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Nuestra América: capítulos olvidados de nuestra historia

De 1513 a 1848

José J. Vega



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Dedicatoria:
A mi esposa, María Luisa,
infatigable apóstol del Movimiento «Chicano».




Al lector

Nuestra América es un ensayo histórico que refiere los hechos de los descubridores, exploradores, y colonizadores de origen mexicano y español que, desde principios del siglo XVI, trajeron a territorios de nuestra patria la religión cristiana y la civilización europea.

Ilustres mexicanos y españoles echaron los cimientos de la cultura y de la economía de nuestra nación americana muchos años antes de la llegada del Mayflower; sin embargo, de muy pocos de ellos se hace mención en nuestros libros de historia. Por ejemplo, el nombre del mexicano Gaspar Pérez de Villagrá es casi totalmente desconocido, a pesar   —3→   de que este poeta poblano no sólo ayudó a conquistar Nuevo México en 1598, sino que dejó su historia escrita en versos pindáricos convirtiéndose de este modo en nuestro primer poeta épico. De Marcos Farfán de los Godos, mexicano también, muy pocos estudiantes de historia han sabido que compuso a fines del siglo XVI varias obras dramáticas con que ganó la honra de ser nuestro primer dramaturgo. No es conocido el hecho de que don Juan de Oñate, conquistador de Nuevo México y don Juan Bautista de Anza, fundador de San Francisco, California, fueron mexicanos de nacimiento. No se suele citar tampoco el nombre de fray Juan de Padilla, evangelista y colonizador, que llegó en sus correrías misioneras hasta Kansas; en 1542 regó ahí con su sangre la semilla del cristianismo y logró así la gloria de ser nuestro primer mártir.

Las proezas de estos y de muchos otros prohombres de origen hispano que cooperaron al desarrollo de esta nación se encarnan en las páginas de esta obra para que sean tenidas en cuenta por cuantos deseen conocer, en toda su amplitud, la historia de nuestra patria. Muy especialmente se dedican estas páginas a los estudiantes americanos de origen mexicano o español, ya que ellos tienen derecho a sentirse orgullosos de pertenecer a esta gran nación, en cuyo desarrollo sus padres lucharon y murieron.

Este libro tiene tres objetivos principales: 1. esbozar ante el estudiante mexicano-americano las grandes acciones de sus predecesores en los territorios que forman actualmente parte de los Estados Unidos; 2. tratar de que el alumno se identifique con ellos poniendo de manifiesto los vínculos de cultura, lengua y raza que tienen en común con ellos; y 3. hacerle ver que la gloria del presente histórico de la nación a que pertenece es el resultado de los esfuerzos y sacrificios de esos hombres que, muchas veces a costa de su misma vida, implantaron aquí los valores del espíritu y de la civilización occidental. Porque, sólo reconociendo en esta nuestra América de hoy el fruto en sazón de los trabajos y sudores de nuestros antepasados, podremos nosotros, los de origen hispano, integrarnos al acervo cultural y sentimental de esta nación. Sólo cuando podamos considerar el presente como una continuación de nuestro pasado glorioso (que no quedó truncado con la llegada de otros pueblos y otras razas, sino, por el contrario, completado y enaltecido con su cooperación y esfuerzo) podremos los mexicanos-americanos llamar a este país de nuestro nacimiento o elección con el hermoso título de Nuestra América.



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ArribaAbajoIntroducción

Al pisar Cristóbal Colón tierra firme el doce de octubre de 1492, creyó haber descubierto el camino más corto de Europa al Asia y pensó que la tierra que pisaba era la India. Por eso llamó «indios» a los habitantes de estas regiones.

Pero Colón había descubierto en realidad un nuevo continente; un mundo lleno de extraordinaria belleza y sembrado de civilizaciones maravillosas. Los mayas de Yucatán, los teotihuacanos y toltecas del centro de México, los zapotecas y mixtecas de Oaxaca, los incas del Perú y los aztecas que habían fundado dos siglos antes la gran ciudad de México: todos esos pueblos atestiguaban lo avanzado de algunas culturas americanas antes de la llegada del hombre blanco.

No corresponde al propósito de esta obra estudiar esas civilizaciones que florecieron en el centro y en el sur de las Américas. El problema con que se enfrenta el estudiante de la colonización hispano-americana de las varias regiones de los Estados Unidos es diferente. En México, en América del Centro y en el Perú vino España a encontrarse con una cultura formada, con personalidad propia y con tendencias claramente definidas. Pero en las regiones de La Florida, y, en general, en todos los territorios de nuestra nación americana, España no encontró nada, o casi nada, que pudiera servirle de base cultural para crear una civilización.

En los territorios de nuestro país la agricultura se había desarrollado poco, pues todavía se hallaba en el siglo XVI abundante caza para que el hombre encontrara en ella la satisfacción de sus necesidades primordiales; y así, como la agricultura es la llave de la civilización, ni la religión, ni la astronomía, ni las matemáticas, ni la arquitectura habían hecho gran avance entre los indios de los territorios que forman ahora la unión americana. Su modo de vida era casi completamente primitivo1.

Los indios del sur de nuestro país sintieron el impacto civilizador del hombre europeo más pronto que los del norte. Pocos años después del descubrimiento de este continente empezaron a llegar a las costas del Atlántico expediciones integradas casi exclusivamente por marinos y aventureros españoles. Muchas de esas expediciones nos son desconocidas; muchas de ellas no tuvieron éxito y muchos expedicionarios acabaron sus días como esclavos de los mismos indios a quienes venían a conquistar. Pero todos ellos influyeron profundamente en el pensamiento, en las costumbres, en el modo de vestirse, de transportarse y de alimentarse de los indígenas de estos territorios, echando así   —5→   los cimientos de esa mezcla de americano y europeo que constituye -o debe constituir- la médula de nuestra nación americana.

España y México dieron la sangre y la vida de muchos de sus hijos para explorar esta parte del continente americano. Miles de esforzados marineros se perdieron en el mar, en lucha inútil contra las furias de los vientos; muchos otros aventureros -civilizadores en ciernes- perecieron ya en tierra firme víctima de los elementos, de las enfermedades, de los animales salvajes y aun devorados por los nativos. Sus nombres quedarán para siempre desconocidos de nosotros. Pero la historia ha logrado consignar las hazañas de muchos otros hombres valerosos que, desafiando las tormentas y por rutas desconocidas, llegaron a las costas del nuevo mundo para traer a los aborígenes la religión y la cultura de Europa.

De esos hombres valerosos habla la presente obra. De los descubridores que casi en su totalidad llegaron de España; de los exploradores, entre los que figuraban ya muchos indios mexicanos o criollos (esto es, hijos de padres españoles pero nacidos ya en América); y de los colonizadores, que, sobre todo en California y Nuevo México, fueron en su mayor parte no sólo nacidos en México, sino también de pura sangre mexicana.

Antes de dar principio a la relación de los acontecimientos que se narran en este libro, será preciso poner sobre aviso al lector acerca de ciertos hechos histórico-críticos cuyo entendimiento contribuirá mejor a la apreciación de la obra colonizadora.

1. La obra de exploración y colonización no fue sólo española sino también mexicana. Debe tenerse en cuenta que, aunque muchas veces fueron peninsulares los que encabezaban las expediciones de descubrimiento, exploración y colonización, en otras ocasiones fueron mexicanos de raza o cuando menos de nacimiento los que las llevaron a efecto. Mexicano por nacimiento fue don Juan de Oñate, conquistador de Nuevo México; mexicano de nacimiento fue don Juan Bautista de Anza, fundador de la ciudad de San Francisco, California; mexicanos fueron los colonizadores de California y mexicanos de raza y nacimiento fueron no pocos de los misioneros que trajeron la fe cristiana a estas regiones. Debemos recordar también que de la ciudad de México, o cuando menos del territorio mexicano, salieron los soldados, obreros, barcos, dinero, semillas y otros recursos para la colonización de muchos de los territorios que ahora forman parte de nuestro país. Por consiguiente, debe tenerse en cuenta que, aun cuando por brevedad se llamen «españolas» las excursiones y colonizaciones llevadas a cabo en territorios que son ahora los Estados Unidos, muchas de ellas fueron en realidad «hispano-mexicanas» porque españoles y mexicanos (indios, mestizos o criollos de México) actuaron juntos.

2. La capacidad del lector para comprender la obra colonizadora dependerá de la actitud que asuma frente a la «leyenda negra». La leyenda negra fue creada en el siglo XVI por las potencias europeas enemigas de España, utilizada en el siglo XIX para dejar a México inerme ante la invasión extranjera perpetuada en el siglo XX por el comunismo internacional con fines de conquista. Esa «leyenda negra» deforma la historia, presentando exclusivamente el lado «negro» de la historia, presentando exclusivamente el lado «negro» de la conquista y falseando datos históricos con el preconcebido intento de   —6→   hacer aparecer a todos los españoles y mexicanos como malvados, crueles, orgullosos, vengativos y estúpidos. Tal interpretación contradice la verdad histórica, pues, si bien es cierto que en la conquista española (como en todas las conquistas) se cometieron abusos, también es cierto que muchos españoles y mexicanos realizaron admirables obras de caridad cristiana, protegieron al indio, impulsaron su cultura y llevaron a cabo muchos actos de heroísmo para implantar en América los valores eternos del espíritu. Espero que así lo compruebe el lector de esta obra.

3. La obra de colonización, según fue llevada a cabo por España, tuvo que ser lenta. Los colonizadores españoles tuvieron que acomodarse al paso de los indios, pues la colonización se hizo con el elemento indígena2. Los indios mismos tuvieron que cambiar y asimilar una civilización que habría de ser en adelante la base de su pensar y de su obrar. Era natural que no pudieran verificar ese cambio rápidamente ya que su carácter, heredado por siglos, no pudo transformarse en poco tiempo. Los colonizadores de Nueva Inglaterra no contaron con el elemento aborigen. Ellos fueron los colonizadores y los colonizados. Por eso ellos sí pudieron caminar a su propio paso y deprisa; y, cuando los indios retardaban el progreso sajón por no poder asimilarlo con rapidez, los expulsaron de sus territorios y los recluyeron en campos de «reservación». Esto debe tenerse en cuenta para no condenar a España injustamente por no haber logrado un progreso mayor en sus colonias.

4. La relación de los viajes de los descubridores y la historia de las exploraciones españolas (cuyos fantásticos episodios han llenado de admiración la mente de tantos lectores) no son reconstrucciones imaginarias. El caudal de información histórica y de documentación fidedigna que nos legaron los colonizadores y que ha llegado hasta nosotros es riquísimo. Contra lo que la «leyenda negra» propugna, casi todos los descubridores y colonizadores fueron hombres de noble cuna y también de cultura superior3 que procuraron llevar un «diario» de sus expediciones, que sostuvieron correspondencia epistolar con las autoridades de España y México y que supieron escribir bien. Además, el gobierno exigía que todos los documentos oficiales se hicieran por triplicado a fin de conservar copia en   —7→   los archivos de la ciudad de México, de la corte de Madrid y, sobre todo, del Archivo General de las Indias4 en la ciudad de Sevilla. Si hay dificultades ahora en dilucidar ciertos puntos históricos, éstas se deben a la falta de tiempo de los historiadores para estudiar un número tan grande de legajos, más bien que a falta de documentos.

5. Los colonizadores de los territorios que fueron parte del virreinato de México y que ahora lo son de los Estados Unidos5 no se limitaron a enseñarles a los indígenas la religión cristiana, sino que hicieron otra obra, importantísima también, de civilización, introduciendo en estas regiones los elementos básicos de la cultura europea. Casi todas esas expediciones venían cargadas de ganado, plantas y semillas. Las caravanas que partían de México traían productos que los indios jamás habían visto ni imaginado. Sabido es que no había caballos6, ni vacas, ni carneros, ni cerdos. Si gozamos ahora de sus servicios o de sus productos, debemos recordar que fueron traídos aquí por nuestros abuelos: que fueron el regalo de España a México y de México a nuestros territorios. En una inacabable romería de emisarios de los virreyes de México llegaban acá cosas no conocidas antes y que ahora forman una parte importantísima de nuestra vida: trigo, arroz, manzanas, albaricoques, naranjas, limas, limones, toronjas, peras, almendras, cerezas, fresas, plátanos, duraznos, higos, dátiles, granadas, nueces, castañas, ciruelas, caña de azúcar, etc., etc. Gran cantidad de flores que ahora se cultivan en nuestros jardines fueron importadas también de México, tales como la flor de Noche Buena (Poinsettia), la azucena, la rosa de Alejandría, los jazmines, los claveles, las violetas, los tulipanes, los lirios, la pasionaria, la bugambilia, etc., etc. El conquistador trajo consigo herreros, carpinteros, sastres, albañiles, zapateros, impresores, libreros, maestros, doctores, boticarios, agricultores, etc., y, juntamente con ellos, todo lo que de civilización práctica se gozaba en el siglo dieciséis en México y en España. De suerte que estos territorios recibieron mucho más de lo que ellos pudieron retornar en oro, plata u otros metales. La conquista, pues, no fue la invasión injusta, ilegal y arbitraria de territorios vírgenes por pueblos que, teniendo armas superiores, pudieron pisotear impunemente los derechos de las tribus indias que los habitaban. El estudio imparcial de los beneficios que los indios de Norteamérica recibieron de la colonización hará palpable   —8→   el hecho histórico de que, a pesar de que como hombres cometieron los colonizadores muchos errores, la vida de los indígenas se enriqueció considerablemente después de su conquista.

6. Finalmente, deberá quedar entendido el propósito de esta pequeña obra que es el de facilitar la identificación racial y cultural del hispano-americano. Este modesto trabajo no pretende ser una obra literaria ni de crítica histórica. Sólo intenta hacer desfilar ante los jóvenes de extracción española o mexicana las gloriosas figuras de los descubridores, exploradores y colonizadores de territorios de nuestra nación americana a fin de que los estudiantes de origen hispano se sientan orgullosos de su raza. Comentamos mucho en estos días la necesidad de estimular a la juventud latina en los Estados Unidos para que, trabajando eficazmente por su propio bienestar, coopere así al engrandecimiento de su patria. Pues bien, ese es el propósito de este modesto trabajo: enseñar a nuestros jóvenes lo mucho que sus mayores hicieron por el engrandecimiento de América para que se estimulen a imitar su ejemplo y, como ellos, cooperen al engrandecimiento de nuestra patria.

Sinceramente creemos que este libro viene a llenar un vacío que se ha hecho sentir últimamente en la enseñanza del español, especialmente en clases para estudiantes bilingües. Algo se ha publicado sobre la obra de la colonización española del Sudoeste, pero casi todos los escritores dan poca atención a las contribuciones de México en esa obra y tienden más bien a ignorarlas. Además, poco se ha dicho de la participación de México (y aun de España) en la colonización de nuestro país. No se ha reducido a cifras exactas (o siquiera aproximadas) el número de estudiantes de origen hispano en los Estados Unidos. ¿Son tres millones? ¿Cuatro? ¿Seis? ¡Qué importa! En todo caso la cifra es muy alta, según las más recientes estadísticas de las familias latino-americanas en América. Esos estudiantes necesitan recibir información (sobre todo, información completa) de su pasado histórico. Así lo exige la psicología más elemental, lo requieren los métodos pedagógicos más modernos y lo reclama el actual movimiento por nuestra integración étnica. En este bosquejo de la historia de España 3, México en los Estados Unidos encontrarán, pues, esa información.

Esta obra puede servir, además, como libro de lectura para las clases regulares de español. También los estudiantes que no son de origen latino deben conocer lo que hicieron por América los antepasados de sus compañeros de extracción hispana y apreciar sus aportaciones al progreso intelectual, social y económico de esta nación. De este modo la integración de ambos grupos étnicos se logrará más fácilmente sobre un fondo de comprensión y de respeto mutuo.

Finalmente, quizá sirva esta obrita como manual de referencia a las personas interesadas en el estudio de la historia de la influencia española en los Estados Unidos, especialmente a los dirigentes del movimiento mexicano-americano. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que éste no es un tratado de crítica histórica. Fue escrito solamente para servir de guía al lector que por primera vez desea ver en conjunto la obra de España y de los hispano-americanos en América. El investigador que esté interesado en ahondar más   —9→   profundamente en el estudio de este tema podrá encontrar más completas fuentes de información en la bibliografía que aparece al final de este volumen.






ArribaAbajoPrimera parte

El descubrimiento



ArribaAbajo- I -

El descubrimiento de La Florida: Ponce de León, Hernández de Córdoba y Pineda


Don Juan Ponce de León fue el primer español que puso su planta en territorio que es ahora de los Estados Unidos. Ese famoso capitán descubrió La Florida en 1513, esto es, ciento siete años antes de que los peregrinos del «May Flower» llegaran a las costas de Nueva Inglaterra y sólo veintiún años después del descubrimiento del Nuevo Mundo.

Ponce de León pertenecía a una familia noble española que se había distinguido en la lucha contra los musulmanes. Después de servir en la corte del rey de España, Ponce vino a América con Cristóbal Colón en su segundo viaje. En unión del Almirante descubrió la isla de Puerto Rico y la colonizó. En 1511 fundó la ciudad de San Juan, capital de la isla. Abundaban entonces por el nuevo mundo oportunidades de gloria y de fortuna y miles de españoles andaban desparramados por los mares y las selvas del continente buscando oro y tierras ricas que conquistar. Hallándose pues, don Juan, libre de obligaciones y con abundantes recursos para emprender trabajos de descubrimiento, pensó en hacerse a la mar para buscar los territorios que, según decían los indios, había al norte de las Islas Antillas.

Hubo una razón especial que le animó a acometer esa empresa. Era para entonces don Juan un hombre de edad avanzada y, por sus muchos años y por las heridas recibidas en la guerra, se sentía agobiado por los dolores de la artritis. Supo por los indígenas que había una isla hacia el norte y no a gran distancia de Cuba, donde brotaba una fuerte maravillosa, «La Fuente de la Juventud», cuyas aguas daban al enfermo salud completa, rejuveneciéndolo aun cuando fuera viejo. Don Juan decidió a ir a buscarla.

Pidió permiso a la corte española para descubrir ese país de la fuente milagrosa y, con fecha 23 de febrero de 1512, recibió del emperador Carlos V el documento anhelado. Por más de un año trabajó preparando su flota de tres barcos y salió de Puerto Rico el 13 de marzo de 1513 rumbo al norte. Después de pasar por cerca de muchas islas, cuyas características anotaba cuidadosamente en su diario, el dos de abril llegaron los tripulantes a unas costas cubiertas de plantas, árboles y flores. Era entonces la Pascua de Resurrección, comúnmente llamada en España «Pascua Florida». Así, pues, nos dice Ponce de León en su diario que, habiendo visto los marinos esa tierra tan hermosa y porque tenía muy linda   —10→   vista de muchas y frescas arboledas y también porque la descubrieron en tiempo de Pascua Florida, la llamaron La Florida.

Costeando la tierra nuevamente descubierta, subieron por el Atlántico hasta un poco más al norte del grado 30 de latitud, donde encontraron los expedicionarios un río llamado ahora Saint John. Ahí desembarcó toda la tripulación y Ponce de León tomó posesión de la tierra a nombre del rey de España. Continuaron subiendo por mar hacia el norte y llegaron a la desembocadura de un río muy caudaloso cuyas aguas, al desembocar con fuerza en el mar, hacían muy difícil la navegación. Por ese motivo determinaron anclar a cierta distancia del río, pero aun así, uno de los navíos se perdió porque se le rompieron los cables con que estaba sujeto a la costa y se lo llevó la corriente del río mar adentro a la deriva. Ponce hizo desesperados esfuerzos por alcanzar el barco, pero, viendo que su propia tripulación corría riesgo de naufragar también, determinó volver a la costa y anclar en lugar seguro.

Bajó la tripulación de los dos barcos que quedaban e hicieron el recorrido hasta la playa en barcas más pequeñas. Ya ahí, se acercaron los indios y empezaron, con gran confianza, a tomar los remos, las barcas de aterrizaje y aun las armas; lo que los españoles les permitieron por no pelear con ellos y por no causar escándalo en la tierra. Pero los indios, tomando su paciencia por cobardía, quisieron seguir adelante y quitarles sus cascos. Uno de los marinos opuso resistencia, pero los indios le dieron un golpe tan fuerte en la cabeza que lo dejaron como muerto. Entonces sus compañeros tuvieron que disparar sus armas para defenderse, pero los floridanos respondieron sin atemorizarse, con una lluvia de flechas que dejaron malheridos a algunos de los españoles. Al fin huyeron los indios.

Determinaron los españoles seguir tierra adentro para buscar leña con qué calentarse, pero del bosque salieron como sesenta indios que trataron de hostilizarlos disparando sus flechas. Hicieron fuego nuevamente los españoles y los indios huyeron bosque adentro. En memoria de esta primera escaramuza Ponce bautizó aquel lugar con el nombre de Río de la Cruz y erigió un pequeño monumento de cantera.

Empezaron entonces a navegar hacia el sur, siguiendo de cerca la costa, observando cuidadosamente y anotando en su diario todo cuanto veían desde los navíos. Continuaron así hasta la punta sur de la península y doblaron hacia el norte por el lado del Golfo de México hasta la bahía de Apalache, cerca del lugar donde ahora se encuentra la ciudad de Tallahase. De ahí doblaron hacia el oeste y continuaron bordeando la costa de La Florida hasta la bahía de Pensacola, cerca de la línea que marca ahora el límite del estado de Alabama.

Después de descansar ahí algunos días y de tomar informe de la calidad de la tierra, modo de vivir de los habitantes, etc., volvieron al sudeste y nuevamente hacia la península. Llegaron a la costa y desembarcaron junto al lugar en que actualmente se encuentra el Charlotte Harbour, donde supieron que había un cacique que tenía gran cantidad de oro y que quería comerciar con ellos. Determinaron esperarlo. Sin embargo, mientras aguardaban la llegada del cacique, vieron venir por el río una flota de veinte canoas llenas   —11→   de indios en actitud de amenaza. Los indios empezaron a lanzar flechas contra los españoles y éstos a disparar haciendo a los indios huir precipitadamente. La superioridad de las armas europeas fue decisiva. Varios indios resultaron heridos mientras que a los españoles ni siquiera les alcanzaban las flechas.

No queriendo más dificultades con los indígenas (ya que los españoles de esa expedición no habían venido a conquistar, sino sólo a descubrir) el día catorce de junio empezaron a navegar hacia el sudeste rumbo de las islas Bahamas. Pasaron nuevamente frente a la bahía que más tarde recibió el nombre del descubridor, al sur de la península, descubrieron luego el famoso canal de las Bahamas que en adelante había de servir de ruta a todos los navíos procedentes de México, descubrieron la isla de Bimini y buscaron ahí con mayor empeño la fuente de la juventud... pero ni ahí ni en ninguna otra parte pudieron encontrarla.

A principios del mes de octubre del mismo año de 1513, regresaba Ponce de León con dos navíos a Puerto Rico7.

Otro visitante de La Florida fue don Francisco Hernández de Córdova que llegó a sus costas el año 1517 mandado por Diego Velázquez, gobernador de la isla de Cuba8.

Don Francisco empezó a descubrir el litoral del Golfo de México desde la península de Yucatán a donde fueron arrojados sus navíos el primero de marzo; después de varios encuentros con los indios, siguió costeando el litoral y subió hasta la desembocadura del Río Grande. Luego torció hacia el Este y, después de muchas peripecias, logró arribar a las costas occidentales de La Florida. Era el mismo lugar (probablemente Charlotte Harbour) donde cinco años antes había determinado Ponce de León regresar a Puerto Rico. Ahí bajaron para surtirse de agua potable, pero fueron atacados también por los indios con flechas envenenadas. Córdova resultó muy gravemente herido y a él y a los   —12→   otros marinos les fue difícil llegar nuevamente a sus navíos. Córdova sangraba profusamente por todo el cuerpo.

Viendo al capitán sumamente enfermo, decidieron todos regresar a Cuba. Don Francisco murió tres días después de llegar a La Habana a consecuencia de sus heridas.

Hacia 1519 se conocía ya con bastante precisión toda la costa sur de lo que son ahora los Estados Unidos gracias al trabajo de inteligentes marinos que navegaron por el Golfo de México y formaron planos y mapas de esas regiones.

Uno de los más conocidos de esos navegantes fue Alonso Álvarez de Pineda quien capitaneó cuatro navíos que recorrieron las costas de México y las del norte del Golfo de México hasta La Florida.

El verdadero propósito de Pineda era encontrar el paso que, según creencia común en aquella época, unía el Atlántico con el Océano Pacífico. No lo encontró, claro está, pero su trabajo de exploración resultó de una importancia suma para los marinos que llegaron después. El mapa que hizo Pineda se utilizó, más que ningún otro, como base para la formación de las cartas marinas que se publicaron en España y en Alemania en el siglo dieciséis.

Pineda tocó primeramente un punto de la costa norte del Golfo, aunque no se sabe exactamente cuál fue. Siguió luego hacia La Florida indicando en su mapa todos los accidentes de las costas por que pasaba, tales como desembocaduras de ríos, bahías, montañas, cabos, etc. Con frecuencia bajaba de sus navíos y ya en tierra firme tomaba posesión a nombre de España de tierras que forman ahora los estados de Texas, Misisipí, Luisiana y Alabama. En varios de esos lugares erigió sencillos monumentos de piedra para indicar los límites de su descubrimiento.

Regresó luego hacia el este y volvió a costear las tierras, cotejando en mapa cada una de las anotaciones hechas anteriormente. Llegó hasta la desembocadura del río Pánuco, en México. Ahí encontró al conquistador Hernán Cortés, preparándose para el ataque final a la ciudad de México. Subió luego nuevamente hacia el norte. Esta excursión duró nueve meses, durante los cuales Pineda descubrió que La Florida no era una isla (según se creía hasta entonces).

Con los datos recabados durante su expedición, Pineda formó un mapa bastante detallado que envió al rey de España.

¿Qué hacía entre tanto don Juan Ponce de León? Obedeciendo las órdenes del monarca español, organizó en 1515 una expedición para sojuzgar a los caníbales de las Pequeñas Antillas que hacían grandes estragos en esa región. Ahí fracasó don Juan, pues él y su armada se toparon con muy mala fortuna. Apenas desembarcada la gente, dieron en ella los caribes que, emboscados, les esperaban y mataron a la mayor parte de los soldados. Don Juan salió con vida de esa infortunada aventura y volvió a Puerto Rico, pero por más de seis años no quiso conducir ninguna otra expedición.

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Sin embargo, el año de 1521 corría de boca en boca el nombre de Hernán Cortés que estaba llevando a cabo la conquista del gran imperio de Moctezuma y Ponce de León se estimuló con el ejemplo del gran capitán a emprender, no sólo la conquista, sino también la colonización de La Florida. Ponce obtuvo nuevos permisos de Carlos V y a mediados de 1521 salió de San Juan, llevando doscientos hombres, cincuenta caballos, gran cantidad de animales domésticos, aperos de agricultura y varios misioneros que habrían de trabajar por la conversión de los indios.

La suerte le fue adversa en Florida, como le había sido adversa también seis años antes en el Caribe. Apenas desembarcado en las cercanías de Charlotte Harbour, llovió sobre los españoles una lluvia de flechas envenenadas que pronto dejaron al capitán y a sus hombres fuera de combate. Don Juan estaba muy mal herido y padeciendo agudos dolores por el veneno de las flechas. Los pocos soldados que podían combatir dispararon sus arcabuces haciendo a los indios huir precipitadamente. Sin embargo, la expedición estaba ya sin capitán y, cuando reunidos en los navíos pudieron dar su parecer, todos a una decidieron volver a las Antillas. Viendo a don Juan casi en agonía, determinaron detenerse en la isla de Cuba donde el descubridor murió a los pocos días. Su cuerpo fue llevado a Puerto Rico donde se le tributaron los honores debidos a su rango.

La muerte de Ponce de León dejaba sin efecto las cédulas reales que le concedían derechos de descubrimiento en los demás territorios de la América del Norte. Pero aquellos años abundaban en valientes aventureros que fácilmente se lanzaban al mar en busca de gloria y de fortuna. La hazaña de don Juan pronto sería emulada y superada por otros descubridores, como se verá en los siguientes capítulos.




ArribaAbajo- II -

Descubrimiento de territorios cercanos a La Florida: Garay y Vázquez de Ayllón


Había en la isla de La Española un abogado, hombre de grandes letras y, según el cronista Fernández de Oviedo, muy ducho en las artes de su profesión, pero que nunca se vistió coraza, ni ciñó espada, ni sabía cosa alguna del arte de navegar. Este buen magistrado pero mal marino discurrió, a la muerte de Ponce de León en 1521 lanzarse a descubrir las vastas regiones de la América del Norte. Se llamaba este caballero don Francisco de Garay.

Las leyes españolas ordenaban que el descubrimiento y la exploración de territorios americanos se llevaran a cabo sólo por personas que hubieran obtenido cédulas con la autorización del rey, que especificaran las condiciones que deberían llenarse para descubrir o explorar. Generalmente se estipula en dichas cédulas que los expedicionarios deberían llevar consigo adecuados instrumentos de navegación, suficientes provisiones y tripulación suficiente, competente y equipada de acuerdo con la naturaleza del viaje que se intentaba hacer; además debería el capitán expedicionario anotar por sí mismo o por   —14→   medio de un secretario, los acontecimientos importantes de la travesía, llevar un diario y rendir un informe de lo que se hubiere llevado a efecto en la expedición.

En el permiso concedido a Garay se encuentra además un ejemplo magnífico de la solicitud de los reyes de España por los indios americanos. Dispone en él el rey que en caso de que se necesite transportar mercancías, armas u otra clase de vituallas, se use la corriente de los ríos para no tener que cargar a los hombres -indios o españoles- con bultos pesados; prohíbe juegos de azar tales como dados, cartas, etc., por razón de los daños que pudieran ocasionar en escándalos, enemistades, juramentos y blasfemias, así como también porque pudiera corromper a los indígenas el mal ejemplo. Prohíbe que se les quiten a los indios sus mujeres o que vivan los españoles con mujeres indias sin estar casados con ellas, lo cual, dice el documento, ha sido una de las causas principales de los daños causados en La Española. Ordena que no se haga guerra contra los indios a menos que sea absolutamente necesaria para repeler su agresión y amonesta a los jefes de la expedición a que eviten con esmero todo lo que pudiera ser causa de resentimiento para los indios y disponerlos a entablar guerra contra los españoles. Prohíbe el repartimiento de indios, «porque de ahí han empezado todos los daños» y, haciendo nuevo hincapié en la necesidad de tratar con dulzura a los indios, añade: «porque por tales medios se convertirán más fácilmente y vendrán al conocimiento de Dios y de nuestra santa Fe Católica, que es mi principal deseo, y mayor bien se obtiene con la conversión de cien indios por estos medios que de cien mil por cualesquiera otros».

Antes de empezar a poner en efecto la empresa que se había echado a cuestas, Garay quiso recorrer personalmente las costas exploradas anteriormente por Pineda y entrarse en los territorios que iba a colonizar. Llevando a su lado a don Juan de Grijalba -el explorador de México- salió Garay de Jamaica el día 26 de junio del año 1523. Navegó hacia el Río de las Palmas en la provincia de México que ahora se llama Tamaulipas y el 25 de julio mandó una exploración río arriba. Ésta volvió con un reporte desfavorable: la tierra era desértica y no ofrecía facilidades para colonizar.

Garay -que para entonces se hallaba muy lejos de ser un joven- se sintió afectado por el clima y las penalidades del viaje y pensó dirigirse hacia los territorios de Cortés para descansar y buscar algún refrigerio. Navegó, pues, hacia Veracruz. Ahí tocó a su fin esta expedición, pues los soldados y marinos sucumbieron a los atractivos de una vida más fácil en el México recién conquistado a donde también Garay se encaminó y donde murió pocos días después.

Así se hizo nula la patente del rey que concedía a Garay los territorios comprendidos entre la Bahía de Pensacola y el Río Grande de México, incluyéndose en ellos los futuros estados de Alabama, Misisipí, Louisiana y Texas.

Pero vivía entonces en La Española un cierto caballero conocido con el nombre de don Lucas Vázquez de Ayllón, originario de Toledo en España y que había fungido como alcalde mayor en el pueblo de La Concepción y en otras poblaciones de La Española. Por los años de 1520 era don Lucas uno de los oidores de la isla reputado como un   —15→   hombre de considerable inteligencia, bien educado y virtuoso. Durante muchos años se había dedicado a la abogacía.

Este buen abogado era muy rico y determinó emplear toda su hacienda en una empresa de exploración por los territorios al norte de La Florida; territorios -dicho sea de paso- que no tenían otros límites que los del mar, pues hacia el norte y hacia el oeste comprendían, a lo menos en la exaltada imaginación de los españoles, todas las tierras explorables. En términos de hoy día, llegaban hasta el Polo Norte y hasta el Océano Pacífico por el oeste.

Habiendo escarmentado con los contratiempos sufridos por tantos marinos y exploradores que le habían precedido en esa empresa, el licenciado Vázquez de Ayllón demoró su salida hasta que hubo obtenido toda clase de datos y, al efecto, envió dos emisarios con órdenes de navegar por aquellos mares que habían cruzado tantas veces los aventureros de España.

Volvieron los dos marinos con noticias de una gran región al norte de La Florida, que los nativos llamaban Chícora, región bañada por el río que se llama ahora Fear River cerca de la ciudad de Wilmington en el estado de Carolina del Norte. La zona era fértil y los indios no mostraban agresividad como los de La Florida.

Entusiasmado, pues, y pensando que la suerte le sonreía para llevar a término feliz su empresa, don Lucas se hizo a la mar rumbo a España con objeto de tramitar el necesario permiso, personalmente, ante la corte. Carlos V le concedió el hábito militar de Santiago y, el día 12 de junio de 1523, el título de Adelantado de los territorios de Chícora, indicando, sin embargo, que todos los gastos deberían de ser pagados personalmente por el licenciado.

En el documento firmado por el rey se le exigía a Ayllón, que fomentara el cultivo de la tierra pero que por ningún motivo obligara a los indios a trabajar contra su voluntad o sin que les pagara lo que fuera de justicia. Carlos V se muestra también solícito por el bienestar espiritual de sus vasallos y dice que, supuesto que el principal propósito del descubrimiento de estas tierras es que sus habitantes lleguen al conocimiento de la verdad de la fe para que salven sus almas, el gobernador de las tierras conquistadas debe tener este mismo propósito en su ánimo y escrupulosamente llevarlo a la práctica. Que se haga acompañar de misioneros a quienes deberá dar todas las facilidades necesarias para celebrar los actos del culto e instruir a los aborígenes.

De regreso en Puerto Rico, Ayllón despachó dos carabelas a tierra firme hacia enero de 1525 bajo el gobierno de Pedro de Quexos con objeto de seguir descubriendo bahías y ensenadas a lo largo de la costa del Atlántico y encontrar así el lugar más adecuado para el establecimiento de una colonia. Quexos rindió también halagadores informes.

Por fin, a mediados de junio de 1526, el licenciado se hizo a la mar en el puerto de la Plata llevando en sus seis navíos quinientos hombres y mujeres, ochenta y nueve caballos y todo lo demás que se creyó necesario para la subsistencia de la colonia. Tres misioneros dominicos lo acompañaban en la expedición.

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Las travesías por mar eran muy lentas en esa época ya que los barcos eran movidos por los vientos que en ocasiones, aflojaban tanto que apenas se podían hacer siete u ocho leguas marinas en un día. Por eso tardaron más de un mes en llegar al mismo Fear River que los exploradores del licenciado habían indicado como el lugar mejor para el establecimiento de la colonia.

Pero su mala estrella hizo que en seguida se tornaran huracanados los vientos y, a pesar de los desesperados esfuerzos de los marineros, el navío donde se transportaban las semillas y los alimentos para los expedicionarios se fue a pique.

Tras de explorar el terreno y encontrarlo inadecuado para lo que querían, determinaron de común acuerdo caminar hacia el norte probablemente hasta el grado 38 de latitud. Cuán lejos caminaron no consta en ninguna relación, dado el trágico fin que, como se verá pronto, aguardaba a esta expedición; pero por descubrimientos que paso a paso hacen mayor luz en este episodio, no es aventurado afirmar que llegaron hasta el grado 38 de latitud. Así lo asegura el doctor Kohl, deduciendo esta conclusión de documentos que él ha encontrado en el archivo de Indias de Sevilla, donde se conserva el mapa de don Hernando Colón, hijo el descubridor de América. En ese mapa se indica toda el área del actual estado de Virginia como Tierra de Ayllón.

Entraron los exploradores a la Bahía de Chesapeake, que ellos bautizaron con el nombre de Bahía de Santa María, y determinaron fundar ahí su colonia. Como el río que desemboca en la bahía -que ahora se llama James River- era conocido por los nativos con el nombre de Gualdape, la comunidad española fundada ahí fue llamada San Miguel de Gualdape9.

Esa colonia estuvo, sin embargo, condenada desde un principio a desaparecer. Primero llegaron las tormentas que año tras año azotan por los meses del otoño las costas del Atlántico; y luego, todas las semillas que les hubieran servido para cultivar cosechas en su nueva tierra se habían ido a pique, lo mismo que los alimentos que llevaban para sostener a los colonizadores que estaban, por tanto, sin comer casi desde que desembarcaron junto al Fear River a mediados del mes de agosto. Pero lo que más contribuyó a la horrible mortandad sufrida en los meses de septiembre y octubre fue el   —17→   frío intenso y los vientos glaciales que hacían la vida insoportable a aquellas gentes acostumbradas a los calores tropicales de las Antillas.

Hombres, mujeres y niños empezaron a enfermarse y a morir, en tal número que los supervivientes apenas daban abasto para enterrar los cadáveres. El mismo jefe, don Lucas Vázquez de Ayllón sucumbió al golpe mortal y entregó su alma a Dios el 18 de octubre. Antes de morir dispuso don Lucas que Francisco Gómez tomara el cargo de capitán.

La muerte de tantos y la enfermedad de todos habían hecho también grandes estragos en el ánimo de aquellas miserables gentes. Muerto el líder de la expedición, cundió la desobediencia y pronto se hizo manifiesto que aquella colonia no duraría muchos días más: o volvían los que quedaban con vida a las islas del Caribe, o no se encontraría quien pudiera sepultar a los últimos que murieran. Por ese motivo los supervivientes determinaron abandonar la empresa y regresar a La Española. Por respeto al jefe muerto trataron de llevar su cadáver para sepultarlo en Santo Domingo.

Sólo ciento cincuenta esqueletos vivientes desembarcaban al fin del año 1526 en La Española. Los demás quedaron sepultados en las tierras o en los mares de la América del Norte.




ArribaAbajo- III -

Descubrimiento de Este a Oeste: Pánfilo de Narváez y Cabeza de Vaca


Apenas un año después del fracaso de Ayllón, Pánfilo de Narváez, otro soldado que ya tenía gran experiencia en expediciones por tierra y por mar, se aprestó a hacer suya la concesión del rey otorgada anteriormente a Garay y a Ayllón.

Pánfilo de Narváez había sido teniente de Diego Velázquez gobernador de Cuba, y, enviado por éste, había desembarcado siete años antes, en 1520, con un gran número de soldados en la costa de Veracruz para capturar a Cortés y tomar a su cargo la conquista de México. Pero el astuto conquistador mexicano frustró su plan e inclusive hizo a Narváez su prisionero. Ahora en el año 1527 Narváez estaba en España tratando de obtener de Carlos V las consabidas capitulaciones para el descubrimiento, exploración y conquista de La Florida y territorios circunvecinos.

El 17 de junio de ese año, Narváez se dio a la mar en el puerto de San Lucas con seiscientos colonizadores y gran acopio de caballos, ganado, semillas y armas de guerra. Con Narváez iba el hombre que por sí solo habría de hacer inmortal esta expedición: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero y alguacil, mayor. La expedición se detuvo en Santo Domingo y permaneció ahí hasta 152810.

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Alvar Núñez nació en Jerez de la Frontera en España y, hasta el momento de su partida por mar, había ocupado puestos de responsabilidad en el gobierno. Sus contemporáneos lo describen como hombre de gran carácter, fácilmente adaptable a las situaciones más adversas, de buen humor, valiente, honesto, amable y, aunque de acendrada piedad, ajeno a muchas de las supersticiones que en aquella época nublaban la fe y que encallecían muchas veces la conciencia.

Después de tocar algunos puertos de las Antillas, Narváez echó por fin ancla el 14 de abril de 1528 cerca de Tampa Bay. Ese día era Jueves Santo y el día siguiente lo celebraron ya en tierra. Para conmemorarlo llamaron la bahía «Bahía de la Cruz».

El día de Pascua, terminadas las ceremonias religiosas celebradas por los misioneros franciscanos miembros de la expedición, convocó Narváez a una junta para planear el descubrimiento y exploración de la tierra firme. Se llegó entonces a una determinación fatal. Contra el prudente consejo de Cabeza de Vaca, salieron los barcos a explorar la costa del Golfo de México hasta el Río de las Palmas mientras que el resto de la compañía siguió por tierra hasta encontrar un lugar adecuado para fundar su colonia.

Este fue un error de fatales consecuencias, pues, como hizo constar Cabeza de Vaca ante un notario, había grave peligro de perderse y entonces les serían más necesarios los barcos que habían ido por muy distinto camino.

Sin alejarse demasiado de la costa fueron subiendo los exploradores primero por entre pantanos y matorrales sembrados aquí y allá de exóticas flores y luego por bosques de cedros, robles y cipreses de extraordinaria altura; algunos de ellos partidos de arriba a abajo por rayos que las tormentas habían lanzado y lanzaban constantemente aún sobre la compañía de peregrinos.

Casi dos meses caminaron sin descanso hasta llegar el 24 de junio al lugar donde se levanta ahora la ciudad de Tallahassee. El poblado que había entonces ahí estaba desierto, pues los indios habían huido a las montañas atemorizados por la enorme cantidad de extranjeros. Frecuentemente se enviaban mensajeros a la costa para ver si divisaban las naves en su viaje de vuelta con la esperanza de que a su llegada pudieran tener más vituallas, ya que las que tenían estaban a punto de agotarse.

Veinticinco días duraron ahí los expedicionarios haciendo constantes incursiones a los territorios circunvecinos, pero los indios seguían hostiles, matando sin cesar hombres y caballos desde emboscadas donde los indígenas se escondían para coger a los fuereños de sorpresa. Aquí se derramó por primera vez en Florida sangre mexicana: la de un príncipe azteca que, con el franciscano fray Juan de Suárez, había salido de México para unirse a la expedición.

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La tierra pobre, los indios en agresión constante, los alimentos casi totalmente agotados: todo esto los incitaba a abandonar y a buscar territorios más adecuados. Mas, los días, las semanas y los meses siguieron transcurriendo sin que alcanzaran a ver en el horizonte señal alguna del retorno de las naves perdidas. La enfermedad, el cansancio y el hambre empezaron a hacer estragos; era preciso hacer algo. Era indispensable fabricar barcos para emigrar cuanto antes de aquella tierra inhospitalaria.

Entre el grupo había un carpintero, pero no tenía herramienta, ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni resina; mas el instinto de preservación hizo el milagro. De las espuelas, lanzas y cascos hicieron clavos, sierras, hachas y otros instrumentos necesarios. De los pinos sacaron resina. De las camisas hicieron velas para los barcos. Cortaron los enormes árboles de la región y los aserraron para hacer tablas. Desollaron los pocos caballos que quedaban; con la piel de las patas, ya curtida, hicieron: botellas para llevar agua y devoraron el resto del cuerpo, como único alimento mientras duraban los trabajos de construcción.

El 22 de septiembre de 1528 doscientos cuarenta y dos sobrevivientes se embarcaron en los nuevos navíos. En el primero subió Narváez con cuarenta y nueve personas. En los otros cuatro se acomodaron los demás miembros de la expedición, pero eran tantos que se hundían las barcas al grado de llegarles el agua casi a los bordes, y los pasajeros apenas podían moverse por miedo de que al más ligero movimiento se fueran las barcas al fondo del mar.

En tan precarias circunstancias navegaron hacia el oeste rumbo al Río de las Palmas. Cruzaron la desembocadura del Misisipí y la fuerte corriente de este río se llevó a los barcos tan mar adentro que casi perdieron de vista la playa. Al querer regresar se perdió una lancha en alta mar. Otra lancha se perdió al día siguiente. Una fuerte tempestad echó a pique una más, hasta que sólo la de Cabeza de Vaca se vio a flote.

Los navegantes de la última barca sin hundirse estaban totalmente exhaustos y mientras yacían privados así por el cansancio, una fuerte ola empujó la lancha hasta la playa y casi nadie quedó con vida al dar la embarcación repetidos tumbos encima de los infelices navegantes. Esto ocurrió el 6 de noviembre de 1528, en la costa y en el punto donde cae la línea divisoria de los estados de Texas y Louisiana, no lejos de la Bahía Matagorda.

De la expedición de Pánfilo de Narváez todos perecieron con excepción de cinco tripulantes que, después de largas penalidades, se encontraron vivos pero esclavizados por los indios en el lugar donde se había estrellado su embarcación. Eran éstos unos indios miserables cuya vida y costumbres refiere Cabeza de Vaca en su relación y a quienes llama «capoques» y «hans». Ellos recogieron a los náufragos y los hicieron trabajar para ganarse su alimento obligándolos a andar totalmente desnudos, a dormir al descubierto y a transportar pesadas cargas.

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Se encontraban a la sazón esos indios afligidos por una epidemia que estaba diezmando la población. Cuando los nativos vieron a los náufragos como gente tan distinta a ellos, se les vino la idea de que esos hombres blancos podrían tener el secreto de un poder sobrenatural y les pidieron que curasen a los enfermos. Alegaron los españoles que ellos no tenían medicinas ni siquiera sabían la naturaleza de la enfermedad. Los indios les contestaron que no les darían de comer hasta que no hubieran hecho lo que ellos les pedían y con tan buen argumento doblaron la voluntad de los cautivos. Empezaron así una serie de curas «maravillosas» que les sirvieron para ganarse la voluntad de los indios que desde entonces los trataron con mayor clemencia. Cabeza de Vaca dice de esas extrañas curaciones:

«Nuestro método consistía en bendecir al enfermo soplando sobre él y diciendo un Padre Nuestro y un Ave María, rogando con toda el alma a Dios Nuestro Señor que le diera salud y que los iluminara para que nos hicieran el bien. Por su bondad Él quiso que todos aquellos por quienes pedimos les contaran a otros que habían alcanzado la salud y que estaban curados luego que habíamos hecho sobre ellos la señal de la cruz».



Siguieron caminando los viajeros pero uno de ellos murió en el camino de cansancio y de frío. Los sobrevivientes eran, además de Cabeza de Vaca, Castillo, Andrés Dorantes y un esclavo negro por nombre Estebanico.

De todos ellos el más famoso es Cabeza de Vaca que dejó interesantísimo relato de su peregrinación de ocho años a través de las tierras de Texas, Nuevo México, posiblemente Arizona, y Sonora. En 1536 llegaron los viajeros a Sinaloa donde al fin pudieron encontrar paisanos suyos.

La naturaleza de este trabajo nos impide seguir paso a paso el recorrido de estos hombres de océano a océano a través de todo el continente. Fue el asombro de aquellos años de maravillas. Puso en movimiento a muchos viejos conquistadores para explorar esos misteriosos países, según se verá en el siguiente capítulo.




ArribaAbajo- IV -

Descubrimiento de Arizona y Nuevo México: fray Marcos de Niza


La peregrinación de los náufragos tuvo feliz término en la ciudad de México el día 24 de julio de 1536. El nuevo virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza y el conquistador de México don Hernán Cortés salieron a darles la bienvenida. En honor de los recién llegados se celebraron al día siguiente juegos de cañas y una corrida de toros.

Tanto el virrey como el marqués se disputaban la compañía de Cabeza de Vaca pues era él quien con mayor detalles refería las características de las tierras recorridas. Hay, decía, valles fértiles, poblados por gentes industriosas que levantan cosechas de maíz, frijol y calabaza; que se visten de ropa tejida de algodón, que se adornan con plumas de   —21→   papagayo, que atavían a sus mujeres con piedras de turquesa y que se resguardan del frío con pieles de búfalo. Gentes que viven en casas grandes y hermosamente construidas y que mantienen comercio activo con muchos otros pueblos que viven en las costas del sur donde hay muchas leguas de tierra habitada.

Las maravillosas descripciones que hacían los recién llegados despertaron nuevos deseos de aventuras entre los mexicanos. Quiso el virrey que alguno de los tres viajeros españoles capitaneara una expedición al territorio norte, pero ninguno de ellos aceptó y sólo Estebanico se prestó a llevar a cabo la empresa. Castillo, hastiado de tanto viajar quiso quedarse en México; Dorantes y Cabeza de Vaca decidieron organizar una expedición por cuenta propia y para eso se pusieron en marcha a España con objeto de conseguir el permiso del rey.

Estebanico, pues, conduciría la expedición a Nuevo México; pero no iría solo. Con él viajaría un fraile inquieto que había llegado en 1531 a Santo Domingo, que había andado con Pizarro en Perú y que para esas fechas era huésped del obispo Zumárraga en la ciudad de México. Su nombre era fray Marcos de Niza.

Fray Marcos era gran amigo de fray Bartolomé de las Casas (Protector de los indios) y participaba de su modo de pensar con respecto a las incursiones entre indios. Ésta debería ser una expedición diferente: sin soldados y sin cañones que los amedrentaran. Tampoco era necesaria mucha gente; irían el fraile, Estebanico y los indios necesarios para ayudarles con el transporte del alimento y vestido.

El virrey dio a fray Marcos una lista de recomendaciones: 1, amonestaría a los españoles de San Miguel de Culiacán a que dejaran los malos hábitos contraídos durante la presidencia de Nuño de Guzmán y a que tratasen bien a los indios; 2, diría a los indios de esas regiones lo mucho que le pesaba el mal trato que habían recibido y les prometía en lo sucesivo que los españoles los tratarían con mayor benignidad y dulzura; 3, que pronto llegaría el nuevo gobernador don Francisco Vázquez de Coronado para regir la tierra procurando ante todo el servicio de Dios y el buen trato de los naturales; 4, que Estebanico encabezaría la expedición, yendo por delante acompañado de algunos indios para indagar si la región estaba en paz o en guerra; 5, que fray Marcos debería tomar notas de las poblaciones que encontrase, acerca de los naturales, e indicar por escrito la calidad de la tierra, si había arboledas, animales domésticos, ríos, montañas, desiertos, etc.

La expedición salió de San Miguel de Culiacán el 7 de marzo de 1539. En su recorrido encontró gente muy bien dispuesta que le ofrecía comida, aunque no mucha porque hacía varios años que, por falta de agua, no se levantaba cosecha. Estebanico se adelantó unas cincuenta leguas, pero recibió instrucciones de dar informes a fray Marcos por medio de mensajeros. Si encontraba un país ordinario, los mensajeros traerían una cruz como de un palmo de largo, pero si la ciudad o región era de inmensa importancia y superior a la misma ciudad de México, la cruz debería ser del tamaño de un hombre.

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Transcurrieron cuatro días y al cabo de ellos, para sorpresa del misionero llegaron mensajeros con una cruz del tamaño de un hombre, diciendo que Estebanico había tenido noticias de unas ciudades que se llamaban Cíbola, ciudades grandes con casas de piedra y de varios pisos, adornadas con piedras de turquesa.

Siguió Estebanico enviando cruces grandes y cada vez se despertaba en el buen franciscano un deseo mayor por conocer aquella región que ofrecía tan buena cosecha para su fervor misionero.

En todas partes era recibido fray Marcos con muestras de grande afecto y respeto; los indios le llamaban «sayota» que en la lengua de la región significaba «hombre del cielo».

Continuó Estebanico subiendo hacia el norte y siguió mandando cruces, cada vez mayores, indicando que más adelante estaban las siete ciudades de Cíbola11.

Más adelante -ya en territorio que es actualmente el estado de Arizona- recibió fray Marcos la visita de un ciudadano del famoso país de Cíbola, el cual le informó puntualmente acerca de su patria. Le dijo que la ciudad principal se llamaba Shi-uo-na y que más hacia el norte había otras ciudades más importantes aún en un país muy rico y bien poblado. Entre otras cosas de maravilla le mostró al misionero un cuero mayor que el de una vaca y con un solo cuerno en la cabeza.

Seguía avanzando el misionero atraído por los buenos despachos que sin cesar recibía de Estebanico, hasta que un día subió a una montaña y desde ahí pudo contemplar a distancia la primera de las maravillosas ciudades. Apenas podía dar crédito a sus ojos. ¡Al fin llegaba al término de su peregrinación! ¡Había encontrado las ciudades tan afanosamente buscadas! Ante su imaginación, más bien que ante su vista, aparecieron los encantos de murallas que brillando al sol, semejaban ser de plata, aquellos techos que lucían como de oro y aquellas puertas y ventanas tapizadas de jade y de turquesa. ¡Su alegría no tenía límites!

Sin embargo el gozo del fraile se vio atenuado con las malas noticias que ahí recibió de Estebanico. Un indio que llegó de Shi-uo-na dijo que se había extraviado; otro afirmó que le habían hecho prisionero y, finalmente, un indio que, sangrando, llegó huyendo de la población, atestiguó que los caciques habían dado muerte al esclavo negro y a todos los indios que le acompañaban; que apenas había él logrado escapar con vida para rogarle al misionero que huyera también pues los jefes de la tribu le buscaban para matarlo.

¿Qué haría fray Marcos en ese lance? Pensó, según escribió más tarde en la relación que entregó al virrey, que si temerariamente se acercaba a la ciudad podría encontrar la muerte y no habría por tanto, quien volviera a México con noticias de las ciudades   —23→   descubiertas. Además no le parecía necesario adentrarse temerariamente por las calles de la ciudad ya que desde la atalaya del monte en que se encontraba podía contemplar a satisfacción la belleza de aquella ciudad maravillosa.

Viendo con la imaginación más que con los ojos, creía divisar desde ahí sus cúpulas, sus altas murallas, sus calles bien pavimentadas y derechas, las puertas donde lucían preciosas decoraciones de turquesa. ¿Qué precisión tenía de ver de cerca lo que con sus propios ojos pensaba contemplar desde ese seguro lugar?

Sin pensarlo más, y procurando dar consuelo a los indios que le acompañaban y cuyos familiares acababan de ser sacrificados por los caciques de Shi-uo-na, se volvió fray Marcos por el mismo camino a dar al virrey, cuenta de sus exploraciones.

A fines de junio llegó el buen fraile a Compostela. Ahí se entrevistó con el gobernador Vázquez de Coronado y después de descansar de su viaje, en compañía del gobernador continuó el viaje de regreso hasta la ciudad de México. Hacia fines de agosto firmaba fray Marcos su relación certificada, dando parte de las grandes riquezas descubiertas y de los extensos y prósperos países que estaban por conquistar. De este modo, la historia de Cabeza de Vaca hallaba al fin confirmación plena de la pluma de un misionero.




ArribaAbajo- V -

Descubrimiento de California: Alarcón, Cabrillo y Ferrelo


El testimonio de fray Marcos causó profunda sensación en la ciudad de México y en sus contornos. En las oficinas del gobierno virreinal, en las calles, en las tabernas y aún en las casas al calor del hogar no se hablaba de otra cosa que del Nuevo México hacia el norte que estaba por conquistar y donde había seguridad de ganar mayor riqueza y fama que la que había ganado Cortés y sus soldados en la conquista de Tenochtitlán.

Hasta desde los púlpitos de las iglesias se oía predicar sobre la gran oportunidad que se ofrecía en el norte para la salvación de las almas. Almas infieles que por milenios habían estado oprimidas bajo el yugo de Satanás podrían ahora, gracias al esfuerzo y caridad de los mexicanos, obtener la luz de la fe y los beneficios de la civilización cristiana.

Todos querían ir al norte. Todos, inclusive el gran conquistador don Hernando Cortés quien, deseando anticiparse al virrey, pensó lanzar por el Mar Pacífico una expedición que encontrara esos mismos territorios, evitando las dificultades de una larga marcha por tierra y acercándose a ellos por sus costas.

En realidad la idea de llegar a los territorios del norte por la vía marítima no era nueva en Cortés, pues ya desde el año 1522 se había dedicado con empeño a enviar barcos al Mar del Sur, o sea el Océano Pacífico. Uno tras otro habían salido navíos del puerto de Zacatula para explorar las islas y las costas de California del Sur y hasta el distante archipiélago de las Filipinas. El conquistador había desembarcado en persona en las   —24→   playas de la península donde, en 1535, fundó el pueblo de Santa Cruz. Pero ahora, en 1539, Cortés redobla sus esfuerzos y, al frente de tres navíos, envía a su mejor capitán don Francisco de Ulloa hacia el norte, ordenándole encaminar su timón hasta más allá de los puntos descubiertos en la península.

La mala ventura vino, sin embargo, a frustrar los planes del conquistador. Uno de los navíos se perdió frente a las costas de Culiacán; otro de los barcos -el capitaneado por Ulloa- se extravió también y se pensó que se había hundido en alta mar, y el tercero regresó a Zacatula sin haber logrado pasar más allá de la Baja California12.

Lejos de desanimarse por este nuevo fracaso, Cortés fue a entrevistarse con el capitán Vázquez de Coronado que se encontraba en la ciudad de México reclutando gente para la expedición que había de llevar al norte. El marqués quería encabezar la empresa que le correspondía a él por derecho propio. Cuando menos él así lo creía; duplicaría las gestas de gloria realizadas dieciocho años antes en el territorio mexicano. Él exigía que se le considerara como jefe de la expedición.

Coronado, que hasta entonces no era más que un soldado bajo las órdenes del virrey no había sido nombrado aún capitán de la empresa, dio las gracias a Cortés por su amable ofrecimiento y turnó a Mendoza un reporte de la entrevista.

Con fecha 6 de enero de 1540 Coronado era puesto al frente de la expedición por documento firmado de puño y letra del virrey y la expedición debería ponerse en marcha en el siguiente mes de febrero.

El marqués del Valle no pudo contener su indignación y decidió partir inmediatamente para España. El emperador, para quien el ilustre extremeño había conquistado tantos reinos, le haría justicia. Pero Cortés no regresó más a tierras de América. El virrey Mendoza iba a tomar de sus manos la bandera de España para lanzarla por tierra y por mar a conquistar los inmensos territorios que habían despertado por tantos años la ambición de gloria del conquistador del Anáhuac.

El viaje por mar ideado por Cortés se convirtió entonces en una doble expedición. La primera de ellas zarpó de Acapulco el 9 de mayo formada por dos barcos, el San Pedro y el Santa Catalina. El 26 de agosto la flotilla se encontraba ya en las aguas del Golfo de California avanzando por el cual, llegó a la desembocadura del río Colorado. El jefe de la expedición, don Hernando de Alarcón, dejó anclados los barcos en el golfo, tomó dos navíos pequeños para sí y para un reducido número de compañeros y subió río arriba descubriendo a ambos lados cabañas de indios que les amenazaban con señas y les daban a entender que se fuesen de sus territorios. Don Hernando ordenó no hacerles daño y poco a poco fueron aplacándose los nativos convirtiéndose luego en sus buenos amigos, sobre todo al mostrarles Alarcón las chucherías que llevaba para obsequiarles.

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Los indios de la región andaban totalmente desnudos; usaban rayas negras pintadas por todo el cuerpo y en la cabeza llevaban cueros de venado. Las mujeres llevaban cinturón del que pendían tupidas plumas que les servían de faldilla. Ambos sexos se dejaban crecer el cabello que les llegaba hasta más abajo de la cintura. Los indios dijeron que se llamaban cocopahs.

Alarcón continuó navegando contra la corriente, lo cual hacía su viaje sumamente lento y penoso, pero como logró en todas partes ganarse la voluntad de los indios, ellos le ayudaban a empujar las lanchas hacia arriba. Fue tanto el respeto que logró infundir en ellos que confirmó su creencia de que era nada menos que el hijo del sol que venía a darles la paz. Por eso consiguió saber muchos detalles de su vida comunal y doméstica. Un viejo, cacique de una gran tribu, le contó que en la región se hablaba una gran variedad de lenguas; que se practicaba la monogamia y se castigaba a los adúlteros con pena de muerte; que los curanderos sanaban con sortilegios y soplando sobre los enfermos y que su venganza contra los prisioneros cogidos en sus incesantes guerras era tan cruel que los quemaban vivos o les sacaban el corazón para devorarlo aún palpitante.

Seis días duró Alarcón en compañía de ese cacique. Cuando siguió adelante supo de un mensajero que acababa de llegar de las ciudades de Cíbola. El indio refirió que allá había hombres blancos, con barbas, que montaban a caballo y tenían armas de fuego como las de Alarcón. Por esas señas conoció el marino que Vázquez de Coronado había llegado ya a la región central y que se encontraba muy alejado del río por donde él navegaba. El mensajero no venía de parte de los españoles, sin embargo; era uno de tantos espías que tenían los indios para enterarse de hechos que ocurrían en otros lugares.

Todavía tardó el capitán algunos días en decidirse si debía esperar mensaje de Coronado o volverse a Acapulco; pero al fin, convencido de que ya los soldados de la expedición por tierra habían llegado felizmente a su destino y que lo más probable sería que no trataran de ponerse en contacto con la expedición marítima, determinó volver haciendo ahora con gran rapidez el viaje de regreso río abajo hasta el Golfo de California donde, abordando sus naves, continuó el viaje de retorno hasta su punto de origen.

La segunda expedición organizada por el virrey Mendoza para descubrir tierras del norte por las costas del Océano Pacífico estuvo encabezada por Juan Rodríguez Cabrillo, soldado que había estado al mando de Cortés en la conquista de México y más tarde bajo Pedro de Alvarado en Guatemala.

La expedición salió del puerto de Navidad en las costas del poniente de México el 27 de junio de 1542 y ya para el dos de julio lograron los tripulantes divisar la Baja California. El 28 de septiembre, Juan Rodríguez y sus dos navíos entraban en el magnífico puerto de San Diego, en la Alta California que ellos llamaron San Miguel en honor de la fiesta del día siguiente. Se vieron rodeados casi en seguida de indios californianos que, muy tímidos al principio, fueron atraídos por la gran cantidad de cuentas, espejos, tijeras y otras baratijas que traían los españoles para regalar y atraerse así a los indígenas. Dejando San Miguel el 3 de octubre, navegaron por tres días a lo largo de una costa de valles y planicies coronados de niebla que a los españoles les pareció humo y de grandes montañas   —26→   en el interior hasta que desembarcaron en una isla que llamaron de Santa Catalina, aproximadamente cerca del lugar que ahora se conoce con el nombre de San Pedro.

Salieron de ahí el 9 de octubre y anclaron en una larga ensenada que es probablemente el actual pueblo de Santa Mónica en los suburbios de Los Ángeles. Subieron luego hasta el lugar donde está ahora San Buenaventura y desde ahí divisaron el Valle de Santa Clara. Cabrillo tomó posesión formal de ese territorio a nombre del virrey de México y permaneció ahí cuatro días. Los aborígenes se mostraban ahora amables con los extranjeros.

Tras de descubrir otras dos islas, llegaron al cabo Galera actualmente llamado Point Concepción. El 18 de octubre descubrieron otras dos islas que denominaron, a causa del santo del día, Islas de San Lucas. Volvieron a acercarse a la costa y pasaron por el Canal de Santa Bárbara. Siguiendo por el litoral, pasaron por enfrente de la bahía de Monterrey; continuaron subiendo hacia el norte; pasaron por enfrente de la bahía de San Francisco donde encontraron fuertes corrientes y aires sumamente helados que les hicieron retroceder hacia el sur. El capitán se encontraba seriamente enfermo a bordo. Llegaron en pocos días a la isla de San Miguel y ahí decidieron descansar. Las tormentas siguieron soplando sin cesar. Día tras día se agravaba el capitán y por fin el día 3 de enero de 1542 murió Cabrillo después de dejar al piloto mayor, Bartolomé Ferrelo a cargo de la expedición con vivas recomendaciones de que continuara el descubrimiento de las costas del Pacífico.

El 19 de enero salieron los expedicionarios de la isla para obtener provisiones en la tierra firme, pero tuvieron que regresar porque los vientos seguían soplando con fuerza huracanada. Por fin el 12 de febrero decidieron continuar su búsqueda hacia el norte. ¡Quizá ahora su buena estrella les descubriría el famoso estrecho que siempre «más allá» creían los marinos de aquel tiempo que existía uniendo los dos océanos! Costearon nuevamente todo California y llegaron más allá del grado 40 de latitud a un cabo que, en honor del virrey se llamó Mendocino. Los vientos eran cada vez más helados, pero el ánimo de los descubridores aumentaba en proporción con las dificultades que encontraban. ¿Hasta dónde subieron? En sus relaciones depusieron que habían arribado más allá del grado 44. Pero, como algunos investigadores modernos consideran cuestionable su aseveración, podemos decir que, cuando menos llegó Ferrelo con sus esforzados compañeros bastante más allá de la frontera del presente estado de California con Oregón. El dos de abril decidieron los marinos volver, por habérseles agotado las provisiones.

De regreso tocaron nuevamente la isla de San Miguel, visitaron la bahía de San Diego donde esperaron por tres días que se les uniera el otro navío que se les había extraviado y por fin llegaron al puerto de Navidad el catorce de abril, habiendo realizado así una de las expediciones de mayor importancia en la historia de California. El Diario de este viaje se atribuye a Juan Páez, uno de los miembros de la expedición y se encuentra en el Archivo General de las Indias.

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Con el descubrimiento de la costa californiana se cierra el ciclo de los descubrimientos de los litorales que marcan actualmente los límites marinos de los Estados Unidos de América y se abre el ciclo de las exploraciones de los terrenos del sur que pronto vendrán a ser conquistadas y colonizadas por expediciones que, en casi todos los casos, partirán de la ciudad de México.






ArribaAbajoSegunda parte:

Las exploraciones



ArribaAbajo- VI -

Exploración de La Florida: Hernando de Soto


Todas las expediciones españolas tuvieron su lado oscuro por injusticias cometidas contra los indios, pero esas injusticias son casi inherentes a todas las empresas de esta índole. Sin embargo la expedición de Hernando de Soto es quizá la que se llevó a cabo con más violencia en territorios americanos. Con gusto se omitiría aquí su relato, pero en aras de la verdad deben señalarse tanto las sombras como las luces, pues ambas contribuyen a hacer más real la pintura de conjunto.

Hernando de Soto era natural de Villanueva de Bancarrota en España y muy joven se enlistó entre los emigrantes hacia el nuevo mundo. Después de explorar las montañas de Nicaragua, fue uno de los capitanes de Francisco Pizarro en la conquista del Perú. Fue escogido para exigir de Atahualpa su rendición a los españoles.

Cansado de las luchas y rencillas que dividieron a los vencedores del Imperio Inca a raíz de la conquista, pidió de Soto permiso para volver a España y gestionar ahí la documentación necesaria para explorar La Florida donde tantos capitanes se habían topado ya con su mala fortuna.

Varios años tardó en arreglar sus credenciales y en hacer los preparativos y por fin el 6 de abril de 1538 salió de San Lúcar rumbo a La Habana.

Después de haber permanecido en la isla algo más de un año, se embarcó para La Florida el 18 de mayo de 1539, llevando a bordo seiscientos soldados, doscientos trece caballos, perros «que servían para cazar fugitivos» y toda clase de provisiones. Viajaban a bordo también varios sacerdotes y frailes dominicos, un médico cirujano, un herrero y un carpintero entendido en la fabricación de barcos.

Llegaron al mismo lugar que la expedición de Pánfilo de Narváez, cerca de la bahía de Tampa, y con fecha 3 de junio don Hernando tomó posesión de la tierra con las ceremonias acostumbradas. Habiendo sabido que quedaba por ahí un sobreviviente de la   —28→   expedición de Narváez, envió a Baltasar de Gallegos a buscarlo. Ese cautivo era Juan Ortiz que había quedado vivo después del desastre de 1526. Hecho cautivo por los indios y puesto a cuidar del cementerio a donde solían las fieras acudir por la noche a devorar los cadáveres, Juan Ortiz realizó la notable hazaña de matar a un lobo que se robaba el cuerpo de un niño, con lo que se conquistó el respeto de los indios pero también los celos del cacique, quien buscó pronto un pretexto para condenarlo a muerte. Ayudado por la hija de su amo, logró sin embargo, escapar a una tribu vecina donde su nuevo dueño, Mucozo, le había tenido piedad.

Al saber Mucozo que habían desembarcado más hombres blancos quiso congraciárselos mandándoles a Ortiz acompañado de un grupo de flecheros y así fue como pronto lo encontró Gallegos. Pero los españoles no lo reconocieron y creyéndolo enemigo estaban a punto de dispararle, cuando él, haciendo la señal de la cruz, se dio a conocer como cristiano y así salvó su vida.

Bien fuera por la belicosidad nativa de los indios de La Florida, bien porque de Soto quiso dejar ejemplo de crueldad para amedrentar a los indígenas, la marcha de Hernando de Soto fue un constante pelear, esclavizar y matar desde el momento de su desembarque hasta que salió de la península.

Después de visitar la playa donde tuvo lugar el embarque de los hombres de Narváez en la bahía de Appalachee, torció de rumbo hacia el este y se dirigió a los dominios de una reina aborigen en las riberas del río que hoy se llama Savannah en territorio que es ahora del este de Georgia. La soberana de aquella tribu obsequió regiamente a de Soto y a su gente, pero el adelantado no supo pagar sino con traición pues se llevó cautiva a la soberana. La india sin embargo, yendo con el ejército por el camino de Chiaha (cerca de donde se levanta ahora la ciudad de Columbus) logró escapar de sus guardianes llevándose una gran cesta de perlas que ella misma había obsequiado al capitán.

Siguió de Soto hacia el norte y llegó al valle de Saula (en la Carolina del Norte) donde descansó quince días aprovechándose de los muchos pastos y de la hospitalidad de los indios de esa región. Atravesó luego las montañas Smoky; cruzó inmensos territorios de Tennessee y entró por el norte al estado de Alabama donde encontró indios amigos y la tierra muy poblada, amplia y fértil. Un poco más hacia el sur tuvo uno de los descalabros más serios de la expedición frente a un poblado de nombre Nervila donde se habían concentrado los indios para atacarlo. Cuarenta y ocho soldados murieron en la batalla y veintidós fallecieron después por falta de medicinas, pues éstas con todo lo demás de su bagaje había caído en poder de los indios.

Pasaron luego los soldados de la expedición a Cicosa donde pensaron encontrar buena acogida para pasar el invierno, pero los indígenas los atacaron de nuevo, murieron en la batalla cuarenta españoles y cincuenta caballos.

Supo entonces el capitán que un poco más adelante y ya en territorios que son ahora el estado de Misisipí había una gran ciudad y se dirigió hacia ella intentando tomarla a como diera lugar. El asalto fue sangriento y murieron muchos de los capitanes. Los indios   —29→   tuvieron incontables pérdidas, pues los españoles que estaban ya ardiendo en venganza hicieron con ellos una feroz carnicería.

El lugar no era sano ni había pasto para los caballos. Por eso, aunque de Soto pudo hacer de la ciudad conquistada su cuartel de invierno, decidió abandonarla y seguir adelante rumbo al río Misisipí. De Soto y sus soldados cruzaron el río en dos piraguas y al otro lado encontraron una población grande.

El cacique, llamado Casquín, los recibió como amigos. Se adentraron entonces en territorios que son ahora del estado de Arkansas. «Iba Hernando de Soto muy deseoso de poblar, porque no se perdiese el fruto de tantos trabajos padecidos en aquel descubrimiento; porque ya le faltaba la mitad de la gente; y para esto iba buscando el río grande, arrepentido de no haber poblado en Nachusi, como lo tenía pensado; considerando que si se moría todo quedaría perdido y quería hacer una población en un buen sitio de aquel río y echar por él los bergantines que saliesen a la mar y diesen aviso en todas las provincias de las Indias de las grandes tierras que quedaban descubiertas». Así dice el cronista Herrera.

Y así era en verdad. Llevaban ya casi tres años de recorrer aquellos vastísimos territorios, pero de Soto quería asegurarse de establecer su colonia en el lugar más conveniente, que, sin quedar cerca de la playa para evitar ataques de los piratas, tuviera sin embargo facilidades de navegación.

Pero de Soto no vio cumplidos sus deseos. Se enfermó de fiebres malignas que le hicieron perder la fuerza rápidamente. Dándose cuenta de que se llegaba su fin, hizo testamento. Nombró a Luis Moscoso de Alvarado capitán de la expedición; se despidió de todos y murió el 21 de mayo de 1542.

Lo enterraron los españoles por la noche y procuraron disimular el lugar de la sepultura. Pero luego, temerosos de que los indios diesen con el cuerpo, lo mutilaran y lo exhibieran como tenían ellos costumbre de hacer, nuevamente sacaron el cuerpo por la noche, lo envolvieron en una manta y lo pusieron en el hueco de una gruesa encina y decidieron arrojarlo al río.

Al día siguiente el jefe de la tribu de Guachoya llevó al campamento dos muchachos indios para ser sacrificados y que acompañaran así al capitán y le sirvieran en el otro mundo. Moscoso le contestó que le daba las gracias por el obsequio pero que el capitán no se había muerto, sino que se había ido al cielo a unirse con otros soldados cristianos que lo necesitaban y que pronto había de volver.

El 15 de julio se pusieron en marcha de nuevo. Su pensamiento era ir a México donde podrían encontrar abundante comida, medicinas y, sobre todo, descanso. Atravesaron los estados de Arkansas, Oklahoma y Texas pero, no hallando su camino a México, regresaron y llegaron nuevamente a las orillas del gran río. Cien hombres y ochenta caballos murieron en esta última travesía.

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Al llegar al río doblaron hacia el sur y encontraron pueblos grandes de doscientas casas más o menos, donde pidieron que les permitieran pasar el invierno. Pero, como los indios se lo negaron, determinaron tomar las poblaciones por la fuerza. Acometieron y ganaron pero no sin grandes pérdidas, pues murieron ahí los capitanes Nuño de Tovar y Andrés Vasconcelos, además del intérprete Juan Ortiz.

Cansados de tantas correrías, desanimados de encontrar un buen lugar para colonizar y, sobre todo, viéndose ya muy pocos y enfermos para tener éxito en tal empresa, determinaron volver a tierras de españoles. No tenían barcos, mas se pusieron a fabricarlos, como los de la expedición anterior.

Dos meses y medio tardaron en construir siete bergantines. Los echaron al agua el 24 de junio de 1543 en medio de rumores de guerra que sin cesar les llegaban, pues los indios del otro lado del río se habían confederado para matarlos. «Si los dejamos ir -decían- podrán volver en mayor número y aniquilar a toda la población».

Mientras los españoles navegaban río abajo por las aguas del Misisipí, el ejército indio se presentó tan numeroso y preparado como los de Moscoso no hubieran podido imaginar. Venía una flota de casi mil canoas teñidas de negro, azul y rojo y atestadas de flecheros que cantaban sones de guerra. Los españoles comprendieron al punto lo difícil de su situación ya que no tenían modo de defenderse pues hasta los arcabuces se habían fundido para hacer los clavos de los navíos. Diez días duró el ataque y casi todos los españoles resultaron heridos, a pesar de lo cual navegaban rápidamente hacia el sur ansiando llegar pronto al mar a donde los indios no pudieran seguirlos en sus pequeñas canoas.

Por milagro contaron su llegada a las aguas del Golfo de México y por salvos se dieron al verse libres ya de la persecución de los aborígenes. Pero ahora, ¿hacia dónde navegarían? Su pensamiento estaba fijo en México, pero no sabían por qué rumbo quedaba, ya que ni brújula llevaban ni carta de navegación. Navegaban a la deriva y sólo confiando en Dios que algún día arribarían a las costas de la Nueva España.

Por fin un día pisaron tierra firme en Pánuco, puerto de México, después de casi dos meses y medio de navegación. Una a una fueron llegando las siete carabelas con sus tripulantes descalzos, desnudos algunos y otros con las carnes cubiertas de pieles de venado, osos, tigres y otros animales. Más parecían brutos que hombres.

El gobernador de la provincia les ayudó en seguida con alimentos, medicinas y ropa. Avisado el virrey Mendoza, ordenó que con todo regalo fueran transportados los viajeros a la ciudad de México. «Su paso por el territorio de Pánuco a la capital fue una peregrinación de asombro» -dice el cronista. «De esta manera se encaminaron, saliendo la gente a ver por maravilla tan extraños hombres. A todos admiraba la robustez de los cuerpos, la figura de los rostros y barbas desemejadas, el hábito de fieras y otras cosas que bien mostraban trabajos y miserias padecidas».

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Los habitantes de México se disputaron el honor de hospedar a los expedicionarios, los cuales «se quejaban de haber sufrido tanto, a cambio de nada y porque sentían mucho las riquezas que habían dejado dándoles pena la memoria de ello porque siempre los soldados más que otros han de sacar fruto de sus trabajos. El virrey los consolaba y los apaciguaba, diciéndoles que brevemente quería hacer aquella empresa y les daría muy buenos sueldos y ventajas, y que entre tanto los acomodaría»13.




ArribaAbajo- VII -

Exploración de Nuevo México: Vázquez de Coronado


Don Francisco Vázquez de Coronado, nombrado por don Antonio de Mendoza, capitán de la expedición a Nuevo México, vino a la ciudad de México en 1535 a la edad de 25 años como caballero en el séquito del virrey. Ya antes de 1539 había desempeñado puestos de importancia en el gobierno de la Nueva España y se había casado con una noble, rica y virtuosa dama de la corte.

Cincuenta mil ducados fueron la contribución de Coronado a la empresa de Nuevo México, obtenidos principalmente de la hacienda de su esposa doña Beatriz. El virrey contribuyó con sesenta mil.

Figuraban en el séquito los capitanes Diego de Guevara, don Rodrigo Maldonado, Juan de Saldívar, Diego López de Cárdenas y Pablo de Melgosa. Era alférez real don Pedro de Tovar, y Lope de Samaniego fue nombrado maestre de campo.

El resto de la expedición estaba formado por jóvenes decididos y valientes que habían crecido al recuerdo de las hazañas de Cortés y que ardían en deseos de emularlas. También varios centenares de indios formaban parte del ejército; indios aztecas y tarascos voluntariamente se adhirieron a la expedición.

El virrey fue generoso en proveer a los expedicionarios de dinero, armas, caballos, vacas, carneros y de todo lo que se creyó menester para sostener la expedición. Así mismo ordenó que las familias de los indios recibieran todo lo necesario para vivir hasta que volvieran los viajeros.

Esta expedición fue eminentemente mexicana. Mestizos, indios y criollos figuraban en gran número en el ejército. Armas y caballos mexicanos, ganado de México y víveres proporcionados por vecinos de la capital se emplearon en la expedición, como también de México eran el oro y la plata gastados en esta heroica empresa.

El 2 de febrero de 1540 todo estaba listo para el viaje. Se contaban 336 soldados, con 550 caballos, armas y armaduras, lanzas, espadas, cotas, celadas, etc., y una enorme compañía de indios, figurando en medio de este enorme desfile la arrogante figura del capitán, un   —32→   doncel bien montado en hermoso caballo, de dorada armadura y casco empavesado con vistoso penacho.

Ocho misioneros figuraban en la expedición: seis europeos y dos mexicanos de nacimiento; éstos últimos indios naturales de Michoacán, conocidos con los nombres de Sebastián y Lucas. Entre los europeos figuraban fray Marcos de Niza, el descubridor de Cíbola.

Banderas al viento salió la expedición de Compostela el día 22 de febrero. Pero, para evitar que los indígenas, dispersos a lo largo del camino que habría de recorrer la expedición, se asustaran viendo tan grande comitiva de soldados, ordenó Coronado que se formara una columna de vanguardia encargada de dar mensajes de paz a cuantos indios encontrara, asegurándoles que no serían molestados en su persona ni en sus bienes.

Algo más de dos meses tardaron en recorrer el territorio mexicano hasta llegar al punto donde actualmente se encuentra la línea divisoria de México y los Estados Unidos. Otros dos meses tardó la comitiva en atravesar el desierto, cruzando las montañas de Santa Catalina con gran dificultad, sobre todo para las caballerías, por la falta de agua. Por fin el 7 de julio llegaron frente a la primera de las siete anheladas ciudades: una villa de cerca de doscientas casas, como quince millas al sudoeste del actual pueblo de Hawikuh, cerca de la frontera que divide ahora los Estados de Arizona y Nuevo México.

Coronado recibió noticias de que los habitantes de la población hacían apresurados preparativos para defenderse, por lo que determinó enviar al capitán López de Cárdenas con un mensaje de paz. Cárdenas habló con unos indios que encontró en el camino; les dio algunas baratijas y les dijo que volvieran a su pueblo a informar que los cristianos venían en paz y que sólo querían la amistad de los de aquella comarca.

Llegó la noche y en medio de la oscuridad los indios atacaron al ejército causando la pérdida de muchos caballos que, estando desensillados mientras sus dueños dormían, huyeron precipitadamente al monte asustados por los alaridos de los atacantes.

A la siguiente mañana se dirigió Cárdenas, acompañado de dos misioneros y de un notario público, hasta las puertas de la población para requerir a los indios de paz, pero a las voces de los emisarios contestaron los indios con gritos y lanzando una lluvia de flechas. Con esta nueva prueba de violencia se convenció Coronado de que era inevitable una lucha cuerpo a cuerpo y se dirigió con el grueso de su ejército hasta donde peligraban Cárdenas y sus compañeros. Pensó que a la vista de aquel gran acompañamiento los indios se asustarían y querrían hacer las paces, pero aquellos valerosos defensores, lejos de acobardarse, avanzaron también con denuedo, y empezaron a atacar con tal furia que obligaron al capitán a dar el grito de guerra. «¡Santiago y a ellos!» abrió las hostilidades de parte de los españoles que se arrojaron con furia sobre los muros de la ciudad tratando de tomarla por asalto.

Coronado llevaba la vanguardia y por eso fue el blanco principal de los atacantes y cuando trató de escalar las paredes para llegar al techo de la primera casa del pueblo fue   —33→   herido varias veces en la cara y en las piernas, lo que le hizo cobrar todavía más arrojo y a sus soldados mayor furia para atacar a los indios ya dentro del poblado.

Los españoles lograron el triunfo, pero Coronado quedó tan mal herido que tuvo que ser llevado sin conocimiento y en brazos de sus soldados a una de las casas del pueblo donde tuvo que sanar y luego convalecer por varios días.

Los indios de los pueblos circunvecinos mandaron entonces delegaciones ofreciendo su amistad a Coronado, quien los recibió con amabilidad y les aseguró que no venía en son de guerra. Que serían ellos respetados como aliados de los españoles. Soldados de la expedición recorrieron entonces las otras famosas «ciudades de Cíbola». Eran éstas siete pueblos de unos doscientos habitantes cuya miseria saltaba a la vista y descorazonaba a los españoles que, ateniéndose a los dichos de fray Marcos, esperaban encontrar ciudades más grandes y hermosas que México.

Los misioneros, sin embargo, se mostraban gozosos de hallar tantas gentes a quienes convertir en cristianos, sin importarles mucho que no fueran ricos.

El capitán Tovar fue a Tuzayán, conocido ahora como el pueblo de los hopis, cuyos habitantes prontamente se rindieron a los españoles. El capitán López de Cárdenas fue en busca de un gran río que, según los naturales decían, estaba habitado por gigantes. Recorrió el mismo camino de Tuzayán y a los veinte días de explorar la comarca llegó a un lugar de incomparable belleza: era el Gran Cañón del río Colorado. Ese famoso descubrimiento tuvo lugar en agosto de 154014.

Los primeros europeos que descendieron al fondo del cañón fueron el capitán Pablo de Melgosa, Juan Galeras y otro soldado anónimo.

Era ya tiempo de que Coronado enviara noticias al virrey (que estaría sin duda ansioso de conocer el resultado de la expedición) y ordenó que Juan Gallego fuera a la ciudad de México para llevar una carta a don Antonio de Mendoza y para recabar más provisiones pues las que habían sido enviadas por mar nunca llegaron. Con Gallego retornaban a México fray Marcos de Niza y otro misionero.

Entre tanto Coronado se propuso explorar las provincias circunvecinas, todavía soñando con encontrar las grandes ciudades y las enormes riquezas que fray Marcos había dicho que existían al norte de Cíbola. Subió, pues, rumbo al distrito donde ahora se encuentra la ciudad de Santa Fe y ahí determinó pasar el invierno en una población llamada Tíguex. Subió luego a las llanuras de los búfalos y un día en que los caballos de Cárdenas pacían junto al río (posiblemente el mismo que ahora se llama Canadian River) los vecinos de un poblado pequeño recogieron hasta cuarenta animales y los mataron a todos. Cárdenas fue a hablar con los indios, pero éstos se rehusaron a tener arreglos con él y amenazaron con atacar al ejército. Volvió Cárdenas a enviar mensajes de paz, prometiendo perdonar la matanza de sus animales, pero como los indios se rehusaran a cesar en sus hostilidades, el   —34→   capitán sometió la cuestión a un consejo de guerra y todos opinaron que la guerra debería emprenderse contra los agresores.

Fue entonces Cárdenas en persona en busca de una reconciliación, pero le respondieron con gritos de guerra y hondeando como banderas las colas de los caballos sacrificados. La batalla fue sangrienta por ambos lados y aunque los españoles lograron el triunfo, muchos mexicanos y varios españoles fueron heridos de muerte por las flechas envenenadas.

El 23 de abril de 1541 el capitán Coronado siguió con parte de su ejército hacia el este entrando en el estado de Texas por el Panhandle y subiendo hasta el río denominado ahora Ford River el día de San Pedro y San Pablo (29 de junio) y subiendo más hacia el noreste llegaron a la primera villa de Quivira en las cercanías de Lyons en el territorio que ahora es el estado de Kansas. Los habitantes de Quivira eran indios wichitas y andaban casi desnudos. Recibieron bien a los exploradores y se declararon con gusto súbditos del virreinato de México.

Ansiosamente recabó Coronado más noticias acerca de otras ciudades o territorios al norte o al este de Quivira que fuera conveniente y útil explorar, pero como se le aseguró que fuera de ese pueblo no había cosa alguna de llamar la atención, determinó regresar para reunirse con el grueso de su ejército en Nuevo México.

Antes de partir hacia el sur, se erigió en Quivira una cruz y al pie se puso una roca con un letrero que decía:

«Hasta aquí llegó Francisco Vázquez de Coronado».

Mientras eso ocurría en el norte, el resto del ejército que había permanecido en Tíguex se vio envuelto en escaramuzas con los indios en que hubo varias muertes y así se alegraron los soldados de ver de nuevo a su capitán, aunque se entristecieron al saber que nada digno de interés se había hallado en los territorios de Quivira, por lo que le rogaron volver pronto a la ciudad de México.

Escribió nuevamente el capitán al virrey Mendoza informándole de su expedición a Quivira. Su carta está llena de amargura al no poder relatar ninguna cosa de valor encontrada en estos lugares: solamente indios desnudos, hambrientos y por completo carentes de noticias de minas de oro, plata, u otros metales. Desde el punto de vista económico, la expedición había sido un fracaso, si bien volverían los expedicionarios cargados de preciosa información concerniente a todas estas tierras y a sus habitantes.

El segundo invierno que pasaron los expedicionarios en Tíguex fue una gran prueba de paciencia. Los soldados estaban tristes y enfermos sobre todo, tenían mucha hambre. Todo lo cubría la nieve: era imposible sembrar y las vituallas de México no llegaban ni por mar ni por tierra.

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Para colmo de desgracia un infortunado accidente vino a frustrar toda posibilidad de futuras exploraciones. El 27 de diciembre se dispuso Coronado a dar un paseo a caballo y ordenó a los criados que pusieran nuevo cincho a la silla, pero el cincho debió de estar podrido pues al correr Coronado en competencia con su compañero, cayó del caballo y el caballo del amigo que corría a su vera pasó sobre su cabeza causándole heridas que le ocasionaron grave pérdida de sus facultades mentales.

Era, pues, imperativa la vuelta a la capital. Se sometió el asunto a la consideración de los expedicionarios y casi todos decidieron regresar a México. Sólo los misioneros y los indios mexicanos querían quedarse en los territorios explorados. Los misioneros habían hecho no pocas conversiones y les dolía abandonar así a los neófitos. Los indios se habían llevado muy bien con los cibolianos y pidieron permiso de quedarse en la tierra. Algunos soldados que pretendieron continuar expedicionando por su cuenta fueron disciplinados por el capitán.

En los primeros días de abril de 1542 la expedición retornaba a México.




ArribaAbajo- VIII -

Exploración de Nuevo México: los misioneros


La historia ha consignado los nombres de los misioneros que participaron en la expedición de Vázquez de Coronado. Además de fray Marcos de Niza, venían fray Juan de Padilla, fray Antonio de Victoria, fray Luis de Escalona, fray Juan de la Cruz, fray Daniel y los hermanos Sebastián y Lucas. De fray Marcos de Niza ya se ha dicho bastante. Vino a Nuevo México con Coronado como provincial. Este buen fraile visionario había contemplado todas las cosas en su primer viaje a Nuevo México con los ojos iluminados por su deseo de la cosecha de almas que tan abundantemente podría recogerse en estas regiones. Pero cuando en compañía de los soldados volvió a visitar estos territorios, no se sintió seguro al oír a los soldados quejarse de la miseria del lugar diciendo que se les había engañado. Además, tantos viajes, privaciones y fatigas habían quebrantado mucho su salud. Sus contemporáneos dicen que, al llegar a Cíbola con Coronado, su cuerpo estaba como paralizado y su semblante era ya el de un viejo. Por el estado de salud determinó Coronado que volviese a la capital acompañando a Gallego, portador de la carta para el virrey. Fray Marcos siguió viviendo en México donde murió en 1558.

De fray Antonio de Victoria no hay relación alguna que dé completa luz. Parece que ya, al salir de Culiacán sufrió un accidente y se rompió una pierna. ¿Se quedó sin ir a Nuevo México? Parece que no, pues hay indicios de que durante la expedición, hizo las veces de capellán castrense y tomó parte en los consejos de guerra. No se sabe, sin embargo, nada más de él.

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Fray Luis de Escalona se quedó en el pueblo de Cicuique. Coronado le dejó cabras y carneros que podrían servirle durante su soledad para alimento propio y de los neófitos bajo su cuidado. El cronista Mota Padilla dice:

«Fray Luis se mantenía en una choza por celda o cueva en donde le ministraban los indios con un poco de atole, tortillas y frijoles, el limitado sustento y no se supo de su muerte; sí quedó entre cuantos le conocieron la memoria de su perfecta vida».



Como conjetura nada más, el cronista Castañeda que hizo la relación de la expedición de Coronado, dice, que siendo fray Luis un hombre de buena y santa vida, Nuestro Señor lo protegió y le concedió su gracia para convertir algunas gentes. Realmente no se conoce el fin que tuvo, perdido entre sus hijos los nuevos cristianos de Nuevo México.

Poco se sabe también de fray Juan de la Cruz. Según el cronista Mendieta:

«Del siervo de Dios fray Juan de la Cruz no se supo otra cosa más que quedó solo en aquel pueblo de Tíguex para enseñar a los indios las cosas de nuestra fe y vida cristiana, de que ellos holgaron mucho, y en señal de regocijo lo tomaron en brazos y hicieron otras demostraciones de contento. Entiéndose moriría mártir. Era religioso muy observante y de aprobada vida y por ello muy respetado de todos; tanto que el capitán Francisco Vázquez Coronado tenía mandado a sus soldados se destocasen cuando oyesen el nombre de fray Juan de la Cruz».



Del padre Padilla, protomártir de los Estados Unidos, sí se conoce bastante.

Fray Juan era originario de Andalucía en España. Abrazó de joven la carrera de las armas, pero luego determinó hacerse fraile franciscano y, ya como tal, vino a México donde fungió como guardián en los conventos de Tulancingo y, más tarde, en Zapotlán. En ambos lugares trabajó como misionero de los indios.

Enlistado en la expedición de Nuevo México, quiso llevar consigo a sus dos pupilos, Lucas y Sebastián, de quienes es justo hacer aquí mención.

Al tiempo en que, a raíz de la conquista de Tenochtitlán, invadieron los españoles el reinado de Michoacán, creían de ellos los indios que eran caníbales y que, como dioses que se les suponía ser, recibían sacrificios humanos.

Asustados por las crueldades del conquistador de ese reino, un par de indios quisieron propiciarlos entregando a sus dos pequeños hijos y pretendieron llevárselos a los franciscanos como sacrificio. Pero los muchachos corrieron a esconderse en la sierra.

Compadecidos los frailes de la suerte de los fugitivos y deseando crearlos en la fe, mandaron seguirlos y al fin lograron encontrarlos. Se los ganaron con amor, los recibieron en el convento donde les enseñaron a leer, los instruyeron en la fe cristiana, los   —37→   hicieron catequistas y, más tarde, permitieron que, como hermanos donados, les ayudaran en la predicación.

No se sabe si el padre Padilla fue uno de aquellos franciscanos que recogieron a los muchachos desde el principio, pero ya para 1539, Lucas y Sebastián -que tales fueron los nombres que recibieron los dos muchachos al bautizarse- estaban viviendo con el padre Padilla en el monasterio de Zapotlán y quisieron tomar parte con él en la expedición.

Con estos muchachos emprendió fray Juan de Padilla en 1542 su viaje de regreso a Kansas, llevando lo que Coronado quiso dejarle para su servicio: un caballo, unas mulas, un pequeño rebaño de ovejas, ornamentos de iglesia, rescates y otras cosas de utilidad. Un soldado portugués llamado Andreas da Campo quiso partir con él para su servicio.

Acompañado de los mismos indios wichitas que habían guiado el ejército de Coronado a Nuevo México, regresó fray Juan hasta el punto donde, ya en Kansas, había él mismo erigido una cruz y había hecho propósito de volver para predicar la fe cristiana.

Ahí se postró ante ella y dio gracias a Dios por haberle permitido regresar, se alegró de ver con cuanto amor habían cuidado los indios la cruz, adornándola y teniendo muy limpio el contorno y en seguida empezó su misión entre aquellos indios; como su apóstol y maestro.

Los encontró bien dispuestos y ansiosos de aprender, y eso lo llenaba de gozo, viendo la oportunidad que tenía de ofrecer tantos hijos a Dios y de ensanchar los dominios de la Iglesia. No contento con la misión que desempeñaba en Quivira, quiso visitar las comarcas circunvecinas y predicar el evangelio a otras tribus. Los de Wichita trataron de hacerle desistir de su empeño pues conocían la naturaleza belicosa de las hordas nómadas circunvecinas, pero el padre Padilla, acompañado de Andreas y de los dos hermanos donados, emprendió su camino hacia la tierra de guerra a varias millas de distancia de su misión. Los indios de ahí se quedaron muy afligidos pues ya habían llegado a amarlo como a su propio padre.

A más de un día de camino encontró a los bárbaros que venían hacia él en actitud de amenaza y rogó a Andreas que escapara con los dos hermanos, ya que él consideraba, por los gritos que daban los indios, que había llegado la hora de su martirio. Se puso de rodillas: ofreció su vida por las almas de esa tierra, dio gracias a Dios por concederle morir así y pronto empezó a sentir en sus carnes la lluvia de flechas que comenzaron a llover sobre su cuerpo.

Los dardos envenenados le hacían retorcerse de dolor y ya estaba el santo mártir tirado al suelo cuando los bárbaros, acercándose a él lo acabaron de matar. Luego echaron su cuerpo en una zanja y cubrieron su cadáver con piedras.

En recuerdo de este protomártir de la fe en la Nación Americana se erigió un monumento en Herington, Kansas.

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Andreas do Campo no pudo proteger a los hermanos, porque, según parece, éstos se escondieron para ver el fin del padre Padilla y por la noche salieron a enterrar su cuerpo. Andreas fue hecho cautivo y vivió diez meses en esclavitud, pero, como era bueno y amable con todos, se captó la veneración de las gentes que, por doquier le daban limosnas, alojamiento y comida. Más de cinco años duró en regresar a la ciudad de México.

Los hermanos donados Lucas y Sebastián dieron la vuelta por inmensos territorios de los Estados Unidos y de México. Mendieta dice que: «como la tierra es tan larga, llana y sin caminos, no atinaban a volver». Cruzando innumerables ríos y escalando altísimas montañas, caminaron también por cerca de cinco años hasta que, casi por un milagro, llegaron a la provincia de Pánuco. Se dice que tenían un perro que les cazaba las liebres y conejos que necesitaban para su alimento. Realizaron así, con su larga peregrinación, una epopeya semejante a la de Cabeza de Vaca.

Sebastián enfermó por causa de las privaciones de un viaje tan largo, y murió al poco tiempo de llegar a México. Lucas siguió de misionero y continuó su apostolado entre los indios salvajes del estado de Zacatecas. De él dice el historiador Mendieta:

«Hizo muchas entradas y de mucho fruto entre la gente infiel, de cuyas manos librolo el Señor y al cabo murió de enfermedad andando en la conquista de los chichimecos de Zacatecas».



El caso de estos soldados de la fe no era aislado. En esos siglos de fe y de aventura, otros hombres y mujeres (muchos de cuyos nombres nos serán siempre desconocidos) dieron testimonio de heroísmo en estas regiones.

Si hubo abusos y crímenes, también hubo ejemplos admirables de valor y de caridad a través de todo el continente americano.




ArribaAbajo- IX -

Exploración de California: Gali, Cermeño y Vizcaíno


Desde que, a raíz de la conquista de México, el barco que Hernán Cortés envió a las Filipinas comprobó la dificultad que había para hacer el viaje de regreso a causa de los vientos de este a oeste que soplan en el Pacífico, la navegación se había desviado hacia el norte sobre las costas del Japón y, luego hacia el sur costeando los litorales de la Baja California.

Los barcos no se acercaban a las costas de la Alta California y mucho menos tocaban sus puertos debido a no conocerse aún su topografía. Según pasaron los años se hacía urgente establecer puertos de refugio y de descanso para las «naves de la China» (también llamadas «galeones de Manila») que llegaban periódicamente a Acapulco cargadas de mercancía de la India, de la China o del Japón y que volvían llevando plata de México.

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Piratas franceses e ingleses habían empezado ya a hacerse amos del Pacífico, aterrorizando sus costas, incendiando y robando las ciudades. Además, la travesía desde el Oriente causaba serios estragos en la tripulación, privada, sobre todo en las últimas semanas de la larga travesía, de agua potable y de alimentos refrigerados. Era imperativo explorar, tierra adentro, las costas de California.

Después del descubrimiento de Cabrillo y Ferrelo, Francisco Gali, capitán de uno de los barcos que venían a Acapulco por la ruta del Japón dejó escrito en 1584:

«Entonces llegamos a las costas de la Nueva España a los 37° 30' pasando a lo largo de una tierra alta y hermosa con muchos árboles completamente sin nieve y cuatro millas adentro de la playa se hallan toda clase de raíces, hojas de árboles de las que hay gran variedad en el país del Japón, que se comen».



Otro viajero que regresaba de las Filipinas en 1595, el piloto Sebastián Rodríguez de Cermeño, recibió órdenes de hacer exploraciones sobre la costa, sin duda con objeto de hallar un buen puerto para los navíos de la China, pero de su exploración no se sabe más que «se perdió y dio a la costa con su viento travesía».

La costa de California era todavía en 1598 una tierra virgen. Había sido descubierta, pero necesitaba explorarse.

El explorador fue un comerciante español convertido en marino y comisionado por el virrey don Luis de Velasco para explorar el Golfo de California y establecer colonias, en la península. Pero el virrey murió a poco de firmar su contrato con Vizcaíno y el viaje tuvo que posponerse. Mas sólo por algún tiempo pues el conde de Monterrey que ocupó el cargo autorizó en 1596 la expedición.

Plantó el capitán Vizcaíno en el extremo sur de la Baja California una colonia con el nombre de La Paz y exploró muchas millas de la costa interior, pero, habiéndose encontrado con la oposición violenta de los indios y no llevando ni medios para pelear ni intención de hacerlo, volvió a México.

Interesado el virrey en la costa de la Alta California y animado con el éxito de la obra empezada por Vizcaíno, llevó el asunto al Concejo de Indias y obtuvo autorización para que Vizcaíno continuara la exploración de ambas Californias. La orden del rey se firmó el 17 de septiembre de 1599. Empezaron a hacerse los preparativos y, aunque la cédula real ordenaba el envío de un solo bajel, el virrey decidió mandar dos barcos y una fragata. Esto a causa de las dificultades del viaje y de la necesidad de una fuerza mayor para resistir los posibles ataques de los indígenas, según se había comprobado en el viaje anterior. Los barcos se llamaban San Diego y Santo Tomás y la fragata llevaba como patronos a Los Tres Reyes. Vizcaíno partió de Acapulco el día cinco de mayo de 1602.

El viaje fue largo -como todos los viajes de aquella época- y Vizcaíno no pudo anclar en la bahía de San Diego sino hasta el diez de noviembre.

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Tres misioneros carmelitas iban a bordo, fray Andrés de la Asunción, fray Tomás de Aquino y fray Antonio de la Ascensión. Este último fungía como ayudante del cosmógrafo y estaba a cargo de hacer los mapas. También se dedicó a llevar el diario de la expedición.

En un sitio de la costa -entre lo que es ahora la playa y Point Loma- se erigió una capilla provisional y ahí se celebró por primera vez en California el santo sacrificio de la Misa, probablemente el 12 de noviembre fiesta de San Diego de Alcalá. Por razón de la festividad del día, se bautizó el antiguo puerto de San Miguel con el nombre de San Diego.

Para encontrar agua potable se hicieron perforaciones en la tierra, pues había que dar de beber a los muchos enfermos de escorbuto que llevaban a bordo; muchos de los tripulantes habían muerto en el camino y otros seguían muriendo aún.

Pronto aparecieron los indios armados de arcos y flechas, quienes, ni agresivos ni miedosos, consintieron pronto en acercarse a recibir regalos.

De San Diego hacia el norte las experiencias de Vizcaíno fueron muy semejantes a las de Cabrillo y Ferrelo, pero, mientras que estos dos marinos habían tocado solamente los puertos del sur, Vizcaíno se dedicó a explorar toda la costa, desde San Diego hasta más allá del presente límite de California. Tocó la isla Catalina y la punta Concepción, dieron su nombre a la Sierra de Santa Lucía y más allá encontraron un río que, en honor de los misioneros carmelitas, bautizaron con el nombre de Río del Carmelo. El 16 de septiembre anclaba la expedición en el famoso puerto de la bahía que, en honor del virrey que había patrocinado la expedición, se denominó Monterrey. Ahí se erigió una nueva capilla provisional a la sombra de un roble donde nuevamente se celebró una misa15.

Todo hubiera sido felicidad y contento ese día, a no ser por los muchos enfermos que seguían a bordo y que necesitaban atención inmediata. Por lo que Vizcaíno ordenó que el barco Santo Tomás zarpara de vuelta para Acapulco. El 29 de diciembre salía fray Tomás de Aquino acompañando a treinta y siete tripulantes de los cuales veinticinco murieron en el camino o acabando de llegar a su destino. Sólo nueve sobrevivieron a la tragedia.

El resto de la expedición salió hacia el norte el tres de enero y el día 7 hicieron los vientos que se perdiera de vista la fragata Tres Reyes. Vizcaíno atracó frente al puerto de San Francisco pero no bajó a tierra; preocupado por la suerte del Tres Reyes siguió hacia el norte. Pasó el Cabo Mendocino y continuó subiendo sobre la costa del territorio que es ahora el estado de Oregón. Llegó al Cabo Blanco y pensó retroceder por la esperanza que todavía abrigaba de poder encontrar la fragata perdida; y así fue todo el camino hacia el sur, creyendo que el Tres Reyes habría naufragado.

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Contra lo que Vizcaíno pensaba, la fragata Tres Reyes iba adelante del San Diego, tripulada por hombres de voluntad férrea a quienes ni la enfermedad ni las tormentas hacían retroceder. Aunque no se sabe con seguridad el punto a donde llegaron, en la narración del padre Ascensión se dice que arribaron al estrecho de Anián que bien pudo ser o un estrecho imaginario, o la desembocadura de un río. Quizá alcanzaron a llegar hasta los límites de los estados de Washington y Oregón, donde la fuerte corriente del Columbia River les hizo pensar que se encontraban a la boca de un estrecho de mar. Habiendo llegado hasta el punto que les había marcado el virrey, determinaron detener su avance y regresar hacia el sur con la esperanza también de encontrar al San Diego.

Durante el camino los tripulantes iban muriendo uno tras otro. Entre las víctimas se contaron el capitán del navío Martín Aguilar y el piloto Antonio Flores. Sólo cinco hombres sobrevivieron.

El diez de febrero de 1603 desembarcaron los tripulantes del San Diego en el puerto de Navidad y el 26 del mismo mes llegaba al mismo puerto la fragata Tres Reyes.





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ArribaAbajoTercera parte:

La colonización de la Gran Florida



ArribaAbajo- X -

Intentos de colonización en La Florida: el padre Cáncer y sus compañeros


Hacia el año de 1547 llegaban al monasterio de Santo Domingo en la ciudad de México un misionero dominico, sabio y virtuoso, de enormes energías apostólicas y con gran experiencia en el trabajo misionero acumulada en muchos años de incesante labor misionera en varias regiones del continente. Se llamaba fray Luis Cáncer de Barbastro.

El padre Cáncer había nacido en la ciudad de Zaragoza en España y muy joven aún abrazó la vida religiosa, habiéndose determinado desde un principio a venir a la América como «misionero de paz» para contrarrestar los desastrosos efectos que la ambición y crueldad de los españoles había causado en todas partes, pero sobre todo en las Antillas.

Trabajó fray Luis primeramente en Puerto Rico y fue luego al monasterio de Santiago de Guatemala, donde, bajo la dirección del famoso fray Bartolomé de las Casas, aprendió varias lenguas indígenas.

El ilustre Las Casas iniciaba por entonces en Guatemala su gran experimento de convertir a los indios sin necesidad de conquistarlos. Había escogido como escenario de sus operaciones la provincia llamada Tuzutlán, una región casi inaccesible, habitada por una tribu indígena, sanguinaria y fiera, que había presentado una resistencia invencible a los conquistadores españoles. Se le había dado a esta región el nombre de Tierra de Guerra.

Fray Bartolomé escogió esta tierra inconquistable para poner en práctica su teoría de llevar a los indígenas la fe sin la espada, para lo cual obtuvo del gobernador la exclusión de todos los españoles de ese territorio por espacio de cinco años.

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Aunque los episodios de la aventura de Tuzutlán no corresponden a la colonización de La Florida, será, sin embargo, conveniente relatarla a grandes rasgos para saber en qué escuela aprendió fray Luis Cáncer el sistema de fray Bartolomé de las Casas y en qué lugar lo puso en práctica antes de pensar implantarlo en las costas de Norte-América.

Habiendo concluido su arreglo con el gobernador, el padre Las Casas, en unión de sus compañeros fray Rodrigo de Andrada, Pedro de Angulo y Luis Cáncer, pasó varios días en oración, ayuno y otras disciplinas espirituales. Se pusieron luego los misioneros a delinear los planes de su conquista espiritual y compusieron al efecto unas cancioncillas en el idioma de aquella tierra, contando la historia del cristianismo desde la creación del mundo hasta el nacimiento y muerte de Jesucristo.

Buscaron luego a unos mercaderes indios ya convertidos a la fe que solían ir a comerciar a la tierra de guerra y, con gran paciencia, les enseñaron de memoria la letra y la tonada de las canciones. A fines de agosto de 1537 los indios cristianos, ya bien aleccionados en lo que tenían que hacer, partieron a realizar sus mercaderías en Tuzutlán. Vendieron todas las chucherías que les habían dado los Padres -tijeras, espejos, campanillas y otras baratijas que eran de gran gusto y utilidad para los indígenas- y al fin del día pidieron un «teponaxtle» (tambor indígena) para acompañarse en sus canciones.

Los indios de Tuzutlán se encantaron de la manera tan agradable de cantar de los improvisados trovadores, pero sobre todo de las cosas tan interesantes que relataban. Oyeron en las melodiosas voces de los indios la historia de aquel grande y eterno Amor que rige el mundo y que se les brindaba ahora a ellos. A ellos que por tanto tiempo habían sido víctimas del insaciable apetito de dioses monstruosos que jamás cesaban de exigir humanos sacrificios; de dioses que sólo sabían regir con la fuerza y el miedo.

Ocho días duraron los indios mercaderes llevando a cabo su doble misión en Tuzutlán, repitiendo sin cesar las estrofas favoritas del auditorio, gozándose ellos en repetirlas una y muchas veces. Por fin los indios no pudieron menos de preguntar: «¿Dónde aprendisteis a cantar cosas tan bellas?» y «¿Quién nos podrá enseñar más de esas cosas tan extraordinarias que se relatan en vuestras canciones?»

«¿Dónde?» Los comerciantes conocían a unos hombres extraños, muy diferentes de los conquistadores, que no andaban tras del oro y la plata ni codiciaban las piedras preciosas de los indios. Hombres que pasaban todo el día predicando, enseñando, haciendo el bien y cantando melodiosas alabanzas al Dios de amor que ellos adoraban.

El terreno estaba ya bien preparado y, a ruego de los de Tuzutlán, el cacique -hombre valiente y respetado por todos- accedió a enviar a su hermano menor con una invitación a aquellos padres para que vinieran a su territorio y les hablaran de las cosas de su Dios. Mandó el cacique obsequios de frutos y flores a los misioneros.

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Los padres recibieron con agradecimiento los regalos y, después de conferenciar entre sí, decidieron que el padre Cáncer, que hablaba bien la lengua del lugar y que tenía mayor experiencia misionera, fuera a explorar y que más tarde irían los demás.

La entrada del padre Luis al territorio de Tuzutlán que era antes infranqueable y por muchos años fue el terror de los españoles, se convirtió en una marcha triunfal. Los indios habían levantado arcos de flores y tenían preparadas fiestas para celebrar su llegada. El cacique salió a recibir al misionero, le dio cómodo hospedaje, lo trató con gran respeto y ordenó que se construyera inmediatamente una iglesia para que cantara ahí las alabanzas de su Dios y vieran todos la forma en que ese Dios extranjero quería ser adorado.

Celebró el padre Luis la misa y todos quedaron sorprendidos al ver la sencillez, limpieza, y devoción del nuevo culto. El cacique pronto se hizo cristiano y con él todo su pueblo.

Al recibir noticias tan agradables, los otros misioneros subieron a la montaña y se unieron a fray Luis en la misión.

El experimento se había convertido, a lo menos por de pronto, en un éxito completo. Los españoles no acababan de creer lo que oían; la tierra de guerra se había convertido en una tierra pacífica y cristiana. Por eso es que de ahí en adelante todos le llamaron La Tierra de la Vera Paz.

El mismo conquistador don Pedro de Alvarado escribía al rey en noviembre de 1538 que pensaba ir a España para traer consigo muchos otros misioneros que continuaran y ensancharan la obra de fray Luis, y en su carta al rey rendía homenaje elocuente de admiración por el trabajo del futuro obispo Las Casas.

El triunfo de los métodos pacíficos de conversión se hizo sentir muy pronto en la corte de Madrid, de donde salió en 1590 un gran número de órdenes reales disponiendo que por toda la América se patrocinara el trabajo de los misioneros y que se considerara la obra apostólica como el medio más eficaz de atraer a los indios a la civilización europea y a la unidad de la fe.

¿Se había encontrado al fin la solución al viejo y angustioso problema? ¿Sería la cruz sin la espada la que realizara la pacificación de estos inmensos territorios y la que trajera a los indios la felicidad y la paz por tanto tiempo anhelada?

Desgraciadamente los acontecimientos que ocurrieron después vinieron a frustrar tan hermosas y risueñas esperanzas. La iglesia construida por el padre Cáncer fue incendiada por indios enemigos que declararon la guerra al cacique de Tuzutlán por el solo crimen de haberse hecho cristiano; los «papas» de las tribus circunvecinas atacaban a los cristianos y los amedrentaban con la venganza de sus dioses ofendidos; dos misioneros fueron asesinados y otro fue arrastrado hasta el templo del ídolo mayor y sacrificado ahí entre gritos y danzas de los salvajes; treinta indios cristianos corrieron la misiva suerte.   —45→   La tierra de La Vera Paz se convirtió pronto en tierra de una verdadera guerra y los misioneros supervivientes tuvieron que salir huyendo para evitar ser también ultrajados.

Los soldados se reían desde la ciudad de Guatemala, impedidos como se encontraban de inmiscuirse en el conflicto. Se exacerbaron las pasiones; Las Casas perdió el dominio de sí mismo y empezó a escribir una serie de cartas apasionadas contra las autoridades españolas y, al fin, éstas tuvieron que intervenir para restablecer el orden a fuerza armada y para sojuzgar toda esa región.

Hacia el año 1546 fray Luis, que como de milagro había escapado con vida después del fracaso de la Vera Paz, estaba ya de regreso en la ciudad de Guatemala de paso hacia México. En este último lugar se hospedó en el convento de Santo Domingo donde encontró un alma muy parecida a la suya, fray Gregorio de Beteta, que ardía también en deseos de poner en práctica el sistema de la predicación pacífica y con él empezó fray Luis a hacer planes para un viaje misionero a La Florida.

Ignorantes de la geografía de la América del Norte, trataron varias veces de ir por tierra a La Florida. Como después de mucho caminar y a pesar de que cada vez cambiaban de rumbo nunca lograron llegar allá, determinaron obtener del virrey Mendoza un barco sin armas. Así sí podrían llegar, por mar, a las tierras de su anhelada misión.

Dos frailes más -fray Juan García y fray Diego Tolosa- y un hermano donado por nombre Daniel se adhirieron a la expedición y a principios de 1549 los cinco misioneros salieron de Veracruz, en un barco sin cañones, pertrechos ni soldados, rumbo a La Florida.

Un barco, cinco frailes y una cruz ¿podrían realizar la conquista de una tierra que no habían podido llevar a cabo los más esforzados capitanes? ¿Sería «la cruz sin la espada» la solución que los reyes de España, los virreyes y tantas otras almas de buena voluntad buscaban anhelantes para beneficio de los indígenas de las Américas?

Navegaron con vientos favorables, llegaron pronto a las costas de La Florida, las vadearon, pero veían por todas partes a los indios en actitud amenazadora, por lo que siguieron adelante hasta llegar a un lugar donde el piloto dijo que podían anclar. Fray Luis, animado por el éxito originalmente obtenido en La Vera Paz, se había determinado a saltar a tierra, aun cuando se daba cuenta del grave peligro que corría. Bajó una lancha y acomodó en ella a sus dos compañeros fray Diego Tolosa y al hermano Daniel, dejando en el barco a los otros padres. Ya en la barca se enfrentó con otro dilema, ¿llevaría a tierra a los dos misioneros que le acompañaban exponiéndolos a un gran peligro? ¿O iría él solo?

El historiador Alfonso Trueba refiere la historia del martirio de estos misioneros en pocas palabras:

«Al fin tomó una heroica resolución. Iría él solo a tierra y cuando le quitasen la vida sin defenderse, comprenderían los indios que no buscaba guerra la gente que voluntariamente perdía la vida por Cristo y serviría su sangre de rastro para que   —46→   otros predicadores acabasen lo que con su muerte quería él comenzar. Hay pocos ejemplos en la historia de un heroísmo tan perfecto como éste».



A la vista del bajel y de la barca de donde bajaron los tres misioneros, los indios acudieron a la playa temerosos de que una nueva expedición de españoles viniera a quitarles sus mujeres y sus haciendas; ocultos entre árboles y matorrales esperaron el desembarque. Fray Luis acababa de desembarcar; venía solo y desarmado, pero los indios, escarmentados por los malos tratos que habían recibido antes y ardiendo en venganza, no sólo se echaron encima de fray Luis sino que capturaron la barca y llevaron a tierra a los otros dos frailes.

Al padre Cáncer le dieron un macanazo en la cabeza mientras él, de rodillas, decía Adjuva me, Domine Deus meus, que quiere decir Ayúdame, Señor Dios mío. Se lo llevaron a la colina que se levantaba tierra adentro y allí celebraron su muerte con fiestas y danzas. A los otros dos religiosos también los acribillaron a golpes.

Algunos indios quedaron en la playa esperando que bajara más gente del barco, pero éste había anclado muy lejos y no se alcanzaba a divisar desde ahí lo que sucedía en la playa. Pasó un día, pasó una semana y, según parece, pasaron ocho días más sin que los religiosos a bordo supieran lo que había ocurrido con sus compañeros. Entonces los dos padres decidieron saltar a tierra para indagar la suerte que habían corrido. Lo hicieron así, pero los indios que estaban escondidos cerca de la orilla saltaron sobre ellos, trataron de desnudarlos, y hubieran acabado con ellos a no habérsele ocurrido a fray Gregorio una estratagema. Les dijo que esas ropas que llevaba eran burdas y de poco valor; que si les permitían ir al barco ellos tenían allí otras cosas y ropas mejores que podrían darles. Con eso los dejaron salir los indios. Por supuesto que los marinos levaron ancla tan luego que hubieron llegado los misioneros.

Sin embargo, un hombre, remando a toda prisa en una canoa, salió tras de ellos; iba desnudo y con el cuerpo todo tatuado. Llegó a la nave y, asiéndose de un cable, empezó a escalar. Creyendo que era un indio que seguía a los misioneros los marinos trataron de matarlo, pero el pobre desnudo pidió misericordia diciendo: «Cristiano soy» y cuando hubo cobrado algún aliento hizo este relato:

«Yo me llamo Juan Muñoz y soy natural de Sevilla. En una armada que se perdió en esta costa escapé con vida y Dios por su misericordia ha querido conservármela catorce años que ha que vivo entre estos indios, cuya lengua sé muy bien, aunque con perjuicio de la castellana que tengo olvidada. Varias veces han querido quitarme la vida y aunque están muy quejosos de los españoles, ven que yo no les hago mal y me han dejado con ella. Cuando se divisó por esta tierra que venía un navío hubo rumor de tierra adentro y se apercibieron muy a punto de guerra; y yo, por ver si Dios me daba lugar como el que he tenido hoy me vine llegando a la mar, y quiso su misericordia que antes que yo descubriese la nao, viese el martirio de los tres padres que salieron de ella. Yo estaba escondido y oí una voz del primero que mataron y dijo muy recio: Adjuva me Domine Deus meus. En dándole en la cabeza, cayó al suelo, donde le acabaron y luego   —47→   a los otros dos padres. Al momento les cortaron las cabezas a todos los tres y las llevaron presentadas a un señor, gran cacique, que está tierra adentro, y bebe con los cascos de ellas en venganza de sus enemigos, que éste es el uso que dan a las cabezas y tanto las estiman, más cuanto son de gente más estimada. Yo me retiré tierra adentro, viendo el mal suceso y entendí de ellos más en particular lo que había pasado, hasta hoy que me esforzó Dios a venir en busca de cristianos para acabar la vida con ellos».






ArribaAbajo- XI -

Colonización de la gran Florida: La Florida, Georgia, Alabama, las Carolinas y Virginia


No era sólo el empeño de llevar la fe cristiana a las tierras del norte lo que movía a España a mandar allá a lo mejor de sus hijos. Había también motivos de orden político y económico. De México salían sin cesar barcos cargados de mercancías rumbo a puertos españoles y la ruta de las Bahamas -única entonces conocida- pasaba cerca de las costas de La Florida donde piratas ingleses y franceses habían hecho sus guaridas. Apresados por los corsarios, muchos de esos barcos habían terminado sus travesías, no en España a donde intentaban llegar, sino en Londres o en las costas de Francia; si no es que habían ido a dar al profundo del océano después de habérseles quitado su rico cargamento.

Inglaterra presentaba un peligro especial, pues tarde o temprano pretendería establecer alguna colonia en el Nuevo Mundo, como lo había intentado ya Francia y lo había llevado a efecto en las tierras del Canadá. Era, pues, imprescindible incorporar al virreinato de México todos esos vastos territorios que se conocían entonces con el nombre de La Florida16.

Era entonces virrey de México don Luis de Velasco, hombre de tanta energía y empuje como su antecesor, y consagrado en cuerpo y alma a la obra de colonización del norte de México. Por ese motivo las arcas del tesoro virreinal estaban exhaustas, pero había en la capital mexicana hombres de negocios, acaudalados y con ambiciones de gloria que podían llevar a cabo la   —48→   empresa usando fondos de su propio peculio. Tan luego, pues, como el virrey dio a conocer su intento de colonizar esa rica parte de su jurisdicción al norte del Golfo de México, muchos prohombres de la ciudad ofrecieron a llevar a cabo la empresa. De entre ellos se escogió a don Tristán de Luna y Arellano, subalterno de Coronado en la expedición de Nuevo México. Se le dieron como capitanes a seis soldados de la expedición de Hernando de Soto en 1539 y se pusieron a su disposición los mapas y documentos que se habían hecho y escrito en las expediciones anteriores. Don Tristán publicó un bando llamando voluntarios para colonizar y recibió tantas solicitudes que en sólo un mes contaba ya con mil quinientas personas entre las que había muchas mujeres y niños para poblar La Florida. La mayoría de estas personas era de origen mexicano.

El trece de julio de 1559 zarpó del puerto de Veracruz la flota de don Tristán formada por trece barcos bien surtidos de ropa, alimentos, semillas, ganado, útiles de labranza y de todo lo demás que pudiera necesitarse para el sostenimiento de la colonia.

Sin embargo, esta nueva expedición estaba destinada también al más completo fracaso, siendo nuevamente la furia de los ciclones la causa del desastre. Acabando de llegar a la bahía de Pensacola, se desencadenó un temporal de lluvias y de aires tan huracanados que apenas lograron desembarcar con vida los pasajeros. Ni alimentos ni semillas ni ninguna otra de las cosas que se guardaban en los barcos pudo ser llevada a tierra. Los vientos arrojaron las embarcaciones mar adentro con furia infernal mientras los aterrados colonizadores veían perderse en las aguas del océano todas sus esperanzas de sobrevivir.

Aquel enorme gentío empezó muy pronto a sufrir el aguijón del hambre. Querían sembrar, pero las semillas habían desaparecido en la tormenta. Determinaron ir tierra adentro buscando qué comer y llegaron a un poblado indio donde hallaron maíz y manioca; pero en un solo alimento se acabaron todas las provisiones del pueblo y nuevamente tuvieron que continuar su peregrinación, devorando cuanto encontraban a su paso y sólo remediando su necesidad con raíces de árboles, hojas, sabandijas o bellotas amargas. Más de un año anduvieron esas pobres gentes vagando por los pantanos y las marismas de La Florida. Muchos niños, mujeres y aún hombres murieron por inanición. Los supervivientes estaban enfermos o tan débiles que apenas podían mantenerse en pie. Por fin a mediados de noviembre de 1560 desembarcaba en la bahía de Pensacola el navío de don Ángel Villafaña cargado de bastimentos enviados por el virrey para su gente de La Florida.

Las condiciones en que se encontraban los supuestos colonizadores no eran propicias para que se continuara el proyecto, pero algunos de los más valerosos decidieron permanecer y explorar; otros prefirieron volver a México en seguida. Entre los que se quedaron estaba don Tristán que, por sentido de pundonor, se negaba a admitir el fracaso de su empresa y Villafaña que, acompañado de un indio de Florida exploró por varios meses las comarcas al norte, llegando hasta Axacán, o sea, el presente estado de Virginia. Todos se vieron obligados a abandonar La Florida, sin embargo, cuando, informado el virrey de México de las dificultades inherentes a la empresa, ordenó que todos volvieran a la capital. ¡Así quedaron frustrados, por la veleidad de los vientos floridanos, tantos gastos, trabajos, ilusiones y fatigas!

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Sería natural que, después de tantos fracasos sufridos en La Florida, el virrey de México y el rey de España desistieran de colonizar la península, pero precisamente entonces surgió una razón poderosísima para no abandonar aquellas tierras. Fue ésta la presencia de los franceses que; en 1562, establecieron un fuerte militar en la parte sur de lo que es hoy el estado de South Carolina, no lejos de la ruta de las Bahamas. El jefe de los franceses se llamaba Jean Ribaut.

El rey de España tomó la iniciativa en esta ocasión y nombró capitán de la empresa a un famoso soldado que había luchado anteriormente contra los piratas franceses. Su nombre era don Pedro Menéndez de Avilés. Dos millones de escudos costaría la acción militar y la colonización de La Florida, pero don Pedro era muy rico y, además, recibiría títulos nobiliarios y cargos de gobierno como recompensa de sus servicios y del capital que él mismo iba a invertir en la empresa.

Se reclutaron como oficiales los cien mejores soldados del reino, y los demás, en número de doscientos, eran hombres conocidos por su honradez y valentía. Irían a bordo también toda clase de artesanos: albañiles, carpinteros, herreros, barberos, agricultores, etc. De éstos, cuando menos doscientos deberían de estar casados. Diez sacerdotes jesuitas deberían figurar en la expedición. En el permiso de colonización dado por el rey se estipulaba también que fueran llevados a La Florida cien caballos y yeguas, doscientos borregos, cuatrocientos cerdos, cuatrocientos corderos, cabras, bueyes y cualquier otra clase de animales que fueran desconocidos en La Florida y que, a juicio del capitán resultaran de utilidad para los indios.

Don Pedro debería explorar toda la costa del Atlántico, desde el Golfo de México hasta el Canadá. Si encontrara en esa costa gentes de otras naciones o corsarios debería de arrojarlos de esas posesiones españolas, usando para ello la fuerza si lo juzgara necesario. Los naturales, en cambio, deberían ser tratados con respeto y consideración; no podrían ser obligados a trabajar contra su voluntad y debería pagárseles un justo salario por todos sus servicios.

La flota salió del puerto de Cádiz el veintinueve de junio de 1565. Después de tocar puertos en la Española y en la isla de Puerto Rico, llegó al Cabo Cañaveral el veinticinco de agosto y, como don Pedro llevaba órdenes de colonizar, se apresuró a buscar un lugar propicio para establecer una ciudad. El veintiocho de agosto -fiesta de San Agustín- encontró el lugar deseado junto a la desembocadura de un río. Ahí se empezó febrilmente a construir una iglesia, un fuerte y habitaciones para los colonos.

El ocho de septiembre se acabó la obra y se cantó una misa en acción de gracias, después de la cual se sirvió una opípara comida no sólo a los españoles sino también a los indios de la comarca. Esa ciudad fundada por los expedicionarios de Avilés es la actual Saint Agustine, Florida; la más antigua que existe hoy día en territorio de los Estados Unidos. Obedeciendo las órdenes del soberano español, indagó el capitán acerca de un fuerte francés que, según informes recibidos en España, se había erigido en las costas de La Florida. Supo entonces don Pedro que dicho fuerte se llamaba Carolina y se encontraba a no gran distancia de San Agustín. Además, que de Francia acababa de llegar un   —50→   poderoso refuerzo militar y que en esos días se hacían preparativos para atacar a los españoles.

En efecto, a mediados de septiembre salía el general Ribaut del Fuerte Carolina llevando consigo lo más selecto del ejército francés para arrojar a los españoles de San Agustín. La suerte le fue adversa, sin embargo, pues en el camino un recio vendaval destruyó parte de su flota y, cuando finalmente atacó a San Agustín, fue rechazado. En esos momentos enviaba Avilés dos barcos de su flota rumbo a La Habana a pedir refuerzos y Ribaut se alejó de la costa, siguiéndolos. Entonces Avilés se dirigió al Fuerte Carolina y, amparado por las sombras de la noche, lo atacó, lo tomó en sólo una hora y obtuvo, así, una victoria completa. Todos los franceses perecieron y el fuerte fue incendiado.

Cuando Ribaut vio que no le era posible dar alcance a los barcos que iban a Cuba, pensó regresar, pero su escuadra fue destrozada por un huracán y, cuando finalmente llegó a San Agustín, fue completamente derrotado, hecho prisionero y ejecutado con toda su gente. Avilés acabó así con la influencia francesa en La Florida, pero echó sobre sí una mancha que ni los siglos han podido borrar. Todavía, después de cuatrocientos años, se conoce ese lugar con el fatídico nombre de Las Matanzas17.

En América -dice el historiador Bolton- el nombre de Menéndez de Avilés ha quedado asociado en la imaginación popular únicamente con este episodio. Pero la expulsión de los franceses es sólo un incidente en una empresa que duró casi diez años, durante los cuales Menéndez probó ser un administrador capaz y de empuje, así como había sido un soldado valeroso. Menéndez era un soñador y tenía la visión de un brillante porvenir para La Florida. Él, con sus colonos, subiría por la costa del Atlántico, establecería ciudades en la bahía de Santa María (Chesapeak Bay) y llegaría la anhelado canal que, según la creencia de su tiempo, unía el Atlántico con el Pacífico. Todas esas comarcas pertenecían ya al virreinato de México y a España, pero sólo de derecho. Él haría que de hecho se incorporaran al enorme imperio que, partiendo del Atlántico, se extendería hasta incluir las islas que Legazpi acababa de conquistar para el virreinato de México en el Pacífico y que llevaba el nombre del señor Rey don Felipe Segundo.

En La Florida, Menéndez establecería una era de paz y de prosperidad económica porque la industria del gusano de seda, las minas, los yacimientos de perlas, las plantaciones de azúcar, los campos de trigo y arroz, las salinas, los bosques y todas las demás riquezas naturales, explotadas por los colonos, harían a La Florida «no sólo bastarse a sí misma, sino hacerse más rica que México o el Perú». (Bolton, Spanish Borderlines, p. 108).

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En menos de dos años el gobernador transformó La Florida, atrayéndose a los indios a su amistad y consiguiendo que ayudaran en la obra de colonización que él se había trazado. Estableció líneas de poblados entre Tampa y Santa Elena; organizó cuerpos de gobierno; impulsó la agricultura y echó las bases de un sistema de educación que pudiera más tarde beneficiar a todos los indios de la comarca. Envió exploradores hacia el norte por las tierras de Guale, y Axacán (Virginia). Pidió más colonos al rey de España y, de las Islas Canarias, llegaron más de mil colonos para ayudar en los trabajos agrícolas. Fortaleció las defensas militares de la península y trajo más misioneros que predicaran el evangelio.

El relativo progreso alcanzado durante el gobierno de Avilés se vio obstaculizado por multitud de enfermedades que asolaron la provincia, sobre todo el año 1567. En un solo mes murieron en San Agustín cien colonos españoles a causa de infecciones provocadas por las aguas impuras de los ríos, los innumerables mosquitos de los pantanos y, sobre todo, el frío. Los de ánimo más pusilánime se quejaban de la inclemencia del tiempo, de la falta de comodidades, de la sobra de trabajo y también se lamentaban de haber pensado alguna vez en venir a La Florida.

Más que otra cosa, sin embargo, la naturaleza belicosa de los indios de la costa oriental estorbó la marcha del progreso de la provincia y dificultó la obra evangelizadora. Eran esos indios sumamente agresivos; reacios a vivir juntos en poblados y dispuestos a caer de improviso sobre los pueblos de los españoles y de los indios pacíficos para robar, matar e incendiar sus habitaciones. Estos indios nómadas vagaban por las montañas y los bosques donde ni los colonos podían enseñarles a trabajar ni los misioneros hallaban medios de convertirlos. De cuando en cuando (especialmente al tiempo de las cosechas) llegaban tribus enteras y se sometían a la predicación de los frailes y a las costumbres de los europeos, pero, apenas se acababan o empezaban a escasear las provisiones, volvían a sus andanzas por las selvas y a sus prácticas paganas.

Con este modo de vivir nunca pudieron mezclarse las razas. A diferencia de lo que había ocurrido en el centro de México donde indios y españoles llegaron a formar un sólido y permanente mestizaje, en La Florida los colonos europeos siguieron por cientos de años segregados en sus poblaciones y los indios alejados, recelosos y muchas veces agresivos.

Los misioneros fueron en Florida, como en los demás territorios dominados por España, los protectores de los indios y sus mejores amigos. Menéndez de Avilés trajo de España a los jesuitas cuyo primer trabajo fue el de aprender las lenguas de los aborígenes. Casi todos ellos lograron hablar dos o tres dialectos con tal perfección que pronto pudieron conversar con los indios y predicar en sus lenguas. El hermano Domingo Augustín tradujo el catecismo a la lengua de Guale y el hermano Báez escribió una gramática, la primera que se escribió en territorio que es ahora el de los Estados Unidos. Medio siglo antes de que los ingleses establecieran su colonia en Virginia, ellos fundaron una misión en Axacán, en la margen oeste de la Bahía de Chesapeake y en otros lugares más hacia el norte. Exploraron territorios tierra adentro y anotaron en sus diarios cuantos lugares dignos de mención encontraban, haciendo así posible la formación de mapas geográficos de esas regiones. (Bolton, The Spanish Borderlines, p. 160).

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Pero en las costas del Atlántico del Norte (como quizá en ningún otro lugar de América) la suerte les fue adversa a los jesuitas. El padre Pedro Martínez, uno de los tres misioneros enviados por su general San Francisco de Borja, fue atacado en septiembre de 1566 por los indios salvajes, no lejos de la misión de San Mateo. Al verlos correr hacia él dando gritos estentóreos y con la ira reflejada en sus ojos, el buen padre cayó de rodillas, levantó las manos al cielo y pidió perdón por sus verdugos. Un indio entonces le dio un golpe tan fuerte con su clava que el mártir quedó instantáneamente muerto. El hermano Domingo Augustín murió también trágicamente. El superior, padre Juan Bautista de Segura fue muerto de un golpe de hacha en la cabeza, el padre Luis de Quiroz fue saeteado por un indio relapso y los dos hermanos donados Gabriel de Solís y Juan Bautista Méndez murieron también martirizados cruelmente por los salvajes. Alarmado entonces el general de la compañía de Jesús, dispuso que los jesuitas que quedaban en La Florida fueran a México donde el virrey los necesitaba como profesores en colegios de enseñanza superior. En España se habían distinguido los hijos de San Ignacio como educadores de la juventud y en México hacían falta colegios para los muchos jóvenes que ahí aspiraban a hacer estudios universitarios.

Salieron, pues, los jesuitas de La Florida en 1573 y para sustituirlos, llegaron entonces misioneros franciscanos quienes se encargaron de la obra misionera por más de dos siglos. Nueve religiosos de la Orden de San Francisco llegaron ese mismo año de 1537; otros en 1577 y doce más en 1593 con el superior fray Juan de Silva. Desde su monasterio de San Agustín se esparcieron esos nuevos trabajadores del evangelio y de la civilización por las costas del norte donde establecieron centros de cristianismo y de cultura. Hacia 1615 más de veinte centros misioneros trabajaban con los indios de La Florida, Georgia y las Carolinas. Desde el Río de Santa María hasta el Savannah y de éste hasta Santa Elena (Port Royal) había también institutos educativos en casi todos los poblados indios de esas regiones, dirigidos por los franciscanos y protegidos por los oficiales del gobierno, la mayoría de los cuales eran oriundos de México. Por el lado del Golfo se establecieron nueve florecientes misiones cerca de Tallahassee, además de las «visitas» o centros menores de enseñanza esparcidos desde la Isla Cumberland hasta Apalache. (Bannon, John Francis, Bolton and The Spanish Borderlands, p. 134. Dickerson, Donathan, Narrative of a Shipwreck in the Gulph of Florida. Spencer B. King, Jr. Georgia, Voices, A Documentary History to 1872 (Univ. of Georgia Press: Athens, 1966). «La historia de estas misiones franciscanas, a pesar de ser poco conocida, es una historia de sacrificio, celo y heroísmo, no menos interesante que la de los jesuitas en el Canadá o la de los franciscanos en California. Se puede leer aún en las ruinas, mudas pero elocuentes, esparcidas aquí y allá por toda la costa del Atlántico». (Bolton, The Spanish Borderlines, p. 160). Así escribió el bien documentado historiador Herbert Bolton.



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