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Nueva York es el barroco

Margo Glantz





Es evidente que Nueva York es una ciudad barroca. Ahora los colores la inundan, y la basura y los baches. Y los edificios vidriados donde se trasparenta o se refleja gloriosamente la calle, y cuando llueve los paraguas cada vez más coloreados, y los ritos de los transeúntes cada vez más enloquecidos y fulgurantes. China y sus modelos (sin Vietnam) y trajes hechos en Hong Kong y en Corea y en Indonesia y en Taiwán: las gangas que compiten con los trajes hechos por los trabajadores unificados en el sindicato de ropa para señora, antes muy fuerte en Nueva York y ahora en Los Ángeles, donde la mano de obra es más barata (óigase de nuevo el nombre de los indocumentados) y donde se improvisan fortunas en dos años. También hacen fortunas los que devuelven la ropa en pacas usadas para vestir a quienes las hicieron: de Taiwán o Corea llegan a N.Y. las blusas en serie que se venden a precios maravillosos, luego, esas mismas prendas se empaquetan y se devuelven en serie para vestir a las orientales que antes enviaban su pelo (más barato y fino que el de las occidentales) para que se hicieran pelucas al por mayor.

Quizá esto sea el barroco: la contradicción entre lo masivo y lo único, o mejor con palabras de Barthes: «una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración». En New York están los teatros, los cines, los museos: una retrospectiva de Eduard Munch con sus angustias, sus melancolías, sus reminiscencias pintadas de Swedonborg y Strindberg, sus gritos, sus vampiros y el ambiente decadentista del fin de siglo que se repite en paralelas instancias con lo punk: confrontar revistas de moda avant garde donde todas las modelos parecen personajes de película de terror, salidas de un campo de concentración y vestidas por un enemigo.

Una exhibición de los dibujos de Klee antes de ser Klee: maravilloso dibujante que se va despojando poco a poco del dibujo y se vuelve lo que habitualmente conocemos por Klee: vigentes siempre los textos que definen los dibujos, un piso más abajo y se contempla con nostalgia el Guernica que pronto se irá de Nueva York para regresar a su lugar de origen: El Museo de Arte Moderno, en fin. Luego, los restoranes, un speak easy, en la tercera y la 83, el Martel; allí se bebe Irish Coffee.

En el Ziegfield (a $4.00) Hair en la versión de Milos Forman. Remember my name es una película producida por Altman y actuada por Geraldine Chaplin de lentes negros y fumando como chacuaco: lo sensacional es el fondo musical de Roberta Hunter, una joven de 83 años que el show business resucita junto a Eubie que sigue tocando el piano con vigor y blusea a los 95. Roberta cambió el blus por la enfermería cuando cumplió 50 años porque su madre estaba enferma, se dedica a ese oficio hasta que la corren porque ya no tiene edad para ser enfermera: nada se ha perdido: el jazz consuela.

En el Guggenheim las retrospectivas de siempre vistas desde las rampas: ahora Piet Mondrian que se organiza al lado de algunos maestros franceses que lo prefiguran: Están Picasso, Soutire, Modigliani, Duchamp, Bonnard, etcétera. Más abajo un Mondrian impresionista que se va geometrizando. Al terminar Mondrian empiezan los planos: Alechinsky, Balla, Wassily Ermilow, Erich Bucholz, Antoine Pevsner con sus bakelitas y sus celuloides semejantes a Naum Gabo que ya no tiene nada de figurativo y coloca sus planos sobre superficies laqueadas. Sigue Calder con sus construcciones frágiles, intocables, construidos de la nada. Yuri Annenkov, collages en papel, cartón y alambre y yute.





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