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(Continuación...)


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El trabajo de estos misioneros franciscanos encontró también muy grandes obstáculos, debidos esta vez, a las continuas guerras en que la colonia de La Florida18 se vio envuelta no ya con Francia, sino con otro enemigo más poderoso, Inglaterra, que desde 1584 empezó a concebir la idea de arrebatarle al virreinato de México y a España sus posesiones al oeste del Atlántico.

En 1585 la reina Isabel I de Inglaterra envió a Richard Grenville a explorar las tierras de América. Grenville pasó varios meses en este lado del Atlántico y su reporte a Isabel no pudo ser más alentador. «En la comarca al oeste y al sur de la bahía de Chesapeake -dijo el explorador-, había gran cantidad de árboles frutales y viñedos19, así como de plantas medicinales. Por la feracidad de sus tierras y la buena índole de sus habitantes esa región ofrecía conveniencias sin igual para la fundación de una colonia inglesa. Esa región había sido ya explorada y en parte colonizada por los españoles. Los indios la llamaban "Guale" y en los mapas se conocía con el nombre de "La Florida"; pero Grenville la llamó en su carta a Isabel con el pomposo nombre de "Her Majesty's New Kingdom of Virginia. El nuevo nombre de la colonia empezó entonces a figurar en todos los documentos de procedencia inglesa.

Isabel quedó altamente complacida con el informe de Grenville y dio apoyo a otros exploradores que entonces empezaron a frecuentar las costas del Atlántico. Inglaterra debía extender sus dominios hacia América, a pesar de las pretensiones de España a todo el continente. Era preciso, sin embargo, acabar con el poderío naval español y debilitar las fortificaciones españolas en América. Ninguna colonia inglesa podría subsistir mientras los barcos españoles pudieran estorbar su comunicación con Inglaterra o transportar soldados o pertrechos de guerra para atacar las posesiones inglesas de este lado del océano. Entonces dio su decidido apoyo a Francis Drake, encargándole la destrucción sistemática de los fuertes españoles en el Caribe.

Era Drake un famoso y cruel pirata que había asaltado ya y robado muchos puertos de México y de América Central. El 24 de septiembre de 1585 salía de Plymouth con una poderosa escuadra en la que figuraban los navíos Arot y Bonaventura que eran propiedad de Isabel. Los demás barcos habían sido proporcionados por ricos comerciantes ingleses.

La escuadra de Drake atacó los puertos de Santo Domingo y Cartagena donde obtuvo un inmenso botín; luego se dirigió a La Florida, con objeto de acabar con los españoles. Tomó a sangre y fuego el fuerte de San Juan de Pinos y luego cayó por sorpresa sobre San Agustín. Mientras sus habitantes huían a los montes, Drake entregó la ciudad a las llamas, no dejando de ella más que muerte y exterminio. Satisfecho con sus sangrientas hazañas zarpó, cargado de oro español, hacia Inglaterra. El 21 de julio de 1586 desembarcó en Plymouth y de ahí fue a Londres donde el capitán pirata fue altamente honrado por Isabel y convertido en caballero del reino.

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Felipe II, rey de España, comprendió que sus colonias en América y en el resto del mundo no podrían subsistir, a menos que la piratería inglesa fuera destruida y al efecto decidió declarar la guerra a Isabel y enviar contra su reino un ataque naval. Pero su Armada Invencible, enviada a Inglaterra en 1588, quedó desmantelada por los vientos del Canal de la Mancha; la mayor parte de los barcos se fue a pique y el resto fue destruido por la fuerza naval inglesa al mando de Drake. Con esa victoria quedó Inglaterra soberana de los mares y con posibilidades casi ilimitadas para establecer un imperio inglés en América.

Inglaterra carecía de conquistadores del temple de Hernán Cortés y Francisco Pizarro que con un puñado de hombres habían sojuzgado enormes imperios. Los ingleses no eran tan románticos. Por eso, con su enorme sentido práctico planearon y establecieron la compañía comercial «Virginia Company of London» para la colonización americana. Esa compañía estaba integrada por hombres ricos que invirtieron sus fondos en la contratación de marineros y soldados destinados a ocupar territorios españoles en las costas de la Bahía de Chesapeake. Ciento cuarenta y cuatro hombres desembarcaron en la bahía el 26 de abril de 1607 y poco después fundaron ahí el primer poblado inglés en tierra firme de América, Jamestown, ciento quince años después del descubrimiento de América, noventa y cuatro años después del descubrimiento de La Florida por Juan Ponce de León, ochenta después de que en esa misma costa se fundara la población de San Miguel Gualdape y casi treinta y siete después del establecimiento de la misión jesuita de Axacán. (El establecimiento de esa colonia constituyó desde un principio una amenaza para la existencia de La Florida. En primer lugar Jamestown quedaba fincado en territorio que se consideraba parte de La Florida y español; en segundo lugar, los términos de la carta del rey de Inglaterra, James I, eran tan vagos que, interpretados literalmente, suponían que la colonia de Virginia abarcaba provincias españolas efectivamente colonizadas, pues el rey concedía territorios «de océano a océano»; además adivinarse que Inglaterra tenía intenciones de apoderarse de otros territorios al sur, como de hecho lo hizo muy pronto. Por este motivo, el virrey de México empezó a mostrarse reacio a enviar fondos para sostener una colonia que se perfilaba más y más hacia el fracaso. Sin dinero y con la amenaza de destrucción, como un espada de Damocles sobre su cabeza, La Florida empezó luego a languidecer. ¡Su agonía, sin embargo, duraría más de tres siglos!)

El crecimiento de la colonia inglesa fue relativamente rápido. En 1619 había mil hombres en Jamestown; en 1629 había ya más de cinco mil y ese mismo año quedó la población constituida como territorio real, dependiendo directamente del rey de Inglaterra, quien seguía repartiendo tierras americanas a su arbitrio.

En 1663 Carlos II de Inglaterra creó una nueva colonia en territorios españoles, la Carolina, con donación de cuarenta y ocho mil acres (¡...!) a cada uno de los nobles ingleses que se captaron la generosidad del monarca. Esos afortunados caballeros vinieron a América a tomar posesión de su rica dádiva; pero, como los colonizadores de Virginia se habían multiplicado ya en extremo, habían saltado los límites sur de su colonia y habían tomado posesión motu proprio de las tierras norte de la Carolina. Entonces los nobles señores ingleses creyeron justo compensarse a costa de España y tomaran posesión de tierras en la Carolina del Sur, sobre terrenos que pertenecían   —55→   claramente al virreinato de México y a España. La protesta no se hizo esperar; pero, como para entonces ya Inglaterra pesaba mucho en los destinos de Europa, su tortuosa diplomacia obligó a España a firmar el «Tratado de Madrid de 1670» por el cual se fijaban los límites del virreinato de México sobre la corriente del río Savannah, al norte del presente estado de Georgia. ¿Lograría ese flamante tratado contener «el destino manifiesto» de los ingleses?

No, por cierto. Treinta años más tarde, el coronel James Moore, gobernador de Carolina, creyó llegado el momento de arrojar totalmente a los españoles de la costa del Atlántico y -con fecha del 10 de septiembre de 1702- rompió hostilidades contra los habitantes de Georgia y Florida. El 10 de noviembre de ese año, el coronel Robert Daniel, subalterno de Moore, entró a saco y cuchillo en San Agustín y estableció el cuartel de sus tropas en la iglesia de San Francisco. Moore puso sitio al Fuerte de San Marcos, no lejos de San Agustín, pero, al llegar refuerzos militares de La Habana, Moore tuvo que levantar el sitio, Daniel se vio obligado a salir de San Agustín y ambos fueron arrojados del suelo de La Florida y de Georgia.

Las condiciones de La Florida empeoraron considerablemente con los destrozos causados por los ingleses pues éstos quemaban y destruían cuanto encontraban a su paso. Una terrible epidemia de viruelas hizo también estragos en la población ya sin hogares y privada de alimentos. Y, como si esto fuera poco, Moore volvió en 1703 aliado con mil quinientos indios yamasees, dispuestos a arrasar lo que quedaba de La Florida20.

En enero de 1704, Moore llegó a Ayubale, misión franciscana cerca del Fuerte San Luis, en La Florida occidental, servida por el padre Ángel de Miranda. Los indios de la comarca se acogieron al amparo de la misión y ésta hizo desesperados esfuerzos por detener las chusmas de Moore. A pesar del reducido número de los indios de la misión, Moore fue rechazado varias veces hasta que, habiéndose acabado las flechas y sintiéndose los defensores exhaustos, salió el padre Miranda hacia el capitán inglés llevando una bandera de rendición. Pero ni el padre ni su gente alcanzaron misericordia. El padre cayó asesinado ahí mismo, su ayudante, el padre Fraga fue quemado vivo y su cadáver decapitado, Ayubale entregado a las llamas y los indios torturados y muertos en una de las más sangrientas masacres que registra la historia de La Florida21. En esa ocasión mil cuatrocientos indios de las misiones de La Florida occidental fueron hechos esclavos de los ingleses y conducidos a las plantaciones de la Carolina.

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Los destrozos que quedaron en La Florida al tiempo que se retiraron los ingleses eran imposibles de describir. Miles de familias se encontraban sin hogar; incontables hogares lloraban la pérdida de seres queridos; las enfermedades y el hambre empezaron a hacer estragos entre los supervivientes y la desorganización de las misiones hacía imposible dar adecuada ayuda a las víctimas. De todas las misiones que florecían antes en La Florida y Guale sólo dos quedaban en pie.

De temporal consuelo fue para las autoridades civiles y para los misioneros la decisión tomada entonces por las tribus de Apalache. Después de partido el capitán inglés, enviaron delegaciones a San Agustín pidiendo ayuda para defenderse, pues preferían seguir fieles a España y a la religión de los padres. Además, empezaron a reconstruir sus misiones y pidieron a los misioneros que volvieran a predicarles el evangelio y a dar instrucción a sus hijos.

Empero, la suerte de La Florida estaba echada; tendría que caer, parte tras parte, en manos de los ingleses. Disponiendo nuevamente de lo que no era suyo, el rey de Inglaterra iba a dividir entre sus súbditos la provincia de Guale, o sea, Georgia, no obstante su palabra empeñada en 1670 de que reconocería la propiedad de ese territorio de España.

Para preparar el despojo, los ingleses construyeron el Fort George en las orillas del río Altamaha, cerca de la actual ciudad de Darién. Los españoles reclamaban ese territorio como suyo por donación papal, anterior descubrimiento, anterior conquista y exploración, ocupación efectiva, y, sobre todo, por el Tratado de Madrid. Los ingleses, empero, se hicieron los sordos y decidieron conservar el fuerte. Desde ahí podrían llevar a efecto la conquista de toda la provincia, lo cual no ofrecía ya gran dificultad, pues durante los últimos cincuenta años los ingleses habían estado obstaculizando el trabajo de los franciscanos en Georgia y anulando así la influencia española en esa comarca.

Fue consultado el virrey de México el cual, aunque ofreció ayuda militar y naval para arrojar a los ingleses del fuerte, pidió que se usaran los recursos de la diplomacia para resolver en paz el conflicto. Los delegados de La Florida se reunieron con los de la Carolina en agosto de 1725. Como una de las reclamaciones de los ingleses se refería a la protección que daban los de Florida a los esclavos fugitivos de las colonias inglesas, los españoles se comprometían a devolverlos o a pagar su rescate. Sin embargo, los ingleses encontraban cada vez mayor número de reclamaciones con objeto de alargar las deliberaciones indefinidamente. Y entre tanto llegaban más ingleses a Georgia y los poblados ingleses seguían multiplicándose.

Por fin el año 1732 el rey inglés firmó el convenio con los nobles de Inglaterra «concediéndoles en propiedad» los territorios de Georgia y poco después se dio orden al gobernador James Oglethorpe para que cerrara las negociaciones pendientes desde 1725 haciendo presión para que las autoridades españolas reconocieran derechos ingleses sobre los territorios en litigio.

Era en 1735 gobernador de La Florida don Francisco del Moral, español tímido y contemporizador, que se rindió sin mucha dificultad a las demandas de Oglethorpe,   —57→   cediendo en casi todos los puntos de las negociaciones. Pero don Francisco era sólo un oficial subalterno que tuvo que enviar sus resoluciones a las cortes de México y de Madrid para su aprobación y, cuando el rey de España y el virrey se dieron cuenta de la injusticia de tal despojo, ambos desaprobaron los acuerdos tomados por del Moral y decidieron arrojar de Georgia a los ingleses por la fuerza de las armas.

El virreinato de México envió entonces al gobernador de Cuba, don Juan Francisco de Güemes, ciento cincuenta mil pesos y vituallas para cuatrocientos soldados, con órdenes de que aprontara tropas y barcos para el ataque. El virrey hacía notar que el imperio de España en Norte América corría riesgo de desaparecer si no se detenía pronto el avance de los ingleses. En menos de un siglo se le habían arrebatado los territorios de Axacán y de Algonquián por el Atlántico así como extensas porciones de tierras hacia el oeste. Ahora se trataba de arrebatarle Guale y era fácil prever que la península de La Florida sería la siguiente víctima.

Güemes se dedicó con febril actividad a mejorar las fortificaciones del Fuerte San Marcos y construyó otro fuerte, Fuerte San Diego, para asegurar mejor la defensa de San Agustín. Oglethorpe pensó tomar la delantera y atacar a los españoles sin esperar su acometida. Con fuerzas llegadas de las otras colonias inglesas, logró formar un ejército de mil seiscientos veinte hombres y una escuadra de siete barcos de guerra grandes y cuarenta piraguas, listas para llevar soldados a La Florida.

Las hostilidades se rompieron el primero de mayo de 1740 al atacar Oglethorpe el Fuerte de San Diego que, tras feroz resistencia, cayó en poder de los ingleses que lo convirtieron en su cuartel general. El dieciocho del mismo mes avanzó Oglethorpe contra el Fuerte San Marcos y le puso sitio.

San Marcos era una verdadera colmena, atestada de soldados y civiles de San Agustín. El cañoneo fue incesante. La escuadra inglesa custodiaba el puerto para impedir el desembarque de víveres o de pertrechos españoles. Había pasado ya un mes y los sitiados no daban señal ninguna de rendirse.

El veinticinco de junio el capitán español Montiano decidió salir atrevidamente del fuerte por la noche, acompañado de trescientos soldados y atacar a sus sitiadores por la retaguardia. Así lo hizo y el éxito fue tan completo que en menos de una hora ochenta y siete ingleses yacían muertos sin que hubiera habido más que unos cuantos heridos entre los españoles. Ahora Montiano podría pedir ayuda militar a La Habana.

El dieciocho de julio aparecieron en el horizonte siete barcos cañoneros que llegaban de Cuba atestados de pertrechos y de víveres. A pesar de su fuerte contingente militar, Oglethorpe levantó el sitio y huyó precipitadamente a su escondrijo de Georgia.

No obstante, las hostilidades continuaron. Los españoles tuvieron un serio descalabro en los pantanos de Marsh, y Oglethorpe volvió a poner sitio al Fuerte de San Marcos. Georgia estaba ya totalmente en poder de los ingleses, pero parecía que éstos querían destruir San Agustín y arrojar a los españoles de toda La Florida. La guerra continuó   —58→   inexorable hasta que los elementos naturales que tanto daño habían causado en muchas ocasiones a los barcos españoles se volvieron contra los ingleses. En esta ocasión vientos huracanados destrozaron la escuadra inglesa obligando a los soldados de Inglaterra a dejar en paz por un poco de tiempo a los sufridos colonos de La Florida. Georgia, sin embargo, quedaba para siempre en manos de los ingleses.

El virreinato de México aprovechó esa pausa de calma para fortalecer las defensas de la península y para mejorar las condiciones de vida en La Florida. En 1753, don Juan Francisco de Güemes, que de gobernador de Cuba había pasado a desempeñar el cargo de virrey, formuló un plan de defensa que para siempre eliminaría el peligro de un sitio prolongado, y que haría los fuertes de Pensacola, San Antonio, San Diego y San Marcos invulnerables. La solicitud del jerarca mexicano se extendió a todas las ramas de la vida en la península mediante la promulgación de un nuevo código de leyes de muy avanzado alcance social. En ellas se proveía la asistencia a las viudas y a los huérfanos; se procuraba el mejoramiento de los trabajadores y se dictaban instrucciones para la educación pública. Finalmente, a esas disposiciones unía el virrey algo muy importante: la reforma del situado y el envío inmediato de 9864 pesos para obras de beneficencia. La legislación del virrey produjo grandes beneficios económicos, pero sobre todo creó un sentido de bienestar en La Florida22.

Desgraciadamente, los frutos de la solicitud del virrey de México iban a durar poco tiempo por causa de la nueva guerra que en 1756 empezó a asolar Europa -la guerra de los siete años- y cuyos efectos se iban a sentir profundamente en América. Inglaterra y Francia se embarcaron entonces en una contienda por cuestiones de rivalidad y de expansión comercial en el Nuevo Mundo. España, unida a Francia por el «pacto de familia» tuvo que participar en la guerra cuyos resultados fueron desastrosos para las colonias americanas. Inglaterra tomó dos de sus más importantes ciudades, La Habana en Cuba y Manila en las Filipinas, ambas pertenecientes al virreinato de México, y, al terminar el conflicto, reclamó en el Tratado de París, celebrado en Versalles en febrero de 1763, la provincia de La Florida como indemnización y botín de guerra.

Los ingleses dividieron La Florida en dos territorios: el oriental que comprendía la península y tenía como límite al oeste el río Apachicola, cerca de la ciudad de Tallahassee; y el occidental, desde el Apachicola hasta la ribera oriental del río Misisipí, comprendiendo la parte sur de los estados de Alabama y de Luisiana: En 1767 Inglaterra amplió la frontera norte de La Florida hasta abarcar casi la mitad de Georgia y Alabama.

No estuvo La Florida mucho tiempo en poder de los ingleses. Al ocupar éstos La Florida, muchos colonos españoles se refugiaron en territorios de La Luisiana (que antes de 1763 había pasado a manos de España) y empezaron a pensar en la forma de recuperar su provincia. Cuando en 1779 España se declaró nuevamente en guerra con Inglaterra, el gobernador de Nueva Orleáns, don Bernardo de Gálvez, hizo suyo el intento de los floridanos refugiados en Luisiana y principió a hacer preparativos para la invasión de la   —59→   península. Tres años antes, las trece colonias inglesas en América habían empezado su guerra de independencia y Gálvez se alió a los revolucionarios de Washington. Impidió que los ingleses tomaran posesión de la desembocadura del Misisipí (que ellos lucharon desesperadamente por dominar para llevar por el río pertrechos hacia el norte y para dominar desde allí todo el valle sur del Misisipí). En cambio, Gálvez hizo fácil la ocupación de ese valle por los americanos23.

Don Bernardo de Gálvez probó ser un gran militar que secundó por el sur la acción de Washington en el norte del territorio en contienda. Encabezando un ejército de antiguos colonos de La Florida, al que se unieron valientes voluntarios de La Luisiana, salió Gálvez de Nueva Orleáns a fines de 1779 y convirtió su campaña en La Florida en una verdadera marcha triunfal. Capturó Pensacola y poco después fueron cayendo en sus manos, uno a uno, todos los fuertes de la península. Al terminar la guerra, Inglaterra reconoció los derechos de España (y del virreinato de México) a la provincia de La Florida. El tratado de paz se celebró en París el año de 1783.

Para entonces ya los Estados Unidos se habían constituido en nación independiente. Georgia se había incorporado a la Unión y multitud de habitantes de ese estado habían empezado a formar colonias en los territorios norte de La Florida. Cuando en 1803 La Luisiana fue vendida a los Estados Unidos, éstos rodearon La Florida por todas partes y a nadie pudo escapar la certidumbre de que tarde o temprano vendría a ser la península otro estado de la Unión Americana. En 1810 abortó un intento de independencia de un grupo de colonos americanos. Dos años más tarde, en 1812, el Congreso de los Estados Unidos recibía, como parte integral de nuestra nación, el territorio de La Florida Occidental, comprendida entre los ríos Pearl y Misisipí. En 1811, Andrew Jackson capturó Pensacola y ese mismo general tomó en 1818 el Fuerte de San Luis. Florida pertenecía ya sólo de nombre al virreinato de México y España.

El golpe definitivo se lo dio a La Florida un famoso diplomático español, don Federico de Onís, para salvar con él otros territorios en peligro de perderse para México y España. Tres problemas requerían inmediata resolución: 1) como la situación militar, social y política de la colonia de La Florida era sumamente irregular a causa de tantos cambios y guerras, un gran número de piratas hallaba fácil refugio en sus costas de donde salían para cometer desmanes en los territorios americanos. Los Estados Unidos protestaban ante las autoridades de la península haciéndolas responsables y exigiéndoles fuertes sumas de indemnización por los daños causados a los habitantes de la costa, sobre todo en el estado de Georgia; 2) acusaban los americanos a los habitantes y a las autoridades de La Florida de la constante fuga de esclavos negros que huían de Georgia y las Carolinas buscando protección en Florida, ocasionando con ello pérdidas económicas a sus dueños quienes pedían al gobierno español la devolución de sus esclavos o el precio de ellos; 3) hacia 1815 se despertó un vivo deseo por separar a Texas del virreinato de México so pretexto de que el viaje de La Salle a esas tierras en 1681 las había hecho parte de La Luisiana recientemente comprada por los Estados Unidos. ¿Estaba Texas incluida en esa compra?

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Don Federico de Onís, Embajador de España en Washington creyó encontrar la solución a esos tres problemas con la cesión de La Florida a los Estados Unidos. Esta cesión se haría con la condición de que los Estados Unidos se dieran por pagados con ella de los daños causados por los piratas y por la huida de los esclavos y reconocieran la legitimidad de los derechos del virreinato de México sobre Texas.

La solución del embajador agradó mucho al Presidente Monroe y a su Secretario de Estado, John Quincy Adams. El Congreso aprobó la cantidad de cinco millones de dólares, de los cuales, tres se repartirían entre los ciudadanos americanos que reclamaban indemnizaciones y el resto se enviaría a España.

Más de un año tardaron las Cortes Españolas en ratificar el tratado. Fue necesario convencer a sus miembros de que La Florida estaba de hecho perdida para España; que era más conveniente entonces salvar Texas para México y que los Estados Unidos empeñaban, con ese tratado, su palabra de honor de respetar los derechos del virreinato sobre Texas, cuya proximidad a México lo hacía más valioso. En 1820 el rey Fernando VII firmaba el documento de cesión de las Floridas a los Estados Unidos, incluyendo en esa venta todas las islas adyacentes a la península. En el mismo documento se fijó la línea divisoria entre los Estados Unidos y el virreinato de México, al norte de los actuales estados de Texas, Colorado, Utah, Nevada y California.

De este modo quedó cerrada la historia de la colonización española de Florida, trescientos siete años después de su descubrimiento por don Juan Ponce de León.




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Colonización de la gran Luisiana


España fue la nación que descubrió La Luisiana. (La importancia de La Luisiana en la historia de América se comprenderá mejor si se observa la extensión de su territorio en el mapa de los Estados Unidos que aparecen en las páginas de este libro. Aunque el estado que lleva su nombre es ahora relativamente pequeño, en el siglo XVIII La Luisiana comprendía algo más de un tercio del actual territorio americano, esto es, todo el oriente medio, casi todo el medio occidente y gran parte del extremo occidente hasta los actuales estados de Oregón y Washington). En 1519 Alonso de Pineda, al navegar por la costa del Golfo de México, desembarcó junto a la desembocadura del Misisipí y tomó posesión de la tierra a nombre de su rey. Desde entonces, muchos otros exploradores, tales como Narváez, Garay, Cabeza de Vaca, etc. recorrieron sus territorios. En 1539 Hernando de Soto atravesó todo lo que es ahora el estado de Luisiana y penetró en Arkansas donde murió sobre las riberas del río Misisipí, habiendo antes recomendado a sus compañeros de viaje que continuaran explorando esas extensísimas comarcas.

Años después se fundó la colonia española en La Florida cuyos límites al oeste quedaron indefinidos; si bien es cierto que toda la costa del Golfo y las tierras hacia el oeste se consideraban   —61→   comprendidas en el virreinato de México. No consta, sin embargo, que México o España hicieran trabajo de colonización durante los siglos dieciséis o diecisiete en la zona del Misisipí.

En el último cuarto del siglo diecisiete, un explorador francés, de nombre René Robert Cavalier, Sieur de La Salle, recorrió el Misisipí, río abajo, empezando en una zona próxima al Canadá. El siete de abril de 1682 llegó a su desembocadura y dos días después tomó posesión del país llamándolo Louisiana en honor del Rey Luis XIV de Francia. Sin embargo, no fundó colonia sino que siguió a Europa con objeto de obtener ayuda para continuar sus exploraciones y colonizar. Retornó a América, pero ya no pudo encontrar La Luisiana. Desembarcó en Texas donde fue asesinado por sus compañeros, los cuales, a su vez, fueron muertos por los indios de la región. Así acabó el primer intento de colonización en La Luisiana. (Misioneros jesuitas fueron, en realidad, los primeros franceses que exploraron en 1673 el interior de La Luisiana, navegando por el río Misisipí. Sin embargo, ninguno de ellos siguió su curso hasta el Golfo de México, como lo hizo de La Salle).

En 1699 un grupo de soldados franceses llegaron por mar a la desembocadura del gran río y en 1718 establecieron la ciudad de Nueva Orleáns. Desde esa colonia los comerciantes franceses subían por el río hacia el norte para cambiar mercancías con los indios. De este modo establecieron la colonia francesa de La Louisiana sobre toda la cuenca del río Misisipí.

Francia, sin embargo, nunca se interesó por esta colonia. La Luisiana casi no producía nada. No había ahí ricas minas de oro y plata que explotar. Su comercio con el viejo mundo era muy escaso y su agricultura languidecía miserablemente. Francia tenía que sostener el gobierno sin recibir casi nada en retorno; de suerte que, desde un principio languideció la economía de esa provincia, y conforme pasaban los años, las condiciones de vida en La Luisiana se hacían insoportables.

España recuperó la provincia de La Luisiana en 1762. El indolente Luis XV no se preocupó nunca por remediar los males de sus colonias, engolfado siempre en las comodidades y placeres de su fastuosa corte. Por eso, cuando en esa fecha halló la manera de deshacerse de esa pesada carga, él y con él toda Francia se apresuró a firmar el Tratado de Fontainebleau, el tres de noviembre, dando a España posesión de Nueva Orleáns y de todo el lado oeste del Misisipí. (Durante la Guerra de los Siete Años la parte este del gran río había quedado ya dominada por los ingleses. Cuando menos nominalmente, recuperaba España el inmenso territorio comprendido ahora en dieciséis estados de la Unión Americana).

No a Francia, sino a España, debe La Luisiana su más efectiva colonización24. Con excepción del primer gobernador que, aunque hombre de gran erudición científica, carecía de dotes administrativas los gobernantes españoles de La Luisiana dejaron imborrables recuerdos en la región como personajes de gran valer, consagrados al servicio y progreso de la comunidad. (Se   —62→   llamaba don Antonio de Ulloa. Investigador incansable, hombre de una erudición pasmosa, se había consagrado desde su juventud al cultivo de la ciencia. Bajo su dirección se fundó un observatorio y él, de su propio peculio, estableció un laboratorio para el estudio de los minerales).

El primer gobernador efectivo de La Luisiana fue don Alejandro O'Reylly, español de origen irlandés, de gran iniciativa y hábil organizador (Como la mayoría de los habitantes de La Luisiana eran de origen francés, no pudieron menos de resentir de pronto el cambio de jurisdicción y hubo un levantamiento que fue muy severamente sofocado por O'Reylly). O'Reylly reconstruyó la estructura de la colonia: reorganizó su gobierno, permitiendo, con gran habilidad política, que los franceses siguieran ocupando importantes puestos públicos; fomentó la agricultura y el comercio; abolió la esclavitud; hizo amistad con los indios, entablando vínculos de reciprocidad comercial y social con ellos; ayudó a la iglesia en la reforma de sus leyes e impulsó la obra misionera. De este modo, con su acción regeneradora, O'Reylly echó las bases para el auge que La Luisiana habría de alcanzar durante el período del gobierno español.

En 1769 le sucedió en el gobierno don Luis de Unzaga y Amézaga que continuó las tácticas pacificadoras y progresistas de su antecesor. Don Luis se mostró amigo de los criollos («Criollo» se llama al hijo de padres europeos pero que ha nacido y ha sido criado en América) y probó que España estaba interesada en el porvenir de los nacidos en América; que no deseaba explotar a sus ciudadanos y que hacía todo lo posible por robustecer su economía. Concedió tierras a inmigrantes europeos, impulsando así las plantaciones de tabaco y de caña de azúcar que habrían de convertirse en una fuente importante de riqueza para la colonia. Ayudó secretamente a los soldados americanos durante la guerra de independencia. Continuó haciendo benéficos tratados con los indios y, lo que constituye la gloria más genuina de su administración: organizó en 1771 el primer sistema de educación pública. (Correspondió a don Manuel Andrés López de Armento el honor de ser, en La Luisiana, el primer superintendente de un sistema público de enseñanza en los Estados Unidos). Cargado de años y de méritos, Unzaga quiso jubilarse, pero, en consideración a sus grandes cualidades de estadista, se le nombró gobernador de la importante provincia de Venezuela. En 1777 le sucedió en su puesto el joven coronel del regimiento de La Luisiana, don Bernardo de Gálvez.

Gálvez se había distinguido ya en el virreinato de México como soldado valiente y hábil diplomático. Aunque cuando fue nombrado gobernador no llegaba aún a los treinta años de edad, tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran estadista. Importó gran cantidad de oro y plata mexicanos para estabilizar el precio de la moneda francesa que todavía circulaba en la provincia. Impulsó la agricultura trayendo inmigrantes que cultivaran las tierras baldías. Dio a cada familia cinco acres sobre alguno de los ríos de la colonia, autorizándola también a tomar tanto terreno, tierra adentro, como pudiera cultivar adecuadamente25.

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Atraídos por la generosidad de Gálvez, miles de inmigrantes acudieron a poblar las riberas, no sólo del Misisipí, sino de muchos otros ríos. Españoles, alemanes, ingleses, americanos, etc. obtuvieron espléndidas parcelas que, bien cultivadas, convirtieron las feraces tierras de La Luisiana en un paraíso. (Muchos de esos colonos, además de hacerse católicos y ciudadanos de España, optaron por españolizar sus nombres. Además, un numeroso grupo de ellos fundó una ciudad en territorio que ahora es de Texas, llamándola Galveston (Gálvez-town) en gratitud al gobernador).

Durante la administración de Gálvez, siguió en toda su fuerza la revolución americana y, como el gobernador simpatizaba con ella, le dio su decidida ayuda. Permitió a los americanos surtirse de víveres y de pertrechos de guerra en su colonia; autorizó su libre tránsito por los ríos de la provincia y prestó también cantidades de dinero a la nueva república. De extraordinaria importancia fue también la ayuda otorgada al general americano George Rogers Clark en la conquista del noroeste.

Irritados los ingleses por la asistencia que Gálvez daba a los revolucionarios de Washington, decidieron atacar al gobernador en Nueva Orleáns. Éste, sin embargo, se encontraba bien prevenido (pues había previsto la necesidad de mantener su provincia militarmente preparada) y decidió salir de su ciudad y dar el primer golpe en terrenos del enemigo. Partió, pues, de Nueva Orleáns, encabezando un ejército de mil cuatrocientos soldados y, en rápida y arrolladora campaña, tomó los fuertes de Bute, New Richmond y Panmure, así como la ciudad de Mobile.

Aterrados los ingleses, retrocedían precipitadamente al empuje del gobernador español. Entonces Gálvez decidió que era llegada la hora de libertar La Florida. (Florida estaba en poder de los ingleses desde 1763, según se dijo en el capítulo anterior. Los floridanos refugiados en La Luisiana fueron de gran ayuda a Gálvez en la reconquista de su provincia). Pensacola era la plaza más importante de La Florida Occidental y tenía una guarnición de dos mil soldados. Gálvez determinó atacar por mar. Le puso cerco y los ingleses se defendieron tenazmente; pero, al fin, obligados por el constante fuego del enemigo, rindieron la plaza el 10 de mayo de 1781. Con esta victoria decisiva, quedaron los ingleses expulsados de todo el Golfo de México. El rey de España reconoció la lealtad y el arrojo de Gálvez y lo nombró virrey de México. Por desgracia, su prematura muerte, en 1786, vino a privar a México de uno de sus mejores virreyes y a La Luisiana de su mejor amigo.

Sucedieron a Gálvez tres gobernadores que, si no fueron del calibre del ilustre conquistador de La Florida, sí le igualaron en prudencia, en bondad y en solicitud por sus gobernados.

Al coronel Esteban Miró, inmediato sucesor de Gálvez, le tocó sufrir las consecuencias del pavoroso incendio que destruyó Nueva Orleáns el 21 de marzo de 1788. Miró trabajó sin descanso por delinear una nueva ciudad limpia y hermosa; lo cual logró, para ventaja de su generación y delicia de las generaciones futuras. Muchos de los edificios construidos en tiempo de Miró están aún en pie: de bello estilo español, aunque el vulgo   —64→   (ignorante de la historia y de los estilos arquitectónicos del siglo XVIII) los ha considerado de origen francés.

En 1791, sucedió a Miró don Francisco Luis Héctor, muy celoso magistrado y equitativo en la administración de la justicia. Gobernó muy acertadamente la provincia y protegió las artes y las letras. En su tiempo se publicó el primer periódico de La Luisiana. Le siguió en el cargo don Manuel Gayoso de Lemos, afable y simpático en extremo, padre de los pobres y, como tal, profundamente amado del pueblo. Murió en 1799. Ocupó su puesto el marqués de Casa Calvo, quien, como se verá en el curso de esta historia, tuvo que entregar nuevamente el poder a los franceses.

El doctor Edwin Adams Davis, profesor de historia de la Universidad estatal de Lousiana, sumariza la obra española en su estado en estas notas, que se reproducen aquí por creerse de interés para el lector. Están tomadas de su obra Louisiana Land of the Pelikans:

«When Spain acquired Louisiana in 1762 it was a small and weak colony of less that 7500 inhabitants. Apart from New Orleans it hand only a few small villages along the Mississippi and other streams. The farms and plantations were centered along the Mississippi above and below New Orleans». «At the end of the Spanish regime, Louisiana was a large and prosperous country with over 50000 inhabitants, over 30000 of whom lived along the lower Mississippi and in New Orleans...» «The early French setters were not good colonists. France had forced the Louisianans to use paper money which quickly went down in value, and trade had not been permitted with other colonies or countries. Some of the French governors had been more interested in making fortunes for themselves than in providing good government. The French had scattered their settlements too widely, and their administration had been poor».

«In contrast to the French, the Spanish had produced sound currency into Louisiana. In spite of the fact that Spain had imposed many trade restrictions, she had permitted Louisianans to trade with other countries. The Spanish governors had generally been hard-working, intelligent, and honest, and the Spanish systems of government and administration of justice had been efficient and fair to all. Under Spanish rule settlers from many countries had established farms and villages and towns in Louisiana, and better means of communication had been organized. From a weak French colony in 1762, Louisiana had grown into a strong and prosperous Spanish colony forty years later. While the French in Louisiana never adopted Spanish ways and customs, they owned a greater debt to Spain than they did to their mother country».


Op. cit., pp. 107 y 108.                


Los últimos años del siglo XVIII fueron testigos de grandes acontecimientos en todo el mundo pero especialmente en Francia. Los horrores de la Revolución francesa conmovieron a Europa y prepararon el ascenso al poder a un hombre ambicioso y sagaz, cuyos anhelos más profundos eran los de superar las glorias de los reyes de Francia. Ese hombre era Napoleón Bonaparte que planeó la formación de un imperio para poder ser su   —65→   emperador. Volvió entonces sus ojos a América, codiciando las tierras de Santo Domingo y anhelando recobrar las vastas regiones de La Luisiana para incorporarlas a sus dominios.

Envió Napoleón a Santo Domingo un ejército con órdenes de apoderarse de la isla a cualquier costo; que, al fin y al cabo, Santo Domingo no podía contar con el apoyo de ninguna potencia. Pero con relación a La Luisiana, en poder de España, el gran corso optó por usar medios diplomáticos y, al efecto, hizo presión sobre el primer ministro español Manuel Godoy.

Pronto se dio cuenta Godoy de que nada podía España contra Napoleón y sí mucho podría perder echándoselo de enemigo. Si se le negaba La Luisiana, Napoleón declararía la guerra a España como lo había hecho con Santo Domingo y, mientras España y Francia pelearan, los Estados Unidos se aprovecharían de las circunstancias para invadir la provincia. De todos modos España llevaba la de perder. Godoy optó, entonces, por la solución que creyó ser menos perjudicial para España: pasar La Luisiana a poder de Francia en forma de encomienda. Así, pues, por el Tratado de San Ildefonso, celebrado el primero de octubre de 1800, entregó España La Luisiana a Napoleón, después de recibir del francés una promesa solemne de que «Francia no enajenaría esa colonia sino devolviéndola a España»26. Así terminó la influencia de España y del virreinato de México en La Luisiana.

Los siguientes acontecimientos son bien conocidos. En tres años de guerra con Santo Domingo sufrió Napoleón la más ignominiosa derrota en la isla y durante ese tiempo se dio cuenta también de la carga económica que resultaba el sostenimiento de La Luisiana. Se resolvió, pues, a concentrar sus esfuerzos en la conquista de Europa, olvidando sus pretensiones de un imperio en América. Además, estaba sumamente urgido de fondos para sus gigantescas campañas militares. Sin duda que esa provincia, bien vendida, resolvería su gran problema.

Por esas mismas fechas, los Estados Unidos necesitaban el puerto de Nueva Orleáns para garantizar el libre tránsito de su comercio por el Misisipí. Enviado por el Presidente Jefferson, James Monroe se unió al embajador Livingston en París para pedirle a Napoleón que les vendiera sus derechos sobre el puerto. Su asombro no tuvo límites cuando el emperador les dio a conocer su propósito de venderles, no sólo la ciudad y el puerto, sino la provincia entera ¡875025 millas cuadradas! al precio de quince millones de dólares: casi otro tanto del área que entonces ocupaban los Estados Unidos, esto es 909050 millas cuadradas. ¡La mayor operación en bienes raíces que se ha hecho desde que el mundo es mundo!

La contestación de los Estados Unidos no se hizo esperar; y la oferta era demasiado generosa para regatear el precio. De este modo, los Estados Unidos llegaron más cerca del Océano Pacífico y se abrieron pasmosas oportunidades de progreso y de riqueza.

Los hispanos o méxico-americanos podemos gloriarnos, con razón, de la parte que nuestros antepasados tuvieron en la formación, colonización y desarrollo de esa rica   —66→   provincia. Ellos con sus nobles esfuerzos y con su prudente administración echaron las bases del brillante porvenir de esta progresista región de nuestra patria americana.




ArribaAbajo- XIV -

Colonización de Texas


La historia de Texas en el siglo XVI es muy semejante a la de Nuevo México, o a la de la gran Florida. En realidad es parte integrante de las mismas. Por el este, Alonso Álvarez de Pineda descubrió sus costas en 1519 y don Francisco de Garay se detuvo brevemente en Texas antes de su viaje a México en 1523. Otros dos expedicionarios, cuyos nombres nos son muy conocidos, pasaron también por territorios de Texas: Cabeza de Vaca, en su gran peregrinación de ocho años, recorrió el territorio texano de oriente a occidente y dejó en su relación una descripción minuciosa de las costumbres de los indios, así como de los extraños sucesos que le acontecieron; (De Cabeza de Vaca y de otros exploradores del siglo XVI, que visitaron Texas podrá encontrar el lector más amplia noticia en los primeros capítulos de esta obra) y Luis de Moscoso, sucesor de Hernando de Soto, condujo a sus exploradores hasta muy adentro de la tierra de Texas antes de emprender su retorno a la capital mexicana.

Por el oeste fueron muchas también las exploraciones que penetraron en territorio texano, partiendo algunas directamente de México y siendo otras una extensión de las llevadas a cabo en Nuevo México. Coronado pasó por la parte noroeste en su viaje a Quivira (Kansas). Fray Agustín Rodríguez entró a Texas en 1581; y también lo hicieron Espejo en 1582, Castaño de Sosa en 1590 y Gutiérrez de Humaña en 1593. Como la mayor parte de esos expedicionarios perdieron a muchos de sus miembros durante la travesía, no es conjetura afirmar que para fines del siglo XVI, el territorio del estado de Texas había quedado ya sembrado de tumbas mexicanas y españolas.

El primer explorador de Texas en el siglo XVII fue el capitán mexicano don Juan de Oñate, quien, como Coronado, quiso explorar los territorios de Quivira y en 1601 pasó por la parte noroeste del actual estado. Otros exploradores visitaron Texas después de Oñate; fray Juan de Salas en 1632, Alonso Baca en 1634 y Hernán Martín con Diego del Castillo en 1650. En 1675 un grupo explorador fue guiado a Texas por Fernando del Bosque que llevaba por compañero a fray Juan Larios. En 1638 el capitán Juan Domínguez de Mendoza y el padre Nicolás López con un hermano lego y doce soldados visitaron la región de Pecos al este del estado. Los religiosos de esta expedición evangelizaron la comarca, levantaron una capilla cerca del río Colorado en Texas y bautizaron a muchos indios27.

Estos mismos expedicionarios, pensando que podrían obtener del virrey de México mayor número de misioneros y colonizadores que vinieran a trabajar en Texas, emprendieron su viaje a la capital mexicana para exponer a las autoridades sus proyectos.

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El año 1685, un capitán francés -Robert Cavalier, Sieur de La Salle- desembarcó en Matagorda y trató de establecer un fuerte y una colonia francesa. Sin embargo, sus intentos fracasaron, y el capitán y sus soldados perecieron trágicamente en territorio texano, según se dijo ya en el capítulo anterior. Los buenos informes del padre Nicolás López y las alarmantes noticias de que Francia intentaba establecer colonias en tierras de la provincia texana determinaron al virrey de México a enviar un grupo de exploradores para investigar más a fondo la posibilidad de establecer colonias, ciudades y misiones en Texas. El capitán mexicano, don Alonso de León fue escogido como director de la empresa.

Era don Alonso un hombre de bastante edad, bien fogueado en los trabajos de exploración, soldado valiente, de profundas convicciones cristianas y que por largos años había prestado sus servicios al virrey y a las misiones entre infieles. Obedeciendo las órdenes del jerarca mexicano, salió de Monterrey (su ciudad natal) en 1686 hacia el norte. Atravesó el Río Grande y siguió su curso hasta donde se encuentra ahora la ciudad de Matamoros y de ahí subió un poco hacia el norte. Segunda vez salió en 1687 hacia el oeste del estado, acompañado del fraile franciscano padre Damián Massanet. Por tercera vez pasó el gran río en 1689 llevando nuevamente consigo al padre Massanet y cien soldados. Con tan numerosa compañía llegó hasta la comarca donde se encuentra ahora la ciudad de Nacogdoches. Halló los restos del fuerte que Sieur de La Salle había erigido en 1684 y comprobó los informes que habían llegado a la capital sobre su trágica muerte28. Después de estos viajes de exploración y estudios, don Alonso rindió su informe al virrey, poniendo de relieve las magníficas oportunidades que podría encontrar el virreinato en la privilegiada tierra de Texas. Los indios eran sumisos y ya tenían conocimiento de Dios por la predicación de los misioneros. La tierra era fértil, abundante en bosques y ríos, llena de posibilidades de colonización y prometedora en extremo.

Ese mismo año de 1689 regresó a Texas don Alonso de León llevando veinte misioneros. Llegó con ellos a Nabidache, hizo un pacto con los indios de Asinai y obtuvo su consentimiento para establecer allí la misión de San Francisco. Para entonces, sin embargo, la salud de este ilustre mexicano se hallaba muy quebrantada tanto por sus años como por sus muchos trabajos. Esa fue su última visita a Texas. Ya de regreso en México, murió ese mismo año de 1689 lleno de méritos y llorado por sus muchos amigos.

A la muerte de don Alonso de León el proyecto de Texas quedó paralizado por algún tiempo. Pero la providencia deparó a otro hombre extraordinario, gloria y prez de la orden franciscana, andariego incansable y alma de la obra misionera en América -el venerable padre fray Margil de Jesús- quien, al tener conocimiento de las necesidades de Texas, se apresuró a socorrerlas. Bajo la inspiración de fray Margil, salieron rumbo al norte fray Antonio de San Buenaventura, guardián del Colegio de Misiones de Querétaro y fray Isidro Félix de Espinoza, que más tarde sería el cronista de los Colegios Apostólicos de la Propagación de la Fe en tierras de América. Estos dos religiosos recorrieron los territorios de Texas buscando los mejores sitios para nuevas misiones e inquiriendo las posibilidades que hubiera de sostener mayor número de misioneros en la comarca. Su viaje fue un éxito, y pronto regresaron a Querétaro dispuestos a preparar más   —68→   misioneros y a empezar a reunir elementos de colonización, tales como ganado, víveres, plantas, semillas y ornamentos de iglesia para equipar la futura misión.

Casi ocho años duró la preparación de los futuros misioneros, al cabo de los cuales, el 21 de enero de 1716, salieron de Querétaro los franciscanos destinados a Texas (En 1691 nombró el virrey a don Domingo de Terán primer gobernador de Texas. Terán salió hacia su provincia acompañado del padre Damián Massanet y, después de cruzar el Río Grande siguió hacia el norte, muy cerca de donde se levanta hoy la ciudad de San Antonio. Todavía se conservan los diarios escritos por el padre y por el gobernador, en los cuales, se afirma que él llamó San Antonio al río que lleva todavía este nombre por haberlo cruzado el 13 de junio en que se celebra la fiesta del santo. El padre Massanet refiere que la región estaba llena de búfalos. El 14 de junio celebraron la fiesta de Corpus Christi. El padre mandó hacer una cruz monumental para la celebración de la misa del día. Muchos indios estuvieron presentes y los soldados dispararon sus arcabuces a la hora en que se elevó la hostia. Siguieron luego hacia el este donde fundaron varias misiones, pero con tan mala suerte que, a los pocos meses, empezaron a enfermarse los indios y a morir, diezmados por las enfermedades del europeo, antes desconocidas en la región. Tanto el fraile, pues, como el gobernador, decidieron regresar a México para pedir más personal misionero y para conseguir más eficaz ayuda del virrey). En el camino se les unieron otros misioneros, franciscanos también, del Colegio de Misioneros de Zacatecas, fundado años antes por el santo padre fray Margil. Al frente de la expedición iban don Domingo Ramón y veinticinco soldados, encargados de la custodia de los frailes. Fray Margil de Jesús se había enlistado entre los misioneros, claro está, pero al tiempo de la salida de los religiosos andaba todavía muy afanado recogiendo vacas, bueyes, cabras, harina y trigo para los indios texanos. Su gozo fue grande cuando, al unirse a la caravana, encontró que sus compañeros llevaban ya más de mil cabezas de ganado para Texas29.

Los misioneros se dieron tanta prisa en poner manos al trabajo que en sólo un mes -julio de 1716- fundaron cuatro misiones: San Francisco, la Concepción, Guadalupe y San José; todas en la parte este del estado y cerca de la frontera con La Luisiana. Otras muchas se establecieron poco después en esa misma zona, según carta de fray Margil al virrey de México30.

El año de 1717 fue un tiempo de ruda prueba para los misioneros y para los indios de sus misiones por la cruel sequía que azotó la provincia y que ocasionó la ruina de las cosechas. Empero, el año de 1718 quedó realzado con un acontecimiento de gran importancia en la historia de Texas: la fundación de la misión de San Antonio de Valero y de la población de Béxar, esto es, el establecimiento de la actual ciudad de San Antonio.

Determinó el virrey de México que Texas necesitaba no sólo misiones donde los indios aprendieran la religión cristiana y la civilización europea, sino verdaderas ciudades al estilo español, de libre competencia y regidas por un gobierno civil y nombró gobernador de esa provincia a don Martín de Alarcón dándole instrucciones para el establecimiento de una de esas ciudades. Salió Alarcón acompañado por el padre Antonio Olivares, ya   —69→   entrado en años pero con un enorme entusiasmo por las misiones. El nuevo gobernador, siguiendo la costumbre de los expedicionarios españoles, redactó un diario que comprende los principales acontecimientos ocurridos desde su entrada en Texas (el 9 de abril de 1718) hasta 1719 (El Diario de Alarcón permaneció perdido por mucho tiempo y ninguno de los historiadores de Texas tuvo noticia de él hasta que lo encontró en 1932 y dio a luz el ilustre escritor mexicano Vito Alessio Robles). Según Robles, «fue escrito este diario en estilo pintoresco y sencillamente ingenuo, no desprovisto de gracia, por fray Francisco de Céliz, capellán de la expedición. Describe la larga y penosa marcha desde Coahuila hasta los límites orientales de Texas, a través de desiertos y selvas vírgenes. Señala los cursos de agua, las plantas y los árboles encontrados durante la peregrinación; los toros salvajes de Castilla, descendientes de las reses cansadas que abandonara el general Alonso de Alarcón en una de sus expediciones anteriores; las ceremonias de los indios... y la recepción solemne del conquistador, cuando fue nombrado caddí aimai -capitán de capitanes- en la cual fue llevado en brazos y, después de sentarle en una tarima revestida de pieles de cíbola, le adornaron la cabeza con blancas plumas de pato, le pintaron la frente y las mejillas con rayas de almagre y en medio de coros cadenciosos, al son de tamboriles y sonajas, al fulgor de cuatro grandes hogueras, recibió su nombramiento, proclamando los indios que amaban al gobernador hispano como si hubiera nacido entre ellos». Según dicho diario, tomó posesión el gobernador del sitio llamado San Antonio, poniéndose en él y fijando el estandarte real con la solemnidad necesaria. El mismo día dio también principio el gobernador a la misión de San Antonio de Valero, o sea, El Álamo que habría de hacerse famosa como cuna de la libertad del pueblo texano. La nueva ciudad se pobló con familias españolas y mexicanas traídas del Río Grande. El nombre «de Valero» añadido al de la misión de San Antonio correspondió al título del virrey de México, señor marqués de Valero, que dio abundantes fondos pecuniarios para la fundación de la misión y de la ciudad.

El resto del año, Alarcón cuidó de los asuntos de la provincia y recorrió los territorios de su jurisdicción, mientras continuaban los trabajos de la edificación de la ciudad de San Antonio. El 27 de junio cruzó el Río Grande para traer más bastimentos y el 27 de agosto, ya de regreso, recibió la visita de capitanes de veinticinco naciones de indios que iban a darse la paz. El 5 de septiembre nombró como jefe de los indios a un texano por nombre Cuilón, a quien los frailes bautizaron con el nombre de Juan Rodríguez. Salió luego a recorrer la costa del Golfo y visitó las misiones de la zona de Nacogdoches, deteniéndose el 29 de noviembre en un sitio donde sus soldados encontraron una campana que habían enterrado los colonizadores el año 1690. Volvió a San Antonio a principios de enero de 1719 y procedió en seguida a nombrar alcaldes, justicia y regimiento, escogiendo para estos cargos a los indios más capacitados.

A continuación citamos el texto original del Diario de Alarcón que da relación de las actividades del gobernador a favor de los colonos texanos:

«El día 12 de dicho mes de enero, no obstante ser el tiempo muy riguroso y extraño, dio principio el señor gobernador a que con toda aplicación se sacasen las acequias, así para la villa como para dicha misión de San Antonio de Valero, lo   —70→   cual se continuó todo lo restante del dicho mes, en el cual quedaron en buen estado y forma, de manera que se espera este año una gran cosecha de maíces, frijoles y otras semillas que mandó traer de fuera el señor gobernador; asimismo hizo traer parras e higueras y diversas semillas de frutas, y todo lo demás necesario; asimismo mandó traer cerdos para criar y mucho ganado mayor y menor, así cabrío como ovejuno, de manera que dicha villa se halla abastecida de todos aperos, ganados y pertrechos necesarios, sin que falte cosa alguna».



En 1719 iban a empezar crueles sufrimientos para los nuevos colonos y muy especialmente para los indios y frailes de las misiones cercanas a los límites de La Luisiana. En ese año estalló la guerra entre Francia y España, cuyas tristes consecuencias iban a sentirse pronto en la carne misma de los misioneros y de sus indios conversos. Los franceses de Natchitoches, en número de ochocientos, secundados por numeroso contingente de indios aliados, pasaron la frontera de Texas y amenazaron la misión de San Francisco. Era el principio de una sangrienta invasión francesa en territorio del virreinato de México.

Los texanos comprendieron la inutilidad de resistir, ya que había sólo un puñado de soldados en el presidio. Así, pues, decidieron abandonar la misión de San Francisco. Pronto se vio, sin embargo, que los franceses tenían intención de acabar con las misiones de todo el este de Texas, por lo que se dio orden de que tanto los misioneros como los españoles y los indios conversos buscaran refugio en la ciudad de San Antonio. Los franceses asolaron la comarca durante 1720 y 1721, llevando muerte y destrucción a todas partes.

El saldo de muertos que tuvieron los franciscanos fue muy alto. En esos años de persecución murieron fray Francisco de San Diego, fray Domingo de Urioste y fray Pedro de Mendoza, los tres del Colegio de Misiones de Guadale en Zacatecas. El Colegio de Santa Cruz de Querétaro perdió a los siguientes de sus hijos, sacrificados en defensa de la fe y de los texanos: fray Manuel Castellanos, fray Juan Suárez y fray Lorenzo García Botello. En la misión de San Antonio (en el este del estado) murió fray José González; en la de Guadalupe, fray Diego Zapata y fray Antonio Bahena. En el camino de Béxar, flechado por los indios, sucumbió fray José de Pita.

Fray Margil de Jesús que, con los misioneros supervivientes logró refugiarse en San Antonio, asistía a los indios y procuraba encontrar sustento y abrigo a los refugiados de la guerra. Durante esos meses fundó, junto al Río de San Antonio, la misión de San José que prosperó en poco tiempo y que se conserva aún en las afueras de la gran ciudad.

Por fin, en abril de 1921, llegó la fuerza expedicionaria que mandaba el virrey de México al mando del nuevo gobernador de Texas, la cual en sólo tres meses logró arrojar a los franceses y acompañó a los misioneros y a los indios del este a sus misiones de Nacogdoches. Una a una renacieron entonces las congregaciones y uno a uno fueron levantándose los edificios que habían sido destruidos durante la invasión. Fray Margil regresó a Nacogdoches, pero no a su antigua morada, pues, fundador incansable, se   —71→   quedó en las márgenes del río Guadalupe donde estableció otra misión. La vida de Texas había vuelto a la normalidad.

En 1722 fray Margil fue nombrado guardián del Colegio Misionero de Zacatecas que él había fundado años atrás. Las misiones de Texas, sin embargo, siguieron ocupando un lugar de preferencia en su corazón y, en enero de 1723, emprendió un viaje a la capital de México para pedir al virrey que socorriera las ciudades y misiones de esa comarca, reparando los daños que en su economía había causado la guerra. Solicitó, pues, y obtuvo del virrey que se enviaran a Texas, semillas, ganado y otros víveres, pues sabía que tanto los misioneros como los indios estaban padeciendo de hambre. (Además del situado (cantidad que se enviaba anualmente de la ciudad de México para cubrir los gastos del gobierno y de las misiones en Texas) el virreinato acudía en ayuda de los colonos y de los indios cada vez que surgía alguna necesidad extraordinaria, como en este caso).

Para entonces la vida del santo misionero se había quebrantado mucho. Tenía sesenta y ocho años. Había trabajado sin descanso, recorriendo todos los caminos de América. Era tiempo pues de descansar en el Señor. Después de una nueva correría que lo llevó por varios estados de México, se recogió en el monasterio de San Francisco de la capital donde, el 6 de agosto de 1726, entregó su espíritu en las manos del Creador. (El proceso de canonización de fray Margil de Jesús fue abierto en Roma, por orden del papa Clemente XIV, el 19 de julio de 1769. Por causa de varias guerras (especialmente las napoleónicas) quedó temporalmente suspendido, hasta que, a 31 de julio de 1836, se publicó el edicto pontificio proclamando la heroicidad de sus virtudes. Ese edicto es el primer paso para la canonización. Como para entonces ya Texas se había desmembrado de México, la iglesia mexicana descuidó seguir adelante promoviendo la beatificación y canonización del santo misionero).

La pacificación de Texas produjo un auge muy considerable en la vida social de la región, y la ayuda monetaria del virrey restableció el equilibrio en sus finanzas. El gobierno abrió la puerta a los colonizadores del viejo mundo para que vinieran a las fértiles comarcas de Texas, proveyéndolos de dinero, semillas e instrumentos de trabajo. Las misiones aumentaron sus actividades, convirtiéndose en esta época más que nunca, en centros de civilización y doblando el número de sus conversos. Parecía que, al fin, se había abierto una nueva era de paz y progreso para la provincia texana.

Sin embargo, no todos los indios se mostraban dispuestos a recibir la instrucción de los misioneros. Pululaban por los territorios de Texas dos numerosas tribus de indios que fueron el azote de la civilización y de la obra pacificadora que siempre deseó realizar en esta provincia el virreinato de México. Eran esas tribus belicosas la de los apaches (cuyos territorios se extendían hasta el río Gila por el oeste) y la de los comanches. Acostumbrados esos indios a una vida nómada y de rapiña, caían por sorpresa sobre las misiones y los presidios, muy especialmente de noche, y robaban cuanto podían encontrar. En numerosas ocasiones también quemaban las viviendas y mataban a sus indefensos habitantes.

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La movilidad extraordinaria de esos bárbaros guerreros hacía imposible su persecución y, por otra parte, su costumbre de atacar con un gran número de combatientes, ponía en inminente peligro al pequeño grupo de soldados acuartelados en los presidios. Además, cuando aprendieron a manejar las armas de fuego que robaban de los presidios españoles, su invulnerabilidad se hizo absoluta.

Esos indios feroces fueron responsables de la desaparición de muchas misiones, algunas de ellas organizadas especialmente para servirles, tales como la de San Xavier y la de San Sabá. (Las dos misiones de San Xavier y de San Sabá fueron establecidas para procurar la conversión de los comanches, pero la inconstancia de esos indios y los sangrientos sucesos que ocurrieron en San Sabá decidieron a los superiores a cerrarlas y a suspender por un largo tiempo el trabajo con esos indios. El 15 de marzo de 1758 el coronel Parrilla, a cargo del presidio cercano a San Sabá envió aviso a los frailes de las actividades que los comanches habían estado desarrollando en las serranías cercanas y que presagiaban un ataque a la misión. El padre Terreros, superior de San Sabá, dejó en libertad a los demás religiosos para obrar conforme lo juzgaran conveniente para su propia seguridad, pero todos determinaron quedarse con los indios de la misión y correr su suerte. El 16 por la mañana bajaron los comanches de la sierra al tiempo que el padre Terreros decía la misa. Pronto el atrio de la iglesia se llenó de salvajes, todos bien armados, con la cara y el cuerpo pintados de rojo y negro. Iban vestidos con pieles de búfalo y llevaban en la cabeza cuernos de animal o penachos de plumas. Los padres salieron a ofrecerles comida y regalos de baratijas que tanto solían gustarles, pero los comanches no contentos con lo que se les daba, se esparcieron por todo el edificio robando o destruyendo cuanto se encontraban y prorrumpiendo sin cesar en terribles alaridos. Entrando a la iglesia se apoderaron del padre Terreros y lo obligaron a montar a caballo tal como estaba revestido para la misa y a salir de la misión. Probablemente querían torturarlo, pero en esos momentos llegaban los soldados españoles disparando contra los comanches y una bala le quitó al padre la vida instantáneamente. Los españoles eran muy pocos y los comanches se contaban por cientos. Casi todos los españoles murieron, como murieron también casi todos los indios de la misión. Al padre Molina, aunque lo hirieron y dejaron por muerto como a los demás, no lo remataron. Así fue como él, con un puñado de indios se refugió en la capilla. Los comanches prendieron fuego al edificio que ardió todo el día. La capilla empezó a quemarse en la tarde y por la noche estaba envuelta en llamas. Pero ya para entonces los salvajes se habían puesto en marcha, entonces protegidos por las sombras de la noche, salieron los que se habían refugiado en la capilla y se acogieron al presidio).

También fueron culpables de que poblaciones de tanta importancia como Nacogdoches y San Antonio vivieran en constante temor de ser atacadas y vieran sus actividades cotidianas paralizadas en muchas ocasiones. El proyecto de la colonización del estado sufrió merma por su causa y puede decirse que, si Texas no llegó a ser próspero durante la ocupación española, se debió en gran parte a las depredaciones de esos indios irreductibles.

Más tarde, cuando en 1866, se ideó el sistema de reservaciones indias y se consideró como enemigo del gobierno a cualquier indio que se hallare fuera de su reservación, el   —73→   problema dejó de existir. Pero, durante la dominación española, este sistema parecía inhumano, ya que había muchos indios pacíficos, laboriosos y de buenas costumbres que sufrirían injustamente al tratárseles como criminales. Además, había no pocos comanches o apaches que, renunciando a sus malos hábitos, se acogían a las misiones y vivían (siquiera por corto tiempo) una vida de paz y de trabajo. El problema, pues, subsistió mientras rigió el sistema paternal de los misioneros; desapareció cuando Texas se hizo independiente y todos los indios quedaron encerrados en sus reservaciones.

A pesar de las dificultades con los salvajes, los indios que aceptaban la ayuda del misionero vivían felices en su casi monástica vida de oración, trabajo y sana recreación. Un informe que data de 1762 describe la vida de las misiones en Texas31.

En la mañana todos los indios congregados en la capilla repetían a coro las enseñanzas del catecismo que uno de los padres explicaba, acomodando su predicación a la capacidad de su auditorio. Luego los indios iban a sus respectivos trabajos, asignados por los misioneros de acuerdo con las aptitudes de cada quien. Unos trabajaban en el campo, sembrando, cultivando la tierra y recogiendo las cosechas. Otros eran vaqueros o pastores. Otros trabajaban en la construcción de edificios, corrales, graneros, etc. Las mujeres hilaban, cosían, o peinaban algodón. En cada misión se les daba enseñanza a las niñas en los quehaceres de la casa32.

Terminadas las tareas cotidianas, todos eran regalados con frijoles, maíz (elotes), calabazas y sandías; que todo esto se daba con abundancia en los huertos de las misiones. Varios días a la semana, y en días festivos también, se añadía carne a su dieta, pues tanto vacas como borregos y cerdos se mataban con frecuencia para la comida comunal de los habitantes de las misiones.

Por las noches y en días festivos abundaban las canciones, las representaciones teatrales y las danzas. Las canciones, que eran muy populares, se cantaban al acompañamiento de guitarra o violín. Había entre los indios algunos muy expertos en tocar esos instrumentos. Se conservan aún piezas teatrales, tales como Los Pastores, Los Comanches, o adaptaciones de historias bíblicas que, en ocasiones adecuadas, eran llevadas a la escena bajo la dirección de los frailes. Populares son aún los bailes y danzas que, simulando famosas batallas entre moros y cristianos, o entre españoles y comanches, se acostumbraba presentar en días de celebración especial durante el siglo XVIII.

La educación de los niños estaba generalmente a cargo de los misioneros, especialmente en las misiones y el virreinato hizo repetidos esfuerzos por establecer escuelas públicas en el campo; pero, como muchas familias vivían aisladas en los ranchos, era bastante difícil juntar a los niños para su instrucción.

En los archivos del condado de Béxar existe el original de una carta del comandante general de la división norte del virreinato de México dirigida al gobernador Elquezábal.   —74→   En esa carta urge el comandante al gobernador que «cumpla con su deber» estableciendo escuelas en todos los presidios y en cualquier otro sitio donde hubiera manera de pagar un maestro. Asimismo, le amonesta a mejorar las condiciones de las escuelas ya establecidas.

Se encuentran también en ese documento algunos datos que reflejan las condiciones de la enseñanza en Texas, hacia principios del siglo XVIII. Por ejemplo, nos da a saber que la asistencia a la escuela era obligatoria para todos los niños menores de doce años y que los padres que descuidaran su deber en ese punto podían ser reprendidos. También nos dice que, además de enseñarse a los niños a leer y a escribir, en las escuelas se impartía instrucción religiosa. Respecto a la participación del gobierno en el sostenimiento de los escolares, nos dice que los empleados públicos debían proveerlos de material escolar, ayudando especialmente a los niños de familias pobres.

Poco se logró en Texas, sin embargo, en el terreno de la educación, como poco se hizo también en otros ramos de la vida colonial. Ni al gobierno, ni a los misioneros les faltó voluntad de hacerlo, pero las circunstancias les fueron siempre adversas. Sobre todo, faltaban fondos. Texas carecía del capital que se requiere para explotar sus inmensas riquezas naturales. Así, sin recursos económicos, ni la industria, ni el comercio, ni la educación pudieron progresar.

En la primera mitad del siglo XIX cambiaría el curso de la historia de Texas al llegar a su territorio un pueblo joven, lleno de energías y poseído de la magia del «Destino Manifiesto». Ese pueblo era el de los Estados Unidos33.

En 1821, México rompió sus relaciones políticas con España, se constituyó en nación independiente y abrió las puertas de Texas a extranjeros para impulsar su colonización. Stephen Austin, americano de Connecticut interesado en obtener una comisión como repartidor de terrenos de Texas, hizo un viaje a la ciudad de México para arreglar los términos de la entrega de tierras. Después de meses de trámites, se firmó un contrato entre Austin y el gobierno mexicano.

Cada familia inmigrante recibía cuatro mil seiscientos cinco acres: ciento setenta y siete de sembradío y las demás para pastora. El gobierno de México entregaría esa enorme extensión de su territorio sin cobrar más que unos cuantos pesos por trámites notariales. Además, el título de las tierras sería a perpetuidad. El único requisito impuesto a cambio de tan extraordinaria donación sería que los colonos fueran católicos, que se nacionalizaran mexicanos y que prometieran obedecer las leyes de México. En otras   —75→   palabras, México palpó la necesidad de brazos y de capital para la colonización efectiva de esa parte de su territorio y, a cambio de ellos, ofreció dar a cada familia colonizadora una porción de tierra mexicana suficientemente grande para enriquecerse; pero México no intentó en manera alguna, enajenar esa provincia que debería continuar siendo parte integrante de la Nación Mexicana.

Austin expresó su conformidad con estos requisitos y regresó a Texas. En seguida empezaron a llegar tantos colonos a tomar posesión de sus tierras, que en menos de diez años ese inmenso territorio había quedado casi totalmente repartido.

Los historiadores mexicanos califican de imprudente la concesión de tan amplias donaciones que en pocos años hicieron cambiar el carácter de Texas. En 1821 Texas era mexicano de corazón, pero hacia 1831, se había americanizado casi totalmente, pues, si bien es cierto que esos nuevos colonos eran mexicanos de papeles, en realidad se habían quedado tan americanos como antes. Era lógico pensar, pues, que muy pronto empezarían a presentarse problemas entre esos nuevos ciudadanos y el gobierno de México.

Como sucedió en verdad. Dos fueron los principales motivos de las desavenencias entre el presidente de México y los texanos: el pago de las contribuciones sobre las tierras recibidas y la desobediencia a las leyes mexicanas sobre la esclavitud.

La constitución de México prohibía la esclavitud y ya desde 1810 la castigaba con la pena de muerte. Sin embargo, los texanos necesitaban esclavos que les ayudaran a cultivar sus enormes territorios y muy pronto empezaron a introducir negros. Fue de esta manera como empezaron sus dificultades con México.

Había, sin embargo, una causa más profunda de inquietud. A pesar de los esfuerzos hechos por México por asimilar la inmensa multitud de colonos que había invadido las comarcas de Texas, pronto se dio cuenta de que eso era imposible. El idioma, las costumbres, las tradiciones y los propósitos de esos colonos eran mucho más afines a los Estados Unidos que a México y palpitaba en ellos una fe irresistible en el «Destino Manifiesto» según el cual, tarde o temprano se separaría Texas de México para unirse al resto de la Unión.

El rompimiento no tardó en ocurrir. El dos de octubre de 1835 los texanos se declararon en rebeldía, atacaron la guarnición mexicana de San Antonio e hicieron huir a los soldados en desbandada hacia México.

El Presidente de México, general Antonio López de Santa Anna, se apresuró a organizar un ejército para someter a los rebeldes texanos. El 23 de febrero de 1836 puso sitio al monasterio de San Antonio de Valero (El Álamo) donde los texanos se habían hecho fuertes y tras doce días de feroz combate, tomó ese edificio el seis de marzo, habiendo antes sucumbido, peleando valientemente, sus ilustres defensores. Victorioso, Santa Anna atacó al grueso del ejército texano que se había concentrado en las afueras del pueblo de Goliad. Ahí, el 27 de marzo, le infligió una derrota decisiva. (Santa Anna trató   —76→   con excesiva crueldad a los prisioneros de esta batalla. Según declara él en sus Memorias, se vio precisado a pasarlos por las armas, debido a que no había cárceles donde encerrarlos, ni podía él darles sustento en el largo viaje a la capital. Además, si los pusiera en libertad habría el peligro de que tomaran nuevamente las armas y continuaran la insurrección. De cualquier modo, la ejecución de esos texanos echó un borrón sobre la reputación del presidente mexicano). Creyó, entonces, el general mexicano haber dominado totalmente la rebelión y dio orden a sus tropas de retirarse al valle de San Jacinto a descansar de su larga y penosísima jornada.

Pero, entre tanto, el general Sam Houston andaba reclutando soldados americanos de los estados de Louisiana y Mississippi y, tras de la batalla de Goliad, sorprendió con ellos a Santa Anna y a sus tropas. (Los historiadores mexicanos consideran a Houston como un «filibustero» que introdujo en «territorio mexicano» soldados americanos para luchar contra el gobierno legítimamente establecido. El ejército que derrotó a Santa Anna en San Jacinto no estaba formado por texanos. Eran ciudadanos de los Estados Unidos, reclutados para pelear contra el gobierno de México sin que hubiera estado de guerra entre las dos naciones). El presidente mexicano fue hecho prisionero y obligado a firmar un tratado secreto reconociendo la independencia de la provincia de Texas. Ese tratado fue, años más tarde, ratificado por el congreso de México.

Así terminó la obra que por espacio de más de trescientos años llevó México a cabo en las feraces y prometedoras tierras del hoy rico y floreciente estado de Texas.




ArribaAbajo- XV -

Colonización de Nuevo México


La colonización de Nuevo México tuvo un carácter distinto de la llevada a cabo en México y en Sudamérica porque fue el resultado de la filosofía encarnada en las Nuevas Leyes de las Indias emanadas de la corona española en 1573.

Según estas leyes sólo se permitían expediciones colonizadoras que se encaminaran directamente a la conversión de los indios. En esas expediciones podrían incluirse soldados, es cierto, pero sólo en el número suficiente para velar por la vida y la seguridad de los misioneros. La primera expedición llevada a efecto de acuerdo con las disposiciones de las leyes de 1573 fue la de fray Agustín Rodríguez.

Era fray Agustín un hermano lego del monasterio franciscano de San Bartolomé, cerca del río Conchos. En 1581 fray Agustín obtuvo permiso del virrey de México para establecer misiones al norte del Río Grande y llevó consigo a otros dos frailes: fray Francisco López y fray Juan de Santa María. El virrey ordenó que el capitán Francisco Chamuscado y un pequeño grupo de soldados acompañaran a los frailes y se quedaran con ellos hasta dejarlos debidamente establecidos.

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Salió la caravana de San Bartolomé el cinco de junio de 1581. Cruzaron los expedicionarios el Río Grande y encontraron en seguida a muchos indios que los recibieron con aparentes muestras de afecto y con grandes deseos de recibir el evangelio. Se determinó que fray Juan se quedara ahí y que los otros frailes siguieran hacia el norte. Empero, no bien se alejaron los expedicionarios, cuando los indios de fray Juan, viendo a éste solo e indefenso, se le echaron encima y lo mataron para robarle lo poco que poseía.

Los otros misioneros, ignorantes de lo ocurrido, siguieron caminando por el desierto hasta que encontraron unos pueblos habitados por indios que los acogieron con las mismas pruebas de fingido amor y respeto. Ahí creyeron encontrar otro lugar propicio para sembrar la semilla del cristianismo y ahí, pues, decidieron quedarse. Por su parte, Chamuscado pensó regresar a México ya que creyó que no serían necesarios sus servicios entre aquellas gentes tan apacibles, al parecer, y tan afectuosas con los frailes.

De regreso a México supieron los soldados de la muerte trágica de fray Juan. El capitán, viejo y enfermo, murió en el camino y el resto de los soldados rindió un informe lleno de inquietud por la suerte de los dos misioneros que habían quedado solos en el corazón del territorio indio.

Los misioneros franciscanos decidieron entonces enviar una expedición de soldados que fuera a dar protección a los misioneros y que no regresara tan pronto como lo había hecho la de Chamuscado, sino que permaneciera con ellos hasta estar completamente segura del éxito de las misiones y del bienestar de los misioneros. Un rico y devoto mercader con el nombre de Antonio de Espejo se ofreció a financiar la expedición y a ponerse al frente de ella.

Con catorce soldados salió Espejo de la población de San Bartolomé el diez de noviembre de 1582. Pronto llegó al poblado donde se habían quedado los misioneros, pero de ellos no encontró ni huella. Sólo después de diligente búsqueda se llegó a saber que ambos misioneros habían sido asesinados por odio al cristianismo y que los autores intelectuales del crimen habían sido los brujos idólatras que incitaron a los indios a cometer el delito. (Dieciséis años más tarde descubrieron los soldados del conquistador Juan de Oñate unas pinturas indias en que se veía a los dos franciscanos siendo sacrificados por los salvajes).

Lamentaron todos el triste fin de los misioneros, claro está; pero Espejo era un hombre de empresa que no iba a regresar a México sin explorar todas aquellas tierras. Por más de siete meses viajó, pues, con sus hombres, recorriendo gran parte de Texas, Nuevo México y Arizona. Sin novedad y con una gran información sobre los territorios visitados, volvió Espejo con toda su gente a San Bartolomé a fines de junio de 1583.

Espejo llevó un minucioso diario de su expedición. A su regreso a San Bartolomé decidió seguir hasta la capital para ponerlo en manos del virrey de México con objeto de interesarlo en la conquista del territorio del norte. El virrey lo leyó con interés y lo envió al rey de España. Felipe II lo estudió con cuidado y contestó al virrey autorizándolo a proceder a   —78→   la colonización de Nuevo México (que en aquella época se extendía sobre todo lo que es ahora Texas y Arizona).

Don Luis de Velasco, virrey de México, se alegró sobremanera al recibir, la contestación del rey de España, pues él tenía vivo interés en los territorios del norte y se apresuró a dar providencias para organizar una importante y bien equipada expedición. El primer paso debería ser el nombramiento de un jefe para la empresa.

Muchos candidatos se presentaron para el cargo de «Adelantado y Gobernador de Nuevo México». Los informes de Espejo, hacían ver que la evangelización de esos territorios no podría llevarse a efecto a menos que el virreinato tuviera verdadero dominio sobre de ellos, para lo cual se necesitaba un hombre de extraordinarios cualidades como conquistador y caudillo. Por otra parte, la esperanza de las riquezas de esas tierras ofrecía un fuerte incentivo a los muchos hombres de empresa que había entonces en México y que ardían en deseos de emular las glorias de los grandes conquistadores de México y del Perú. Innumerables caballeros, pues, se presentaron al virrey solicitando a su favor el nombramiento de capitán de la empresa de Nuevo México. (Mientras en la corte del virrey se investigaban las cualidades de los muchos solicitantes a la empresa de Nuevo México y se escogía al jefe de la empresa varios individuos, se pusieron en marcha, hacia las prometedoras regiones norte del Río Grande sin la necesaria autorización. Estos presuntos colonizadores exploraron territorios de Texas y de Nuevo México, pero en cuanto a colonización, ninguno tuvo éxito.

La gloria de colonizar esas enormes extensiones de territorio al norte del Río Grande estaba reservada a un mexicano de bien ganada reputación como soldado y caudillo. Su nombre era don Juan de Oñate, hijo de don Cristóbal de Oñate, famoso compañero de Hernán Cortés, fundador de la ciudad de Guadalajara y hombre inmensamente rico. (Don Cristóbal descubrió y explotó por muchos años las minas de Zacatecas, consideradas entonces como las más ricas del mundo. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII salió de esas minas más de la mitad de toda la plata en circulación en todo el mundo. Su dueño era un multimillonario. Como todos los hijos de don Cristóbal nacieron ya, en México, y fueron por tanto «mexicanos por nacimiento», al heredar una inmensa fortuna de su padre, se convirtieron en los primeros mexicanos millonarios de América). Ya para 1580 se había distinguido don Juan como valiente soldado del virrey (Nació don Juan de Oñate en Guadalajara, hacia 1549. Poco se conoce de su niñez, pero sí es sabido que en su juventud fue un hombre de empresa y que casó con doña Isabel de Tolosa, nieta de Hernán Cortés y biznieta del emperador Moctezuma. De doña Isabel tuvo don Juan de Oñate un hijo, don Cristóbal, quien con su padre vino a Nuevo México donde murió en 1609) y así, por su habilidad, riqueza y fama, no le fue difícil obtener el nombramiento de «Adelantado, Capitán y Gobernador de Nuevo México». El documento del virrey confiriéndole estos títulos fue firmado a favor de Oñate el día veintiuno de octubre de 1595.

De acuerdo con el espíritu de las leyes de 1573, la expedición estaba formada, básicamente, por los misioneros cuya labor educativa y evangelizadora daba justificación, según la filosofía de esas leyes, a la conquista de Nuevo México. Don Juan de Oñate y   —79→   sus soldados tomarían parte en la expedición solamente como auxiliares y protectores de los misioneros. Eran los misioneros, sin embargo, los que en todo caso deberían dictar las disposiciones relativas a los territorios ocupados y al trato de los indios. (La supremacía del clero sobre el orden civil iba a crear innumerables conflictos en Nuevo México y a entorpecer la obra colonizadora, como veremos más tarde en esta historia. Además, los indios muy raras veces trabajaban de grado y los misioneros se opusieron tenazmente a que se les obligara a prestar servicios contra su voluntad. Se creó, pues una situación anómala en la que tanto la iglesia como el poder civil pugnaban por hacer valer sus derechos. La economía de la colonia languidecía entretanto). Algunas disposiciones benéficas aparecían ya en el oficio del virrey. Los indios deberían ser tratados con amor «para que la pacificación de esas tierras se lleve a cabo en paz y no en guerra». Los soldados deberían dar buen ejemplo a los indios evitando toda ofensa a Dios y debiendo ser severamente castigados por los abusos que cometieran contra los indios. Éstos, por su parte, deberían ser adoctrinados en la religión cristiana pero nunca obligados a aceptarla contra su voluntad. Deberían asimismo ser entrenados en las artes y oficios de la civilización europea, pero nunca forzados a prestar servicios, o a prestarlos sin recibir la debida retribución.

Don Juan de Oñate debería financiar la empresa. Se comprometió por escrito a llevar consigo a Nuevo México cuando menos doscientos colonos, hombres bien versados en artes y oficios y equipados con todos los instrumentos de su profesión; además, trigo en abundancia para sembrar, mil cabezas de ganado, tres mil borregos, mil arietes, mil cabras, ciento cincuenta potros, ciento cincuenta yeguas, semillas de árboles frutales y muchos otros productos desconocidos hasta entonces en la región que iban a conquistar.

Gran prisa se dio don Juan en reclutar la gente de su expedición y en hacer los preparativos de su magna empresa y, a mediados de 1596, se puso en marcha caminando en jornadas cortas debido a la multitud de animales que transportaba. A fines del año se hallaba ya cerca de San Bartolomé.

Entre tanto, en la corte del rey español se tramaba un complot para suplantar a Oñate. Un tal padre Ponce de León que había visitado México hacía más de veinte años pero que gozaba de influencia en el Consejo de Indias, pedía ser nombrado jefe de la expedición y acusaba a Oñate de no haber cumplido con los términos de su contrato. Felipe II dio oído a las recomendaciones del Concejo y, con fecha 9 de septiembre, dictó la suspensión temporal de la empresa y que se hiciera una inspección de la expedición de Oñate. La orden del rey llegó a México a fines del año, cuando Oñate se hallaba ya con su gente en las márgenes del río Nazas.

Dos meses duró la inspección -dos meses de cruel invierno en las montañas de Chihuahua- y, cuando todos creían que, terminada la revisión, había llegado el momento de seguir la marcha hacia las anheladas tierras del norte, una nueva orden -esta vez del virrey de México- vino a detener a los viajeros. Quería el virrey cerciorarse, por medio de un nuevo inspector de su confianza, de que don Juan de Oñate llevaba consigo todo lo que había ofrecido para la colonización y si, contra lo   —80→   que se murmuraba en la ciudad de México, todos los expedicionarios iban de su propia voluntad y no por fuerza.

Pasó un año -el de 1597- sin que los viajeros pudieran seguir adelante. El nuevo escrutinio se llevaba a efecto con minuciosa escrupulosidad. Cada uno de los expedicionarios era llamado ante el notario público y dos testigos escogidos por el investigador para rendir cuenta del lugar de su origen, motivos porqué se había enlistado en la expedición, cosas personales que llevaba consigo, etc. Se contaron los animales, se investigó si iban con entera salud y si estaban cuidados por expertos. Las semillas y objetos que se transportaban fueron también examinados cuidadosamente y evaluados para hacer constar que valían lo estipulado por Oñate. Todo quedó consignado en sendos legajos que fueron turnados al virrey para su aprobación. (El curioso lector puede leerlos aún hoy día en español o en inglés. En inglés fueron publicados por la Universidad de Nuevo México en voluminosos tomos según consta en la biografía de este libro. Una tercera parte de los hombres que viajaban con Oñate eran mexicanos por nacimiento).

Por fin, el veintiuno de enero de 1598 terminada la inspección virreinal, pudieron los viajeros proseguir su marcha. En el mes de abril llegaron al Río Grande y el día 30 de dicho mes tomó Oñate posesión de todos los reinos «al norte del río» incorporándolos al virreinato de México y colocándolos bajo la jurisdicción del rey de España. Con ese motivo hubo gran fiesta en el campamento. Por la mañana tuvo lugar la ceremonia religiosa y se bendijo el estandarte real y por la tarde se puso en escena un drama, especialmente compuesto para esa ocasión por el capitán Marcos Farfán de los Godos (Ese drama, presentado sobre el tema de la colonización de Nuevo México debería ser considerado como la primera obra literaria en la historia de la literatura de los Estados Unidos. El capitán Farfán, su autor, nació en Michoacán, México, de donde salió para unirse a la expedición de Oñate. Trajo consigo treinta hombres y ochenta caballos, así como gran cantidad de bienes de fortuna que se perdieron o estropearon a causa de la demora sufrida en el camino).

El tres de mayo llegaron a El Paso del Norte (Se dio el nombre de Paso del Norte al lugar por donde esta expedición encontró un buen «paso» para atravesar el Río Grande) numerosos indios de Nuevo México que iban a dar la bienvenida a los expedicionarios de Oñate. Esos indios se veían muy rústicos. Andaban completamente desnudos, aunque cuando hacía frío se cubrían el cuerpo con capas de cierta clase, de fibra parecida al algodón. Como mejor pudieron, pues aún no se había encontrado quien sirviera de intérprete, indicaron a Oñate la manera de llegar a los pueblos más cercanos y ofrecieron acompañarle.

Acompañado, pues de estos indios, Oñate se adelantó al resto de la expedición, llevando consigo a dos frailes franciscanos y a un reducido número de soldados para invitar a los habitantes de las poblaciones a lo largo del río a rendir vasallaje al virrey de México y al rey de España. El resto de la gente seguía avanzando despacio, conforme lo permitían las dificultades del camino y las necesidades de los colonos. Por fin, a principios de julio se reunieron todos en el pueblo que los españoles llamaron Santo Domingo no lejos de   —81→   donde se encuentra ahora la ciudad de Alburquerque. (En todos los pueblos por donde pasaban eran recibidos con muestras de confianza y amistad. En uno de ellos hallaron a dos soldados españoles llamados Tomás y Cristóbal, cuyos servicios de intérpretes iban a ser sumamente valiosos. Esos soldados pertenecían a expediciones que habían llegado ahí quince años antes y ya dominaban el idioma de los indios de Nuevo México).

En ese pueblo se celebró el siete de julio una imponente ceremonia: siete caciques indios, llevando nutrida comitiva y representando otras tantas tribus indias del centro de Nuevo México se reunieron en solemne asamblea para escuchar, a través de los intérpretes, la explicación de la doctrina cristiana y la invitación que les hacía don Juan de Oñate para prestar obediencia al virrey de México quien, a través de su gobernador, les prometía defenderlos de los indios salvajes, instruirlos en la fe cristiana y enseñarles las costumbres de los europeos.

Después de escuchar las palabras del adelantado y del superior de los misioneros, cada uno de los caciques consultaba con los miembros de su tribu. Después de algún tiempo de deliberación, todos contestaron unánimemente «con gran armonía y regocijo» que deseaban hacerse cristianos, en prueba de lo cual querían besar la mano del padre comisario; y que acataban la obediencia del señor gobernador y del rey Felipe II a quien libre y espontáneamente rendían sumisión y vasallaje. Se celebró una misa de acción de gracias y se levantó un acta atestiguada por los presentes y firmada por el notario real.

El once de julio llegó don Juan con su pequeña comitiva al pueblo de Ohke y ahí, a las orillas del Río Grande ordenó el gobernador que se estableciera la capital del reino de Nuevo México con el nombre de San Juan de los Caballeros. (Pocos meses después se trasladó la sede de gobierno al lado oeste del río y se le cambió el nombre por San Gabriel. Ahí estuvo la capital hasta 1610 en que el gobernador don Pedro de Peralta, sucesor de Oñate, ordenó la fundación de Santa Fe). El dieciocho de agosto llegó a San Juan el resto de la expedición y por orden del gobernador se celebraron nuevos festejos para la colocación de la primera piedra de la iglesia.

Los indios estaban admirados de las costumbres de los extranjeros. La fama de su bondad, valor y religiosidad se extendió con rapidez por la comarca y, uno tras otro, casi todos los pueblos de Nuevo México y algunos de los que forman ahora los estados de Texas y Arizona enviaron a sus caciques, acompañados de numerosas representaciones, a rendir obediencia al gobernador y a los religiosos franciscanos. Las principales ceremonias de vasallaje, semejantes a la que tuvo lugar en Santo Domingo, se celebraron el nueve de septiembre, el 12, 17 y 27 de octubre y el 9 y 15 de noviembre de 1598. Según listas contenidas en las actas notariales levantadas de estos importantes sucesos, más de doscientos pueblos se incorporaron voluntariamente al imperio español y a la iglesia cristiana nada más en ese año y recibieron con demostraciones de afecto y gratitud a los misioneros que se les designaron para su cuidado espiritual. Sin un solo disparo de fusil, sin dar muerte o molestar a nadie, sin causar pena o trastorno a los habitantes de la región, el ilustre «tapatío» daba así término a la conquista de Nuevo México. (Todos trabajaron tan rápidamente en la construcción del templo que éste quedo pronto concluido. Con motivo de las fiestas de su inauguración, el 8 de septiembre de 1598, se presentó otra obra   —82→   dramática compuesta, muy probablemente como la anterior, por Marcos Farfán. También hubo corridas de toros y un torneo de bailes populares españoles).




ArribaAbajo- XVI -

Traiciones y guerras


Pronto, sin embargo, habría de comprobarse que no todos los indios de Nuevo México habían obrado de buena fe al rendirse a los frailes y a Oñate. También se habría de comprobar que los soldados y colonos no podían encontrar grandes facilidades para hacer fortuna estableciendo granjas o explorando minas, según se les había prometido al reclutarlos para la expedición. Frustrados en sus deseos, tanto los indios como los españoles empezaron a mirarse con recelo.

La primera chispa de rebelión estalló en Acoma, pueblecito situado sobre una meseta a cuatrocientos metros de altura de la tierra circunvecina y de muy difícil acceso. Según el historiador Gaspar Pérez de Villagrá, capitán de Oñate en la conquista de Nuevo México, (Historia de la Conquista de Nuevo México por Gaspar Pérez de Villagrá, publicada en Alcalá en 1610. Villagrá nació en Puebla de los Ángeles (México) en 1555. Estaba emparentado con don Francisco de Villagrá que peleó en Chile contra los araucanos. Estudió en Salamanca por los años de 1580. Se enlista con don Juan de Oñate para la conquista de Nuevo México y le profesó una veneración inquebrantable, a pesar de encontrarse Oñate en desgracia cuando Villagrá publicó su obra. La Historia de la Conquista de Nuevo México fue escrita totalmente en verso. A juicio del autor, debe considerarse como un poema épico. Los investigadores de la literatura de los Estados Unidos deberían considerar esta obra como la primera obra de nuestra literatura, no sólo por tratar de un asunto íntimamente relacionado con la historia de nuestro país, sino también por haber sido escrita por un Mexicano-Americano. Se publicó diez años antes de la llegada del «May Flower»). Los habitantes de Acoma llevaron a los soldados españoles a una emboscada donde los asesinaron a casi todos. (Algunos autores hacen caer la culpa de la masacre sobre los mismos españoles asesinados, por haber tratado de apoderarse de unos pavos de los indios, mientras eran sus huéspedes en Acoma).

La tragedia de Acoma fue seguida de otros levantamientos de indios y venganzas de los españoles. Oñate quiso mantener su autoridad e impuso severo castigo tanto a los indios como a los colonizadores, enajenándose así la voluntad de unos y otros. La verdadera causa de la inquietud con que empezaron a vivir los habitantes de Nuevo México poco después de 1598 fue la extrema pobreza de la tierra y el celo excesivo de los misioneros por la defensa de los indios. «¿Cómo vamos a explotar las minas -decía Oñate al virrey- si no hay suficientes brazos para trabajarlas?» Las leyes que reglamentaban el trabajo de los indios habían cambiado en los últimos veinticinco años; no podían ya los españoles obligar a los indígenas a trabajar como lo habían hecho en México o en el Perú. Según las leyes de 1573 (de que se hizo mención al principio de este capítulo) ya no estaban los indios sujetos a los conquistadores, sino a los frailes y éstos trataron siempre de cumplir su deber para sus encomendados. Los misioneros se opusieron enérgica,   —83→   constante y, a veces, rudamente a todo intento de los colonos por abusar de los indios o de su trabajo o siquiera a obligarlos a trabajar, lo cual ayudó a los indios, sin duda; pero, en las circunstancias en que se encontraba Nuevo México por aquellos años, esta oposición radical de los frailes al trabajo de los indios impidió a los colonos de Oñate impulsar la minería y la agricultura de la región. Como natural consecuencia, vino la pobreza más lamentable.

Oñate, como jefe de la expedición, tuvo que sufrir la peor parte de esas calamidades. Es cierto que realizó viajes de exploración por Texas, Oklahoma y Kansas. Lleno de ilusiones por encontrar un camino para el Asia, cruzó en toda su extensión el actual estado de Arizona y, cerca de Yuma, creyó haber hallado un puerto de mar para Nuevo México en el Golfo de California. Escribió cartas llenas de fe y de entusiasmo al virrey, anunciándole óptimos frutos de su colonia y soñando con abrir para el virreinato una fuente de ingresos en Nuevo México una vez que se resolvieran las dificultades por que atravesaban los colonos. Empero, los problemas de su gobernatura se multiplicaban sin cesar, debido, sobre todo, a las condiciones económicas de la provincia y la gente empezó a perder confianza en su administración. Conforme pasaban los años, aumentaban los conflictos y los mismos frailes se confabularon contra él. Diez años después de la conquista del territorio de Nuevo México, Oñate hubo de presentar su renuncia como gobernador y en 1608 el virrey le nombró un sucesor con órdenes de enviar a don Juan a la capital mexicana para someterse a un juicio que en contra suya iniciaron sus enemigos. Entre otros cargos, se le acusaba de haber sido demasiado severo en castigar los desmanes, tanto de indios como de españoles.

Don Juan fue hallado culpable y, como tal, enviado a España donde se le obligó a pagar una fuerte multa. Además se le despojó de todos sus títulos. Así vivió en desgracia por casi veinte años el ilustre mexicano «Padre de Nuevo México» hasta que, muy próximo al ocaso de su vida, obtuvo justicia del rey. Entonces se le devolvió su título de Adelantado, se le absolvió de todos sus cargos y pudo al fin morir tranquilo, aunque todavía en el destierro, a la avanzada edad de ochenta años.

Entre tanto y a pesar de las dificultades económicas del país, la obra de evangelización seguía adelante en Nuevo México. Llegaron nuevos misioneros de la capital del virreinato y, con ellos, nuevos abastecimientos de ganado, semillas y árboles frutales. Hacia el año de 1630 había en Nuevo México cincuenta misioneros franciscanos que daban asistencia a más de sesenta mil indios cristianos, sin contar los que se habían convertido en Texas y Arizona. (Aun plantas de flores eran traídas de México con solicitud pasmosa a través de extensos desiertos por las manos amorosas de los misioneros). Cada misión tenía una escuela donde los indios aprendían a leer, a contar, a escribir, a cantar y a tocar varios instrumentos musicales. También había en las misiones uno o varios talleres donde se enseñaban artes manuales y principios de economía doméstica.

La pobreza del país, las dificultades que surgían con frecuencia entre las autoridades civiles y religiosas, las incursiones de los indios salvajes que bajaban muchas veces de las montañas donde vivían para robar y matar a indefensos habitantes de las misiones, y,   —84→   sobre todo, los abusos de los colonos que no siempre lograban evitar los misioneros, dieron oportunidad a un curandero apache, conocido con el nombre de Pope para soliviantar a muchos otros indios en contra de los colonos y de los frailes. Pope era un verdadero caudillo con extraordinarias dotes de organización que en 1680 logró preparar un asalto general contra los blancos y del cual se salvaron tan sólo aquellos que, siguiendo las recomendaciones del gobernador Otermín, huyeron hacia las ciudades del sur. En el norte del territorio murieron cuatrocientas personas, y entre ellas veintiún misioneros franciscanos, asesinadas cruel e ignominiosamente. La historia de las atrocidades cometidas entonces es de las más espeluznantes de que se tiene memoria en la colonización de los Estados Unidos. Es una página de horror, pero también de gloria para la Orden Franciscana que, con estas víctimas, elevó a cuarenta y cinco el número de sus mártires en Nuevo México.

Los fugitivos del norte, entre los que se contaban muchos indios de las misiones, encontraron un refugio seguro en el distrito de El Paso. Ahí permanecieron durante casi doce años. En 1691 el virrey de México nombró como gobernador de Nuevo México a un hombre de gran habilidad, don Diego José de Vargas, veterano de las campañas de Italia y heredero de grandes riquezas y títulos nobiliarios en España. Traía don Diego el encargo de recuperar el reino de Nuevo México, ardientemente codiciado entonces por los franceses. El nuevo gobernador desplegó suma actividad y prudencia en la subyugación de las tribus del sur y del centro a las que se ganó mediante la bondad de su trato y la entereza de su carácter. Pero quedaba aún por conquistar la región del norte donde los seguidores de Pope se habían hecho fuertes por todos estos años. (Los años que siguieron a la revuelta encabezada por Pope fueron muy crueles también para los indios. Divididos por rencillas entre ellos mismos y, sobre todo, careciendo de alimentos por no haber querido o sabido cultivar sus tierras, muchos de ellos deseaban el regreso de los españoles. Sin embargo, Pope y otros dirigentes pudieron mantener viva la oposición por espacio de diez años).

Don Diego se puso, pues, en marcha el veintiuno de agosto de 1692 hacia Santa Fe, antigua capital de Nuevo México. Marchaba el gobernador delante del ejército llevando en sus manos el mismo pendón real que había enarbolado Oñate casi un siglo antes en la conquista de esas tierras. Por tres semanas vadeó el Río grande y el 12 de septiembre llegaba a las murallas de la vieja ciudad. ¿Opondrían resistencia sus habitantes? Al principio así lo creyó el gobernador, pues por los gritos que se oían de adentro y la algarabía de tambores y amenazas que atronaban los aires, parecía que los indios de Santa Fe le rechazaban. Sin embargo, era entonces ya de noche y los indios de la antigua capital habían confundido a los españoles con los apaches. Por eso lanzaban amenazas y gritos de reto al enemigo. En cambio, cuando vieron por la mañana el pendón real y oyeron el toque del clarín, se convencieron de que eran españoles (y mexicanos) los que llegaban a sus puertas y no tardaron en aprestarse a tener con ellos conversaciones de paz. Los indios exigieron como condición para rendirse que entrara el gobernador solo y desarmado. «Entonces -dijeron- bajaremos de nuestras murallas y aceptaremos la paz». Así lo hizo don Diego. Solo y sin un arma avanzó por las calles de Santa Fe hasta la entrada del palacio, donde se había congregado una multitud de indios. El gobernador estrechó las manos de los presentes y les dirigió palabras llenas   —85→   de confianza y de amor. Luego bajaron de las murallas los soldados indios y permitieron la entrada a los soldados de México. La ciudad se inundó de alegría y desapareció toda señal de desconfianza y recelo. De nuevo los caciques prestaron obediencia al gobernador y besaron la mano de los padres misioneros. La pacificación del reino de Nuevo México era entonces una alentadora realidad.

La reconquista de Nuevo México abrió su territorio a una colonización más amplia y efectiva. Muy pronto empezaron a establecerse poblaciones a ambos lados del Río Grande, se reconstruyeron las misiones y se fundaron ranchos y haciendas con las tierras hasta entonces baldías. Una de esas ciudades nuevamente establecida fue Alburquerque, construida sobre terrenos que fueron propiedad del general mexicano don Diego de Trujillo.

Nació Trujillo en la ciudad de México el año de 1612. A la edad de veinte años se enlistó al servicio del virrey de México y por casi toda su vida recorrió el camino entre la capital del virreinato y Nuevo México acompañado y sirviendo de escolta al «situado», (como se ha dicho ya en otro lugar, se llamaba «situado» a la cantidad de dinero que el virreinato de México enviaba anualmente para el sostenimiento del gobierno y de las misiones en el norte del país. Durante el siglo XVII recibían las misiones la cantidad de sesenta mil pesos) a las expediciones misioneras y a los convoyes que llevaban al norte medicinas, plantas, semillas, herramientas de trabajo y otros objetos de vital importancia para los habitantes de la región. En 1662 fue elevado don Diego de Trujillo a la categoría de sargento mayor en la jurisdicción de Sandía. Se distinguió por su arrojo en defender a los colonos durante la insurrección de 1680 y en 1692 regresó con don Diego de Vargas a Santa Fe. En premio a sus servicios fue nombrado general y recibió una rica encomienda a la margen derecha del río. Su esposa, doña Catalina Vázquez, le dio un hijo llamado Francisco, quien, juntamente con su madre, heredó las propiedades de don Diego cuando éste murió, probablemente antes de fines del siglo.

Era Francisco Trujillo un joven habilidoso y progresista que cultivó sus tierras con asiduidad, plantó muchos árboles que daban solaz al caminante y que convirtió su propiedad en un vergel. Ese bien cuidado lugar iba a ser escogido para establecer la ciudad más importante de Nuevo México cuando el nuevo virrey de México, don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, dio instrucciones al gobernador de Nuevo México, don Francisco Cuerbo y Valdez, para que estableciera una nueva ciudad en el territorio de su jurisdicción. (El 8 de diciembre de 1702 hizo su entrada oficial en la ciudad de México el trigésimo cuarto virrey de la Nueva España, duque de Alburquerque. Como la mayoría de los virreyes de México, fue este mandatario un hombre bueno y, según testimonio de sus contemporáneos «franco y amante de la justicia», una de sus primeras providencias fue visitar los barrios pobres de la ciudad y proveer de ayuda a los encarcelados por deudas civiles).

Cuerbo buscó el lugar más conveniente para fundar la nueva ciudad y lo halló pronto en la propiedad de Francisco Trujillo. A 23 de abril de 1706, escribió el gobernador al virrey dándole cuenta de la fundación de una ciudad establecida según «el título siete, libro cuarto de Recopilación de las Leyes de las Reinos de las Indias». (El gobernador se   —86→   refiere a la Ordenanza III de dicho título siete, que dice así: «Ordenamos que el terreno y cercanía que se ha de poblar se elija en todo lo posible el más fértil, abundante de pastos, leña, madera, metales, aguas dulces, gente natural, acarreos, entrada y salida, y que no tenga cerca lagunas ni pantanos en que se críen animales venenosos, ni haya corrupción de aires, ni aguas»). Treinta y cinco familias mexicanas formaron el núcleo de la población. El terreno de Francisco Trujillo quedó ocupado por la iglesia, las casas de gobierno y por gran parte de lo que hasta hoy constituye el sector comercial de la ciudad. El Parque Grande de San Francisco Xavier, amorosamente plantado por las manos del joven Trujillo, da aún solaz y amable acogida a los habitantes de la ciudad ducal. (El gobernador Cuerbo no dice que llamó Albuquerque a la nueva ciudad en honor del virrey mexicano, pero es fácil colegirlo. (La primera «r» que figura en el nombre del virrey Alburquerque, después de la u se perdió en el nombre de la ciudad de Albuquerque sólo por descuido ortográfico, tan común en palabras españolas usadas para designar lugares geográficos en estas regiones del norte, por ejemplo: Monterrey, Cortés, Villarreal, etc. El cabildo de México le hizo notar a Cuerbo que el rey Felipe V de España había ordenado que se estableciera una ciudad con su nombre; entonces Cuerbo empezó a llamar la nueva ciudad Villa San Felipe de Alburquerque para complacer al rey y al virrey).

El gobernador escribió también al Cabildo de la ciudad de México pidiendo ornamentos de iglesia, cálices, vestiduras para el culto, etc. Todo esto se necesitaba en la ciudad que acababa de establecerse. Don Francisco Cuerbo y Valdez sabía por propia experiencia que los mexicanos se mostraban siempre generosos, especialmente con las misiones recientemente fundadas. Y el gobernador no se equivocó. De la ciudad de México salió en seguida -28 de junio de 1706- un bien surtido convoy enviado por el cabildo rumbo a Alburquerque.

La historia no lo dice, pero es muy probable que la familia Trujillo fuera compensada por la pérdida de sus tierras en Alburquerque. En Nuevo México nada abundaba tanto como las tierras y lo que faltaba eran brazos para cultivarlas.

La agricultura, base de la subsistencia de la colonia, languideció por falta de elemento humano. Los colonos eran pocos y los indios que habían acatado el dominio español no eran muy numerosos. Por otra parte, los misioneros se oponían a la utilización del indio en las labores campestres más allá de lo que el indio se aprestaba a contribuir de grado. Se ha de tener en cuenta que las leyes de colonización, vigentes al tiempo de la conquista de Nuevo México, no ponían al indio en las manos de la autoridad civil o de los colonos, sino en las de los frailes y que éstos no se preocupaban tanto por el progreso material de la comunidad, cuanto por la protección -en ocasiones excesiva- de sus encomendados. Se explotaron muy poco las minas, por la misma razón. La vida en Nuevo México transcurría monótona durante todo el tiempo de la colonia, en un mundo lento, aislado del exterior y en el que los rigores del clima, las privaciones causadas por la pobreza y la misma muerte se aceptaban con una paciencia que rayaba en los confines del fatalismo.

El indio marcó siempre con su paso lento la marcha del progreso en Nuevo México. En el transcurso de los años adquirió esa provincia su fisonomía peculiar, originada en la   —87→   mezcla de razas y costumbres, bajo las condiciones impuestas por un régimen de excesivo paternalismo. En esas circunstancias, poca necesidad había de educación formal. Los padres de familia daban a sus hijos enseñanzas prácticas en el hogar y los misioneros instruían a los niños en las artes de leer, escribir y contar, pero en grupos sumamente reducidos, dado el aislamiento en que vivían las familias esparcidas en las extensiones inmensas de ese grandísimo territorio. Los virreyes de México urgían el establecimiento de escuelas y los superiores de la Orden Franciscana disponían que en cada misión hubiera cuando menos una escuela para los hijos de los indios bajo su custodia. De hecho había escuelas; pero los habitantes de Nuevo México no llegaron nunca a sentir la necesidad de ellas. Los niños no iban a la escuela más que unas cuantas semanas al año y sus padres no los obligaban a asistir; pues la comunidad no presentaba oportunidades para el erudito. Los colonos españoles, atados de manos ante los misioneros, aprendieron por fin a refrenar sus ímpetus, a convivir con los indios, a compartir su vida, a formar hogares con ellos y a constituir al «nuevo mexicano», distinto del indio puro, del español de España y del mexicano de México: el mexicano-americano de Nuevo México.




ArribaAbajo- XVII -

Nuevo México durante la primera mitad del siglo XIX


Los acontecimientos que sacudieron a México, a España y a toda Europa en las primeras décadas del siglo XIX influyeron poderosamente en la vida de Nuevo México.

En 1808 Napoleón Bonaparte llevó a Francia, cautivo al rey de España Fernando VII y millares de españoles murieron defendiendo el territorio de su patria. Los mexicanos también se levantaron en armas y, al grito de «Viva Fernando VII», el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo, dio principio en 1810 a una guerra que en diez años iba a romper para siempre los lazos que por tres siglos habían mantenido a México unido al imperio español.

En 1821, al terminar la contienda, México surgió como país autónomo con la misma extensión de territorio que había tenido el virreinato de la Nueva España y abarcando, por tanto, en sus confines las inmensas regiones que se extienden desde Oregón hasta el Istmo de Panamá. Nuevo México, que aceptó gozosamente el lugar que le correspondía en el nuevo Imperio Mexicano, empezó en seguida a experimentar los saludables frutos de su independencia. (Los festejos con que se solemnizó el izamiento de la nueva bandera mexicana y la obediencia prestada al Emperador de México don Agustín de Iturbide quedaron grabados por muchos años en la memoria de los habitantes de Santa Fe. La ceremonia principal tuvo lugar el seis de enero de 1822 e incluyó ceremonias religiosas, cívicas y populares. Según el informe rendido por las autoridades de Nuevo México, todo el pueblo cooperó para hacerlas muy rumbosas y llenas de patriotismo y entusiasmo).

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En primer lugar el territorio de Nuevo México fue declarado «departamento» con derecho a elegir gran número de sus funcionarios y a nombrar representantes al Congreso Nacional con sede en la ciudad de México. Este cambio marcó un paso decisivo en el camino de la democracia y sirvió indudablemente para despertar a la dormida colonia a una vida de mayor actividad y progreso.

Las nuevas autoridades tomaron mayor empeño en promover la educación del pueblo. Es cierto que, desde 1813, se habían hecho planes para el establecimiento de un sistema de educación pública, pero en realidad nada concreto se logró hasta que, en 1825, el coronel mexicano Narbona recabó fondos suficientes para la organización de escuelas gratuitas y de asistencia obligatoria para los niños de seis a doce años de edad. Además, durante el período mexicano, se estableció la primera universidad de Nuevo México, que abrió sus puertas el 19 de mayo de 1826 en Santa Fe, con cátedras de filosofía, ética, gramática e historia. Ese mismo año, el famoso padre Antonio J. Martínez estableció en su propia residencia de Taos otra institución de la misma índole frecuentada por alumnos que llegaban a Taos de todo el departamento. En Santa Fe se organizó también por esos años una escuela normal para maestros de la que fue director el síndico don Cayetano García. Además de las escuelas públicas que empezaron entonces a operar en todo Nuevo México, se estableció el 16 de mayo de 1829 en Santa Fe otra escuela de tipo lancasteriano bajo la dirección de don Marcelino Abreu, hermano del síndico procurador del ayuntamiento capitalino. Por esas fechas se introdujo también la imprenta. En realidad, dos imprentas trabajaron en Nuevo México durante el período del gobierno mexicano. La primera fue adquirida en Chihuahua por el licenciado don Antonio Barreiro representante (diputado) en el Congreso Nacional. La segunda fue posiblemente comprada por la familia Abreu, pero vendida en un año al padre Martínez, quien por algún tiempo publicó un periódico en Taos.

Tan buenos auspicios parecían augurar un futuro muy brillante para el departamento de Nuevo México. Muy pronto, sin embargo, empezaron a llover nuevas calamidades sobre esa desventurada provincia.

La primera de esas calamidades tuvo su principio en nuevas depredaciones cometidas por los apaches. Volvieron a caer éstos, como langosta sobre campo en sazón, en los ranchos, haciendas, pueblos y ciudades y, como antes, robaron y quemaron muchas veces las propiedades de los colonos, matando a los pacíficos habitantes, no sólo españoles, sino indios de las misiones. (Durante los últimos años del régimen virreinal se había llegado a un acuerdo con los apaches y otras tribus bárbaras. El virreinato los proveería de los elementos más necesarios para la vida si ellos se abstenían de atacar a los indios pacíficos y a los españoles. De este modo se restableció la paz en Nuevo México. Durante la guerra de independencia, sin embargo, no se les pudo enviar estos subsidios y los indios revoltosos volvieron a cometer desmanes y tropelías). Las autoridades, privadas ahora del subsidio que recibieron por más de doscientos años del virreinato, no contaban con los recursos necesarios para apaciguar a los indios salvajes ni para sostener una policía eficaz. Cansados de vivir en condiciones de inquietud y zozobra constantes, muchos vecinos de Santa Fe decidieron en 1836 huir hacia California; el gobernador, previendo el colapso que ocasionaría la salida simultánea de tantos vecinos, publicó un bando   —89→   prohibiendo a todo mundo salir de Nuevo México. Este bando causó profundo descontento. Las depredaciones de los apaches se hacían cada vez más devastadoras y los dueños de haciendas y ranchos los abandonaron por temor de su vida, refugiándose en las ciudades. Con tanta aglomeración, las condiciones de vida en Santa Fe, Alburquerque y Santa Cruz se hicieron intolerables.

Pronto empezaron a sentirse presagios de una tormenta inminente. Nuevo México se vio envuelto en un ambiente de inquietud. Rumores de una revolución corrieron por todos los ámbitos de la provincia y pronto esos rumores se trocaron en una triste realidad. Nuevo México se vio envuelto en una guerra civil. Los insurrectos tomaron una a una todas las poblaciones del norte y el diez de agosto de 1836, entraron triunfantes en la capital.

Poco tiempo, sin embargo, duró el triunfo de esa revolución pues tropas llegadas de Chihuahua obligaron a los rebeldes a abandonar la capital y pronto la insurrección fue sofocada en toda la provincia. Sus caudillos fueron ejecutados sumariamente.

La otra calamidad que embotó los esfuerzos de las autoridades durante el período mexicano fue causada por la proximidad de los americanos y por sus repetidos intentos de ocupar el territorio de Nuevo México, atraídos por el lucrativo comercio de Santa Fe. Era más fácil llevar productos a Nuevo México, por ejemplo, desde Saint Louis Missouri que desde la lejana capital mexicana. Además, la independencia de Texas había abierto las puertas de ese territorio al tráfico mercantil de los Estados Unidos y resultaba aún más rápido y económico transportar productos a Santa Fe desde la nueva república. Los americanos empezaron, pues, a interesarse en el comercio con Nuevo México desde principios del siglo y este interés aumentó considerablemente conforme pasaron los años y aumentaba la protección que le daban las autoridades. (Las compras que hacía Nuevo México a los americanos ascendían a varios millones de dólares al año. Sólo en una de las muchas caravanas que transportaban a Santa Fe sus productos se contaban, el año de 1846, 414 vagones con mercancía por valor de dos millones de dólares). Pronto pudo preverse que, tarde o temprano, vendría a ser Nuevo México el puente por donde pasarían los Estados Unidos a apoderarse de California. Navegantes de los Estados Unidos habían visitado las costas del Pacífico y habían informado al gobierno de Washington acerca de la feracidad de la tierra californiana y del adelanto que la agricultura había alcanzado bajo el sistema comunal de las misiones. Desde entonces, esa provincia del Pacífico había empezado a constituir un atractivo poderoso para los americanos. Nuevo México, entre Texas y California, no tardaría en sentir la fuerza avasalladora de los Estados. Unidos.

A Nuevo México empezaron a llegar muy a principios del siglo XIX no sólo comerciantes, sino también expediciones armadas de los Estados Unidos. En 1806, el teniente americano Zubalón M. Pike avanzó al frente de un destacamento de soldados hasta las riberas del Río Grande, no lejos de la ciudad de Santa Fe. Aprehendido por las autoridades de Nuevo México, fue enviado Pike a Chihuahua donde, después de amonestársele, se le envió, escoltado, a los Estados Unidos. En 1812, Robert McKnight, James Baird, William Chambers y otros se aventuraron hasta Santa Fe donde fueron apresados, despojados de sus bienes y conducidos a la frontera. En 1817 otra expedición semejante fue encarcelada en Santa Fe por término de un mes y puesta luego en libertad. En 1819, David Meriwether tuvo un encuentro con una compañía de dragones de Santa   —90→   Fe, al mando del capitán José María de Arce. Meriwether fue derrotado y puesto en prisión por dos meses en la capital de la provincia.

La más importante invasión sufrida por Nuevo México antes de su anexión a los Estados Unidos fue la que partió de Texas a principios de septiembre de 1841 con el propósito de tomar por las armas todo el territorio al este del Río Grande. El ejército texano llevaba como general a Hugh McLeod, graduado de la «Academia Militar» de los Estados Unidos.

Al encuentro del invasor salió apresuradamente don Manuel Armijo, gobernador de Nuevo México. Uno a uno fueron cayendo en manos de Armijo los destacamentos de los texanos y, por fin, el cinco de octubre, el resto de las tropas de McLeod se rindió incondicionalmente al general mexicano. Armijo regresó triunfante a Santa Fe. En cuanto a los prisioneros, fueron atados codo con codo y enviados a la ciudad de México. Ahí se les juzgó con corte marcial. Mostrando una magnanimidad muy laudable, la corte perdonó a los prisioneros y les permitió regresar a sus hogares.

En 1846 los Estados Unidos declararon la guerra a México. El presidente Polk levantó un ejército extraordinario de cincuenta mil voluntarios; Zachary Taylor cruzó el Río Grande y el general Stephen Watts Kearney se dirigió en agosto desde Arkansas hacia Santa Fe, para tomar posesión de Nuevo México a nombre del gobierno de Washington.

Las autoridades de Santa Fe se sintieron anonadadas. El gobernador Armijo pronunció patrióticos discursos exhortando a los habitantes del territorio a defenderse; se convocaron juntas extraordinarias para decidir el curso de acción y se empezó a organizar un ejército de voluntarios. Pronto se vio, sin embargo, que cualquier intento de resistir por la fuerza equivaldría a un suicidio ya que los enemigos estaban magníficamente preparados y contaban con cantidades de armas, municiones y hombres inmensamente superiores a cuanto pudieran oponerles los patriotas de Nuevo México. Además, todo el territorio mexicano, desde California hacia el sur estaba siendo invadido por columnas del ejército americano y no había posibilidad ninguna de que pudiera obtenerse ayuda militar del centro. El terror paralizó la acción.

Entre tanto, Kearney atravesaba el estado, el 15 de agosto tomaba sin oposición la plaza de Las Vegas y el 18 del mismo mes se hallaba a veintinueve millas de Santa Fe. El gobernador Armijo abandonó el gobierno en manos de Donaciano Vigil que desde un principio se había mostrado dispuesto a aceptar la dominación americana y a las seis de la tarde de ese día todo el ejército invasor entró en Santa Fe. Al día siguiente, la bandera de las barras y de las estrellas fue izada sobre el palacio de los gobernadores de Nuevo México.

Tres meses después varios hombres que habían ocupado puestos prominentes en el gobierno mexicano de Nuevo México llevaron a cabo una sublevación contra el ejército de ocupación. El gobernador americano fue asesinado y mucha sangre corrió, en algunos casos de inocentes e indefensos ciudadanos. Pronto, sin embargo, se impuso la fuerza del   —91→   gobierno de Washington y se restableció la paz. La conquista americana de Nuevo México era un hecho consumado.

En septiembre de 1847 los ejércitos de los Estados Unidos tomaron por las armas la capital de México. Entonces, el gobierno mexicano decidió ceder a la nación americana todos los territorios al norte del Río Grande. De este modo, por el Tratado de Guadalupe Hidalgo, se legalizó ante las naciones del mundo la invasión de Nuevo México, y termina la historia mexicana en ese estado de nuestro país.




ArribaAbajo- XVIII -

La colonización de Arizona


La colonización de Arizona dio principio en el siglo diecisiete con el esfuerzo misionero de los jesuitas. Fue, en su mayor parte, la extensión del trabajo que esa corporación religiosa desarrolló en la parte de México llamada por entonces Nueva Vizcaya y que comprendía, además de Arizona, los presentes estados de Durango, Chihuahua, Nayarit, Sinaloa, Sonora y California.

Como se ha dicho ya en esta obra34 los jesuitas vinieron de España y desarrollaron originalmente su trabajo misionero en Florida de donde pasaron, en 1572, a la ciudad de México. Al principio se dedicaron a la educación de la juventud y establecieron varias instituciones de enseñanza superior; pero pronto aceptaron también trabajo misionero en regiones que no habían sido cultivadas por ninguna orden monástica, esto es, en el norte del país muy especialmente las zonas habitadas por indios salvajes.

En dos frentes bien definidos avanzaron los jesuitas desde la meseta central de México hacia el norte. El frente oriental subió por Zacatecas y Durango hasta la tierra de los tarahumaras en Chihuahua. Ahí, muy cerca ya de la actual frontera con los Estados Unidos, regaron los jesuitas con su sangre la mies confiada a su custodia35.

El otro frente subió por los presentes estados de Nayarit y Sinaloa y, a principios del siglo XVII, llegó a Sonora. El año de 1620 -el mismo año del May Flower- fundó el padre Julio Pascual las misiones del Río Yaqui, de donde habrían de salir más tarde   —92→   alimentos y vituallas para las misiones (jesuitas también) de la Baja California. Tanto el padre Pascual como su coadjutor el padre Manuel Martínez murieron martirizados por el cacique yaqui Cambeia.

Conforme pasaron los años se fueron estableciendo nuevas misiones en Sonora. Para 1645 había ya treinta y cinco misiones importantes en esa región y más de cien «visitas»36. El éxito de los trabajos misioneros se lograba a costa de penalidades y de actos de heroísmo. El número de los mártires crecía a medida que aumentaba el número de los nuevos cristianos. En 1650 el padre Cornelio Godínez fue asesinado por odio al cristianismo y el padre Basilio murió clavado en una cruz37.

A estas misiones llegó en 1687 un jesuita como muchos otros; hombre de Dios, valiente y emprendedor, pero cuyo principal mérito consistió en extender las misiones de la Pimeria sobre territorios que son ahora parte de los Estados Unidos. Nuestra nación, fiel a su tradición secular de dar honor a quien honor merece, le ha hecho justicia: es el padre Eusebio Francisco Kino, cuya estatua ha colocado en el capitolio nacional entre las figuras de los héroes de la patria. Su vida llena un capítulo interesante de la historia de Arizona.

El padre Kino nació en el pueblecito de Segno, Italia, en 1645. Después de una peligrosa enfermedad (de la que fue sanado por un milagro de San Francisco Javier) entró en la Compañía de Jesús y pidió ser enviado a las misiones. Llegó a México en 1681 y poco después fue enviado a misionar en la Baja California.

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La colonización de la península californiana no tuvo éxito por entonces y el futuro apóstol de Arizona fue transferido a la nueva Vizcaya, al territorio de «los pimas» que se extendía desde el río Altar en Sonora hasta el río Gila en Arizona. En el norte de Sonora estableció Kino el 13 de febrero de 1687, la Misión de Dolores, madre de todas las demás misiones que fundó el santo jesuita durante los veinticuatro años que sirvió a los pimas. De ahí salió innumerables veces a visitar a los indios de las más apartadas regiones y de ahí salió con su ilustre paisano -el padre Juan María Salvatierra- a explorar los territorios de Nogales hasta la población india de Tumacácori, ya en territorio que es ahora de los Estados Unidos. Esa primera visita a Tumacácori tuvo lugar en 1691.

Desde esa fecha en adelante, Kino empezó a recorrer -caballero incansable- los polvosos caminos de Arizona. Por un cuarto de siglo -dice Bolton- Kino fue la figura más prominente en la frontera de Sonora, Arizona y California. Un buen número de pueblos y de ciudades que subsisten aún dieron principio a su historia como pueblos de misión fundados por él, directamente, o bajo su influjo. Fue Kino quien introdujo muchos cereales europeos, árboles frutales y ganado; y con su ejemplo empezó en el suroeste la industria del ganado vacuno. Por ejemplo, el cultivo del trigo en la Alta California empezó cuando Kino envió desde México un puñado de semillas a través de los desiertos de Arizona a un gigantesco cacique de Yuma a quien había visitado anteriormente a las orillas del Río Colorado38.

El arte popular representa al padre Kino como un ranchero guiando gran cantidad de ganado por los desiertos de Sonora y Arizona. Es que la nota característica de este misionero de Arizona fue el cuidado que tuvo de las necesidades de los indios de sus misiones. Kino era un hombre de fe religiosa muy profunda; de eso no hay duda. Kino, sin embargo, se dio cuenta de que la verdadera religión tiene por base un armonioso balance entre la materia y el espíritu. Por ese motivo no se limitaba a bautizar, predicar e instruir a sus indios en la doctrina cristiana, sino que los proveía amorosamente de cuanto necesitaban para mejorar sus condiciones de vida, trayéndoles de México carneros, mulas, caballos, vacas, toros y becerros, así como plantas que no se conocían en Arizona y que empezaron a ser entonces (y son aún hoy) la base de su economía.

La más hermosa misión principiada por el padre Kino en Arizona fue, sin duda, la de San Xavier de Bac, a corta distancia de la ciudad de Tucson. Su primera visita a los indios del Bac ocurrió en 1691 cuando, después de recibir en Tumacácori a un grupo de indios de aquel lugar que fueron a pedirle que estableciera ahí una misión, siguió hacia el norte y dio principio a la misión de San Xavier, cuya capilla fue comenzada en 1700, aproximadamente a una milla de distancia de Tucson. La ganadería del estado de Arizona tuvo sus principios, no cabe duda, en el empeño del padre Kino porque en todas las misiones hubiera amplios corrales en los cuales los indios cuidaran el ganado que él había traído de México. En sólo San Xavier del Bac tenía Kino trescientas cabezas de ganado, cuarenta carneros y un buen número de mulas. La agricultura no le iba en zaga a la ganadería, pues en las misiones hacía el ilustre misionero que se sembraran las más variadas plantas que él había introducido en Arizona, así como árboles   —94→   frutales que vendrían más tarde a constituir la riqueza del estado. Según testimonio del santo misionero, en Tumacácori y en San Xavier había extensos campos de sembradío de trigo, así como huertos que se habían plantado con árboles que él había hecho traer desde el sur.

En 1695, mientras el padre Kino predicaba en uno de los pueblos de Sonora, los indios bárbaros (siempre en acecho para caer sobre las misiones y robar ganado y víveres de los indios que trabajaban bajo la dirección de los padres) irrumpieron en la misión de Tubutama y, después de saquearla, prendieron fuego al edificio. Fueron luego a Caborca -era Sábado de Gloria y el padre Francisco Xavier Saeta celebraba los oficios del día- y ahí hicieron los mismos desmanes que en Tubutama39. Pero en Caborca corrió sangre inocente. Se echaron los salvajes sobre el padre Saeta, que de rodillas y abrazando el crucifijo, los esperaba presintiendo su próxima muerte; lo despojaron de sus vestiduras y con flechas envenenadas lo martirizaron hasta que su cuerpo, exánime, quedó todo desfigurado ante ellos.

Ninguno de los misioneros se acobardó con el horrible crimen perpetrado en la persona del santo misionero de Caborca y mucho menos el padre Kino que, reuniendo el ganado disperso en el campo de la misión de Caborca, abandonado por los indios que se habían asustado con la irrupción de los salvajes, rehízo la obra de Saeta40.

Después de asistir a las honras que se tributaron al padre Saeta y de ayudar a la pacificación de Sonora, partió Kino a Arizona, donde el trigo que él había sembrado estaba ya a punto de cosecharse. Ahí enseñó a los indios a cortarlo, a rastrillarlo y a guardarlo en graneros. «El padre a caballo» se le llamaba al santo misionero: jesuita, por los viajes que hacía constantemente para evangelizar y civilizar a muchos miles de indios que estaban totalmente a su cuidado en el norte de Sonora y en la parte sur del presente estado de Arizona. Aun hoy se le representa en traje de vaquero, guiando ganado y enseñando a los indígenas a cuidarlo y a aprovecharse de sus productos y derivados. La vida de los indios de Arizona cambió gracias a las actividades del buen padre y su dieta se enriqueció con los alimentos que sacaban de los animales, árboles y plantas que los misioneros, sobre todo el padre Kino, traían de México.

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Explorador incansable, el padre Kino recorrió en innumerables viajes todo el sur de Arizona. Deseando encontrar un camino terrestre para California, llegó a Yuma y trabó amistad con su cacique, a quien obsequió también plantas alimenticias y semillas. Llegó hasta el sur del Río Colorado y hubiera pasado a California de no haber tenido que regresar por la enfermedad grave de su compañero, el padre Manuel González, que viajaba con él y que a poco de regresar a Sonora, murió víctima de los sufrimientos del camino y de los rigores del clima41.

Al padre Kino parecía no molestarle ni los largos viajes, ni las privaciones a las que estaba siempre sujeto. Dormía muchas veces a campo raso, comía lo que encontraba a su paso y aguantaba con sorprendente resistencia lo mismo los rigores del frío que la asfixiante temperatura y los calores bochornosos del verano. Al fin, sin embargo, su robusta naturaleza se rindió al peso de los años y de las incesantes fatigas de su apostolado. En 1711 hizo un largo viaje para asistir a la dedicación de la nueva capilla del pueblo de Magdalena. Ahí, mientras celebraba la misa, se sintió enfermo y, al terminar la ceremonia, tuvo que ser llevado a su humilde habitación. En ella murió el 15 de marzo a la edad de setenta años, después de casi veinticuatro años de ministerio en las misiones de Sonora-Arizona.

Kino había abierto brecha y, después de él vinieron a Arizona nuevos colonos y atrevidos mineros. En 1752 se estableció el presidio de Tubac en las márgenes del río Santa Cruz y no lejos de la misión de Tumacácori. Una inmensa cantidad de ganado vacuno pacía por los valles y montañas de la región y florecientes ranchos y haciendas cubrían el sur de Arizona, entre otros los de Sopori, Arivaca, Revantón, San Bernardino y Babocomari. La minería tuvo un auge extraordinario cuando, en 1736, se hallaron unas «bolas de plata» de gran tamaño cuya aparición despertó la codicia de gran número de mexicanos que, soñando con la adquisición de fáciles riquezas, se establecieron cerca del punto llamado Arizonac, algo al sur de Nogales. Las «bolas de plata» fueron un «fiasco», pero ya para cuando se descubrió el engaño, grandes e importantes minas estaban en acción en Arivaca y, sobre todo, en las montañas de Santa Rita. La seguridad de las minas y de los agricultores era protegida por el presidio de Tubac.

En 1765 fue nombrado comandante de dicho presidio un ilustre militar mexicano, don Juan Bautista de Anza, oriundo del presidio de Fronteras, en el estado de Sonora. Anza tenía el celo de Kino por extender la civilización y el cristianismo más adentro del territorio indígena y encontró en la misión de San Xavier del Bac a otro misionero del temple de Kino: el franciscano Francisco Garcés, recientemente llegado de México.

Garcés era un hombre muy sencillo y lleno de caridad, que pronto se ganó el respeto y el amor de sus feligreses. Viajaba sin cesar, visitando a los indios de las regiones más apartadas, enseñándoles las artes de la carpintería, de la herrería y de la agricultura y   —96→   llevándoles productos de la civilización europea que tan útiles habrían de serles para mejorar su habitación y su sustento.

Hasta Arizona llegaron entonces noticias del trabajo de fray Junípero Serra en California y se reavivaron los deseos que ya Kino había sentido de abrir un camino para el tráfico comercial entre esas dos apartadas regiones. Siguiendo, pues, las huellas de Kino, Garcés se encaminó hacia el oeste y llegó hasta la desembocadura del Río Colorado. Ahí trabó amistad con el cacique Palma que comandaba todas las tribus alrededor de Yuma. Palma alentó a Garcés en su empresa y pronto se halló otro expedicionario en la persona del capitán de Anza. Palma dio a Garcés como guía a un indio de su confianza y los tres viajeros: Garcés, Anza y el guía salieron rumbo a California, siendo los primeros en hacer el viaje entre Arizona y Monterrey, capital entonces de California42.

Al regresar de su viaje a Monterrey, encontró órdenes del virrey: debería dedicarse a abrir un camino que uniera a Yuma y Tubac con la ciudad de Santa Fe en el reino de Nuevo México.

Lleno de entusiasmo se puso entonces Garcés en camino hacia el norte, uniendo el trabajo apostólico a la tarea de explorar los territorios del centro y del norte del estado. Visitó el Gran Cañón; habló de Dios y de la redención a los indios havasupais; conoció a los hopis -cuya maléfica influencia había encendido la rebelión en Nuevo México en 1680- y trató, inútilmente, de convertirlos al cristianismo. Los hopis de entonces, como sus abuelos, habían jurado odio a todos los extranjeros y se negaron a recibir a Garcés en su pueblo. El misionero se había encontrado, al fin, con una resistencia que ni su predicación, ni sus ruegos, ni sus obsequios fueron capaces de vencer. Aunque pudo seguir su camino y abrir así comunicación directa con Santa Fe, volvió Garcés a su misión de San Xavier con el alma llena de amargura por la obstinación de los hopis.

En 1779, el virreinato decidió establecer una cadena de misiones sobre la ruta Arizona-California, estimulado con la amistad que el cacique Palma mostraba hacia los españoles43. Deberían, además, establecerse varias ciudades en esa región, semejantes a las de California, pobladas por mexicanos traídos del sur para enseñar a los indios las artes de México. Cuatro misioneros -Garcés, Barreneche, Moreno y Díaz- quedarían a cargo de las misiones y de los pueblos que empezaran a establecerse.

Desgraciadamente, tan halagadoras perspectivas no pudieron nunca llevarse a efecto. La tragedia se cernía ya sobre los dominios del cacique Palma y, por más esfuerzos que hizo   —97→   él para dominar la situación, un diluvio de sangre iba a deshacer sus generosas promesas al virrey. Las tribus de los apaches advirtieron la oportunidad de sacar rico botín de los pueblos nuevamente fundados; por otra parte, el prestigio de Palma había sufrido menoscabo entre la gente de su región que empezó a considerarlo como aliado de los españoles.

En 1781 un fatal incidente vino a disgustar a los indios de Yuma y a convertirlos en cómplices de sus encarnizados enemigos, los apaches, en contra de los habitantes de los nuevos poblados. En el mes de junio de ese año pasó por territorios de Yuma don Fernando de Rivera y Moncada, conduciendo un numeroso grupo de gente de México en ruta hacia California44. Iban todos a establecer ciudades en la costa del Pacífico y, obligados por la necesidad, dejaron que el ganado que llevaban pastara en los campos de los indios, próximos al nuevo pueblo de la Purísima Concepción, creyendo, quizá, que eran propiedad de los españoles. Los indios resintieron el atropello y pronto buscaron el modo de vengarse. El 17 de julio, mientras los padres Moreno y Díaz se preparaban a decir misa en la iglesia parroquial del pueblo de Bicuñer, fueron golpeados hasta morir. Los feligreses que llenaban la pequeña capilla corrieron la misma suerte y por todo el pueblo fueron perseguidos a muerte los colonos mexicanos y españoles. Muy pocas personas lograron escapar a la horrible hecatombe. Los bárbaros cortaron la cabeza del cadáver del padre Díaz y la colocaron en un palo muy alto con el que hicieron burla de las procesiones de los cristianos.

En la mañana del día 18, los indios atacaron el pueblo de la Purísima Concepción. Mataron al teniente y a casi todos sus colonos que por un mes habían estado acampados en el pueblo. Los misioneros -Garcés y Berreneche- trataban en vano de negociar con los indios para que cesaran en su carnicería, y, aunque lograron sobrevivir a la matanza del día 18, cayeron ellos mismos el 19 asesinados a golpes. Jamás, en los anales de la historia de la América del Norte, se había registrado una hecatombe igual. Para honor de las autoridades del virreinato, debe decirse que nunca tomaron venganza contra los indios yumas, si bien es cierto que jamás volvió a hacerse ningún nuevo intento por colonizar esa región.

La muerte de tantas víctimas pareció ser un sacrificio de propiciación y un augurio de paz. Arizona vio empezar entonces una era de prosperidad como nunca la había gozado hasta entonces. El cambio se efectuó mediante las tácticas del nuevo virrey, don Bernardo de Gálvez -que tan gratos recuerdos había dejado como gobernador de La Luisiana- el cual ofreció a los belicosos apaches que él los proveería de todo lo necesario para su alimento y vestido, con la condición de que se redujeran a las misiones y dejaran de molestar a las tribus de indios laboriosos y pacíficos. Los apaches aceptaron la proposición y durante casi medio siglo florecieron las misiones y prosperaron la agricultura, la minería y el comercio en todos los ámbitos del estado. Especialmente la industria minera logró un auge considerable en esta época de paz. Las minas de Santa Rita y de Santa Cruz producían gran cantidad de plata, cobre y otros metales, en tal cantidad que se llegó a pensar que se podrían duplicar aquí las ricas extracciones de Zacatecas y del Potosí. Españoles y mexicanos llegaron entonces a Arizona, deseosos   —98→   de participar en su era de prosperidad. Se multiplicaron las huertas de árboles frutales y se abrieron nuevas tierras al cultivo. Aunque en mucho menor escala que en California o en Nuevo México, mejoraron también en Arizona las condiciones de la vida y los indios pudieron también vivir sin el temor de continuas irrupciones de los salvajes.

En 1810 estalló la guerra de la independencia de México y pronto otras naciones americanas se declararon en rebeldía contra José Bonaparte, colocado por su hermano en el trono de Madrid. El virrey, necesitado de fondos para sostener la guerra en casa y para enviar armas y pertrechos a otros lugares del continente, se vio precisado a suspender el subsidio prometido a los salvajes del norte. Los apaches empezaron nuevamente a sublevarse y, otra vez, bajo la amenaza de los bárbaros, se interrumpieron las actividades agrícolas, comerciales y misioneras. Las continuas guerras en que se vio envuelto México en la primera mitad del siglo XIX impidieron que se diera a Arizona la ayuda económica que por más de cien años había fomentado, desde México, su desarrollo y prosperidad. Arizona, pues, decayó considerablemente durante esa época.

Entretanto, Washington empezó a sentir la presión que los hombres de negocios americanos hacían sobre el gobierno para la invasión de Arizona. En 1846 los Estados Unidos declararon la guerra contra México y, mientras el general Zachary Taylor avanzaba hacia el sur, el ejército que comandaba Stephen Watts Kearny penetraba en Nuevo México. Tras de ocupar militarmente la ciudad de Santa Fe, partió Kearny hacia el oeste el 25 de septiembre acompañado de 300 dragones siguiendo el curso del río Gila. Un batallón formado por 397 hombres y 5 mujeres (todos ellos de la fe mormona) siguió al ejército de Kearny dentro del territorio de Arizona rumbo a la ciudad de Tucson.

México no estaba preparado para resistir la invasión americana y Tucson no tenía para su defensa más que un puñado de soldados acuartelados en el presidio. El ejército americano, no halló resistencia y entró en la ciudad el 17 de diciembre. La bandera de México fue arriada y en su lugar se izó el pendón de las barras y las estrellas. La conquista americana del territorio de Arizona era un hecho consumado que fue legalmente ratificado por el gobierno de México en el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848.

Quince años más tarde se firmó otro convenio entre los Estados Unidos y México, por el cual recibía la nación americana 29670 millas cuadradas al sur del río Gila. Esta franja de terreno era necesaria para abrir una ruta de ferrocarril hasta el Pacífico. De este modo adquirieron los Estados Unidos la franja minera de Douglas y Benson y se fijó la frontera con México a la altura de Nogales. El campo de misiones fecundado por el padre Kino y sus misioneros jesuitas quedó así partido en dos, pasando la parte norte a poder de los americanos y quedando el sur en poder de México.




ArribaAbajo- XIX -

Colonización de California


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Por más de dos siglos se creyó que California era una isla y que su colonización tendría que empezar, lógicamente, por la punta de lo que llamamos ahora Baja California que quedaba más cerca de México. Y así sucedió, en efecto. La Baja California fue el puente para la colonización de la California del Norte. La historia de la colonización de la Baja California es, pues, una parte integral de la historia de la colonización de California.

A diferencia de la Alta California que es ahora un estado de la Unión Americana, la Baja California es un jirón de continente seco, desértico e intransitable. «Es una extensa roca que emerge del agua», escribió su primer historiador P. Baegert, «cubierta de inmensos zarzales y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias»45.

Según los lingüistas, la palabra California se deriva de «cálida fornia», esto es, «hornos calientes», título que hace honor a la Baja California (única California de los españoles por más de dos siglos), que realmente parece tierra calcinada. Contra esta tierra estéril, pobre y seca, se estrellaron los intentos de colonización emprendidos por el virrey de México y auspiciados por el rey de España; repetidos intentos que siempre encontraron el fracaso más completo.

Tocaba la gloria de la colonización de esta parte de California al misionero jesuita, Juan María de Salvatierra, que llegó a México hacia 1670 y que, para el año de 1691, llevaba ya misionadas varias regiones del país.

Hasta el mismo padre Kino había encontrado su trabajo en California extremadamente difícil y finalmente destruido en 1677. De labios del futuro misionero de Arizona escuchó el padre Salvatierra la necesidad en que se encontraban los indios de la California por conversión a la fe y porque se les ayudase a salir del estado lastimosísimo de miseria y de barbarie en que se hallaban. Como se expresó el padre Kino, parecía que los californianos eran los indios más atrasados, ignorantes y salvajes que se habían jamás encontrado en toda la América.

Salvatierra no tenía recursos para empezar una obra tan costosa como la colonización de ese vasto territorio, pero encontró en México buenos protectores, protectores ricos que se interesaron en ayudar esta obra, y en pocos días reunió entre ellos el dinero suficiente para principiarla. Entre sus bienhechores se encontraban don Alonso Valles, conde de Miravalles, Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buenavista y don Juan Caballero de Ozlo que ofreció veinte mil ducados y cubrir, además, todas las libranzas que llegaran de California.

El diez de octubre de 1697 el padre Salvatierra abordó una pequeña lancha, llevando consigo con destino a California cinco soldados y tres indios mexicanos. Completaban su equipo treinta vacas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos. El día 26 de octubre tomaba posesión de aquellas tierras a nombre del virrey de México, y empezaba a atraerse a los indios dándoles maíz cocido que él mismo cocinaba.

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Sin duda no tanto por convicción como por el hambre (que aquellos aborígenes sufrían en un grado imposible de describir) iban acercándose los salvajes al misionero. Paso a paso fue ganando éste su confianza y en pocos meses logró establecer su primera misión. Otros dos misioneros llegaron luego de México: el padre Francisco María Piccolo que había misionado doce años entre los indios tarahumaras y que empleó los treinta y uno restantes de su vida en las misiones de California. El otro fue el padre Juan Ugarte, un hombre de extraordinaria estatura y tan fuerte que podía levantar dos hombres simultáneamente y que fue el sucesor del padre Salvatierra como superior de las misiones en la Baja California. Estos dos padres, ya diestros en el trabajo misionero ayudaron a echar un fundamento sólido en la península, del que se habría de levantar más tarde la obra de la colonización de la Alta California y de donde se habrían de sacar los elementos básicos para la civilización de los territorios del norte. Hasta el dinero que el padre Salvatierra había recaudado para el sostenimiento de las misiones de la península y que se denominó Fondo piadoso de las Californias se utilizó más tarde y sirve todavía para sostener las misiones de California en territorios que son ahora de los Estados Unidos.

El primer cuidado de los misioneros, dice el historiador Alfonso Trueba46 era el de los niños, «porque de su educación dependía todo». Algunos, escogidos de todas las misiones, se criaban en Loreto, donde había escuela de leer y escribir y de canto con maestros traídos de la otra banda (de Sinaloa, México). Aprendían los niños el castellano y a veces servían de fiscales en las iglesias y de maestros de doctrina en sus rancherías donde eran muy respetados.

Con otro grupo de misioneros que llegaron de México, se amplió considerablemente el trabajo y, al cabo de algunos años, desde la punta sur de la península hasta muy cerca de lo que actualmente es la frontera de los Estados Unidos, una red de misiones se encargaba de las necesidades no sólo espirituales sino también materiales de los indios californianos del sur.

Al principio alimentaban los padres a todos los indios47 que se juntaban en los pueblos, a cambio de que no vagaran por los montes y con objeto de que pudieran ser instruidos en la fe. Les daban atole48, por la mañana y por la noche, y pozole al mediodía. El misionero vestía a sus parroquianos de sayales, jergas, bayetas, almillas y telas semejantes que, a cuenta de su consignación, hacía traer de México. En los días de fiesta y en la semana santa se reunía toda la comunidad y entonces se les repartía, además de la comida ordinaria, la carne de algunas reses, unas cargas de maíz, higos secos y uvas pasas, además de algo de ropa y premios para sus concursos y tiro al blanco.

De los enfermos se encargaban los padres, quienes les proporcionaban alimentos y medicinas; de modo que un misionero no sólo debía ejercer los cargos de padre de almas, sino también todos los de un padre de familia, los de maestro de oficios mecánico, labrador, cocinero, enfermero y cirujano, y esto sin la menor utilidad para sí mismos; muy por el contrario, gastando en la comida y vestido de los indios su propio sustento.   —101→   Los aptos para el trabajo recibían instrucción en la labor y riego de la tierra cuyo producto era sólo para los mismos indios. El vino se les prohibía por no exponerlos a la embriaguez.

En marzo de 1717 murió el fundador de la Baja California, Juan María de Salvatierra, a la edad de setenta y un años, después de trabajar casi veinte años en la península. Su sucesor fue el padre Juan Ugarte, que continuó con igual fervor y energía la obra de Salvatierra.

El padre Ugarte gobernó las misiones hasta el año 1730 en el que, el 29 de septiembre, entregó su alma al Creador, a los setenta años de edad, después de más de treinta años de misionar en California.

Entre los misioneros californianos se deben mencionar otros dos, cuya sangre regó aquellos campos fecundándolos y haciéndolos producir mayores frutos. Fueron éstos el padre Nicolás Tamaral y el padre Lorenzo Carranco, misioneros entre los indios pericues. Eran estos pericues una tribu de indios fieros y en extremo sanguinarios que se oponían a la doctrina cristiana que los privaba de la muchedumbre de mujeres y los obligaba a vivir sin su bruta libertad. Soliviantados por sus brujos, asaltaron un día la misión de la paz a la hora en que el padre Carranco terminaba la misa. Embrutecidos, los indios se echaron sobre él, lo sujetaron con cuerdas y lo arrastraron fuera, donde los demás lo acribillaron con flechas. Luego acabaron de matarlo a golpes. Desnudaron el cadáver, lo profanaron, lo mutilaron horriblemente y por fin lo quemaron.

Dos días después los mismos indios encabezados por el brujo atacaron la misión del padre Tamaral que también acababa de celebrar la misa y estaba sentado en una silla dando gracias.

Fingiendo ser indios leales, le pidieron maíz, ropa y navajas. El padre, aunque sospechaba sus malas intenciones, les dijo: «Entrad, hijos, tomad lo que queráis, que todo es vuestro». Se arrojaron entonces los indios sobre él, lo arrastraron por los pisos fuera de la casa y, ya afuera, le dispararon flechas envenenadas y, mientras el buen padre se retorcía en el suelo por el dolor que le causaban las heridas, se echaron sobre él y lo atormentaron con las mismas navajas que él mismo les había regalado. Muerto el padre con el nombre de Jesús en los labios, cometieron los indios toda clase de abominaciones con el cadáver y luego lo quemaron. Llevaba el padre Tamaral dieciocho años de misionero en California.

El levantamiento cundió por todo el sur de la península y, como los indios cristianos se dispusieran a defender a los demás misioneros, empezó una guerra de guerrillas, matándose los indios unos a otros. Las misiones de California hubieran desaparecido a no ser por la ayuda de los indios yaquis, miembros de las misiones que el padre Kino había establecido en Sonora. Habiendo oído éstos las aflicciones por que pasaban sus hermanos de California, más de quinientos guerreros armados bajaron de sus pueblos a la costa y se embarcaron para acudir en socorro de los de la península.

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Restablecida la paz, los indios cristianos salieron de sus escondrijos y fueron en peregrinación hasta la misión principal de Loreto donde los misioneros jesuitas habían buscado albergue. Les rogaron que volvieran y prometieron que ellos los defenderían contra los ataques de los bárbaros. Los trabajos misioneros continuaron con gran regocijo de los indios y no menor de los padres. Gracias a los sacrificios de los jesuitas y al celo de los fundadores de estas misiones, los indios californianos se habían enriquecido con los beneficios de la fe cristiana, los adelantos de la cultura y también con multitud de ganado, huertas y hortalizas que por doquier cubrían los campos, antes desérticos, de la península. Los misioneros abrieron caminos, poblaron de ganado los desiertos, plantaron maíz, trigo, olivos, vides; establecieron telares, vistieron y alimentaron por muchos años a los indios y luego les enseñaron a trabajar y a bastarse a sí mismos. Crearon pueblos, erigieron iglesias, construyeron presas y canales de riego, explotaron mares y costas. Cincuenta y dos misioneros llevaron a cabo esta magna empresa y fueron padres, apóstoles y civilizadores49.

La historia de las dos Californias revela los abismos de ingratitud a que llevó a México el espíritu sectario que pronto iba a destruir la unidad nacional y a desgarrar el territorio heredado de Serra, Kino y Salvatierra. Hacia el año 1767 los jesuitas habían consolidado la vida económica de la Baja California, habiendo creado permanentes fuentes de riqueza y bienestar. Pero ese mismo año llegó de España el decreto de la expulsión de la Compañía de Jesús de toda la América Latina y los misioneros de la Baja California tuvieron que abandonar sus misiones bienamadas. Los indios lloraban como niños la partida de sus padres y pastores que no pudieron llevar más que la ropa con que andaban vestidos. Como bestias fueron hacinados en una pequeña fragata y transportados a San Blas donde padecieron hambre, frío y enfermedades, encarcelados como criminales en una pequeñísima habitación donde tres de ellos murieron y los demás conducidos entre soldados a Veracruz fueron embarcados para su destierro.

«Por algo más de medio siglo, las misiones pasaron de mano en mano entre varias órdenes religiosas hasta que, ya consumada la independencia un gobierno antirreligioso dictó leyes contra todos los misioneros de cualquier orden que fueran y secularizó las misiones de California tanto del norte como del sur. Entonces los indios, abandonados a sus instintos salvajes, huyeron a las montañas, abandonaron para siempre el cuidado de sus huertas, robaron y mataron el ganado y retornaron a sus antiguos hábitos de lujuria, depredación y pereza. Alta California fue invadida entonces por las fuerzas norteamericanas y continuó prosperando bajo la dirección de la raza dominadora. La Baja California, después de haberse sumido en la miseria y abyección más humillante, está apenas haciendo esfuerzos ahora por restaurar su economía».