupa, en cambio, de La saga/fuga de J. B., aunque es obvio que este texto, sembrado de experimentos formales, de alardes gráficos y lingüísticos, revisa paródicamente la novela estructural moderna, el romance, la poesía hermética, el artículo periodístico, el sermón, el discurso forense, la disertación científica, las clasificaciones del estructuralismo, los análisis estilísticos, el folletín, los slogans del turismo; trata de desarmar múltiples mitos; contiene, además, un juicio crítico acerca de la propia novela. Podría considerarse, pues, una novela escriptiva: una novela metafictiva en sentido amplio.

Pero viniendo a la acepción estricta y siguiendo las categorías tan bien marcadas por Robert Spires, daré una nómina de las novelas españolas de estos últimos años que creo pueden considerarse metanovelas (las señaladas en negrita son aquellas de que trata Spires, quien se ocupa también, en los primeros capítulos, del Quijote, como ya hacía muy lúcidamente y con oportuna insistencia Robert Alter; de Niebla, atendida también por Alter, y de ciertas novelas de Jarnés, Torrente y Cunqueiro que yo veo más como novelas escriptivas que como metanovelas). La lista -que lectores enterados podrán enriquecer- sería la siguiente:

  1. Metanovelas de la escritura: Tiempo de destrucción [1962-63]. Recuento, 1973. Juan sin Tierra, 1975. Los verdes de mayo hasta el mar, 1976. La novela de Andrés Choz, 1976. La Isla de los Jacintos Cortados, 1980. La tríbada falsaria, 1980. Paisajes después de la batalla, 1982. Mazurca para dos muertos, 1983. Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, 1983. Papel mojado, 1983. La tríbada confusa, 1984. Estela del fuego que se aleja, 1984. El hijo adoptivo, 1984. Letra muerta, 1984. La orilla oscura, 1985. El desorden de tu nombre, 1989 (ésta, a la vez, metanovela de la escritura, de la lectura y del discurso oral).
  2. Metanovelas de la lectura: Fragmentos de apocalipsis, 1977. La muchacha de las bragas de oro, 1978. La cólera de Aquiles, 1979. El castillo de la carta cifrada, 1979.
  3. Metanovelas del discurso oral: Señas de identidad, 1966. Reivindicación del Conde Don Julián, 1970. Diálogos del anochecer, 1972. Fabián, 1977. El cuarto de atrás, 1978. Makbara, 1980. Teoría del conocimiento, 1981. Sabas, 1982. Diálogos de la alta noche, 1982.

Son treinta y, aunque pueda proponerse la supresión de algunas o la adición de otras, el elenco no es insuficiente.

No parecerá extraño a quien recuerde la gestación de Tiempo de destrucción (novela escrita en los años 1962-63 y publicada en 1975) que fuese Luis Martín-Santos un autor tentado de compaginar el producto y el proceso. Examiné el caso en un trabajo editado en Alemania: «Teoría de la novela en la novela española última (Martín-Santos, Benet, Juan y Luis Goytisolo)»4. Recordaba allí que el propósito de Martín-Santos, comprobable en sus borradores, había sido incluir en Tiempo de destrucción sus reflexiones acerca del ir haciéndose entre sus manos esta novela; propósito del cual (como se deduce de las partes revisadas) el escritor se retractó, excluyendo al fin tales reflexiones. De este fenómeno de inclusión-exclusión se infiere que el autor no confiaba en la madurez de sus lectores para aceptar junto a la escritura de la aventura la aventura de escribirla, o bien que él mismo no se sentía capacitado para salir airoso de una tarea nada habitual en aquellas fechas.

En ese mismo trabajo mostraba cómo Juan Benet introduce en sus novelas la teoría novelística sólo levemente, por vía de alusión, en forma de claves orientadoras que, sin romper el hechizo de la narración, invitan al lector a percibir más intensamente el misterio que el lector aspira a sondear a través de su estilo.

Deseaba mostrar allí también cómo Juan Goytisolo, de manera más densa o menos sutil, ejercitaba la admisión de la teoría dentro de las novelas por él escritas a partir de 1966, acogiendo explicaciones de lingüística y de concepción del novelar en una búsqueda de técnicas nuevas paralela a la búsqueda de una nueva identidad personal que desechara o deshiciera, entre otras arraigadas mentiras, la mentira del realismo convencional.

Trataba, en fin, en aquel trabajo, de señalar como Luis Goytisolo, en cuya obra la teoría literaria llega a un máximo de integración, hasta el punto que sin ella el edificio de Antagonía se vendría abajo, expresa con incomparable complejidad la angustia ante el problema de qué hacer con la propia vida cuando la conciencia ético-política, arriesgada al máximo, se siente impedida de trascender a la práctica. Es en ese momento de crisis y epifanía cuando Luis Goytisolo comprende que su salvación, como la de cualquier artista, no puede consistir en otra cosa que en la elaboración paciente e inspirada de una obra de arte digna, como tal, de trascender.

«Tema cardinal de la nueva novela -escribí en 1979-5 parece ser la busca del sentido de la existencia en el sentido de la escritura, placenteramente ejecutada y observada como una proeza de la voluntad de ser». «Se quiere exhibir los problemas formales en la novela misma, respondiendo así a una ética artística». No reitero hoy lo entonces deducido. Reproduzco las líneas finales del trabajo publicado en Alemania:

«En los cuatro escritores comentados se da lo que Jürgen Schramke [en Zur Theorie des modernen Romans, Munich: C.H. Beck, 1974, p. 139] considera decisivo de la moderna novela occidental: la busca de una mundo novelesco representable. El novelista no se aplica sólo a crear un mundo: pretende además revelar a su mejor destinatario su esfuerzo por penetrar y dominar la realidad hasta configurarla en un cosmos imaginario que sea, no independiente de ella (pues esto es imposible), sino digno de absoluta permanencia y émulo de la realidad: de esa realidad sorprendente para Luis Martín-Santos, enigmática para Juan Benet, y para Juan y Luis Goytisolo ruinosa pero inagotable».



Omito aquí Recuento (la primera novela metafictiva de este tiempo) y omito Juan sin Tierra porque a aquella inicial unidad (obertura) de la tetralogía de Luis Goytisolo, como a todo su conjunto, han dedicado estudios especialmente atentos a la construcción metafictiva algunos críticos muy enterados, como otros han consagrado estudios pertinentes a la metanovela de Juan Goytisolo6. En el citado libro de Spires se trata de La novela de Andrés Choz, de José María Merino, suficientemente.

En un artículo publicado en Rouen, «La novela epistolar en La Isla de los Jacintos Cortados, de Gonzalo Torrente Ballester, y Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, de Miguel Delibes»7, cotejé ambas obras, apreciándolas en buena medida como metanovelas. El diarista allí y el epistológrafo aquí, aunque escriban impulsados por el afán de atraer a una mujer, reflexionan a menudo acerca de la realización de su escritura: aquél se plantea el ejercicio como algo que sería cuaderno de confesiones, carta de amor, novela en proceso (con sus capítulos) y diario secreto; éste comenta con frecuencia el sentido y la forma de sus mensajes, sus hábitos como escritor, la pertinencia o impertinencia de ciertas expresiones, y lleva a cabo -bajo la mirada nostálgica y paródica del autor- la reivindicación práctica de un género en desaparición: la carta íntima, redactada con esmero.

También en forma epistolar (sesenta y tres cartas de Juana a Daniel) están escritas las Tríbadas (la Falsaria y la Confusa) de Miguel Espinosa. Juana aspira, como Daniel, a interpretar un desastroso caso de amores ocurrido a éste y que le tiene obsesionado, para lo cual le sirven sus propios comentarios y los ajenos, que ella colecciona y copia, de suerte que muchas de las misivas de la abnegada Juana son comentarios suyos a comentarios de otros y transmisión literal de éstos, los cuales adoptan a veces formas de documento, relato, poema, parábola, crítica, historieta, semblanza, juicio o glosa. Originan así las cartas muy varias especies de escritura, viniendo a ser cauces de experimentación: epistolografía multigenética y heterodoxa. En las páginas introductorias de la edición conjunta y definitiva de esta obra de Espinosa8 indiqué sus principales rasgos metafictivos: el descubrimiento inmanente de las estructuras de la novela; la reflexión sobre el significado y la forma de los textos atribuidos a diversos personajes; la superioridad del comentario respecto al suceso que lo desencadena; los juicios sobre el estilo y el valor de la palabra o sobre la hechura de las mismas cartas; la viva resonancia que en La tríbada confusa adquiere el texto de La tríbada falsaria publicado antes (comparable a la que en el Quijote de 1615 alcanzaba el de 1605); el encaje de unos textos en otros; las versiones críticas del «caso» en el interior de la ficción; el socavamiento de las convenciones narrativas; la tendencia a parodiar estilos (el trivial, el pedante, el místico); el tratamiento plural de un misma situación; las referencias intertextuales; la presencia de poemas en verso y en prosa.

Paisajes después de la batalla, de Juan Goytisolo, es en mi opinión más bien una antinovela que una metanovela. Antinovelas eran ya Juan sin Tierra y Makbara, pero lo son en mayor medida Paisajes y Las virtudes del pájaro solitario (1988). Aquí, pidiendo excusas, he de volver a citar un trabajo propio: «La novela ensimismada (1980-1985)»9.

Agrupaba yo en ese trabajo las novelas que consideraba mejores y más características de los años acotados, en tres sectores, siguiendo en parte la distinción de Carlos Peregrín Otero entre «neonovela» (la que pugna por añadir algo nuevo a la forma más avanzada del género) y «antinovela» (aquélla que desentraña el género pensándose a sí misma). Aunque críticos como Patricia Waugh recuerdan que «antinovel» o «antiroman» es uno más de los nombres que se han dado a la novela autoconsciente o «metafiction», me parecía a mí entonces conveniente, y sigue pareciéndomelo ahora, completar la distinción de Otero con una tercera categoría: la «metanovela». Por su reflexividad, la «antinovela» podría confundirse con la «metanovela», pero ésta admite varias especies, y parece útil reservar el nombre «antinovela» para la especie que infringe los supuestos compositivos de la novela envolviendo en el trastorno ataques radicales contra ideas, principios o estados de cosas.

Así pues, en «La novela ensimismada» (ensimismada en el sentido de que se afana por ser ella misma, por girar dentro de su propia órbita a fin de lograr con plenitud su condición fictiva) proponía yo tres grupos: neonovelas (Saúl ante Samuel, de Benet; El jardín vacío, de Millás, etc.), antinovelas (Makbara; Paisajes; la Larva, de Julián Ríos; Gramática parda, de Hortelano; Amado monstruo, de Javier Tomeo) y metanovelas (las últimas obras de Luis Goytisolo y algunas novelas de las que aquí estoy hablando).

No quisiera incurrir en rigidez clasificatoria. Las grandes personalidades y las obras de arte verdadero son inclasificables, de acuerdo. Con todo, para ser lo más claro posible, diría yo que las mejores neonovelas de este tiempo son las de Juan Benet, las mejores antinovelas las de Juan Goytisolo y el más monumental ejemplo de metanovela la Antagonía, de Luis Goytisolo. Por lo demás, la mayoría de las novelas sobresalientes de estos años últimos poseen a la vez rasgos de las tres categorías: sólo el predominio de los que definen una de ellas permite la distribución apuntada.

Paisajes después de la batalla, neonovela en su original composición a base de «textos-vilano» y antinovela por su demolición de formas e ideas, estructuras y géneros, también es metanovela porque se ostenta como artificio (diseño laberíntico del discurso, comparable al metro de París) y porque reflexiona sobre su propia ejecución: «yo: el escritor / yo: lo escrito / lección sobre cosas, territorios e Historia / fábula sin ninguna moralidad / simple geografía del exilio».

En la Mazurca para dos muertos, de Camilo José Cela, el narrador se infunde en varios personajes y, a través de uno de ellos, Robín Lebozán, llega a una postura metafictiva. Lebozán revélase en muchas páginas como el compositor del texto, meditando sobre la memoria que revuelve sucesos y nombres, despertando a altas horas de la noche para corregir lo que lleva escrito, presagiando el punto final de la historia, interpretando los versos de Poe que presiden esta elegía galaica de la memoria dispersa.

A otros trabajos propios he de apelar (y vuelvo a pedir excusas) para no repetir aquí lo que acerca de Papel mojado, Letra muerta y El desorden de tu nombre, como metanovelas, tengo escrito. Se trata de los artículos «Juan José Millás, fabulador de la extrañeza» y «Sobre la novela y el cuento dentro de una novela»10. En el primero consideraba yo a Papel mojado como una parodia postmoderna de la novela policíaca protagonizada por un escritor que no ahorra la autocrítica de su escritura, y a Letra muerta la estimaba como una obra en la cual, junto al proceso de transformación de la apariencia en ser, se da en superior realce el proceso de rivalidad entre la vida y la escritura, con la victoria de esta última. En el segundo trabajo mostraba cómo El desorden de tu nombre es un texto que se va haciendo (va escribiéndose) mediante una serie de lecturas de cuentos ajenos con los que el escritor quiere competir, fraguando una novela cuyo proyecto comenta oralmente con otros personajes o para sí, monologalmente, hasta que el proceso entero -la acción contada por un narrador impersonal no incluido en la diégesis, la escritura iniciada y diferida de la novela en curso, la lectura comentada de los relatos de otro escritor, y los diálogos y monólogos del protagonista acerca de la novela que desea componer-, todo resulta ser, al fin, la novela que nosotros, los lectores externos, acabamos de leer. En El desorden de tu nombre el género «novela» dialoga con el género «cuento», y el planteamiento metafictivo teje una tupida trama que no persigue sólo la amenidad: ambiciona llenar un vacío de ser, salvando la distancia respecto a un volver-a-ser.

La imagen de las cajas chinas unas dentro de otras (símil tan favorecido como el del juego de espejos por la metanovela) se impone al lector de Estela del fuego que se aleja, obra de Luis Goytisolo concorde con su Antagonía. El narrador impersonal de la historia de A comprehende a B como narrador de su propia historia; la narración de B abarca en sí a la narración de V, y ésta registra la intervención narrativa de W, mientras rodeando en lo oculto todos estos textos parciales se imagina como totalidad misteriosa, de la que ellos son meros fragmentos, el gran libro escondido. Opera también aquí la imagen de la fuga sin fin: el texto escrito, modificable siempre en su escritura respecto al plan previsto y en su lectura por las varias conciencias que lo interpretan, propaga la estela del fuego, del impulso vital en su constante insatisfacción consuntiva. Y es precisamente el completo libro incógnito de la existencia, el gran enigma de la totalidad, lo que late al fondo de esta escritura de escrituras y lectura de lecturas. Pero no es el juego de mutaciones, refracciones y disolvencias de los sujetos (con ser tan inquietante y responder tan bien a los arcanos de la identidad personal problemática) lo único admirable en esta obra de Luis Goytisolo, sino la transformación de la rutina en aventura interior, así como la múltiple atención psicológica y ética, directamente «formativa», hacia la vida y el mundo de todos.

La condición escritural y hasta cierto punto metanovelística de El hijo adoptivo, de Álvaro Pombo, me parece aquí digna de mención. No es sólo que la mayoría de los segmentos del breve texto sean hojas de diario del protagonista, sino que éste, un escritor, releyendo un último relato de su madre, también escritora, fechado dos años antes de morir ésta, reconoce una historia que es casi la misma que él está contando haber vivido. Y el escritor-protagonista es capaz de afirmar: «Escribo, luego existo. Luego existe un mundo irrevocable por obra y gracia de mis palabras, de la palabra, del verbo que se hace carne y habita en nosotros».

Ya señalaba muy discretamente Robert Alter (pp. 182 y 222 de Partial Magic) que los escollos de la novela autoconsciente eran principalmente dos: el cerebralismo y el juego gratuito. Por una parte -comento yo- se trata casi siempre en estas novelas de dar forma a las reflexiones de un escritor o de un intelectual muy exigente; por otra parte, las reflexiones y refracciones, los desdoblamientos o multiplicaciones, los efectos especulares o mostraciones del andamiaje, pueden conducir a un experimentalismo arbitrario. Nada de esto sucede en el Quijote, Tristram Shandy, Jacques le fataliste, Tom Jones o en el Pale Fire de Nabokov, según Alter; pero otras novelas se resienten de alguno de esos peligros, aun obra tan influyente como Les faux monnayeurs de Gide. En lo que concierne a España, creo que estos riesgos son más visibles en las que he llamado «antinovelas» (particularmente en Larva, 1983) que en las «metanovelas».

En la página 95 de El hijo adoptivo se dice acerca de la finalidad del escritor: «Es una ilusión de realidad lo que buscamos, una ilusión de sustancia; no una efectiva comunicación». Aunque esta finalidad parezca menos humana que la comunicativa, puede serlo tanto como ella, pues la comunicación busca un inmediato entendimiento consolatorio, pero la paciente tarea de escribir en soledad, luchando por alcanzar la ilusión de ser-más, revela un profundo anhelo humano: perdurar.

Es tal la ilusión de sustancia con que la escritura crea un mundo, que el intento de poner al descubierto las formas y los fines del oficio de escribir viene a valer como prueba justificativa del ser mismo del que lo ejecuta a fin de no hundirse en la nada del no-ser-percibido. Y si el protagonista de El hijo adoptivo, lejos del ruido mundanal, era capaz de mantener «Escribo, luego existo», un año después otro personaje de La orilla oscura, José María Merino, enuncia idéntico principio: «Escribo, luego existo» (p. 182 de la primera edición). Ya un crítico americano advertía que el lema de los recientes narradores «egográficos» bien podía ser ése: «Scribo, ergo sum»11. La orilla oscura es, por cierto, la culminación española de la novela que reflexiona sobre su propia textura, sobre su ir haciéndose y sobre los confines de lo real con lo ficticio, logrando un complejo y sutil «reencantamiento de la realidad»12.

Sobre las «metanovelas de la lectura» nada diré en este contexto: todas las que pueden contarse (de Torrente, Juan Marsé, Luis Goytisolo y Javier Tomeo) han sido muy bien examinadas por Robert Spires en su libro. La obra maestra es, aquí, La cólera de Aquiles, única entre ellas que presenta a un personaje leyendo un texto escrito por él mismo (las otras tres suponen que alguien va leyendo lo escrito por otro). Estas metanovelas de la lectura surgen algo después que las de la escritura, como en la crítica literaria la atención hacia el papel del lector ha sucedido a la concentrada en el escritor. Por lo demás, las metanovelas de la escritura son ya «de la lectura»: el que escribe está leyendo lo que escribe y, primer lector de su texto, es quien mejor podría conocer la diferencia entre el proyecto y el producto. Por su parte, las metanovelas de la lectura son ya «de la escritura» (ajena o propia) porque no es posible leer lo que no está escrito y porque, como se viene repitiendo sobre todo a partir de Borges, sin algún lector lo escrito no puede alentar ni pervivir. Si añadimos que hay tantas lecturas como lectores (no sólo sujetos distintos, sino distintos estados de un mismo leyente) y si admitimos que toda lectura supone una tergiversación o «misreading», quizá podamos sospechar que a estas «metanovelas de la lectura» (pocas aún en España, patria del hidalgo que enloqueció leyendo) les tenga reservado el destino más fecundo porvenir.

En cuanto atañe, finalmente, a las «metanovelas del discurso oral», Spires estudia en su monografía las más densas: El cuarto de atrás, Makbara y Teoría del conocimiento. Si estimo oportuno recordar Señas de identidad y Don Julián es por considerarlas como antecedentes sólo parciales del procedimiento: en ambas el protagonista dialoga consigo -autodialoga- y muchas veces, dentro de su autodiálogo, reflexiona sobre el hacerse del texto, un texto en el que el discurso toma decidida ventaja sobre la historia. Robert Spires no menciona la tetralogía de José María Vaz de Soto, cuyas dos primeras muestras (Diálogos del anochecer y Fabián) motivaron que, en el artículo publicado en Ínsula en 1979, ponderase yo una nota nueva, la «memoria autobiográfica en forma dialogal», yuxtapuesta o asociada a otras dos notas nuevas: «la reflexión autocrítica sobre el proceso de escribir (o leer) la novela que se está escribiendo (o leyendo)» y «la libertad de la fantasía para jugar con personajes e inventar situaciones irrealizables». Han pasado diez años y, aunque el diálogo no ha prosperado mucho, la metaficción se sostiene, y una novela como El desorden de tu nombre, de Juan José Millas, de 1988, es metanovela de la escritura, de la lectura y del diálogo concreador. Pues, a pesar de lo dicho sobre la profunda humanidad de aquel empeño en alcanzar una ilusión de sustancia por encima de cualquier comunicación efectiva, es muy humano buscar una comunicación dialogal -entre dos personas distintas- para componer, por ejemplo, esa confesión que necesitamos decir no a nosotros mismos, sino a una persona distinta, experimentando así en la contradicción la compañía. Aunque todo ello sea dentro de una ficción que finge ser el devenir de otra ficción; simulacros una y otra del mundo verdadero, regido -no ficticiamente- por el deseo, el trabajo y la muerte.

1989.





 
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