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- II -

Seglares, capellanes y prelados



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ArribaAbajoI. Casa de don Daniel Egea

Don Amancio Espuch, sobrino del curioso cronista señor Espuch y Loriga, y heredero de sus virtudes y manuscritos, se pregunta muchas veces: «¿Cuándo principió a decírsele «Olivar de Nuestro Padre» a la heredad de don Daniel Egea?».

Don Amancio lo sabe, pero le agrada sumirse bajo las selvas de su erudición para después salir cogido de su misma mano a la vertiente de una consecuencia: «La heredad tomaría tan devoto título al mismo tiempo que el Profeta del Olivo fuera trocándose en Nuestro Padre. Es una conmovedora derivación toponímica; originándose el nombre de Oleza del antiguo olivar, recae definitivamente en el olivar la sal y la gracia del bautismo de uno de sus árboles».

Su dueño se enternecía escuchándolo, y se llamaba Daniel.

Bendecidas estaban sus tierras. No sosegaban los molinos de grano y de oliva. Don Amancio y don Cruz, canónigo penitenciario, que solían participar de la hidalga mesa, nunca dejaban de asomarse a las almazaras, y contemplándolas, y dando palmaditas en los dóciles hombros de su amigo, le decían con el Deuteronomio: «¡Bendito Aser entre todos; sea agradable a sus hermanos y bañe en aceite su planta!».

En aceite y en el río se bañaba la hacienda. La traspasaba el Segral, de aguas gordas y rojas, elevadas por azudas y recogidas por azarbes para regar las gradas de legumbres, morenas del mantillo, y las tierras calientes de los maizales, de los naranjos y cáñamos, tan espesos que escondieron la llegada de la facción de Lozano. En lo más hondo de la vera holgaban las vacas paridas. Se sumergían hasta la cuerna en la delicia del herbazal, azotándolo pausadamente con sus colas empastadas de estiércol. Huían los terneros revolviéndose de un brinco para arrancarse de la rabadilla el ascua de los tábanos. Los cerdos, que hozaban en la ciénaga, tenían que escapar volcándose y pisándose los pliegues de su vientre. Las polladas, las ocas, los pavos, se apretaban en los muladares y al sol de las aceñas, alargando despavoridamente los cuellos, quebrando el fino cristal del silencio con un descombro de cacareos y aletazos. Entonces, la vaca madre alzaba el hocico, verde de suco de pastura, y sonaba el aviso de prudencia de los cencerros; pero ya las crías se entraban en el agua; lo miraban todo graciosas y atónitas, y mordían la corriente con los labios, tendiendo una hebra de lumbre de baba, de leche y de río.

El secano, de viña, de cereal, de almendros y de los gloriosos olivares, era de un amplio término. Subía de margen en margen hasta las fitas de Los Serafines -heredamiento de la parroquia de San Daniel-, cogía a la redonda los tozales y barrancas de margas, y, bajando frente al cementerio, acababa con un seto de cactos y aromos en las afueras de Oleza, arrabal de la Judería, de tierras valladas, donde se expansionan los obradores de carros, de fraguas, de norias.

Dos pilares con cadena cerraban el tránsito del camino propio, un camino íntimo de olmos que iba dejando una vereda en cada bancal. A lo último se abría una plaza agrícola con cipreses de santuario, rinconadas foscas de mirtos, de leña y de malvas; allí estaban los aljibes, los abrevaderos resplandecientes de cal azulada entre un frescor de vides y calabaceras; las rubias bóvedas de los fenedales, y el casalicio de cantones tostados y rotos, de porches, accesorias, pasadizos y cercas de los establos, almazaras y bodegas, silos de almendra y de naranja, secaderos de higos y de ñoras, estufas de gusanos de la seda, viviendas de labradores, el horno, la troje y los lagares. El casal de los dueños quedó enclaustrado por los edificios de labor. Quedaban libres la solana de arcos lisos coronados de cuelgas de maíz, un balcón de balaustre eminente con bolas de cobre, y dos grandes rejas labradas como verjas de altar, con poyos de losas en los muros. Casi no se pasaba a ningún aposento sin gradilla o peldaño. Había muchas escaleras privadas por las que nadie subía ni bajaba; y todavía don Daniel quiso otra desde su escritorio a un ropero de arcones, donde se guardaban los rodillos de lienzo moreno, hilado por las mozas de sus abuelas, noventa y seis varas de damasco de la «granada», zafras, orzas, moldes de cuajar confituras, libros viejos y el casaquín de brigadier de los ejércitos carlistas de un hermano del padre, muy valido de don Carlos María Isidro.

Paulina, la única hija de don Daniel, y Jimena, la brava mayordoma, rechazaron el intento de otra escalera de servicio que tampoco serviría para nada. Les bastaba el entresuelo, y aun era tan grande que les llegaban ráfagas de miedo de arriba, de las salas altas cerradas, de los desnudos dormitorios en cuyos lechos de dosel agonizaron los caballeros enlutados, las damas de senos de albayalde, los niños descoloridos que miraban las soledades desde los óvalos grietosos, desde los marfiles de las miniaturas; arriba estaba el miedo del crepitar de las consolas y cómodas, anchas y tristes como túmulos, de los espejos helados, de las urnas con imágenes lívidas; el miedo de la sensación del propio suspirar, y el miedo pavoroso al miedo...

Encima de los últimos sobrados, levantó el brigadier Egea su estudio de astrólogo dejando a la sombra el cuadrante de sol. Del observatorio quedaba un trípode, un atril y un sillón de velludo, donde el apacible faccioso esperaba dormido el tránsito de las celestiales maravillas.

Sospechaba Paulina que toda la astronomía de su tío no fuese sino el prurito hereditario de otra escalera interior retorcida como un pilar salomónico. Reprendíala el padre por tanta irreverencia; pero seguía contando del remoto horizonte de su casa para que la hija lo fuese poblando con su voz. Llegó a pasmarse de haber podido vivir en aquel tiempo sin ella, cuando ahora dejaba el coloquio de sus amistades, la recreación de su herbario, todo, hasta sus oraciones, para buscar a esta criatura y verla y oírla como necesitado de una sensación de presencia y de realidad de hija.

Don Cruz le advirtió que amándola de ese modo se forjaba un padecer y casi se tentaba a Dios.

Espantose el padre. Tuvo que confesar que casi no lo hacía a sabiendas. Muchas veces no sabemos que sentimos sed hasta que estamos bebiendo el agua riquísima. Pues ni más ni menos le pasaba con su ansiedad de hija.

-...Sin ella me hubiese ya muerto, porque, francamente, no me hacía falta vivir ni a mí mismo. ¿Qué haría yo? No haría nada. ¡Un viudo a secas! Pues, si estoy mucho tiempo solo, hay alguien que me lo dice, y me asusto de sentirlo.

Pero es que, además, la hija perpetuaba a la madre muerta.

Era una palpitación de generosidades. Su risa, su palabra, la gracia de su paso, toda vibraba en un latido. Así fue la madre: siempre animadora, exaltada por la felicidad de lo sencillo, como si cada día se le ofreciesen las cosas en una pureza de recién nacidas; y murió de sufrimiento. Había sufrido por todos. El esposo la trajo a la quietud de su amor y de su abundancia, y ella se extinguió dando en vómitos la sangre de su pecho, la sangre de su casa desaparecida.

Don Daniel renovó y selló la estirpe con su salud de hombre venturoso y sin pecado; sin pecado y sin fuerza para resistir a solas ningún pesar ni júbilo. Había de menester otra vida para verse mitigadamente en ella. Antes fue la de la esposa; después, se trasubstanciaron sus emociones en el espíritu y en la carne de la hija. En cambio, por una rara óptica interior miraba como suyos los ajenos ímpetus y bizarrías. Fácil al asombro por todo lo que creía extraordinario, se lo incorporaba hasta revivirlo episódicamente.

-¡He aquí otro riesgo de usted! -le avisaba el canónigo-. Apártese y conténgase en sí mismo, y le sobra. ¡Con el nombre que usted lleva! ¡Cuánta gloria y enseñanza puede depararle! ¡Nunca olvide que se llama usted Daniel!

-¡Qué he de olvidarme, don Cruz!

-¡Daniel, el que participó de las excelsitudes de los príncipes y pasó victoriosamente sobre todas las adversidades; el que alumbró los más escondidos misterios de los sueños y visiones de Nabucodonosor y reveló el terrible sentido de la escritura aparecida a Baltasar, porque era diez veces más sabio que los adivinos caldeos!...

-¿Diez veces?

-Sí, señor; diez veces. ¡Por algo evitan algunas conciencias los ojos de la santísima imagen! ¡Daniel, el que midió el tiempo en que habían de cumplirse las profecías; de modo que fue el profeta de los profetas!...

-¡Pero, entonces, mi Santo es uno de los más importantes!...

Don Cruz le perdonaba.

-¡Daniel: mi valedor es Dios. Recuerde cuando lo arrojaron al foso de los leones hambrientos, y los leones se le humillaron lamiéndole!

-¡Es que es verdad! ¡Daniel! ¡Se llamaba como yo, Dios mío! -y el señor Egea cruzaba valerosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leones, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de terciopelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima del hidalgo, y dueña de un obrador de chocolates y cirios de la calle de la Verónica.




ArribaAbajoII. El Padre Bellod y don Amancio

Ordenado de Epístola, tuvo viruelas el padre Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa. Alcanzó la dispensa: Quoties missam celebraverit, tabellam canonis in medio altaris debet habere. De carne áspera y espíritu rígido y vigilante, mereció pronto el gobierno de una parroquia, y le encomendaron la de San Bartolomé, iglesia románica, tenebrosa como una catacumba, con suelo de costras de lápidas de enterramientos.

Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros. Tanta virtud movería a llamarle padre Bellod, como si perteneciese al claustro. Su confesonario hacía estremecer los más limpios corazones femeninos. Siempre contaba el júbilo de arcángel que sintió San Antonio cuando supo que su hermana y las cuatrocientas mujeres que la seguían conservaron la virginidad venciendo grandes peligros y tentaciones. Recordaba también que, en los primeros siglos del cristianismo, las vírgenes consagradas al Señor constituyen la aristocracia de la comunidad de los fieles. Se las menciona especialmente en las plegarias. Tienen asiento privado en las basílicas. Todos las reverencian, y las austeras matronas no salen del recinto sin besarlas. Los epitafios de sus sepulcros proclaman con elogio el título de su doncellez. Y de seguro que en los cielos resplandecen con deliciosas luces de hermosura... Y el padre Bellod veíase en las gradas celestiales rodeado de sus hijas de confesión, todas vírgenes, todas de blanco como un jardín de lirios.

Ellas no osaban rebelarse, pero tampoco se avenían a prometerle la gloria de sus ansias. ¡El rayo de la cólera verbal de Tertuliano se encendía en la lengua del indomable justo pensando en las «indignidades del matrimonio», y viendo que sus criaturas no se amaban a sí mismas hasta el propósito de la continencia! De la abrasada Mauritania respondieron las vírgenes más principales al llamamiento del santo obispo de Milán pidiéndole el velo de esposas del Señor. ¡Y en Oleza, en Oleza!... ¡Y, después de todo, qué convites de galanía les deparaba Oleza si casi toda la juventud iba afeitada, y con alzacuello y pecherín negro de seminarista!

Era verdad; Oleza criaba capellanes, como Altea marinos, y Jijona turroneros.

Celebraba el padre Bellod la misa de alba. Desde su aposento rectoral pasaba al vestuario, alumbrándose con un libro de cerilla. Delante le corrían las sombras horrendas de imágenes y argadillos arrumbados, de ciriales, de atriles, de mangas, de cruces, del monstruo del aguamanil, de un bonete roto colgado del añalejo. Por las tarimas, por los esterones, entre las losas de las tumbas huían las ratas húmedas, velludas. El cojín de los bancos del presbiterio, un fuelle del armónium del altar de Santa Cecilia, y el tirso de azucenas de San Luis Gonzaga estaban casi devorados por las inmundas bestezuelas que, según dictamen del arquitecto diocesano, emigraban de los albañales de la residencia de los Franciscos.

El párroco porfió con la Comunidad. Llegó a odiarla. Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas más que por los siglos; en cambio, aquellos religiosos no recibían ningún daño; lo confesaban humildemente como un don inmerecido. El padre Bellod puso ratoneras en las hornacinas, en las sepulturas, en los antipendios, en la escalera del órgano y de la torre. Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían tendido, contemplando las ratas que brincaban mordiendo los alambres de sus cepos. El padre Bellod descogía un buen trozo del libro de candela, y con certero pulso iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas. La sagrada quietud parecía rajarse de estridores y chillidos agudos. El padre Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco. Pero comenzaba a gemir la cancela; venía más gente; ya no era posible esperar; y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico.

Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como de peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose con el pulgar las gotas de sangre que le caían por el duro collarín. Acabado su aliño, tomaba de un arca seis panes, y con la misma navaja los iba rebanando para socorrer a sus mendigos.

No fumaba; no tenía olfato, y el mejor manjar y gollería para su gusto eran los salazones, principalmente el cecial y cecial de melva.

En las comidas comentaba el martirio de algún santo, casi siempre de santa doncella; y dado gracias, salía con la familia eclesiástica al huerto parroquial, huerto rudo, de higueras, de malvas, de geranios y sol, con andas viejas, hacheros, tarimas de túmulos y escalinatas del monumento junto a los vallados, y gatos flacos dormidos en la balsa de una noria inmóvil.

Allí jugaban al marro y a pelota los clérigos de San Bartolomé, produciendo un estrépito de alpargatas, que era para el padre Bellod una evocación de la simplicidad y pobreza de los primitivos cristianos.

Las tardes de fiesta los sacaba a la masía de Los Serafines, heredada por la iglesia de San Daniel, cuyo párroco, más amigo de tertulias de estrado que de solaces agrestes -y ahora ya enfermo y recogido en la molicie de su sala-, dejaba generosamente que la hacienda de Nuestro Padre fuese lugar de recreación y de jiras de toda la clerecía olecense.

Vanagloriábase el padre Bellod de establecer un paralelismo entre la disciplina de sus vicarios y la crianza guerrera de Roma. El oficio de las legiones era el de luchar y triunfar. Para cumplirlo, Roma impone a sus soldados una vida esforzada. Les obliga a marchas rápidas y penosas, a caminar veinticuatro millas en cinco horas soportando armas de doble peso y fardeles de equipaje que no han de menester. Con ellos saltan fosos, escalan setos y muros, bregan y hacen ejercicios de espada, de arco, de jabalina y pica, y después se bañan en el Tíber. En la guerra contra Mitrídates los legionarios piden el combate como una gracia que les libre de la faena del campamento.

En las barbecheras de Los Serafines corrían los de San Bartolomé y se arrojaban terrones hasta quedar trasijados. El padre Bellod, arregazándose el hábito con una soga, y antecogiendo un destral o un legón, partía leña del yermo o mondaba las acequias. Sus vicarios tenían que imitarle. El padre Bellod se bañaba en el río, y ellos también. Merendaban pan de cebada, y por companaje queso duro de oveja o naranjas de las caídas en los alcorques. Finalmente habían de cargar sobre sus hombros los costalillos de breñal cortado, y si se mostraban quejosos, revolvíase el padre Bellod con textos patrísticos y no paraba de decir de los que ahorran fuerzas para el pecado o de los que ya no las tienen porque se las devoró el pecado. El oficio de las legiones de Cristo no era otro que el de triunfar de la tentación. Y los coadjutores de San Bartolomé llegaban a desear la muerte que les redimiese de la disciplina de su párroco. En las afueras les salían los mendigos y les tomaban la leña, y junta la de muchas tardes la traían a los hornos, y con los dineros que les daban tenían para un pichel de aloque.

Murió el atildado rector de Nuestro Padre, y la husma del precioso cargo removió los apetitos de la diócesis. Hubo en palacio rebullicio de sayas y mantos, de levitas y gabanes que dejaban un rancio olor. Todo Oleza venía a pedir el nombramiento de sus favoritos, y ningún pretendiente lo alcanzaba. La gracia fue en busca del padre Bellod, que estaba enjalbegando las paredes de su corral. Suele repetirse este episodio del hombre a quien sorprende la gloria en el momento de andar afanado en humildes servicios, y casi siempre -nos dice la Historia- estas exaltaciones, más que al ungido, halagan y regocijan a sus deudos y familiares. Así se cumplió en los clérigos, sacristanes, fámulos y chicos misarios de San Bartolomé que, sabiendo la mejorada salida de su párroco, se olvidaron de su yugo y brincaban y gritaban muy gozosos mientras él les hincaba su pupila fosfórica, la pupila que traspasó la agonía de las ratas de su iglesia.

La ciudad comentaba pasmadamente el ascenso del padre Bellod. No atinaba los motivos. El Círculo de Labradores, verdadero casal de juntas del carlismo, enramó su puerta y colgó las ventanas. Su secretario, don Amancio Espuch, había dicho que el «señor» seguía ganando batallas desde el destierro. Consultose la frase reveladora a don Cruz, y el canónigo no pudo desmentirla.

Era indudable que el obispo favorecía la «buena causa». Y una comisión del Círculo y de feligreses de Nuestro Padre llevó a Palacio la gratitud de todos.

Apacentaba entonces el rebaño olecense un varón cordobés de magnífica presencia y de genio comunicativo. Visitaba a las familias acomodadas, presentándose con dulleta y bastón de concha, de puño de filigrana y piedras finas. Entraba en los monasterios gritando: «¡Ah de mis monjas! ¡Ah de mis monjas!». Y todas acudían, estremecidas de confusión, bendiciendo las muchas maneras de santidad que puede haber en este mundo. Salía a caballo por los huertos y olivares con la majeza de un prócer andaluz por sus cortijos, hasta que el señor arzobispo lo supo y le aconsejó que no siendo abrupta la diócesis, como no lo era, podía ir en coche, y coche de mulas; y ya el prelado tuvo que servirse de un faetón enorme y negro, de hechura de arca con estribo de empanadilla. Pero tanto ahogo le daba, que mejor quiso engordar en la quietud de su casona. Trasladaba galanamente al romance idilios y églogas de los bucólicos latinos, y los leía a las doncellas olecenses que iban a pasar la tarde y el rosario con la hermana y las sobrinas de Su Ilustrísima. Rezado el Ángelus se apagaban las salas, y el buen Ipandro de Oleza quedábase conciliando, como algunos grandes santos, los autores gentiles con las Escrituras y la Teología.

Cuando supo que le esperaban los enviados de la parroquial de San Daniel, y que era visita de gracias por el nombramiento del padre Bellod, se regocijó mucho. La temió de pesadumbre y de rebeldía contra los rigores y tosquedad del nuevo párroco. Lo había escogido para reprimir las relajaciones de los de San Daniel, y si esto no fuere posible -pensó el señor obispo-, al menos que los de San Bartolomé descansen de ese hombre... ¡Y he aquí que acertaba para bien de todos! ¡Pues gloria a Dios!... Sentose en su butaca de felpa roja y fue rodeándole la comisión de feligreses, presidida por don Amancio Espuch.

Estuvo conversando de humanidades con don Amancio, recién licenciado en ambos Derechos y director propietario de El Clamor de la Verdad, que se publicaba casi todos los domingos, y donde envolvía su nombre con el manto del pseudónimo de Carolus Alba-Longa. Era el señor Espuch casi joven, y estaba ya calvo, seco y rendido de hombros; era célibe, y parecía viudo.

Después de un curioso diálogo, Alba-Longa comenzó la lectura del mensaje de gratitud, de una elegancia verdaderamente latina.

Escuchábale el prelado haciendo un leve cabeceo, y de repente se torció todo convulso, le crujieron las vértebras y exhaló un ronquido...

La perlesía había dejado huérfana a la diócesis olecense.

Atribúyese también la muerte de Su Ilustrísima a las grasas que se le pararon en el corazón.

El Clamor de la Verdad publicó, con orla de luto, todo el documento de don Amancio.




ArribaAbajoIII. El casamiento de doña Corazón y una conocida anécdota del marido

Todavía muy joven doña Corazón, estuvo enamorada de don Daniel; pero le amó tan recatadamente que el hidalgo no lo supo, y la buscaba para decirle sus anhelos por la que fue su esposa. Logró su bien el distraído caballero, y sintiose obligado a mediar en los amores de ella, porque de seguro que su prima tenía alguna pena de amor. Eso sí que lo adivinaba el venturoso, y pomposamente se dijo: «Averigüemos ahora quién es el amado». Y se iba volviendo en torno de las amistades de la casa, y no le veía no viéndose a sí mismo.

Se lo preguntó a la resignada virgen.

Doña Corazón, muy blanca, con los ojos en tierra, le negaba sus dolores, y don Daniel estuvo a punto de creerlo, porque la pobre criatura no se había sonrojado, y el rubor era para su primo la callada confidencia de las mujeres.

Las pesquisas de don Daniel siguieron otros rumbos. «¿No está el galán entre los amigos familiares? Pues veamos si hay algún cortejador entre los extraños».

Y lo había: un capitán recién llegado de Manila, pendenciero, raído de deudas y vicios, que buscó el descanso y los ahorros de un tío suyo, canónigo de Oleza. Reparó en las tranquilas gracias de la doncella, en la mansedumbre, en los dineros y en la cerería de los padres de Corazón, y la quiso.

Lo supo don Daniel y sonrió, imaginándolo todo. Ese Motos -los Motos nunca fueron tan ecuánimes como los Egea-, sabedor de la rota juventud del capitán, impide los amores de la hija. Claro que cumple como buen padre; pero padres tan tercos acaban por malograr bodas felices; un arrepentimiento, y un arrepentimiento por enamorado, ha de ser para la novia la dicha de más fineza y el mérito del que con más dulzura puede vanagloriarse. Y don Daniel se incorporó toda la noble emoción de un arrepentido... Aquí encajaban los sutiles oficios de pariente autorizado y señor de mayorazgo. En seguida llamo al capitán pidiéndole promesa de enmendarse, y él se la dio jurándola por la cruz de su espada. Corrió el medianero a la cerería, donde tuvo un grave coloquio con sus dueños. Lloró la hija; resistieron los padres; porfió don Daniel. Vino el capitán y les fue ganando con su charla de aventurero. Acudió también el tío prebendado que expuso su doctrina -doctrina que más tarde ha de verter desde su estalo de deán y vicario capitular-, y que cifró de este modo: «Las cosas son según son. Aparte de que Oleza no es Manila, fondeando mi sobrino en el refugio de una cristiana familia, puede, sin dejar de ser lo que es, dejar de ser lo que fue».

Don Daniel aplaudió muy gozoso; y Corazón, medrosa de que se le desbordara su escondido infortunio, sometió su voluntad a la de su primo. Así creía dársele en servidumbre, ya que no podía rendírsele de otra manera honesta. Después el tiempo, la blandura y mocedad de la cuitada, y el encanto de las galas militares, tan resplandecientes entre las ropas lisas y obscuras de la varonía de Oleza, lograron lo demás. Lo demás fue que hubo casamiento, y, a poco, pidió el marido su retiro de soldado, y en el ocio y holgura reverdecían todos sus resabios y siniestros.

Ocultó la malmaridada su desdicha tan firmemente como su antiguo amor; y don Daniel, viéndola siempre mustia, se decía: «¡Hay mujeres que nada las contenta! Todo se les vuelve fantasmas y antojos. ¡Pues que el Señor no se canse y la castigue!».

Y le daba muchos consejos.

Pasaba el esposo los días en los figones y ventas con trajinantes y mozas del partido; y algunas tardes, porque se le viese entre gentes honradas, iba a la tertulia del Miseria, veterano faccioso, mercader de harinas, de cereales, de alcamonías y especias; ingenio de brujo, que con dos libras de azafrán de Novelda y de Villalgordo del Júcar, y lo demás de alazor teñido, henchía un saco arrobero. Eran fraudes muy celebrados de sus amistades, porque ese azafrán apócrifo lo mercaban los ingleses para revenderlo a los abominables cultos de la India.

En la tienda de Miseria fumaban y pellizcaban sus tabaqueras de hueso y de sándalo algunos hidalgos devotos de la «buena causa»; allí conversaban de don Carlos María Isidro, de las primeras jornadas y proezas del carlismo, y allí el ex capitán las calificaba como técnico y refería las suyas en el remoto archipiélago que le devoró casi toda su vida militar, mal pagada por el ruin Gobierno de la reina.

Un abuelo desdentado le contó la muerte del conde de España: él le puso su pie encima del pecho, y recordaba que se le salía el dedo gordal de la alpargata, mientras Baltá y el bachiller Masiá le estrangularon con una cuerda de cáñamo, y Solana y Morera le golpeaban con varas desde la nuca hasta la frente.

Todo lo iba explicando con vocecita resbaladiza y blanda, y a veces había de pararse como si se hubiese engullido la lengua.

-¿Tardaría en morir el señor conde? -le preguntó el especiero, que tuvo siempre mucha crianza para mentar la nobleza.

-De tardar, sí que tardó. Vivo aún le quité las dos reliquias que llevaba en el seno. ¡Y este dedo gordo sintió cómo se le iba parando el corazón, pero que del reconcomio se le encalabrinaba hasta lo último, y yo se lo hinqué cuanto pude! A luego derribamos el cadáver por los puentes del Segre.

Todos le contemplaban el pie, adivinándole el dedo heroico bajo la alpargata lugareña.

Acertó a oírle el médico don Vicente Grifol, que salía de curar una postema a la mujer del Miseria. Era un solterón chiquitín, pulcro, rasurado. Todas las tardes pasaba por la calle de la Verónica; quedábase mirando el taller de los Motos, y daba un suspiro y un golpecito de bastón en la misma piedra.

Aguardó Grifol que el antiguo faccioso se sorbiese otra vez la lengua, y entonces le dijo:

-Hay quien le mira con asombro ese dedo del pie que pisó el último latido de una agonía. Ya sé: la agonía de un hombre inicuo que bailaba delante de los ajusticiados inocentes. No importa. Yo suelo mirarme las manos cuando recogen las angustias de un corazón moribundo, y siempre, siempre me parecen mis manos torpes y duras.

Y advirtiendo una mueca de fisga en el ex capitán, le preguntó un poco perplejo:

-Vamos a ver: ¿de qué se burla el gran capitán?

Alborotose el de Manila, gritándole con toda su jactancia de bravo de burdel:

-¡Me burlo de sus manos, y no le pongo las mías encima por no sentir esa angustia que usted dice, pero del corazón de un cobarde!

Cundió el espanto; alzaron todos su voz queriendo avenirles. Y don Vicente saliose con mucho sosiego, acariciando el puño de marfil de su bastoncito. Desde el portal seguía injuriándole la risa villanesca del soldado. Miseria y los amigos acudieron a reprimir su bulla, y elogiaron la prudencia del ofendido, que desapareció en la «Botica de San Daniel». Creyéronle enfermo del sofoco; pero vieron que volvía con su bastoncito debajo del brazo y mirándose el hueco de las manos.

Nadie intentó contener al buen hombre, no entendiendo su vuelta y su calma. Y el médico entró y se puso delante del ex capitán, diciéndole:

-Vamos a ver: usted me ha llamado cobarde...

Mediaron los demás, dándolo todo a la chanza. ¡Quién pensaba ya en eso! Don Vicente les fue apartando.

-Lo piensan ustedes, y lo pienso yo. Aguárdense. Usted me llamó cobarde: ¿no es verdad? Pues dicen que no hay miedo como el de la muerte. Vamos a ver: aquí traigo la muerte; aquí la tenemos, muy quietecita, dentro de estas dos píldoras; es decir: dentro de una de estas dos píldoras que parecen iguales. Iguales, pero la una mata, y la otra no. Escoja usted; y la que se deje, me la tragaré yo. ¡Vamos a ver!

-¡Ahora salimos con esas antiguallas! -y el rufo escupió al lado de don Vicente, que, impasible, le repitió el mandato:

-¡No hay sino tragarse una píldora, la que usted quiera, o el cobarde es usted!

Todos los gritos de afrenta de truhan y fullero, los restalló el héroe de Manila sobre la faz pulida del señor Grifol.

Les apartaban los contertulios, azorados y compungidos. Y Miseria pudo llevarse al médico junto a la balanza de las Harinas. Allí le pidió llorando que se aplacara; se lo pedía por Dios, por la justicia, por el respeto a su mismo nombre, por los más preciados sentimientos de humanidad.

Dejose implorar don Vicente, y después le contestó riendo:

-Esto que hago es una antigualla; yo lo sé. Claro que no inventé yo el lance. Me valgo de la anécdota. La anécdota tiene una naturaleza parasitaria; se acomoda a vivir donde se la aplica; pero suele ser de mucho provecho; no es parásita a la manera de este granujilla. ¡Con que vamos a ver! -Y se volvía al enemigo, subiendo las manos, y con el índice y el pulgar de entrambas le mostraba, desde lejos, delicadamente cogidas, las dos píldoras, tan pavorosas las dos, porque sólo en una se escondía la muerte.

-¡Pero si esto no es posible, si esto no es de cristianos! -gemían los hidalgos. Y el tendero arrodillose a los pies de Grifol, clamándole que no fuese su ruina.

Grifol le previno:

-No te apures, Miseria, que no habrá cadáver en tu casa. Yo cuidé del amasijo del veneno, y te juro que el envenenado tardará en morir; de modo que tendrás tiempo de cerrar tus puertas.

Aquietose ya Miseria, y las cerró para impedir corros de muchachos y compadres. Escapó el abuelo que había pisado el corazón del señor conde de España.

El capitán, lívido y ronco, llamaba mujereta y castrado a don Vicente. Quería que les dieran dos pistolas o que los dejasen solos, que sin armas, con los puños y a mordiscos quedaría el pobre Grifol tan tieso como una gallina muerta.

-¡Ni pistolas, ni puños, ni bocados! ¡Píldoras, píldoras! -porfiaba don Vicente-. Yo no quiero ser majo ni bestia. Yo sólo digo que el cobarde y todo eso que usted me grita, todo lo será usted, si no se come una píldora. ¡Con que vamos a ver!

Ya el capitán le miraba enloquecido y alucinado, viendo en esa figurita pulcra, frágil y sarcástica a la misma Muerte implacable, la Muerte con bastoncito, que hacía son de cascado, en vez de guadaña.

Los buenos hombres rodeaban al médico, le abrazaban, bañándole del sudor de su angustia. Le juraban que jamás el ruin participaría de la amistad de ellos. Lo consintieron a su lado por ser sobrino de quien era, y porque creyeron mejorarle. Todo se lo decían con balbuceos y quejumbres, mientras el bravo silbaba una temblorosa tonadilla de taberna. Se le rompió el silbo, porque la Muerte se le llegaba. Le tocó en un hombro con la contera de su dalle, y dijo:

-¡Bueno: yo me engulliré las dos! -Y las terribles píldoras, las dos, desaparecieron graciosamente en su garganta.

Enmudeció consternada toda la tertulia; brincó el adversario; revolcose Miseria entre sus costales, como si fuese el emponzoñado, y don Vicente, acomodándose el sombrero, se fue con paso tranquilo y menudito al portal, entreabrió el postigo, y exclamó:

-¡Bueno: he de advertirles que estas píldoras, las dos, eran de regaliz compuesta nada más!

Y su tos de risa perdiose poco a poco en la paz de la tarde.

Escondido entre los sacos asistió a la contienda el hijo del mercader, un redrojo pajizo, de manos heladas y pupilas ardientes, que siempre escuchaba las gestas facciosas con la encendida ansia de imitarlas en que se abrasó Teseo oyendo las empresas de Alcides. Se hizo desde entonces escucha del derrotado capitán, y luego buscaba a don Vicente para decirle las venganzas que aquél se prometía, y murió sin cumplirlas. Murió devorado por las bubas de sus vicios. Murieron después los Motos, dejando a la hija heredera del obrador de cirios y chocolates.

Era una tienda florida, y cuidada por doña Corazón como si adornase un altar del Mes de María. Vendía también canelas, azúcar, mariposas de lucernas, bulas, rosarios, devocionarios, estampas, dijes, estrellas de anís, panes y libros de hostia, potes de miel y confitura...

La visitaban capellanes y principales caballeros; platicaban y leían El Clamor de la Verdad y el Boletín Eclesiástico. Cortejaban, paternalmente, a la señora, llamándola abeja maestra de aquella celdilla, porque de las manos primorosas y gordezuelas y de los labios bermejos de doña Corazón, que se iba embarneciendo y lozaneando en su viudez, semejaba producirse la generosidad de la cera y de las mieles de sus alacenas y vasares.

Del huerto albardillado, fresco y monjil, entraba olor de naranjos, de higueras, de heliotropos, de jazmines. Arriba, desde la ventana de su dormitorio veía la señora las espadañas de la Visitación; un paisaje ancho y verde de río, molinos, barracas de cal con techos de leña, sendas entre cáñamos y, a lo último, dos oteros azules. Todo lo veía, todo menos a don Vicente Grifol, que seguía pasando a la misma hora, y daba su toquecillo con el bastón en la misma losa, y hacía su mesura y su saludo maquinalmente, ya sin mirar siquiera los dulces portales.




ArribaAbajoIV. Don Jeromillo y don Magín

Todos los años, el 28 de junio, vigilia de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, se ponía doña Corazón a la ventana de su dormitorio, esperando la galera del Olivar. Verdaderamente venía con reposo de arado, arrastrada por las mismas mulas de la labranza. Don Daniel había de asistir a las Horas Canónicas de la Catedral, Vísperas solemnes de primera clase. Nunca las perdió, porque eran de una liturgia tiernamente evocadora de todos los 28 de junio de su vida. Comía con doña Corazón, y así se evitaba el resistero del camino a la hora del Coro.

Les acompañaba don Jeromillo, capellán de las Salesas, alma todavía de nido, de tan simples pensamientos que los más comineros escrúpulos de las Madres le hacían trasudar y confundirse. Decíanle todos don Jeromillo, y nadie creía adelgazarle temerariamente el nombre. Parece que el de Jerónimo nos trae la memoria del glorioso doctor, representándonos un viejo de osamenta de gigante, macerado y agreste, hundido en su cueva de Bethleem, entre papiros revueltos como zarzales, ardiéndole los ojos de visiones magníficas de Jehová, y fluyendo de las cortezas de su boca la eterna palabra.

Llamarle Jeromillo a don Jeromillo significaba una exactitud de sustantividad y adjetivación. Menudo, rollizo, moreno y pecoso; el cabello amaizado, las cejas anchas y huidas, la piel de la frente en un renovado oleaje de perplejidad; los ojos, de un vidrio claro y húmedo; de todo se pasmaba, y sus manos se cogían la nuca como temiendo que se le derrumbase la Creación encima de su atlas. Solía equivocarse en los rezos, y por enmendarlos, se pasaba el día devorando el Breviario. Andaba siempre corriendo, tropezando, trabándose en sus haldas. Leía las Sagradas Escrituras con ánimo de no comprenderlas, porque ¿quién era él para tanto? Exaltábale la lección del Diluvio. Sus hermanas le pedían que no se agoniase. ¡Aquello había ya pasado! Y le cerraban el Génesis. Pero don Jeromillo se obcecaba en sus cavilaciones exegéticas, apuñazándose la cerviz, mordiéndose los artejos.

-Ya sé que con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches puede caer muchísima agua, y que en aquellos tiempos el mundo no sería lo mismo que ahora ¡Pero la tierra era ya muy capaz! Lloviendo nueve horas seguidas se llenaba la balsa del convento. ¡Y cuántas balsas no podrían hacerse de todo el mundo!

Además del agua, había en el diluvio otra pasmosa grandeza para el capellán de la Visitación. ¿Cómo pudo Noé guardar en el Arca todas las especies de animales? Don Jeromillo había labrado su pegujal de Santomera, y sólo él sabía los sudores y malas palabras que le costaba siempre entrar a la vaca Ñora en el collarón de la gamella. Todavía le quedaba algún resabio léxico de su crianza rural: leñe. «Se rompieron todas las fuentes del hondo abismo, y se abrieron todas las cataratas de los cielos». ¡Qué tronido, leñe!

Su amigo y valedor era don Magín, teniente cura de Nuestro Padre.

De todo el clero de la insigne parroquia, don Magín fue el único súbdito que no mostró pesarle el duro poder del padre Bellod.

Avizorábale el párroco en cada momento y en cada palabra. «¡Parece un cardenal -les dijo a sus vicarios el nuevo jerarca-; pero ese cardenal no ha de escurrirse de mi puño!».

Lento y patricio atravesaba don Magín toda la nave, como un monseñor bajo los artesones y bóvedas del Vaticano; y hasta los fieles adormecidos en las suavidades de la oración le adivinaban por el pisar sonoro y limpio de su bota hebillada.

Corredera de San Daniel, tránsito de recuas de molinos. Calle de las Bóvedas, toda de sol y de yeso. Cantonada de Lucientes donde hervía el enjambre de un colegio de párvulos; y después la calle de los Caballeros. Paseaba don Magín su ocio y su sonrisa entre los viejos casones de blasón y acantos roídos en los dinteles; se asomaba a los zaguanes de aliento de aljibe y barandal de madera con tallada columna de grifos y delfines y cestos de frutos y fanal colgado de un cupidillo de cintura vendada. Al abrigo de un arco profundo reposaba el faetón de familia para ir a las haciendas, y una barca plana, sin quilla, para remediarse en las inundaciones... Calle de la Aparecida, de tapiales blancos con desolladuras de pedernal. Siempre se oía un fresco ruido de agua que pasaba. Copas redondas de los naranjos; almenas de romero y de mirtos; arcosolios de tuyas recortadas; glorietas de cipreses. Se doblaban los ramajes tiernos de los milgranos, de las higueras, los brazos de las palmas, de las vides. Subían las medallas de los girasoles. E1 azul, las paredes, las ropas, la piel, se penetraban de olor de azahar, de verbena, de cinamomo, de eucaliptos, de pitas, de albahacas, de campánulas, de geranios calientes...

Las florescencias de la calle de la Aparecida le deparaban a don Magín un calendario botánico, y de sus fragancias exprimía una intimidad y galanía, una evocación cristiana y gentil. Lleno y arrebatado de estos perfumes se le representaban con un gustoso anacronismo los vergeles asirios, el hortus conclusus, y los jardines de Murcia poblados de ángeles y vírgenes que inexplicablemente se parecían a señoras de su amistad y damas de pinturas arcaicas. ¡Si se perdía, que se culpase a su olfato! En la nariz, al menos en la suya, se ocultaba el más fiero y delicioso enemigo del hombre. En la nariz aposentaron los antiguos el pecado de la ira. Allá ellos; en la suya hizo residencia un diablejo infatigable que le puso hechizos, como aquel religioso redimido por la santa de Ávila los traía en el ídolo de cobre que le colgó del cuello una mujer de perdición...

Plazuela de Gozálvez, de casas tostadas, rudas como labradoras. Una piedra de molino rota; un álamo blanco viejo; cargas de leña fresca, gallinas y palomos escarbándola. En medio, un farol de aceite que le llamaban el Crisuelo... No pasaría don Magín por la plazuela de Gozálvez sin llegarse al «Horno de la Visitación» y presenciar la segunda cochura aspirando el pan reciente, embebecido con la charla de anacalos y mozas que heñían la masa en los hinteros que dan el fresco olor de las harinas.

Los lunes acudía al mercado del puente de los Azudes, que en averío, frutas y huertanas no le aventaja ningún lugar de Levante. Parábase con las recoveras de la Solana y los especieros de Villena, junto a los carros de hortalizas y los cuévanos de peces de Santa Pola: sospesaba, palpaba, cataba y platicaba con campechanía, aunque sin permitir que los rapaces le besaran la mano como no les viese limpios y del todo enjutas las naricillas, y, si no, les huía gritando: «¡Andad, hijos, y que primero os lave la madre y, de paso, que se peine ella!».

Llevaba don Magín un ala del manteo ceñida a su costado, y la otra plegada pomposamente sobre su hombro. Sus manos, grandes y señoriles, siempre se entretenían con una flor, una hierba aromática, el copo de una gramínea: la briza, la glyceria, el milium effusum -según don Daniel-. Nunca sus manos lacias, manos de capellán que no fuma en público, manos que han de balancearse ociosas o aburrirse sobre el vientre. Vientre prócer el de don Magín; vientre y tórax unidos en una curva de lealtad y arrogancia; su cuello lechoso, de niño; la testa robusta, de cinceladas facciones; nariz carnal, recia la mandíbula, la boca gruesa con un mohín y chasquido de saboreo, los ojos dorados y fieles, y la frente soleada porque traía el felpudo sombrero derribado hacia la nuca. Parecía que siempre fuera de vagar. A veces se revolvía como buscando alguna recóndita virtud del aire. No se engañaba: era indicio de reja florida, de mujer perfumada, de humo de buen guiso, de fina candiotera.

Al recogerse atravesaba la calle de la Verónica, solar de las sastrerías eclesiásticas de Oleza, de las tiendas de imágenes y ornamentos y de los obradores de cirios y chocolates de Luciano Roger, de Gil Rebollo y de Corazón Motos, y aquí descansaba a la hora de torrar el cacao, mereciendo el privilegio de probar la pasta y decidir el punto de azúcar, de canela y de bizcocho molido.

Gustaba de la amistad de doña Corazón, limpia para su casa, para su mesa y para su persona, siempre envuelta en un suave aroma de sebillo de lima; y desdeñaba a los obstinados en un género de virtud andrajosa y sudada como la del padre Bellod.

A don Magín recurría el capellán de la Visitación en todos sus agobios y júbilos; y, creyéndole y amándole sobre casi todas las cosas, no siempre hallaba el remedio de su saber. Porque don Magín todo lo sabía y decía en zumba. En don Magín no pudo don Jeromillo saciar su sed del Diluvio. Ese hombre, que semejaba no acordarse siquiera de Noé, le habló de muchos diluvios, como si todos fuesen el mismo. Le contó los trabajos de Deucalión y Pirra; la ira de Ra contra las maldades de los hombres, de cuya sangre, mezclada con zumos de frutos, se llenaron siete mil ánforas. Así se aplaca la divinidad egipcia y desata la inundación como signo de gracia, porque el Egipto veía en el desbordamiento de las aguas una merced de los dioses. Las aguas son la prueba de su alianza con la Humanidad y equivalen al arco iris que cuelga el Señor sobre las nubes.

-¡Leñe! -gritaba botando el capellán de las Salesas.

Comparó también el relato de Moisés con el de Beroso, de la leyenda caldea, ensanchado por las tablillas que en 1873 descubre George Smith en su viaje a la Asiria, a expensas del Daily Telegraph. En Beroso, el justo Noé se llama Xisuthrus, y el Señor es Cronos. Xisuthrus construye un navío arca, y en él se refugia del cataclismo. Le acompañan sus amigos que han permanecido puros, su familia y una pareja de todas las especies de animales. Xisuthrus, como Noé, suelta pájaros que a la primera salida vienen atropellándose; la segunda vez ya tardan más y traen las uñas acortezadas de cieno; la tercera vez no vuelven. La tierra se enjugaba inocente y silenciosa al sol. En las planchas que reconstituye Smith, Noé se llama Hasisadra. Es un elegido que organiza con sagacidad sus empresas; encierra en su arca habilísimos marineros gobernados por un piloto y se abastece de todas sus riquezas, de todos los animales, de todas las simientes de grano y de algunos cántaros de vino, vino que el Noé mosaico no conoce hasta después del diluvio...

¡Grecia, Deucalión, Pirra, piedras humanadas, Egipto, sangre por agua, Xisuthrus, Hasisadra, George Smith, 1873, Daily Telegraph, Cronos, Noé, Moisés, el Señor, nombres de asiriólogos, singularmente el de Lenormant; y todo dicho entre bromas y veras!

Don Jeromillo no se fiaba de don Magín. Por muchos estudios que tuviese don Magín, Noé era Noé, y no hubo más que un Noé: Noé. Como por mucho que se dijera de las revelaciones del profeta Daniel, de los sueños de Nabucodonosor, del festín de Baltasar y del lago de los leones, Nuestro Padre San Daniel no era de Bethoron, de la tribu de Judá, sino de Oleza y de olivo. El panegírico y los gozos del Santo cantarán, todos los años, los prodigios locales, porque de los de Babilonia no se le da un ardite al legítimo olecense. Los santos tendrán en el cielo un trono de infinita gloria; pero en la tierra todavía han de resistir una glorificación con lindes geográficas.

Siempre quiso don Jeromillo que don Magín participase del convite del 28 de junio. Don Magín exaltaba las delicias de los sabores. Comer con él era sentarse a la mesa con un purpurado, pero sin las bascas que, de seguro, sentiría junto a un monseñor. Hasta don Jeromillo hallaba en don Magín alguna semejanza con los cardenales del Renacimiento.

De verdad le dolía a doña Corazón la ausencia de don Magín en esa mañana; y no osaba convidarle, porque, quizá, ese hombre quebrantara las apacibles horas. Sus palabras sutiles sugerían horizontes ya renunciados. En cambio, el capellán de las Salesas era un vínculo de sencillez y puericia, y un vínculo siempre aísla dos cosas. La presencia del siervo de Dios bastaba para que la señora se sintiese confiada y serena. Es una preciosa gracia de que están dotados los corazones simples: infunden lo que no poseen, alcanzan efectos sobrenaturales ajenos a su misma naturaleza. ¿No fue San José de Cupertino tan tardo y rudo que humildemente se llamó a sí mismo Fray Asno? Pues San José de Cupertino voló, voló como las aves, «suspendido entre el cielo y la tierra». Lo afirman ilustres hagiólogos, y refieren que un día otro fraile le dice: «Hermano José: ¡Qué hermoso hizo Dios el cielo!». Y José se ilumina, se arrebata, da un grito, alza el vuelo y se posa de rodillas en la rama cimera de un olivo.

Comenzaba abril, el abril de Oleza, oloroso de acacias, de rosales y naranjos; de buñuelos, de hojaldres y de «monas» de la Pascua. Pero don Jeromillo sentía ya la rubia hoguera de junio que alumbraba las regaladas vísperas de los Santos Apóstoles. La memoria de sus pasados refocilos no le dejaba ni cumpliendo su ministerio. Tenía que penitenciarse imaginando muy hediondos los manjares y muy horrenda a doña Corazón. Y nada. Triunfaba siempre la pulidez de la señora. Porque ¿qué fortaleza y qué rigores ascéticos podrían malograr la sabia mensura de la masa de las empanadas de pescado y el primor de la tostada orilla, toda de un rizo, como el tisú de la casulla más preciosa de la Visitación?

-Y ese trenzadico, o como se llame, de los pasteles, ¿lo hace usted con los dedos nada más?

-¿Dice usted el repulgo, don Jeromillo?

-¿El repulgo? Bueno; sí, señora; el repulgo será.

-¡Pues cómo había de hacerlo, sino con los dedos nada más! -Y la señora tendía sus manos mostrándole los graciosos hacedores del repulgo, y sonreía como una santa que sabe la blancura de sus dientes.

Y el capellán le miraba los dedos aspirando su aromosa limpieza, olor de bergamoto, pero bergamoto hecho ya carne y palidez delicada de la viuda.




ArribaAbajoV. El clamor de los clamores

Ese cardenal, que no había de escurrirse del puño del padre Bellod, se escapaba a su antojo. Don Magín no acudía a los recreos, ejercicios ni lecciones en comunidad, deslizándose con mucha sutileza de la nueva disciplina de la parroquia. Y no semejaba rebelde, sino camarada de su párroco, un camarada aborrecido por la ingenuidad de su desenfado y de su ingenio. Puesto en presencia del padre Bellod para recibir sus enojos y advertimientos, le atendía como un chico castigado; y luego le hablaba sosegadamente, sin sentirse ni acordarse de las severidades. Don Magín le miraba a la faz, y el párroco, no. Don Magín evitaba el ministerio del púlpito, y el párroco encomendole la homilía de las dominicas de Pascua. Nada más dijo una, exaltada de la leticia de la Iglesia y de la aleluya de la primavera. El párroco le dispensó de las otras, y don Magín le dio las gracias muy contento. Estaba rasurándose entonces el padre Bellod, y se sangró dos veces en la misma raedura. Acusole ante el vicario capitular de traer al Archivo asuntos frívolos en tiempos tan necesitados de palabra prudente.

Gobernaba la sede vacante el tío del difunto capitán de Manila, buen hombre, de mejillas pesadas, de ojos de un azul gordo, de fosas nasales ciegas de un zarzal tostado de rapé.

Todo lo hallaba de una realidad y de una metafísica sin remedio. «Las cosas eran; y eran según eran. Don Magín sería siempre lo mismo. Le amonestaría, pero que no confiaran en su enmienda». Y le llamó.

No recordaba don Magín sus pláticas del Archivo. Claro que serían frívolas si el padre Bellod lo dijo, porque al padre Bellod faltábale inventiva hasta para malsinar y mentir.

-¡Ni tiene imaginación ni olfato, ni lo necesita!

Se pasmó el deán y vicario de la diócesis.

Recordole también don Magín que la Iglesia trató de asuntos frívolos en días de riesgos y persecuciones. ¿No nos dice la Historia Eclesiástica que la Santa Sede tuvo que decidir la consulta de si las mujeres de los príncipes búlgaros podían traer interiormente calzón?

El señor deán soplábase de su pecho las escamillas y borra de folios de expedientes. Desde su butaca de crin veía el río a la izquierda, a su izquierda -y se miraba esa mano-. Dios podía llevarlo a la diestra -y se miraba la otra- con sólo decirlo, y no lo decía, porque con sólo decirlo, y no lo decía, porque por algo puso allí esas aguas, y allí seguían y seguirían corriendo. Después de todo, la diócesis había de quedar inmóvil, para entregarla al nuevo pastor según la recibiera del Cabildo; él la guardaba en depósito, y no dispondría de beneficios, de nombramientos, ni siquiera de un traslado. Su médico, el señor Monera, le visitaba todas las noches, pidiéndole por un deudo suyo, párroco de un pueblo tercianoso, y ya enfermo de fiebres. No había remedio; porque si consentía en sacarlo de aquella parroquia, había de ir otro capellán, que también enfermaría de lo mismo; pues ya que al pariente de su médico le dio la terciana, que resistiera hasta que viniera el nuevo prelado, que no venía.

No estaba aún elegido ni presentado por el Gobierno; y El Clamor de la Verdad recogía el alarido de la orfandad de Oleza. Carolus Alba-Longa esgrimía su pluma como una espada de fuego: «El oprobio de Oleza», «Oleza olvidada y repudiada», «Siéntate en el polvo, nueva sierva de Babilonia». Todos los domingos, Isaías dictaba títulos tronadores y visiones desoladoras al fervoroso licenciado. En su artículo «Cerca está mi justo», después de flagelar al Gabinete de Madrid por su desidia, pedíale una mirada para la desvalida Sión olecense, donde descubriría al jornalero apostólico, el justo deseado. «Decidle a Oleza -acababa denodadamente el publicista-, decidle a Oleza que os lo señale, y no vacilará en escogerlo entre su ilustre Cabildo Catedral. La penitencia y la sabiduría tienen su morada en tan preclaro sacerdote. ¡Cerca está mi justo!».

La ciudad leyó conmovida los arrebatados conceptos, y, después, sintiose su silencio, el silencio de la espera. Esperose la voz del Gabinete de Madrid como llegada de lo alto, entre una nube; y mientras la voz bajaba, la ciudad contempló a don Cruz. No podía verle los ojos, siempre humillados. Si se le pedían noticias y esperanzas de su exaltación, él las apartaba cansadamente rogando que se le dejase en su recogido ministerio de la salud de los corazones. ¿No hubo muchos santos que se negaron a soportar la pesadumbre de la mitra? Pues menos podrían traerla sus flacas sienes. Y diciéndolo, agobiaba la cabeza como dejando caer la tiara episcopal. Pero las gentes volvían a ceñírsela; y cuando sus hijas espirituales se arrodillaban en el escabel de su confesonario, creían prosternarse en las gradas de un baldaquino. Además, se supo que Alba-Longa escribió al Nuncio enviándole ejemplares de su semanario; y que Su Excelencia le contestó muy agradecido.

Y una tarde, a la salida de Coro, don Cruz sorprendió a don Magín en el claustro, leyendo una carta escuchada por beneficiados y canónigos. En ella se mentaban los candidatos a la sede levantina. Eran tres: el obispo de Huesca, el rector del Seminario de Burgos y el arcipreste de Tarazona.

Don Cruz corrió en busca de don Amancio.

Esa semana, El Clamor de la Verdad publicose anticipadamente: salió el sábado. Con encendidas ansias convocaba, para el domingo, una asamblea de lo más lucido de Oleza. Cumplíase la hora de que el pueblo exigiese la consagración de un olecense venerable, cuyo nombre se omitía por delicados motivos.

Fue la junta en la sala del Municipio, y acudieron comisiones del clero, de regidores, de la Defensa de Regantes, de la Liga de Contribuyentes, de Socorros Píos, de la Industria de la seda y del cáñamo, del Círculo de Labradores, del Casino Olecense, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de Patronatos y Cofradías, de todos los gremios... Acordose la partida de los delegados a Madrid, y que Alba-Longa les presentara al Nuncio de Su Santidad.

Cuando acabó el consistorio pasaba el penitenciario bajo los soportales de la Plaza Mayor, y todos se destocaron aclamándole. El padre Bellod subía sus manos y decía:

-¡Así fue la popularidad de los Ambrosios, de los Agustines, de los Bonifacios, de los Crisóstomos...!

Lleno de confusión buscaba don Cruz el refugio de la Catedral, y la muchedumbre de comisiones le seguía de cortejo. Verdaderamente presenciaba Oleza, por adelantado, la entrada del pastor en su sede.

Luego apercibiose el viaje. Faetones de gravedad nobiliaria, galeras rurales, tartanas de capellanes hacendados, cabriolés y tílburis de ligereza de carro egipcio, y las dos diligencias, que había de repuesto en el Parador del Santo, desbordaron de viajeros, de atadijos, de cofres, de maletas de alfombra. Iban de Oleza a Novelda por la carretera, y de Novelda a Madrid en el tren correo de Alicante.

No arrancaba la caravana esperando a su caudillo don Amancio, que quiso despedirse en tono oficial de las altas dignidades eclesiásticas. Ya traía un hermoso limón para repararse con su aroma de las bascas del camino. El vicario se lo miraba, mientras don Cruz estuvo porfiando con súplicas y quejas de humilde que impidiesen la marcha de las comisiones. Las desoyó don Amancio. Era su primera y última desobediencia al que ya consideraba prelado amantísimo. Y don Cruz y Alba-Longa se abrazaron.

Y todavía abrazados subió del patio claustral un vocerío y estrépito de gentes.

Pasó el provisor, seguido de curiales y fámulos.

-¡Hay obispo, hay obispo ya! -y el señor provisor les presentaba un parte telegráfico.

Voló la nueva a la catedral, a las parroquias, a los monasterios, y rodaron en triunfo las campanas de Oleza.

Los viajeros salían a las ventanillas, bajaban a los estribos y zancajeras, sacando sus paraguas enrollados, sus maletines y bolsos, y miraban con estupor el cielo, no entendiendo aquel súbito himno de las torres.

Estalló un morterete; después otro, otro, otro. Se poblaron de olecenses los balcones, las rejas, las falsas, los terrados, los umbrales, y como la ciudad tenía ya el impulso del gozo y aclamación, lo aprovechó para los vítores al muy ilustre señor don Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, arcipreste de Tarazona, obispo de Oleza.

Por la calle de las Bóvedas, cayéndoles encima el glorioso campaneo, se retiraron rápidos y callados a sus casas don Cruz y Alba-Longa.

Al despedirse en la soledad de la Corredera rugió don Amancio, apretando su limón de viaje:

-¡Ese Nuncio!

-¡Oh, déjelo! -suspiró con blandeza don Cruz.

No le oía Alba-Longa. Su encono y las campanas le ensordecían con hiel y bronce derretido.

-¡Qué modo de tocar! ¡Ese Nuncio, ese Nuncio!

Don Cruz le gritó encima de los ojos:

-¡Déjelo, le digo!

Soltose el limón de la mano de Alba-Longa; y parecía que rodaba encima de toda Oleza la manzana de la discordia.




ArribaAbajoVI. Su Ilustrísima

Llegó el obispo en una llameante mañana de verano. La ciudad se engalanó filialmente para alegría de su buen pastor. Alzó dos arcos de triunfo; uno más ahora que en otros principios de pontificados. Nadie se explicaba por qué se levantaron dos; uno de flámulas, de flores y de vasos de aceite, con los escudos de todos los arciprestazgos y parroquias de la diócesis, y en medio la tiara pontificia y la prelaticia y la breve leyenda: «Al ilustre y nuevo prelado». Otro arco de follajes de laurel, de palmera y olivo, del cabildo catedral, con una franja morada y letras de oro que decían: Benedictus qui venit in nomine Domini.

Se restauró en el dintel de palacio la inscripción inspirada en la Epístola II a los Corintios: Pro Christo Legatione Fungimur.

Mucho costó ordenar la comitiva. Trajo el pendón de Oleza -de seda verde con un castellar árabe y cruz de plata- el alguacil-pregonero, un viejo huesudo y cetrino, recién afeitado, vestido de ropilla de felpa negra con vuelillos y gola de rígidos encajes. Montaba una yegua pía que, avezada al reposo lugareño, asombrose de la multitud y botó a lo cerril, y descompuso las hileras de la gran parada de guardias rurales con sus carabinas de cebillo y pedernales, de huertanos en zaragüelles y con cayada de clava, de asilados, seminaristas, congregantes y colegiales con estandartes y banderas de muharras de símbolos piadosos: el monograma de Jesús, el de María, los Sagrados Corazones... Un familiar del difunto prelado se aupaba en una esquina para ver todo su perdido valimiento. Voceaban los buhoneros y los vendedores de limonadas, de agua de nieve, de rollos y santos de azúcar y candeal, de vidas y retratos del señor obispo. Y la jaca briosa, iba y cejaba llevándose y trayendo a su jinete, cogido de las crines, revuelta la esclavina, y el sombrerillo de candil todo erizado y cortezoso de las muchas caídas. Le seguían siempre los rapaces dándole el pendón, que se le escapaba porque no podía valerse de las manos, y, finalmente, se lo ataron a los arzones. Reducida la bestia heráldica, se puso delante de las Juntas y autoridades, y todos caminaron procesionalmente legua y media. Iban los regidores, los síndicos y el alcalde; las presidencias de los gremios, del Apostolado de la Oración, del Recreo de Luises, de la Defensa de Regantes, de la Industria de la seda y del cáñamo, de Socorros Píos, del Círculo de Labradores, cuya señera celeste con San Isidro, de lentejuelas y colores, la llevaba don Amancio, más enlutado, más denso en esa mañana su talante apócrifo de viudez, y a sus lados los cordonistas: don Daniel, dulce, aturdido, con su levita de bodas, guantes blancos de escolar de una pureza de primera comunión, y el homeópata Monera, el único homeópata del pueblo, de piel aceitosa, grueso y triste, encogido y aspado por su traje nuevo de ceremonias, que parecía de charol. En seguida la banda de música de Caudete. Ternas de franciscos, de capuchinos, de jesuitas, de carmelitas; todo el claustro del Seminario; el comandante del puesto de la Guardia Civil, un teniente viejo, con el tricornio desfelpado y la medalla de Beneficencia casi en la garganta; dos caballeros santiaguistas, de manto de blancura de marfil y la cauda fastuosamente recogida por un codo inmóvil; niños-ángeles, rubios, de mejillas pintadas y una poesía entre sus dedos de polvos de arroz y de tinta de escuela; el clero, de roquete y muceta; los gonfalones parroquiales; y el cabildo catedral de capa, descollando don Cruz con dos redondeles de carmín en los pómulos, y los párpados caídos y trémulos bajo la obstinación de la mirada de la muchedumbre, porque todo pudo haber sido en honra suya.

Un fámulo, de negro, llevaba del ronzal de felpa la mula prelaticia, gorda y mansa, con paramentos violeta y realces de oro.

A lo último otra banda de música, «La Lira de Oleza», que estrenaba uniforme de dril.

Y después se apretaban las sobras del pueblo, gentes sin balcón ni silla ni acomodo en la ruta oficial. Atravesábala de lado a lado, de acera al arroyo, un capellán viejecito, con teja rapada de alas de sombrero de labrador; le caía el manteo de vislumbres vegetales; se lo pisaba con sus botas hinchadas y peludas. Se paraba, se volvía, tropezaba. Lo miraba todo con un ansia que le estiraba las pieles de su boca de encías lisas. Era un capellán sin parroquia ni congrua. Siempre le llamaban de todos los ruedos y tertulias de portal, «¡Venga, abuelo!», «¡Cuéntenos, abuelo!». Lo sentaban, y él se dormía comido de moscas. Pero esa mañana llegábase a todos y no le hacían caso. No veía, no sabía nada, y se quedaba detrás de los más corpulentos.

Tronaron en San Ginés los morteretes de los vigías; se alzó un vuelo de campanas; subieron los himnos de los coros de colegiales entre estampidos de carabinas y retacos; resonó la Marcha Real de la música de Caudete, y en seguida la otra Marcha Real de «La Lira de Oleza».

A lo lejos, entre el polvo que humeaba en el azul, centellearon los arreos y armas de la Guardia Civil, y prorrumpieron tílburis, tartanas, galeras y el faetón episcopal. Asomose una frente enérgica interrumpida por un solideo morado; una mirada cansada buscó la ciudad hundida en el vaho del día; apareció el pliegue de una muceta; y dos dedos, con un resplandor de joya, trazaron una rápida bendición.

Después, subido en la estramenta de la mula, fue entrando el señor obispo por las calles. Postrábase la multitud aclamándole, mirándole todo.

Residía en su cráneo una majestad inmóvil de estatua; le relumbraba de sudor el hueso de bronce de sus sienes, y, al sonreír, en lo moreno de su piel, resaltaba el mármol de sus dientes.

Le daban guardia cuatro seminaristas-teólogos, gobernando la cabalgadura, conteniendo su portante, cuidando de la tendida capa del prelado, sosteniéndolo mientras saludaba y bendecía hacia los balcones y azoteas de los que descendía una trémula lluvia de rosas deshojadas.

Se dijo que no sabía montar, y todos se acordaban del obispo andaluz que corría gallardamente a la jineta.

Al pie del baldaquino de la Plaza Mayor se contuvo el cortejo. Descuidose un familiar en ponerle la gradilla, y ya el obispo descabalgaba. Muchos le acorrieron, temiendo que cayese, y él, sin admitir auxilio, bajó con donaire de buen caballero y sin mengua de la gravedad jerárquica. Ya en el trono, esperando las vestimentas pontificales, reparó la gente en que se había engañado creyéndole alto. No era sino de mediana talla; pero de torso grande. Son pequeñas contradicciones que cansan el entusiasmo del pueblo, porque el pueblo quiere apoderarse rápidamente de la verdad.

Guardábase como ley divina que el obispo no se posesionara de su sede sin hacer oración en el altar de Nuestro Padre, y Su Ilustrísima quiso antes el techo de su vieja catedral. Cantado el Te Deum, apoyose en su cayada de oro y pronunció una plática sobria, transparente, sin un plañido retórico de ternura de Nos.

Los reverendos padres de la Compañía le escuchaban entornando los párpados, ocultas las manos en los lisos manteos, ladeando su fina cabeza de Gonzagas, de una palidez de escogida santidad.

La nueva palabra bajaba exacta, acendrada y fría. Se le tuvo por demasiado sabio; pero se le vitoreó lo mismo que a todos los obispos.

Luego de la recepción, Su Ilustrísima, con ropas de calle, encaminose a San Daniel. Ya no era el acatamiento a la piedad lugareña, sino una visita protocolaria, como un cambio de saludos de autoridades.

En la Cantonada de Lucientes apareció el capellán Abuelo, agarrándose a todos y estrujado por todos. Pedía que le dejasen ver. Saliose don Magín de la comitiva, rompiéndola y parándola. El señor obispo tuvo que esperar hasta que don Magín volvió sosteniendo al Abuelo, muy gozoso y atónito de hallarse entre tanta grandeza.

En la parroquia se puso el padre Bellod al lado de Su Ilustrísima; le mostró la imagen; hizo la crónica de los más célebres portentos y de la imploración de los tres beneficios en la víspera de su festividad. Los ojos del prelado corrían todo su séquito, y se detuvieron en don Magín, que culminaba bajo el ambón de la Epístola.

Callose el párroco y habló don Cruz. Elogió el espectáculo de la fe de un pueblo en su Patrono, sublime espectáculo de fervor en una época de relajaciones, de falaces alarmas del «culto supersticioso de las imágenes». Pero estas inquietudes de tibieza no las sentirían los feligreses mientras alentase un padre Bellod, para quien el Espíritu Santo untó de acíbar los pechos del mundo, y de suavísima miel los mandamientos de Dios...

Le interrumpió el señor obispo preguntando:

-¿Pertenece a la parroquia aquel sacerdote que está oliendo unas flores?

Se apresuraron a decirle que sí; y que esas flores en que, con tanto acierto, se había fijado Su Ilustrísima, eran, sin duda, de las que cayeron sobre el palio, a la entrada de la catedral.

Y todos aguardaron que hablase. ¿Habría llegado para el Joan Ruiz de Oleza el rigoroso don Gil de Albornoz?

Enjugose el prelado las sienes; y, al retirarse y pasar junto a don Magín, acogió su reverencia gratamente. Hasta parece que le sonrió. Algunos lo vieron, y se miraban confesándose su asombro.

Ya el buen arcipreste dijo que


«A veses cosa chica fase muy grand despecho».

Ésta fue la entrada del nuevo obispo. Se comentó, se murmuró todo; pero sin agraviar a nadie. Principalmente, se comparaba lo episódico, lo que rodeaba al prelado difunto y al prelado de ahora.

Aquél tenía una hermana viuda de una distinción afable, y sobrinas doncellonas, que estaban en Palacio hasta el toque de Ánimas, y después se recogían en su casa de la plazuela de la Catedral, donde se estableció el colegio de la Inmaculada. Y estas mujeres esparcían por todo Oleza una sensación y olor familiar de obispo.

El nuevo no trajo parientes, ni más asistencia que un descolorido presbítero, de anteojos de hielo, muy docto en lenguas orientales, y un viejo fámulo de Tarazona.

Las Juntas de señoras que iban a ofrecerle parabienes y presidencias honorarias, remansaban en las antecámaras.

No parecía el mismo Palacio de otros tiempos. Doseles de cortinajes, espejos, arañas, estrados de damascos y felpas, todo lo áulico y magnífico, yacía ocioso y oculto bajo fundas, como quedara desde el luto de la diócesis. En aquel ambiente de austera pragmática suntuaria, los relojes de salas y oficinas, y el surtidor del patio claustral, dejaban una emoción de desamparo.

Algunas señoras, cansadas del silencio, acudían al secretario, ávidas de una confidencia. Le preguntaban si el señor obispo se sentía agradado de Oleza; si era verdaderamente el más joven de todos los obispos españoles; si le lavaban y repasaban las ropas en el mismo convento que siempre se cuidara de tan delicado servicio; si la familia del obispo muerto quedó acomodada, o en tanta pobreza, según se dijo, que necesitó socorro de la mitra...

El presbítero-secretario atendía con una sonrisa de promesa, y resultaba impenetrable. Sus ojos se sumergían en las aguas de lumbre y de frío de sus lentes. Buscaba muy afanoso dentro de su pupitre unos papeles que después iba rasgando en trizas menudísimas de una exactitud maravillosa, y las visitas habían de distraerse mirándole los dedos tan atildados y ágiles.

Llegaban más comisiones silenciosas y complacidas de aquel reposo y penumbra; se saludaban comedidamente, y se quedaban muy quietas, anticipándose el halago de la audiencia, predisponiéndose a las recogidas emociones. Después iban removiéndose, secreteándose y suspirando. Se acercaban al familiar, y las visitas antiguas hacían un mohín de malicia; movían la cabeza como comprendiéndolo todo.

Ya tarde, se abría una mampara de velludo encarnado con el blasón episcopal en sedas. Rápido y sumiso se incorporaba el presbítero, anunciando:

-¡El señor obispo!

Presentábase el señor obispo con sotana del todo negra, sin faja ni solideo, sin más atributos que el anillo y el pectoral. Sus manos se entretenían en un volumen traspasado por una hoja de marfil.

Crujían los agramanes y azabaches, los rasos, las sayas, las enaguas, entre un ruido de hinojos y un leve temblor de dijes, de abanicos y rosarios. Se caía alguna sombrilla sobre las frutas y flores descoloridas de la alfombra; y, al postrarse y levantarse las Juntas, trascendían los viejos aromas de los pañolitos de encajes y malla, de las mantillas y joyas, todo penetrado de la intimidad del estuche, como si fueran abriéndose las cómodas, los escriños y armarios de las rancias casas de Oleza.

Los ojos del señor obispo, unos ojos lentos, que de cerca parecían de un esmalte antiguo, un poco desgastado, pasaban concretamente de mirada en mirada, invitando a que le hablasen.

El obispo difunto siempre habló primero; era él quien lo decía casi todo, y los demás sonreían, acatándole.

Ahora todos de pie, y callados. Había que decidirse, porque Su Ilustrísima aguardaba, golpeando suavemente con sus pálidas uñas los cantos del libro, acariciando el filo ebúrneo de la plegadera. Y cuando una señora, una vicepresidente, se arriesgaba a decir su salutación, coincidía con una tesorera, y las dos se detenían sofocadas. El noble caballero que hiciera las presentaciones interpretaba sus propósitos; les inspiraba alguna frase, dejándosela galantemente en sus labios, como si les pusiera una chocolatina. Pero una damita seca, afanosa, casi siempre la secretaria, solía enmendársela. Luego se acordaba de su timidez virginal, y conseguía equivocarse. Ya todos se miraban muy confusos, y hablaban a la vez.

Los ojos de Su Ilustrísima iban durmiéndose sobre un naranjo que se movía, lleno de sol, junto a los vidrios de la reja.

Daban horas los relojes de Palacio. El señor obispo semejaba despertar. Lo agradecía todo paternalmente; lo agradecía tendiéndoles el dedo de la amatista, y se retiraba.

Las comisiones se agrupaban preguntándose. Se volvían al secretario. ¿Ya estaba todo? ¡No era posible!

Y los anteojos del presbítero confirmaban que sí, que ya estaba todo.