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ArribaAbajoEl vals del Fausto

Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.

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Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.

-Juraría que es Alberto -murmuró.

-¿Dónde está? -preguntó Manuel.

-Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.

-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!

-¿Quieres que vayamos en su busca?

-Ahora mismo.

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Llegados junto a Alberto, que los aguardaba inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió con frialdad a su expansión. Interrogado por su prolongado silencio, les contestó que había sido muy desgraciado, y que no había tenido valor para contestar a aquellas cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.

-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digáis lo que habéis hecho desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.

-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa y discreta joven, de la que con frecuencia os hablé en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, velábamos juntos al paciente, nos veíamos todos los días, y casi a todas horas, y como aquella cura hizo ruido, me llamaron muchas familias, me aseguraron un porvenir brillante y me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entro vosotros, estaría desesperado por haber abandonado mi hogar en tan señalados días.

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-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla de pasante en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su morada, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido, y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos, me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de la niña. He venido a encargar joyas y galas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo lleve, como no la hay más hermosa ni más pura. Pensé vivir desesperado en la corte lejos de ella, y así hubiera sido si Manuel no me hubiese escrito que se venía; y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte también a ti, mi querido Alberto.

-Es decir -preguntó este-, ¿que seguís siendo venturosos?

-Sí, amigo mío -contestó Luis-, y queremos que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde vives?

-En la calle de Preciados, número...

-Nosotros estamos en el hotel de... ¿por qué no te vienes con nosotros?

-No puedo.

-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos.

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-No hay inconveniente.

-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.

-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, donde me llevó mi desgracia, a una muchacha bella, instruida y amable que, educada en la corte, había tenido, al terminar su enseñanza, que encerrarse como yo, en un lugar sin atractivo alguno. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento que debía permanecer allí algunas semanas, y entre los oficiales, había uno de simpática presencia, gallardo porte y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él el secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Hará catorce meses de esto que voy a referiros. Una noche de Noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...

Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer.

Al lado de ellos un muchacho feo y contrahecho tocaba un aire popular italiano   —70→   en un mal violín. Algunas personas caritativas le arrojaron monedas de cobre desde los balcones de las casas, y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.

Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida pieza, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis lograsen alcanzarle.

-La música influye demasiado en él -dijo el primero.

-Sí, le hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué?

Entraron en la fonda tristes y preocupados.

Por la noche cuando iban a comer, llevó Alberto más sereno y más tranquilo. Los tres se sentaron a la mesa en un gabinete reservado situado cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.

-Tengo que acabar de contaros mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Estaba, si no me engaño, cuando una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta franca, entre y la vi conversando con el oficial.   —71→   Me había citado a las nueve; yo creía era esta hora en mi reloj, siendo solamente las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha. No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor del lugar un gran baile al que fui convidado. Clementina estaba en él radiante de hermosura; la vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:

-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte.

Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó, y bien pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya había cesado la música y seguíamos bailando sin que nadie pudiera   —72→   detenernos; la expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar:

-Basta por Dios, basta.

Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente y noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:

-¡Muerta! ¡él la ha matado!

No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios que no lo oiga nunca!

-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos.

En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.

-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir.

-No -murmuró Alberto-, quiero que   —73→   Manuel observe el efecto que me hace la música, pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá logre curarme.

En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.

-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar.

Luis obedeció.

-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.

De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo:

-El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!

Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.

Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto.



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ArribaAbajo Drama en una aldea


- I -

Por tercera vez había sido elegido alcalde del lugar Pedro Serrano; no había en el país hombre más recto ni más honrado que él. No se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía discusiones políticas, no deseaba el menor daño al prójimo, pero cumplía siempre con su deber, aunque se tratase de castigar a su amigo más íntimo si este cometía una falta. Era viudo y no tenía más que una hija, una hija de quince a diez y seis años. Vivía además en compañía de una hermana suya, Romualda Serrano, viuda de Trujillos, que había servido de madre a su sobrina.

En la época en que empieza esta historia, el buen alcalde se hallaba seriamente   —76→   preocupado; habíase levantado por allí una partida, se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores, que había saqueado los pueblos inmediatos con el objeto de reunir fondos y llamar gente, y si bien es verdad que dicha partida había sido disuelta, que casi todos los que la componían se hallaban prisioneros, faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que había impulsado a aquel puñado de valientes o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se les había dado dinero ofreciéndoles mucho más para después de la pelea; al capitán debían haberle prometido algo mejor. El jefe no había podido salir de España, ni aun de la provincia; se ofrecieron recompensas a quien le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana y tarde de su morada para buscar al enemigo; todo en vano, nadie le daba razón de él.

Vivía el alcalde a un extremo del pueblo, en una casa antigua y espaciosa, compuesta de dos pisos y una torre que tenía salida a una azotea. La fachada principal daba a la única calle, larga y ancha con edificios bonitos y modernos a derecha o izquierda, empedrada y limpia; la otra al jardín cuya terminación se perdía en el monte.

Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero para cuidar las flores, que eran   —77→   el encanto de su hija, y las había allí de todos los países y de todos los géneros, ya cultivadas al aire libre, ya encerradas en estufas que parecían palacios de cristal. Fuentes y estatuas adornaban plazoletas graciosas o alamedas extensas, miradores y kioscos embellecían los centros o los ángulos de otras calles, y una ría de agua clara y serena cortaba la posesión, pareciendo una cinta de plata, en la que se deslizaban blancos cisnes y peces de colores. Al otro extremo del jardín, o sea en la parte más lejana a la casa, se levantaba un edificio de un solo piso, pequeño y descuidado, que servía para guardar objetos de jardinería en unas habitaciones y en las otras trigo o algún producto de las huertas que también poseía el alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado del parque tan mal cultivado creciendo la hierba por sus calles.

Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba suntuosamente alhajada, en el cuarto de su hija sobraban los muebles de lujo y los objetos de arte. Sin la intervención de Romualda, que era muy devota, las habitaciones de la niña hubiesen sido un pequeño museo, pero la viuda las había llenado de piadosas imágenes   —78→   de mérito dudoso o nulo, colocando algún cuadro de santos, de colores demasiado vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas acuarelas. Romualda desde que quedó viuda, no había tenido más deseo que el de encerrarse en un convento y su único afán era guiar a su sobrina por aquel camino para que algún día entrase con ella en el claustro. No se sabía si la joven tenía vocación o no, pero su tía se fundaba en lo primero porque no era amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado a algunos muchachos del pueblo que, a pesar de sus pocos años, le habían declarado su pasión, dedicándole serenatas con canciones alusivas a ella, que solo habían inspirado risa o lástima a la hija del alcalde. Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha alta, esbelta, hermosa, con cabellos y ojos negros, bellas facciones, tez blanca y algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez, y las otras jóvenes del lugar la contemplaban con envidia. Hubiese parecido tímida o indiferente sin el fuego de su mirada que se fijaba con insistente curiosidad en los seres que la rodeaban; por lo demás hablaba poco, no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su padre y a su tía.

Era una tarde del mes de junio; Pedro había salido después de comer, en   —79→   busca del fugitivo, Romualda y la niña se hallaban sentadas bajo el emparrado haciendo cada una su labor. La tía, que era fea, de corta estatura y vista más corta todavía, llevaba gafas y acercaba a sus ojos la costura para ver por donde metía la aguja, la sobrina trabajaba con alguna distracción porque su pensamiento estaba muy lejos de allí

-¡Cuánto tarda tu padre! -exclamó la viuda-. Temo que cualquier día le pase un percance por alejarse tanto del lugar. Figúrate que llega a descubrir el paradero de ese bandido a quien persigue, que este va armado ¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro para que no le encierre en una cancel de la que saldrá para ser fusilado?

-¿Y qué ha hecho ese hombre para que quieran cazarle como a una fiera? -preguntó Cecilia-. ¿Cuál es su delito?

-¿Se sabe acaso? Si es un ladrón...

-Ya se ha dicho que no -interrumpió la joven-, su falta no es esa, dicen que se trataba de un asunto político.

-Entonces será que no estaría conforme con el gobierno y querría sublevarse contra él. Esto ha pasado con frecuencia en nuestro país.

-¿Y quién ha tenido razón?

-Unas veces los unos y otras los otros.

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-¿De modo que sería posible que ese hombre no fuese un malvado?

-Si hubiera vencido hubiese sido un héroe; como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o sea mi padre combatió en tiempo del rey José contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar. De la India trajo después las grandes riquezas que posee tu padre y las que yo tenía que en mal hora derrochó mi marido (que en paz descanse) en poco tiempo. No te cases nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser buenos y el que mejor parece de novio es el esposo peor.

-No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil veces a mi padre.

-¿Y qué opina de tu resolución?

-Me ha dicho que tiene que hablar con V. sobre ello.

Estero acabar de convencerle, si no lo está ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al convento conmigo, dentro de algunos años.

El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda dijo al oírlo, a Cecilia:

-Dentro de media hora empieza la novena a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto y el rosario cuando vuelvas hacia acá.

La joven recogió su costura y se dirigió lentamente a la casa para obedecer las órdenes de su tía.



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- II -

Un cuarto de hora después llegó Pedro. Romualda le saludó con cariño, y el alcalde ocupó la silla de su hija.

-¿Qué hay de nuevo? -preguntó la viuda.

-Nada, siempre igual -contestó Serrano de mal humor-; no sé dónde se mete ese hombre y tengo decidido empeño en hallarle; preciso es que le oculte alguno en la aldea para que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del que sea; seré tan inflexible con el fugitivo, como con el que le esconda en su morada, el que esto haga se ha de acordar de mí, así lo he dicho a toda la gente de este pueblo que me ama tanto como me teme. He prometido una buena recompensa a quien me entregue al culpable. De Madrid me escriben que no le deje escapar, España entera está pendiente de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería deshonroso que defraudase las esperanzas de tantas personas importantes que ahora confían en mi celo y en mi lealtad.

-Con tal que no te cueste caro -murmuró Romualda.

-No hay peligro, nada me pasará, Dios vela por mí porque os hago mucha falta a ti y a Cecilia. Y a propósito de   —82→   mi hija ¿qué hace que no sale a mi encuentro?

-Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.

-Hermana, yo no me opongo a que la niña rece y cumpla con todas las prácticas religiosas, pero me parece que le infundes ciertas ideas que no son de mi agrado. No la eduques para el convento; es mi único consuelo, quiero verla feliz y establecida en este lugar.

-¿Con quién vas a casarla?

-Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha terminado su carrera en la corte y le he convidado a venir una temporada conmigo. Si le agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he pasado mi vida economizando y aumentando el capital que mis padres me legaron, para que lo hereden unas monjas? No ciertamente. Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas que a mi costa han construido y que tengo alquiladas a las personas de más importancia de la población, no digo: «Todo es mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia será dueña y señora de la aldea, una reina aquí, donde la aman con ternura, porque la mayor parte de los habitantes la ha visto nacer. Viviremos todos reunidos, tú su segunda madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el cielo   —83→   les concede hijos, y yo. Daremos envidia al mundo entero por nuestra dicha tranquila y nuestro bien estar. No saldremos de este pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo que hay más allá de esos montes donde crecen aromáticas hierbas y sencillas flores? Este será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para llevar una vida menos azarosa, me dedicaré por completo a las faenas del campo y mi yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso esta tarde, inútil es decirte que le acojas como si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia, acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan torpes, tan mal educados, recibirá con agrado y con júbilo a un primo cortesano que le dirá cuatro frases galantes de esas que enloquecen a las chiquillas.

-¿Sabe ya su próxima llegada?

-No, le reservo el placer de la sorpresa.

-Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia algo que me extraña y que me asustaría si no supiese que su alma no vuela más que hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente por nosotros, viendo satisfecho hasta su menor capricho, se muestra retraída, carece de contento y de expansión, no tiene una amiga, no nos hace la más pequeña   —84→   confianza, todos ignoramos lo que siente y lo que piensa. He consultado sobre ello a mi confesor y está conforme conmigo, la niña no es para el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.

-Si insistes en eso Romualda, la separaré de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva, tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar. Cecilia ha nacido como yo para la familia, para los goces del hogar doméstico; a fuerza de predicar a la pobre criatura sobre la obediencia filial has hecho que me tenga más respeto que cariño.

Los dos hermanos hubiesen acabado por incomodarse formalmente si no hubiera llegado Cecilia con oportunidad para terminar la cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro, le besó en la cara y en la mano, luego entregó a su tía el manto y el rosario y esperó a que esta diese la orden de partir.

-¿Qué tal has pasado el día? -preguntó Pedro a la joven.

-Bien -contestó ella-; he andado más que otras tardes por el jardín, he cogido flores, me he columpiado...

-¿Y has estudiado el piano?

-No.

-¿Has leído?

-Tampoco; no me gusta leer, los libros son muy aburridos.

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-¿Qué libros?

-Los que me presta tía Romualda.

-¿Y la música tampoco te agrada?

-La música que me proporciona mi tía, no.

-Ya te buscaremos otros libros y otras piezas mejores.

-Vamos niña -dijo la viuda-, ya han dado dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena si te entretienes.

Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente a su tía. Pedro Serrano quedó solo en el jardín.




- III -

El alcalde se sentó primero, se paseó después, había contado con que pasaría aquella hora con su hija y su hermana y su ausencia no podía menos de contrariarle. Felizmente, al poco rato un criado vino a anunciarle la llegada de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la casa donde le aguardaba el joven. Este se llamaba Lorenzo Henares y había acabado la carrera de leyes. Hacía bastantes años que Serrano no había visto a su sobrino, que contaba veintidós, y acaso no le hubiese conocido a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no tenía una hermosa figura, su fisonomía era franca, dulce, simpática, pero no bella, su estatura   —86→   mediana, su inteligencia clara si no superior, su carácter bondadoso, su desinterés grande, su conducta intachable. Era el yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la ventura de su hija; lo único que faltaba era que los jóvenes se comprendieran y se amasen. El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó a su sobrino media docena de retratos en fotografía, hechos por un artista que estuvo de paso en el lugar, le dijo que la joven era buena y sencilla y se la mostró, si no tal como era, así como él la imaginaba, porque nada era más difícil de entender y de definir que el carácter de aquella niña tan mimada, tan querida y al propio tiempo tan ignorante de los sucesos de menos importancia de este mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado, le habló de las mejoras que pensaba introducir en él poniendo aquí una fuente nueva; haciendo allá un mirador, agrandando el gallinero y el palomar, arreglando un establo, echando abajo el edificio ruinoso que se veía a lo lejos para levantarle otra vez con el objeto de que sirviese para habitaciones de los jardineros que las tenían fuera de la posesión. Así se pasaron dos horas. Al cabo de ellas volvieron a la casa donde   —87→   a los pocos minutos entraron Romualda y su sobrina. Era ya completamente de noche y el alcalde había dado la orden de que se encendiesen las luces. Al vivo resplandor de ellas se conocieron Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente hermosa, ella le encontró feo y poco simpático. Cenaron juntos; la joven no habló casi nada, el primo tampoco, porque se hallaba visiblemente turbado en su presencia. Después de cenar pasaron a la sala donde tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida. Era él un artista bastante notable y Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió algo con su primo que tan repulsivo le había sido al pronto. A las once se retiraron a sus habitaciones donde no tardaron en dormirse Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó para pensar en su prima, que le había hecho profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió una de las puertas que daban al jardín y salió a este contemplando extasiada las bellezas de una serena noche de luna. ¿En qué pensaba? No era seguramente en Lorenzo. Al dar las doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió que todos descansaban en su vivienda, entró de nuevo en su alcoba, sacó de un armario varias provisiones que tenía allí guardadas, las puso en una cestilla que   —88→   colgó de su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó la puerta para que pareciese estaba cerrada, y mirando con recelo o todas partes se encaminó rápidamente hacia el ruinoso edificio donde no se veía luz ni señal ninguna de estar habitado. Cerca de allí llenó en una fuente una botella de agua clara y cristalina, sacó después una llave que llevaba oculta en su pecho, abrió la pieza, donde más adelante había de encerrarse el trigo y penetró en ella con resolución. Un hombre se dirigió hacia la joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos negros y poblada barba; representaba unos treinta años y su traje roto y empolvado le daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse algo a un bandido.

-¿Has traído una luz? -preguntó dulcemente a la niña.

-No señor, no me he atrevido -contestó ella-. Las ventanas cierran mal y pudieran ver la claridad que por ellas saliese algunos vecinos, llamando la atención de mi padre.

-¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he podido contemplarte.

-Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene V. caballero.

Él se sentó en un escalón de piedra y comió con el apetito natural de quien no   —89→   ha tomado ningún alimento en veinticuatro horas.

Estas hacía que aquel hombre se hallaba allí. La noche antes, Cecilia había salido como era su costumbre a pasearse durante aquellos momentos de silencio y de soledad. Una sombra había aparecido ante ella de pronto. La niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el supuesto fantasma dijo:

-Mujer, quien quiera que seas, ten compasión de mí y no me pierdas. Si gritas serás la causa de mi muerte porque me persiguen como a un malhechor, siendo inocente, y no tardaré muchos días en ser fusilado. Si me ocultas, Dios te premiará tu buena acción, porque en pasando algún tiempo podré huir con facilidad para alejarme por siempre de esta ingrata tierra.

-¿Quién es V.? -preguntó Cecilia temblando.

-Soy el jefe de la partida disuelta; hace unos días que me escondo en el monte y la casualidad, si no quieres que sea la Providencia, me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?

-Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.

-¡La hija del alcalde! -repitió con temor-, entonces estoy perdido. No lo siento por mí, sabré morir con valor y resignado,   —90→   pero averiguarán mi nombre, lo cubrirán de ignominia, y mis ancianos padres morirán de vergüenza y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama a tu padre, niña, dile que vengo a entregar me a él.

Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:

-Voy a salvar a V.. Sígame.

No quería tener aquella mancha sobre su conciencia; no podía delatar al que había empezado por declarar que era inocente. Le condujo a aquel ruinoso edificio, le ofreció por lecho lo único que allí había, un montón de paja, le prometió provisiones para la noche siguiente, le encerró quitando la llave que siempre estaba puesta, y se alejó preocupada y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre al amparar al forastero, pero sin decidirse a declarar a aquel nada referente a suceso tan singular.




- IV -

-Siéntate a mi lado, niña -murmuró él después que hubo cenado-. Desde anoche no he cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos amargas las tristes horas que he pasado sin luz, sin aire, casi exánime de hambre y de sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te lo habrán   —91→   dicho tantos! Hay algo en ti de la Ofelia o la Julieta de Shakspeare. ¿Conoces esas historias?

-No señor.

-Pues yo te las contaré.

Refirió el misterioso personaje a la niña lo más interesante que encierran los dramas aquellos del célebre poeta inglés, los amores de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.

-¿Y eso está escrito en algún libro? -preguntó ella después que le oyó embelesada.

-Sí, Cecilia.

- ¡Y yo que le decía a mi padre que no me gustaban los libros!

-Si algún día puedo proporcionártelos los leerás.

-Así lo espero; V. se salvará, desde anoche no he cesado de pedírselo a Dios.

-¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte por mí? No sabes mi nombre, ni mi historia, el mundo me llama criminal.

-Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V. ser un héroe.

-Sabe tu tía acaso...

-No, nada, pero me ha hablado hoy del hombre a quien tanto persigue mi padre.

-¿Y no le atacaba?

-Es incapaz de culpar a nadie.

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-Mi estancia en esta casa, niña, no podrá prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes y si algo te sucediera por mí no me consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro hay en este lugar grandes fiestas, tanto por celebrarse el santo del alcalde como por ser el patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo para esa noche, huiría fácilmente. Tengo dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?

-Lo intentaré.

-Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno; el cielo te hizo tan bella como virtuosa.

-Caballero es tarde, tengo que retirarme, mañana volveré. En la cesta hay aún algunas provisiones, guárdelas para tomar algo durante el día, pues hasta estas horas no podré venir.

-No me olvides, Cecilia.

La joven se lo prometió, y lo que es peor, cumplió más de lo que había ofrecido. Durante todo el día no cesó de pensar en él.

Su padre y su tía al verla preocupada creyeron que era por la llegada de Lorenzo, y el alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a hablar de la proyectada boda a los vecinos y la tía a desistir de ir al convento puesto que su sobrina no había de acompañarla ya.

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Cecilia siguió yendo por las noches a ver al forastero, este se mostraba cada vez más afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba su pecho la llanta del amor. Le refirió su historia al cuarto día.

-Soy hijo de padres nobles y honrados -le dijo-, tengo un corazón ansioso de aventuras y esto me hizo separarme de ellos cuando era muy joven. Partí a América con un célebre emigrado español; con él aprendí a conspirar, por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada en mi patria, deseando ver a mi protector ocupar uno de los más altos puestos, de acuerdo con otros conspiradores, levanté en la provincia una partida, debiendo apoyarme los amigos con otras muchas. Varias no se organizaron, hubo una contraorden para la sublevación, que recibí demasiado tarde, y por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces lo demás. He venido aquí y por ti he olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la tierra, solos como ahora, pero sin temores, sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa, no te veo, te adivino y desearía admirarte, oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te hallaré   —94→   más en mi camino, porque no podré volver a España. Estoy condenado a emigrar siempre, amando tanto a mi patria.

Aquella noche no dijo más; a la siguiente propuso a la niña que huyese con él.

-Más allá de esos montes -murmuró-, hay un mundo que tú no conoces ni has soñado jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea, allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la muerte, allá la vida.

Mucho más habló el forastero; lo hizo con el acento del verdadero amor, con fuego, con entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar por aquellas apasionadas frases y en un momento de locura o de delirio se comprometió a partir con él.

-Mañana -le dijo ella al retirarse-, un caballo te esperará a la puerta de esta habitación.

-Bien -contestó él-, pero no olvides que no huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si no vienes.

Hacía seis días que el joven se hallaba oculto en casa del alcalde, al siguiente era San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas. Aquella noche Lorenzo, que como todo enamorado dormía poco, había salido al jardín algunos minutos   —95→   antes que su prima. Cuando esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó para contemplarla un instante y grande fue su asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla llena de provisiones se dirigía hacia la parte más sola y descuidada de la posesión. La siguió a alguna distancia y la vio entrar en el ruinoso edificio. Como el forastero no podía encender luz por la prohibición de Cecilia, esta dejaba siempre la puerta abierta, así es que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación de los amantes. Su primer impulso fue llamar a Pedro y contarle lo que había oído, pero pensó en la pena que causaría con eso a su tío y decidió pedir consejo a la almohada antes de dar un escándalo. Tiempo había de parar el golpe en aquellas veinticuatro horas. Entró en su alcoba y esperó a la ventana la vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después caminando lentamente, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

No miró siquiera a la fachada de su casa, así es que no sospechó que un hombre, el mayor de sus enemigos entonces por lo mismo que la amaba y estaba celoso, conocía el proyecto de su fuga del hogar paterno donde era tan querida, con un aventurero sin nombre y sin fortuna.



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- V -

Las fiestas de San Pedro fueron notables aquel año: función de iglesia con sermón y música por la mañana, rifa en la plaza después, procesión por la tarde, baile público y fuegos artificiales por la noche. Para el día siguiente se anunciaban novillos que debían lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir todas las fiestas y presentarse en ellas su hija lujosamente ataviada. Una comisión de lo más escogido de la aldea fue temprano a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo, siendo recibida con afable cordialidad por el padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo bordado por ella, Romualda una relojera, los vecinos todos obsequios que no por ser humildes habían sido recibidos con menos júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar a su tío y entre tanto el día iba pasando, se aproximaba la noche y el joven veía con terror que no podía decir a Pedro el peligro que a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba más preocupada que triste, él no había pronunciado ni media docena de palabras con gran descontento de Romualda que decía:

-Estos muchachos educados en la   —97→   corte no encuentran bien más que lo que ven en Madrid; este pobre Lorenzo está mortalmente aburrido y no se atreve a confesarlo.

En casa de Serrano hubo numerosos convidados que se sentaron a la mesa a las siete de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo. Todos parecían haber olvidado al jefe de la sedición, cuando al servirse los postres, el secretario del Ayuntamiento se levantó y con la copa en la mano dijo:

-Brindo, señores, por nuestro querido alcalde, por su encantadora hija, su excelente hermana y sobrino, por todos los presentes y también porque tenga Serrano la gloria de capturar al malvado que alteró la paz de esta comarca.

Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto Cecilia que pálida y temblorosa había oído con profundo terror las últimas palabras del secretario.

Acabó la comida, salieron del comedor y Serrano dijo a Lorenzo:

-Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda y tu prima. Yo me quedo con estos amigos y me reuniré a vosotros luego.

-Tío -murmuró el joven-, quisiera antes hablar con usted.

-En este momento ne es posible; en la plaza me encontrarás después.

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-¿Y si es demasiado tarde?

Antes de que respondiese Serrano, varios hombres del lugar se reunieron al alcalde para tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo que partir con la vieja y la niña. El joven se hallaba cada vez más impaciente; el tiempo pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia dio las once.

-Una hora más y todo se habrá perdido -se dijo Lorenzo.

Sin decir nada a su prima, se dirigió en busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba verse a solas con Romualda.

-Voy a saludar a mi amiga Angelita -dijo a la buena señora.

Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar a un paraje desierto echó un abrigo sobre sus hombros, para que no llamase la atención su vestido de seda de color claro, y por caminos extraviados se dirigió a su casa que encontró desierta, porque todos los servidores se hallaban en la función. Entró por el jardín del que tenía una llave, sacó de la cuadra el mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante el corazón, fue al ruinoso edificio donde el misterioso caballero la aguardaba impaciente.

-Dios te premie lo que por mí haces niña -murmuró él.

  —99→  

Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba en seguirle, la cogió en sus brazos.

-¡Mi padre, mi pobre padre! -exclamó ella derramando lágrimas.

-Yo te daré más amor que él.

En aquel momento sonaron a lo lejos doce campanadas.

El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso caballo iban a internarse en el monte cuando vieron a pocos pasos un grupo de hombres armados a cuyo frente divisaron a Serrano y a Lorenzo.

-¿Ve usted, tío, como era cierto? -dijo el joven a Pedro- ¿ve usted como ella quiere huir también? Si me hubiese escuchado antes hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un minuto más y no los alcanzamos.

-¡Tirad! -gritó el alcalde-, haced fuego sobre el miserable que me arrebata mi honra, mi dicha...

Los hombres no se atrevían a obedecer temiendo herir o causar la muerte a Cecilia, pero Serrano era esclavo de su deber.

-Tirad -repitió-, suceda lo que suceda. Al que vacile en obedecer le costará caro.

Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado padre cerró los ojos para no presenciar aquella escena.

  —100→  

Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía un momento, depositaba en el campo a la joven y partía otra vez perdiéndose pronto en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro y los demás hombres se lanzaron hacia aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido en la espalda, otra la había matado; la infeliz joven había sucumbido para salvar a su raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el galope de su caballo.

-Prendedle -gritaba Lorenzo.

Todo fue en vano, el caballero huyó y esta vez para siempre.

Serrano al saber lo ocurrido no derramó una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible que la desesperación más violenta. Todo lo había perdido aquel desventurado padre, su honor, su hija, su felicidad. Desde entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana y a Lorenzo.




- VI -

Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas de San Pedro y ya no las presidió Serrano, ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer, Romualda fue a la habitación de su hermano para prestarle   —101→   sus consuelos en tan triste día, y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino y ambos se dirigieron al jardín en busca del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle; el desgraciado padre se hallaba de rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.

Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de allí.

-Me siento mal -les dijo-, dejadme morir en paz donde para siempre la he perdido.

Continuó orando y su hermana y el joven murmuraron una plegaria también. Cuando la luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo a Serrano que permanecía mudo e inmóvil, le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces se aproximó más, cogió sus manos, tocó su frente y vio que estaba muerto.

Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia a su hermana, y su fortuna, que era inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un pequeño monumento en el sitio donde murieron Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron allí espontáneamente plantas y flores, y como estas fuesen encarnadas, los habitantes de la aldea dijeron que habían nacido de la sangre que de sus heridas derramó la infortunada joven.





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ArribaAbajo La mariposa

Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos desde la infancia, compañeros de estudios después, solteros ambos, habían decidido vivir juntos uniendo sus modestas rentas para pasar el resto de sus días algo mejor.

Severo había perdido muy niño a sus padres, creciendo sin afectos de familia y careciendo de los dulces encantos del hogar. Ya hombre, había dedicado su existencia a la ciencia, coleccionando antigüedades primero, minerales y plantas raras después, siendo su último encanto las aves y los insectos, por lo cual vivía en el campo, habiendo alquilado una sencilla casa con jardín. No menos duro su corazón que aquellos minerales que fueron el solo placer de su juventud,   —104→   jamás conoció las inefables dichas del amor, quizá porque en su niñez le faltaron las caricias maternales y no pudo compartir con algún hermano los juegos y las efímeras penas de los años infantiles.

Benigno había vivido con sus padres y una hermana hasta los veinticinco años. A esa edad, perdió en pocos meses a los primeros y vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal cariño, hubiera podido dulcificar los pesares de su orfandad. Benigno amó después a una hermosa mujer, que jamás compartió su sentimiento, pero aquellas amarguras y este desengaño no mataron en él el germen de lo bueno que encerraba su alma, y aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y así acogió con júbilo la proposición que le hiciera Severo, muchos años después, de vivir unidos.

Un amigo con quien conversar a todas horas, con quien evocar los recuerdos, ya que las ilusiones y las esperanzas estaban muertas, un ser que había conocido a su familia y con el que podría hablar de ella, ante quien podría llorar a sus amados muertos, porque la excelente hermana había partido también a un mundo mejor; esto era cuanto deseaba Benigno en el último tercio de su existencia.   —105→   De carácter bueno y sencillo, se amoldaba pronto a los gustos ajenos; así es que, aunque jamás se había dedicado a coleccionar insectos y aves, no tardó en aficionarse a ellos pasando largas horas en el despacho de Severo contemplando a los unos o disecando a las otras.

Habitaba con los dos viejos una criada, casi de la misma edad que ellos; mujer fría como uno de sus amos, pero servicial y buena como el otro. No había más sirvientes porque Benigno y Severo cuidaban el jardín.

Una tarde que habían salido los dos amigos, el uno al campo en busca de orugas, el otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió un suceso que vino a alterar en parte la monotonía de la vida de los tres viejos.

Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín, de la que se había llevado una de las llaves, vio junto a la tapia un pequeño bulto blanco que se movía. Ya a su lado, oyó un gemido que le pareció de una criatura, pero apenas se fijó en aquello, y cuidando que no se cayesen las orugas que llevaba, abrió la puerta y penetró en su jardín.

Media hora después llegaba Benigno con dos o tres tomos de Historia Natural de diversos autores en la mano, y antes de abrir la puerta con una llave igual   —106→   a la que tenía Severo, un débil quejido le hizo detenerse. Miró en su derredor y vio a su vez el pequeño bulto blanco. El buen viejo dejó caer los libros y corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que parecía reclamar su amparo.

Era una niña envuelta en unos trapos, una niña rubia y de ojos negros, que alguna madre, infeliz o desnaturalizada, había depositado allí.

La pobre criatura miraba vagamente a Benigno y en sus labios parecía dibujarse ya una sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy pequeña y delgada. El anciano la contemplaba con profunda emoción, y al fin, olvidándose de sus libros, que no se cuidó de recoger, penetró en el jardín con la niña.

-Mira, Severo -exclamó cuando llegó al despacho-; te traigo una avecilla que sin duda se cayó de un nido, pero no para que forme parte de tu colección muerta, sino para que nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra jaula.

Severo no pudo dominar un gesto de disgusto al ver de lo que se trataba.

-Supongo -dijo-, que eso será una broma y que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.

-Te engañas -replicó Benigno-, no arrojaré a la calle lo que Dios puso junto a mi puerta. ¡Un niño se mantiene con   —107→   tan poco! Leche, mucha leche y algo de pan. Compraré para lo primero una cabra que vivirá comiendo lo que halle en el campo, y en cuanto a lo segundo le bastarán las migas que siempre sobran en nuestra mesa.

-Pero crecerá...

-Entonces comerá lo que nosotros. Aunque no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque es una niña, Severo, una niña preciosa a la que querré como a mi hija y que me llamará padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?

-Si eso te agrada o te entretiene -dijo el frío egoísta-, no me puedo oponer a tu deseo, pero procura que no entre mucho en mi despacho cuando ande sola.

La criada tampoco acogió muy bien a la niña, pero viendo que no había más remedio que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era buena cristiana, y sospechando que no la habían bautizado, la llevó al día siguiente a la parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera que la débil criatura no escuchó jamás.

Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de sus crisálidas, próximas a romper el capullo convirtiéndose en mariposas, y quería que Benigno compartiese su entusiasmo, pero cada vez que le hablaba de ello el excelente anciano respondía:

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-Yo también guardo mi crisálida, que un día tendrá alas y se hará mariposa. Pero las alas de ella serán las de la inteligencia, y sus bellos colores darán luz a mi vejez.

Desde entonces Benigno llamó siempre a la niña su mariposa, y cuando ella empezó a comprender no atendió por otro nombre.

El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa iba estando cada día más bonita y su protector se complacía en mirarla, esperando con paciencia a que pronunciase su primera palabra y a que diera su primer paso. Estaba casi siempre en el jardín, y cuando los pájaros cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese lo que entre sí decían. Las flores la acariciaban con su aroma, reemplazando los besos de una madre, que acaso no había recibido jamás. Benigno la quería con todas las fuerzas de su alma, había concentrado en aquella niña su ternura; pero no sabía enseñarla a hablar y no se atrevía a hacerla andar más que breves instantes, porque el pobre anciano se cansaba de inclinarse tanto para sostenerla.

Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y habló. A Benigno le llamaba papá y mamá a la vieja criada. Severo no era más que el coco.

Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró   —109→   a Benigno una mariposa de alas azules que había roto aquel día su crisálida. Pero al volar por vez primera, el insecto desapareció a su vista y Severo la buscó inútilmente.

Al encender la lámpara por la noche; la mariposa, atraída por la luz, fue a quemarse en ella, perdiendo Severo uno de sus más bellos y raros ejemplares, lo que le ocasionó hondo disgusto.

A la mañana siguiente estaba tan profundamente abstraído, que salió al campo olvidando cerrar la puerta.

Mariposa, que contaba ya dos años y medio, jugaba con algunas florecillas, y poco a poco se fue acercando a la salida del jardín. Al ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes, aquel suelo sembrado de margaritas y amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.

Ella no había visto nunca tanta agua; se sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio su imagen reflejada en la cristalina corriente.

-Una nena -dijo señalando con su dedo índice.

Y se acercó más. No sabiendo el peligro que la amenazaba, la tierna criatura continuó avanzando, perdió pie y el pequeño río la arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.

  —110→  

Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo un triste presentimiento.

Siguió a la casualidad el mismo camino que Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña cerca del río donde las aguas lo habían arrojado.

Mariposa estaba muerta.

Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando los restos del único ser que hacía venturosa su ancianidad.

Iba con su preciosa carga, cuando encontró a Severo.

-Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste a su amigo.

-Tu mariposa -replicó Benigno con amargura-; empleó sus alas para buscar el fuego que debía consumirla; la mía tenía también, aunque invisibles, las alas del ángel, y apenas ha podido volar, las ha elevado para buscar el camino del cielo de donde nunca debió bajar. Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto a mí, solo cuando me muera me será devuelta mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo sucesivo mi vida?

Severo se encogió de hombros murmurando:

-¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre lo propio con los insectos.

Aquellos dos hombres, tan amigos hasta   —111→   entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar ya nunca.

La niña, fue enterrada a expensas de su protector en una sencilla sepultura; no faltaron en ella las más hermosas flores mientras vivió Benigno, flores que fueron a besar sus hermanas las mariposas.



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ArribaAbajoSor María

Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.

¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.

Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su   —114→   pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.

El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.

Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.

La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.

Pero en balde intentó sujetar también el pensamiento; no se había hecho religiosa por vocación, sino para mitigar sus penas, y el recuerdo del hombre querido   —115→   le asaltaba sin cesar, lo mismo en el interior de su celda, que en el austero templo, que en el coro cuando, con las otras monjas, rezaba con monótono acento o elevaba cantando himnos de gloria al Creador.

Los días se deslizaban iguales, siempre tristes; ella no tomaba parte en nada de lo que ocurría en el convento, apenas sabía los nombres de las religiosas, y cuando la abadesa la amonestaba por alguna involuntaria distracción, oía sus palabras sin sentimiento por la ligera falta cometida, en la que incurría de nuevo muchas veces.

Por el triste patio adornado de raquíticos árboles y mustias flores, paseaba melancólica y solitaria huyendo en cuanto le era dado de halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando a su pesar en el ingrato, causa de su desgracia y su clausura.

El año de novicia se pasó así. Llegó la época de pronunciar para siempre los votos, de renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar, a la familia. ¿No podía entonces volver al seno de esta, vivir para el mundo?

Bernardo estaba casado y no había esperanza de felicidad para ella. Blanca pronunció sus votos.

Dos días después las campanas de la   —116→   iglesia doblaron tristemente, las paredes se cubrieron de negros paños, un túmulo se elevó en el centro, rodeado de amarillentas velas; varios bancos fueron colocados uno en el frente, otros a los lados del catafalco, y poco a poco empezaron a llenarse, ocupándolos varios hombres, al parecer de elevada clase, todos vestidos de negro.

Dio principio el funeral. Las monjas oraban desde el coro por el eterno descanso de la difunta, porque era una mujer.

Acabada la misa y rezados los responsos, dos hombres se pararon delante de la celosía, tras de la cual se hallaban las religiosas.

-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.

-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el otro-; hace hoy nueve días.

Blanca se estremeció al oírlo y se puso densamente pálida.

Al retirarse a su celda lloró amargamente, considerando que cuando ella se unió a Jesucristo, el hombre a quien tanto había amado era libre.

Paseando por el patio aquella tarde, triste y sola, como de costumbre, se inclinó para coger una flor y vio junto a la planta una carta rota en menudos pedazos; le pareció que conocía la letra, guardó los papeles, y al subir a su celda se   —117→   entregó al minucioso y difícil trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta decía así: «Blanca mía, después de un año de crueles, pero merecidos sufrimientos, soy libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo vivir y espero me perdones. Necesito verte y hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo? Tuyo, Bernardo».

La abadesa había abierto la carta de amor profano dirigida a una de sus hijas y la había roto; a no ser así la novicia hubiera salido del convento.

Poco después los periódicos de aquella ciudad daban cuenta de dos sucesos ocurridos el mismo día y a la misma hora.

El conocido abogado D. Bernardo Gómez se había suicidado, no pudiendo sin duda resistir la pena que le produjo la reciente muerte de su esposa, y la joven religiosa, que se llamó en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María, había muerto repentinamente.

¿Quién sabe si sus almas subieron juntas por el celeste espacio, y la de la triste e inocente joven logró el perdón de la de su ingrato y criminal amante, para que entrase con ella en el Paraíso?