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Nuevas cartas americanas

Juan Valera



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ArribaAbajoAl Excmo. Señor don Antonio Flores

Presidente de la República del Ecuador


Mi querido amigo: Poco valen estas NUEVAS CARTAS AMERICANAS, pero me atrevo a dedicárselas, confiado en la bondadosa indulgencia de usted que les prestará el valer de que carecen.

Aunque mi propósito al escribirlas es puramente literario, todavía, sin proponérmelo yo, lo literario trasciende en estos asuntos a la más alta esfera política.

La unidad de civilización y de lengua, y en gran parte de raza también, persiste en España y en esas Repúblicas de América, a pesar de su emancipación e independencia de la metrópoli. Cuanto se escribe en español en ambos mundos es literatura española, y, a mi ver, al tratar yo de ella, propendo a mantener y a estrechar el lazo de cierta superior y amplia nacionalidad que nos une a todos.

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Es evidente que yo, que siempre fui un crítico suave, no había de ser severo con mis semi-compatriotas de Ultramar; pero también es evidente que ni debo ni quiero ganarme la voluntad de nadie con lisonjas. Además, a lo que muchos sujetos afirman, yo no sirvo para lisonjear, aunque lo desee. Suponen que me sucede, si bien en sentido contrario, lo que a aquel famoso profeta que fue, por orden del Rey de los hijos de Moab, a maldecir a los hijos de Israel. Levantó siete altares, sacrificó becerras, hizo otras ceremonias, y subió a un cerro, desde donde se oteaba la llanura en que los israelitas tenían desplegadas sus tiendas. Desde allí quiso maldecirlos, y Dios desató su lengua y le movió a entonar un cántico de bendiciones. Subió luego a otro cerro, volvió a querer maldecir y bendijo de nuevo, sin poderlo remediar. Si a mí, como aseguran, me sucede algo parecido, ya pueden ustedes confiar en que no hay adulación en mis alabanzas y no agradecérmelas, pues son involuntarias. Y cuando hubiere algo de censura, deberán perdonármelo también por el mismo motivo.

Es aún más perdonable mi censura, si se atiende a que las más veces me induce a censurar, a pesar mío, la exageración con que algunos escritores de por ahí, por exceso de americanismo, ponderan las crueldades espantosas que cometieron   —VII→   los españoles de la conquista y del período colonial. Si esto hubiera llegado hasta el extremo que dichos escritores aseguran, yo no dejaría de aplaudir la maravillosa imparcialidad histórica con que sostendrían la verdad; pero no sabría yo disimular que, al sostenerla, arrojarían sobre ellos mayor injuria que sobre nosotros, porque la sangre española que corre por sus venas procede, más que la nuestra, de aquellos atroces forajidos, y la sangre india, en lo que de indios puedan tener, es de una raza que, según afirman Montalvo y otros, nosotros hemos envilecido y degradado para siempre con nuestros malos tratos y con nuestra brutal tiranía.

Estas consecuencias son tan absurdas como las premisas de donde se sacan. Así trataré de probarlo detenidamente, aunque no gusto de polémicas, cuando replique, si tengo vagar y ánimo, a los Sres. Mera y Merchán que han escrito contradiciéndome.

Entretanto me inclino a creer que mucho de lo que se dice contra nosotros se dice por el prurito de aparecer muy sentimentales y muy ilustrados a la moda de París y de Londres, sin que se advierta que ni franceses ni ingleses fueron nunca más que nosotros humanos y benignos.

Fuera de este momentáneo extravío, el señor Mera es tan excelente sujeto como buen escritor,   —VIII→   y nos quiere bien. Nos aborrecería, y con razón sobrada, si entendiese que los españoles fueron a esa otra banda para echarlo todo a perder. Creamos, pues, como es justo, que los españoles fueron a América para extender en ella la civilización europea, por cuya virtud alcanzó América la potencia de igualarse con Europa y acaso de superarla en lo futuro.

No quiero molestar a usted distrayéndole, con más larga carta, de sus importantes cuidados.

Adiós y créame siempre su afectísimo y buen amigo, q. b. s. m.,

JUAN VALERA





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ArribaAbajoNueva religión

A don Juan Enrique Lagarrigue


ArribaAbajo- I -

Muy amable y simpático señor mío: Hace ya mucho tiempo que recibí, con fina dedicatoria manuscrita, un ejemplar de la importante Circular religiosa, que imprimió y publicó usted en Santiago de Chile, en el día 6 de Descartes del año 98 de la Gran Crisis, fecha que, en nuestra vulgar cronología, corresponde al día 13 de octubre de 1886. No extrañe usted mi largo silencio ni le atribuya a desdén. Su obra de usted fue leída al punto por mí con avidez y curiosidad, y releída luego varias veces con interés que ha ido siempre en aumento. Bien dijo él que dijo que el estilo es el hombre. Yo doy tal valer a la máxima, y me guío de tal suerte por ella, que creo conocer a usted,   —2→   con sólo leerle, como si le hubiera tratado íntimamente toda mi vida. Hay, en cuanto usted expone, la más profunda convicción, el entusiasmo más fervoroso y el más puro amor por el bien, de todo el humano linaje, por donde yo me persuado de que, en esa república, haga usted o no prosélitos, ha de ser usted considerado como varón virtuosísimo y excelente, respetado y querido por todos sus conciudadanos. Cuando el Caballero del Verde Gabán, yendo de camino con D. Quijote y Sancho, explicó a éstos su modo de vivir, sentir y pensar, Sancho le halló tan bueno y tan ajustado, según diríamos ahora, a sus ideales, que penetrando hasta sus entrañas las frases del Caballero, se las derritieron de ternura y se las encendieron en afectos de amistad y veneración, movido de los cuales se apeó del asno y fue a besar los pies aquel bendito hidalgo, a quien calificó y preconizó de santo a la gineta. Algo parecido me ocurrió a mí cuando hube leído la Circular de usted; y, abandonando mi espíritu sus vulgares ocupaciones, desechando sus cuidados prosaicos y mezquinos, apeándose también de su asno, saltó por montes y valles, atravesó el Atlántico, pasó la línea equinoccial, corrió por toda la extensión de la América del Sur, voló por cima de los Andes y llegó hasta la ciudad y casa de usted (calle de la Moneda, núm. 9), donde dio a usted un abrazo muy apretado. Pero, como esta visita y esta muestra de mis simpatías se hicieron   —3→   por arte etérea, ni usted ni el público se habrán percatado de nada, y así lo juzgo excusado escribir a usted, aunque tarde, y hablar de las ideas y planes de usted, cuya bondad me seduce, aunque de su realización me quepan dudas.

¿Quién sabe si lo que yo diga podrá ser útil por algún lado? Acaso valga mi escrito para divulgar en España el sistema de usted y ganarle parciales; acaso para remover inconvenientes; acaso para disipar estas o aquellas de las dudas que, como he dicho, me asaltan los sistemas y pensamientos de los hombres son o parecen mayores vistos desde lejos. Hay en ello algo de más mágico que en la linterna mágica. ¿Cómo negar que Augusto Comte y su positivismo han ejercido y ejercen aún grande influjo en toda Europa? Difundida por el laborioso, infatigable, fecundo y sabio Emilio Littré, la doctrina del maestro se dilata, desde París, por todas las regiones de la tierra; pero el talento crítico, frío y excesivamente razonador de Littré, despoja de fervor la doctrina y hace que llegue tibia hasta nosotros, como la claridad de la luna. En cambio, en la mente de usted, como rayos de sol en espejo ustorio, convergen y se reúnen todas las llamas y fogosidades de Augusto Comte, que, reflejadas así, abrasan, funden y volatilizan los corazones. Es más, y vuelvo a mi símil de la linterna mágica; lo que pensado y expuesto en París por   —4→   Augusto Comte, visto de cerca, me parece pequeño, como es pequeña la figurilla pintad en el vidrio, toma en el espíritu de usted colosales y magníficas proporciones, como el espectro que ya a larga distancia a proyectarse en cándido muro. En las elocuentes páginas de la Circular de usted palpitan brío tan noble, amor tan entrañable del bien de la humanidad y fe tan poderosa, que a pesar de mi maldito escepticismo, hay momentos en que me dejo arrebatar y traspongo, parodiando a Moisés, a la cumbre del monte Nebo, y me parece que descubrió la tierra prometida, o por mejor decir, que veo renovada toda la faz de la tierra y que la nueva Jerusalén baja engalanada del cielo con vestiduras relucientes de fiesta sin fin y de perenne consorcio. Por desgracia no es todo oro lo que reluce, y quién sabe si encajará aquí como de molde la manoseada cita que dice:


   ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!

Casi todos los preceptos que impone usted al género humano para que alcance sus más gloriosos destinos, son, a mi ver, tan sanos y beatificantes que no hay más que pedir, y si los siguiésemos sería el mundo un paraíso; pero aquí está el toque de la dificultad: en que usted va a predicar en desierto, como predicó mi santo y otros,   —5→   en que nadie va a hacer caso de usted y en que todos van a, continuar en sus vicios y malas mañas.

A usted se le antoja todo muy llano con tal de que el egoísmo se convierta en altruismo; pero ¿de qué medio nos valdremos para hacer esta conversión? Yo no quisiera calumniar la naturaleza humana; yo reconozco, aplaudo y proclamo los arranques generosos de que es capaz; pero ¿no habrá en el fondo de nuestro ser algo de radicalmente egoísta?, ¿Por qué pasa siempre por axiomática la sentencia de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, sentencia que no pocas personas avillanan transformándola en esta otra: cada cual arrima el ascua a su sardina? Usted mismo destruye, contradice o menoscaba el altruismo en la sentencia capital que pone al frente de su bello discurso. Vivamos, dice usted, para los demás: la familia, la patria, la humanidad.

Con esto concede usted cierta predilección a la patria sobre la humanidad, y a la familia sobre la patria, de suerte que mientras más estrecho es el círculo de los objetos amados, y más exclusivo es, y más cerca está de nuestra persona, como si fuese emanación o irradiación de la persona misma, más activo es el amor que se le consagra. No hay razón, pues, para que la progresión de amor quede incompleta, sin el término que en el texto de usted le falta, y que viene ponerse en él, natural y forzosamente, traído   —6→   por dialéctica impersonal e irresistible. Así es que el que lea el precepto y se decida a seguirle dirá en el fondo de su conciencia: yo amo y quiero amar a la humanidad y comprendida en la humanidad a la patria, y comprendida en la patria a mi familia, y comprendida en mi familia a mi persona. Con lo cual es indudable qué todo irá comprendido en el amor de la humanidad como en superior predicamento: pero sucederá que mientras más alto y comprensivo sea el término en esta escala de lo amable, más vacío estará de razones y motivos para ser amado, ya que cada uno de los atributos que constituyen las diferencias es en lo amable una razón y un motivo más para que lo amemos.

Amaremos a la humanidad por mil razones, pero dentro de la humanidad está la patria, para cuyo amor hay, sobre las mil quinientas razones más; y dentro de la patria, la familia, con otras nuevas quinientas razones, lo menos, y dentro de la familia, uno mismo, con todas las razones que hay para amar a la humanidad, a la patria y a la familia, y además con nuevas razones, fundadas en aquellos predicados o atributos que me diferencian, distinguen y determinan dentro de la humanidad, de la patria y de la familia. Resulta, pues, que el altruismo es falso, que no se da dialécticamente, que sólo puede amarse uno a sí mismo sobre todas las cosas, como no sea a Dios a quien ame. En mi sentir, uno puede amar más que a sí mismo, no   —7→   sólo a Dios, sino a todas sus criaturas, cuando las ama por amor de Dios; pero sin este amor de Dios, uno se ama a sí mismo más que a nadie.

Entiéndase que hablo, según dialéctica: con fundamento racional. Yo no niego que el ateo tétrico o práctico, el ateo que niega a Dios o que le arrincona y neutraliza, arda en caridad, que él llama altruismo, pero sostengo que entonces, con inconsecuencia dichosa y bella, ama a los demás seres por amor de Dios, sin saberlo, y negando a Dios, y no viendo el lazo misterioso que le une con los demás seres, y que es Dios y no puede ser sino Dios.

En este caso, la efusión generosa del amor, que se sobrepone al egoísmo, provendrá de cierta inclinación sublime, de cierto ímpetu instintivo, de cierto ciego impulso del alma que nos lance a la devoción, al sacrificio, a buscar el bien de los demás, aun a costa del propio bien: pero un sistema tan sabio como el de Augusto Comte no debe ni puede fundarse en esto. Además, si el altruismo fuese instintivo y congénito, no sería educable o asequible por educación. ¿Cómo íbamos a convertir en altruista al que fuese egoísta a nativitate?

Y si se me dice que las ciencias sociales y políticas, exactas y naturales, van a ordenar tan lindamente las cosas que acaben por hacer de suerte que el interés bien entendido esté en ser altruista, porque el bien general vendrá a ser el   —8→   mayor bien singular mío, y todo crimen, todo delito, toda infracción de la ley moral, no será sino un error, una mala inteligencia de mis propios intereses, una locura, en suma, diré que no me parece muy probable que las ciencias lleguen a conseguir tanto; pero que, si a tanto llegasen, no llegarían al altruismo verdadero, sino a que el egoísmo bien entendido produjese los mismos efectos que el altruismo más puro. Entonces, allá en la profundidad de cada conciencia, en las intenciones, habría devoción y caridad, o sórdido interés y bellaquería; pero en toda acción ejecutada, no habría sino necedad o discreción, cordura o locura. Los hombres, en la vida práctica, no serían buenos o malos, sino tontos o discretos, cuerdos o locos.

Ya ve usted que yo vengo a parar a una conclusión contraria a la de usted. Quita usted a Dios como base de la moral, y yo concluyo, por todos los caminos que tomo, por no hallar moral sin el concepto de Dios, que le sirva de base. Y no por los premios y castigos con que la moral se sanciona, lo cual es un sofisma de todos los ateístas al uso, sino porque Dios es el objeto y el fin y la razón del amor, cuando el amor no hace que nos amemos sobre todas las cosas. Dios es el centro de todo bien, el foco de la caridad, la luz y el fuego, que entiende e ilumina los corazones. Si usted le apaga nos quedamos fríos y a oscuras. Yo me encanto de leer la purísima moral que   —9→   usted predica, y que no es otra moral sino la cristiana; pero como usted me quita a Dios y me apaga su luz, me entran ganas de decir a usted lo que le dijeron al mono que enseñaba la linterna mágica con la luz apagada:


   ¿De qué sirve tu charla sempiterna,
si tienes apagada la linterna?

No, Sr. Lagarrigue, un creyente en Dios, que hace obras de virtud, no debe hacerlas por el egoísta interés de ganar el cielo, ni debe abstenerse del pecado para que no le echen a freír en las calderas de Pedro Botero, sino que debe decir a Dios:


   Aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera,

y ser bueno por amor suyo, o sea por amor del bien, no abstracto, sino vivo y personificado en Dios. Porque ¿dónde ha visto usted que nadie se enamore de abstracciones o de generalidades sin sustancia? Yo soy más positivista que usted y que Augusto Comte, en el recto sentido de la palabra, y no me cabe en la cabeza que nadie ame lo ideal, sino como manifestación y apariencia, imagen o trasunto de una realidad soberana; ni puedo convertir el nombre genérico que se da al conjunto de todos los hombres, y que es un concepto lógico vacío, en ser individuo, objeto de mi amor, a quien unas veces llame yo Humanidad,   —10→   otras Ente Supremo, y otras Virgen Madre.

Todavía comprendo yo, aunque no aplauda, que me niegue usted al real Ente Supremo y a la Virgen Madre, real y efectiva, a quien llaman los católicos María Santísima; pero lo que ya no se puede aguantar es que a la gran multitud de negros, chinos, europeos, hotentotes, cafres, indios, etc., me los sume usted bajo el denominador común de hombres y luego me convierta en Dios y en Virgen Madre esta suma. Enójese usted o no conmigo, he de decirle la verdad. Me aflige ver que un entendimiento tan delicado y alto cómo el de usted, un juicio tan sano y un corazón tan recto y amoroso, se trastornen y echen a perder por esta pícara manía que nos entró, hace siglos, a casi todos los españoles de nación, o casta y lengua, de seguir las modas de París. Yo confieso y declaro, sin envidia, si bien con algún estímulo de emulación, que en París todo se hace mejor y con más arte y gracia, desde la cocina y los trajes hasta los libros, pero elijamos, al menos, lo mejor con atento y atinado criterio, ya que no inventemos y hagamos algo original, no menos divertido, y no tan disparatado. De todos modos, el positivismo, tal como viene expuesto por usted en la Circular, con superior elocuencia de lenguaje que la de Augusto Comte, y con más poesía y entusiasmo que los de Emilio Littré, debe examinarse y refutarse hasta donde en cartas brevísimas sea posible.



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ArribaAbajo- II -

No comprendo que ningún optimista sea ateo, y menos comprendo aún que lo sea usted, que es el más optimista de cuantos optimistas he conocido.

Aunque yo no aplauda, me explico al pesimista tétrico que no acierta a conciliar la bondad y el poder infinitos de Dios con el mal moral y físico que hay en el mundo, y niega a Dios, prefiriendo la negación a la blasfemia; pero, si el mal es transitorio y ha de venir al cabo a resolverse en bien, resulta la plena justificación de Dios y el cumplido acuerdo de su bondad y de su poder infinitos con la perfección y excelencia de su obra, la cual aparece sin mancha, en la plenitud del tiempo, así en cada singular criatura, como en el conjunto o totalidad de la creación entera.

A mi ver, usted hace el más elocuente discurso que puede hacerse contra los ateístas al sostener (no diré al probar) que todo está divinamente; que cuanto existe va caminando a un fin dichoso, y que esta escena del Universo y este drama de la Historia terminarán en el más alegre desenlace, en una fiesta espléndida y en un perenne regocijo.

¿Por qué hemos de excluir de esta fiesta a Dios, que es, a lo que entiendo, quien nos la   —12→   prepara? Paso porque excluyamos de la fiesta al diablo, contra cuya voluntad y propósito se celebra; pero a Dios... me parece una ingratitud y una grosería.

Y, sin embargo, hasta sobre lo de excluir al diablo hay no poco que decir. Discurramos, no metiéndonos en muchas honduras, sino como pudiera discurrir un racionalista de medianos alcances.

Tal vez, diremos entonces, allá en el horror de la caída del Imperio Romano y de la civilización antigua, y durante la ulterior tenebrosa barbarie que duró hasta el Renacimiento, hubo de corroborarse el dogma de las penas eternas; pero este dogma repugna a los hombres de nuestro siglo por oponerse, a lo que ellos imaginan a la bondad del Altísimo, a quien convierte en tirano, enemigo de indultos y amnistías. ¿Quién sabe si, por esto, los más ilustres Padres de la Iglesia griega, y muy especialmente San Clemente de Alejandría, Orígenes y ambos Gregorios, de Nacianzo y de Nyssa, dejándose a arrebatar por las sublimes esperanzas que había infundido en sus espíritus el cristianismo, concibieron la fin del mundo según el gusto de ahora, creyendo que todo se resolvería en bien y que hasta el diablo habría de reconciliarse con Dios y ser perdonado? ¿Cómo excluirle de la magnificencia y pompa de la fiesta final y del júbilo perdurable? ¿Cómo no hacer que tenga término el dualismo, que la redención se complete, y   —13→   que haya bienaventuranza para todos, ora la obtengan unos más tarde y otros más temprano?

Sea de ello lo que sea, no cabe duda en que, así en la teología de toda religión revelada, como en la teología natural, fundada sólo en humano y racional discurso, es gran prueba de la existencia de Dios y hábil refutación de los más válidos argumentos de los que la niegan el afirmar la bondad infinita de la Providencia soberana y omnipotente.

Para llegar al error, lo mismo que para llegar a la verdad, hay cierto encadenamiento dialéctico. Cuando siguiéndolo, se llega por él a la verdad, la verdad brilla más clara. Cuando se va por él hasta el error, el sofisma se disimula, y el error tiene visos y vislumbres de razón y de ciencia. Y, por el contrario, el error anti-dialéctico, parece aún más disparatado, si cabe. Aplicado esto al ateísmo, se ve que el pesimista tiene fundamento racional en su extravío. Si todo está mal, si el hombre está condenado y si el Universo es un infierno y guerra perpetua la vida, preferible es negar a Dios a abominar de él. Pero si está bien todo, si nada puede estar mejor de lo que está, el ateísmo no se concibe.

Para mí es de toda evidencia que, así en el fondo de mi alma, como en el fondo del alma de todo prójimo mío, dado que como usted, crea en la felicidad, y dado que espere salvación, redención, buen éxito en cualquiera cosa, está el   —14→   convencimiento profundo de que ni él, ni ningún semejante suyo, ni toda la suma de sus semejantes, basta a salvarle, a redimirle, a hacer su ventura, y a ordenar las cosas todas según un plan indefectible y diestramente trazado a fin de que vengan a parar en general bienaventuranza en colmo de bienes. Tiene, pues, que suponer un ser inteligente y mil y mil veces más poderoso que él y que todos los hombres habidos y por haber en lo futuro, a quien deba tantos beneficios.

De esta consideración, harto fácil de hacer, nace que yo juzgue muy desatinado el ateísmo optimista y que no me inspire temor; que resulte chistoso, por implicar de parte del ateo el más extremado alarde de pueril vanidad, y que provoque a risa.

De la que a mí me cause espero yo que usted no se enoje. No recae en la persona, sino en la doctrina, que tantos y tantos filósofos y pensadores comparten hoy con usted, porque está de moda el ateísmo.

Entienden estos sujetos, que se jactan de ilustrados y progresistas, que Dios entra en el número de los obstáculos tradicionales, supersticiones y abusos, que todo buen liberal debe suprimir; que Dios es contrario a la ciencia, que Dios es contrario al progreso, y que, pasada la ya la edad de la fe, y viviendo, como vivimos, en la edad de la razón, es menester quitar a Dios del medio, como quien quita un estorbo. Así   —15→   pensaba en Europa Augusto Comte, así piensa la gran mayoría de sus discípulos, y así piensan y predican, usted en Chile, en Méjico D. Jesús Ceballos Dosamantes, a quien he escrito ya varias cartas, y en los Estados Unidos el coronel Roberto Ingersoll, de quien, por ser americano como usted y en Europa poco conocido, he de hablar con extensión en estas nuevas cartas que la Circular de usted me inspira.

Para evitar logomaquias conviene distinguir bien a Dios en sí del concepto o idea que de Dios nos formamos, por más que sólo le conocemos por este concepto o idea, a la cual, univocándola con Dios, llamamos Dios.

Debemos decir con el místico alemán Novalis: «Lo que se dice de Dios no me satisface, la sobredivinidad es mi luz y mi vida.» Esto es, que el verdadero Dios está muy por cima del concepto que yo de Dios me formo. Y si Dios está hoy muy por cima del concepto que de él me formo, ¿cuánto más no lo estaría del concepto que de él se formaban hasta los hombres de mayor santidad y de mayor entendimiento hace diez, veinte o treinta siglos, en el seno de una sociedad bárbara y ruda, mucho menos moral, más ignorante y más cruel mil veces que la de ahora? Cierto ingenioso amigo mío, glosando a su modo la célebre frase de que Dios está in fieri, en el llegar a ser, lo cual es indudable si se aplica a nuestro humano, racional y limitado concepto de Dios, siempre deficiente aunque va   —16→   siempre creciendo, decía que Dios hoy le llevaba mucha ventaja, pero que dentro de cierto número de años, sería él y valdría él mucho más que Dios ahora. Ocurriría, no obstante, que Dios en este tiempo habría ganado tanto que se le adelantaría mil veces más que ahora se le adelanta, y así hasta lo infinito, por manera que jamás su mente, ni ninguna otra mente humana, lograría alcanzar y comprender a Dios.

Despojado esto de su aparato paradoxal, que le da trazas de blasfemia, es afirmación juiciosa y hasta de mucha sustancia. Para el hombre que vive en la sucesión de los tiempos, y que vive breve y trabajosa vida, en el seno de las cosas finitas y caducas, no hay más forma de concebir a Dios que prestándole cuantas cualidades hay en el hombre, elevadas por la imaginación a infinita potencia. Si prescindimos, pues, del fetichismo más irracional y grosero o de un simbolismo anti-estético que tal vez representa y adora las fuerzas naturales por medio de monstruos, no hay religión ni teodicea o filosofía de lo divino que no sea antropomórfica. Sin duda por un esfuerzo de ingenio logramos abstraer de este concepto de Dios la sustancia material y reducirle a puro espíritu; pero este espíritu será siempre como el nuestro, magnificado y sublimado, en cuanto vemos en él de mejor o mejor nos parece.

De lo dicho se deduce que cuando la humanidad, en un período de civilización, o el individuo,   —17→   en un momento de su vida en que se ha ilustrado y pulido algo más de lo que estaba, llega o se figura que llega a ponerse por cima del concepto que de Dios tenía, le deseche por falso o por incompleto. Entonces el que llega a tal situación de espíritu hace una de estas tres cosas: o forma de Dios otro concepto más alto, o venerando y respetando el concepto de Dios, que tuvo y que ha desechado, prescinde ya de Dios en sí, porque le niega o le supone incognoscible, o bien, no sólo niega a Dios, sino que se vuelve furioso contra todo concepto que de él ha formado hasta su tiempo la mente humana, en su marcha progresiva, a través de varias evoluciones.

Esto último es lo más absurdo. Podemos llamarlo antiteísmo o enemistad a Dios. D. Jesús Ceballos Dosamantes y el coronel Roberto Ingarsoll son de estos enemigos en el Nuevo Mundo. En este viejo mundo hay tantos, que llenaría yo pliegos enteros con sólo citar nombres de los más famosos.

Por dicha, usted no pertenece a esta clase, sino a la clase de los que siguen el segundo camino. En esta clase hay mil grados y matices, pero, en fin, casi todos los que a ella pertenecen tienen el buen tino y mejor gusto de reverenciar las antiguas creencias religiosas, aun desechándolas ya. En ellas ven, en cada momento histórico, en cada evolución, la más fecunda causa de progreso y de mejora. El supremo ser que   —18→   imaginó el creyente fue, según ellos, el más alto ideal del hombre mismo objetivado, o dígase exteriorizado, para servirle de guía y de modelo.

Augusto Comte, Littré y usted son así; pero usted de modo más terminante y claro supera y vence a sus maestros en esta veneración de Dios en la historia. Para usted no hay hombre que valga lo que San Pablo después de Cristo y después de Augusto Comte. San Pablo para usted hubiera sido el Apóstol de las gentes en el positivismo si hubiera nacido ahora, y el más ferviente deseo que usted muestra es el de que le salga o le salte a Augusto Comte su respectivo San Pablo.

El respeto de usted hacia lo pasado, la equidad de usted, el imparcial criterio con que usted practica la máxima de distingue los tiempos y concordarás los derechos, son tales que, después de San Pablo, no hay hombre a quien usted ensalce más (y yo le aplaudo y me adhiero a las alabanzas) que a nuestro admirable San Ignacio de Loyola.

En todo esto, usted es fiel a Augusto Comte y a Emilio Littré; pero usted es más claro, más franco y más explícito. Caro, cuando nos pinta el estado del alma de Littré, después de haber negado, añade: «La filosofía positiva vino a cal mar todas las fluctuaciones de su espíritu, fijando su nuevo punto de vista, que es tratar las teologías como un producto histórico de la evolución humana, y convencernos de lo relativo de   —19→   nuestro entendimiento, y no afirmar ni negar nada en presencia de un inmenso incognoscible.» En nombre de la evolución histórica, se reserva Littré el derecho de no ser «el menospreciador absoluto del cristianismo y de reconocer sus grandezas y sus beneficios.» Littré va más allá: Littré confiesa que «no siente ninguna repugnancia a prestar oído a las cosas antiguas que le hablan en secreto y le echan en cara el que las abandone».

En esta situación de ánimo está usted lo mismo que Littré. Ambos piensan ustedes que hay incompatibilidad entre toda teología y el moderno concepto del mundo; pero ambos ven que las religiones entran en el tejido íntimo de la historia del desenvolvimiento humano, y así, al alabar este desenvolvimiento y la civilización a que nos ha traído, alaban las religiones que han creado o informado dicha civilización.

Y sin embargo, ambos niegan ustedes toda religión, si bien la niegan, no porque quieren, sino porque suponen que no pueden menos de negarla. Parodiando a Pío IX, dicen ustedes: Non possumus.

Tenemos, pues, a ustedes ateos, imaginando que lo son a pesar suyo, porque en el concepto del Dios de los creyentes no cabe el concepto que, según la ciencia, tienen ustedes o presumen tener de las cosas todas.

El conflicto entre la razón y la fe, entre la religión y la ciencia, se diría que es la causa de   —20→   todo. No parece sino que es ahora nuevo y recién nacido este conflicto, cuando en realidad, y entendido, no del modo burdo que le entienden Draper, Büchner y otros materialistas, sino por estilo sublime, es conflicto que existe desde que hubo hombre que se puso a filosofar. Elevado este conflicto a su mayor altura, es raíz de lo que llaman los místicos contemplación negativa, por la cual negamos a Dios todo lo que por afirmación le atribuimos: destruimos el concepto de Dios que por afirmación nos hemos formado. Y así, copiando aquí las palabras del iluminado y extático padre fray Miguel de la Fuente, diré «que Dios no es sustancia, porque es más que sustancia; ni es ser, porque excede infinitamente a todo ser, ni es bondad, porque es mucho más que toda bondad; y que Dios, en su ser esencial, no es grande, ni hermoso, ni sabio, ni poderoso, como nosotros le conocemos y le entendemos, porque es de otra muy diferente manera, la cual no la pueden comprender ni alcanzar todos los entendimientos juntos de hombres y de ángeles.» -«De aquí que cuanto lo supremo de nuestra alma puede entender y pensar de Dios, no es Dios.» Muchos santos llaman a este altísimo conocimiento de Dios ignorancia pura, tinieblas de luz inaccesible y falta absoluta de proporción entre nuestra mente y el ser de Dios, por lo cual, quien aspire a conocerle ha de cerrar los ojos.

Augusto Comte, Littré y usted los cierran sin   —21→   duda, pero de muy distinta manera, y así se quedan sin el concepto de Dios por afirmación y sin el más puro conocimiento de Dios que nace de la contemplación negativa.

Y como conservan ustedes la aspiración y el sentimiento religiosos, ya sin objeto adecuado y condigno, inventan y procuran difundir la nueva religión atea de la humanidad y de su progreso.




ArribaAbajo- III -

La moral que predica usted en su Circular religiosa es, a mi ver, la más pura moral cristiana, así en lo que es de precepto, cuya omisión o infracción es pecado, como en lo sublime, que puede llamarse de exhortación y consejo, a donde no pueden llegar todos y que se pone como término de la aspiración virtuosa. Usted convida a sus prójimos al desinterés, a la devoción, al sacrificio. No hay virtud cristiana, cardinal que usted no recomiende e inculque. La prudencia, la justicia, la paciencia, la generosidad, la longanimidad para perdonar las injurias, la fidelidad en amistades y en amores, y hasta la castidad y la continencia virgíneas. ¿Qué he de decir yo a esto sino que está muy bien? ¡Ojalá que fuésemos todos tan buenos como usted quiere, que ya andarían las cosas mejor y la tierra sería un trasunto o antesala del Paraíso!

  —22→  

La diferencia, con todo, entre la moral cristiana y la moral de usted y de los positivistas, no está en los preceptos y consejos, sino en la base en que éstos se fundan. La moral cristiana tiene base sólida y bastante para sostener todo el edificio. La moral de usted está en el aire, o al menos fundada sobre terreno movedizo, inseguro e insuficiente. Usted, como Littré, funda la moral en razones empíricas y mezquinas. Esto en cuanto al principio. En cuanto al fin, yo hallo que ustedes los positivistas degradan y malean la moral sometiéndola a lo útil, aunque sea lo útil colectivo, y buscándole un fin práctico fuera de ella misma.

Para mí, cuando están bien entendidos los términos, no hay discusión que valga contra la sentencia que dice: «El arte por el arte.» Y lo que digo en estética lo digo con más razón en moral. Yo no subordino lo bello a lo bueno, ¿cómo he de subordinar lo bueno a lo útil? Si lo subordinase, el fin justificaría los medios. La moralidad de cada acción se mediría por el provecho que sacásemos o que supiésemos que de ella íbamos a sacar para muchas personas, o para todas las que componen la nación o para todas las que componen el linaje humano. Esto sería muy peligroso y nos llevaría, con pretexto o motivo de hacer el bien, a incurrir en mil faltas y delitos, convirtiéndonos, con desmedida soberbia, en delegados y ejecutores de la Providencia o del Destino.

  —23→  

La Providencia, y para los que en ella no creen el Destino inflexible, es quien convierte el mal en bien, y no nosotros. Identificando lo bueno y lo útil vendríamos a justificar mil actos horribles que no sería difícil probar que tuvieron dichosísimos resultados. Tal tirano hizo que, triunfase en su país la unidad nacional, ejecutando infinitas barbaridades; tales bandidos fundaron la libertad y la independencia de su pueblo y aun extremando el argumento, bien se podría sostener que Caifás y Poncio Pilatos son dignos de gratitud y de encomio, ya que concurrieron como el que más, a la Redención, haciendo que crucificasen a Cristo. Filósofos modernos y exégetas hay, como Bruno Bauer y otros, que han hecho, siguiendo este modo de argumentar, la más brillante apología de judas Iscariote.

En cambio, cuando la moral pone en ella misma su fin, y no convierte en instrumento providencial consciente a cada individuo, la máxima del fin justifica los medios queda condenada y aparece en su lugar la hermosa máxima que dice: fiat justitia et ruat caelum.

No vale la distinción entre el egoísmo y el altruismo. No es para nosotros la utilidad más o menos general la medida de la moralidad de las acciones. El hombre bueno o justo hace lo que debe, suceda lo que suceda, aunque el universo se hunda.

Para el que tiene fe todo es sencillo y no hay conflicto posible. Cualquier acto suyo es el cumplimiento   —24→   de un mandato del cielo. Acaso no prevé su utilidad; pero en un sentido elevado, en el plan divino del conjunto de las cosas y de los sucesos, su acto será útil, si bien él le hace, no porque va a ser útil, sino porque hay una ley que se le prescribe.

Cuando en ocasiones, o ya en la vida real, o ya en dramas y novelas, vemos alguna virtud muy calamitosa, y sentimos cierto deseo de que el héroe o la heroína de la historia afloje un poquito en virtud que tantos infortunios acarrea, es porque estamos relajados, es porque no damos grande importancia al precepto moral, con cuya infracción se evitarían por lo pronto las calamidades.

No hace mucho tiempo asistí yo a la representación de un drama francés, cuya heroína es una comedianta.

No es La Tosca; es otro nombre italiano de otra prima donna, del cual, por más que hago, no logro ahora acordarme. Pero el nombre importa poco. Lo que importa es el caso, y el caso es que la comedianta es tan severa y tan púdica que de resultas unos se suicidan, otros se matan en desafío, otros son perseguidos por no sé qué tirano, y otros se mueren de hambre y de miseria. Si la comedianta, en vez de ser tan cogotuda, hubiese sido, como hablando de la feroz Lucrecia dice Lope en cierto famoso soneto,


...más blanda y menos necia,

  —25→  

e hubieran ahorrado todos aquellos trabajos y desazones.

Pero claro está que esta idea de mirar la virtud como perjuicio y estorbo, ocurre porque la virtud es falsa, porque en el drama o en el caso real se nota sensiblería de mal gusto que excita a tan grotesca broma. Cuentan que el infante D. Alfonso de Portugal disgustadísimo con que Amadís, por ser tan fiel a Oriana, tuviese tan desesperada a la princesa Briolanja, enamorada de él, hizo que el autor portugués de un nuevo Amadís, ablandase el corazón de este héroe y le moviese a ser caritativamente infiel, por donde se salvó la vida de aquella augusta y hermosa señora, y aun se dio vida a dos principillos gemelos, con ligero menoscabo de la gentil Oriana. Pero luego Garci Ordóñez de Montalvo volvió a poner la verdad en su punto, y convirtió a Amadís a su inmaculada fidelidad primitiva, sin la cual no hubiera acabado jamás la aventura de la Ínsula Firme, pasando por debajo del arco de los leales amadores, porque la estatua encantada le hubiera derribado con el espantoso son de su trompeta, en vez de celebrar su honestidad y su triunfo con una clarinada melodiosa y apacible.

Más patente se ve aún el peligro de subordinar lo bueno a lo útil, o de identificar ambas calidades, en el cuento de Voltaire, titulado «Cosi-Santa», linda dama de Hipona, cuya fidelidad conyugal dio ocasión a crímenes y desventuras,   —26→   y que luego, con ser tres veces infiel y con tres distintos galanes, salvó la vida de su marido, de su hermano y de su hijo. Por donde su pone Voltaire que Cosi-Santa murió en olor de santidad y hasta que la canonizaron y pusieron en su sepulcro:

Chico mal y mucho bien.

Y tal vez el infante D. Alfonso de Portugal y Voltaire y otros muchos sujetos así, de manga ancha, tendrían razón, si lo útil y lo bueno se confundiesen: si no hubiese, por cima y con plena independencia de toda utilidad, el deber, el decoro y la honra; si no resonase con imperio en el fondo de nuestra alma aquel mandato que tan bien expresa Juvenal, aun siendo gentil, estigmatizando al que consiente en


   ...vitam preferre pudori
Et propter vitam vivendi perdere causas.

Lo singular es que Littré, en el escrito titulado Origen de la idea de justicia, conviene en la distinción entre lo bueno y justo y lo útil. Dice que los que confunden lo útil con lo justo «causan detrimento al rigor de las nociones y a la claridad de las cosas.» Y confiesa también Littré que la inmoralidad inspira aversión; que es espontáneamente odiada y despreciada, aunque no cause ningún perjuicio. Después añade: «Cuando obedecemos a la justicia, obedecemos a convicciones muy semejantes a las que nos   —27→   impone la vista de la verdad. De ambos lados es mandato el asentimiento: ya el mandato se llame demostración, ya se llame deber.»

Tenemos, pues, que el deber no nace empíricamente y por experiencia, sino que se impone con imperio y graba sus irrevocables preceptos en la conciencia por buril penetrante y con indeleble escritura.

Imposible parece que, después de esta afirmación de lo absoluto, de lo imperativo y de lo independiente y superior a lo útil que es lo justo, venga Littré a fundar la idea de la justicia y de toda moral en la concordancia o equilibrio de dos impulsos, del egoísmo y del altruismo. Y más insuficiente, ruin y frágil aparece aún el fundamento de Littré cuando añade que dicho egoísmo y dicho altruismo proceden de dos necesidades del hombre: la de alimentarse y la de propagar la especie.

Aunque me tilden de criticón y descontentadizo, ¿cómo no he de reírme y burlarme de estos descubrimientos de la ciencia novísima ciencia de experiencia, de observación, que no da brincos, que va con pies de plomo y con el método más severo, y que después de mucho afanar, se descuelga con semejantes antiguallas, olvidadas ya de puro sabidas? ¿Quién ha de negar que dos cosas mueven al hombre, según afirma Aristóteles, chistosamente citado por el famoso Juan Ruiz, arcipreste de Hita; mantenencia y ayuntamiento con fembra? Es   —28→   verdad que el deseo de mantenerse y el de propagarse son los dos móviles primeros de todo ser con vida; de

Omes, aves, animalias, toda bestia de cueva.

como sigue explicando el bueno de arcipreste; pero es desatino poner en el hambre y en la lujuria el origen de ideas, de sentimientos y de pasiones de superior elevación. Sin duda que el arcipreste no escasea merecidas alabanzas al amor, encareciendo sus benéficos milagros: al hombre rudo le vuelve sotil, al cobarde valiente, al perezoso listo, y al mudo foblador lozano; pero si dejamos a un lado agudezas y discreciones ingeniosas, y consideramos el asunto con juicio recto, jamás sacaremos del afán de mantenencia y de ayuntamiento nada que nos distinga mucho de las animalias y de las bestias de cueva. Nuestro altruismo se quedará en raíz, en su embrión inicial y bestial, y no logrará elevarse sobre la tierra, transfigurado gloriosamente en amor de la patria, en amor de la humanidad toda, y hasta en amor de Dios, pues, aunque para los positivistas no haya Dios, los positivistas no pueden negar que el amor de lo sobrenatural y divino se da en el alma humana, aunque carezca de objeto.

El gorrión y el mico tienen más altruismo inicial o radical que nosotros y, sin embargo, no salen místicos, ni patriotas, ni mártires, entre los micos y entre los gorriones; y en punto   —29→   a progreso y mejoras siguen estacionarios.

Aun cuando concediésemos que el altruismo no es más que el instinto sexual trasformado en devoción, todavía no explica esto la idea de la justicia. Al decir Littré que la justicia es el equilibrio entre el altruismo y el egoísmo, pone sin caer en cuenta algo que no es altruismo ni egoísmo: la causa de ese equilibrio, la virtud que tiene en su fiel la balanza, la justicia misma, que es la moderadora de ambas tendencias, en vez de nacer de ellas.

Otro no menos sofístico origen empírico de la justicia imagina Littré: la idea de indemnización. Causamos un daño y es menester subsanarle, a fin de que el perjudicado no cause otro mayor mal.

Para evitar que nadie se indemnice o se vengue por su mano, se funda la autoridad pública. Y el castigo, además de ser como venganza, es como freno, es como escarmiento saludable.

Littré queda satisfecho con su explicación; pero yo creo que nada ha explicado. Aun retrocediendo con la imaginación a siglos remotos y sociedades bárbaras, todavía no es la justicia ni venganza, ni indemnización, ni medio de conservar el orden por temor del castigo, sino la virtud que regula y ejerce la indemnización, el castigo y aun la venganza, a fin de que indemnización, venganza y castigo sean justos.

Vuelvo, después de lo dicho, a mi primera   —30→   afirmación: la moral de usted es muy buena, pero carece de base.

La moral no puede fundarse empíricamente; tiene que fundarse en una metafísica o en una teología, y sus maestros de usted, Comte y Littré, arrojan del reino del espíritu a la teología y a la metafísica.

La teología fue primero. Por ella se empezó a educar la humanidad, pasando sucesivamente por el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo. De la teología, que se fundaba en autoridad, se pasó a la metafísica, que quiso fundar en raciocinio el conocimiento de lo trascendental y absoluto. Pero según los maestros de usted, pasó la metafísica como la teología había pasado.

Para ellos, en la historia de la civilización hay tres grandes períodos: el teológico, el metafísico y el positivo. Ahora estamos ya en el tercer período. El rasgo esencial que le caracteriza es el extrañamiento de la metafísica: su exclusión de la enciclopedia, de toda la ciencia, del cuadro de los conocimientos humanos. Este cuadro se compone de matemáticas, astronomía, física, química, biología y ciencia social.

Littré se desata en alabanzas de tan rara y fecunda invención de su maestro, y la encuentra llena de armonía.

No ve o no quiere ver una gravísima discordancia que lo invalida todo. El método de la ciencia primera, de las matemáticas, es distinto del método de las otras ciencias y hace de   —31→   las matemáticas como órgano o instrumento que habilita a la mente humana para adquirir la verdad.

Las matemáticas parten de principios inconcusos y proceden por deducción. Las otras ciencias parten de la observación de los hechos y se elevan a las leyes generales. Resulta de aquí que para que la observación y la experiencia sean fecundas y no erróneas, tenemos en las matemáticas guía infalible, pero sólo en lo que se refiere a la cantidad, al más y al menos. Y como por desgracia no hay matemáticas de la calidad (sobre todo para los que niegan la metafísica), la experiencia y la observación dan mezquinísimos o erróneos resultados en cuanto a la cantidad no se refiere.

Esta carencia de guía en lo que no es meramente cantidad se nota cada vez más mientras más complicada va siendo la ciencia. En la astronomía apenas se nota, porque apenas se emplea la astronomía sino en medir y en pesar o en evaluar masas, tamaños, fuerzas y movimientos. En física y en química, ya la carencia de matemáticas de calidad se advierte bastante más. En biología la dificultad crece, y por último en la ciencia social (moral y política) llega la dificultad a su colmo.

Y sin embargo, a mi ver, el recto juicio, la elevación de miras y la serena imparcialidad en la contemplación y estudio de los sucesos humanos, se sobreponen en Comte, en Littré y en   —32→   usted, a esa ciega negación de la metafísica y hacen que, sin querer, empleen ustedes a veces la mejor metafísica a par que la niegan, y que digan y sostengan cosas que a mí me parecen razonables y justísimas, por más que no vea yo, ni nadie, cómo las infieren sólo de la observación, de la experiencia y de las matemáticas. Que hay un orden y un plan en la historia cuya ley es el progreso; que Europa está predestinada y cumple esta ley desde hace cerca de tres mil anos; que las naciones que en la antigüedad hicieron más por este progreso fueron Grecia y Roma; que en los tiempos modernos ni los adelantos en las ciencias, ni la perfección de las bellas artes, ni el brillo de la literatura, ni el desarrollo de la industria se explicarían, como dice Littré, si se suprimiese uno solo de los grandes órganos del espíritu de la humanidad: Italia, España, Francia, Inglaterra y Alemania. Todo esto me parece muy atinado. Yo voy casi hasta a dar la razón a Littré cuando afirma que los tres tiranos más retrógrados, los que más se han opuesto a la ley del progreso, han sido Juliano el Apóstata, Felipe II y Napoleón I.

Lo que me aflige y lo que me llevaría a perdonar a Juliano el Apóstata, a Felipe II y a Napoleón I el haber sido tan retrógrados, es la idea de usted de que el término de tanto progreso será convertir a la Santísima Trinidad en Humanidad, Tierra y Espacio, tres personas, una de las cuales, la Humanidad, es además la Virgen   —33→   Madre a quien, según usted asegura, hubiera adorado Fray Luis de Granada si hubiera vivido en nuestros días.

Siento extenderme demasiado, pero yo deseo rebatir ciertas ideas de usted y de sus dos maestros, y demostrar que con Santísima Trinidad por el estilo y Virgen Madre tan rara, no son posibles moral, política y ciencia social con lógicos y sólidos fundamentos.




ArribaAbajo- IV -

Cuando alguien censura la prolijidad y el reposo con que voy estudiando el folleto de usted, digo yo para disculparme que en él se tocan todas las cuestiones y que su propósito es la renovación del mundo, convertido en Edén luminoso, la paz perpetua, el crecimiento harmónico de la sociocracia universal y otras mil estupendas e inauditas felicidades. El asunto merece, pues, que le consideremos con atención.

Todo ello y más ha de lograrse con una buena moral; la de usted es excelente, y yo no niego que la moral es medio adecuado y eficaz para llegar a donde nos proponemos.

En lo que no estoy conforme es en que la buena moral pueda existir sin un fundamento metafísico o religioso.

No veo la necesidad, ni siquiera la conveniencia de esa impiedad de que usted hace alarde y   —34→   que cuenta hoy con ilustres divulgadores y apóstoles en todo el Nuevo Mundo.

No demuestra esto que las creencias se vayan perdiendo ahí, sino la actividad intelectual y la libertad completa de conciencia y de palabra, la cual da razón de sí, tanto en el aumento y prosperidad de la Iglesia católica, que levanta en Nueva York y en otras grandes ciudades catedrales espléndidas, como en el nacimiento de sectas cristianas disidentes; como en la propagación de las más extrañas religiones, por ejemplo la de Budha, que ya tiene en Boston sectarios y templo; como en la predicación del ateísmo en todos sus grados.

El más singular, ingenioso y elocuente predicador del ateísmo en toda América es, en mi sentir, el coronel Roberto Ingersoll. Hombre de no escaso saber, de variadísima lectura, atento y enterado de cuanto se piensa en Europa, se puede afirmar que es un positivista como usted. Véase lo que dice de Augusto Comte. «En el cerebro de este hombre grande despunto la aurora del día dichoso en que la humanidad será la única religión, el bien el único Dios, la felicidad general el único propósito, la indemnización la única pena, el error el único pecado, y el afecto, guiado por la inteligencia, el único Salvador del mundo. Esta aurora enriqueció la pobreza de Augusto Comte, iluminó las tinieblas de su vida, pobló su soledad con millones de seres que han de nacer para la progresiva ventura,   —35→   y llenó sus ojos de tiernas lágrimas de satisfacción y de orgullo. La gloria de Napoleón se disipará: sólo se recordarán sus crímenes: y Augusto Comte será fervorosamente acatado y amado como bienhechor de la especie humana.» A fin de llegar a esta meta en la carrera de nuestro progreso, a fin de entrar en el Edén y gozar de todos los sazonados frutos del árbol de la ciencia, importa arrojar a empellones al querubín de la superstición que defiende la puerta, y arrancar de su diestra la espada de fuego.

Por esto Ingersoll es más enemigo que usted de la religión, y de Dios sobre todo.

Para él, uno de los más benéficos sabios que hay ahora en la docta Alemania, es Ernesto Haeckel, «no sólo porque ha demostrado las teorías de Darwin, sino también la monística concepción del mundo. Haeckel ha demostrado que no hubo, ni hay, ni pudo haber Creador de cosa alguna. Ingersoll celebra mucho también a Herberto Spencer, pero se le deja atrás. Conviene con él en que toda ciencia nace de la observación de los sentidos: pero no se limita al agnosticismo de lo demás. Al poner lo desconocido, lo tal vez para siempre incognoscible, se afirma en cierto modo que existe o que puede existir. Dios es, por lo menos, una conjetura. Y si para la ciencia de nada sirve, Dios queda para que el alma humana llegue a él por la fe y por el amor,   —36→   y de él se valga para fundar sociedad, leyes y preceptos morales.

Nótese cómo del agnosticismo pudiéramos llegar a un sistema irracional profundamente religioso. Al cabo Bonald, de Maistre y Donoso Cortés, no llegaron de otra suerte a su empecatada y tiránica teocracia.

De aquí que Ingersoll no se contente con ser agnóstico. No dice que no sabe de Dios, sino rotundamente niega que exista. Así lo va predicando por escrito y con la palabra hablada.

Es Ingersoll alto y fuerte, hermoso de rostro, blanco y rubio, casi sin barba, simpático y elocuentísimo. Da conferencias en teatros y en grandes salones, ya a duro ya a dos duros la entrada, y la multitud acude a oírle y le aplaude con entusiasmo. Sus discursos tienen todos los tonos. Ya son tan floridos, líricos y abundantes como los de Castelar, a pesar de la concisión de la lengua inglesa, ya patéticos y tiernos, ya trágicos y terribles, ya chistosos y amenos hasta rayar en la chocarrería. Su casa está en Washington donde vive elegantísimamente, entre pinturas y lindos objetos de arte, pero de vez en cuando sale a predicar, y ya predica en Filadelfia, ya en Nueva Orleans, ya en San Francisco, ya en Chicago.

Sus conferencias corren impresas en lujosas ediciones, de que se venden miles y miles de ejemplares. Para el vulgo pobre se ha hecho en Chicago   —37→   un Catecismo o Vademecum, titulado Ingersolia, joyas del pensamiento, donde está reunido lo más sustancial y capital de este apóstol.

Coincide Ingersoll con usted en el profundo, y a mi ver, sincero amor a la humanidad; pero se extrema más aún que usted en creer lo contrario de lo que piensan los deístas y los católicos: en que ese amor a la humanidad se funda en el amor de Dios. Para Ingersoll el amor de Dios se opone al de la humanidad, y por eso le odia. Uno de sus argumentos es decir que, si Dios se le llevase al cielo y él supiese allí que su mujer, o algún hijo suyo, o algún amigo, mientras que Dios le daba a él bienaventuranza, estaba atormentado en el infierno por toda una eternidad y con atroces castigos, sería él un villano y un miserable si no dijese a Dios: o tráigame aquí también a los míos, y no me los maltrate tan ferozmente, o envíeme con ellos, que yo no quiero esta infame gloria que me concede.

Harto se nota que tales argumentos podrán ir contra determinados dogmas de ésta o de aquella religión positiva, por los cuales dogmas volverán los teólogos de la dicha religión; pero en nada quebrantan la firmeza del alto concepto metafísico y racional que de Dios nos formamos.

Por lo demás, en la moral y en los arreglos, usted e Ingersoll coinciden, salvo que en la Circular no entra usted en tantos pormenores como el yankee.

  —38→  

Su moral parte de la sentencia famosa mens sana in corpore sano.

De aquí que Ingersoll dé muchas reglas para la higiene y buena alimentación. Good cooking is the basis of civilization. La buena cocina, dice, es la base de la civilización. Así es que el Coronel recomienda a todas las mujeres que aprendan a guisar y a todos los maridos que den qué guisar en abundancia a sus mujeres. Sin esto no hay rica sangre en las venas, ni pensamientos sublimes, ni valor, ni paciencia, ni nobles impulsos. Todo proviene de buenos y suculentosbeefsteaks. Así es que Ingersoll quiere que un beefsteakse haga muy bien: explica el modo de hacerle; y propone que se promulgue una ley castigando como un crimen, con bastantes días de cárcel en negro calabozo, al que o a la que condimente un beefsteak malo, sobre todo echando a perder un buen solomillo. En suma, el arte culinario es para Ingersoll una de las bellas artes. Es como la música y la poesía; y, además, da ser a la poesía y a la música.

Pero elevándose luego Ingersoll, no es menos sublime que usted en sus moralidades. La mujer no se puede quejar de los positivistas; todos la adoran, todos la ponen por las nubes. Ninguno quiere, es cierto, que sea electora, ni guerrera, ni diputada, ni ministra; pero es porque todos le dan más alta misión y más hermoso empleo. La mujer será la diosa, la santa, la musa, lo ideal, lo celeste. Cuando estemos   —39→   en pleno positivismo, la mujer, como dice usted, desplegará mayor virtud, alcanzará felicidad y gloria sin iguales. «Fuente inagotable de los más puros afectos, ella será el símbolo de la abnegación y de la ternura. En la más augusta de las funciones, la de madre, creará fervientes servidores de la humanidad; en su carácter de esposa, endulzará la existencia del hombre y le alentará al cumplimiento de sus deberes; como hija, fortalecerá en el padre el más altruista de los sentimientos, la bondad. Para todas las condiciones sociales será la mujer divina Providencia. Su santa imagen resplandecerá en los altares, domésticos y públicos.»

Antes de que llegue el triunfo del positivismo, la mujer hará más que el hombre para este triunfo. Usted así lo espera, y sobre todo de la mujer española o de casta española, ya que es de la casta o patria de la sublime Santa Teresa. Unas, las escritoras, guiarán a los hombres con sus escritos. Otras, presidiendo el salón social, ejercerán influjo intenso y saludable. «Coronadas de modestia, dulzura y pureza, reinarán sobre los hombres, encaminándolos con persuasivas insinuaciones al positivismo. Talentos perdidos, voluntades inertes, recibirán de ellas luz y vida. A cuantos las conozcan alcanzará su radiante inspiración. Y muchos seres decaídos, que veían ya cerrada la senda de una digna existencia, emprenderán, regenerados del todo y sin mirar hacia atrás, una fructuosa carrera de   —40→   servidores del linaje humano. Esas santas mujeres serán, ciertamente, madres espirituales de innumerables hombres, hechos de nuevo con su bendito influjo. Completamente desinteresadas en su celo religioso, gozarán de altruista satisfacción al ver cómo aumentan los buenos obreros, crece la buena doctrina y la sociedad se constituye sobre bases inconmovibles.»

Ingersoll no es menos entusiasta que usted de las mujeres. «Los hombres, dice, son encinas, las mujeres vides y los niños flores; y, si hay cielo, la familia es el cielo. El cielo está donde la mujer ama a su marido y el marido ama a su mujer y los redonditos brazos (dimpled, con hoyuelos) de los niños enlazan el cuello de ambos.»

En el hogar está el templo, la bienaventuranza, la gloria del hombre, y de este templo es la mujer divinidad y sacerdotisa a la vez. Sin este templo, el mundo sería un horror, y los seres humanos bestias feroces. Así da Ingersoll a la mujer no menos redentora, beatificante e inspiradora misión que la que usted le atribuye. Para ello entra en pormenores y hasta prescribe que la mujer se vista y se adorne mucho, con aseo y de última moda. «Yo digo a toda muchacha y a toda mujer, aunque la tela del vestido sea barata y ordinaria, que el vestido esté cortado y hecho in the fashion. Gusto también de joyas. Alguien censura como uso bárbaro el llevar muchos dijes; pero, a mi ver, el llevarlos es la primera   —41→   prueba que da la persona bárbara de que desea civilizarse. El adorno está en nuestra condición natural, y tal deseo se advierte por dondequiera y en todo. A veces imagino que este deseo, sentido por la tierra, hizo brotar las flores, pintó las alas de mariposas y libélulas, cuajó las perlas en las conchas, y dio a los pájaros su plumaje y su canto. ¡Oh, mujeres solteras y casadas, si queréis ser amadas, adornaos, y si queréis estar bien adornadas, sed hermosas!» Justo es confesar que el respeto, el amor y la delicada consideración a la mujer en ningún país rayan más alto que en los Estados Unidos. Los hombres, luchando allí con la naturaleza para domarla y hacerla útil a nuestra especie, buscando o creando la riqueza, y en otros negocios prácticos, que son raíz de la poesía, pero no son la poesía, dejan y casi prescriben que sean poéticas las mujeres. Ellas procuran cumplirla prescripción, y con frecuencia la cumplen. Suelen ser bonitas y gallardas. Con cierta libertad e independencia, que les dan el carácter y la costumbre, en los ademanes, en la palabra y hasta en el andar, tienen lozanía, majestad y brioso aun que honesto desenfado, como el de Diana cazadora. El respeto de que todos los hombres las rodean, sin piropearlas con impertinente grosería, cuando las ven solas, hace que puedan ir solas sin que las vigile o las chaperone ninguna dueña. Y sin pedantería, sino naturalmente, estudian mucho de ciencias, y de literatura, y a   —42→   veces hablan varias lenguas vivas, y no es raro que sepan también latín y griego.

De aquí que esa misión civilizadora, beatificante e inspiradora de la mujer, tal vez no se ve más clara, en parte alguna, que en los Estados Unidos.

La hermana del actual presidente de aquella república, miss Rosa Isabel Cleveland, notable escritora, ha querido cifrar y condensar, en el más elocuente y sentido de sus Estudios, esta misión de la mujer. Estriba en una virtud que mis Cleveland llama fe altruista, y éste es también el título de su Estudio.

Por dicha para todos nosotros, aunque sea desgracia para usted, para Ingersoll, y aun para Comte y Littré, esta fe altruista, o dígase fe en otro y no sólo en uno mismo, brota, según la hermana del presidente, no de la negación de Dios, sino de la fe en Dios.

La mujer es más capaz de fe que el hombre, y esto la habilita para ejercer una función social de la mayor trascendencia: descubrir la aptitud del amigo, del hijo, del hermano, del amante o del esposo, revelará él su propio valer, alentarle y entusiasmarle, y darle impulso para que cumpla su vocación y su destino.

El prototipo y dechado de esta fe altruista le halla miss Cleveland en Cadiyah, primera mujer de Mahoma, que descubrió cuánto valía Mahoma, y le amó y le animó y le confortó cuando por los hombres todos era desdeñado. El Profeta,   —43→   victorioso ya y en toda su gloria, recordaba siempre con lágrimas de amor a su Cadiyah, que murió anciana, y no se consolaba de haberla perdido. Su hermosa y joven esposa, Ayesha, le dijo. «¿Por qué no te consuelas? ¿No era ya anciana? ¿No te ha dado Dios, en lugar suyo, otra mujer mejor?» El Profeta respondió entonces con efusión de honrada gratitud. «No hubo nunca mujer mejor que ella. Ella creyó en mí cuando los hombres me despreciaban.»

Yo encuentro este oficio muy propio de la mujer y creo que ella con frecuencia le ha ejercido. Por cada Onfale, por cada Dalila, causa de perdición de Hércules y de Sansones, ha habido siempre miles de Cadiyahs para todos los Mahomas chicos y grandes.

El oficio, sin embargo, no he de negar yo que es para la mujer harto peligroso. El primer peligro es el engaño en que puede caer la mujer, creyendo descubrir la aptitud de sabio, de poeta, de héroe o de santo, en el hombre que tal vez la atrae y la fascina por otras aptitudes. Y es el segundo peligro que, aun no equivocándose en el descubrimiento de la buena aptitud, puede ocurrir que la mujer descubridora la halle en hombre que sea, en todo lo demás, indigno, perverso e ingrato. Cadiyah acertó en todo con su Mahoma; pero no acertó en todo, por ejemplo, Mad. de Warens con su Rousseau. Sin ella Rousseau quizás no hubiera sido nunca mucho más que lacayo; pero Rousseau, en lo tocante   —44→   a gratitud, siguió lacayo y se quedó a infinita distancia de Mahoma.

Pongo aquí esto como aviso y reparo para que las mujeres, cuando cadiyehen, lo hagan con la debida circunspección; pero lejos de tirar a la invalidación del discurso de miss Cleveland, le aplaudo y acepto la doctrina. Nada más útil y agradable que el cadiyého. Es verdad que madres y hermanas pueden ser Cadiyahs; pero lo más común es que lo sean las enamoradas. Por eso el cadiyého está en íntima relación con el flirt.

En el Maestro de ustedes, en el Mahoma de ustedes, en Augusto Comte, se advierte la verdad de esto que digo. Su verdadera Cadiyah es la amiga; es Clotilde de Vaux. Las otras dos mujeres son como a-lateres y nada más.

La una resucita en el recuerdo evocado por Clotilde: la otra es como apéndice del afecto a Clotilde: Rosalía Boyer, madre del Maestro, y Sofía Bliaux, su hija adoptiva.

Entusiasmado usted con esto, coincide con miss Cleveland en la exaltación de la mujer y en su nobilísima misión de descubridora y aguzadora de aptitudes. Elocuentísimo está usted en todo esto, y quisiera yo citar mucho de lo que usted dice; pero aquí no cabe. Baste con algo.

«Preciosa -dice usted- es la intervención de la mujer en las labores del hombre. Dada su índole altruista, ella es quien sabe despertar las más santas emociones de donde sólo emanan acciones fecundas. En este sentido idealizola la   —45→   Antigüedad en las Musas, y la Edad Media en la Virgen Madre, que resume a las Musas completamente purificadas. Pero cábele al Dante la gloria insigne de haber cantado proféticamente en su maravilloso poema la función normal de la mujer. Es su amada Beatriz quien le salva de sus extravíos, quien disipa las dudas de su espíritu, quien enciela su alma.»

De esta suerte convierte usted a Dante en uno de los precursores del positivismo.





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ArribaAbajoEspaña desde Chile

A don Jorge Huneeus Gana

No puede usted figurarse, distinguido y generoso amigo, el susto que me ha causado, sin quererlo ni preverlo.

Hace justamente tres años recibí una carta de usted pidiéndome noticias sobre mi persona y escritos y sobre literatura española en general. Era tan amable la carta, que, si bien yo no conocía a usted y apenas atiné entonces a descifrar la firma, no quise dejar la carta sin contestación. Tomé la pluma y contesté a todo correr lo que se me ocurrió en aquel momento.

Yo no hago borrador de nada mío, y menos de cartas. Aunque hiciera borrador no le guardaría. En cuanto a las cartas que recibo, rompo las más. Sólo reservo las muy interesantes. La de usted, sin lisonja, hubo de parecérmelo. Doy por evidente que la reservé sin romperla.

  —48→  

Pero en el resultado final confieso que es idéntico que yo rasgue o guarde las cartas. Guardarlas equivale a echarlas en un caos, en un abismo; tal es el desorden de mis papeles. Y cuan do el cúmulo de ellos, que en este abismo cae, rebosa, digámoslo así, ya en una mudanza, ya en un viaje, ya sólo por obra y gracia de la limpieza ordinaria, la escoba del criado, el fuego o bien otro elemento destructor se los lleva o los consume.

No ha de extrañar usted ni atribuir a poco aprecio de parte mía el que yo ignore si la carta de usted se destruyó o está aún escondida entre papeles míos. Cúlpese mi falta de orden, falta que lamento, pero de la que nunca supe ni sabré enmendarme.

Apunto aquí todo esto para explicar con franqueza por que a poco sin duda de recibir la carta de usted y de contestar a ella, tenía yo completamente olvidadas la carta y la contestación. A los tres años (perdónemelo usted) yo, dada mi condición natural, no podía recordar a usted ni menos que le había escrito.

De aquí mi sorpresa y mi sobresalto cuando alguien que recibió, días antes que yo, los Estudios sobre España, me dijo que su autor, un chile no, publicaba en el citado libro cierta carta mía, donde le hablaba yo de literatura y de literatos españoles.

¿Qué habré yo dicho, imaginando que mi carta no se daría al público con mi firma, y tal vez   —49→   en un momento de mal humor? Esta era la pregunta que yo me hacía.

Luego que recibí los Estudios sobre España, busqué mi carta, la leí y se me quitó un peso de encima. Se me figura que estuve juicioso. Nada de censuras crueles contra nadie, y nada tampoco de encomios exagerados. Sólo tuve y tengo que lamentar mi absurdo olvido (tan a escape y sin pararme a pensar hube de escribir a usted) de no pocos nombres de personas ilustres en la lista que yo le enviaba. Por lo mismo que le tengo más presente y que en mi sentir vale más que los otros, no puse, por ejemplo, entre los autores dramáticos a D. Manuel Tamayo y Baus. No menté entre los poetas ni a Rubí, ni a Sánchez de Castro, ni a José Alcalá Galiano, que es a mi ver de los mejores, y además sobrino mío. En suma, omití nombres que por todos estilos eran más dignos de memoria para mí y para todo el mundo que bastantes de los que cité.

Fuera de estos deplorables defectos, repito que mi carta me pareció juiciosa. Su lectura me devolvió la tranquilidad.

Y no suponga usted que el haberla perdido implique algo de singular doblez en mi carácter; que yo por modo de ser propio, celebre en público y muerda en secreto. Nada más contrario a mi carácter. Lo que sucede es que, en el día, hay en España una propensión general a incurrir en ese vicio, contra el cual clamo yo siempre,   —50→   pero del que temo dejarme llevar como todos.

Y no es falsía endémica, no es perversidad colectiva de la que todos estemos plagados; es que todos estamos muy abatidos y en el fondo del alma nos juzgamos con harta severidad. De aquí la maledicencia, sin que la cause la envidia ni otra pasión ruin. Y en cuanto al encomio, público disparatado, que comúnmente se llama ahora bombo, es una inevitable mala mafia que hemos tomado. La llamo inevitable, porque son tales el tono y el estilo que prevalecen: que toda alabanza moderada y razonable suena como desdén y menosprecio.

Dicho esto, que debo yo decir aunque me haga pesado, voy a hablar de su obra de usted. Consta de dos tomos (cerca de mil páginas entre los dos) tan llenos de noticias sobre mi país, que no me explico cómo me escribió usted pidiéndomelas cuando podía dármelas y cuando ahora en efecto me las da.

Con vergüenza lo declaro: yo no he leído ni la quinta parte de los autores contemporáneos españoles, cuyas obras usted examina: ni por el nombre sólo conocía yo a la mitad de ellos. Se ve que usted ha hecho que le envíen a Santiago de Chile, y que ha estudiado con amor, cuanto en España se ha escrito y publicado en este siglo.

Joven usted de poco más de veinte años, entusiasta y fervoroso amante de su patria, extiende este amor a la metrópoli, a la madre de   —51→   su patria, y se pinta y nos pinta una España vuelta a su más radiante esplendor, ilustradísima, fecunda hoy como nunca en claros in genios, en poetas, sabios y artistas.

Líbreme Dios de denigrar a mi país. Líbreme Dios hasta de formar de él pobre concepto. Pero no por modestia, sino por justicia, no quiero, ni puedo, ni debo aceptar tanta alabanza, como la generosidad de usted y su afecto filial nos prodigan. Si insisto en afirmar, como en mi primera carta a usted afirmaba, que «en España se nota hoy cierto florecimiento literario, y no se escribe poco», todavía hallo que, desde esta afirmación mía hasta el triunfante panegírico de usted, media distancia enorme. Por mi calidad de español me considero, pues, obligado a la más profunda gratitud hacia usted, y por lo que usted dice de mí, a gratitud aún más profunda; a mostrársela, y a declarar que rebajo nueve décimas partes de mi ración de elogios, atribuyéndolos a bondad magnánima de usted, y me doy por pagado y contento con la otra décima parte. No me es lícito disponer del incienso que usted da a los demás escritores españoles, pero me atrevo a aconsejarles que acepten sólo la mitad o la tercera parte, y consideren el resto como despilfarro que usted hace, arrebatado por su cariñosa largueza.

Esto nos conviene hacer, agradeciéndolo todo. Pero ¿es buen medio de agradecer, dirá usted, y si usted no lo dice no ha de faltar quien lo   —52→   diga, que los mismos encomiados echen en cara al autor los extravíos de crítica que presuponen sus encomios.

A esto respondo que no me queda otro re curso. Al libro de usted no puedo responder con el silencio, ni puedo tampoco faltar a la sinceridad en lo que responda. Por dicha, esos extravíos se justifican o disculpan con razones que honran a usted muchísimo. Nacen de su entusiasmo juvenil y de su amor a los de su casta y lengua. Ya usted se corregirá en otros libros que escriba, y será justiciero o más sobrio de admiración.

Entretanto, aun exponiéndome a que digan los maldicientes que nosotros, a pesar de ser casi antípodas, nos escribimos para piropearnos y nos armamos de sendos turíbulos eléctricos, a fin de que el incienso mutuo trasponga el Atlántico y la cordillera de los Andes y nos adule las narices, no quiero callarme ni dejar de sostener que me maravilla el extraordinario saber y la abundantísima lectura que su libro de usted demuestra.

Cuadro completo de la España política, social, científica, artística y literaria, en el siglo presente, el libro está dividido en tres partes. La primera: Estudios generales. La segunda: Estudios bibliográficos. Y Estudios literarios, la tercera. En los tres Estudios se advierte un espíritu de contradicción, exaltado por ese malhadado y   —53→   pretencioso menosprecio, que, como dice usted, hay en Chile, aunque ya va de caída, contra todo lo español. Esto convierte su libro de usted en defensa o apología; esto disculpa, en cierto modo, la exageración en las alabanzas.

He de confesar a usted también que en ellas advierto desproporción: a saber, que con muchos es usted tan pródigo, que proporcionalmente es corto con otros. En absoluto, a casi todos, en mi sentir, empezando por mí, nos tasa usted en bastante más de lo que valemos.

Como es usted tan joven, y como nos declara con delicada modestia que su libro no es libro, sino notas y proyectos para escribir un libro, los cuales proyectos y notas saca prematuramente a luz, cediendo a los ruegos de un amigo, mis observaciones no deban valer como censura. Si yo las pongo es para que valgan, aunque sean en daño mío, cuando aparezca esa otra obra más meditada y más completa que, según usted nos anuncia, acaso pueda escribir algún día.

Dispénseme usted que insista, hasta con pesadez en mis reparos. Lo hago por el interés que usted me inspira, y que no tiene que agradecerme, ya que la apología de usted, si no pecase por desproporción ni por exageración, nos lisonjearía más y nos sería mucho más útil.

Esa misma desproporción, que noto yo en sus juicios de usted, no nace de parcialidad apasionada, sino de que usted o bien conoce a unos autores más y por eso los celebra más que a los que conoce menos, o bien por ser su obra un conjunto de estudios hace usted resaltar a los que son objeto especial de cada estudio, y deja a los   —54→   otros eclipsados o en la sombra. De aquí que Revilla, Bactrina y yo, salgamos mejor libra dos que los otros, salgamos encomiados con exceso.

Fuera de esto, y cuando habla usted en general, muestra usted en sus juicios la equidad y el tino más benévolos, sin que los ofusque ningún espíritu de partido, del cual, por lo mismo que vive usted tan lejos, no puede dejarse influir. Así tienen, a mis ojos, tanta autoridad las sentencias de usted en desagravio de los autores españoles, injustamente maltratados por críticos españoles. Su voz de usted viene, desde el otro extremo del mundo, a dar la razón a quien la tiene y a tildar de injustas, de apasionadas y de falsas no pocas censuras.

Salvo algún levísimo error en los pormenores, disculpable en quien escribe sobre cosas de aquí desde tan lejos, me parece usted discretísimo y guiado por alto e imparcial criterio, cuando dice que «la crítica estrecha y pequeña no se estila hoy sino cuando se quiere rebajar, con el insuficiente apoyo de yerros aislados y de versos sueltos, méritos verdaderos que por fortuna resisten siempre tan poco elevados ataques.»

«Digan esto por mí, añade usted, las reputaciones de Zorrilla, Gil y Zárate, Rubí, Escosura, Mesonero Romanos, Duque de Rivas, Martínez   —55→   de la Rosa y otros, que tan gloriosamente han resistido las malignas críticas de Villergas; las de Velarde, Ferrari, Cánovas y otros, que no han sufrido ni sufrirán nada con los sermones apasionados de Clarín: las de Echegaray, Cano y Sellés, que se abrillantan más cada día, a pesar de las nimias observaciones de Cañete; y las de Menéndez Pelayo, marqués de Valmar, marqués de Molins, conde de Cheste y otros más, para cuya justa apreciación el público ilustrado desprecia las pueriles invectivas de Venancio González (Valbuena).»

No quiero ni puedo extenderme más sobre la primera y la tercera parte de los Estudios de usted.

Voy a decir algo sobre la parte segunda: sobre los curiosísimos Estudios bibliográficos.

La idea de hacerlos, según usted mismo confiesa, se la sugirió a usted Menéndez Pelayo; pero es justo asegurar que, atendido el modestísimo título de notas y proyectos, la tal bibliografía es rica y no deja de estar a veces bien razonada o comentada. Es un catálogo de libros franceses, italianos, ingleses, alemanes, hispano-americanos y yankees, que tratan de España, y que pasan de cuatrocientos, aunque usted sólo cita los que se han publicado desde 1808 hasta ahora.

Ya que su obra de usted sobre España no es definitiva y ya que usted piensa mejorarla y completarla con el tiempo, usted me perdonará las siguientes observaciones y excitaciones:

  —56→  

1.ª Que ponga en este catálogo orden que facilite buscar en él cualquier libro: ya sea el orden por materias, ya alfabético por nombres de autores, ya cronológico.

2.ª Que añada cuantos libros faltan o sepa usted que faltan por citar, a fin de que el catálogo sea completo en lo posible.

Y 3.ª Que distinga mejor las obras de cuya lectura resulte un concepto bueno de España, aunque en parte se censuren muchas cosas de nuestro país; las obras que tiran a desacreditarnos y son una franca y horrible diatriba, como la del marqués de Custine, por ejemplo; y las obras más comunes donde a vuelta de pomposas alabanzas a lo pintoresco del paisaje, de los monumentos, de los trajes y de las costumbres, ya por odio, ya por ignorancia y ligereza, ya por afán de referir hechos portentosos y usos rarísimos, ya por el mal humor y la bilis que nuestros guisos y nuestro aceite han infundido, no pocos viajantes extranjeros han hecho de nos otros la más lastimosa caricatura. No he de negar que haya algún fundamento. ¿Qué individuo ni que colectividad no ofrece lado que se preste a lo ridículo? Nosotros además hemos dado, si no motivo, pretexto a que se abulte lo que hay de grotesco en nosotros, abultándolo y ponderándolo con amor, y mirándolo como excelencias y grandezas de nuestro ser egregio. Así el entusiasmo por el salero y los discreteos rudos de Andalucía, por la desenvoltura de chulas y   —57→   majas, por los toros, por lo flamenco y por lo gitano, por los jaques, contrabandistas y demás gente del bronce, y por otros primores, que fuera de desear que nos entusiasmasen un poquito menos. Pero aun así, nada de esto justifica muchos chistes acedos de Dumas y de Gautier, y mil ofensivas invenciones de otros, entre los cuales descuella y resplandece el inglés Jorge Borrow, autor de La Biblia en España, libro por otra parte de los más amenos y disparatados que imaginarse pueden.

No voy a defender aquí nuestro romancero, ni menos el antiguo teatro español y el espíritu que le informa. Esto me llevaría lejos y no hay para qué dilucidarlo ahora. Sólo digo que no acepto las siguientes expresiones de usted: «Víctor Hugo y el grande Alfredo de Musset, poetas que tan bien estudiaron y tan bien supieron asimilarse el jugo sabroso del antiguo romancero y del teatro clásico español.» Yo no veo en D. Páez, en la marquesa de Amaegui, en Gaztibelza el de la carabina, en Rui-Blas, en Hernani y en el viejo Silva, vigésimo nieto de don Silvio, cónsul de Roma, sino fantoches, personajes embadurnados con falso colorete local, y por consiguiente caricatos.

En resolución, yo no he de negar que usted y yo discrepamos en bastantes puntos. No se opone esto, sin embargo, a que yo aplauda el interesante trabajo de usted, a que me admire de lo mucho que usted ha leído y estudiado, a   —58→   que celebre, como es justo, la facilidad, pureza y elegancia de su estilo; a que convenga perfectamente con usted en ese empeño en que todos los hombres de lengua o raza española nos confederemos intelectualmente y para ello nos conozcamos mejor; y, por último, a que, sin aceptar las pródigas y bondadosas alabanzas con que usted me honra, las agradezca con todo mi corazón, asegurándole que ya no me olvidaré nunca de usted, ni del beneficio recibido, ni del alto valer de su ingenio, del que espero frutos más sazonados y abundantes para gloria de las letras españolas, en su general acepción.



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ArribaAbajoVocabulario rioplatense razonado

Al señor don Daniel Granada


ArribaAbajo- I -

Muy señor mío: Con mucho placer he recibido y leído la interesante obra de usted cuyo título va por epígrafe, y que acaba de publicarse en Montevideo.

Me parece que a usted le sucede lo mismo que a mí en lo tocante a pronosticar sobre el porvenir de la lengua castellana en esas regiones. No vemos sino allá, dentro de muchos siglos, la posibilidad de que se olvide o se pierda por ahí dicha lengua, y salgan ustedes hablando italiano, francés o algún idioma nuevo, mezcla de todos.

Es verdad que el territorio rioplatense es inmenso y poco poblado aún. Sólo la República Argentina comprende cerca de tres millones de kilómetros cuadrados: mayor extensión que   —60→   Francia, Alemania, Inglaterra y España juntas. Y si añadimos las tierras del Uruguay y del Paraguay, la grandeza territorial de lo que llamamos país rioplatense se presta a contener y a alimentar en lo futuro centenares de millones de seres humanos. A fin de que tanta tierra sea poblada y cultivada, la inmigración entra ya y seguirá entrando por mucho. Cada año va la inmigración en aumento.

Según los datos que me da Ernesto Van Bruyssel (La Republique Argentine), en 1880 sólo a Buenos Aires llegaron cerca de 70.000 inmigrantes, y en 1887 más de 120.000. Si así continúa creciendo la inmigración, donde predomina el elemento italiano, tal vez dentro de diez o doce años haya más gentes venidas de Italia que de origen español, desde las fronteras de Bolivia hasta el extremo austral de la Patagonia, y desde Buenos Aires y Montevideo hasta más allá de Mendoza.

En los quince años que van desde 1855 a 1870 ha entrado en la República Argentina un millón de emigrados. Bien podemos, pues, calcular, no haciendo sino duplicar el número en los años que quedan de siglo, que al empezar el siglo XX habrá en la República Argentina cinco millones más de población no criolla, o venida de fuera, y principalmente de Italia. Yo entiendo, con todo, que en el pueblo argentino hay fuerza informante para poner el sello de su propia nacionalidad a esta invasión pacífica y provechosa,   —61→   y que en 1900, lo mismo que en 1889, habrá allí una nación de carácter español y de lengua castellana, sólo que ahora consta esta nación de cuatro o cinco millones de individuos y en 1900 acaso conste de 18 o de 20 millones.

El aumento de la población se infiere del aumento de la riqueza que la inmigración trae consigo. En veinte años, de 1800 a 1880, la renta del Estado argentino se ha quintuplicado. De nueve millones de duros ha subido a más de cuarenta y cinco. Durando la paz, con suponer igual aumento proporcional en otros veinte años, no es aventurado predecir que el presupuesto de ingresos de la República Argentina podrá ser, a principios del siglo XX, y sin recargar las contribuciones y sin aumentarlas, de más de doscientos millones de duros.

Todo induce a presumir, que si no sobrevienen imprevistas perturbaciones, la principal Confederación del Río de la Plata, será en el siglo XX una potencia tan fuerte y rica como lo es ahora la república norte-americana de origen británico. Las huellas de este origen no se han borrado de entre los yankees. Natural es que no se borren tampoco entre los argentinos y uruguayos las huellas de su origen español.

La lengua es el signo característico que tardará más en perderse. La lengua además no es lazo sólo que une entre sí a los argentinos, sino vínculo superior que no puede menos de estrechar y ligar en fraternal concierto a dicha república   —62→   con muchas otras, todas, digámoslo así, oriundas de España, y que se extienden por las tres Américas, desde más allá de la Sierra Verde y del Río Bravo del Norte hasta la Tierra del Fuego.

Las cuestiones de Gramática y de Diccionario, de unión de Academias de la lengua, de literatura española e hispano-americana, de versos y de novelas, escritos y publicados en español en ese Nuevo-Mundo, no son meramente literarias, críticas o filológicas: tienen mucho más alcance, aunque uno no se le quiera dar.

No me parece que divago al decir lo que va dicho, con ocasión del excelente aunque modesto trabajo de usted que, si bien es meramente filológico, tiene mayor trascendencia1.

Nuestro Diccionario de la lengua castellana no es sólo el inventario de los vocablos que se emplean en Castilla, sino de los vocablos que se emplean en todo país culto donde se sigue ha blando en castellano, donde el idioma oficial es nuestro idioma. Será provincialismo o americanismo el vocablo que se emplee sólo en una provincia y que tenga a menudo su equivalente en otras; pero el vocablo que no tiene equivalente y que se emplea   —63→   en más de una provincia o en más de una república o en regiones muy dilatadas, y más aun cuando designa un objeto natural, que acaso tiene su nombre científico, pero que no tiene otro nombre común o vulgar, este vocablo, digo, siendo muy usual y corriente, es tan legítimo como el más antiguo y castizo, y debe ser incluido y definido en el Diccionario de la lengua castellana. La Academia Española no puede menos de incluirle en su Diccionario.

Así como nosotros, los peninsulares europeos, hemos impuesto a los hispano-americanos un caudal de voces, que provienen del latín, del teutón, del griego, del árabe y del vascuence, los americanos nos imponen otras voces que provienen de idiomas del Nuevo Mundo y que designan, casi siempre, cosas de por ahí.

Es curiosísimo el catálogo razonado que ha hecho usted de estas voces (de las usadas en la región rioplatense) y las definiciones y explicaciones que da sobre cada una de ellas. Sin duda, su libro de usted será documento justificativo de que los individuos de la Academia Española tengan que valerse y se valgan para aumentar su obra léxica en la edición decimotercera.

Casi todos los vocablos que usted pone y explica en su libro, o no están incluidos en nuestro Diccionario o están mal o insuficientemente definidos en él. Y sin embargo, no pocos de estos vocablos, a más de estar en poesías, en novelas,   —64→   en relaciones de viajes y en otras obras en idioma castellano posteriores a la independencia, es casi seguro que se hallan en libros o documentos españoles de antes de la independencia, escritos por los viajeros, misioneros, sabios y de más exploradores de esos países, que dieron a conocer en Europa su flora y su fauna.

En los tiempos novísimos han estudiado y descrito la naturaleza de la América del Sur Humboldt, Burmeister, Orbigny, Darwin, Martius y otros extranjeros; pero nuestros compatriotas se les adelantaron en todo, como lo demuestran los trabajos y publicaciones de Montenegro, Acosta, los padres Lozano, Cobo, Gumilla y Molina, Mutis, Oviedo, Azara, Pavón, Ruiz y otros cien, de que trae catálogo el Sr. Menéndez Pelayo en su Ciencia española.

Los nombres, pues, que se dan ahí vulgarmente a plantas y árboles, aves, cuadrúpedos, peces, insectos y reptiles, no están fuera de nuestra lengua común española, por más que aparezcan y suenen, en nuestros oídos, como peregrinos e inusitados.

Tal vez deban incluirse en nuestro Diccionario, si no lo están ya, y creo que no lo están, las más de las voces que usted define, como las siguientes:

Nombres de, árboles, plantas y hierbas.- Aguaraibá, alpamato, arazá, biraró, burucuyá, caá, camalote, caraguatá, curí, chalchal, chañar, chilca, gegen, guayabira, guayacán, gembé, ibaró,   —65→   isipó, lapacho, molle, ñandubay, ñapindá, ombú, pitanga, sarandí, sebil, tacuara, taruma, tataré, timbó, tipa, totora, urunday, yatay y yuyo.

Peces.-Bagre, manduví, manguruyú, pacú, patí y zurubí.

Aves.- Biguá, caburé, chingolo, macá, macaguá, ñacurutú, ñandú, urú, urutao y yacú.

Cuadrúpedos.- Aguará, bagual, cuatí, guazubirá, puma, tamanduá, tucutuco y tatú en vez de tato.

Insectos, reptiles, etc.- Alua, camoatí, manganga, tambeyuá, tuco, yaguarú y yarará. Me dice usted en la amable dedicatoria con que me envía su libro, que, «caso de que me digne pasar la vista por él, me agradecerá mis advertencias.»

Yo me prevalgo de este ruego para hacer algunas.

Aunque usted describe bien los objetos naturales que sus vocablos designan, echo yo de menos, para mayor claridad y universal inteligencia del objeto, el nombre científico con que los naturalistas le marcan y señalan, y la familia en que le clasifican. Válganme algunos ejemplos. Empecemos por la voz caá. Usted, hablando con franqueza, no nos declara lo que significa en guaraní, y es menester inferirlo por conjeturas, y comparando lo que usted dice con lo que dice D. Miguel Colmeiro en su Diccionario de los diversos nombres vulgares   —66→   de muchas plantas usuales o notables del antiguo y nuevo mundo. Caá, con evidencia, ha de significar en guaraní planta, yerba, árbol: lo vegetal de modo genérico, y no sólo mate, como usted afirma. Supongamos, no obstante, que caásignifica mate. Sin haber oído hablar jamás a los guaraníes y sin saber palabra de su idioma, cualquiera adivina el valor de ciertos adjetivos que entran a cada instante en composición de nombres; v. gr. merí, pequeño, y guazú, grande. Así vemos claro que caamerí y caaguazú, y caaquí y caaminí, todo es mate, según sean las hojas de que se compone grandes o pequeñas, tiernas o más ricas y jugosas.

Hasta aquí todo va bien, y caá y mate pueden ser lo mismo; pero cuando nos define usted caapau, bosquecillo, conjunto de árboles aislado, vemos claro que pau ha de significar conjunto o montón, y caá árbol, arbusto, planta, yerba, mata y no mate, a no ser por excelencia, como también llaman al mate yerba por excelencia.

El Sr. Colmeiro trae en su Diccionario todos estos compuestos de caá: caataya, caamerí, caapiá, caapeba, caapin, caatiguá y caavurana; y como con tales nombres se designan plantas gramíneas, meliáceas, ciperáceas, hipericineas y de otras cuantas y diversas familias, queda más demostrada la vaga generalidad del significado de la palabra caá.

Guayacán. El Diccionario de la Academia Española trae también esta palabra; pero ¿el guayacán   —67→   que describe es el mismo que describe usted? Yo creo que no. Usted nos describe el guayacán del Chaco y del Paraguay; la Academia el de las Antillas, y como Colmeiro me da diez especies de guayacanes o guayacos, no sé con cuál quedarme. El guayacán ya es diospyros lotus, ya guayacum sanctum, ya guayacum officinale, ya porliera higrometrica, y ora pertenece a la familia de las leguminosas, ora a la de las ebenáceas, ora a otra familia.

Arazá. No está en el Diccionario de la Academia. Colmeiro la trae, y pone, como usted, dos clases: el arazá arbóreo y el rastrero. Convendría, con todo, que dijese usted, como dice Colmeiro, que ambas clases pertenecen a la familia de las mirtáceas.

Bastan los ejemplos aducidos, que para no cansar no aumento, a fin de comprender la conveniencia de determinar mejor los objetos que se describen. Diré ahora otro requisito que echo de menos en su libro de usted. Echo de menos las autoridades. Me explicaré.

Nada hay más borroso o inseguro que los límites entre lo vulgar y lo técnico o científico de las palabras. Cada día, a compás que se difunde la cultura, entran en el uso familiar, general y diario, centenares de vocablos que antes empleaban sólo los sabios, los peritos o los maestros en los oficios, ciencias y artes a que los vocablos pertenecen. De aquí que todo Diccionario   —68→   de la lengua de cualquier pueblo civilizado, sin ser y sin pretender ser enciclopédico, vaya incluyendo en su caudal mayor número de palabras técnicas, sabias o como quieran llamarse. Pero aun así, importa poner un límite a esto, aunque el límite sea vago y no muy determinado.

Dos indicios nos pueden servir de guía. Por muy patrióticos que seamos, no es dable que nos figuremos que somos un pueblo más docto, en este siglo, que el pueblo inglés o el francés. Nuestro Diccionario de la lengua vulgar, no debe, pues, sin presumida soberbia, incluir más palabras técnicas que los Diccionarios de Webster y de Littré, pongo por caso.

El otro indicio es más seguro. Consiste en citar uno o más textos, en que esté empleado el vocablo, que se quiere incluir en el Diccionario, por autores discretos y juiciosos, que no escriban obra didáctica. En virtud de estos textos es lícito inferir que es de uso corriente el nuevo vocablo y debe añadirse al inventario de la riqueza léxica del idioma.

Convengo en que a veces es de tal evidencia el uso frecuente de un vocablo que la autoridad o el texto puede suprimirse. Así por ejemplo, ombú. El Diccionario de la Academia no trae ombú, y, sin embargo, apenas hay cuento ni poesía, ni escrito argentino de otra clase, donde no se mienten los ombúes.

Es voz tan común por ahí como en esta Península álamo o encina.

  —69→  

En ocasiones cita usted los textos, y así de muestra la necesidad de la introducción de la palabra en nuestro vulgar Diccionario. Sirva de ejemplo la voz chaco, montería de cierto género que dio nombre propio a la gran llanura que se extiende desde la cordillera de Tucumán hasta las márgenes del Río de la Plata. La voz chaco está empleada por el padre Lozano, Historia de la conquista del Paraguay, etc., y por Argote de Molina en su Discurso sobre el libro de montería del rey D. Alonso.

Con frecuencia falta texto autorizado que pruebe el empleo vulgar de la palabra, y, cuando haga usted nueva edición de su libro, conviene que le añada. El vocabulario ganaría mucho con esto; y esto ha de ser muy fácil para usted. Si usted no siempre lo ha hecho, es porque pensó sólo en sus paisanos uruguayos y argentinos al escribir su obra, y no en los demás pueblos de lengua española, donde vocablos comunísimos ahí tienen que aparecer exóticos.

Su vocabulario de usted es además poco copioso e importa aumentarle. El número de palabras que faltan no debe ser corto, cuando yo, que conozco tan poco de la literatura de ese país, puedo citar palabras que en su vocabulario de usted no están incluidas. Así por ejemplo, seibo. Rafael obligado, en tina de sus más lindas composiciones, En la ribera, del Paraná se entiende, dice:

  —70→  
   El año que tú faltas,
la flor de sus seibos,
como cansada de esperar tus sienes,
cuelga sus ramos de carmín marchitos.

¿Será el seibo el árbol que llaman del Paraíso en Andalucía? ¿Quién sabe? Colmeiro no trae seibo, a no ser seibo lo mismo que ceibo o ceiba, que está en Colmeiro y en el Diccionario vulgar. Otras veces, si bien usted define y aun cita textos, encuentro yo deficiente la definición.

No basta decir que camalote es «cierta planta acuática». Convendría saber algo más del camalote en esta primera acepción. ¿De qué color, de qué tamaño, de qué forma son sus flores? Sobre la otra acepción de camalote trae usted textos curiosísimos, que la explican bien. Es un conjunto de plantas del mismo nombre y de otras plantas, que forman como isla o matorral, que flota y navega, y que suele ser tan grande, que asegura el Padre José de Parras que en su centro se ocultan con facilidad los indios con sus canoas, «y como pueden muy bien dar el rumbo a toda aquella armazón hacia los barcos, con poca diligencia suelen llegar a ellos, y estando inmediatos, se enderezan, arman gritería, y como logren alguna turbación en los españoles, ya los vencieron.»

En Colmeiro no hay camalote pero hay camelote, dando a la planta el nombre que se da a la tela. ¿Será este camelote de Colmeiro el camalote de usted?

  —71→  

Su libro de usted me sugiere no pocas observaciones más, algunas de las cuales no quiero dejar de hacer, pero, por ser ya muy extensa esta carta, las dejo para otra.




ArribaAbajo- II -

Muy señor mío: Es en verdad muy curioso que entre las palabras que usted incluye y define en su Vocabulario haya bastantes que nos parezcan peregrinas, no porque no sean castellanas, sino porque han caído en desuso o se derivan de otras que han caído en desuso en España. Así, por ejemplo, bosta, estiércol del ganado vacuno y caballar. En el Diccionario de la Academia no hay bosta, pero sí bostar, sustantivo anticuado, que significa establo para bueyes. Es término de la baja latinidad bostarium, y viene de bos y de stare.

Lo general, con todo, es que cada uno de los vocablos rioplatenses, que usted pone en su libro, provenga de alguna de las dos principales lenguas que se hablaban en esa vasta región cuando el descubrimiento y la conquista: la guaraní y la quichua. Las lenguas americanas son aglutinantes y se prestan a crear vocablos compuestos, que son como abreviada descripción del objeto que significan. De la lengua guaraní provienen la mayor parte de las voces que usted define; pero no son de aquellas voces que   —72→   se usan en el Paraguay, donde se habla puro guaraní, ni de las empleadas en Corrientes y Misiones, donde se habla el guaraní mezclado con el castellano, sino de las que, según dice usted en su Prólogo, «el uso antiguo y constan te ha incorporado a la lengua castellana en las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay.» Las voces son, pues, castellanas, aunque en la lengua guaraní haya de buscarse su origen etimológico.

Gloria grandísima ha sido de los misioneros españoles, no sólo el llevar a América plantas y animales útiles, industria y cultura de Europa, sino el mirar con evangélica solicitud por el bien de las tribus indígenas, cristianizándolas, difundiendo entre ellas la civilización del mundo antiguo y trasmitiendo a éste el conocimiento de aquellas rudimentarias o decaídas civilizaciones, sus ideas religiosas, sus tradiciones y sus idiomas.

Es lástima que este trabajo de los misioneros, sobre todo en lo tocante a gramáticas y diccionarios de idiomas de América, no sea tan generalmente apreciado como debiera por la escasez de ediciones de sus libros, que van siendo muy raros. El Tesoro, no obstante, de la lengua guaraní, arte y vocabulario del padre Antonio Ruiz de Montoya, de la compañía de Jesús, impreso en 1640, debe de haberse reimpreso últimamente en Leipzig.

Usted, sin duda, se vale para su trabajo de   —73→   esta obra del mencionado jesuita, cuyo mérito pondera como merece Emilio Daireaux en su excelente libro, aunque a veces injustamente contrario a España, sobre Buenos Aires, La Pampa y la Patagonia.

El guaraní, cuando llegaron a la América del Sur los españoles, era lengua tan difundida, que la llamaban general: la hablaban más de 400 tribus, en el Paraguay, en el Brasil, en el Uruguay y en el Norte de la República Argentina. Las conquistas de los Incas, que procuraban imponer la lengua quichua a los vencidos, no lograron introducir muchos de sus vocablos ni en lengua guaraní, ni en la lengua de los araucanos.

La lengua guaraní es aun la que más se habla en el territorio rioplatense, y sobre todo en el Paraguay y en Corrientes, y aunque destinada a morir, la que dejará más elementos léxicos al castellano. De la lengua guaraní, añade usted, proceden la mayor parte de las voces que el Vocabulario contiene.

En cada página, no obstante, hallo en el Vocabulario de usted voces que proceden de otros idiomas, o cuya etimología no determina usted con fijeza. Así, machí, curandero mágico, y gualicho, diablo, del araucano; catinga, mal olor de la transpiración de los negros, y mandinga, hechicería, palabras casi de seguro de procedencia africana; y otras palabras, muy empleadas por autores antiguos y modernos, cuya etimología   —74→   se nos queda por averiguar. Sean ejemplo baquia y baquiano o baqueano, que emplean el padre Parras, Azara y Vargas Machuca; chacra, granja o cortijo que está en Azara y en el Diccionario de la Academia; champán, barca gran de para navegar por los ríos; chiripá, pedazo de tela que se enreda a los muslos en vez de pantalones; chumbé, especie de faja; galpón, especie de cobertizo; y hasta la misma comunísima palabra gaucho, de la que nos deja usted sin etimología.

En suma, si bien la obra de usted deja mucho que desear, es altamente meritoria, como primer ensayo, y muy digna de las discretas y autorizadas alabanzas que le tributa en la introducción crítica el Sr. D. Alejandro Magariños Cervantes, literato y poeta, tan conocido y estimado en España, donde residió largo tiempo.

Algunos artículos de su Vocabulario de usted, a más de enseñar siempre, son amenos y divertidos.

Al leer, verbigracia, lo que nos dice usted de los ayacuáes no puede uno menos de pensar en los microbios, ahora en moda. Esos indios habían adivinado los microbios antes de que el Sr. Pasteur los descubriera y estudiara tanto. Cada ayacuá es un microbio, pero antropomórfico, y armado de arcos y de flechas, con las cuales, o sí no, con los dientes y con las uñas, produce las enfermedades y dolores humanos.

En ocasiones, por amor a lo americano indígena,   —75→   me parece que se encumbra usted demasiado y tal vez exagera. Noto esto en lo que dice usted sobre la palabra Tupá, nombre de Dios entre los guaraníes. Es evidente que a ser la etimología según usted asegura, ese nombre de Dios está lleno de cierta instintiva sabiduría. Tu es el signo de admiración, y pa el signo de interrogación: son dos interjecciones. Dios es, por consiguiente, para el guaraní, un ser a quien admira y no conoce, alguien cuya existencia, inmenso poder y admirables obras declara sin saber quién sea. Pero esta vaga y confusa noción de Dios, ¿puede y debe equipararse como usted la equipara, a la noción que da la frase bíblica, yo soy el que soy? En mi sentir, no. El padre jesuita Díaz Taño, citado por usted, se excedió algo de lo justo si sostuvo que los guaraníes designaban por Tupá al criador, señor, principio, origen y causa de todas las cosas.

La razón, el natural discurso y hasta los restos o vestigios de una revelación primitiva no bastan a explicar la persistencia del concepto de un Dios único, con sus más esenciales atributos, entre gentes bárbaras o salvajes. Este concepto no puede menos, aunque existiese con pureza en edad remota, de haberse viciado, desfigurado y corrompido con el andar del tiempo, y en un estado social de gran atraso o decadencia. Por eso no creo yo, o pongo muy en cuarentena, todas las teologías sublimes que tratan de sacarse, por análisis, de los nombres que dan a   —76→   Dios muchos pueblos bárbaros o completamente selváticos.

Los jesuitas, no sólo por ahí, sino en otros varios países, han sido acusados de aceptar el nombre dado por los paganos e idólatras a su principal divinidad y de convertirle en el nombre del Dios verdadero. Yo, hasta donde me sea lícito intervenir retrospectivamente en esta disputa, lego y profano como soy, hallo que los jesuitas hacían bien; mas no porque el concepto que la palabra Tupá despertaba en un guaraní fuese adecuado al concepto del verdadero Dios, sino porque la palabra Tupá y el concepto que designaba eran lo que menos distaba entre ellos del nombre y concepto de Dios entre cristianos. La idea representada por la voz Tupáera como bosquejo informe de la idea que tiene o debe tener el cristiano del Ser Divino.

Me parece, como a usted, que el obispo don Fray Bernardino de Cárdenas anduvo harto apasionado e injusto al promover acusaciones y persecuciones contra los jesuitas porque llamaban a Dios Tupá. Es indudable que éste era el mejor modo que había en guaraní de llamarle. Más difícil sería de justificar a los Padres que en Clima, pongo por caso, tomaron los nombres de Li, Tai Kie y Xang Ti, para designar a nuestro Dios, porque estos nombres no eran de significación candorosa, vaga y confusa, para nombrar cierto ser poderoso e incógnito, sino términos de reflexiva y bien estudiada filosofía,   —77→   la cual los define y les da el sentido determina do y claro de un panteísmo casi ateo. El Li es la materia prima, la sustancia única, y el Tai Kie la fuerza inherente en la materia, que la transforma de mil modos y produce vida y muerte, y da origen a todo el proceso de los seres con su variedad infinita. Bien dilucida esto el padre Fray Domingo Fernández Navarrete en el Tratado V de los que compuso sobre China, donde expone con profunda claridad las doctrinas de la secta literaria del Celeste Imperio.

Los citados nombres chinos no podían emplearse o al menos era inconveniente y ocasionado a grandes errores el emplearlos para nombrar a Dios, por lo mismo que los sabios chinos, ateos o monistas, como se dice ahora, habían explicado bien su sentido. Mas por idéntica razón, a mi ver, no hay irreverencia, ni ocasión de error, en llamar a Dios Tupá, cuando se habla en guaraní y a los guaraníes. Lo indeterminado, vacío y confuso del concepto que encierra el vocablo Tupá permite que el catequista o misionero le determine, le llene y le aclare, con arreglo a la sana doctrina.

Lo que yo censuro pues, aunque blandamente, es que usted se deje llevar del afecto al idioma que hablan ahí los indígenas, hasta el extremo de querer desentrañar, del seno de los vocablos, filosofías y sutilezas que, antes de la llegada de los europeos, no podían estar en la mente de los salvajes.

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Confieso, no obstante, que este arte, empleado por muchos, para sacar metafísicas y otras prodigios y refinamientos intelectuales de palabras y frases de idiomas primitivos, me divierte, aunque no me convence. Los pueblos arios, ¿quién ha de negar, pues dominan aún el mundo y extienden por él su superior civilización, que desde el principio, allá en su estado primitivo, eran muy inteligentes? Y sin embargo, ¿qué metafísica ocultaba ninguno de los nombres con que significaban la divinidad? Deva, Asura, Boga, Nara, Maniu, no esconden ninguna metafísica en sus letras. La metafísica vino después, por la reflexión, y ya entonces el vocablo evocó o pudo evocar todos los conceptos con que la metafísica había enriquecido su significado.

Como yo entiendo así las cosas, no creo en las resultas, pero me hacen muchísima gracia los esfuerzos de imaginación con que, triturando, exprimiendo y poniendo en prensa palabras, sacan algunos lingüistas chorros, ríos de ciencia de cada sílaba, de cada letra y aun de cada tilde. Nadie vence en esta habilidad a los vascófilos, entre quienes descuella Erro, y aun debiera descollar y ser más famoso mi discreto, inaudito o ingeniosísimo amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, cuyos libros hicieron siempre mi delicia.

Últimamente he visto algunas de las obras de un príncipe o maginóo tagalo llamado Paterno,   —79→   el cual, con no inferior saber y con igual riqueza de fantasía que mi amigo Irizar, halla y revela portentos en la civilización antigua de la gente de su casta y saca de las letras del nombre de Dios en tagalo, Bathala, una teodicea exquisita como la de Leibnitz.

Usted no va, ni con mucho, tan lejos con su Tupá; pero en fin, usted se entusiasma un poco, dando motivo a esta disgresión mía, que no considero del todo impertinente.

Aplaudo, y si pudiera fomentaría, la propensión que hay en esas repúblicas y en el imperio del Brasil a estudiar con esmero, los usos, costumbres, historia, lenguaje y poesía de los indios, pero ni en verso ni en prosa está bien exagerar lo que valían por la cultura cuando llegaron los europeos. Fuera de los mexicanos, peruanos y chibchas, no había en América a fines del siglo XV sino tribus salvajes.

El gran poeta brasileño Gonzalves Días pinta a estas tribus del modo más novelesco e interesante, pero les deja su salvajismo y hace bien.

Dentro de este salvajismo caben perfectamente el denuedo en las lides, la fidelidad, la constancia y hasta la ternura amorosa y otras virtudes y excelencias. Lo que no cabe es cierto refinamiento en las ideas morales y religiosas, que harto generosamente se atribuye a los indios. Serían menester más pruebas, y no las hay o no han llegado a mi noticia, para reconocer esas prendas en los guaraníes. Sus cantares,   —80→   pues se dice que los tienen, y aun que son muy poetas, debieran recogerse y coleccionarse antes que desaparezcan del todo.

En los araucanos, en cambio, lo que más se celebra es la oratoria. Como la lengua que hablan (de la que compuso excelente gramática el padre jesuita Andrés Febres), es, según afirman, bellísima lengua, y como ellos son muy parlamentarios, y se reúnen o se reunían en juntas o asambleas para deliberar sobre la política, tenían ocasión de pronunciar magníficos discursos llamados coyaptucan, donde dicen que hay gran riqueza de imágenes, apólogos y otros primores, todo sujeto a las más severas leyes de la buena retórica. Aún se conservan los nombres de algunos antiguos tribunos o famosos orado res, como Lautaro y Machimalongo, y fragmentos de discursos o discursos enteros de los que pronunciaron.

Como quiera que sea, no ha de faltarme día en que venga más a propósito hablar de todo esto, entrando de lleno en el asunto, y no por incidencia y de refilón, al encomiar como se merece el Vocabulario de usted, por cuyo envío le doy encarecidas gracias.





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ArribaAbajoNovela parisiense mejicana

31 de mayo de 1889

A doña Concepción Jimeno de Flaquer

Mi distinguida amiga: No sé cómo agradecer a usted el que se acuerde de mí y me envíe con frecuencia y en abundancia libros publicados en Méjico, por aquí casi desconocidos. Mi deseo es hablar de todos y darlos a conocer al público español; pero el tiempo y el humor me faltan.

Entre los últimos libros que usted me ha remitido, hay uno que me agrada sobremanera. Su autor, José María Roa Bárcena, es de los hombres más eminentes y simpáticos de ese país. Conozco sus poesías líricas, que él mismo me ha enviado; pero sólo sé por fama, y tengo gran deseo de ver sus leyendas históricas de antes de la conquista española y sus eruditos trabajos en prosa como historiador del Anahuac.

El Sr. Roa Bárcena es también novelista; y dan sin duda brillante prueba de su mérito en   —82→   esta clase de escritos los varios cuentos, reunidos en un precioso volumen, de que usted me regala un ejemplar. Noche al raso es lindísima colección de anécdotas y cuadros de costumbres, donde el ingenio, el talento y la habilidad para narrar están realzados por la naturalidad del estilo y por la gracia y el primor de un lenguaje castizo y puro, sin la menor afectación de arcaísmo. En el terrible cuento Lanchitas, la fantasía del autor y su arte y buena traza prestan apariencias de verosimilitud y hasta de realidad al prodigio, más espantoso. En estos cuentos del Sr. Roa Bárcena, por lo mismo que están escritos en tan acendrado lenguaje castellano, se notan más los vocablos exóticos que designan objetos de por ahí, aunque rara vez acude el lector con éxito al Diccionario de la Academia para saberlo a punto fijo. Así, por ejemplo, xícaro, zacatón, otate, cuilote, tapextle y abarrotero.

Dejo por hoy de decir más del Sr. Roa Bárcena, y no hablo de Altamirano, ni de Peón y Contreras, ni de los restantes libros remitidos por usted, porque voy a escribir sobre la obra de otro mejicano hace ya muchos años ausente de su patria, que estuvo en España bastante tiempo, y que después lleva pasados en París hasta hoy lo menos treinta y tres o treinta y cuatro años.

Se titula el libro de este mejicano expatriado Al cielo por el sufrimiento, y está escrito, como ya   —83→   se entrevé por el título, en esa habla española, desteñida y cosmopolita, que ha de hablarse en París en cierto círculo elegante de hispano-americanos y de españoles residentes en aquella culta y amena capital, centro y foco de la civilización neolatina.

No es menester análisis para señalar los galicismos del libro de que trato. Todo el libro es un galicismo sintético, digámoslo así; pero no lo digamos en son de censura. En este caso, parece la falta que señalo inevitable requisito del valer y del encanto que el libro tiene. Es la obra, no de un literato de profesión, sino de un hombre de mundo, que, casi involuntariamente, sin pretender escribir una novela, fija en el papel sus impresiones y sentimientos, y nos cuenta, con la mayor naturalidad y sencillez, sucesos que ha visto, y tal vez lo que él ha vivido.

Franceses son los personajes del drama, francesas las costumbres que el autor describe, y la sociedad elegante de París y sus casas el medio ambiente y el lugar de la escena. Si se cambiasen la ortografía y la terminación de las palabras, el libro casi quedaría en francés, y, en mi sentir, competiría entonces con cualquiera novela de Feuillet, de Ohnet o de Cherbuliez, ya que tendría más sinceridad y más verdad, aunque tuviese menos artificio. Es un espejo donde se ve con fidelidad lo mejor y más sano de cierto círculo de gentes, que, colocado entre las pasiones y apetitos de la baja plebe, los esfuerzos   —84→   y faenas de una burguesía codiciosa y trabajadora, y el torbellino de los ricos viciosos y derrochadores, procura realizar una vida honrada y cómoda de sibaritismo honesto y juicioso, de elegancia católica, y de finura apacible, entreverada de devoción.

Difícil es vivir en esta encopetada y graciosa Arcadia, llena de distinción, perfumada de buen tono, limpia y serena, y cuyos Melibeos y Filis deben tener, a fin de hacer su papel con desahogo, lo menos cincuenta o sesenta mil pesetas de renta cada uno, y todos suma prudencia, arte y ciencia doméstico-económica, para no dejarse arrebatar por el atractivo del lujo, no gastar más de lo que tienen, no arruinarse, y no tener que salir de la Arcadia para irse a la Tebaida o a cualquier otro retiro más o menos penitente.

Es indudable que existe en París uno o más círculos de esta clase. Son como isla o islas de reposo en medio de turbulento mar, lleno de sirtes, escollos y bajíos.

No es utopía, sino realidad, esta a modo de nueva Jerusalén en germen y bosquejo, que surge del seno mismo de la moderna Babilonia. Llámanla, creo, beau monde o monde comm'il faut, y se contrapone a otros mondes, que se marcan con calificativos extraños, como monde camelotte, demi monde, quart de monde, monde interlope, etc.

El autor de Al cielo por el sufrimiento, nos introduce en el círculo, o en uno de los círculos de ese beau monde de París, donde constantemente   —85→   ha vivido, y nos le pinta con todos sus por menores, resultando del cuadro cierta poesía natural y suave. Yo comparo su libro a un vaso gracioso, pongamos de cristal de Venecia, lleno de una poción, no muy dulce para que no empalague, ni muy amarga o agria para que no ofenda al paladar, y donde se notan el sabor y el aroma de los ingredientes que la componen: vida devota de San Francisco de Sales; música religiosa de Cherubini, Beethoven, Mozart, Rossini y Niedelmeyer; bailes blancos y bailes rosas; trajes de Worth, Rouff, Laferrière, Felix y Pingard; sombreros de Virot o de Isabel, y guisos de los Gouffé, Lavigne, Chenu, Pasquier, Canivet y sus rivales, discípulos y sucesores.

De todo esto se disfruta en bellísimos salones centro del más refinado confort, y donde se ven acumulados, en artístico y aparente desorden, muñequitos de Sajonia, jarrones de Sèvres, tacitas y juguetes de plata holandeses, cuadros, estatuas y esmaltes, muebles Luis XV, telas Luis XIV, costosas baratijas Luis XVI, relojes de chimenea primer Imperio, y otra multitud de admirables bibelots o chirimbolos.

Pero ya que estamos en este mundo hechicero y gratísimo, bueno será que diga yo a usted quién nos guía por él y lleva como de la mano.

Aquí me entran ciertos escrúpulos. Yo he recibido el libro por el correo. Ignoro quién me le envía. Y dice el libro: Edición privada. Supongo que esto significa que el libro no es para el público;   —86→   no se halla de venta. ¿Hasta qué punto, me interrogo, me será lícito criticarle, aunque en la crítica entre por más el elogio que la censura, porque la justicia así lo exige? Pero, al fin, me respondo: el libro está impreso, y, aunque no se venda, circulará. Nadie me encarga que guarde el secreto. No abuso, pues, demasiado de la publicidad. Ojalá que todos los abusos de este linaje fueran tan inocentes como el mío.

Me mueve además a tratar del libro la buena amistad que a su autor profesamos, desde hace casi medio siglo, toda la sociedad de Madrid, y muy en particular mis parientes y mis amigos.

El autor es D. José Manuel Hidalgo.

Su nombre pertenece a la historia política, no sólo de Europa, sino del mundo, en la segunda mitad del siglo XIX. Su intención fue buena. Quiso enviar sosiego, prosperidad, ventura y mayor dosis de civilización a su patria. Si erró en los medios, a i posteri l'ardua sentenza. Importante fue su acción en todos aquellos sucesos que coloca ron en el trono de Méjico al entusiasta y noble príncipe Maximiliano, cuya trágica muerte deplora él todavía.

Toda la fingida narración que su libro contiene está impregnada de aquella blanda melancolía, propia de un alma religiosa, lastimada y herida por tremendas catástrofes y por solemnes desengaños. Esta melancolía, si blanda, profunda, brota del centro mismo de las elegancias,   —87→   primores y refinamientos que el autor describe.

La novela del Sr. Hidalgo, así por el candor inimitable con que está contada, como porque algunos de los lances no vienen dialécticamente justificados, según suele estarlo toda ficción, parece, más que novela, verdadera historia.

A veces, lo confieso con cierto rubor, hay en la novela sublimidad y delicadezas de sentimiento, que dan tan crueles resultados, que yo, movido a compasión, siento deseo de ingerirme entre los personajes y de aconsejarles que transijan y sean menos severos.

La condesa viuda de Hautmont es un dechado de talento, piedad, virtud y distinción aristocrática; pero la situación en que tiene al pobre Sr. Zentres es cruelísima. A la verdad, yo entiendo que, pasados cinco o seis años de viudez sin ofender a Dios, sin faltar a la memoria de su primer marido, y muy en consonancia con todas las reglas y liturgias, la Condesa hubiera debido modificarse, ser menos cogotuda, casarse, en una palabra, con el Sr. Zentres, y no hacer de él un Tántalo de corbata blanca, un perpetuo Patito y un mártir crónico del amor mal pagado. Y todo esto teniéndole siempre al lado suyo, a modo de apéndice, que sabe Dios lo que dirían las malas lenguas: el gran Galeoto, que hasta en el mundo más comm'il faut, asiste y hace de las suyas.

La lastimosa situación del Sr. Zentres me explica aquel capricho del infante D. Alfonso   —88→   de Portugal, cuando ordenó al escritor que rehízo la historia de Amadís de Gaula que cediese este héroe, hasta con permiso de la señora Oriana, a la tenaz y vehemente pasión de aquella otra princesa llamada Briolanja, que por él moría, sin remedio, de amores. Tanto me afligen las malas andanzas del Sr. Zentres, que respiro, cuando después de la muerte de la Condesa, se hace él monje cartujo, considerando yo que el cuitado entra a hacer vida mucho menos penitente que la que antes hacía.

Los opuestos caracteres de las dos hijas de la condesa, Ida y Lea, están bien trazados y seguidos. Ida, con un marido vanidoso y ligero, y ella vanidosa y ligera también, se deja arrebatar por la manía del esplendor y de la magnificencia; se arruina, es abandonada por el marido, que se va a California a buscar oro; y ella muere al cabo míseramente en el hospital. Lea es una santa; pero, con franqueza, yo hubiera deseado más justificación en el lance que la decide a ser Hermana de la Caridad. Lea no tiene tiempo, ocasión, ni razonable y suficiente motivo para amar de tal suerte a su novio, que le produzca desilusión tan profunda el que éste la abandone, la plante, por otra señorita que tiene cuatro o cinco veces más dote. Hablemos claro, aunque no sea comm'il faut: lo que hizo el novio de Lea fue una verdadera porquería; no tiene otro nombre. Pero, ¿qué diantre? ¿No se había tratado su matrimonio con Lea, contando previamente   —89→   los ochavos de él y la dote de ella? Lo feo del caso estuvo en faltar a la promesa de un convenio de aparcería porque se halla otro convenio que trae más ventaja; pero la fe amorosa quebrantada y los mismos amores apenas se descubren.

Como quiera que sea, la vocación acude: Lea se hace Hermana de la Caridad; es una heroína y una santa, y todo ello está narrado con amor, con ternura, con fervor y caridad de cristiano.

El libro de mi antiguo amigo el Sr. Hidalgo es muy moral, muy devoto y algo melancólico; mas no por eso deja de entretener y de interesar. Además de ser el libro moral y devoto, y asimismo ameno, es, como queda dicho, de alta elegancia, lo cual no está en oposición tampoco con la devoción, con la moralidad y con la limpieza de costumbres.

Ya que el Sr. Hidalgo se lanzó, es de desear que persevere en el camino que ha tomado. Su cabeza ha de estar llena de noticias y de recuerdos de casos novelescos de la sociedad elegante de París, de aquellahight life central en que hace tantos años vive. ¿De qué variada cantidad de aventuras, amores, anécdotas y sucedidos de todo género, no podría valerse, si quisiese el señor Hidalgo, para componer, por docenas, novelas divertidísimas, sobre todo si no siguiese aislando mucho su monde correcto y plenamente comm'il faut, y dejase que de vez en cuando hubiera en él irrupciones de los otros mondes, interlope,   —90→   camelotte, etc., etc.? Hasta su misma calidad de extranjero haría que el Sr. Hidalgo viese y representase los objetos con mayor imparcialidad que los parisienses de nacimiento.

No dudo que llegará ahí la novela del Sr. Hidalgo, y aconsejo a V. que la lea. Es lectura propia de señoras, y está dedicada a una que lo es muy principal: discreta y elegante hija de nuestra España: a doña Mercedes Alcalá Galiano, baronesa de Beyens.



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ArribaAbajoTabaré

30 de septiembre de 1889

A D. Luis Alfonso

Mi distinguido amigo: No puede usted figurarse cuán grande es mi gratitud a usted por las generosas alabanzas que ha dado a mis Cartas Americanas. Y si bien yo soy algo egoísta, como cada hijo de vecino, no se lo agradezco tanto porque alabándome aumenta usted mi crédito de escritor, cuanto porque une usted sus esfuerzos a los míos en un trabajo que considero utilísimo.

España y las que fueron sus colonias en América, convertidas hoy en dieciséis repúblicas independientes, deben conservar una superior unidad, aun rotos los lazos políticos que las ligaban. El importante papel que España ha hecho en la Historia del mundo, sobre todo desde que su nacionalidad apareció plenamente a fines del siglo XV, imprime a cuanto proviene de España, por sangre, lengua, costumbres y leyes,   —92→   un sello exclusivo y característico que no debe borrarse.

Dicen que yo soy muy escéptico; pero creo en multitud de cosas en que los que pasan por creyentes no creen; y entre otras creo (por manera vaga y confusa, es verdad) en los espíritus colectivos. Mi fantasía transforma en realidad sustantiva lo que se llama el genio de un pueblo o de una raza. Lo que es figura retórica para la generalidad de los hombres, para mí es ser viviente. Y al incurrir en tan atrevida prosopopeya, no me parece que incurro en paganismo ni en hegelianismo. ¿Acaso no cabe mi suposición dentro del pensar cristiano? ¿No consta del Apocalipsis que tenían sendos ángeles tutelares las siete iglesias del Asia? ¿No es piadosa creencia la de que cada individuo tiene su ángel custodio? Pues entonces, ¿por qué no ha de tener cada pueblo y cada raza un ángel custodio de más alta categoría y trascendencia, que ordene las acciones de los hombres todos que a dicha raza pertenecen, en prescrita dirección y cierto sentido, para que formen, dentro de la obra total de la humanidad entera, una peculiar cultura? Esta, combinándose con el producto mental de otras grandes razas y nacionalidades constituye la civilización humana, varia y una en su riqueza, la cual, desde hace más de dos mil años, cinco o seis predestinados pueblos de Europa han tenido y tienen la misión de crear y de difundir por el mundo.

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Mi razonamiento, y le llamo mío, no porque no le hayan hecho otras personas, sino porque yo le hago ahora, me induce y mueve, sin el menor escrúpulo de que alguien me acuse de herejía, a dar adoración y culto al genio, o, si se quiere al ángel custodio de la gente española. Así es que yo, si bien deploro que aquel grande Imperio de España y sus Indias se desbaratase, todavía absuelvo a los insurgentes que se rebelaron contra el señor rey D. Fernando VII y acabaron por triunfar de él y sustraerse a su dominio; pero no absuelvo, ni absolveré nunca a los insurgentes contra el genio de España, y ora se rebelen en Ultramar, ora en nuestra misma Península, los tendré por rebeldes sacrílegos y lanzaré contra ellos mil excomuniones y anatemas.

Disuelto ya el Imperio, no hay más recurso que resignarse; pero no debe disolverse, ni se disuelve, la iglesia, la comunidad, la cofradía o como quiera llamarse, que venera y da culto al genio único que la guía y que la inspira. Todos debemos ser fieles y devotos a este genio. Yo, además, me he atrevido a constituirme, al escribir las Cartas Americanas, en uno de sus predicadores y misioneros. ¡Ojalá se me perdone el atrevimiento en gracia del fervor que le da vida en mi alma!

Sea por lo que sea, pues no es del caso entrar aquí en tales honduras, la madre España, desde hace más de dos siglos, ha decaído, no sólo en   —94→   poder político, sino en aquel otro poder de pensamiento que se impone a los espíritus y domina en el mundo de la inteligencia. Francia, Inglaterra y Alemania, son ahora reinas y señoras en esto, así como en las cosas materiales. De aquí algo como un vasallaje intelectual en que nos tienen. Van delante de nosotros por el camino del progreso, y como en la ciencia positiva y exacta no hay más que un camino, tenemos que seguir las huellas de dichas naciones. Esto ni puedo ni quiero negarlo yo. Ni negaré tampoco que, en todo lo que es ciencia inexacta, deslumbrados nosotros por los adelantamientos reales de los extranjeros, también solemos seguirlos ciegamente, y aceptar y aun exagerar sus sistemas, sofismas y especulaciones, los cuales acostumbran ellos a forjar con más primor, con más arte, y, sobre todo, con mayor autoridad, gracias al descaro, a la frescura y al aplomo soberbio que les presta la confianza de ser más atendidos por pertenecer a nación dominadora o preponderante en el día. Parece, pues, inevitable y fatal que, desde hace dos siglos, nos mostremos como discípulos, como imitadores de los extranjeros, en teorías y doctrinas políticas y filosóficas. Las modas de todo esto vienen de París, como las modas de trajes, de muebles y de guisos.

Entretanto, el genio de nuestra raza, ¿duerme, nos abandona o qué hace? Aunque renegamos bastante de él, aunque olvidamos o desdeñamos   —95→   por anticuado y absurdo lo que nos inspiró en otras edades, yo entiendo que nos asiste y nos inspira aún, especialmente en todo aquello menos sujeto a progreso o en que no se progresa; en todo aquello que flota, o, más bien, vuela independiente y con plena libertad sobre el río impetuoso por donde van navegando los espíritus humanos.

Es cierto que cuando nos hemos puesto a filosofar en sentido racionalista, ya hemos sido volterianos, ya secuaces de Condillac, ya de Cousin, ya de algún alemán en Alemania apenas estimado; ya de Kant, ya de Hegel, ya de Renouvier, ya de Comte y Littré. Es cierto que, cuando no hemos politiqueado por rutina o pasión, sin ser los principios más que vanos pretextos, hemos tomado los guías más extraños. Los conservadores, por ejemplo, a un protestante infatuado y seco, que nos despreciaba hasta el extremo de creer que se podía explicar la historia de la civilización de Europa haciendo caso omiso de España; los ultra-conservadores ultra-católicos, a los sensualistas elocuentemente desatinados De Maistre y Bonald; y en esto han llegado a tal delirio nuestros entusiasmos y nuestro afán de ser arrendajos, que yo doy por seguro, y creo no equivocarme, que si Proudhon no se hubiera mostrado federalista en uno de sus libros, tal vez por odio y celos de francés a la unidad italiana, y si en España no hubiera habido un escritor y orador de valer y   —96→   aficionadísimo a Proudhon, jamás en España le hubiera pasado a nadie por la cabeza que nos trocásemos en República federal, rompiendo la unidad nacional a tanta costa y después de tantos siglos apenas lograda.

Pero es más: tal es o ha sido el descuido, el olvido o la corta estimación de nosotros mismos por nuestro propio pensamiento, que para volver a ser escolásticos en la patria del doctor Eximio, de Victoria, de Melchor Cano y de Domingo de Soto, ha sido menester que nos impulsen Kleutgen, Van Wedingen, Liberatore, Prisco y otros tudescos, belgas e italianos.

Hasta en literatura, en lo que tiene de preceptivo, crítico y teórico, hemos recibido el impulso de fuera: hemos sido clásicos a la francesa desde Luzán; y luego románticos, porque el romanticismo vino de París; y luego naturalistas para remedar a Daudet y a Zola.

Por dicha, en medio de este vasallaje, se nota ya, desde hace años, cierto prurito de emancipación. Nuestro espíritu va como barco llevado a remolque, en el mar o río del progreso; pero ya se siente agitado por el potente soplo del Genio de la raza, que tira a romper la cadena de los que nos van remolcando, y a dejarnos sueltos para que naveguemos por nuestra cuenta y riesgo.

Traigo aquí todo esto para rectificar varias sentencias que me atribuyen, sin motivo, los pocos periódicos franceses y anglo-americanos   —97→   que han hablado de mis Cartas. Ni yo desconozco todo el valer de la ciencia y del ingenio de Francia, ni propendo con astucia diplomática, como cree la Revue Britannique, a separar a los hispano-americanos de la alianza intelectual francesa, ni los acuso de imitadores de todo lo francés, como sí nosotros no lo fuésemos, y como si ellos en tal imitación no nos imitasen.

De este lado y del otro del Atlántico, veo y confieso, en la gente de lengua española, nuestra dependencia de lo francés, y, hasta cierto punto, la creo ineludible; pero ni yo rebajo el mérito de la ciencia y de la poesía en Francia para que sacudamos su yugo, ni quiero, para que lleguemos a ser independientes, que nos aislemos y no aceptemos la influencia justa que los pueblos civilizados deben ejercer unos sobre otros.

Lo que yo sostengo es que nuestra admiración no debe ser ciega, ni nuestra imitación sin crítica, y que conviene tomar lo que tomemos con discernimiento y prudencia. Y sostengo además que, en Francia y en otros países, los que prestan hoy alguna atención a nuestra literatura contemporánea, la consideran más de reflejo de lo que es, y apenas nos conceden ya otra originalidad que la grotesca y villana de lo chulo y lo majo. Piensan en España, y sólo ven, en lo pasado, autos de fe y hervidero de frailes; y en lo presente, toros, navajas y castañuelas. Lo restante es francés todo.

  —98→  

Mi protesta es contra esto. A pesar de la ineludible imitación, existe hoy, y ha existido siempre, en nuestra literatura, un fondo de originalidad grandísimo, el cual ha dado y da razón de sí y luz brillante en la poesía. Vea usted por qué me ha desazonado tanto la declaración de Clarín de que en España no hay ahora sino 2,50 poetas. ¿Qué nos queda, si la poesía se nos quita?

Para consolarme, me explico dicha declaración de cierto modo, y entonces todo va bien. Para Clarín, el concepto de poeta es tan ideal y tan alto, que sólo dos españoles llegan hoy a él, y otro a la mitad de su idealidad y de su altura. Entendido así el negocio, no hay de qué, quejarse en absoluto. Y si en lo relativo caben quejas, quien menos debiera darlas, con perdón sea dicho, es Manuel del Palacio; pues, poniendo aparte a Zorrilla, y sin calificar de ceros en poesía, y concediendo siquiera el valor de céntimos a Tamayo, Ferrari, Velarde, Rubí, Verdaguer, Alarcón, Fernández-Guerra, Teodoro Llorente, Miguel de los Santos Álvarez, Querol, Cañete, Narciso Campillo, Grilo, Correa, Cabestany, Echegaray, Menéndez y Pelayo, Molins, Cánovas, Cheste y otros, resulta que Clarín ensalza a Manuel del Palacio por cima de todos los citados señores, y le da cincuenta veces más valer que a cualquiera de ellos. Y como entre ellos no hay ninguno que pase por tonto, ni que no haya mostrado habilidad en otros asuntos   —99→   en que se ha empleado, de presumir es que la ha mostrado también en la poesía, a no ser que sea la poesía tan sobrenatural y tan sublime, que sólo la alcancen dos, y uno medio la alcance.

Infiero yo de aquí, no diré contra el sustancial pensamiento de Clarín sino contra los términos en que le expresa, que en España hay ahora muchos poetas; que nuestra poesía de hoy importa más que nuestra filosofía y que nuestras ciencias naturales, matemáticas, históricas y políticas; y que, tomando, no un momento solo, sino un período extenso, el siglo XIX. España no compite ni rivaliza por sus filósofos, sabios, historiadores, etc., pero sí compite y rivaliza por sus poetas, con Francia, Alemania, Inglaterra e Italia.

Hay, pues, en España abundancia de poetas que, lleguen adonde lleguen en el Poetámetro, o instrumento para medir poetas, que ha de tener Clarín, no quedan por bajo del nivel de los que en tierras extrañas se califican de buenos; y algunos hay, pongo por caso Quintana, que bien pueden codearse con Chénier, con Manzoni, y con los más altos líricos ingleses, sin deberles nada, ni haberlos imitado ni conocido acaso.

Lo que sí nos falta es público: lectores entusiastas. La plebe intelectual no lee, o lee poco; le estorba lo negro, como se dice hablando con llaneza; y nuestros doctos padecen bastante de desconfianza en nuestro valer y de cierto desdén   —100→   a lo español, de que nos han aficionado los extranjeros.

En esta situación de los espíritus, es harto difícil mi empresa de agradar, interesar y persuadir con las Cartas Americanas. ¿Cómo va a creer quien apenas cree que hay algo bueno en Madrid, o en Barcelona, que lo hay en Valparaíso, en Bogotá o en Montevideo? Y ¿cómo, a no ser un santo, sin chispa de emulación, no se ha de afligir un poco el poeta de por aquí, a quien tal vez nadie hace caso, y a quien Clarín no calificaría de céntimo de poeta, de que yo importe tanto género similar ultramarino, que llegue a secuestrar la escasa atención y aprecio que pudieran concederle?

A pesar de estos inconvenientes, como yo soy testarudo, he de proseguir en mi tarea. Y todo este preámbulo es para prevenir a usted favorablemente y darle a conocer a un poeta rioplatense, llamado Juan Zorrilla de San Martín, a quien, en mi sentir, no ha de tener en menos su toca yo español, nuestro laureado Zorrilla; y así, si empezamos por poner a éste, añadimos a Campoamor y a Núñez de Arce, y, adoptando la severidad de Clarín, contamos por medio-poeta al Zorrilla montevideano, sumándole con Manuel del Palacio, para componer otro entero, tendremos en todas las Españas cuatro poetas vivos y sincrónicos, lo cual se puede entender de suerte que sea muchísimo, cuando, por ejemplo, en Italia se habla con orgullo de los cuatro poetas, no   —101→   contando más en la prolongación de una historia de seis siglos.

Pero dejemos bromas a un lado; desechemos las medidas arbitrarias y las siempre odiosas y con frecuencia injustas comparaciones. Hablando con seriedad, y en absoluto, yo no digo que es, porque no reparto diplomas, pero digo que me parece Juan Zorrilla un excelente poeta; muy original, muy español y muy americano.

La obra que me induce a pensar así, se titula Tabaré. Es un extenso poema, leyenda o novela en verso.

El autor me ha enviado de presente un ejemplar, por el que le doy encarecidas gracias.

Antes de hablar del contenido del libro, conviene decir de su parte material que nos inspira envidia. En la Península Ibérica jamás poeta alguno se ha visto mejor impreso, ni tan lujosamente, ni con tan buen gusto. Tabaré es un hermoso volumen de 300 páginas, excelente papel, impresión clara y limpia, y lindo retrato del poeta grabado en acero. -Fecha: Montevideo, Barreiro y Ramos, editor, 1888.

Hablemos ya del poema. Tiempo es, dirá usted, después de tan larga disertación preliminar. Y, sin embargo, lo preliminar no ha concluido. Tabaré es muy americano, y yo quiero decir algo del americanismo en poesía.

Empeñarse en buscar un sello especial y exclusivo que distinga una obra poética escrita en América, sería absurdo. Este sello, o acude sin   —102→   que le busquen, o no acude. En esta ocasión ha acudido, y con omnímoda plenitud. Quiero significar que Tabaré parece inspirado por el medio ambiente, por la naturaleza magnífica de la América del Sur, y por sentimientos, pasiones y formas de pensar, que no son sencillamente españoles, sino que, a más de serlo, se combinan con el sentir, el discurrir y el imaginar del indio bravo, concebidos, no ya por mera observación externa, sino por atavismo del sentido íntimo y por introversión en su profundidad, donde quien sabe penetrar lo suficiente, ya descubre al ángel, aunque él esté empecatado, ya descubre a la alimaña montaraz, aunque él sea suave y culto. Ello es que en Tabaré se siente y se conoce que los salvajes son de verdad, y no de convención y amañados o contrahechos, como, por ejemplo, en Atala.

Prescindiendo de novelas como las de Cooper, y de descripciones en prosa, en libros científicos y en relaciones de viajes, yo creía que, en poesía versificada, concisa por fuerza y en que no caben menudencias analíticas, los brasileños tenían hasta ahora la primacía en sentir y en expresar la hermosura y la grandeza de las es cenas naturales del Nuevo Mundo. Leído Tabaré, me parece que Juan Zorrilla compite con ellos y los vence.

No hay en Tabaré las reminiscencias clásicas que en las epopeyas El Uruguay y Caramurú, y todo está sentido con más originalidad y hondura   —103→   y más tomado del natural inmediatamente. Carece acaso Juan Zorrilla del saber de Araujo Porto-Alegre, o, si no carece, tiene la sobriedad y el buen gusto de no mostrar que sabe tan al pormenor y tan por experiencia y por ciencia los objetos que le rodean: las piedras, las plantas y los animales; pero no nos abruma, como Araujo Porto-Alegre, aun cuando más le admiramos, o sea en La destrucción de las florestas, con tan rica enumeración descriptiva. El poema de Juan Zorrilla no es descriptivo: es acción, y muy interesante y conmovedora, por donde sus rápidas descripciones, que son el cuadro en que resaltan las figuras humanas, agradan y hieren más la imaginación, aunque sean esfumadas y vagas, y queden en segundo término. Al poeta brasileño a quien más se parece Juan Zorrilla es a Gonsalves Días.

En la forma poética, Juan Zorrilla es de la escuela de Bécquer, al cual, en ambos Mundos, y por donde quiera que suena o se escribe la lengua de Cervantes, no se le ha de negar la gloria de haber creado escuela. No es fácil de explicar en qué consiste la manera becqueriana; pero, sin explicarlo, se comprende y se nota donde la hay. Las asonancias del romance aplicadas a versos endecasílabos y heptasílabos alternados; la acumulación de símiles para representar la misma idea por varios lados y aspectos; una sencillez graciosa, que degenera a veces en prosaísmo y en desaliñado abandono, pero que   —104→   da a la elegancia lírica el carácter popular del romance y aun de la copla; el arte o el acierto feliz de decir las cosas con tono sentencioso de revelación y misterio, y cierta vaguedad aérea, que no ata ni fija el pensamiento del lector en un punto concreto, sino que le deja libre y le solevanta y espolea para que busque lo inefable, y aun se figure que lo columbra o lo oye a lo lejos en el eco remoto de la misma poesía que lee; de todo esto hay en Bécquer, y de todo esto hay en Juan Zorrilla también.

Lo nuevo en Juan Zorrilla es que, con ser su Tabaré una narración, en parte de ella, en la primera sobre todo, narra y casi no narra. Parece el poema bella serie de poesías líricas, en las cuales la acción se va desenvolviendo. Cuando los personajes hablan, queda en duda si son ellos los que hablan o si habla el poeta, en cuyo espíritu se reflejan con nitidez los sentimientos y las ideas que tienen los personajes de modo confuso, como quien no vuelve sobre su espíritu y le examina y analiza.

Esta manera de poetizar se adapta muy bien al asunto de Tabaré. Tratado en prosa, dicho asunto daría lugar a un sutil análisis psicológico; tratado en verso, y como Juan Zorrilla le trata, su poesía, que no analiza ni discurre, por que no sería poesía si tal hiciera, o sería poesía muy pesada, sobreexcita e inspira al lector para que él mismo haga los discursos y los análisis.

El argumento de la obra cabe en muy breve   —105→   resumen. El tremendo cacique Caracé, allá en la época de la reconquista, roba a una noble y gallarda doncella española y la hace madre. La desventurada, a pesar del amor a su hijo, no resiste la situación horrorosa en que se halla, la abyecta servidumbre en que ha caído, y las inclemencias de la vida selvática, y muere pronto dejando huérfano al mestizo. Este mestizo es Tabaré, héroe de la leyenda. Por sus venas corre mezclada la sangre del indio bravo, de la raza más feroz, más indómita, más despreciadora de la vida y más rebelde a toda la civilización, con la sangre europea, donde van infundidos los refinamientos de una educación de dos mil años, transmitida por herencia: las virtualidades, gérmenes y aptitudes que, desenvueltos luego y llegados a su plenitud y madurez en el adulto, le hacen señor de la tierra, capaz de los más altos ideales y digno de alcanzarlos.

El poeta nos quiere pintar en su poema la desaparición irremediable de una raza, cuyo salvajismo enérgico, a par que la inhabilita para la vida civilizada, presta a su heroica lucha y a su final hundimiento el aspecto más trágico, excitando la admiración y la piedad. Esta raza es la de los charrúas, que combatieron fieramente contra los españoles hasta que no quedó un charrúa.

Tabaré es de esta raza, pero también es español: lleva en las venas, por misterio inexplicable, la civilización de Europa; inconsciente levadura   —106→   o fermento, que hierve y agita su organismo; savia que le remueve todo, sin acabar de brotar en flores y en frutos.

Tabaré quedó sin madre desde muy niño. No sabe nada; y por lo aprendido, es tan salvaje como los demás charrúas, mientras que, por lo no aprendido, por lo no formulado, ni hecho distinto y claro por virtud reveladora de la palabra, lleva en sí todos los elementos difusos o informes de las ideas y de los sentimientos más delicados y hermosos.

No entremos aquí a defender ni a refutar esta teoría de la trasmisión hereditaria. Yo me limito a decir que ha de tener mucho de cierta, a mi ver, hasta donde no destruye la libertad y la responsabilidad humanas, No hay religión que no la acepte, admitiendo merecimientos y pecados originales. El vulgo la afirma con frecuencia en sus proverbios. La ciencia experimental del día va quizá más allá de lo justo en sostenerla, cayendo en determinismo y en fatalismo.

Como quiera que sea, pues no nos incumbe dilucidar la verdad científica del alma de Tabaré, el valor estético de la creación es grande, y el arte y el ingenio que se requieren para dar forma, vida y movimiento a esta creación, tienen que ser poco comunes.

Juan Zorrilla posee este arte y este ingenio. Ni el poeta penetra en lo profundo del alma de Tabaré, y se pone a analizarla, como haría un novelista psicológico; ni Tabaré habla ni se explica   —107→   a sí mismo, lo cual sería inverosímil. Y no obstante, el lirismo de Juan Zorrilla, como un ensalmo, como un conjuro mágico, evoca el espíritu deTabaré y nos le deja ver claramente, en su vida interior, en el móvil oculto de sus acciones, en sus afectos, en su vago pensar y en su complicada naturaleza.

En la confluencia de los ríos San Salvador y Uruguay han fundado los españoles una aldea, fortaleza o puesto avanzado. D. Gonzalo de Orgaz es el joven capitán de los valientes que mantienen allí la bandera de España. D. Gonzalo, a pesar del peligro del puesto, tiene consigo a su esposa doña Luz, y a Blanca, su linda hermana.

De vuelta D. Gonzalo de una excursión guerrera, trae a varios prisioneros charrúas. Entre ellos viene Tabaré. Tabaré ve a Blanca. Las raras emociones que al verla agitan su pecho están descritas con tal sutileza, con arte tan delicado, que se comprende y se admira su vaga intensidad. Su idealismo parece real, naturalista y vivido. Se diría que todo el elemento materno de hombre civilizado que había en el espíritu de Tabaré, surge, a la vista de Blanca, desde el tenebroso fondo de su ser de salvaje. Es sentimiento sin nombre, arrobo indefinible, recuerdo confuso de allá de la infancia, cuando su madre vivía y le llevaba en sus brazos. Todo esto no lo dice el indio, porque sería falso que se entendiese él por reflexión, y que se explicase   —108→   la devoción, la pureza, la limpia castidad, el religioso acatamiento y la admiración que Blanca le inspira. Todo esto no lo dice el poeta tampoco, como si el héroe, mudo o incapaz de explicarse, tuviese intérprete o comentador constante que le fuese traduciendo y glosando. Y todo esto, sin embargo, se ve y resulta de la poesía de Juan Zorrilla, por dificultad vencida y por arte pasmoso, que le dan, en mi sentir, extraordinario mérito y novedad inaudita. Es la más alambicada metafísica de amor puesta en cifra, y por instinto, en el estilo de los salvajes, y puesta con tal claridad, que la comprende el hombre civilizado capaz de comprenderla. No parece sino que el poeta guardaba en ánfora sellada el antiguo elixir amoroso con que se embriagaba Petrarca, y que, depurado por los siglos, le derrama en las selvas primitivas y entre las breñas y malezas, embalsamando el aire del recién descubierto país uruguayo.

Tabaré, que está enfermo, infunde piedad y simpatía a Blanca y al P. Esteban,


«Encarnación de aquellos misioneros
que del reguero de su sangre hacían
la primer senda en medio del desierto,
y marcaban el sitio
hasta el cual penetraba el Evangelio,
con el cadáver solo y mutilado
de algún mártir sin nombre y sin recuerdo.»

Por intercesión del misionero y de Blanca,   —109→   Tabaré queda libre, bajo su palabra de no fugarse de la colonia. Como Tabaré anda melancólico y ensimismado, excita más la piedad y el interés de Blanca, que le habla a veces. Si responde el indio, rompiendo su obstinado silencio, o si el poeta responde por él, interpretando su mirada y sus ademanes, queda en esfumada indeterminación lírica. A la verdad que lo que dice el indio es el sentir y el pensar del indio; pero apenas se concibe que el indio pudiera expresarlo. El encanto de la poesía vence esta dificultad, y aun saca de ella más hermosura. Blanca habló a Tabaré.


   Él se detuvo, sin alzar la frente,
cual llamado a lo lejos;
cual si la voz tardara largo espacio
en ir desde el oído al pensamiento.
Quedó fijo; temblaba como el arpa
que ha sacudido el viento;
como el corcel que en su carrera escucha
el bramido del tigre en el desierto.
Así como una piedra,
al fondo del abismo descendiendo,
despierta temerosas resonancias,
voces lejanas, quejas y lamentos,
la voz de la española
descendió al alma del salvaje enfermo,
y en ese abismo despertó la vida,
la queja, el grito del dolor y el tiempo.»

Tabaré habla entonces a Blanca. Sus palabras carecen de orden y concierto. Brotan de sus labios   —110→   como tropel de sombras y luces. El poeta es, pues, quien ordena este caos, y le trueca en bellas canciones americanas:


«¡Oh! ¡sí! yo sé que acechas
mis horas de dolor;
sé que remedas alas de jilgueros
donde yo estoy.
Yo sé que tú el secreto
conoces de mi ser,
y sé que tú te escondes en las nieblas...
¡Todo lo sé!
Que gimes en el viento;
que nadas en la luz;
que ríes en la risa de las aguas
del Iguazú;
que miras en las altas
hogueras de Tupá,
y en las lunas de fuego fugitivas
que brillan al pasar.
Tú, como el algarrobo,
sueño das a beber,
y das la sombra hermosa que envenena
como el ahué.
Yo, temiendo tu sombra,
tiemblo y huyo de ti,
y tú en el despertar de mis memorias
vas tras de mí.»

Luego habla el indio del recuerdo de su madre, que Blanca reanima en su mente:


   «Era así como tú... blanca y hermosa;
era así... como tú:
Miraba con tus ojos, y en tu vida
puso su luz.
—111→
yo la vi sobre el cerro de las sombras
pálida y sin color.
El indio niño no beso a su madre...
No la lloro.
...........................................
Hoy vive en tu mirada transparente
y en el espacio azul...
Era así como tú la madre mía;
blanca y hermosa...; pero no eres tú.»

El amor singular del indio hace que despunte en el alma de Blanca, como en el cielo sereno y puro, una remotísima e indecisa aurora de amor tan indefinida, que se confunde con la piedad con la conmiseración, con la caridad cristiana.

En tal estado vaga Tabaré en silencio por la colonia; y, de día, le juzgan loco, y por la noche, la gente crédula le imagina alma en pena o fantasma.

Varios soldados persiguen al fantasma y le acometen; Tabaré se defiende, y quiebra entre sus fuertes dedos el asta de la lanza de un sol dado. Hubiera muerto entonces, si no acude el P. Esteban y le salva.

El lance ocurrido y la singular y sombría condición del indio, avivan las sospechas de doña Luz y de otros sujetos de la colonia, que no creen posible que un charrúa se civilice y deje de ser una fiera, y, a pesar de la generosa y confiada resistencia de D. Gonzalo, éste cede al fin y despide a Tabaré para que vuelva a los bosques, a su vida de indio bravo.

La compasiva Blanca ve al indio antes de   —112→   partir. En la mente del indio, Blanca sigue siendo un ser ideal:

«Con alas invisibles en la espalda»,

y en los ojos, con la luz de la aurora,

«Que el seno oscuro de la noche aclara»;

pero la arisca fiereza del indio, y su ser de charrúa indómito, que lucha dentro de su pecho con la suave y amorosa condición que heredó de su madre, se oponen en esta ocasión a que Blanca comprenda que el indio la quiere bien. Blanca cree que la odia y que odia a todos los cristianos.

Después hay un momento supremo en el combate interior entre las dos naturalezas de Tabaré. Va a vencer la ternura, y el charrúa, el charrúa que nunca llora, ni se queja en medio de los más horribles suplicios, se abraza al P. Esteban y vierte en su sayal una lágrima. La reacción es más violenta entonces. La vergüenza, la ira de haber incurrido en aquel acto de debilidad, deshonroso para su casta, hace que Tabaré ruja como un tigre, se desprenda del fraile y huya a la selva.

Los cantos siguientes del poema tienen el carácter de una epopeya trágica y sombría.

La carrera frenética de Tabaré cuando vuelve ya a sus nativos bosques, es de gran riqueza   —113→   de imaginación. Ni falta lo sobrenatural, como en los antiguos poemas. Juan Zorrilla llama a los espíritus, a los genios elementales del mundo americano primitivo, y todos acuden a su briosa evocación. Ellos que son inmortales y conocieron y trataron la raza extinguida de los huraños charrúas, salen de sus cavernas, descienden de las nubes, se hacen visibles en el aire, y, sacudiendo las osamentas y los cráneos, hundidos


   «En el profundo limo
en que tienen las algas sus amores,
se arrastra el yacaré, duerme la raya,
y la tortuga sus nidadas pone»,

revelan al poeta los ignorados pensamientos y sentimientos de aquellos salvajes. Es más: estos seres extra-humanos animan la naturaleza, intervienen como máquina en el poema y dan forma visible al delirio de Tabaré, errante por el bosque.

No gusto de citar, porque lo que se cita, aislado y dislocado, pierde toda la belleza que nace del acorde en que está con el resto de la composición. Afirmo, pues, sin citar casi, que todo el vagar por el bosque del indio Tabaré es enérgica poesía, y de un brío gráfico y fantástico notables, donde lo real y lo ideal, lo observado y lo soñado, se mezclan y se funden íntimamente.


«Al sentirlo pasar, las lagartijas
hacia sus cuevas corren,
—114→
y asoman las cabezas puntiagudas
y el largo cuerpo sin calor encogen.
Y las ranas se callan un instante
mientras pasa, y sus voces,
como largos quejidos, a su espalda,
cuando ha pasado nuevamente se oyen.
Y los nocturnos pájaros lo siguen
en negras procesiones;
el chajá dando saltos por el suelo,
chirriando esos murciélagos enormes,
que, como manchas de la misma sombra,
la oscuridad recorren,
persiguiendo los átomos, o huyendo
atolondrados de invisible azote.
Detrás de cada tronco acurrucada
parece que se esconde
alguna cosa que, al pasar el indio,
sigue tras él con movimiento torpe.
Él siente a sus espaldas ese mundo
que su alma sobrecoge;
mas no se vuelve, y apresura el paso,
y sigue, y sigue sin saber adonde.»

Al fin, Tabaré se para rendido por la fiebre, y empieza su delirio, en que todos los espíritus de la naturaleza toman activa parte.

Sigue después otro cuadro, que excede acaso en belleza al anterior. La inspiración del poeta, lejos de menguar, crece, según adelanta en su obra. Es un cuadro del más pujante naturalismo. No puede imaginarse aquelarre más espantoso que la escena real y vivida que el poeta ofrece a nuestros ojos. Ha muerto el cacique supremo de los charrúas, y éstos celebran los funerales. El sueño frío se entró por las venas del viejo cacique,   —115→   y en balde los médicos le chuparon el vientre para arrancar el dardo que causaba su mal. Muerto ya, le preparan para el último viaje, embijándole horriblemente la cara con jugo de urucú para que asuste a Añang y a Macachera y a los genios del aire. Los indios danzan ebrios en torno de diez hogueras. La descripción de las mujeres es de mano maestra. Danzan y cantan las mozas: las viejas, de cuclillas, mastican entre sus mandíbulas sin dientes algo que echan en el brebaje que está fermentando: Los parientes del difunto se cortan dedos, o se arrancan pedazos de carne o túrdigas de pellejo para mostrar su pesar. Todo esto no se refiere: casi se ve. Se huele la sangre vertida; se respira el humo de las hogueras; se perciben los cuerpos desnudos; y se oyen los cantares bárbaros, los aullidos y el resonar de los pies que bailan, y el silbar de las bolas y de las flechas y el choque de las lanzas. Los indios arman brava y fantástica pelea con los hijos del aire y de la noche, con los perros que roen las lunas, y con los vestiglos malditos que acuden a llevarse el espíritu del cadáver.

Como digno remate de las ceremonias fúnebres, aparece el indio Yamandú, reclamando que le eleven al cacicato supremo. Sus méritos y servicios son notables. Nadie hace muecas más diabólicas para espantar al enemigo; nadie da en la lucha alaridos más feroces. En su toldo cuelgan cien cabelleras de adalides muertos por su propia mano; su pecho está adornado con   —116→   largas sartas de dientes y de muelas de los arachanes vencidos de cuya piel retorcida ha forma do la cuerda de su arco.

Elegido ya o reconocido como jefe, Yamandú excita a los indios a una expedición contra los españoles. No puedo resistir a la tentación de copiar aquí parte de su discurso:


   «¿Queréis matar al extranjero blanco?
Seguid a Yamandú.
Yo sé matarlo como al gato bravo
de los bosques del Hum.
Los cráneos de los pálidos guerreros
al indio servirán
para beber la chicha de algarrobas
y el jugo del palmar.
Sus rayos no me ofenden, en su sangre
se hundirán nuestros pies:
Sus cabelleras en las lanzas nuestras
el viento ha de mover.
Vírgenes blancas que en los ojos tienen
hermosa claridad,
encenderán en nuestros libres valles
nuestro salvaje hogar.
En esos días de las horas largas
en que canta el sabiú,
y al pie de la barraca está el bañado
dormido en el juncal;
en esas noches en que se oye a ratos
el canto del urú,
las vírgenes esclavas del charrúa
brillarán con su luz.
Sus cuerpos son más blandos que el venado
que acaba de nacer,
y tiemblan como tiembla entre la hierba
la verde caicobé.
—117→
Sus cabellos parecen los renuevos
más tiernos del sauzal,
sus bocas se abren como el dulce fruto
que da el burucuyá.
¡Vamos! ¡Seguidme! El extranjero duerme,
¡Duerme en el Uruguay!
¡El sueño que en sus ojos se ha sentado,
no se levantará!»

En efecto: Yamandú ha visto también a Blanca. Ha nacido en su pecho una pasión muy diversa de la de Tabaré y más propia del salvaje. El ansia de robar y gozar a Blanca y el deseo de matar a los españoles le inspiran el plan de una sorpresa nocturna y de un asalto a la colonia de San Salvador. Los indios caminan ya tácita y cautelosamente hacia la colonia, durante la noche, mientras duerme la guarnición descuidada.


   «¿No veis entre las ramas asomarse
los temerosos rostros de los indios,
embijados de rojo, y dibujados
con trazos verdes, negros y amarillos?
Las plumas de sus frentes se confunden
con las hojas del cardo; el remolino
del viento suave, al agitar las ramas,
descubre aquí y allá rostros cobrizos.»

Salen del matorral, por donde iban medio agachados, y dan ocasión para que el poeta nos nombre a algunos.


   «Aquel es Ibipué. ¿Quién no conoce
al tubicú, tan fiero como listo,
—118→
que al avestruz alcanza y al venado,
y apresa entre las aguas al carpincho?
Cayá es aquel que corre entre las chircas.
Se le conoce en el profundo signo
que, con su hacha de piedra, le ha grabado
en la cabeza el arachan Siripo.
¿También tú, Guaycurú? De los cristianos
tú te dijiste servidor sumiso;
ese casco que llevas y esa adarga
de Garay los ganaste en el servicio.
Tú fuiste el mensajero de tu tribu:
Rompiste en la rodilla tu macizo
arco de ñandubay, y en tu piragua,
o a nado, en son de paz, cruzaste el río.
¿No es ésa una mujer? Es Tabolía.
Sabe arrancar la piel al enemigo,
y ya más de una de ellas ha colgado
en el movible toldo de sus hijos.
Ella no exprime el fruto del quebracho,
ni recoge en la selva para su indio
la miel del guabiyú, ni lleva el toldo,
ni entona el yaraví de triste ritmo.
Tiene en su labio el signo del guerrero;
suena en la lucha su salvaje grito,
y en el desnudo seno apoya el arco
en que viene la muerte a hacer su nido.»

La expedición tiene, al principio, el éxito que Yamandú deseaba. San Salvador es sorprendido. La lucha es terrible, y bien pintada. Arden muchas casas. Los indios dan muerte a no pocos españoles; pero éstos se rehacen, y ponen en fuga a los invasores.

Yamandú logra, no obstante, su principal objeto. En medio del tumulto, de la confusión y del horror de la batalla y del incendio, roba a   —119→   Blanca, y se la lleva a la selva sagrada donde tiene su guarida.

Sucédense luego la desesperada furia de don Gonzalo al saber el rapto de su hermana, su idea de que es Tabaré quien la ha robado, y su inútil persecución para libertarla. Entre tanto, Yamandú ha llevado a Blanca a lo más esquivo del bosque, donde el terror impide que penetren los otros indios, que no son payés, como él. Él es hechicero, y no teme; antes bien domina a los espectros y genios que siguen a Añanguazú.

La situación es desesperada. Blanca yace en el suelo sin sentido. Vuelve en sí, y se mira en el centro de la selva. En la oscuridad medrosa ve relucir las lascivas pupilas de Tamandú, que aguarda que vuelva ella de su desmayo.

Algo de inesperado ocurre entonces, sin que Blanca atine a darse cuenta. Oye crujido de ramas que se apartan con violencia; después pasos, después gritos ahogados, y al fin ruido como de una lucha muda y tremenda.

En suma; Tabaré ha venido en socorro de Blanca: ha caído sobre Yamandú, y ha logrado matarle, estrujándole el pescuezo entre sus dedos.

Contar, como quien escribe un índice, todos estos sucesos y el final desenlace, es destruir el efecto artístico, que pueden producir, y que, a mi ver, producen. Menester es, no obstante, llegar al final rápidamente.

  —120→  

Tabaré salva a Blanca, que está casi exánime y la lleva hacia la colonia.

D. Gonzalo, que sigue buscando a su hermana, ve al indio, que corre teniéndola en sus brazos, y a quien cree el raptor. D. Gonzalo ciego de ira se lanza sobre Tabaré y le atraviesa con su espada. Blanca, que comprende ya todo el amor, toda la sublime devoción del indio, se abraza estrechamente con él, moribundo; llora y le llama. Tabaré muere.

Así termina la acción de la leyenda, cuya trascendencia y elevación merecen que de epopeya la califiquemos. El poeta, como Hugo Foscolo ha dicho de Homero, aplacando con su cantar las afligidas almas de los vencidos, ha trazado con alto estilo la inevitable, la providencial desaparición de las razas, que llegan a ponerse con la civilización en indómita rebeldía. El poeta, español de raza, ensalza a los españoles vencedores, como Homero ensalzaba a los griegos; pero las lágrimas son para Tabaré. Las lágrimas son para Héctor y Príamo. No hay una sola página del poema de Juan Zorrilla que no esté impregnada de tierna y piadosa melancolía. Sobre el americanismo del poeta están aquellos sentimientos fervorosos de caridad cristiana, de amor a todos los hombres, tan propios del alma española, y que resplandecían en los misioneros, en los legisladores de Indias, y a veces, cuando la codicia o la ambición no los cegaba, hasta en los mismos tremendos conquistadores, por más,   —121→   que no todos fueran como D. Gonzalo de Orgaz, sino forajidos y desalmados aventureros.

Lo que América debe a España es tanto o importa tanto, que el poeta, exaltado por el fervor de la sangre que lleva en sus venas, da a veces a España tales alabanzas, que, al llegar a España, tan postrada y abatida hoy, la consuelan y la sonrojan a la vez El poeta imagina que acaso cuando en edad remotísima se hundió la Atlántida, no cabiendo su inmensidad en los mares resurgió o sobrenadó en parte, formando ambas Américas, y separándose así de la parte capital que no se hundió: de España, que había sido y había de volver a ser su cabeza.

El pueblo español es, para el poeta,


   «El pueblo altivo que, en la edad sin nombre,
era el cerebro acaso
de aquel dorso gigante y misterioso,
ya sumergido en el abismo atlántico;
que, no teniendo en su profundo seno
para el coloso espacio,
dejo asomar sobre la vasta tumba,
miembro insepulto, el mundo americano.»

Sin pretensión pedantesca, sino del modo propio de la poesía, hay y se agitan en el poema Tabarégrandes problemas de libre albedrío, predestinación, determinismo y vocación de las razas: psicología, teodicea y filosofía de la historia. Al leer el poema, se levanta el espíritu del lector a estas altas especulaciones.

Después de lo dicho hasta aquí, de sobra está   —122→   añadir que me parece muy bueno el poema; y que hasta el severo Clarín ha de calificar a su autor, no de medio poeta sino de uno, y quizá de uno con colmo: colmo que no se atreverá a derribar su rasero, pasando sobre la medida.

Mi carta se va haciendo interminable; pero me asalta un escrúpulo, y aun exponiéndome a pecar de pesado, quiero discurrir sobre él, a ver si le desvanezco.

A pesar de lo que he escrito y, clamado contra el naturalismo, al fin, como soy un hombre de ahora y no de otra edad, y como las modas son contagiosas, yo, sin poderlo remediar, soy también algo naturalista.

Mi escrúpulo es, pues, sobre la verosimilitud y hasta sobre la posibilidad de Tabaré. El hechizo de la poesía le hace parecer verosímil; pero ¿pudo ser Tabaré en la realidad de la vida? Aunque hubiera nacido de madre española, ¿no se crió como un salvaje? ¿De qué suerte, por lo tanto, aun concediendo mucho a la transmisión hereditaria, nació en su alma inculta pasión tan delicada, tan pura y tan fecunda en actos de heroísmo y abnegación, como en el alma de Don Quijote, después de leer todos los libros de Caballerías, o como en el alma de sublime e ilustrado cortesano, o caballero más o menos andante, que ha estudiado a Platón, a León Hebreo, a Fonseca y al conde Baltasar Castiglione?

Halm, el dramaturgo austriaco, nos representa un milagro por el estilo en El hijo de las selvas; pero   —123→   aquel milagro, o no es, o no parece ser tan grande. La verosimilitud de lo milagroso crece en nuestra mente, no sé por qué, en razón directa de la distancia de siglos que de lo milagroso nos separa. Y por otra parte; ni los galos eran salvajes como los charrúas, ni en el alma del galo rudo y bárbaro de Halm, aparece la pasión delicada con la espontaneidad divina que en el alma de Tabaré. La joven griega le revela el amor por medio de la palabra: le explica los misterios celestiales de su espiritual pureza. Tabaré, con solo ver a Blanca, lo adivina todo.

Esto es lo que se me antoja poco creíble. Y yo no me contento con responderme que, ya que el efecto es hermoso, debo prescindir de la realidad de la causa. No me basta exclamar: Si non è vero è ben trovato. Et quidlibet audendi no me tranquiliza. Por último: lo caótico, confuso, inefable, y para el mismo Tabaré no comprendido, de los afectos de su alma, no me resuelve la dificultad.

Sólo la resuelve la teoría, expuesta ya por mí en otras ocasiones, acerca del poder revelador, religioso, suscitador de lo ideal, que ejerce la hermosura femenina.

Los clásicos griegos nos dejaron en sus fábulas los indicios de este poder de civilización repentista.

La hembra del hombre era abyecta, esclava, despreciada e inmunda. Se hace inventora de   —124→   su propia beldad. Se pule, se atilda, se asea, y, añadiendo además un esfuerzo de voluntad artística e inspiradísima, crea el hechizo más gran de y fascinador que cabe en los objetos materiales: crea a la mujer. Y la mujer es reina, es maga, es sibila, es profetisa desde entonces.

Su dominio sobre los hombres crudos y fieros, ya para bien, ya para mal, es desde entonces inmenso.

Yo creo en la ginecocracia o gobierno de la mujer en las edades primitivas. Donde quiera que la mujer se lava, se adorna y se pule, es reina y emperatriz de los hombres. En el país sabeo, hubo reinas; reinas hubo en Otahiti. Cuando no hay reinas, hay musas que inspiran a los poetas, sibilas que columbran y manifiestan el porvenir, Egerias que dirigen a los Numas, Onfales que hacen que Hércules hile, Dalilas que cortan los cabellos a todo Sansón, y Circes que detienen, emboban y fijan a los Ulises vagabundos.

Cuando lo trascendente, lo divino, lo inmortal y puro no ha brotado aún en el alma del hombre, la mujer, que ha encontrado su hermosura física, se lo revela todo, al revelársela. Como los rayos del sol de primavera hacen brotar de la tierra fragantes rosas, las miradas de la mujer hacen que brote la flor de lo ideal en el alma de los hombres. Así se explica la pasión de Tabaré, y queda firme como del más evidente realismo histórico y no como ensueño vano de la poesía.

  —125→  

Corrobora mi creencia en este poder espiritualizante, catequizador, religioso de la mujer, ya elegantizada y bonita, merced a las artes cosméticas, al aseo y a la modesta y decente coquetería, que ha descubierto ella, un singular fenómeno que hoy se nota y que nos admira.

El refinamiento, el exceso de la civilización conduce a muchos hombres eminentes y pensadores a un extremo donde sus espíritus tocan ya por un lado con los espíritus de los salvajes: a no concebir lo infinito desconocido sino como malhechor y diabólico: como el feo

Poter che ascoso a comun danno impera;

o a negar su realidad para no tener que maldecirla o blasfemar de ella.

En esta situación, sobreviene la mujer, y produce el mismo efecto, que en el salvajismo, en la viciada y ponzoñosa quinta-esencia de la cultura. Leopardi vuelve a hallar, en las donnas que celebra en sus cantos, a todas las divinidades de su Olimpo: Ingersoll, el ateo yankee, ama y adora a las ladies y misses como el trovador más rendido; Augusto Comte niega a Dios, y funda nueva religión, inspirado por la mujer, cuyo ideal modelo de pureza y de amor es la Virgen Madre; Cousin, harto de filosofar, y en su vejez, se enamora arcaica y retrospectivamente de Mad. de Longueville y de otras princesas y altas señoras de los tiempos de Luis XIV, y difunde su pasión amorosa en alabanzas tan tiernas,   —126→   que suenan como amartelados suspiros; Michelet cae, en los últimos años de su vida, en un dulce deliquio, en un melancólico erotismo, que vierte en sus libros sobre el amor y sobre la mujer; y Renan, descollando entre todos, llega a dar a este erotismo, idólatra o hiperdúlico, una fuerza frenética, profética y apocalíptica, que se nota en La Abadesa de Jouarre, y en el prólogo sobre todo de tan afrodisíaco drama.

Demostrado así y patente el poder milagroso de la mujer para hacer que surja o que resurja lo ideal en el alma del hombre, mis escrúpulos se disipan y la figura de Tabaré queda tan consistente y verdadera como las de los más históricos personajes.

Aplaudamos, pues, a Juan Zorrilla, sin el menor reparo, ya que ha sabido dar a luz tan amena leyenda o poema, sin apartarse un ápice de la verdad y siendo al mismo tiempo naturalista e idealista en su obra.



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