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ArribaAbajoLa Perla del Valle


I

La Perla del Valle



Fresca, lozana, pura y olorosa,
gala y adorno del pensil florido,
gallarda puesta sobre el ramo erguido,
fragancia esparce la naciente rosa.


ESPRONCEDA                


«Yo acababa de cumplir veinte años... Bajaba alegremente de las altas planicies de los Andes donde había pasado mi niñez, e iba a emprender viaje a Europa, ese paraíso soñado por todo joven sud-americano. Llevaba el corazón lleno de ilusiones y el espíritu henchido con aquella fatuidad juvenil que espera tener un mundo de dicha en un porvenir que conquistará con el mérito de sus talentos. Dueño de una pequeña fortuna, herencia de mis padres, y que yo creía un caudal inagotable, así como mi corto saber; feliz con mi juventud y una salud robusta, de las cuales pocos hacen caso cuando las tienen, pero que son los dones más preciosos, pensaba en mi porvenir lleno de esperanza y alegría. Cuando desde lo alto de los empinados cerros vi por primera vez el camino que me debía llevar hacia lejanos países, me sentí dichoso con mi libertad y lleno de orgullo... No veía   —352→   entonces que, si de lejos el camino parecía tan hermoso, rodeado de lindos arbustos y regado por claros riachuelos, al transitarlo encontraría mil peligros y desengaños: los arbustos tendrían espinas y los riachuelos amenazarían ahogarme. Así ve el joven la vida al comenzarla. ¡Qué bella es esa edad en que la verdad está siempre vestida de flores! La juventud es como un telescopio en manos de un niño; por entre sus claros vidrios ve los astros tan cerca que piensa que con alargar la mano los podrá tocar, pero al dejar de mirar al través de su encantado prisma, los ve tan distantes, que no comprende cómo pudo desearlos antes.

Después de algunos días de viaje a caballo, llegué en una hermosa tarde de diciembre a la graciosa aldea del Valle.

Tendida en el fondo de un valle encerrado entre dos cadenas de cerros, rodeada de llanuras de esmeralda, salpicadas de alegres casas y huertos, teniendo por cabecera una colina inclinada, y bañada y circundada por dos riachuelos que bajan murmurando por entre grupos de elegantes bambús, cañaverales y espigados y preciosos árboles cubiertos de blancas y rosadas flores, esta aldea es una de las más bellas de la provincia de ***. Las casas eran casi todas pajizas en aquel tiempo; pero tan limpias y pintadas, con sus patios llenos de jazmines, rosas, naranjos y chirimoyos; los vestidos de las mujeres eran tan aseados y vistosos, que todo me causó un sentimiento enteramente desconocido, contrastando con las feas y sucias casas de las tierras frías y los vestidos oscuros y pesados de la plebe del interior.

Me había hospedado en casa de un anciano venerable, tipo del antiguo señor de aldea, hospitalario, sencillo y bondadoso hasta el exceso, más bien por   —353→   indiferencia que por amor hacia el prójimo. Cumplidas las primeras atenciones que la buena crianza me imponía, salí a dar una vuelta por el pueblo.

El crepúsculo se había convertido en noche, pero una noche como la que sólo se ven en los trópicos: serena, clara, armoniosa, llena de murmullos y vida. Poco a poco la luna se levantó detrás de uno de los vecinos cerros, e iluminó con su suave luz cada punto saliente del paisaje. Una ligera y trasparente niebla cubría en parte la cadena de cerros más lejana; todo tomaba un aspecto encantador bajo esa luz: la cruz del campanario de la iglesia brillaba como si fuese de oro; el agua de la fuente en el centro de la plaza parecía, al derramarse, formar chorros de diamantes; y aun la paja gris de las casas nuevas tomaba una apariencia de bruñida plata. La brisa sacudía los árboles, y el perfume de las flores me llegaba en ráfagas deliciosas.

En las puertas y ventanas de las casas se veían grupos de mujeres vestidas de muselina blanca, según la costumbre del país, que salían a respirar el aire la noche, y reían y cantaban al compás de guitarras, mientras que los niños jugaban ruidosamente a sus pies. El sonido de alguna lejana bandola y alegre pandero, el canto cadencioso y triste de los campesinos (herencia de los vencidos indios) armonizaba con la escena apacible y suave que presentaba la naturaleza.

Esta libertad en los placeres de la vida que caracteriza las costumbres de las tierras calientes y templadas, era enteramente nueva para mí. En altas planicies de los Andes no se sabe gozar de la noche. Al oscurecer, cada uno se encierra en su casa ansioso de calor, y aunque las noches suelen también ser muy hermosas, rara vez se goza con su encanto. En las   —354→   tierras calientes, al contrario, cada cual quiere aspirar el fresco ambiente y vivir con el espíritu, el alma y el corazón. Aquella noche quedó grabada en mi memoria, poblada de luz y vida, de poesía y perfumes de ensueños y realidades...

De repente un alegre cohete seguido del sonido profundo del tambor y el chillido de varios clarinetes, disipó mi ensueño poético. Pocos momentos después, guiado por ese ruido, me hallé frente a una casa cuyas ventanas se amontonaba una gran muchedumbre de vecinos del pueblo.

-¿Empezó ya el baile? -preguntó un hombre con la ruana terciada, acercándose a una de las ventanas. Parece -añadió-, que el alcalde las echa de rumboso...

-¡Y cómo no, si es en honor de la Perla del Valle que da el baile!

-Y el señor alcalde diz que anda muy enamorado de la chica.

-¡Bah! -dijo una mujer; pero ella lo mirará con desprecio-. Los señoritos de la capital son los únicos que le cuadran.

-Tiene razón -dijo otra con ironía-; si no hay quien se le parezca en la aldea... Desde la escuela se lo decían, y luego...

-Y en eso no faltaron a la verdad -dijo el primer hombre- ¡Miradla, miradla! Ya sale a bailar con el señor alcalde.

-¡Ave María! -añadió otro-; tiene un garbo, un donaire, un garabato como ninguna.

Dirigiendo los ojos hacia donde todos los tenían fijos, vi que sobresalía entre todas las sencillas hijas del campo una verdadera belleza. Era más bien pequeña que grande; vestía un modesto traje blanco, era tan blanca como el ramo de jazmines que llevaba   —355→   en el pecho; dos gruesas trenzas de cabellos rubios le caían hasta la cintura, el brillo de sus ojos negros, sus labios de forma perfecta aunque algo gruesos, la redondez de sus brazos y sus pequeñas manos, todo en ella era seductor y elegante.

-¿Tú por aquí, Ricardo? -dijo a mi lado una alegre voz de bajo, y una robusta mano me hizo estremecer al darme un gran sacudón en prueba de cariño.

Era uno de mis compañeros de colegio, vecino de aquel pueblo.

-¿Qué haces aquí? -añadió-; entremos al baile y te introduciré a las bellas de mi pueblo, y sobre todo a esa hermosa


Blanca como azucena
fresca cual mariposa
y de atractivos llena...

Como dice Arriaza. (En aquel tiempo Arriaza estaba de moda todavía.)

-Pero... soy forastero... Mi vestido...

-En el Valle no hay tantas ceremonias. Ese vestido de viaje es mejor que el de cualquiera petimetre de aquí. Por otra parte quiero que veas que aquí también hay quien pueda competir con las mejores bellezas de ***. Aquí también hay quien sepa hacer que


Las gracias, envidiosas,
en su bailar ingenuo
procuren imitarla
con inocente juego.

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Pasé aquella noche como todos los momaquella noche como todos los momre, es decir, sin meditar en lo porvenir y feliz con la dicha presente. Rosita acababa de cumplir quince años; edad de candor y gracias infantiles, edad en que se debe a la mujer tanto respeto y admiración por sus gracias y belleza, y protección y ternura por sus años. Era hija de uno de los principales habitantes del pueblo, por supuesto de humilde educación, y aunque de entendimiento mediano, su belleza sobresaliente entre todas sus compañeras lo había dado cierta posición elevada. Ella se sentía, por la distinción de sus encantos, superior a todos los jóvenes poco pulidos de los alrededores que la fastidiaban con sus galanterías. Así fue que yo creí ser el preferido entre todos, pues había llevado de la capital toda la finura de modales y el florido lenguaje que distinguen a los petimetres de ***, cosas desconocidas en el Valle, o al menos toscamente imitadas por los jóvenes de allí.

Después de permanecer dos días en la aldea me dirigí hacia la Costa para embarcarme, llevando en el corazón el suave recuerdo de la Perla del Valle.

Muchos años después, en medio de las borrascas y pesares de una vida agitada y ambiciosa; en medio de los combates y sufrimientos de las guerras civiles, llenas de violencias y peligros, la suave figura de la Perla del Valle se me apareció como la imagen de la patria ausente, como la personificación de un sueño de dicha entrevista en la juventud, como una promesa de virtud y de plácida alegría...



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II


¡Mas ay! que el bien trocose en amargura,
y deshojada, por los aires sube
la dulce flor de la esperanza mía.


ESPRONCEDA                


Quince años habían pasado cuando regresé al Valle, de tránsito para mi ciudad natal. Volvía con la amarga aunque secreta convicción de que mi vida había sido completamente estéril para mí y para la humanidad. Había bebido en todas las fuentes de la sabiduría, sin lograr ser otra cosa que un hombre mediano; me había mezclado inútilmente en muchas intrigas políticas, llevado por el vaivén de las pasiones de partido; había seguido muchas carreras sin perfeccionarme en ninguna; y persuadido al fin de mi impotencia para brillar en la esfera que había ambicionado ocupar, quería esconder mis desengaños en el seno de la ciudad natal. Me sentía viejo en experiencia si no en años, gastado de espíritu y frío de corazón.

Al atravesar la verde y risueña llanura, antes de penetrar al Valle, mi corazón, que por tanto tiempo permaneciera indiferente a todo, se estremeció, y sentí el alma llena de afán y esperanza. Desde el día en que había partido del Valle, no había vuelto a tener noticia alguna de la linda Rosita. Quince años en la vida de una mujer causan una trasformación completa, decía para mí mismo: la encontraré marchita, pobre y rodeada de hijos; o tal vez se haya ido del pueblo, o habrá muerto... A pesar de estas reflexiones, es tal el poder de la imaginación, que cada vez que veía la sombra de una mujer, o salía una niña a   —358→   la ventana, detenía mi cansada mula para mirar con interés aquella figura.

Al fin llegué a la casa del hospitalario amigo de mi padre. Todo allí estaba sucio y descuidado, y en lugar del respetable anciano que salía siempre a recibir a sus huéspedes, encontré la puerta cerrada, y varios perros ladraban furiosamente desde adentro.

-¿El señor *** -pregunté a una mujer que pasaba-, no estará en su casa?

-¿El señor ***? -exclamó ésta admirada-, ¡si hace seis años que murió!

Con un doloroso suspiro me encaminé a la fonda de la aldea.

Me paseaba algunas horas después con mi antiguo compañero de colegio, hombre ya maduro, casado y cuyos discursos habían cesado de estar exornados con citas poéticas. Impregnado del estrecho patriotismo de aldea, y fatigado de su continua residencia en un pequeño círculo, se esforzaba por hacerme ver los adelantos materiales que había hecho el pueblo. Temiendo yo conocer demasiado pronto la realidad, no había querido preguntar por la suerte de Rosita.

Como en mi anterior visita hecha a la aldea, estaban sentadas aquella noche, en las puertas de las casas, grupos de mujeres vestidas de blanco; los mismos perfumes deliciosos embalsamaban el aire, y la luna, como entonces, se levantaba clara y serena tras del cercano monte. Al pasar por una estrecha y solitaria callejuela, oí un grito de mujer, grito ahogado y temeroso. Me detuve, olvidando mis meditaciones, y mi amigo calló. Al mismo tiempo se abrió repentinamente la puerta de una humilde casa ante la cual nos hallábamos, y asomó una mujer al parecer plebeya, con el pelo desgreñado, y apretando con sus   —359→   desnudos y descarnados brazos una criatura contra su pecho. Nos volvía la espalda y no nos había visto.

-¡No, no! -gritó otra vez-; ¡mira que me maltratas el niño!

-¡Ma has de entregar la plata! -contestó desde adentro una voz ronca.

Un hombre salió entonces, y al ver que éramos testigos de su brutalidad, dijo con rabia concentrada y acompañando sus palabras con los más crueles insultos:

-¡Entra, mujer, entra! -y al empujarla, ésta perdió el equilibrio y soltó al niño, que hubiera caído al suelo si yo no me hubiera apresurado a recibirlo en mis brazos.

-¡Gracias, caballero! ¡gracias! -dijo ella acercándose a recibir el niño, que asustado lloraba lastimosamente.

Me estremecí de angustia... Esa voz, esos ojos... ¡no puede ser!, dije para mí.

La mujer entró precipitadamente, mientras que el hombre, al conocer a mi amigo, permanecía callado, con el sombrero en la mano, recibiendo las recriminaciones de éste por su conducta respecto de una débil mujer.

-Es cierto, señor -contestó éste al fin con humildad-; pero esta mujer no es como todas: toda la plata que gano la quiere tener para comprar frioleras. Y tiene un orgullo, un tono...

-Es preciso recordar lo que fue -dijo mi amigo.

-Y no olvidar lo que es. Pero..., también es cierto que cada uno debe gobernar en su casa.

Y entrándose, cerró la puerta sin saludarnos.

-¡Pobre Rosita! -exclamó mi amigo un momento después-; ¡pobre perla!

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-¿Es cierto eso? Me parece imposible. ¿La linda Rosita en ese estado?

-Tú la conociste, creo, cuando era la más bella joven del Valle. Su historia... Pero eso no te interesará.

-Sí, sí -dijo muy conmovido-; ¡cuéntame su vida!

Mi amigo me miró asombrado y habló así:

La vida de la que llamábamos Perla del Valle se puede resumir en tres palabras: ociosidad, coquetería y vanidad. Acostumbrada desde niña a ser admirada y consentida por todos, creyó que sus bellas manos y sus lindos ojos no debían ocuparse nunca. En esa ociosidad continua, su espíritu se fue falseando poco a poco. Rechazó a cuantos le propusieron casamiento, tanto porque creía que nadie la merecía, como porque pretendía gozar lo más posible de su libertad. Pero al cabo de algunos años, viendo que sus admiradores se habían consolado fácilmente de sus desdenes, que su belleza empezaba a marchitarse y que el príncipe de sus sueños no parecía, quiso recoger todos sus encantos para hacerse amar y conquistar de nuevo a los que la habían abandonado. En una palabra, se hizo coqueta, y esa coquetería quedando sin fruto, fue progresando de día en día. Se enfermó su padre por aquel tiempo, y lo fue a recetar un joven médico recién venido de la capital. Rosita, olvidando todo sentimiento de delicadeza, tendió sus lazos al borde del lecho de su padre, queriendo avasallar al médico... Pero desgraciadamente para la aldeanilla sin experiencia del mundo, sus sencillos lazos no pudieron luchar con los del hombre acostumbrado a toda clase de intrigas... En fin, quien cayó en el lazo no fue él, sino ella.

-¡Desgraciada!

-Murió su padre y se acabaron los últimos restos   —361→   de respeto que se le tenía, por consideración al honrado anciano; la buena sociedad de la aldea no quiso recibirla como antes.

Una noche desapareció del pueblo, después de unas fiestas muy concurridas que hubo aquí. Al cabo de algún tiempo volvió, pero acompañada por ese hombre que acabamos de ver; es vecino del lugar, pero de la clase más humilde. Ella dice que es su esposo, y él la maltrata cruelmente.

-¿Y estará muy pobre?

-No, para el rango que ocupa tiene lo suficiente. Ese hombre es carpintero laborioso.

-¿No pertenecía ella, pues, a la mejor sociedad del pueblo?

-Sí; pero su coquetería descarada hizo que la rechazasen, y entonces se vistió como las cintureras (así llaman aquí a las mujeres del pueblo), en cuyos bailes era acogida con orgullo. Desde entonces no se junta sino con esa clase de gente.

-¡Qué lección para las que creen que pueden ser coquetas impunemente! -añadió mi amigo-; Lo que faltó principalmente a esa niña fue una buena educación, que pudiera impedir que se desarrollasen en ella los perniciosos impulsos que naturalmente debían dominarla en su posición excepcional como perla de aldea.


Al día siguiente salí del Valle, dejando sepultada en él la última ilusión. Entonces conocí la parte que había tenido en mi vida la memoria de la Perla del Valle, pues al perder su prestigio me sentí profundamente desalentado. ¡Es tan cierto que la influencia de una mujer, sea buena o mala, forma el carácter   —362→   del hombre! Mis faltas provenían de haber perdido desde niño a mi madre, y muchos de mis buenos impulsos, del recuerdo de una mujer a quien yo había revestido de virtudes imaginarias...»

Tal es la sencilla historia que nos ha contado Ricardo, uno de nuestros mejores amigos. La trasmitimos al lector con la misma sencillez y absoluta fidelidad.





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ArribaAbajoIlusión y realidad


I saw two beings in the hues of youth
standing upon a gentle hill,
green and of mild declivity.


BYRON                



I

...El camino serpenteaba por entre dos potreros, en cuyos verdes prados pacían las mansas vacas con sus terneros, emblema de la fecundidad campestre, y los hatos de estúpidas yeguas precedidas por asnos orgullosos y tiranos, imagen de muchos asnos humanos. De trecho en trecho el camino recibía la sombra de algunos árboles de guácimo, de caucho o de cámbulos, entonces vestidos de hermosas flores rojas, los cuales, como muchos ingenios, apenas dan flores sin perfume en su juventud, permaneciendo el resto de su vida erguidos pero estériles. La cerca que separaba el camino de los potreros, de piedra en partes y de guadua en otras, la cubrían espinosos cactus, y otros parásitos de tierra templada, los cuales so pretexto de apoyarla la deterioraban, según suele acontecer con las protecciones humanas.

Dos jóvenes, casi niños, paseaban a caballo por este camino que conducía al inmediato pueblo, cuyo campanario   —366→   se alzaba, bien que no mucho, sobre la techumbre de las casas. Al llegar a una puerta de madera que impedía el paso, los dos estudiantes la abrieron ruidosamente y detuvieron sus cabalgaduras para mirar hacia una casa de teja que dominaba el camino a alguna distancia. Al ver salir al corredor que circundaba la casa a dos jóvenes que se recostaron sobre la baranda, los estudiantes se dijeron algo, continuaron su paseo despacio, y pasando por delante de ellas las saludaron.

-Tenías razón -dijo una de las señoritas-, son los paseantes de todas las tardes.

-¡Adiós señores! -exclamó la otra contestando el saludo. Era una niña de quince años, cuya fisonomía lánguida y dulce llamaba la atención por un no sé qué de romántico y sentimental.

-Mira, Sara -dijo la primera-, mira cómo los últimos rayos del sol embellecen este lindo paisaje que jamás me cansaré de contemplar: a lo lejos las sementeras de variadas tintas junto a los cerros escarpados y sin vegetación; más cerca el flexible y susurrante ramaje del guadual inclinado hacia el río, y en fin, ¡a nuestros pies el potrero como un tapiz verde esmeralda, en que alegres y saciados retozan los animales!... Pero tú -añadió al cabo de un momento-, tú solo tienes ojos para los estudiantes... dije mal, para uno de ellos, pues el otro es apenas el confidente del primer galán. ¿No has visto que en todas las comedias hay un consejero o comparsa que no tiene otra misión que la de escuchar abismado los ímpetus de entusiasmo del héroe?

-¡Oh! Sofía, tú de todo te burlas... y hasta creo que me tienes por coqueta.

-No digo semejante cosa; te aman y tú, como es razonable, correspondes.

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-¿Y tú?

-¿Yo? no he podido hasta ahora aprender el arte de amar.

-¿Y no bajarás nunca de las nubes para fijarte en algún mortal?

-Tal vez... Déjame ser libre mientras pueda. ¡Oh, nunca amaré a medias!; tendría que dar toda mi alma, todo mi corazón y si me equivocara sería muy infeliz. ¡Si supieras cómo he ideado al héroe de mi vida, cuántas virtudes lo adornan, qué de bellezas morales tiene, qué alma tan elevada posee, cuán nobles sentimientos!

-Mucho me temo que nunca encontrarás semejante perfección: por mi parte sólo pido un amor verdadero en cambio del mío; no sueño con imposibles.

-¡Cómo no he de hallar algún día un hombre de talento, de pensamientos elevados, una alma hermana de la mía, enérgica, vigorosa, abnegada!...

-¡Pues, y no te elogias!

-No quiero decir que yo tenga todas esas cualidades... Pero desearía encontrar un hombre abundoso en tan bellas prendas, digno de toda mi confianza, y que, perdóname la franqueza, supiera valuarme en lo que valgo y amarme como tal vez hoy no se ama.

Las dos niñas permanecieron calladas un momento, contemplando el bello cuadro que ante sus ojos se extendía.

Mientras tanto los estudiantes siguieron su paseo conversando y riendo alegremente, pero pronto regresaron cuidando, de pasar otra vez por delante de las dos señoritas.

-Eres muy distraída -dijo Sara-, mirando a su prima con cierto airecillo de queja, te saludan y no contestas.

-Ya te he explicado -contestó Sofía-, cuál es la   —368→   misión del confidente: consiste puramente en reír, llorar, admirarse, conmoverse, ver o no ver según las circunstancias. Mi papel y el del amigo de la parte contraria son nulos; el público no nos mira. ¿No sería muy ridículo que el comparsa saliera muy airoso a recibir las coronas y saludar cuando aplauden a los héroes?

-En todo encuentras motivo de injuriosa burla o te enterneces sin motivo, Sofía... Con mucha razón dice tu padre que admiras o desdeñas demasiado. A veces tus sentimientos me inspiran suma confianza, y de repente me atraviesas el alma con una palabra fría y punzante como un estoque. ¿Por qué te hallo siempre retraída y desdeñosa para con todos, cuando puedes mostrarte a veces tan expansiva y amable?

Sofía guardó silencio en lugar de contestar. Sara, que respetaba y amaba mucho a su prima, no se atrevió a seguir interrogándola.

Las dos señoritas ofrecían un completo contraste. Sofía había sido educada en un brillante colegio de La Habana, de donde era originario su padre, que al cabo se había radicado en Colombia. Habiendo vivido ausente de su familia durante muchos años, crecieron en Sofía ciertas ideas y hábitos de independencia que no podían ser comprendidos por Sara. Ésta había vivido en medio de su familia, tranquila y contenta, y su educación consistía en los elementos indispensables y adecuados a la existencia sencilla y retirada a que la destinaban.

Hacía apenas algunos meses que Sofía se hallaba en la patria de Sara, y aunque sólo contaba un año más que su prima, la dominaba tanto por la entereza de su carácter, cuanto por la superioridad de su instrucción. Se resignó a vivir oscurecida en la pobre   —369→   aldea en que nacieron sus antepasados maternos; pero no era aquello lo que podía satisfacerla, por lo que no tomaba interés en lo que la rodeaba, ni dejaba de aspirar a un porvenir más análogo a sus sentimientos y educación.




II

Infeliz de aquel que vive sin un ideal.


J. TOURGUENEFF                


Algunos meses después celebraban en el pueblo del valle la Nochebuena.

Sofía y Sara quisieron asistir a la misa de media noche, vulgarmente llamada de gallo. En todo tiempo a las doce de la noche ha sido una hora misteriosa para los sencillos habitantes de aquella provincia; para muy pocos había sonado hallándose ellos fuera de su cama, viniendo a ser un acontecimiento extraordinario que formaba época en la vida el oír dar la solemne hora sin haber dormido. Así fue que las personas de la familia que accedieron a acompañar a las dos niñas a la iglesia, para no pasar por calaveras se acostaron a las ocho, a fin de estar bien despiertas a media noche.

Sofía propuso a su prima que se estuviesen levantadas hasta la hora de ir a misa.

-¿Y cómo pasaremos la noche? -dijo Sara bostezando-; todos duermen.

-¿Cómo?... Te divertiré contándote cuentos como a una niña llorona.

Sofía y Sara se fueron a recostar contra la media puerta de la sala que daba a la plaza del pueblo. Todo dormía... la noche estaba bellísima: la suave   —370→   luna iluminaba con su plateada luz el espacio abierto: el campanario de la iglesia proyectaba su negra sombra sobre la plaza, como un pensamiento de duelo en una vida dichosa. Todo dormía: un tenue vientecillo barría lentamente las escarmenadas nubes del cielo azul turquí en que resaltaban como blancos lirios en un jardín, en tanto que los cerros estaban cubiertos por una ligerísima niebla semejando un velo de trasparente gaza. Todo dormía..., el perfume de los azahares y jazmines se esparcía por el ambiente impresionando el alma como las palabras suaves y los recuerdos tiernos...

-¡Oh! -exclamó Sofía- ¡qué linda noche, Sara mía! ¿no sería acaso un crimen de lesa-naturaleza el irnos a dormir ahora? ¡Pudiera yo (como dice un poeta hablando de un sonido armónico) absorberme en uno de esos rayos plateados y perderme con él en la inmensidad del espacio! ¡Si supieras, Sara, cómo me aterra la vida, cómo me asusta, la idea de todas las vulgares vicisitudes que me aguardan!... Mucho me temo que mi vida se pase en medio de una fastidiosa quietud del espíritu, sin la actividad intelectual que tanto anhelo. Agitarse es vivir, aunque sea sufriendo. Sin emociones no se compremete la dicha: ¡y la existencia en un pueblo así arrinconado es tan vana, tan ridícula, tan monótona, tan inútil!...

Dos fervientes y angustiosas lágrimas bajaron lentamente por las mejillas de Sofía y cayeron sobre la frente de su prima.

-¿Qué tienes? -exclamó ésta al sentirlas-, ¿Por qué tanta tristeza? ¡Tú no sabes cuánto te quiero y cuánto gozaría en consolarte!

-Lo creo, Sara; tú eres la única persona en quien tengo completa confianza; tal vez serás la única en   —371→   mi vida. Pero (añadió al cabo de un momento, sacudiendo la cabeza con ademán de burla) yo no te he convidado a pasar la noche oyendo mis locos devaneos. Nunca puedo explicarme esta melancolía que me acompaña desde mi más tierna niñez, ni este tedio de la vida que me domina, esta pereza, por decirlo así, que se apodera de mi espíritu algunas veces. ¿Será tal vez un presentimiento?... Basta ya de reflexiones filosóficas. Ven; sentémonos aquí; apoya tu cabeza sobre mi hombro. He ofrecido no dejarte dormir. ¿Qué quieres que te cuente? Escoge, hija mía. ¿Quieres alguna historia bien tierna y sentimental, o alguna aventura misteriosa, o un acontecimiento triste?

-No, nada triste. A mí no me gusta la melancolía como a ti: el dolor me espanta y no hallo poesía en la tristeza, sino penosísima realidad.

-No tengas cuidado: puesto que así lo exiges, los héroes de mis cuentos serán felices... Últimamente me entretenía en leer un hecho histórico muy curioso y...

-Poco me gustan los hechos históricos. Cuéntame alguna novela bella y romántica pero que tenga un fin dichoso.

-Te gustará lo que quería referir -dijo sonriéndose Sofía-. Los héroes son dos: un joven estudiante, risueño y sentimental al mismo tiempo, y una niña de ojos grandes, garzos y hechiceros que...

-Sofía, Sofía -prorrumpió Sara tapándole la boca con las manos-, no te burles de mí.

-¿Cómo? ¿tan poca modestia tienes que te has reconocido en la niña de ojos hechiceros? ¿No me permites hablar de la historia que leo diariamente en el fondo de tu corazón?

En pláticas como éstas, alegres y chanceras, tiernas o irónicas, Sofía y Sara pasaron las horas de la velada.

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Poco a poco se empezó a sentir cierto rumor en la aldea, como de muchas gentes que andaban en la plaza y hablaban en voz baja. Al fin las campanas rompieron, a tocar alegremente, despertando a los perezosos, y luego se oyeron algunos cohetes lejanos; creció el rumor y sonaron por todas partes gritos y cantos de gozo. De repente rasgaron el aire los ruidosos acordes de la banda de música de la aldea, que se había situado en el altozano, anunciando la ceremonia religiosa con acompasados valses y cadenciosas contradanzas.

-¡Aleluya! -exclamó Sofía, levantándose con toda la vivacidad de la infancia-. Ya es tiempo... ¡Vámonos! ¡Divirtámonos -añadió-, a misa, a misa!

-¿Eso llamas diversión? -preguntó escandalizada Sara, que se enjugaba los ojos, enternecida aún con lo último que le había referido su prima.

-Llamemos cada cosa por su nombre -contestó Sofía-. Ir a misa de gallo, no es un acto religioso, sino una distracción.

El estrepitoso júbilo de Sofía duró un momento: al llegar a la puerta de la iglesia ya había pasado, quedando grave y pensativa. Al tiempo de arrodillarse Sara apretó fuertemente el brazo de su prima y le dijo:

-¡Mira, allí está!

-¿Quién? ¿Teodoro? No sabía que hubiese vuelto a la aldea. Y tú, hipocritilla, creo que no lo ignorabas...

-Allí está -contestó Sara-, con su compañero, el comparsa de la parte contraria como tú lo llamas.

Sofía procuró sonreírse pero no le fue posible. Oyó la misa, abismada en una profunda meditación interior, y como entre sueños veía el altar, la multitud de rodillas y por encima de ella las expresivas fisonomías   —373→   de los estudiantes, quienes queriendo hacerse notar de Sara volvían a la mirada a cada momento hacia donde ella estaba.

Sara salió de la iglesia llena de plácida alegría. No diremos que había oído misa con devoción; pero su puro corazón se elevaba hacia Dios agradeciéndole el haber visto al que llenaba todos sus pensamientos. ¿El afecto inocente de una niña no es por ventura un sentimiento tan bello que merece que los ángeles mismos lo aplaudan? ¿No es un himno de dicha ofrendado ante el trono del Señor con la ingenua confianza de la mujer candorosa que cuando ama verdaderamente sólo acierta a orar?

La luna se sumergía en el horizonte, y las sombras de las casas cubrían toda la plaza, quedando apenas iluminadas las cabezas de la multitud que aguardaba en el altozano de la iglesia la salida de los demás, mientras que la banda de música echaba el resto de sus armonías y algunos aficionados hacían desiguales descargas de escopeta en prueba de su devoción. Sofía, al salir recorrió con la mirada los grupos de gente y vio iluminadas por la luna, así como las había visto en la iglesia por los cirios del altar, las risueñas fisonomías de Teodoro y Federico... ¿Su suerte sería feliz o desgraciada? ¡misterios insondables de lo porvenir!...

Sara tuvo esa noche sueños deliciosos regados de flores y alegría. Sofía humedeció su almohada con aquellas lágrimas estériles que se vierten en la juventud, y que por lo mismo que no tienen causa aparente hacen sufrir tanto.



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III


Et là, dans cette nuit, qu'aucun rayon n'étoile,
l'âme, dans un repli où tout semble finir,
sent quelque chose encor' palpiter sous un voile...
C'est toi qui dors dans l'ombre, oh! sacré souvenir!


VÍCTOR HUGO                


Pasaron largos años, al cabo de los cuales la aldea que nos ha servido de escenario había cambiado de aspecto y de habitantes, mejorando en lo primero, empeorando notablemente en lo segundo. La espantosa mano de la guerra civil había desmoralizado y dañado el espíritu de aquella sencilla población. Olvidada en un rincón de la república nunca había sufrido antes a causa de las discordias públicas, pero en una de tantas revoluciones quedó envuelta en el desastre general.

Pasaron largos años: muchos hombres públicos habían desaparecido, los unos en la tumba material, los otros en la de su reputación: otros habían subido al poder sólo para caer, y no pocos habían caído sin subir de donde antes estaban.

Pasaron largos años: y otra generación se había levantado, menos ignorante tal vez, pero sin duda menos honrada y de peores inclinaciones que la ya desaparecida.

Pasaron largos años: en el cementerio se veían muchas más cruces y en la iglesia cada día menos fieles.

Pasaron largos años... la naturaleza ostentaba, sin embargo, su eterna hermosura: el sol brillaba, los pájaros cantaban, las flores perfumaban como en otro tiempo; ¡pero cuán completo cambio se había verificado en el corazón, en el espíritu y en el aspecto de las dos ligeras niñas que tiempo atrás reían y lloraban   —375→   sin saber por qué! ¡Cuántas horas de sufrimiento, de tristeza, de amargura, de desencanto y aún de profundo pesar habrían contado, puesto que sus mejillas estaban pálidas y sus ojos y labios no se iluminaban con la sonrisa alegre de otros días!

Pasaron largos años... Sara y Sofía se casaron. La una tuvo tanta dicha como no había esperado, viendo trocados sus ilusorios presentimientos de un triste porvenir en una tranquila y feliz realidad. ¡La otra fue desgraciada, sí, profundamente desgraciada! ¿A cuál le tocó el pesar? A la que era más digna de ser dichosa: a Sara, la niña amante y amable.

Una noche estaba Sara contemplando el cielo en el mismo sitio en que su prima le había hecho pasar tantas horas de contento en su apacible juventud. Había sufrido tanto, moral y materialmente, en los últimos años de su vida, que rara vez había podido entregarse a ese sentimiento de dicha retrospectiva que es tan necesario para tener valor en lo presente, como esperanza en lo porvenir. Por el encadenamiento de circunstancias y de ideas que nos hace volver poco a poco a los recuerdos y hasta a los sentimientos de nuestros primeros años, Sara pensaba en aquella noche de Navidad que formaba como un oasis en su memoria, no tanto por los incidentes de ella, como por las dulces ilusiones que la habían halagado entonces. ¡Cuánto había sufrido desde ese tiempo! Veía pasar delante de la memoria su vida como en un estereoscopio, unida siempre una imagen a la primera parte de su juventud. Una suave melancolía invadió su alma. ¿Qué se había hecho aquella sombra de su ideal, que nada pudo jamás borrar enteramente de su corazón? El recuerdo de ese olvidado afecto le parecía ahora como un ensueño inverosímil. Así, lo que ella creyó en un   —376→   tiempo dulce realidad, tan sólo había sido una ilusión fugaz, tan pronto forjada como desvanecida.

De repente oyó pasos: levantó los ojos... la visión de otros tiempos, el recuerdo que había llenado su frente con ternísimas memorias se le presentó de nuevo: ¡Teodoro y Federico estaban allí!

Teodoro sabía que Sara ya no era libre; pero al llegar al sitio en que habían pasado algunos episodios de su juventud, quiso volver a ver al objeto de su primer amor, el más puro y verdadero. Por una casualidad, su amigo de colegio le acompañaba.

Durante un momento y mientras la saludaban los dos jóvenes, Sara olvidó los largos años que habían trascurrido. La situación era la misma, bien que faltase su compañera, su prima y confidenta. Sara nombró a Sofía, y entonces Federico le dijo cómo la había visto en Europa en donde vivía hacía muchos años. Ya no era, añadió, la niña alegre por ráfagas, sombría por momentos y que dejaba leer su pensamiento en una mirada. El estudio de la vida y el conocimiento del mundo habían afianzado su carácter, y se mofaba de sí misma cuando le recordaban los locos ímpetus de romanticismo de sus primeros años. «Sin embargo -añadía Federico-, creo que a veces derramará lágrimas de ternura al pensar en las escenas de su niñez; lágrimas que no ven nunca las gentes, pero que yo me atreví a adivinar.»

Al fin Federico se despidió, y Sara y Teodoro se hallaron solos; solos bajo los rayos de la luna, esa luz de sus recuerdos... Ambos estaban silenciosos porque el mutuo enternecimiento los hacía callar y el deber les sellaba los labios. Pero es tal el magnetismo del corazón que sabían que era inútil hablar, puesto que sus almas se comunicaban en silencio. De repente   —377→   Sara levantó los ojos y encontró fijos en ella los de Teodoro. Esa mirada fue más elocuente que todos los juramentos de constancia; sus manos se estrecharon por un momento... pero un precipicio los separaba, precipicio moral que era imposible colmar.

Se separaron, pues, con los ojos anegados en lágrimas, pero con la satisfacción de haber sido fuertes ante el deber. No pertenecían a Sara su corazón ni su libertad, pero consolábala la persuasión de que si amó por primera vez, amó dignamente y podía guardar ese recuerdo sin turbarse. La suerte los había desunido: era preciso callar y resignarse. Había conocido, cuando nada podía remediarlo, que sus ensueños pudieron haber sido una realidad, ahora imposibilitada, no quedándole de todo sino tiernas memorias que llenaban de dulce poesía su corazón, tan puras y elevadas que la fortalecían y le inspiraban virtud y abnegación. Todo sentimiento profundo y verdadero es como una voz de lo alto, que nos hace comprender claramente nuestros deberes y nos conduce a cumplirlos cual leyes inviolables; sin desfallecer, sin vacilar, no mirándolos como destructores de nuestra soñada felicidad, sino como piedra de toque en que se ensayan y demuestran los quilates de nuestra virtud.





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ArribaAbajoLuz y sombra

(Cuadros de la vida de una coqueta)



I

La juventud


Brillaba Santander en toda su gloria militar, en todo el esplendor de sus triunfos y en el apogeo de su juventud y gallardía. El pueblo se regocijaba con su adquirida patria, y el gozo y satisfacción que causa el sentimiento de la libertad noblemente conquistada se leía en todos los semblantes.

Contaba yo de catorce a quince años. Había perdido a mi madre poco antes, y mi padre, viéndome triste y abatida, quiso que acompañada por una señora respetable, visitase a Bogotá y asistiese a las procesiones de Semana Santa, que se anunciaban particularmente solemnes para ese año. En aquel tiempo el pueblo confundía siempre el sentimiento religioso con los acontecimientos políticos, y en la semana santa cada cual procuraba manifestarse agradecido al que nos había libertado del yugo de España.

Triste, desalentada, tímida y retraída llegué a casa de las señoritas Hernández, donde mi compañera, doña Prudencia, acostumbraba desmontarse en Bogotá. Las Hernández eran las mujeres más de moda y más afamadas   —382→   por su belleza que había entonces, particularmente una de ellas, Aureliana. Llegamos el lunes santo a las dos de la tarde, y doña Prudencia, deseosa de que yo no perdiese procesión, me obligó a vestirme, y casi por fuerza me llevó a un balcón de la calle real a reunirnos a las Hernández, que ya habían salido de casa.

Cuando vi los balcones llenos de gente ricamente vestida, las barandas cubiertas con fastuosas colchas, y me encontré en medio de una multitud de muchachas alegres y chanceras, me sentí profundamente triste y avergonzada, y hubiera querido estar en el bosque, más retirado de la hacienda de mi padre.

-¡Allá viene Aureliana! -exclamó doña Prudencia.

-¿Dónde? -pregunté, deseosa de conocerla; pues su extraordinaria hermosura era el tema de todas las conversaciones.

-Aquella que viene rodeada de varios caballeros.

-¿La que trae saya de terciopelo negro con adornos azules y velo de encaje negro?

-No, ésa es Sebastiana, la hermana mayor. La que viene detrás con una saya de terciopelo violeta, guarniciones de raso blanco y mantilla de encaje blanco, es Aureliana.

¡No creo que haya habido nunca mujer más hermosa! Un cuerpo elegante y gallardo, una blancura maravillosa, ojos que brillaban como soles, labios divinamente formados que cubrían dientes de perlas... y por último sin igual donaire y gracia. Subió inmediatamente al balcón en que yo estaba, rodeada por un grupo de jóvenes que como mariposas giraban en torno suyo. Los saludos, las sonrisas, las miradas tiernas, los elogios más apasionados eran para Aureliana. Sebastiana era también muy bella, pero su hermana   —383→   arrebataba y hacía olvidar a todas las demás. Su gracia, sus movimientos elegantes, su angelical sonrisa y mirada, ya lánguida, ya viva, alegre o sentimental, todo en Aureliana encantaba.

Volví con las Hernández a su casa, pero era tal la impresión que Aureliana me había causado, que no podía apartar mi vista de su precioso rostro. Enseñada a que generalmente las demás mujeres la mirasen con envidia, la hermosa coqueta comprendió mi sencilla admiración, me la agradeció, y llamándome a su lado, me hizo mil cariños, halagándome con afectuosas palabras. Al tiempo de retirarse a su cuarto me llevó consigo, diciendo que me tomaba bajo su protección durante mi permanencia en Bogotá.

El cuarto estaba lujosamente amoblado. Sobre las mesas se veían los regalos que le habían enviado aquel día: joyas, vestidos, adornos costosos, piezas de vajilla, flores naturales y artificiales, frutas raras y exquisitas..., en fin, allí estaban los objetos más curiosos que se podían encontrar en Bogotá.

-¿Es hoy el cumpleaños de usted? -le pregunté admirada al ver tantos regalos.

-No -me contestó con aire de triunfo-. Mis sonrisas valen más que todo esto que me envían en cama uno de los que se me han acercado hoy, al comprender algún capricho mío, me ha querido complacer enviando lo que deseaba.

Un no sé qué de irónica y triste pasó por su lindo rostro al decir estas palabras, e instintivamente sentí que aquella existencia de vanidad me repugnaba.

Durante las dos semanas que permanecí en Bogotá estuve continuamente con Aureliana, y al tiempo de despedirme vi brillar una lágrima de sentimiento entre sus crespas pestañas. A pesar de los homenajes de todos   —384→   los altos personajes de la República, de las fiestas que le daban y de los elogios que le prodigaban, la humilde admiración de una campesina despertó en su corazón un cariño sincero.

Me hallaba algunos años después en Tocaima con mi padre enfermo, cuando se supo que en esos días llegarían las Hernández. Éste fue un acontecimiento para todos los que estaban en el Pueblo. Aureliana se había enfermado ¡qué calamidad! Se dijo que el presidente le prestaría su coche para atravesar la Sabana y que los mejores caballos de la capital estaban a su disposición. En la Mesa le prepararon una silla de manos, por si acaso prefería ese modo de viajar. En fin, cuando se supo que llegaba la familia Hernández, salieron todos los principales habitantes del lugar a recibirla.

Les habían destinado la mejor casa de Tocaima, y cada cual envió cuanto creía que la enferma pudiese necesitar. Apenas supo Aureliana que yo estaba en el pueblo, me mandó llamar con mil afectuosas expresiones. La encontré pálida, pero bella como siempre. Aunque la acompañaba una comitiva bastante numerosa de jóvenes y amigas de Bogotá, gustaba mucho de mi compañía y pasábamos una gran parte del día juntas.

Una noche dieron en el pueblo un baile para festejar la reposición de Aureliana; pero ella al tiempo de salir, dijo que no se sentía bastante fuerte para concurrir al baile y que permanecería en su casa; y en efecto, me envió a llamar para que la acompañase aquella noche.

La halló sola en un cuartito que habían arreglado para ella con lo mejor que se encontró en el lugar. Una bujía puesta detrás de una pantalla esparcía   —385→   su luz suave por la pieza, y en medio de las sombras se destacaba la aérea figura de Aureliana, que ataviada caprichosamente con un vestido popular, dejaba descubiertos sus brazos torneados y ocultaba en parte sus espaldas bajo un paño de linón blanco. Estaba recostada en una hamaca y apoyando la cabeza sobre el brazo doblado, con la otra mano acariciaba sus largas trenzas de cabellos rubios que hacían contraste con sus rasgados ojos negros y brillantes.

-¡Bienvenida, Mercedes! -dijo lánguidamente al verme-. Mi madre y mis hermanas se fueron al baile y no las acompañé porque estoy demasiado fastidiada para pensar en diversiones.

-¡Usted fastidiada! -exclamé.

-¿Y porqué no? ¿acaso no se encuentra siempre hiel en toda copa de dicha que apuramos hasta el fondo?

-¡Qué poética está usted esta noche!

-No soy yo; esa frase me la enseñó Gabriel el literato, uno de mis adoradores.

-Pero no debería usted ni en chanza quejarse de su suerte.

-No, no me quejo. He obtenido de los demás cuanto he querido... pero...

-¡Cómo! -exclamé- ¿no le basta aún tanta adoración, tanto amor como el que la rodea?

-Siéntate a mi lado, Mercedes -me dijo, tuteándome de repente-: no sé por qué tengo por ti tanta predilección -y añadió en voz baja-: será tal vez porque eres la única mujer (no exceptúo a mis hermanas) que no se ha mostrado envidiosa de mí... ¡Ah! -exclamó un momento después con tristeza-, ¡cuán poco fundamento tienen para ello!

Yo no sabía qué contestarle y guardé silencio.

  —386→  

-Dime -añadió-, ¿sabes lo que es amar?

Bajé los ojos sin contestar: sabía lo que era amar pero ese sentimiento lo guardaba en mi corazón como un secreto.

-¿No me contestas? No es una pregunta vana ni una curiosidad mujeril. Deseo saber la verdad... quisiera comprender lo que hay en otro corazón...

-Hace dos años -contesté-, que estoy comprometida a casarme, y nunca me ha pesado. Eso le bastará a usted para comprender que sé lo que es amar.

-Eres más feliz que yo entonces -repuso apoyando su mano afectuosamente sobre la mía-. Yo nunca he podido amar verdaderamente. Ésa es la herida secreta de mi alma. ¡Tengo cerca de treinta años y no sé lo que es amar con el corazón, con abnegación, con ternura! Mi vanidad ha sido halagada mil veces: mi imaginación se ha entusiasmado; pero mi corazón no ha sabido, no ha podido amar sinceramente. Nunca me ha ocurrido olvidarlo todo por el objeto amado: nunca he encontrado tranquilidad ni completa dicha al lado de uno solo. Me dicen que amar es vivir pensando siempre en el ser predilecto, asociándolo a todos los momentos de nuestra vida, siendo su nombre la primera palabra al despertar, y siendo él nuestro último pensamiento al dormirnos... Amar debe de ser vivir en un mundo aparte, sintiendo emociones inefables de suprema ternura... Dime, ¿es así como amas?

-Ha descrito usted mis más íntimos sentimientos. Pero añadí-, amar es también sufrir ¿no es usted más feliz con su tranquilidad?

-No, hija mía: hay más dicha en amar que en ser amado, me ha dicho muchas veces Vicente el poeta, y lo creo. Tenía yo apenas catorce años cuando por primera vez comprendí que mi belleza inspiraba amor   —387→   y avasallaba. Encantada, creí corresponder durante algunos días ¡pobre Mariano! La ilusión pasó al momento que otro de mejor presencia se me acercó. Creí haberme equivocado en mi primer afecto y lo rechacé para acoger al segundo. Pero sucedió lo mismo con éste y los demás. Para entonces sabía el precio de mi palabra más insignificante, de mis miradas más vagas y, te lo confieso, me hice coqueta con el corazón vacío y la imaginación ardiente. La sociedad entera estaba a mis pies: ninguna mujer podía competir conmigo. Las palabras de adoración que oía no causaban impresión en mi corazón: las recibía con frialdad, pero las contestaba con fingida ternura.

Instintivamente me aparté del lado de Aureliana. Esta mujer tan fría y tan hermosa me horrorizaba. Su corazón parecía una de aquellas cumbres nevadas a cuya cúspide nunca han logrado llegar los viajeros.

-Una vez -continuó, sin cuidarse de mi movimiento de repulsión-, una vez comprendí que en el círculo de admiradores que me rodeaban había un joven que criticaba mi modo de ser y que no sentía por mí ninguna admiración. Esto me chocó al principio y me dolió al fin. Fernando, así se llamaba, se manifestaba siempre serio y severo conmigo y aun a veces tuvo la audacia de censurarme. Su frialdad delante de mí y sus improbaciones me causaron tanto disgusto, que decidí conquistarlo a todo trance. Sin manifestárselo claramente desplegué para él todas mis artes, mostrándome tan afectuosa, que pronto vi que le habían hecho mella mis atenciones; pero aunque sus modales eran los de un hombre galante, no se manifestaba enamorado. Si no lo venzo, pensé, es un hombre superior y digno de un afecto verdadero. Sin   —388→   embargo, Fernando no buscaba mi sociedad con preferencia, aunque ya no me censuraba como antes; y afectaba hablar delante de mí de la belleza de otras mujeres. Desgraciadamente mi carácter no es constante, y mi entusiasmo que sólo dura un momento, cede ante cualquiera dificultad. No hubiera querido verlo a mis pies, pero no consentía mi amor propio que admirara a otras mujeres. Mientras tanto nuevas conquistas y diversiones ocuparon mi pensamiento y olvidé el noble propósito, apenas formado, de gozar con un amor secreto aunque no fuera correspondido.

-¡Qué carácter tan extraño tiene usted! pero continúe; ¿que se hizo Fernando?

-Lo vas a oír. Hace algunos meses el Libertador dio un baile en una quinta en los alrededores de Bogotá. La noche estaba lindísima y la luna iluminaba los jardines. Fatigada del ruido y deseosa de encontrarme sola para leer una carta que se me había entregado misteriosamente, me escapé de la casa sin ser vista, y me dirigí hacia un pabellón situado en el fondo del jardín, en donde sabía que hallaría luz y soledad. Envuelta en un grueso pañolón que me escudaba del frío de la noche, atravesé prestamente el jardín y tomé una senda sombreada por arbustos, y cortada por un arroyo que bajaba resonante del vecino cerro. El contraste del ruido, las luces, la armonía y la agitación de un baile con el tranquilo paisaje que atravesaba, me predispuso a una melancolía vaga muy extraña a mi carácter. Una lámpara colgada del techo iluminaba el pabellón: al llegar a él me dejé caer sobre un sofá y se me escapó un suspiro. Otro suspiro hizo eco a mi lado, y volviéndome hacia la puerta vi que un caballero estaba ahí en pie. Disgustada del espionaje impertinente iba a reconvenir al que había interrumpido   —389→   mi soledad, cuando éste desembozándose descubrió la pálida e interesante fisonomía de Fernando.

-¿Fernando -dije-, es usted?

-Tiene usted razón de admirarse, Aureliana: no debía hallarme aquí -dijo; y tomándome la mano, que instintivamente le alargaba, imprimió sus labios en ella.

-¿Para qué luchar más? -añadió sentándose a mi lado-; ¿para qué fingir despego cuando no puedo menos que adorarla?

No sé si el corazón de todas las mujeres es igual al mío; pero en vez de sentirme dichosa con mi antes anhelada conquista, mi corazón permaneció tranquilo e indiferente. La desilusión más profunda se apoderó de mí al comprender que no era capaz de amar al único hombre que tanto había admirado; y en lugar de contestarle como hubiera hecho a otro cualquiera, bajé la cabeza en silencio y con amargura pensaba que todos los hombres son iguales puesto que basta lisonjear su vanidad para verlos rendidos.

Fernando me refirió entonces la historia de su amor. Me confesó que cuando me había conocido, primero sintió hacia mí cierta repulsión y odio, y miraba con desdén a todos los que se me humillaban; pero que el deseo que le manifestó de oír sus consejos y de agradarle, en lugar de resentirme por sus censuras, lo había sorprendido y poco a poco su odio fue cambiándose, en un afecto verdadero que se convirtió en amor violento. Disgustado y humillado al comprender que no tenía fuerza para defenderse, había luchado largo tiempo por vencer su inclinación, y al fin determinó huir de mí y me había hecho entregar sigilosamente una carta aquella noche. Era una tierna despedida.

Logré que Fernando no partiera. Deseaba despertar en mi corazón aquel interés que había creído sentir   —390→   por él en un tiempo. ¡Amar debe de ser tan bello! Pronto el mismo Fernando descubrió que yo misma procuraba engañarme y que nunca podría amarlo. Sentía sin embargo perder un corazón tan noble y quise convencerlo de que lo amaba, pero él no se engañó, y se despidió de mí resignado y triste, bien que sin manifestarse herido en su amor propio. Hace un mes supe que había muerto en Cartagena en un duelo por causa mía, defendiéndome de las calumnias que propagaba contra mí un oficial a quien había desdeñado. Esta muerte, me causa a veces remordimientos. ¿Pero qué culpa tengo si no lo podía amar? Nunca le dijo que no le correspondía...

-En eso estuvo el error.

-Tal vez; pues me decía que mis miradas y mis expresiones de cariño le habían hecho concebir esperanzas, y creía por momentos que no lo miraba con indiferencia. Sin esa idea jamás me hubiera amado.

-¡Pobre joven! -exclamé-; -¡Pobre joven! -exclamé-; ted.

-No digas eso -contestó Aureliana con amargura-. El que ama está recompensado con el grato sentimiento que lo anima. Algunas veces me he sentido inspirada por ráfagas, desgraciadamente pasajeras, de una ternura que me ha henchido el corazón, ennoblecido el alma y llenándome de bellos pensamientos. ¡Pero cuán cortos han sido estos instantes! He pasado mis días buscando con ahínco el amor, único objeto de la vida de una mujer, pero en su lugar sólo he hallado desengaños y vacío. No creas que la coquetería que me tachan, quizás con razón, es el fruto de un corazón pervertido; no lo creas: es que busco en todas partes un ideal que huye de mí incesantemente.

El lenguaje escogido, aunque sin verdadera profundidad   —391→   de ideas que distinguía a Aureliana, la hacía en extremo agradable, pero no sabía hablar con elocuencia sino de sí misma.

De vez en cuando llegaba hasta nuestros oídos el eco lejano de la música del baile a que Aureliana había rehusado concurrir. Sacó su reloj (objeto raro en aquel tiempo) que pendía de una gruesa cadena que llevaba al cuello; eran las doce de la noche.

-Esta noche no podré dormir -dijo suspirando-. La conversación que hemos tenido me ha causado suma tristeza y me ha recordado escenas que quisiera olvidar. Fernando no es el único que se ha perdido por causa mía...

-¡Qué alegres y triunfantes estarán mis hermanas y mis amigas sin mi presencia esta noche! -exclamó un momento después, poniéndose en pie y mirándose en un espejo que tenía a la cabecera de su cama-. Mejor hubiera sido emplear nuestro tiempo en el baile. ¿Quieres ir? ¡Qué! -añadió, viendo la seriedad con que yo acogía una propuesta tan descabellada-, ¿te has impresionado con mi charla sentimental? ¡Bah! eso es pasajero. ¡Ven al baile!

-¿Yo presentarme a esta hora? ¡imposible!

-Mandaremos llamar quien nos acompañe.

-No puedo, no quiero. Perdóneme usted, pero...

-No te quiero obligar -me contestó-. Yo iré; mi sistema consiste en no dejarme llevar nunca por la tristeza, y a todo trance combatirla.

No quiso ponerse adorno ninguno. Soltó su rubia cabellera, se ató una cinta azul al derredor de la cabeza, se envolvió graciosamente en un chal del mismo color, y llamando a un negro esclavo le mandó que llamase quien la fuese a acompañar al baile.

Mientras llegaban los amartelados ansiosos de obedecer   —392→   su orden, me hizo acostar en su cama y se despidió afectuosamente de mí al partir. Quedeme aterrada con las revelaciones que me había hecho y admirada de los caprichos de aquella mujer tan extraña y... tan infeliz.

Al cabo de pocos días la familia Hernández regresó a Bogotá; y se pasaron cerca de treinta años sin que yo volviese a ver a Aureliana, ni tener de ella sino vagas noticias de que no hice caso.




II

La vejez


Al fin me casé, mis hijos crecieron y a su vez me rodearon de nietos.

Veía mi juventud en lontananza, como un suelo que pasó; pero estaba satisfecha con mi humilde suerte.

Descansaba una tarde sentada a la puerta de mi casa. El día había sido muy caluroso haciendo apetecible la sombra de los árboles que refrescaban mi alegre habitación. De repente veo salir de la posada del pueblo a una señora anciana, inclinada por la edad y las dolencias y apoyándose en el brazo de un negro viejo. Después de vacilar un momento y siguiendo la dirección que el negro le indicó, se dirigió hacia mí con suma lentitud y trabajo.

Al llegar al sitio en que yo estaba, se detuvo y con voz apagada y triste me dijo:

-¿Me conoces Mercedes?

-No, no recuerdo...

-¿Pero tal vez no habrás olvidado a Aureliana Hernández? ¿no es cierto?

-¡La señora Aureliana! ¿acaso?...

  —393→  

-¡Soy yo!

La miré llena de asombro. No le había quedado la menor señal de su singular belleza. Parecía tener más de setenta años: la cutis ajada por los afeites, y acaso también por los sufrimientos, estaba arrugada y amarillenta: los ojos, tan brillantes en la juventud, ahora turbios y enrojecidos; el cuerpo agobiado y el andar lento y trabajoso, indicaban que las penas de una larga enfermedad la habían envejecido aún más que el trascurso de los años.

Inmediatamente la hice entrar y recordando el cariño que me tuvo en otro tiempo, le prodigué cuantos cuidados pudo, procurando hacerle olvidar el aislamiento en que la encontraba. No me atrevía a preguntarlo por su familia que abandonaba así en la vejez a mujer que había sido tan contemplada en su juventud.

Indagando el motivo que la había traído a *** me contestó:

-Mis enfermedades, y la orden de los médicos.

-¿Y la familia de usted está en Bogotá?

-Sí; allí están todos.

-¿Y la hija de usted por qué no la acompaña?

-La pobre -dijo con una sonrisa de resignación-, en vísperas de casarse, y no era justo que abandonase a su novio para venirse al lado de una inválida como yo.

-¿Y el señor N*** su esposo?

-El clima cálido le hace daño.

-¿Y sus dos hijos?...

-Sus negocios les impiden salir al campo. Pero vino acompañándome el negro, el mismo esclavo que conocerías en casa, y el único que comprende y soporta mis caprichos; él nunca me ha querido abandonar a pesar de ser ya libre.

  —394→  

Un antiguo esclavo fiel era el único y el último apoyo que le había quedado a aquella mujer tan festejada. Se me apretaba el corazón al oírla, y se me llenaron los ojos de lágrimas al contemplar una vejez tan triste después de una juventud tan brillante.

Aureliana permaneció un mes en mi casa, atendida, me dijo, como no se veía hacía mucho tiempo. En las largas conversaciones que tuvimos comprendí que la segunda parte de su vida había sido una terrible expiación de la loca vanidad de la primera. Poco a poco me fue descubriendo los secretos más dolorosos de su vida.

Casada hacia el fin de su juventud con un hombre a quien ella no amaba, y de quien no era amada, pronto descubrió que él sólo había querido especular con su riqueza, y notó con terror que su belleza desaparecía paso a paso. Sin educación esmerada, sin instrucción ninguna, al perder esa hermosura que era su único atractivo, los admiradores fueron abandonándola sucesivamente. Veía con afán que su presencia no causaba ya emoción y que las miradas de los concurrentes a las fiestas a que asistía no se fijaban en ella. Deseosa entonces de abandonar el teatro de sus primeros triunfos, acompañó a su esposo con gusto a los Estados Unidos; pero allí se vio aún más desdeñada. Desesperada procuró hacer mil esfuerzos para recuperar su perdida hermosura, y pasaba largas horas delante de su espejo adornándose con todo el arte que una experiencia consumada le había enseñado. Ocasión hubo en que su espejo le hacía ver de nuevo la Aureliana de su juventud, y llena de ilusiones y colmada de esperanzas se presentaba en las fiestas y los bailes, ¡pero los demás la miraban como se mira a una ruina blanqueada y pintada! Otras, no muy bellas pero más jóvenes, se llevaban la palma.

  —395→  

¡Cuántos y cuán crueles desengaños tendría aquella pobre mujer, que había fincado su vida en sus atractivos personales! Sufría momentos de postración en que pedía a Dios la muerte más bien que dejar de ser admirada.

En esas luchas, en este afán pasó algunos años antes de llegar a persuadirse de la inutilidad de sus esfuerzos. Las aguas, los polvos y los cosméticos con que procuró hacer revivir su perdida frescura aniquilaron los restos de su colorido y mancharon lo albo de su tez; las enfermedades apagaron antes de tiempo el brillo de sus ojos y destruyeron su hermosa cabellera, y por añadidura las lágrimas, los desengaños y las penas domésticas acabaron con el último resto de su singular belleza.

Durante la niñez de sus hijos éstos se habían visto abandonados por la madre, que perseguía sus últimos triunfos; y así perdió ese primer cariño filial tan puro y tan bello. Por otra parte, las palabras desdeñosas del señor N*** habían hecho nacer en el corazón de esos niños un sentimiento de completa indiferencia hacia su madre desamada y poco respetada.

Cuando al fin Aureliana se convenció de que habían pasado los últimos arreboles de vanidad mundana, se volvió hacia sus hijos; pero éstos recibieron con disgusto sus expresiones de cariño, creyeron que era uno de los muchos caprichos pasajeros de que su padre la acusaba diariamente, y llenos de frialdad no le hicieron caso.

Aureliana era, en efecto, impertinente y caprichosa, resultado natural e infalible, de su mala educación y de la vida que había llevado en su juventud. Para consolarse de sus desgracias presentes, no dejaba de hablar de su antigua belleza y de los triunfos de su   —396→   juventud, añadiendo así al vacío de ideas la locuacidad ridícula, y la ruina de su carácter de madre a la ruina de su belleza de cortesana.

Continuamente enferma, su familia la envió a que cambiase de clima, acompañada solamente por el negro. Después de haberse visto adorada en su juventud por cuantos se le acercaban; después de acostumbrarse a que todos se inclinasen ante su más leve capricho y que su menor indisposición fuese una calamidad pública, ahora, cuando se encontraba realmente enferma y débil, se veía abandonada hasta por los que tenían el deber de procurarle comodidades.

No hace mucho que Aureliana murió en Bogotá olvidada y no llorada. En medio de sus sufrimientos, me dicen que todavía hablaba de sus antiguos triunfos y de su belleza. La vanidad y los mundanos recuerdos de sus primeros años la acompañaron hasta las puertas de la tumba, cuya proximidad no le sugirió un solo pensamiento serio. Murió como había vivido: sin acordarse de su alma; ¡tal vez ignorando que la tenía!


Este episodio me fue referido no ha mucho por una venerable matrona de ***, y esto me ha probado una vez más, cuán indispensable es para la mujer una educación esmerada y una instrucción sana, que adorne su mente, dulcifique sus desengaños y le haga desdeñar las vanidades de la vida. Los comentarios y las reflexiones son inútiles aquí: la lección se comprende solamente con referir los hechos, harto verdaderos para bochorno de lo que afrancesadamente solemos llamar «sociedad de buen tono».





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ArribaAbajoTipos sociales


ArribaAbajoLa monja

-¡Pobres monjas! -decía yo a una amiga mía-, ¡cuánto me conmueve la situación en que se hallan!

-Con más razón te conmovería su suerte, si supieras que cada uno de sus conventos era un hogar hospitalario que han perdido, y que el sacarlas de allí les ha causado más pena que la que sintiera un patriota a quien desterrasen de su país sin tener esperanza de volver jamás.

-¡Vaya, tú exageras! ¡Cuántas no se habrán alegrado al verse libres!

-¡Libres! ¿Llamas libertad el tener que vivir pobremente de limosnas y con el corazón henchido por el dolor de haber dejado el asilo que habían jurado no abandonar sino con la vida? ¿Llamas libertad vivir en una pobre casa, sin ninguna de las comodidades a que estaban enseñadas, y con el continuo temor de carecer de lo necesario?

-¿Y tú qué sabes de eso? ¿acaso has vivido con ellas?

-Sí..., las conozco muy bien y mi simpatía no hace comprender mucho de lo que no todos ven. ¿No te acuerdas que ahora algunos años pasé unos meses en el convento de ***, cuya grata y desinteresada hospitalidad será motivo de mi agradecimiento mientras viva?

  —400→  

-Lo había olvidado, y en verdad que siempre he tenido muchos deseos de sabor cómo viven las monjas en sus misteriosos conventos.

-El convento es un pequeño mundo donde se agitan, no lo dudes, todos o casi todos los sentimientos humanos. Hay varios tipos de monjas que no dejaría de ser interesante estudiar, porque en ellos hallaríamos cuál ha sido la misión de los monasterios en nuestra sociedad.

-Te ruego que recuerdes algunos de ellos para...

-¿Alimentar tu curiosidad? Lo mejor que puedo hacer entonces, querida mía, será dejarte recorrer las páginas del diario que escribí durante mi permanencia en el convento de ***.

Efectivamente al día siguiente recibí el diario de Pía, del cual con permiso suyo me he tomado la libertad de trascribir algunos trozos.

*  *  *

Una terrible revolución estalló ayer en Bogotá y como estamos a discreción de un ejército, mi padre, deseoso de ponerme en un lugar seguro, temiendo ser apresado repentinamente, habló con una amiga suya, hermana de una monja, que se encargó de hacerme introducir al mismo tiempo que otras señoritas al convento de ***.

Varias figuras blancas envueltas en sus largos mantos nos salieron a recibir a la portería. Con amables sonrisas y cariñosas palabras, nos introdujeron por los anchos claustros hasta la pieza que nos habían preparado. Yo estaba triste y abatida; la suerte de mi hermano que había salido prófugo de Bogotá y tal vez la de... un amigo muy querido de toda mi familia, me tenía muy alarmada.

  —401→  

La pieza que nos han destinado es triste y oscura, pero las puertas y las ventanas miran hacia un hermosísimo patio, rodeado por un ancho claustro y sembrado de plantas odoríferas que enredándose en las columnas de piedra forman guirnaldas de diferentes flores, cuyo perfume nos halaga y consuela. Las flores, esa sonrisa de la naturaleza, son siempre acogidas con gusto por los tristes, porque ellas lo recuerdan la bondad de Dios y al mismo tiempo la inagotable belleza del mundo en que nos ha puesto...

*  *  *

He pasado ya varios días en el convento y estoy persuadida de que no hay mejor sitio para calmar las penas del corazón que esta soledad llena de ocupación, este retiro tranquilo y suave, este asilo piadoso y sencillo que llaman un monasterio. Todo aquí respira pureza, suavidad, modestia, resignación. Desde antes de amanecer estoy en pie, y al oír tocar la campana de maitines, tan solemne y triste, me levanto a tientas y mirando por la ventana veo pasar por entre la oscuridad las blancas formas de las monjas que se dirigen hacia la capilla. Atraviesan los claustros tranquilas, de una en una, silenciosas, con los brazos cruzados y la cabeza cubierta con sus mantos blancos o negros según su categoría.

Esta mañana quise acompañar a las monjas en sus oraciones. Adelante iba una llevando una luz, y la seguían paso ante paso todas las demás. Los claustros y los pasadizos estaban profundamente oscuros y la luz que llevaban sólo servía para hacer más patentes las sombras. El coro bajo, sitio donde enterraban anteriormente a las religiosas, está separado de   —402→   la iglesia por una doble reja y una gruesa cortina negra. Me arrodillé cerca de la cortina para poder ver el interior de la iglesia. Reinaba en el templo la más completa oscuridad solamente en el altar mayor se veía arder una pequeña lámpara; algunas veces al mover su llama el viento, ésta se iluminaba repentinamente y brillaban los puntos más salientes, los dorados y las joyas de los altares vecinos..., un momento después todo quedaba en tinieblas. En torno mío veía entre las sombras a las monjas, quienes hincadas en diversas actitudes oraban en silencio. Ese espectáculo tan quieto y triste me hizo tanta impresión que se apoderó de mí un terror incierto, un pavor misterioso, y los ojos fijos en la iglesia silenciosa, sentía que había perdido el poder sobre mis sentidos. De improviso se levanta como un rumor vago en el interior de la iglesia, y un momento después oigo las suaves voces de las novicias en el coro superior cantando el Ave María. Ese sonido humano, esas frescas voces, aunque poco armoniosas, me volvieron los sentidos y pude unirme a las demás monjas en su oración.

¡Y dicen que no hay emociones en un convento! Rara vez he sentido una emoción más profunda que la que se apoderó de mí en ese momento de misterioso terror, y embargó mis sentidos sin saber por qué.

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Durante el tiempo que he estado aquí me he ocupado en estudiar los diferentes tipos que se encuentran entre las monjas.

En primer lugar está la madre Asunción. Ésta es una mujer de unos cincuenta años, gorda, rosada, y   —403→   siempre de buen humor. Su vida está en su fisonomía franca y sencilla. Sus padres se opusieron a que permaneciese en el convento después de haberse educado en él, y la sacaron temerosos de que profesase, pues ésa era la intención que había manifestado. Pasó varios años en el mundo, como dicen ellas, y aunque no se mostraba triste (su carácter no se lo permitía) abrigaba siempre la firme resolución de volver al convento. Al fin logró cumplir su deseo: profesó sin exhalar un suspiro, y desde entonces está completamente satisfecha, tomando grande interés en cuanto pasa en su pequeña esfera. Todo el día se la ve andando aprisa por todo el convento, componiendo las flores, visitando las despensas, riñendo a las criadas; pero a todas horas brindando sonrisas y chanzas. Es el tipo de la monja satisfecha.

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En oposición a ésta, la madre Fortaleza está siempre seria y casi imponente. Cuando llega a entrar a nuestro departamento, callamos todas; en su fisonomía enjuta rara vez llega a mostrarse una sonrisa. Ha sido dos veces priora y es la que gobierna en el convento, aunque ahora no está reinando. Nunca se la encuentra en los jardines, y mira con desprecio a las que se ocupan de las flores, la música u otras frioleras por el estilo. Rara vez levanta la voz; para ser obedecida le basta manifestar su disgusto con una mirada de esos ojos fríos y de color incierto. Por lo demás es amable con todas, y aunque no parece ser tan curiosa como las otras monjas, no se le escapa nada de lo que pasa dentro o fuera del convento.

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El tipo más dulce, más conmovedor es el de la madre Catalina. Tendrá unos treinta y ocho años. Sus ojos son grandes, negros y profundamente melancólicos; hay en el fondo de ellos una luz apagada de algún dolor olvidado, y se conoce que ha sufrido inmensamente aunque callada. Sus labios descoloridos tienen un movimiento nervioso a veces, y su sonrisa es singularmente triste; es como el reflejo de un recuerdo escondido en el fondo del alma. El timbre de su voz es delicioso por la dulzura; es una armonía que parece guardar en sí las lágrimas que jamás alcanzarán a salir. Tiene talle esbelto y majestuoso, y se conoce que su amplio vestido encubre formas perfectas.

La historia de esa monja es corta y cruel.

Había quedado huérfana bajo el cuidado de un hermano mayor, quien pronto la obligó a entrar al convento para impedir su matrimonio, arreglado por sus padres, con un primo suyo, joven a quien ella amaba. Sin embargo ella rehusaba tomar el velo. Una noche apareció asesinado el joven primo suyo; nadie supo jamás quién era el criminal. Al saber ese acontecimiento, Catalina tomó el velo inmediatamente, pero su espíritu parecía haber abandonado su morada terrestre. Sin decir una palabra de desesperación, su aire, su manejo lo denotaban. Durante largos años rehusó perentoriamente ver a su hermano. Pero al fin se fue calmando su dolor poco a poco, y empezó a tomar interés en lo que la rodeaba. Se refugió en una piedad entusiasta, exagerada y eso parece que tranquilizó su corazón. Al menos ya se sonríe con aquel aire de martirio, ya habla con esa cadencia de melancolía;   —405→   pero al fin habla y se sonríe. Cumplan sus obligaciones estrictamente, sin desmayar pero sin entusiasmarse, pues una piedad suave y tierna ha reemplazado el primer loco ímpetu de devoción. Hace dos otres años que recibe las visitas de su hermano si conmoverse, porque ha puesto ya los ojos en el cielo y se conoce que ha perdonado completamente las ofensas que le han hecho. La única cosa que le llama la atención es la música; dedica las horas que puede al canto y toca en su celda en un piano que su hermano le ha regalado. Todas las monjas la quieren con sumo cariño y ella se presta con apática bondad a cuanto desean. Ésta es la monja resignada.

Resignada, sí; ¡pero qué de combates sostendría ese triste y apasionado corazón! ¿Habría sido acaso más feliz fuera del convento? Indudablemente no, pues el que era dueño de su suerte estaba decidido a labrar su desgracia. Al contrario ¿qué mejor lugar para un corazón sin esperanza, que estos vastos y silenciosos jardines, estos patios espaciosos, estos claustros tan llenos de misterios, en los cuales puede la monja meditar con libertad durante las horas de sus silenciosos deberes?

*  *  *

Pasa aprisa y muy envuelta en su manto otra monja: la madre Concepción. Su edad es incierta; puede tener veinticinco años, o quizás cuarenta. Sus ojos azules están rodeados de anchas ojeras; su mirada es la de una profunda, inagotable y agitada desesperación; su fisonomía está ajada por las lágrimas y arrugada por los insomnios. Es poco querida por las demás monjas; su indiferencia por todo, su   —406→   abatimiento, sus lágrimas casi continuas y su gran reserva, no ha inspirado simpatía. Parece que ahora diez años vino a pedir asilo; dicen que entonces, aunque se manifestaba tan triste, tan abatida como ahora, su hermosura era sorprendente... Viéndola tan desesperada cuando acababa su noviciado, la priora le preguntó si deseaba salir nuevamente. Sus ojos brillaron con una ráfaga de fuego; su figura tomó un aspecto radiante; pero esa expresión fue momentánea. Se precipitó a los pies de la monja y le rogó con las más tiernas súplicas que no la abandonara a su suerte, que la recibiera en este santo asilo, único refugio contra su corazón. Profesó poco después.

No ha mucho tiempo que vino a visitar a la madre Concepción una mujer del pueblo acompañada de una niña de diez a doce años limpiamente vestida aunque sin lujo. Desde entonces vienen de tiempo en tiempo, y a veces la monja pide licencia para verlas en la portería, donde puede abrazar a la niña. Hoy cabalmente vinieron a visitarla, y desde que se fueron hasta ahora ha permanecido hincada en la capilla, como anonadada por una meditación sin fin.

-Se vuelve como demente cada vez que vienen las únicas personas que la visitan -y la que dijo estas palabras me refirió lo que acabo de escribir.

-¿La madre Concepción es de Bogotá?

-No sé -me contestó mi interlocutora-; pero cuando llegó dijo que acababa de venir de las provincias del norte. Tenía entonces muchas joyas que regaló a las santas imágenes; sólo guardó una crucecita de diamantes que suspendió del cuello de la niña el primer día que vino a verla.

-¡Pobre mujer! adivino su triste historia -contesté.

-No hagamos juicios temerarios -me dijo la otra-;   —407→   es una infeliz que vive sola y sin querer las simpatías de sus compañeras. Nadie entra a su celda, y cuando está adentro pasa horas enteras sentada en su único sillón, sin moverse, y cubriéndose la cara con las manos.

Este es el tipo de la monja por arrepentimiento.

*  *  *

Hoy estuve visitando todo el convento; la simpática madre Florentina me acompañaba. Esta excelente monja me ha servido de hermana desde que estoy aquí. Apenas tiene veinte y seis años y hace uno que profesó. Su aspecto es bastante bello; tiene hermosos ojos negros, labios rosados, dientes blancos y al reírse aparecen en sus mejillas graciosos hoyuelos; se lo van y vienen los colores a la menor emoción; su hablar es vivo y aun bullicioso; es curiosísima de las cosas del mundo; le gusta oír hablar de fiestas y diversiones. Su celda está llena de adornos y arreglada con buen gusto; el balconcillo que corresponde a su vivienda está cubierto de lindas flores.

Florentina entró al convento a la edad de seis años; no tiene parientes ni amigos fuera de aquí; no sabe lo que es sociedad; pero la presiente, y a veces, después de habernos hecho contar alguna historia, se queda cabizbaja y pensativa... Hoy, al pasar por el cementerio de las monjas, que llaman aquí panteón, le rogué que me permitiese entrar... ¡Qué triste será morir aquí!, exclamé involuntariamente al ver la hilera de tumbas vacías que aguardaban otros moradores. La monja se inclinó sobre una tumba y vi que se limpiaba una lágrima. ¡Pobre mujer!... ¡cuántas amarguras en aquella lágrima; cuántos sueños estériles,   —408→   cuántas esperanzas vanas, cuántos recuerdos vagos de una niñez dudosa! Después subimos a la torre, y mientras yo contemplaba la ciudad, ella miraba con tristeza las calles que nunca pisará; y al mostrarme los diferentes monumentos que se ven desde allí, tenía la voz oprimida, y la mirada apagada. Pero en medio de esos deseos vagos, de esas ideas apenas formadas que son quizás de arrepentimiento, la vienen a llamar para asistir alguna enferma, y la monja se levanta; su aspecto ha cambiado, su fisonomía es otra. Sus ojos brillan con suma bondad, y con ademán suave y presuroso corre al lecho de dolor. Todas las demás monjas la quieren mucho y no se cansan de referir cuán caritativa es; es la enfermera, y su paciencia, su arte para manejar a las enfermas, su continuo buen humor y su carácter angelical, son el tema de la conversación de todas sus compañeras.

No hay duda que ese cariño con que se ve rodeada, esa vida tranquila y silenciosa, esa seguridad de cumplir con sus deberes, unida a una piedad profunda y verdadera, la hacen más feliz que si estuviera en el mundo, tal vez despreciada por su nacimiento e infeliz con su pobreza. Las enfermas la quieren tanto que no permiten que otra les haga los remedios. Se levanta a todas horas de la noche para acudir a donde la llaman, y sin quejarse nunca pasa a veces muchas noches, sin dormir. Ésta es la monja por necesidad.

*  *  *

Apoyada sobre el brazo de una novicia, con el rosario entre los dedos, los ojos bajos y los labios apretados y secos, llega la madre Martina. Siempre   —409→   enferma a causa de sus innumerables cilicios y penitencias, esta monja causa suma lástima y aun repulsión. Su alma es un abismo de devoción. La idea el pecado la horroriza. Sus oraciones no tienen fin, y teme tanto a cuanto viene de fuera, que al vernos nos huye con odio. Para ella el mundo está plagado de criminales; toda idea que no sea de devoción le parece pecado mortal. Se confiesa todos los días y vive atormentada por los crímenes imaginarios que comete continuamente. Su corazón es un desierto, y su alma es para ella el tormento más grande. Hace muchos años que vive en el convento, a donde no quiere que sus parientes la vayan a ver, porque se considera manchada por el pecado al hablar con ellos. Ésta es la monja egoísta por piedad, el egoísmo menos caritativo del mundo, y el tipo de la religiosa por devoción.


Cada uno de estos tipos demuestra claramente que el quitarles sus conventos a esas infelices a quienes la ambición, la vocación, el remordimiento, la desgracia, la necesidad o la devoción, han hecho buscar allí un asilo, es la crueldad más grande que se puede cometer. Sin embargo, la expulsión de las monjas de sus conventos, ha sido ejecutada en nombre de la civilización, es decir, de la humanidad, y en nombre del progreso, es decir, ¡de la libertad individual!



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ArribaAbajoMi madrina

Recuerdos de Santafé


Siendo yo niño (de esto hace luengos años) cuando mi madre y mis hermanas preparaban algún amasijo o cosa delicada, para cuya cooperación no necesitaban de mis deditos que en todo se metían, ni de mi lengüita que todo lo repetía, todas decían en coro:

«Que lleven a Pachito a casa de su madrina.» Yo escuchaba esta sentencia sin apelación, entre alegre y mohíno, y salía de la casa muy despacio, siguiendo a la criada a media cuadra de distancia, y deteniéndome a cada momento para atar las correas de mis botines y recoger la cacucha que me servía de pelota, y así distraía las penas de mi destierro.

Sin embargo, al llegar a casa de mi madrina, las delicias que me aguardaban allí me hacían olvidar las que perdía. Pero antes de entrar, digamos quiénes éramos mi madrina y yo. Yo (ab jove principium) era el último de los diez hijos que mi pobre madre dio a luz: mis nueve hermanas mayores no me idolatraban menos que las nueve musas a Apolo, y yo era naturalmente, en la familia considerado como un fénix, un portento. En ella abundaban dos plagas: pobreza y mujeres. Mi padre, después de trabajar mucho y como un esclavo, murió, a poco de nacido   —412→   yo, dejándonos escasamente lo necesario para vivir con humildad; mas a pesar de nuestra pobreza, vivíamos todos unidos y satisfechos: ¡preciosa medianía, por cierto, en la que se vive sin afanes y contento y tranquilo!...

Doña María Francisca Pedroza, mi madrina, tenía unos sesenta y cinco años cuando la conocí, o más bien, cuando mis recuerdos me la muestran por primera vez. Era la última persona que existía de esa rama de nuestra familia; se preciaba de haber conocido mucho a los virreyes y frecuentado el palacio en esos tiempos, y lamentábase amargamente de la independencia que había sumido a su familia en la pobreza, quedándole a ella por único patrimonio una casita. Cada vez que estallaba una revolución, mi madrina se mostraba muy chocada, asegurando que este país no se compondría hasta que volvieran los españoles. Era de pequeña estatura y enjutas carnes, morena de tez de español viejo, es decir, amarillenta, ojos negros y pequeños y nariz afilada; no debía, en fin, de haber sido bonita en sus mocedades, y mis hermanas sospechaban que por eso había permanecido soltera y era acérrima enemiga del matrimonio.

Vivía sola con dos criadas a quienes había recogido desde pequeñas, y a quienes no pagaba sino como y cuando lo tenía por conveniente, dándoles su ropa larguísimos regaños y muchos pellizcos por salario; se mantenía haciendo dulces, bizcochitos, chocolate y velas, y sacando aguardiente, que entonces era de contrabando. Este último negocio lo procuraba ocultar a todos y particularmente a los muchachos; pero lo hacía con tanto misterio, que naturalmente picó mi curiosidad de niño; por lo que resolví averiguar a todo trance aquello que me ocultaban.

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No tuve que aguardar mucho: un día se incendió algo y tuvieron que abrir la puerta y salir al patio a buscar agua; aproveché ese momento de afán y penetré a hurtadillas al recinto vedado. Examiné, sin que cayeran en cuenta de mi presencia, las vasijas de extraño aspecto, y las maravillosas maniobras que se hacían allí. Inmediatamente que fui a casa y pregunté a mi hermana mayor lo que aquello significaba, me lo explicó, recomendándome el mayor sigilo, pues mi madrina correría riesgo si la policía lo llegaba a descubrir; guardé el secreto y mi madrina nunca supo que yo era poseedor de él.

Ahora veamos cómo era la casa en que vivía. La habitación de mi madrina, sita en las Nieves, no lejos de la plazuela de San Francisco (perdone el lector, quiero decir, la plaza de Santander), era pequeña, pero suficiente para su moradora: a la entrada, después de atravesar el zaguán empedrado toscamente, se encontraba un corredor cuadrado, separado del patiecito por un poyo de adobes y ladrillos, el cual estaba también empedrado, pero lleno de arbustos y flores, por lo que era para mi imaginación infantil un verdadero paraíso, que comparaba, con los de los príncipes y princesas de los cuentos que me refería Juana, una de las criadas de mi madrina.

Todavía me represento aquel sitio como era entonces..., veo el alto romero siempre florido, el tomate quiteño, el ciruelo y el retamo, a cuyo pie crecían en alegre desorden, en medio de las piedras arrancadas para darles holgura, algunas plantas de malvarrosa, muchos rosales llamados de la alameda, de Jericó, etc.; a la sombra de estos se extendía mullida alfombra de manzanilla, trinitarias matizadas y olorosas (los pensamientos que reemplazan ahora las trinitarias   —414→   no tienen perfume), y un fresal entre cuyas hojas me admiraba de encontrar siempre alguna frutilla. En contorno de la pared crecían algunas matas de novios, de boquiabiertos y de patita de tórtola. En el poyo que separaba el patio del corredor se veían tazas de flores más cuidadas: contenían farolillos blancos y azules, ridículos amarillos, oscuras y olorosas pomas, botón de oro y de plata, pajaritos de todos colores, y otras plantas; en las columnas enredaban don-zenones y madreselvas; y por último, en el suelo, al pie de cuatro grandes moyas con su capa de lama verde (para coger agua en invierno), se veían muchos tiestos de ollas y platones rotos, en que crecían los piesecitos que debían ser trasplantados a su tiempo. Casi todas las flores que prefería mi madrina han perdido su auge y no se encuentran ya sino en las anticuadas huertas de los santafereños rancios.

Después de merendar a las cinco con una hirviente jícara de chocolate, acompañada de carne frita y tajadas de plátano, queso y pan, mi madrina se envolvía en su pañolón de lana, y poniéndose un sombrero de paja que tenía para ese uso, salía al patio, armada de un par de tijeras, y podaba, componía y arreglaba su jardín; recortaba una flor aquí y allí para dármelas, y yo las recibía como un precioso regalo, pues era prohibido que tocásemos las flores.

Además de este patio había otro detrás de la cocina, en donde, alrededor de un aljibe, vivían multitud de gallinas, pavos y patos, y estaba el perro amarrado todo el día. También había una huerta en que crecían malvas, ortigas y yerbas en profusión, pero en cuyo centro se hallaban varios manzanos y duraznos, mientras que en las paredes del contorno se enredaban matorrales de curubos y bosquecillos   —415→   de chisgua. A veces también algunas matas de maíz y de papas, pero las criadas no tenían tiempo para cultivarlas, y así rara vez se arrancaban en sazón.

La salita tenía una ventana alta que daba sobre la calle, con poyos esterados, y en lugar de vidrieras un bastidor de percala. Dos canapés forrados en damasco amarillo de lana, cuidadosamente cubiertos con sus forros blancos, dos idem de zaraza, desiguales, cuatro grandes sillas de brazos y espaldar de cuero con arabescos dorados, y dos mesitas con sus cajones de Niño-Dios, completaban el ajuar de la sala. Olvidaba decir que en contorno de los cajones de Niño-Dios se veían monos, pavos, caballos, etc., hechos con tabaco y con pastilla popayaneja. En la pared principal había un cuadro grande representando a Nuestra Señora de las Mercedes, a cuyo pie estaban Adán y Eva en el paraíso terrenal, rodeados de fieras y en completa desnudez; ligereza de vestido que no pude comprender nunca cómo la toleraba mi madrina sin escandalizarse, pues ponía los gritos en el cielo o invocaba a todos los santos, si por casualidad veía a una de mis hermanas vestida para alguna modesta tertulia. Por último, había un pequeño San Cristóbal sobre la puerta de entrada, y un San Antonio sobre la de la alcoba. Item más: durante muchas semanas del año vivía en la mitad de la sala, cubierto con una colcha, un San Miguel que vestía mi madrina para la iglesia de San Francisco; lo disfrazaba a la última moda, con mangas anchas o angostas, corpiño alto o cotilla, según se usaba en los días de su fiesta; y se lo enviaban después a la casa para que le pusiera los vestidos viejos, buenos para el resto del año. Cuando alguno criticaba a mi madrina su manía de vestir al pobre arcángel como los figurines de modas, contestaba muy indignada:   —416→   «¿Acaso los santos han de estar peor vestidos que ustedes?»

La alcoba con su cama de blancas colgaduras y su canapé alto de patas y brazos tallados y dorados (que ahora sería una curiosidad), sus mesitas de costura y de hacer tabacos, sus baúles de extrañas formas y sus innumerables cuadros y estampas representando los santos de su devoción; aquel olor a rosa seca y a viejo, olor penetrante que tiene para mí tan tiernos recuerdos..., todo eso vuelvo a verlo y a sentirlo en mis sueños de hombre ya viejo, y haciéndome niño otra vez, miro aquello con el encanto de antes, para despertarme con un doloroso suspiro.

Contiguo a la alcoba, estaba el oratorio, muy pequeñito, pero muy adornado, y que todos los años llenábamos casi completamente con el pesebre.

Además de mi madrina, el tipo más curioso y digno de mencionarse que había en su casa era la criada más vieja, la pobre Cruz. Recogida desde su niñez en casa de mi madrina, y no habiendo podido desarrollarse ni crecer bajo el régimen severo que se observó con ella, su señora no podía convencerse de que no era niña, ni joven, y la reñía, y le hablaba como a la infeliz china que más de cuarenta años antes había quitado de entre los brazos de su madre, muerta de miseria a las puertas de su casa. Su madre había sido voluntaria, y no queriendo abandonar el regimiento que seguía, ¡prefirió morir más bien que descansar!

Cruz era pequeñita, gruesa, cari-afligida, extrañamente fea, y tan inclinada al llanto que con la mayor facilidad prorrumpía en lágrimas y sollozos. Me gustaba mucho verla peinarse y coser, proezas que ejecutaba los sábados en la tarde sentada a la puerta   —417→   de la cocina. Verla quitarse el pañuelo y contemplar su cabeza casi pelada, salpicada apenas por larguísimos mechones, que ella trenzaba cuidadosamente una vez por semana, era cosa de gran diversión para mí. Cruz, en el apogeo de su fealdad, se me aparecía como la personificación del ídolo japonés que había visto en el Instructor, y al recordarlo me causaba una risa, tan homérica y contagiosa, que ella misma me acompañaba en mis carcajadas, diciendo candorosamente sin saber la causa de mi alegría: ¡El niño Pachito sí que está contento!

La otra proeza, la costura, no dejaba tampoco de ser original: para economizar tiempo, según decía ella, como lo costaba mucho trabajo ensartar la aguja (tanto había llorado que ya no veía) ponía una hebra tan larga que gastaba por lo menos cinco minutos en cada puntada, y casi lloraba cada vez que se le enredaba el hilo, lo que naturalmente sucedía sin cesar.

Casi toda la devoción de esta infeliz estaba concentrada en un santo, ya no me acuerdo cuál, cuya imagen tenía a la cabecera de su cama, y que decía ser milagroso porque se había retocado por sí solo. Efectivamente, la desteñida cara del santo y sus marchitos vestidos habían tomado repentinamente un color vivo, gracias a la paleta de uno de nuestros parientes que se había querido divertir burlándose de la pobre mujer; pero después la vimos tan feliz y satisfecha con el milagro, que nadie tuvo valor para desengañarla, y murió convencida de que el santo se había retocado por amor a ella.

Aunque mi madrina no había tomado hábito, su excesiva devoción y lo mucho que frecuentaba las iglesias le habían hecho llevar en nuestra familia el sobrenombre de la beata. Su vida era monótona al par   —418→   que variada a su modo. A las seis y media le llevaban el chocolate a la cama, y después de tomarlo se ponía su saya de lana y su mantilla de paño y sombrero de huevo frito, y llevando muchas camándulas y libros de devoción se encaminaba a la Vera Cruz, la Tercera y San Francisco (rara vez pasaba el puente), y acompañada por Cruz con un gran tapete quiteño debajo del brazo, oía muchas misas.

Conocía todos los frailes, sacristanes y legos, de pe a pa, y hablaba con ellos en voz alta en los intermedios de las misas, chanceándose con todos, con un desembarazo que sólo adquieren en las iglesias los que las frecuentan demasiado, porque olvidan lo sagrado del sitio y pierden el respeto a causa de la familiaridad que tienen allí.

A las ocho y media volvía a almorzar, veía las cosas de la casa, disponía los dulces, bizcochos y espejuelos que debían hacer aquel día bajo los cuidados de Cruz y Juana, y después, si no iba a visitar a algún miembro de la familia, se subía al canapé de su alcoba y rezaba hasta que lo llevaban una buena taza de chocolate a las once. Pero estas oraciones tenían los intermedios más graciosos: sin duda eran puramente maquinales, y estaba pensando en lo que se hacía en el interior de la casa; así es que a cada rato interrumpía el rezo para llamar a Cruz o a Juana, y si éstas no oían se bajaba del canapé y con la camándula en la mano corría a la cocina colérica y gritando: «¿metieron el almidón? ¿les dieron de comer a los pisquitos? ¿rallaron las cidras?», u otras cosas por el estilo. Si eso no se había hecho como lo tenía mandado, arremetía sobre las criadas, les tiraba las orejas, les daba empellones, y al verlas hacer su voluntad, dejando a Cruz bañada en lágrimas, volvía tranquilamente a sus oraciones.

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A la una comía, y por la tarde se iba a oír algún sermón, o los días de fiesta salía con las criadas a visitar a alguna de sus vecinas o amigas viejas. Después de cerrar el portón con mil trabajos, pues era preciso que las dos criadas y la señora ayudasen a hacer dar la vuelta la enorme llave en la cerradura, mi madrina la colgaba en seguida al brazo de Juana (para lo cual tenía una correa de cuero crudo) recomendando no la fuera a perder. A la oración volvía, o inmediatamente se reunían en la sala o en la alcoba a rezar hasta las ocho. Juana había aprendido a rezar dormida y de rodillas, pero la pobre Cruz no podía menos que cabecear de vez en cuando, atrayendo sobre su cabeza de mártir no muy blandos coscorrones. A las ocho y media todas dormían... Así pasaron los días en aquella casa durante más de sesenta años, sin otra variedad que la visita de alguna amiga o amigo viejo.

Entre estos últimos había varios frailes que iban de visita por la tarde, y después de tomar el chocolate con sus arandelas de bizcochos y dulces más de su agrado, noté que muchas veces cerraban sigilosamente la puerta de la sala y mi madrina entraba y salía con aire misterioso. Mucho tiempo permanecí sin poder descubrir lo que aquello significaba; pero una tarde me oculté tras de un canapé y comprendí la causa del encierro. Después de cerrar la puerta, mi madrina entró, llevando algunas botellas de aguardiente y mistela, y cuando hubo hecho probar a los dos frailes una copita de cada calidad, les llenó las botellas que habían llevado para el caso, y ellos, ocultándolas bajo sus hábitos, salieron con aire compungido y humilde.

Cuando alguno de los amigos o parientes de mi madrina enfermaba, la primera que se presentaba en la casa era ella: entraba hasta donde se hallaba el enfermo,   —420→   sin que nadie la pudiese detener, lo examinaba con curiosidad y muy cariñosa le hablaba del riesgo que tenía de morir; lo exhortaba a que se arrepintiese de sus pecados, y al salir aseguraba a la familia que estaba muy grave el enfermo y que probablemente su muerte sería próxima, para lo cual era preciso prepararse con tiempo.

Cuando moría algún niño, la digna señora manifestaba mucho contento, y reñía a los padres porque lloraban en lugar de estar llenos de júbilo al recordar que el angelito estaba gozando de la presencia de Dios. Esto no lo hacía porque tuviera mal corazón, sino por un sentimiento de fe viva y verdadera, y un profundo y sublime despego de las cosas del mundo.

Lo que recuerdo de aquellos tiempos con mayor dicha es el pesebre. ¡Qué encanto era el mío y el de todos los muchachos de la familia cuando llegaba diciembre! Desde principios del mes empezaban las excursiones en busca de helechos y musgos con que adornar el pesebre.

Comíamos muy temprano, mi madrina, mis hermanas y yo, con las criadas de una y otra casa, y nos encaminábamos al cerro. Cada cual llevaba un canasto a la medida de sus fuerzas y unas tijeras o navaja; nos dispersábamos sobre las faldas de Guadalupe, Monserrate o la Peña, y en donde quiera que encontrábamos alguna bonita rama de chite o algún musgo o helecho curioso, lo arrancábamos con cuidado para que no se dañase. Al principio yo empezaba a llenar mi canasto con mucho juicio; pero de repente lo abandonaba en manos de una de mis hermanas, y corría tras de algún brillante insecto o pintada mariposa, o atravesaba, haciendo maroma sobre las piedras, el río del Boquerón, y desde allí recitaba mis versos   —421→   favoritos. Otras veces me subía a algún risco escarpado, en busca de arrayanes, uvas de anís o esmeraldas, u olvidaba mi canasto de musgos con el encanto de encontrar una matita cargada de niguas.

¡Oh alegrías! ¡oh emociones inocentes!..., aún ahora, después de tantos años, y enfriado ya por la nieve del tiempo y de los desengaños, me siento enternecida cuando mis pasos me llevan a aquellos sitios poblados por los dulces recuerdos de mi infancia. En cada pliegue de terreno, en cada piedra o risco veo aparecer retrospectivamente un niño risueño y feliz, en el cual con dificultad me reconozco...

Hasta que los últimos rayos del sol desaparecían de las más altas cimas de los corros no pensábamos que era preciso volver a la casa; entonces, cansados pero formando proyectos para otro día (proyectos que rara vez se cumplían), contentos, alegres y llenos de esperanzas, bajábamos lentamente a la ciudad. A veces, antes de llegar, el sol se había ocultado completamente, y en su lugar la luna bañaba el tranquilo paisaje, iluminando a lo lejos las plateadas lagunas de la Sabana.

*  *  *

Así se pasaron años y años: me ausenté por mucho tiempo, viví, trabajé y sufrí en lejanas provincias, tuvo penas y alegrías, inquietudes y satisfacciones; pasó mi juventud; murieron mi madre y mi madrina y se dispersaron mis hermanas, y tan sólo quedaban algunos pocos que recordaban nuestra niñez, cuando volví solterón viejo a Bogotá.

Busqué con tierno afán aquel rincón oculto donde se despertó mi espíritu, donde nacieron mis más puros afectos y empecé a pensar..., pero todo había cambiado: ya la casa no es la triste morada (alegre para   —422→   mí) de una pobre anciana, sino el moderno hogar de un joven literato de talento y esperanzas, que por suerte es uno de mis buenos amigos; no ha quedado ni una planta, ni una piedra de los viejos tiempos; pero allá en el fondo de mi corazón vive siempre tierno y amable el recuerdo de mi madrina, como la página más dichosamente tranquila de mi existencia.





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ArribaUn crimen


Non vedes las yerbas verdes y floridas,
que amanecen verdes y anochecen secas.


JUAN LORENZO                



I

En el promedio de un alto cerro y la llanura suavemente inclinada blanqueaban entre arbustos y bejucos las paredes de la estancia del «Mirador»: hacia atrás se levantaba el cerro cubierto de espeso monte, cuyos árboles crecían majestuosos cobijando la mole por entero, excepto los riscos de las cumbres que desnudos resaltaban contrapuestos al azul del cielo. La casita, situada sobre la falda, era más cómoda que las chozas comunes de aquellos parajes: tenía una aseada salita con su pequeña alcoba, aparte de la diminuta cocina; además, un gallinero bien provisto, el patio muy limpio, adornado con dos o tres matitas de rosa a cuyo pie habían puesto largas guaduas hendidas y llenas de agua para que bebiesen los animales: varios pavos graves y orgullosamente satisfechos, barrían el suelo continuamente con las alas y marchaban por en medio de las prosaicas gallinas que no les hacían caso, o los miraban con cierto aire de burla; cinco o seis perros dormían todo el día cerca de la   —424→   puerta de la casa y velaban toda la noche cuidando el haber de sus amos. De este patio situado en alta explanada, se bajaba por gradas hasta una vereda escarpada que descendía terminando en una llanurita sombreada por el frondoso y reluciente platanar, que interpolado de mangos, ciruelos y chirimoyos cerraba por este lado el paisaje inmediato, alegrado a derecha e izquierda por sementeras de maíz, yucas, batatas y otras plantas que formaban la riqueza de los habitantes del «Mirador». Desde el patio se veía el camino para el Valle, que después de atravesar el platanar se perdía en el monte, apareciendo a trechos más abajo conforme se despejaba de árboles el terreno, hasta que por fin se ofuscaba enteramente en lontananza, donde se abría el valle entre dos corros cubiertos de bosques tras los cuales se divisaban varias cadenas de montes arrugados que formaban horizonte. Olvidaba decir que a menos de media cuadra de distancia de la casa corría un cristalino riachuelo, que bajaba jugueteando por entre la soberbia vegetación de las tierras templadas, y se detenía en un pozo sombreado por los árboles, bajo los cuales estaba la piedra en que se lavaba la escasa ropa de la familia.

Un claro y sereno sol de enero brillaba sobre aquel paraje, haciendo relucir todas sus bellezas y destacando y poniendo en relieve cada punto más digno de atención, como retoca el pintor la obra que concluyó. En el momento en que un hombre subía por el camino del platanar, una mujer con el pelo suelto y llevando un niño en los brazos asomaba por la estrecha vereda que conducía a la quebrada.

-¡Luz! -exclamó el hombre al verla-, ¿ya estás fuera de la casa?

-Sí -contestó ella sonriéndose, y apresurando el   —425→   paso se llegó a aquel hombre, quo era su marido, y le estrechó cariñosamente la mano.

-La comadre Prudencia -añadió-, se fue esta mañana para su casa, yo estoy buena...

-¿Y el niño cómo ha seguido desde ayer?

-Míralo -contestó levantándolo hacia la cara del padre-; ¡parece que se ríe ya contigo y apenas tiene ocho días!...

En eso llegó de la sementera con el azadón al hombro un niño de diez a once años de edad que había estado trabajando, y seguido por tres niños más pequeños, todos corrieron a recibir a su padre con exclamaciones de alegría.

-¡Juliana -gritó la madre-, baja el almuerzo que aquí está tu padre!

Una muchacha que apenas llegaría a los nueve años, salió entonces a la puerta de la cocina con una humeante olla trabajosamente sostenida en ambas manos, y la depositó con mucho tiento bajo el alar, siendo aquel el centro del concurso de todos los miembros de la familia, que provistos de platos de barro y cucharas de palo, asaltaron briosamente la olla sacando del fondo de ella la parte que más les gustaba del sancocho de plátano verde con yuca y trozos de carne de marrano.

En seguida se sentaron en las piedras colocadas como estrado a entrambos lados de la puerta, y la madre se atareó a servir a los más chicos sin dejar de abrazar y arrullar al recién nacido; todos alegres, todos sanos y robustos, compitiendo en buen apetito, formaban un bello grupo de familia: el hombre con su ancho sombrero de paja que aún dejaba ver los extremos de la ondeada cabellera negra: el rostro varonil animado por un par de ojos llenos de vida,   —426→   mostraba cierta gracia innata en el ademán garboso con que levantó el canto de la ruana blanca sobre el hombro izquierdo: la mujer joven todavía, y aunque había perdido la frescura de la primera juventud, bella y airosa era la imagen de la actividad sonriente y del ingenuo cariño; los niños mayores, juiciosos y callados, atentos al sabroso almuerzo, y los pequeñuelos inquietos, preguntones, turbulentos y cambiando de lugar a cada momento en el grupo.

-¿No te hacen a veces falta tu familia y tu pueblo, Luz? -preguntó el hombre, mientras que la mujer le servía otro plato de sancocho.

-No, por cierto; ninguna -contestó, mirándolo cariñosamente-; aquí a lo menos vivimos tranquilos, sin aprehensiones ni afán.

-Pero con más pobreza de la necesaria -repuso él con cierta melancolía-. En los años que hemos vivido aquí, ya ves que poco hemos ganado... Esto me desconsuela.

-¡Pero nada nos falta!

-Ni nos sobra...

Después de guardar silencio un momento continuó:

-En verdad, hoy vi en la plaza del Valle a don Bernardino.

-¡A don Bernardino! -exclamó azorada Luz- no me lo digas... -y una expresión dolorosa inmutó su antes alegre fisonomía demudándola completamente.

-No seas aprehensiva -dijo el hombre acercándose, para recibir al niño y arrullarlo en los brazos, mientras que la mujer ayudaba a su hija a recoger los platos; y añadió con ternura paternal-; ¿éste es el más blanco, no, Luz? El domingo lo llevaremos a bautizar; ¿qué día nació?

-El de la Cátedra de San Pedro, 18 del mes...   —427→   -contestó Luz, distraída y con visible inquietud-: dime -preguntó-, ¿qué vino a hacer hasta aquí don Bernardino?

-A intrigar en las elecciones, y lograr que lo nombren alcalde.

-No vuelvas al pueblo, Rafael, mientras ese hombre permanezca en el Valle.

-¿Y quién irá al mercado a vender los plátanos, las yucas, el maíz, y a comprar lo que se necesita?

-Yo.

-¡Tú! ¿Pero no comprendes que eso sería peor porque él te vería otra vez?

-Él ni se acordará de mí después de tanto tiempo; pero estoy segura de que a ti no te ha olvidado, ni tampoco el odio que te tenía.

-¡Ah! Luz, te equivocas: don Bernardino sólo piensa en política y se ha vuelto muy amable.

-¿Con quién?

-Conmigo.

-¿Te vio? ¡Dios mío! ¡Dios mío!

-No solamente me vio sino que se me acercó y me habló.

-¿Y qué te dijo?

-Me preguntó por quiénes pensaba votar y me dio una lista para que fuera el domingo. Mírala, aquí la tengo, me la dio a pesar de que le dije que esos no eran mis candidatos y que aquí nadie votaría por ellos.

Y sacando un papel ajado del bolsillo, se lo dio a Luz, quien lo recibió y lo abrió con un ademán de horror, lo que hizo reír a Rafael.

-Parece como si temieras que el papel fuese una culebra.

-¡Qué más culebra que el que te lo dio! No, ya se acabó la tranquilidad para mí: en adelante no tendré paz y jamás te dejaré ir solo al pueblo.

  —428→  

-¡Ya tengo quién me proteja! -dijo Rafael en tono de burla, y entraron a la casa, emprendiendo cada cual sus quehaceres.




II

El sol que había continuado su impasible marcha, se hallaba ya cerca del opuesto monte cuando Luz, Rafael y los niños tornaron a reunirse en el patio; los perros ladraban furiosamente hacia algunos momentos y toda la familia había salido a ver cuál era la causa de semejante alboroto. Cerca de la casa no había ninguna novedad, pero vieron brillar a lo lejos en el camino una, dos, cuatro armas, que luego ocultó el monte para reaparecer más cerca.

Luz se asió del brazo de su marido llena de temor, pero no dijo nada; un rato después se oyeron voces y pasos más cercanos y vieron que desembocaron, por el camino del platanar cuatro hombres armados: tres con escopetas y uno con lanza. Rafael llamó a los perros que salían ya frenéticos del patio y se adelantó hacia los hombres. Tres eran desconocidos para él; pero no el de la lanza, que había sido alguacil en el Valle y se apellidaba Álvarez.

-¿A quién buscan ustedes, señores? -preguntó.

-¿Usted es acaso Rafael Rozo? -contestó uno de ellos.

-El señor me conoce -dijo mostrando al alguacil.

Este había permanecido detrás de los demás y contestó con embarazo:

-¿No les dije que aquí era la estancia de Rafael?

-Entonces ¿en qué les puedo servir?

-¿Sabe usted leer? -preguntó el primero que había hablado.

-Yo no mucho, pero Luz sí. Ven acá -añadió llamándola   —429→   y dándole un papel que le habían entregado-, lee esto.

Ella se acercó, y su mano temblaba tanto que apenas pudo abrir el pliego. Era una orden del alcalde para que Rafael Rozo compareciera inmediatamente a dar una declaración acerca de una riña que había presenciado esa mañana en el mercado del Valle.

-¿La que tuvo lugar entre Juan y Manuel? -dijo Rafael-; ¡pero si esa disputa no siguió adelante!

-¡Cómo no! Después que los separaron se volvieron a encontrar y se dieron hasta de cuchilladas.

-Yo no presencié esa parte.

-No importa. El señor alcalde quiere que se guarde orden a todo trance y desea indagar el origen de la pelea.

-Bien, pues -dijo Rafael-, mañana tengo que ir al pueblo y pasaré por allá.

-No es mañana, ha de ser ahora mismo.

-¿Pero no ven ustedes que no tendré tiempo de volver hasta tarde de la noche?...

-Hay luna y, sobre todo, ésa fue la orden que nos dio el alcalde.

-Vámonos, antes de que cierre la noche. ¡Apure!

-Aguardenme un momento; voy a buscar mi sombrero.

Al entrar a la casa vio que uno de los hombres lo seguía parándose en la puerta de la sala mientras que otros dos se situaron detrás de la casa. Al punto Rafael comprendió que estaba preso, y aunque lo deseara no podría escaparse. Luz estaba en la alcoba y llorando lo abrazó.

-¡No te vayas con esos hombres! -le dijo al oído-, ¡no te vayas Rafael... tengo miedo!

-¿Pero miedo de qué? -le contestó con fingida indiferencia-, no veo motivo para afanarte tanto.

  —430→  

-Busca cualquier pretexto para que no te obliguen a ir esta tarde.

-¡Imposible! Creo que sería peor hacer resistencia.

-Deja a lo menos que te acompañe Pepito y no vuelvas esta noche, es decir, si te dejan libre -añadió con un suspiro-. Pepito llevará un racimo de plátanos guineos que me encargó el señor cura, y así te podrás quedar en su casa.

Cuando estaban preparando los plátanos que debería llevar el niño, el alguacil que había permanecido separado de los demás, preguntó si el niño acompañaría a su padre, y al afirmárselo, dijo a Luz con cierta insistencia:

-No lo deje usted ir: es mejor que se quede.

-¿Por qué?

-Es lejos y muy tarde ya.

-Por lo mismo no quiero que Rafael vuelva solo por el monte.

Juliana se acercó con una totuma de guarapo para su padre.

-Ofrécelo a los señores, primero -dijo Rafael con natural cortesía-: ellos estarán cansados y sedientos.

Todos aceptaron, menos el alguacil, que manifestó repugnancia, y acercándose, a la tinaja que estaba debajo de un naranjo al lado de la casa, sacó una vasija de su carriel y tomó agua.

En seguida emprendieron marcha, quedándose Luz en la puerta de su casa, poseída de temor, inmóvil y callada, hasta que se ocultaron todos en el platanar, y entonces sentándose prorrumpió en llanto.

Así permaneció largo rato hasta que oyó llorar al niño: corrió a sacarlo, volviendo a situarse en donde pudiese ver relucir en los sitios abiertos las armas de los que se llevaban a su marido.

  —431→  

-Anda -dijo a su hija mayor-, anda a la casa de la comadre Prudencia y dile que he quedado otra vez sola y que me venga a acompañar esta noche.

La niña desapareció prontamente, y cruzando la quebrada tomó una vereda sombreada, que subía hasta la cima de la montaña donde estaba la choza de la amiga de Luz.

La acongojada madre en tanto vio pasar y relucir las armas por el último sitio abierto de la montaña, pero no se movía de allí. El sol se había ocultado tras las copas de los árboles de la fronteriza montaña, y las gallinas y demás aves domésticas comenzaban a eligir su dormitorio en la barbacoa, pisoteándose y aleteando cuidadosamente, sin haber motivo para todo aquel trasiego; los perros se acercaron a su ama y lamiéndole las manos y los pies, se echaron a su lado. Ya no se distinguía el paisaje sino confusamente y sólo la parte más alta de los cerros brillaba con los últimos destellos del sol. Un momento después se hundió bajo el horizonte y al mismo tiempo se oyeron distintamente dos, tres tiros, cuyo estruendo repitió el eco de corro en cerro.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritó Luz levantándose convulsa, y tambaleando hubo de apoyarse contra la pared de la casa.

¡En aquel mismo instante los niños reían gozosos retozando en el baño de la quebrada, y un pajarito posado en una rama del árbol vecino cantaba alegremente sus adioses al día!




III

Cuando llegó la amiga de Luz, la vieja Prudencia, encontró a la casera con los ojos desmedidamente   —432→   abiertos que miraba hacia lo lejos como que si hubiese visto un espectro.

-¿Qué sucede, comadre, que está como difunta?

Con voz entrecortada le refirió Luz lo acaecido, y cómo habían resonado aquellas ominosas descargas en la soledad de la montaña.

-¡Vaya con las aprehensiones de mi comadre! -exclamó la recién venida-; ¿no me dice que los alguaciles llevaban escopetas?, lo habrán tirado a algún pájaro u armadillo...

-¡No! -contestó Luz-, conozco cuando se dispara un con munición o con bala... Fueron balazos, y aún me pareció haber oído un grito. ¿Por qué dejé ir a Rafael? ¡lo pude haber escondido en la montaña!

-No entiendo este afán -repuso la otra-, ¿quién le va a hacer ningún mal a un hombre tan pacífico como mi compadre?

-¡Pero ha venido del alcalde don Bernardino!

-¿Quién es don Bernardino?

-¡Cierto que usted no sabe! Don Bernardino es hijo del «gamonal» del pueblo de donde somos nosotros: se encaprichó en galantearme antes de casarme con Rafael; pero siempre le hice mala cara, y hasta le tenía miedo... ¿No oye usted sonar alguna cosa?

-No, nada, siga su cuento.

-Con todo, me perseguía y trataba de hablar conmigo. Un día Rafael le encontró rondándome la casa y trabaron agrias palabras, y por consecuencia de esto el otro se fue del lugar y no volvió sino mucho después de haberme casado. Pero no se le había olvidado su resentimiento con mi marido y se propuso molestarnos de todos modos. Rafael entonces intrigó para que no votaran por él para no sé qué empleo, saliendo otro en su lugar. Ésa fue la causa de nuestra ruina:   —433→   hizo que su padre nos quitara la estancia y tuvimos que vender los animales por cualquier cosa e irnos del pueblo; pero no antes de que Rafael le dijera cuatro verdades en la plaza, a lo que el otro le contestó prometiendo vengarse de todos modos, y nos persiguió mucho, hasta que vinimos aquí, en donde hasta ahora habíamos vivido tranquilos... Estoy segura de que oigo ruido en la montaña.

-¡Nada, son ideas!... ¿Mucha pena le daría dejar a sus padres?

-¡Mucha! Pero Rafael es tan bueno, como usted sabe, que no los echa de menos cuando está conmigo. ¿No ve usted cómo se mueve una cosa allá abajo?

Los perros que habían permanecido echados a sus pies se levantaron gruñendo. Para entonces había oscurecido completamente; un aire fresco movía las hojas de los árboles y en la espesura y por todos lados se oían los indecisos ruidos de animales que de noche dan temerosa voz a los bosques americanos, sin permitir un solo momento de silencio. La luna, cubierta hasta entonces por una nube, se despejó, iluminando el grupo compuesto de las dos mujeres sentadas en el quicio de la puerta y los niños agazapados en contorno de la madre. Los perros, después de haber husmeado en varias direcciones, se precipitaron por el camino del platanar, y al cabo de un instante se les oyó ladrar alegremente; poco después a los ladridos sucedió un aullido lastimoso y prolongado.

-Por ahí viene Rafael o Pepe -dijo Luz-, ¿qué habrá sucedido?

De nuevo se oscureció la noche y el viento susurraba entre las ramas de los árboles acarreando los aromas del bosque hasta la casita de Luz. Hízose visible un bulto que se movía en la vereda, y cuando   —434→   llegó al patio, la luna iluminó claramente al niño que temblando y cubierto de sangre prorrumpió en sollozos al ver a su madre.

-¡Mamá! ¡mamá! ¿qué haremos? -gritó al fin.

Luz arrojó al regazo de Juliana el niño que tenía dormido en los brazos, y abalanzándose a Pepe exclamó toda trémula:

-¡Habla! ¡habla!... ¿qué ha sucedido?

-¡Mi padre!

-¿Dónde lo dejaste?

-Allá abajo, cerca del charco hondo... lo amarraron...

-¿Lo amarraron?

-¡Y después se fueron!

-¿Y no se podía desatar?

-¡Yo no pude!... Le dieron dos balazos en el pecho y otro en la cabeza...

Luz no contestó: bajó desalada a todo correr las gradas del patio y la pendiente vereda, atravesó el platanar y se internó en el bosque seguida de todos los niños, menos Juliana que arrullaba al más chiquito. La vieja Prudencia procuró acompañar a la pobre mujer, pero no podía correr tan aprisa. La oscuridad era densa en la espesura del bosque, pues, la luna, todavía muy baja, apenas rasaba con sus pálidos rayos las más altas copas de los árboles, sin penetrar por entre las tupidas ramas; pero se distinguía el camino por el que corría sin detenerse Luz con los perros adelante y detrás de ella los espantados hijos, dispersos, según su edad, llorando unos, gritando otros, llamando angustiado a su madre el más pequeño, a quien ella no hacía caso, como no lo hacía de las piedras en que tropezaba, ni de las ramas que azotaban su rostro desencajado. Atrás, muy atrás,   —435→   seguía Prudencia invocando a los santos y deteniéndose a recoger fuerzas para seguir...

Al cabo de media hora, Pepe, que se había adelantado a su madre para indicarle el camino, dio un grito y se detuvo en un espacio abierto que iluminaba la luna, cayendo sus rayos sobre un cuerpo inclinado hacia adelante y atado a un árbol.

Luz exhaló por primera vez un intenso gemido, pero sin llorar, y se acercó... Rafael estaba ya frío y la sangre coagulada cubría sus vestidos y formaba en el suelo una charca; lo desató con cuidado, y lo acostó en el suelo; después con amantes manos levantó el cabello que cubría su frente; tenía los ojos abiertos y vidriosos; depositó la cabeza sobre su regazo y lo llamó varias veces; pero viendo que no se movía, fijó los ojos en él y quedó como anonadada. Los niños, a medida que iban llegando, se acercaban al grupo, y aterrados se hacían a un lado. Pepe corrió al charco vecino y volvió con la copa del sombrero llena de agua y se la tiró a su padre en la cara, pero viendo que no le hacía impresión prorrumpió en llanto, a tiempo que llegaba la comadre Prudencia jadeante. La vieja se arrodilló al lado de Rafael y conociendo que estaba perfectamente muerto, procuró quitárselo de encima a Luz; pero ésta aunque callada, se opuso a ello.

-¡Qué haremos aquí solas! -dijo la vieja levantándose llena de afán, y dirigiéndose a Pepe añadió-; vuela, hijito, al pueblo, avisa allá para que venga gente a llevarse a este pobre hombre.




IV

Luz no se movía, con la cabeza del muerto sobre su regazo, sin querer ni poder contestar a las palabras   —436→   de su comadre, ni oír los gritos y sollozos de los niños que la rodeaban.

Así se pasó una hora, al cabo de la cual se oyeron voces y pasos por el camino de la aldea, y un momento después el alcalde a caballo y otras personas a pie se acercaron al grupo.

Don Bernardino se desmontó y acercándose a Luz procuró mirar al muerto; pero ella se lo impidió, quitándose el pañuelo del pecho y cubriendo con él la cara de Rafael; después, poniendo la cabeza del muerto en el suelo con suavidad, se levantó, y situándose delante del cadáver recuperó la palabra para gritar furiosa:

-¡Tú fuiste! ¡gózate en tu obra!

Don Bernardino dio un paso atrás, pero no contestó.

-Qué levanten este cuerpo -dijo dirigiéndose a algunos hombres-, y lo lleven al pueblo.

-¡Ah! -exclamó Luz-, ya no está vivo. ¿Aún le tienes miedo? Escuchen -añadió-: este hombre, este hombre es quien mandó asesinarlo... ¡Asesino! ¡Dios te ha visto! ¡Dios te juzgará!

-Esta mujer está loca -dijo el alcalde desdeñosamente-. ¿Qué parte tengo yo en la muerte de este hombre?

Ella contó entonces cómo se habían aparecido esa tarde cuatro hombres en la casa de Rafael y se lo habían llevado por orden del alcalde.

-¡Yo no he dado tal orden!

-¿Dónde están los hombres? ¿quiénes eran? -preguntó uno.

-El uno era el alguacil Álvarez, y los otros no los conoció Luz.

-Hace días que Álvarez se fue del Valle -contestó don Bernardino.

-Yo lo vi esta mañana -repuso otro de los que   —437→   preparaban la barbacoa de ramas para llevar al muerto.

-Pero en resumidas cuentas, ¿cómo y por qué lo mataron? -preguntaron todos-; Rafael no tenía aquí enemigos...

Pepe entonces refirió cómo apenas habían andado algunas cuadras por el monte, dos de los hombres le ataron las manos a su padre, a pesar de sus protestas, y le dijeron al niño que se volviera a su casa, amenazándolo con azotarlo si no obedecía. Él fingió volverse, pero metiéndose entre el monte y escondiéndose detrás de los árboles, los siguió de lejos. Cuando hubieron llegado a un sitio más abierto, se internaron en el monte, dieron algunos pasos por él, aunque su padre parecía resistirse a seguirlos, y llegando al sitio en que se hallaban, lo ataron a un árbol. El niño asustado olvidó toda precaución y se adelantó, a tiempo que los tres hombres que llevaban escopeta desfilaban por delante de la víctima y se las descargaban en el pecho. Fue tal el terror que se apoderó de Pepe, que se tiró al suelo y permaneció casi sin sentido entre los espinos, hasta que hubieron pasado a su lado los verdugos de su padre y alejádose por el camino del Valle. Apenas los perdió de vista corrió hacia Rafael y lo encontró en las últimas agonías de la muerte.

-Anda -le dijo el moribundo al verlo-, tal vez tu madre llegue a tiempo...

Pero al tratar de quitarle las ataduras de los lazos, le dio una convulsión y quedó muerto. Pepe huyó despavorido.

El resto lo sabemos.

¡Pocas horas después de haber visto aquí la familia gozando de una dicha tan verdadera como humilde, un grupo de personas entraban al Valle llevando en una barbacoa hecha deprisa y cubierta de ramas el   —438→   cadáver de Rafael! Detrás, y asida de la camilla iba una mujer con los vestidos desgarrados y sollozando: la gente callaba en torno suyo, respetando su dolor.

Nunca se pudo descubrir quién fue el verdadero autor de aquel crimen. La orden escrita del alcalde, no pareció; don Bernardino negó siempre haber tenido participación en aquello, y aunque sus adversarios políticos procuraron hacer muchas indagaciones, no tanto por amor a la justicia cuanto porque les convenía perderlo, todas fueron en vano: nada se descubrió. El alguacil Álvarez y los demás hombres que lo acompañaban no volvieron a verse en el Valle, y pasado algún tiempo pocas personas se acordaban de aquel suceso trágico.


Años después me fue referido este drama por la misma Luz, en cuya casa nos albergamos en la villa del Guamo, donde moraba triste, silenciosa y cubierta de canas prematuras, esperando la justicia de Dios, ya que la de los hombres le había faltado.