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ArribaAbajoLa poesía y la novela en el Ecuador

Julio de 1889

Al señor D. Juan León Mera


ArribaAbajo- I -

Muy estimado señor mío: En Washington y en Nueva York conocí y traté al Sr. Flores, actual presidente de esa república, cuyo ameno y franco trato me ganó la voluntad, haciéndome yo desde entonces muy amigo suyo y lisonjeándome de que él también lo es mío. En Bruselas, en París y aquí en Madrid, hemos vuelto a vernos, afirmándose más la amistad que ya nos profesábamos.

Cuando el Sr. Flores partió de aquí para América a ocupar el alto puesto al que le han elevado sus merecimientos y la voluntad de sus conciudadanos me prometió enviarme las mejores producciones literarias de su país. Con gusto he visto que los cuidados y desvelos del gobierno y de la política no le han hecho olvidar su promesa. El Sr. Flores me ha enviado directamente algunos libros, y además ha excitado   —128→   a usted a que me envíe sus obras, por todo lo cual debo estar y estoy muy agradecido al señor Flores.

A usted también le agradezco mucho las remesas, y sobre todo la última, que más que ninguna otra me ha interesado.

El libro de usted tituladoOjeada histórico crítica sobre la poesía en el Ecuador, contiene noticias curiosas y muestra, además, el talento de escritor que usted posee y sus ideas y opiniones sobre puntos de la mayor importancia; pero lo que más me ha agradado es Cumandá. Cumandá es una preciosa novela. Ni Cooper ni Chateaubriand han pintado mejor la vida de las selvas ni han sentido ni descrito mas poéticamente que usted la exuberante naturaleza, libre aún del reformador y caprichoso poder del hombre civilizado.

Impaciente estaba yo de hacer detenido examen de las obras de usted, y en particular de la mencionada novela, cuando leí en La Época, acreditado y juicioso periódico de esta capital, una muy grave acusación contra usted. Acusa a usted La Época de odiar a España y de haberlo probado en varias ocasiones que cita.

Luego añade: «Nuestro amigo D. Juan Valera puede tomar nota de este sucedido para sus notables Cartas Americanas

Confieso que la lectura del suelto de La Época me disgustó no poco. Harto sé yo que el odiar a España, aunque sea injusto, y el agraviarla, aunque es indigno y odioso, no impide que, en   —129→   todo lo demás, las cosas sean como son, y no de otro modo; ni destruye el valor literario y poético de Cumandá, ni el talento y la discreción que en la Ojeada y en otras obras de usted se advierten. Sin embargo, mi gratitud hacia usted por haberme enviado los libros no podía menos de enfriarse, a ser cierto que era un enemigo de mi patria quien me los enviaba, y mis alabanzas a dichos libros, aunque fuesen alabanzas merecidas, habían de sonar mal, en mi boca y ser algo contrarias al patriotismo de que blasonamos los españoles.

No me tranquilizaba yo con parodiar a Quintana aplicando a este caso aquello de

«Inglés te aborrecí, héroe te admiro:»

y diciendo: repruebo la conducta y las malas pasiones de usted con respecto a España: pero no puedo menos de celebrar a usted por sus escritos.

Yo preferiría creer y hacer creer que los pecados de usted contra España no son tan grandes como La Época supone. Movido de este deseo voy a ver si le logro en parte, empezando por defender a usted de la acusación, hasta donde pueda, antes de hablar por extenso de sus obras literarias, si bien de sus obras literarias tengo que hablar desde un principio, ya que en ellas aspiro a encontrar demostraciones claras de que usted no aborrece a España ni a los españoles.

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Antes de que la Academia Española eligiese a usted académico correspondiente, por lo cual en el suelto citado la censura La Época, había usted escrito no poco en prosa y en verso, haciéndose merecedor de aquella honra; pero usted, con extraordinaria modestia, no lo considero así y creyó que debía hacer algo que fuese testimonio de su gratitud y de que la Academia no había hecho una elección desacertada. Entonces escribió usted Cumandá y se la dedicó al director de la Academia o más bien a la Academia misma, ya que usted ruega al director que presente la obra a la Academia, y termina diciendo: «Ojalá merezca su simpatía y benevolencia, y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas, y que, a fuer de extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.»

En las pocas palabras del texto que copio hay una serie de afirmaciones contrarias a ese odio que a usted atribuyen. Admira usted y ensalza nuestra literatura; desea que su novela tenga cabida en ella, como florecilla extraña y selvática que se pone en inapreciable ramillete de ricas flores; y llama, por último, madre patria a esa España, a quien suponen que usted odia.

Resulta, además, que Cumandá, que es a mi ver de lo más bello que como narración en prosa se ha escrito en la América española, debe su ser al deseo de usted de mostrar a la Academia   —131→   su gratitud y suficiencia; todo lo cual redunda en gloria de España y es nuevo lazo de amistad entre ella y su antigua colonia, hoy República del Ecuador.

Convengo, a pesar de lo dicho, en que no basta la prueba aducida para justificar a usted. El ánimo de todo hombre es inconsecuente y voltario. Pudo usted en aquella, ocasión ser muy hispanófilo, sin dejar de ser misohispano en otras mil ocasiones.

La cuestión, no sólo por el caso singular de usted, sino por lo que tiene de general, merece ser tratada y dilucidada. Cedo, pues, al prurito de decir algo sobre ella. Esto liará sin duda que mis cartas a usted sean más en número y más extensas de lo que yo había pensado.

Espero que usted y el público tendrán la paciencia de leerlas.

Lo primero que noto es que las relaciones entre España y los americanos emancipados tienen que ser muy diversas de las relaciones entre yankees e ingleses. Entre los yankees no hay o hay apenas elemento indígena. Ora porque los indios del territorio de los Estados Unidos fuesen más rudos e incivilizables, ora porque los europeos colonos, de raza inglesa, tuviesen menos caridad y menos paciencia y arte para domesticar, ello es lo cierto que no hay entre los yankees muy numerosa población india reducida al vivir culto y político, ni hay tanto mestizo de europeo y de indio como en las que   —132→   fueron posesiones españolas. De aquí que a nadie se le ocurriese ni se le pudiese ocurrir entre los yankees, cuando se sustrajeron al dominio de la Gran Bretaña, la estrafalaria idea de que aquello era algo a modo de reconquista, como cuando los egipcios echaron a los hicsos, o los españoles echaron a los moros, o los griegos del África y del Peloponeso se libertaron de los turcos.

En cambio, en casi todas las Repúblicas hispano-americanas se ha dicho, en verso y en prosa, algo de que la guerra de emancipación fue guerra de independencia y reconquista. El inca Huaina-Capac se aparece al poeta Olmedo, cuando celebra éste la Victoria de Junin sobre los españoles, y le profetiza la nueva victoria que los insurgentes han de alcanzar después en Ayacucho, como si los insurgentes fuesen indios y no españoles también, y como si tratasen de restablecer el antiguo imperio peruano y no repúblicas católicas, según el gusto y las doctrinas europeas.

De aquí nacen motivos de enojo en abundancia y dificultades a montones, que hacen el trato entre españoles e hispano-americanos en extremo vidrioso o sujeto a quiebras. Si les decimos que son españoles como nosotros suelen picarse, porque desean ser algo distinto y nuevo, y, si no todos, muchos se pican también si los creemos indios o semi-indios.

Hay, en los hispano-americanos, aun en los   —133→   más discretos y sabidos, mil injustas contradicciones.

«Las leyes de Indias, dicen, las Ordenanzas de Carlos V, las de D. Fernando de Aragón y de doña Isabel la Católica eran buenas y protectoras. Desde que el Papa declaró en una bula que los hijos de América eran hombres, los reyes de España dictaron leyes para ampararlos y favorecerlos; pero burlándose de esas leyes los colonos españoles maltrataron a los indios, los azotaron, los humillaron y los hicieron trabajar hasta morir, como si fuesen acémilas, etcétera, etc.» Al decir esto, las americanos de ahora no advierten que ellos son los que se condenan, si no son indios puros. Los que dictaron las leyes protectoras estaban aquí, y por aquí se han quedado; pero los verdugos codiciosos y empedernidos de los indios, lo probable es que, salvo raras excepciones, se quedasen todos por allá, y que esos antiespañoles, declamadores acerbos por pura filantropía, no sean otros sino sus descendientes.

Tiene mucha gracia la disculpa a que acuden ustedes para explicar lo poco que han hecho por los indios en los sesenta o setenta años que llevan de independencia. «Hemos abolido las mitas, dicen ustedes, hemos suprimido el tributo personal y hemos desechado el azote.» Pero ¿se debe esto a la independencia, o al progreso de la cultura y de la moralidad entre todos los pueblos cristianos? ¿Es posible que alguien crea   —134→   de buena fe que si el Ecuador y Colombia fuesen hoy aún colonias españolas habría allí mitas, tributo personal, servidumbre y azotes?

Independiente la que fue América española, lo mismo que si no fuese aún independiente, ya no puede haber ni hay esclavitud en ella. Los indios son libertos de la ley. Pero añade su ilustre compatriota de usted Juan Montalvo, a quien me complazco en citar, «son esclavos del abuso y de la costumbre.» Enseguida describe elocuentemente los malos tratos y las faenas a que someten aún al indio en el Ecuador, y acaba por exclamar:

«Si mi pluma tuviese don de lágrimas, yo escribiría, un libro titulado El Indio, y haría llorar al mundo.» Y esto lo dice Juan Montalvo más de medio siglo después de que ese indio y el inca Huaina Capac triunfaron en Ayacucho de los pícaros españoles. Los españoles, no obstante, siguen teniendo la culpa de todo, aunque vencidos. Juan Montalvo lo de clara: «No -dice-; nosotros no hemos hecho este ser humillado, estropeado moralmente, abandonado de Dios y de la suerte: los españoles nos le dejaron hecho y derecho, como es y como será por los siglos de los siglos.»

Lo absurdo de este sofista declamador no merecería respuesta, si no estuviese algo del mismo sentimiento en la masa de la sangre de no pocos hispano americanos, que así escupen contra el cielo y les cae encima: porque si son indios de sangre se declaran humillados, moralmente estropeados   —135→   y abandonados de Dios por los siglos de los siglos: y si son españoles, reos de la muerte moral y de la condenación perpetua o irremediable de millones de seres humanos; y si son mestizos, son abominable amalgama de español y de indio, de la raza degradada y del cruel y tiránico verdugo que acertó a degradarla para siempre.

Juan Montalvo dijo su frase, por decir una frase, sin saber lo que decía. No la hubiera dicho si la hubiera reflexionado: pero Juan Montalvo, y otros como él, y a veces usted entre ellos, por obra y gracia de su americanismo, creen otra cosa que los predispone contra nosotros, y, cuando creen ustedes esta cosa, es cuando apunta el odio contra España de que La Época acusaba a usted.

Creen ustedes y sostienen que América, en el momento en que los españoles la descubrieron, estaba progresando con plena autonomía, y próxima a crear y a difundir una magnífica civilización original y propia, cuyos focos principales estaban en los imperios de Méjico y del Perú y entre los chibchas de Nueva Granada: pero la llegada de los feroces españoles detuvo el desarrollo de esa civilización y ahogó en sangre y destruyó con fuego sus gérmenes todos.

No hay que buscar este pensamiento en otros autores. Usted le expresa a menudo. Todo iba muy bien por ahí. La conquista de Tupac Yupanqui había civilizado el reino de Quito. Los   —136→   aravicos, o sea los poetas en lengua quichua, pululaban ahí lo mismo que en el Cuzco. La lengua quichua era un prodigio, un simbólico tesoro de misteriosas filosofías. Sólo el vocablo Pachacamac, con que en lengua quichua se designa a Dios, contiene sutil y profunda teodicea que el mero análisis gramatical descubre. Esta lengua había llegado a la perfección antes de la venida de los españoles. Según usted «se prestaba a la entonación de la oda heroica, a las vehementes estrofas del himno sacro, a la variedad de la poesía descriptiva, a los arranques del amor, a toda necesidad, a todo carácter y condición de metro, desde el festivo y punzante epigrama hasta el grave y dilatado género de la escena.» Claro está, pues, que los indios hasta literatura dramática tenían, y que el teatro era una de las más nobles diversiones de la corte de los incas.

El florecimiento literario y el desenvolvimiento intelectual eran, pues, notables entre los peruanos y quiteños: pero llegaron los españoles y aquello fue el acabose. Apenas quedó rastro de nada. «El poder exterminador de la conquista, exclama usted, arrancó de raíz el genio poético de los indios, y en su lugar hizo surgir de los abismos el espectáculo de la desolación y del espanto. El numen de la armonía no pudo vivir entre los vicios y la depravación de la gente española.»

Infiérese de aquí que, no contentos los españoles   —137→   con destruir la civilización indígena americana, despojaron a los indios de su inocencia y los pervirtieron. Esta mentida y decantada inocencia de América, que celebra Quintana en una de sus mejores odas, me trae a la memoria un terrible pasaje de la Crónica del Perú de Pedro de Cieza, que presenta Leopardi en apoyo de su negro pesimismo y desesperada misantropía. «Los caciques de este valle de Nore -dice- buscaban por las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían; las cuales, traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias, y si se empreñaban de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que cumplían doce o trece años: y desde esta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, etc.» Y añade después: «Háceme tener por cierto lo que digo ver lo que pasó con el licenciado Juan de Vadillo (que en este año está en España, y si le preguntan lo que digo dirá ser verdad), y es que la primera vez que entraron cristianos españoles en estos valles, que fuimos yo y mis compañeros, vino de paz un señorete que había por nombre Nabonuco y traía consigo tres mujeres; y viniendo la noche, las dos de ellas se echaron a la larga encima de un tapete o estera y la otra atravesada para servir de almohada, y el indio se echó encima de los cuerpos de ellas muy tendido, y tomó de la mano otra mujer hermosa.

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...Y como el licenciado Juan de Vadillo le viese de aquella suerte, preguntole que para qué había traído aquella mujer que tenía de la mano; y mirándole al rostro el indio, respondió mansamente que para comerla...

...Vadillo, oído esto, mostrando espantarse, le dijo: -¿Pues cómo siendo tu mujer has de comerla? -El cacique, alzando la voz, tornó a responder diciendo: -Mira, mira, y aun el hijo que pariere tengo también de comer. -Supo además Vadillo, por dicho de indios viejos, que «cuando los naturales de aquel valle iban a la guerra, a los indios que prendían hacían sus esclavos, a los cuales casaban con sus parientas y vecinas, y los hijos que habían en ellas aquellos esclavos los comían; y que después que los mismos esclavos eran muy viejos, y sin potencia para engendrar, los comían también a ellos.» Verdad es que Cieza explica con cierto candor la inocencia de estos indios antropófagos, ya que el serlo «más lo tenían por valentía que por pecado.»

Sin declamación ni sentimentalismo, aun su poniendo al español de entonces, y sobre todo al aventurero que iba a América, vicioso, depravadísimo, ignorante y cruel, todavía queda el peor de estos españoles muy por bajo de los indios salvajes o semisalvajes, en vicios, depravación, crueldad e ignorancia.

No es posible, por devastadores y malvados y fanáticos que supongamos a los españoles del   —139→   tiempo de la conquista, que hiciesen desaparecer de la tierra americana y del alma y de la memoria de los indios todos los primores de su civilización, si en alguna parte los hubo.

Para Méjico no deja usted de traer a cuento el auto de fe que de muchos manuscritos o pinturas simbólicas hizo el arzobispo D. Juan de Zumárraga; pero ni ahí, ni en el Perú, hubo ni Zumárraga ni Omar que incendiase las bibliotecas, y sin embargo, ¿dónde están las odas, los dramas, las filosofías y las teologías que del Perú y del primitivo reino de Quito nos han conservado los doctos? Sólo cita usted una composición poética quichua sin atreverse a decir terminantemente que sea anterior a la venida de los españoles. Sin duda la compuso algún indio ya algo civilizado, a imitación de los versos de Castilla. Dice usted que es una poesía sencilla y graciosa que nos da idea de la genuina poesía de los antiguos indios. La poesía es breve, y ya es una ventaja. Consta de 76 sílabas, o sea de 19 versos de a 4. Tres versos acaban en munqui y dos en sunqui, y un verso entero es cunuñunum, por el cual se puede presumir lo melodioso de los otros.

Los tales versos son la única reliquia que ostenta usted de la genuina civilización de esas tierras, donde no sólo había aravicos o poetas, sino también amautas o sabios y filósofos.

Las coplas que trae usted además en lengua quichua, y la lamentación sobre la muerte de   —140→   Atahualpa son ya de nuestro tiempo: obra de los amautas y aravicos, que no se sepultaron como se sepultaron los más de ellos, «por no ver, como usted dice, las atrocidades de los blancos.»

En suma, si fuésemos a dar crédito a los primeros capítulos de la Ojeada de usted, España no llevó a América la civilización y la ley de gracia, sino la barbarie y todos los vicios. Nos otros empujamos a esa sociedad «en el abismo de tinieblas y de males, del cual la habían sacado la inteligencia, el raro tino político y la gran fuerza de voluntad de los incas;» lanzamos sobre América «una tempestad de vicios y crímenes;» y tratamos de aniquilar en todas partes los elementos de vida intelectual,» o hicimos «desaparecer la cultura de los indios entre el humo y los vapores de la matanza.»

Todo esto lo decía usted en 1868. Si después no hubiera usted modificado sus opiniones, La Época tendría razón en la advertencia que me hizo: usted odiaría a los españoles, y no sin fundamento, aunque erróneo.

Desde 1868, usted ha cambiado mucho, como ya se verá. Por otra parte, aunque usted no hubiera cambiado, Cumandá no dejaría de ser una preciosa novela.

Antes, sin embargo, de hablar de Cumandá, quiero yo decir a usted algunas razones más para ver si desarraigo de su espíritu los restos que aún queden en él de ese fundamento erróneo que le movió a odiarnos como nación. Lo   —141→   que es individualmente, yo calculo que no nos quiere usted mal, y por mi parte le estimo y aun me inclino a ser amigo de usted, a pesar de los errores, que supongo pasados.




ArribaAbajo- II -

Muy estimado señor mío: Cada cual tiene su teoría para explicar la historia. Yo tengo la mía, que ni es nueva, ni inventada por mí, ni yo pretendo hacer que usted la acepte, si es que usted piensa de otro modo. Sólo voy a exponerla aquí en breves palabras para sentar la base en que se apoya lo que yo pienso sobre el soñado progreso y creciente civilización de los indios de América cuando llegaron por ahí los españoles.

Dejo a un lado las arduas y profundas cuestiones, que tanto se rozan con las doctrinas religiosas, de si hubo o no revelación primitiva, de si el linaje humano proviene todo de una pareja o de muchas y de si apareció a la vez en varias regiones del globo o en una sola, Tomemos el asunto menos ab ovo, y harto podemos afirmar sin que nadie se escandalice que el hombre, o bien por olvido de la primitiva revelación y de la cultura que de ella había nacido, o bien sin necesidad de olvidarlas, porque no las había tenido jamás, empezó en todos los países por el estado salvaje, o cayó o recayó en él por motivos diversos difíciles de explicar.

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Dicho estado, pues, ya inicial, ya por decadencia y corrupción, no coincide ni ha coincidido nunca en todos los países. Aun en el día, a pesar de los cómodos y rápidos medios de comunicación, hay salvajes en el centro de África y en algunas islas del mar del Sur y en varios lugares de América, mientras por acá gozamos de electricidad, vapor, fotografía, Submarino Peral, torre Eiffel y novelas naturalistas.

Las diversas tribus y castas de hombres que viven en el mundo han ido siempre, en su marcha ascendente hacia la cultura, adelantadas unas y atrasadas otras. Los pueblos del Mediodía de Europa llevaban la delantera desde hace veinticinco siglos. Después, según dicen, los meridionales de Europa hemos decaído y nos hemos rezagado; pero sigue en Europa, y es ya casi indudable que seguirá por largo tiempo, el estandarte o guión de la cultura, que hoy tienen entre manos franceses, alemanes o ingleses, y que tal vez aspiran a levantar también en alto los rusos.

Como quiera que sea, y ora prevalezca una nación, ora otra, es evidente que la civilización de Europa prevalece, se difunde por el resto del mundo y le domina todo. La América de hoy, en lo humano y en lo culto, no es más que una parte de esta Europa transportada a ese nuevo y vasto continente. Hoy la civilización americana es una prolongación de la civilización europea. España, Portugal, Inglaterra y Francia   —143→   han llevado ahí sus idiomas, sus ciencias, sus artes y su industria.

Posible es que con el andar de los siglos, y en virtud del medio ambiente y de la mezcla de la sangre de los europeos con la sangre de los indios y hasta de los negros importados de África venga a resultar ahí algo extraño, nuevo, muy distinto, tal vez superior a lo de Europa; pero si esto ocurre me parece que tardará mucho en ocurrir, y por lo pronto, esto es, durante doscientos o trescientos años (y fijo tan corto plazo porque el mundo va deprisa), seguirán ustedes siendo europeos trasplantados, y sus repúblicas, con relación a los Estados de Europa, a modo de mugrones, lo cual no es negar que cada uno de estos mugrones llegue a ser o ya sea vid más lozana, robusta y fructífera que la vieja cepa de que brotó.

Lo que yo sostengo es que ni el salvajismo de las tribus indígenas en general, ni la semicultura o semibarbarie de peruanos, aztecas y chibchas, añadió nada a esa civilización que ahí llevamos y que ustedes mantienen y quizá mejoran y magnifican. Y aunque lo anterior al descubrimiento de América sea muy curioso de averiguar y muy ameno de saber, importa poco y entra por punto menos que nada en el acervo común de la riqueza científica, política, literaria y artística de ustedes, heredada de nosotros y acrecentada por el trabajo de ustedes, y no por ningún legado o donativo de los indios.

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Pero, ¿qué donativo podían los indios hacer si nosotros destruimos con mano airada cuanto podía constituir el donativo? Ésta es la tremenda acusación que ustedes nos hacen o más bien que ustedes se hacen, pues sin duda ustedes son los más directos descendientes de aquellos feroces españoles que fueron a destruir civilización tan donosa.

Un ilustre cubano, D. Rafael Merchán, que vive en Bogotá ahora, se extrema más que usted en esta acusación. Todo iba por ahí divinamente. Acaso habían sido Manco-Capac y Bochica más sabios que Sócrates y que Aristóteles. Acaso, si no llegamos ahí los españoles, los indios se perfeccionan, nos cogen la delantera, y son ellos los que vienen a Europa a civilizarnos. Si Colón, Cortés y Pizarro no van a América en los siglos XV y XVI, es probable que en el XVII los emperadores aztecas o los incas nos hubieran enviado navegantes y conquistadores que hubieran descubierto, conquistado y civilizado la Europa allá a su modo.

Por fortuna, los españoles madrugamos, fuimos por ahí antes de que los indios despertasen y viniesen, y dimos al traste con todo. «Todo pereció -dice el Sr. Merchan- razas, monumentos, libros, ídolos, cultos, ciencias, todo quedó destruido.»

El Sr. Merchán dice, y dice bien, que los seres inteligentes, aunque no nos conozcamos y vivamos en regiones distintas, realizamos un   —145→   pensamiento común y contribuimos a una gran de obra. Pero los españoles fuimos por ahí y arrancamos medio mundo a esa elaboración universal. Y no contentos con arruinar la civilización americana quisimos borrar y borramos hasta la memoria de ella, arrasando los monumentos más apreciables y convirtiendo ese Continente en una inmensa tumba de razas que tenían tanto que decirnos».

Todo esto es una serie de suposiciones gratuitas del Sr. Merchán. Las razas indígenas de América no han perecido. Hoy acaso existen más indios en Méjico y en el Perú que los que había cuando la conquista; y si no hay más indios en el Paraguay, es por las guerras recientes que les han hecho los brasileños y argentinos. Todo cuanto los indios tenían que decirnos nos lo han dicho. Y si hoy Liborio Zerda, Antonio Bachiller y Morales y otros americanistas lo exponen, no faltaron, desde los primeros días del establecimiento de los españoles, sabios curiosos, misioneros llenos de caridad y de indulgencia y escritores sinceros que lo expusiesen con amor, más bien ponderando las virtudes y excelencias de los indios que denigrándolos.

En suma, la historia de América, antes de Colón, es bastante oscura, mas no por culpa de los españoles, y lo que de esa historia se sabe más induce a creer lo contrario de lo que usted, el señor Merchán y el Sr. Montalvo, insinúan o me dio sostienen a veces.

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En vez de ese progreso que ustedes imaginan, los indios seguían en decadencia.

Acaso si se retarda un siglo la llegada de los españoles, los imperios azteca, peruano y chibcha hubieran desaparecido, como ya habían desaparecido en América otras semi-civilizaciones, y acaso no hubieran hallado Pizarro, Cortés y Jiménez de Quesada, más que salvajes antropófagos, adoradores del diablo como los patagones y borinqueños, no sabiendo contar más que hasta diez, y tatuados o pintados con espantosos dibujos o untados con grasas rancias y apestosas, en vez de andar vestidos.

Indudablemente el salvajismo de los americanos de antes de la conquista europea, así como la semi-barbarie de varios pueblos del Nuevo Mundo y de Asia y de África, antes de ponerse en contacto con Europa, no indican que había o hay ahí razas nuevas, que por sí solas puedan elevarse o que están o estuvieron en vía de elevarse a la civilización, sino más bien dan claro y triste indicio de razas antiguas, decaídas o degradadas, que han perdido su civilización, si la tuvieron. De esas razas se puede afirmar lo que el Sr. Pi y Margall, citado por el propio señor Merchán, afirma de los guatemaltecos, al fijarse en los monumentos suntuosos y artísticos de Palenque y de Mitla: «Lejos de admitir, dice, que sean jóvenes aquellos pueblos, estoy por sospechar con Humboldt que estaban en decadencia a la llegada de los españoles y que habían   —147→   perdido la memoria de lo que un tiempo fueron. Ignoraban hasta la existencia de esos grandiosos restos de una civilización pasada.» De esta civilización pasada o remota de los pueblos de América, cuando llegaron los españoles, quedaban recuerdos o restos, que es casi seguro que hubieran desaparecido también si no acude a tiempo aún la civilización europea a regenerar al salvaje o al semi-salvaje americano.

El guerrero español de la conquista sería cruel, codicioso, sin entrarlas, todo lo malo que se quiera, con tal de que no se suponga, sin justicia alguna, que hubieran sido o que fueron más suaves y benignos los alemanes o los ingleses; pero no fueron españoles los que imaginaron que eran los indios de una raza inferior. Los españoles creyeron siempre que los indios eran sus hermanos, extraviados y decaídos, a quienes convenía traer al buen camino y levantar de su abatimiento y miseria.

Los resultados dan testimonio de lo que digo. ¿Dónde están los indios civilizados por los yankees y convertidos en ciudadanos de la Gran República? Y en cambio, ¿no están Colombia, el Ecuador, Venezuela, Méjico y Guatemala, llenas de indios o de mestizos, que son tan ciudadanos como los españoles de pura sangre? ¿No llegan esos indios o esos mestizos a ser cuanto se puede ser en las sociedades libres? ¿Cómo comparar el espíritu democrático-católico de los españoles con la soberbia de la raza inglesa?

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Francamente, el escritor hispano-americano que, como usted nos trata tan mal y nos acusa de tantas maldades, si es español de pura sangre agravia y calumnia a sus antepasados, y si es indio puro, muestra la más negra ingratitud a los que le salvaron y regeneraron, y si es mestizo, reniega de la sangre española que puede tener en las venas, y hace creer que su sangre india se caldea más con el ardor de la envidia rencorosa que con el santo fuego de la gratitud.

Si a esto se arrojase el escritor hispano-americano para sostener la verdad, yo no se lo echaría en cara. La verdad antes que todo, por amarga que sea. Pero, ¿dónde está el fundamento de verdad de las cosas que usted afirma? Basta enunciarlas, sin contradecirlas, para que ellas mismas se refuten y manifiesten lo absurdas que son. Nosotros analizamos al indio; destruimos los monumentos levantados por su genio sencillo y espiritual; borramos sus tradiciones históricas, y pusimos un abismo de ignorancia entre el siglo de Huaina Capac y Atahualpa y los siglos de los despóticos virreyes españoles. En fin, nosotros matamos la literatura quichua, salvo las coplitas que usted nos presenta, y que por mi parte no lamentaría mucho que se hubieran también perdido; e hicimos que los sabios indios que asesinamos se llevasen a la otra vida multitud de secretos admirables, con los cuales se hubiera enriquecido y ufanado hoy la ciencia.

En fin, en su Ojeada o historia literaria del   —149→   Ecuador, usted fantasea y finge una civilización americana que nosotros destruimos. Nuestra llegada fue como la irrupción de Alarico, de los vándalos o de Atila, en lo más culto y brillante de Italia. Los indios, que estaban tan ilustrados, fueron arrojados por nosotros al ínfimo grado de ignorancia, y ahí sobrevino la caliginosa oscuridad intelectual que hubo en Europa en los siglos medios. Todo el saber, perseguido por los españoles, se fue a refugiar en los colegios de los padres jesuitas y en otros conventos de frailes.

Aseguro a usted que yo, a no haber sido provocado por La Época, no entraría con usted en estas discusiones. Mi intento, al escribir estas cartas, no es suscitar polémicas con los hispano-americanos, sino reanudar, hasta donde sea posible, las amistades que deben durar entre todos los hombres de sangre y de lengua españolas. Para ello no quiero adular a ustedes, sino dar a conocer en esta Península los mejores frutos de su ingenio, juzgándolos con justicia.

La Revue Britannique me hace el honor de hablar amablemente de estas cartas mías en uno de sus últimos números, elogiándome sobre todo por cierta habilidad diplomática de que por completo carezco. Se vale de rodeos y perífrasis, pero sostiene en realidad que yo elogio a ustedes demasiado, que los adulo para que se reconozcan ustedes españoles de origen y para que, encantusados ustedes por mí, de nuevo fraternicemos.

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Tiene razón la dicha Revista en que yo busco esta fraternidad, pero ni adulo a ustedes ni los encantuso para lograrlo y menos aun para sustraer a ustedes al influjo de Francia. Yo afirmo, porque lo creo, que son ustedes españoles, porque son de nuestra raza, porque hablan nuestro idioma, porque la civilización de ahí fue llevada ahí por España, sin que cuente por nada la civilización india, chibcha o caribe; pero jamás pensé yo en robar a Francia su influjo en esas repúblicas, ni siquiera en censurar que ustedes se sometan a él en lo que tiene de bueno. Yo reconozco que España misma, por desgracia, está muy rezagada con respecto a Francia. Yo creo que Francia es una de las naciones más inteligentes del mundo, y la considero a la cabeza de los pueblos del Mediodía de Europa que hablan idiomas que provienen del latín. Soy tan dócil y transigente, que por más que me choque, soy capaz de aceptar la calificación genérica de pueblos latinos; pero no acierto a desechar, ni aquí en España, ni en las que fueron sus colonias, la especial calificación de españoles. Y deseo y espero que nuestra sangre tenga ahí y conserve la suficiente virtud y fuerza informante, digámoslo así, para preponderar en las mezclas con la sangre de los indígenas, y también con la sangre de otros pueblos de Europa, que la corriente de la emigración lleve a esas regiones.

Dice la Revista, a que me refiero, que el vice-presidente de la República Argentina, Sr. Pellegrini,   —151→   ha desmentido mis asertos en un discurso que pronunció en París, y que copia. Yo veo lo contrario; que el Sr. Pellegrini está de acuerdo conmigo. Aunque lleva un apellido italiano, ya se considera de casta española por el hecho de ser argentino; así lo afirmó en otro discurso que pronunció en Madrid; y si reconoce la hegemonía intelectual de Francia, ¿hace más por dicha, lleva a mayor extremo su entusiasmo, que el señor Castelar, a quien nadie acusa de renegar de su españolismo, en un artículo elocuentísimo publicado en el Fígaro hace pocos días?

En suma, yo no he de formar contra usted, ni contra ningún escritor hispano-americano, capítulo de culpas, porque sea demasiado entusiasta de Francia, porque célebre la violenta separación de ustedes y de la metrópoli, y porque cante en todos los tonos los triunfos de los insurgentes y las derrotas de los realistas; pero francamente, no se puede tolerar en silencio que afirmen ustedes que llevó España ahí la barbarie, que destruyó el saber indígena, y que (son palabras de usted) «el célebre Colón mostró la manera de atravesar el Océano, mas no la de trasladar a esas regiones las simientes de la civilización y las producciones de las grandes inteligencias.»

Ya veremos, y con esto responderé a usted y a La Época, de qué suerte usted mismo, con dichosa y honrada contradicción, viene en sus libros a probar lo contrario: la acción civilizadora, la caridad ferviente, y la bondad de los elementos   —152→   de cultura, importados en América por los hombres de nuestra raza.




ArribaAbajo- III -

Descartando de su Ojeada de usted toda la soñada civilización india y todo el enojo de usted contra España y tal vez sus remordimientos como de origen español por haber destruido tamaña preciosidad, vuelvo a la creencia del vulgo y me represento a los primitivos aventureros colonos llegando a un país de salvajes o de semisalvajes luchando contra una naturaleza poderosa e inculta y tratando de fundar ahí y fundando colonias europeas.

En este supuesto, y siguiendo la Ojeada de usted, y resumiéndola mucho, hemos de confesar que no lo hicieron tan mal los aventureros españoles y que llevaron ahí los animales y las plantas útiles de Europa, y la agricultura y la industria, y la religión y la moral cristianas; que fundaron ciudades y que crearon para la civilización un Nuevo Mundo, que si llega un día a competir con el antiguo y a no ser inferior a la parte de él que colonizó la raza inglesa, nos dará satisfacción y gloria a los españoles peninsulares, los cuales por el lado filantrópico, o dígase humanitario, hemos hecho más que los ingleses, ya que hemos civilizado a algunos indios y hemos procurado civilizarlos a todos hasta donde   —153→   nosotros lo estábamos. Mas no podíamos dar, porque nemo dat quod in se non habet.

Bajo la dominación de España hubo un clero en el Ecuador, el cual (usted lo confiesa) «se dedicó al cultivo de la inteligencia, puso en acción el habla y las razones para reducir las al mas a la fe, tocó los resortes de la conciencia, despertó los instintos de moralidad y acertó a consolar grandes pesares». No contentos con esto, el gobierno y el clero de España fundaron allí buenas escuelas y ricas bibliotecas, donde, según usted afirma, «había preciosísimos manuscritos en todo ramo de literatura y aun sobre ciencias», lamentando usted que, después de declararse el Ecuador independiente, todo esto se haya tirado, se haya perdido o se haya vendido a extranjeros, en vez de haberlo cuidado y aumentado. «Rubor nos causa decirlo, añade usted, porque no quisiéramos pasar por bárbaros; pero sólo en el Ecuador se ha visto gobierno que en vez de enriquecer un establecimiento de tal naturaleza, la biblioteca pública, la haya despojado de objetos que en otras naciones se hubieran conservado con veneración».

Peor aun que con la biblioteca pública (que fue la de los padres jesuitas) se condujeron ustedes, ya independientes, con las bibliotecas de otros conventos. «Ni los gobiernos ni los prelados, dice usted, han tomado interés en que tales depósitos del saber humano se mejoren o se conserven». Centenares de volúmenes se han   —154→   vendido a real, sin duda para envolver alcaravea.

Para que vea usted cuán imparcial y desapasionado soy, yo creo que usted exagera las pérdidas y la feroz destrucción de la literatura y de la ciencia coloniales por los ya libres ecuatorianos, como exageró antes la destrucción de la ciencia y de la literatura quichuas por sus conquistadores.

La verdad debe de ser que en esa naciente colonia, tan remota, no pudo haber muy notables producciones literarias, durante el siglo XVI, cuando la colonia materialmente se establecía; ni tampoco en el siglo XVIII, durante el cual la misma metrópoli estaba en decadencia y bastante inficionada por el culteranismo y por el fanatismo. Lástima es, con todo, que se hayan perdido escritos históricos, y algunos versos culteranos, como los de la poetisa quiteña doña Jerónima Velasco, a quien Lope eleva a las estrellas, en el Laurel de Apolo; la llama divina, y la coloca sobre Erina y Safo. Algo había de valer esta doña Jerónima, a pesar de la sabida prodigalidad de Lope en las alabanzas.

Por lo demás, la poesía ecuatoriana del siglo XVII era extremadamente gongorina; y los poetas, jesuitas o discípulos de jesuitas. El Ramillete de varias flores poéticas, publicado en Madrid en 1676 por el guayaquileño Jacinto Eria, nos da muestras de todo lo dicho, bastantes para consolarnos de que otras flores del mismo suelo   —155→   y condición cayesen en el río del olvido y se perdieran, arrebatadas por la corriente, sin llegar a formar ramilletes nuevos.

Restaurado después el buen gusto, ya a mediados del siglo XVIII, empieza verdaderamente a florecer la literatura en el Ecuador. Sus más hábiles y dichosos cultivadores fueron aun los padres jesuitas, cuya tiránica expulsión de todos los dominios de España fue un mal grande para el Ecuador. Sacó de ahí el más fructífero centro de cultura y perjudicó mucho a las florecientes misiones en que los padres atraían a los indios a la vida pacífica y cristiana, a la agricultura y a la civilización. Aquellos jesuitas ecuatorianos fueron, como los españoles de la Península, a refugiarse en Italia, y en Italia dieron también claro testimonio de su saber y su ingenio.

Sería adulación suponer que descolló entre estos jesuitas ecuatorianos ninguno de aquellos varones portentosos que se llaman genios; pero, ¿cómo negar que hubo hombres de talento no común, no indignos compañeros de nuestros Islas, Hervás, Andrés y Lampillas, y que en Italia mostraron la ilustración que tuvo y difundió la Compañía, así en la Península como en sus más distantes colonias? El país en que se habían formado hombres como los padres Velasco, Aguirre, Rebolledo, Garrido, Andrade, Crespo, Arteta, Larrea, Viescas y Ullauri, era sin duda un país donde las letras se cultivaban   —156→   con éxito y con esmero. Las poesías en castellano, en italiano y en latín, de estos expatriados jesuitas, son muy estimables. En mi sentir, usted se muestra con ellas más severo que indulgente. Entre los expulsados jesuitas ecuatorianos hubo también naturalistas, eruditos e historiadores. El padre Juan de Velasco, por ejemplo, nos ha dejado una interesante Historia del Reino de Quito.

A pesar de la expulsión de los jesuitas, no se amortiguó ahí la antorcha del saber. Bien merece llamarse ilustrado en las colonias el gobierno de Carlos III y de sus sucesores hasta el momento en que se proclamó la independencia. La más brillante demostración de tal verdad la dieron los mismos eminentes americanos que tanto honraron a su patria en las Cortes de Cádiz, que pelearon por la independencia y que la cantaron en hermosos e inmortales versos. Sucre, Bolívar, Olmedo, Bello y muchos otros, bajo el régimen colonial habían sido educados.

Olmedo es el más notable de los poetas hispano-americanos lírico-heroicos. Merecidos son los elogios que usted le tributa. Nada puedo añadir ni nada quiero rebajar tampoco. Mi querido amigo D. Manuel Cañete ha escrito un hermoso estudio sobre Olmedo, y usted reconoce que no le escatima los aplausos y que le perdona la dureza con que a veces nos trata, por la hermosura de la dicción y por la sublimidad   —157→   poética y por la pasión de patriotismo exclusivo que al vate inspiraba entonces.

Si yo procediese con enojo, y no con afecto, diría ahora: ¿Cómo fue que desde que ustedes sacudieron el pesado yugo de España (no hablamos aquí de ciencias, pues me limito a hablar de la poesía de que habla la Ojeada) apenas han tenido ustedes un buen poeta? La Ojeada llega, creo, hasta 1868, y hasta entonces no cita usted autor de versos que se eleve sobre el nivel de la medianía.

Casi todos los poetas son doctores: el doctor Riofrío, el doctor Carvajal, el doctor Corral, el doctor Cordero, el doctor Castro, el doctor Avilez, el doctor Córdoba. A todos estos doctores, y a otros que no lo son, los iguala usted en el tocar o pulsar la lira. A todos, al ponerlos usted en su Ojeada, los pone en berlina, con delectación morosa, examinando sus composiciones y dejándolas harto mal paradas.

Me admiro de la crueldad de usted, tal vez indispensable. En pradera regada por una mala pero fecundante fuente Hipocrene, donde crecen con viciosa lozanía tantas yerbas inútiles o nocivas, que tal vez ahogan el trigo y las bellas flores que pudieran granar, o abrirse y ofrecer alimento o aroma, me le figuro a usted armado de terrible almocafre, escardando cuanto hay que escardar sin reparo y sin lástima.

¿Qué estragos no hace su almocafre de usted en esa Lira ecuatoriana, jardín de selectas plantas   —158→   reunidas por otro doctor, el doctor Molestina? El verdadero molesto ha sido usted, y no él. Usted declara que el desventurado doctor Moles tina no anduvo feliz en la elección de las piezas: maldice la abundancia; asegura que se contentaría con diez composiciones dictadas por las musas, y exclama, por último, «cargue el demonio con todo lo demás, que acaso es obra suya.»

Pero hablando con mayor seriedad, usted no es molesto sino al doctor Molestina y a los poetas que usted severamente censura. Su Ojeada de usted está llena de excelentes consejos, de gracia, de discreción y de muy sana crítica. La pintura que hace usted de los vicios de la poesía en el Ecuador y en toda la América meridional es tan atinada y viva que no parece sino que puede aplicarse a los malos poetas que también abundan por aquí. La diferencia está en que aquí, salvo cuando la apasionada enemistad mueve la pluma, nadie critica a mi ver con la crudeza que usted critica. Tal vez suponemos que lo malo morirá de muerte natural, sin que el crítico lo mate. Tal vez templa aquí el rigor crítico la consideración que tan chistosamente aduce usted de que el poeta dice sus inmortales y maravillosos versos, inspirado por el Dios, de suerte, que cuando el Dios no le inspira, suele decir vulgaridades o desatinos, y así, es menester sufrir éstos para que salgan aquéllos a relucir, pues el poeta mismo ignora cuándo le inspira el Dios, cuando no le inspira nadie, o cuando le   —159→   inspira y le empetaca, el diablo. En apoyo de esto cita usted, con oportunidad ingeniosa, ciertas elocuentes razones de Platón, y el ejemplo que Platón ofrece de un detestable poeta, llamado Tinico de Calcis, el cual acertó a hacer una magnífica oda. Lo singular es que usted después de traer tales argumentos en favor de la indulgencia, maldito el caso que de ellos hace, y sin considerar que los Tinicos de por ahí acaso escriban alguna otra oda tan magnifica o más que la del de Calcis, me los pone de vuelta y media por las malas odas que ya han escrito.

Apenas hay género de poesía lírica cuyos defectos no marque usted con juicio. Las políticas son artículos de fondo rimados, en lenguaje gacetero: «son arengas demagógicas, valentonadas quijotescas, exabruptos delirantes, disertaciones flemáticas o exposiciones de proyectos maravillosos para el futuro engrandecimiento del pueblo.» Para aparentar que hay en ello poesía afirma usted que los autores ponen en sus coplas muchas interrogaciones e interjecciones, puntos suspensivos, ridículas hipérboles e insultos desaforados.

En la poesía amatoria aún halla usted más feos lunares. Por lo común, el poeta que ya ha obtenido favores de una dama, o por celoso o por hastiado, la harta de desvergüenzas o expresa con abominable encarecimiento

El bien pasado y la ilusión perdida.

  —160→  

Es graciosa esta cita de usted: es de un autor que ha dado a luz un tomo titulado Tristezas del alma, y habla del último beso dado a su querida:


   Beso postrero... sudario
de la ilusión del primero,
vago, triste, lastimero
como el ay de la orfandad:
última flor arrancada
al árbol de los amores,
horrorosa campanada
que suena en la eternidad.

Y usted añade con razón: «En materia de besos, bastantes disparates han dicho otros poetas; pero no hemos visto ni tenemos noticia de que ninguno haya llegado al extremo del autor de estos versos.»

Mucha culpa de semejante disparatar la tiene, según usted, «el prurito de mostrarse descontento de la propia suerte, de lamentarse de males que no se sabe dónde están, de pintar una tristeza que está bien lejos del corazón, de fingir pasiones imposibles y deseos fuera de toda ley racional, y de llamar a la muerte cuando acaso menos se la desea».

«Muchos amantes, dice usted en otro lugar, reconvienen a sus Nices, Lais o Maritornes, dirigiéndoles billetes de eterna despedida, donde campean junto a un piropo desabrido una amarga burla, al lado de un mentiroso recuerdo una picante ironía, e injerta en una tonta promesa   —161→   una amenaza aún más tonta. Espronceda, con su canción delirante o crapulosa, si así puede decirse, dirigida a Jarifa, es el maestro de nuestros poetas eróticos; pero los discípulos han sobrepujado tanto al vate español, que, si viviera, se avergonzaría de la frialdad de sus versos.»

Justo y saludable es el enojo con que truena usted contra el afán de imitar al ya citado Espronceda, a Byron, a Lamartine y a Víctor Hugo, exagerando sus faltas y no acertando a reproducir sus bellezas. Los ejemplos que pone usted son curiosos. Hay un poeta que, para combinar bien lo fúnebre con lo orgiástico, nos describe un banquete celebrado por él en el cementerio, donde turba el augusto silencio de las tumbas con música irónica y carcajadas infernales. Hay otro que, en el día del juicio final, se presenta delante de Dios con su querida de la mano, le dice que aquélla es su señora, que es muy guapa, que su amor es su virtud, que no quiere más cielo que ella, y amenaza al que se atreva a disputársela. Y hay otro, por último, que escribe una leyenda, o fragmento de una leyenda imitando El Estudiante de Salamanca, y dando a luz a un D. Félix Joaquín Zavala, que pretende echar la zancadilla a D. Félix de Montemar, nuestro compatriota.

En suma, salvo algunas atenuaciones, salvo varias dedaditas de miel que suministra usted de vez en cuando, poco tienen que agradecer a usted los poetas de su tierra. -«Todo es pura   —162→   palabrería, ruido insustancial, brillo falso.» -«La lengua está impíamente maltratada.» -«Ninguno reflexiona que cuando no hay verdad en los afectos, cuando las expresiones nacen de la cabeza y no del corazón, cuando se desecha lo natural por arrimarse sólo a los caprichos de la imaginación, propia o extraña, no hay poesía, sino vano ruido de palabras; que no causa ninguna impresión agradable, sino mucho desabrimiento.» -Tales lindezas dice usted de su Parnaso.

Movido usted quizás por el patriotismo, echa la culpa de tamaños males al materialismo, a la impiedad, a la carencia de ideales, al pesimismo, y a otros errores, con que contaminan a los poetas ecuatorianos los poetas europeos, que se les presentan como dechados y objetos de admiración. Pero acaso ¿son satánicos, impíos y desesperados todos los poetas que en Europa están de moda? No: las causas deben de ser otras, y no ésas. Y por otra parte, aun siendo impíos, y satánicos y tétricos, lo cual es de lamentar, no se sigue que sean malos todos los poetas europeos. Buenos, egregios, eminentes pueden ser, a pesar de su satanismo y de su misantropía.

Las causas verdaderas de los malos versos usted mismo las expone, rasgando sin compasión el vendaje y levantando los apósitos para catar las llagas.

El capítulo XVIII de la Ojeada es sangriento. Suelta usted la pluma y se arma del látigo para   —163→   azotar a cuantos tienen los defectos, o son causa o resultado, o ambas cosas, del mal estado de los estudios en esa república.

Ahí viene usted a declarar que no se estudia nada bien, ni nada útil, que «no hay más que tres malos caminos y un despeñadero: la jurisprudencia desacreditada, el sacerdocio profanado, la medicina mal entendida y peor aplicada, y la vagancia. «Los más, prosigue usted, van al despeñadero, «por los malos hábitos adquiridos con los peores estudios.» Los que se dedican a la teología, a la abogacía o a la medicina «carecen, en su mayor parte, de las aptitudes para tales ciencias.»

Deplora usted luego que nadie se dedique a seguir otras carreras. Pero, ¿cómo han de seguirlas, si en los colegios y Universidades sólo se enseña eso y mal? «Las ciencias exactas y naturales, la industria, las artes, los oficios tan necesarios al pueblo, no han merecido la atención de nuestros legisladores o han sido mirados con frío desdén.»

Eso mismo que se enseña puede inferirse de las palabras de usted que no se enseña bien o que no se aprende. «¿Qué importa, exclama usted, con acerba ironía, que después de conquistados los grados y adquirido el pomposo título de doctor, subsista la ignorancia grande, redonda y cerrada? Este título da derechos que pueden convertirse en oro, aunque sea a despecho de toda razón y justicia.»

  —164→  

Del capítulo que voy analizando, si le diésemos crédito y no viésemos acritud y exageración, deduciríamos que ahí bulle un enjambre de doctores sin doctrina, que no leen sino malas novelas, coplas inmorales, y cuanto de peor y de más desatinado, moral, social y racionalmente, se imprime en Europa, y sobre todo en Francia. Y aquí debo advertir que usted, si bien es anti-español a veces, por sobrado americanismo, es siempre ultraconservador, ferviente católico, y en política lo que hemos llamado por aquí clerical o neocatólico. Tal calidad debe tenerse en cuenta a fin de mitigar las diatribas de usted contra sus propios contemporáneos y paisanos.

Termino esta carta aquí no sin asegurar a usted que, si bien me parece usted hombre apasionado, también me parece instruido, inteligente y dotado de muy briosa elocuencia, la cual resplandece en no pocas páginas de la Ojeada, y les presta animación y brillantez nada vulgares.




ArribaAbajo- IV -

El suelto de La Época, acusando a usted de odiar a los españoles, ha dado ocasión a no poco de lo que he dicho en las anteriores cartas, y ha convertido casi en polémica lo que no quiero yo   —165→   que lo sea. El Sr. Merchán, a quien cito en una de dichas cartas, se da por aludido y me honra dirigiéndome un escrito de 65 páginas de impresión a las que tendrá que contestar. Quedo, pues, empeñado en disputas, contra toda mi intención y propósito, que no era otro que el de dar a conocer, hasta donde alcanzasen mis fuerzas, las obras literarias de los hispano-americanos, entre sus hermanos los españoles.

Y ya que voy a empeñarme en esta controversia con el Sr. Merchán, quiero dar por terminado el amago de controversia que con usted he tenido, mas no sin poner antes las siguientes explicaciones o aclaraciones.

1.ª Que yo no creo en el odio de ustedes contra nosotros, sino en que la moda, la corriente de las ideas y sentimientos del día y nuestra propensión a dejarnos guiar por cuanto se les antoja decir, hasta contra nosotros mismos, a franceses, ingleses y alemanes, hace que ustedes vayan a veces más allá de lo justo en ponderar las crueldades y horrores de la conquista de América, sin advertir acaso que más culpados fueron los antepasados de ustedes que los nuestros, pues no es de creer que cuantos martirizaron, asesinaron y vejaron a los indios se volvieron a España, y sólo se quedaron por ahí los que los amaban y mimaban.

2.ª Que fuesen los que fuesen los crímenes y atrocidades de nuestros antepasados (de ustedes y nuestros), al apoderarse de ese vasto continente,   —166→   dado el punto de civilización moral que los europeos alcanzaban entonces, no es de presumir que hubieran sido más blandos otros europeos, si les hubiera tocado en suerte hacer lo que hicimos.

3.ª Que yo lamento, como lamenta el más americano de los americanos, que los españoles, por fanatismo o por desdén, destruyesen monumentos y perdiesen documentos de las semi-civilizaciones peruana, azteca y chibcha: pero ¿qué le hemos de hacer? Sunt lacrima rerum. Las conquistas, las invasiones y las revoluciones y cambios, no suelen hacerlos, ni nunca los hicieron, los hombres mansos y suaves, sino los más duros y fuertes. En estos casos, hay poco cuidado en conservar y hay no pequeño prurito de destruir: lo cual en los venideros tiempos se irá remediando; pero entonces ¿cómo se ha de extrañar que causasen graves daños los españoles? ¿Cuántos templos, cuántas estatuas magnificas, cuántos libros no destruirían los cristianos, al acabar con el gentilismo clásico? ¿Qué horrores no harían las hordas del Norte cuando pusieron término en España a la dominación romana? ¿Qué no harían los bereberes contra los monumentos y documentos de la civilización roma no-bizantino-visigótica que en España había, cuando destrozaron ellos el Imperio fundado por Alarico? Sería cuento de nunca acabar si siguiésemos con estas citas y comparaciones. Baste lo dicho para que recapacite todo hombre   —167→   de buena fe y confiese, al menos allá en sus adentros, que valía bien poco lo que nosotros destruimos en América en cambio de lo que en América fundamos, creamos o importamos.

4.ª Que la guerra de independencia y separación de esas Repúblicas y la Metrópoli no se puede comparar con la reconquista de España y expulsión de los moros, ni con la separación de Portugal de España, ni menos aun con las guerras entre España y los Países Bajos. Ahí lo que hubo fue una guerra civil de emancipación, entre gente de la misma casta, lengua y costumbres. Todo lo que ustedes ensalcen las hazañas, las virtudes y los talentos militares de Bolívar, Sucre, San Martín y demás héroes, nos halaga, en vez de ofendernos, y nos halaga por dos razones: porque nuestra derrota queda cohonestada, y porque esos héroes, que nos vencieron, hijos de España eran, España los había criado y educado, y a España habían ellos servido hasta el día en que se levantaron en armas contra ella.

Y 5.ª Que yo no he sido impulsado por nadie para contradecir algo de lo que usted dice, sino que, al leerlo y al criticarlo, no podía me nos de contradecirlo, sin que desee yo renovar la antigua polémica de usted con el Sr. Llorente Vázquez, ministro que fue de España en esa República: antes bien hubo de intervenir en dicha polémica. No he visto ni estatua ni pintura del Gran Mariscal de Ayacucho, que tenga a   —168→   sus pies o el león de España o la bandera de España: pero, si algo tiene de enojoso para nosotros este modo de representar ustedes su triunfo, no pocos de los versos de usted, tan entusiastas de España y de sus antiguas glorias, nos desagravian por completo.

Estas palabras, que usted pone en boca de Bolívar, nos deben dejar satisfechos:


   Ver con audaz mirada un nuevo mundo
de ignoto mar dormido en el regazo,
y venciendo olas y enemigos vientos,
y avasallando dudas e ignorancias,
venir, tomarle, alzarle, y a otro mundo,
asombrado decir: ¡He aquí tu hermano!
Y a las puntas fiar de cuatro aceros
de sojuzgar naciones la ardua empresa,
gentes postrando en número infinitas;
y arrancar al error millones de almas
ya la cruel barbarie; las sangrientas
aras despedazar, do el pecho humano
en atroz agonía se agitaba;
quitar al sol el usurpado culto
y devolverle al Criador: triunfante
la cruz alzar en los dorados templos:
¡Qué hazañas! ¡qué grandeza! ¡cuánta gloria!
¿Quién a envidiarlas no se inclina?

Sobra con lo citado para probar que usted no es enemigo, ni denigrador de los españoles, sino encomiador y amigo de ellos, como español de sangre, de origen, de religión y de lengua.

Por mi parte, terminada queda la discusión con usted, Si más adelante, la siguiere yo con   —169→   el Sr. Merchán, más me excitará a ello la cortesía que el prurito de refutar sus opiniones.

Ahora quiero hablar de Cumandá y de otra novelita de usted. Entre dos tías y un tío, que he leído con grande interés y contento.

Empezaré por la novelita, pues, aunque obra más reciente, es de menos importancia.

El estilo y manera que tiene usted de escribir novelas, son verdaderamente originales porque son naturales. No hay género de literatura en que sea más difícil no caer en la imitación de lo francés o de lo inglés, a no adoptar algo de arcaico y afectado, tomando por modelo nuestras antiguas novelas de los siglos XVI y XVII. Por dicha, usted evita ambos escollos. La naturalidad espontánea y sencilla salva a usted de remedar a nadie, y sin aspirar a la originalidad, la tiene usted, sin nada de rebuscado y de raro. En las narraciones de usted no se ve el arte, aunque sin duda le hay. Se diría que usted cuenta lo que ha visto o lo que le han contado, como Dios le da a entender, y como si jamás hubieran contado otros o usted los hubiera leído u oído.

Las descripciones de la gira campestre, de la quinta a orillas del río, de los amores de Juanita y Antonio, tan candorosos e inocentes, y del egoísmo de las tías, y de la casi irresponsable brutalidad del tío don Bonifacio, siempre borracho, parecen la pura realidad.

Para que no sigan los amores de Juanita,   —170→   porque Antonio es pobre, y doña Tecla cobra y disfruta la pensión de orfandad de su sobrina, doña Tecla envía a la muchacha, desde Ambato, donde vive, a Quito, donde reside Marta, su hermana. Doña Marta es una beata escrupulosa y asustadiza, que atormenta, y muele a la pobre Juanita, más aún que doña Tecla. Un joven militar ve a Juanita en misa, la persigue, la piropea y la pretende, delante de doña Marta, que no le infunde respeto. Doña Marta, entonces, que es egoísta en extremo, y no quiere compromisos ni desazones, escribe a su hermana para que venga el tío Bonifacio y se lleve a Juanita a Ambato otra vez.

En esta vuelta de Quito a Ambato, en este viaje, están el más vivo interés y la acción de la novela. Se nota que el autor, aunque ligero y sobrio en las descripciones, conoce a palmos el terreno: aquello no es fantástico, es real, y esta realidad hace que todo sea más interesante.

Antonio, que sabe el viaje, ha dispuesto robar, durante el viaje, a Juanita. Todo lo ha preparado para robarla y casarse enseguida con ella, y se lo ha dicho a ella por medio de una carta.

Sorprende el tío la carta, mientras Juanita duerme, en una posada en que hacen noche, y, como es un borracho crónico que presume de agudo y listo, toma con Juanita por atajos y veredas extraviadas, a fin de no tropezar con el raptor a quien debían acompañar dos amigos.   —171→   La resistencia de Juanita a salirse del camino que debían seguir; la brutal violencia con que el tío pega al caballo de Juanita para que vaya por donde él quiere; y el cansancio y el terror de Juanita cuando la noche llega de nuevo y los sorprende cerca del río, que viene muy crecido, todo aumenta la ansiedad del lector y la compasión que Juanita inspira.

Ya están cerca de Ambato: pero es menester antes vadear el río. Don Bonifacio, más valeroso que de costumbre, merced a frecuentes libaciones, halla a un hombre conocido suyo que le muestra el vado. Juanita se aterra más que nunca y no quiere pasar: pero el tío castiga el caballo de Juanita que al fin se echa al agua.

Así llegan a la orilla opuesta. Don Bonifacio oye la voz de Juanita, que dice: ¡Jesús me valga! pero ve que el caballo de Juanita ha pasado y le sigue.

De repente aparecen tres hombres a caballo. Don Bonifacio cree que son Antonio y sus dos amigos y se llena de terror. Los tres de a caballo corren en otra dirección que la que lleva don Bonifacio, quien ve, sin poderlo evitar, que el caballo de Juanita va con ellos.

Desesperado llega don Bonifacio a Ambato. Cuenta el rapto a doña Tecla, cuyo furor es terrible. Se pone en movimiento la policía, y don Bonifacio con ella, y a la mañana siguiente encuentran a Antonio y a sus amigos en una quinta. Piden la entrega de la mujer robada, y niega   —172→   el rapto Antonio. La buscan y no la encuentran. Por último, unos indios, en parihuelas hechas de ramaje, traen el cadáver de la infeliz Juanita, que han encontrado a la orilla del río. El caballo de Juanita, ya sin jinete, había seguido a los de los tres caminantes que ninguna relación tenían con Antonio y sus amigos.

La desesperación de Antonio y la bestial estupefacción del tío Bonifacio no tuvieron límites con este desenlace. Doña Tecla lloró la muerte de Juanita. Su dolor crecía cuando llegaban los últimos días del mes y no podía cobrar la pensión.

Contado todo esto, como yo lo cuento, no tiene gracia; pero, ¿cómo dar de otra suerte idea de una novela? Claro está que en Juanita y en Antonio, fuera del amor inocente y profundo que los anima y de la bondad de ambos, no hay muy marcada y distinta fisonomía, ni era posible dársela en tan corta novela: pero las dos tías y el tío, como caracteres cómicos, más fáciles de individualizar, están hábil y graciosamente pintados. Los usos y costumbres lo están también; y, durante la lectura, imagina uno que vive en el Ecuador, treinta o cuarenta años hace.

Muchísimas novelas se han escrito y se siguen escribiendo en toda la América española. No pocas de ellas merecerían ser más conocidas y leídas en España y por todo el mundo. Hay no velas chilenas, argentinas, peruanas, colombianas y mejicanas. Yo he leído ya bastantes, pero   —173→   declaro que ninguna me ha hecho más impresión hasta ahora, y me ha parecido más española y más americana a la vez, mejor trazada y escrita que Cumandá. Aquello es en parte real y en parte poético y peregrino.

El teatro, en que se desenvuelve la acción, es admirable y grandioso y está perfectamente descrito. El autor nos lleva a él, trepando por la cordillera de los Andes, pasando el río Chambo de rápida e impetuosa corriente, oyendo el ruido de la catarata de Agoyan, y mostrándonos, desde la cumbre del Abitahua, por una parte la ingente cordillera, coronada de hielo, y, a nuestros pies, la inmensa y verde llanura, la soledad sin límites, las selvas primitivas, frondosas y exuberantes, por donde corren, regándolas y fecundizándolas, el Napo, el Naray, el Tigre, el Morona, el Chambira, el Pastaza y otros muchos ríos caudalosos, que van a acrecentar la majestuosa grandeza del Amazonas.

El autor nos hace penetrar en aquellos misteriosos y fértiles desiertos, por donde vagan tribus de indios salvajes. Allí, si por un lado oye el hombre una voz que le dice, ¡cuán pequeño, impotente e infeliz eres!; por otro lado, oye otra voz que le dice: eres rey de la naturaleza; estos son tus dominios. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos.

Tal es el sublime teatro de la acción de Cumandá. Las sombras de la espesa arboleda, las sendas incultas, la fragancia desconocida de las   —174→   flores, el sonar de los vientos, el murmurar de las aguas, todo está descrito con verdadera magia de estilo.

Se diría que el autor templa, excita y prepara el espíritu de los lectores, para que la extraña narración no le parezca extraña, sino natural y vivida.

No me atrevo a contar la acción en resumen. No quiero destruir el efecto, que a todo el que lea la hermosa novela de usted debe causar su lectura.

Los jesuitas, a costa de inmensos sacrificios, de valor y de sufrimiento, habían cristianizado a muchos de los más indómitos y fieros salvajes de aquellas regiones; y en ellas habían fundado no pocas aldeas. La pragmática sanción de Carlos III, expulsándolos, vino a deshacer en 1767, la obra de civilización tan noble y hábilmente empezada.

El tiempo de la novela es a principios del siglo presente, en pleno salvajismo de aquellas apartadas comarcas.

Hay, no obstante, una misión o aldea de indios cristianos. El sacerdote que la dirige, es un rico hacendado, a quien, en una sublevación, los indios habían incendiado hacienda y casa, dando muerte a su mujer y a su hija.

El hijo del misionero, que se había salvado y vivía con él en la misión, es el héroe de la novela. Sus castos amores con Cumandá, y las extraordinarias aventuras, a que dan ocasión estos   —175→   amores, forman la bien urdida trama de la novela.

¿Cómo negar, no obstante, que, desde cierto punto de vista, la novela tiene un grave defecto? La heroína, Cumandá, apenas es posible, a no intervenir un milagro: y de milagros no se habla. La hermosura moral y física del ser humano es obra artificial o sobrenatural. O nace en un estado paradisiaco y de una revelación primitiva, de que por sus pecados cayó el hombre, o renace por virtud de revelaciones sucesivas y de progresivos esfuerzos de voluntad y de inteligencia. La hermosura moral y física de la mujer, más delicada y limpia, que la del hombre, requiere aun mayor cuidado, esmero y esfuerzo, para que nazca y se conserve. Difícil de creer es, por lo tanto, que Cumandá, viviendo entre salvajes, feroces, viciosos, groserísimos, moral y materialmente sucios, y expuestos a las inclemencias de las estaciones, conserve su pureza virginal, y sea un primor de bonita, sin toca, dar, sin higiene y sin artes cosméticas e indumentarias. Cloe, en las Pastorales de Longo, no vive al cabo entre gente tan brutal, y toda su hermosura resulta además estéticamente verosímil, ya que Pan y las Ninfas la protegen y cuidan de ella. Cloe es un ser milagroso, y, para los que creían en Pan y en las Ninfas, en perfecto acuerdo con la verdad. Pero como Cumandá no tiene santo, ni santa, Dios, ni Diosa, ni hada, que tan bella y pura la haga y la conserve,   —176→   es menester confesar que resulta dificultoso de creer que lo sea.

En muestras de imparcialidad, yo no puedo menos de poner este reparo a la novela de usted: pero, saltando por cima, haciendo la vista gorda y creyendo a Cumandá posible y hasta verosímil, la novela de usted que, con el hechizo de su estilo nos induce a creer posible a Cumandá, es preciosa, ingeniosa, sentida, y llega a conmovernos en extremo.

Fuera de Cumandá, todo parece real, sin objeción alguna. Las tribus jívaras y záparas, y las fiestas, guerras, intrigas, supersticiones y lances de dichas tribus y de los demás salvajes, están presentados tan de realce, que parece que se halla uno viviendo en aquellas incultas regiones.

El curaca Yahuarmaqui, que significa el de las manos sangrientas, es como retrato fotográfico: él y los adornos de su persona. y tienda, donde lucen las cabezas de sus enemigos, muertos por su mano: cabezas reducidas, por arte ingenioso de disección, al tamaño cada una de una naranjita.

Carlos, héroe de la novela y amante de Cumandá, no tiene grande energía ni mucha ventura para libertar a su amada: pero, en fin, el pobre Carlos hace lo que puede. Cumandá, en cambio, es pasmosa por su serenidad y valentía. Cuando la casan con el curaca Yahuarmaqui, la inquietud y el temor llenan el alma de los lectores.   —177→   El curaca, por dicha, tenía ya más de setenta años, y muere a tiempo: muere la noche misma en que debe poseer a Cumandá. Pero la desventurada muchacha, con la muerte de Yahuarmaqui, pasa de Herodes a Pilatos. La deben sacrificar como a la más querida de las mujeres del curaca para que le acompañe en la morada de los espíritus. La fuga nocturna de Cumandá, por las selvas, es muy interesante y conmovedora. Los lances de la novela se suceden con bien dispuesta rapidez para llegar al desenlace. Cumandá es una generosa heroína. Para salvar a Carlos, que ha caído prisionero, y para evitar a la misión una guerra con el sucesor de Yahuarmaqui y su tribu, se va Cumandá de la aldea del padre Domingo, donde había buscado refugio, y se entrega a los salvajes, que la sacrifican. Luego se descubre que Cumandá era la hija del padre Domingo, a quien éste creía muerta cuando incendiaron su hacienda, y a quien una india, movida a compasión, había salvado y criado a su manera. Todos los incidentes de la catástrofe, del reconocimiento, del dolor del padre Domingo y de Carlos, están hábilmente concertados. Aceptada la posibilidad de tan sublime, casta, pura y elegante Cumandá, haciendo entre salvajes, vida salvaje, la narración parece verosímil y con todos los caracteres de un suceso histórico.

La verdad es que, dado el género, aunque rabien los naturalistas, la novela Cumandá es mil   —178→   veces más real, más imitada de la naturaleza, más producto de la observación y del conocimiento de los bosques, de los indios y de la vida primitiva, que casi todos los poemas, leyendas, cuentos y novelas, que sobre asunto semejante se han escrito.

En mi sentir, usted ha producido en Cumandá una joya literaria, que tal vez será popularísima cuando pase esta moda del naturalismo, contra la cual moda peca la heroína, aunque no pecan, sino que están muy conformes los demás personajes.

Las dos novelas, que de usted conozco, me incitan a desear leer otras que haya usted escrito, o que escriba usted otras para que las leamos.





  —179→  

ArribaAbajoTradiciones peruanas

A D. Ricardo Palma

Muy estimado señor mío: Grandísimo gusto me ha dado el recibir y leer el libro que usted me envía, recién publicado en Lima con el título de Ropa vieja; lo que me aflige es la segunda parte del título: última serie de tradiciones. En esas historias, que usted refiere como el vulgo y las viejas cuentan cuentos, donde hay, según usted afirma, algo de verdad y algo de mentira, yo no reconozco ni sospecho la mentira sino en las menudencias. Lo esencial y más de bulto es verdad todo, en mi sentir, salvo que usted borda la verdad, y la adorna con mil primores que la hacen divertida, bonita y alegre. Por esto me duele la frase amenazadora última serie de tradiciones. Quisiera yo, y estoy seguro de que lo querrían muchos, que escribiese usted otros tres o cuatro tomos más sobre los ya escritos. Yo tengo la firme persuasión de que no hay historia   —180→   grave, severa y rica de documentos fehacientes, que venza a las Tradiciones de usted, en dar idea clara de lo que fue el Perú hasta hace poco y en presentar su fiel retrato.

Soy andaluz, y no lo puedo remediar ni disimular. Soy además y procuro ser optimista. Y como me parece esa gente que usted nos pinta, la flor y nata del hombre y de la mujer de Andalucía, que se han extremado y elevado a la tercera potencia al trasplantarse y al aclimatarse ahí, todo me cae en gracia y no me avengo con las declamaciones que hacen algunos críticos americanos, al elogiar la obra de usted como sin duda lo merece.

¿Para qué he de ocultárselo a usted? Aunque soy muy entusiasta de la América española o dígase latina, ya que por no llamarla española le han puesto ustedes ese apodo, confieso que me aburre, más que me enoja, la manía de encarecer, con lamentos o con maldiciones, todas las picardías, crueldades, estupideces y burradas, que dicen que los españoles hicimos por ahí. Se diría que los que fueron a hacerlas, las hicieron, y luego se volvieron a España, y no se quedaron en América sino los que no las hicieron. Se diría que la Inquisición, los autos de fe, las brujas y los herejes achicharrados, la enorme cantidad de monjas y de frailes, la afición a la holganza y a los amoríos, la ninguna afición a trabajar, y todos los demás vicios, horrores y defectos, los llevamos nosotros ahí, donde sólo había virtudes   —181→   y perfecciones. Se diría que nada bueno llevamos nosotros a América, ni siquiera a ustedes, ya que, en este supuesto, o no serían ustedes buenos, o serían indios, o nacerían ahí, no de padres y madres españoles, sino por generación espontánea. Y se diría, por último, que de todos los milagros que hicieron los santos que hubo en el Perú, tiene España la culpa, como si sólo en España y en sus colonias se hubieran hecho milagros, se hubieran quemado brujas, y hubiera sido la gente más inclinada al bureo que al estudio, al despilfarro que al ahorro, a divertirse, que a atarearse.

Si aquellos polvos traen estos lodos; si de resultas de no haber filosofado bien, de haber sido holgazanes y fanáticos, y de los otros mil pecados de que se nos acusa, somos hoy más pobres, más débiles, más desgobernados y más infelices nosotros que los franceses y que los ingleses y alemanes, y ustedes que los yankees, no está bien que toda la culpa caiga sobre nosotros, y que los discursos de esos críticos sean una paráfrasis de aquello que dijo el cazo a la sartén: «quítate que me tiznas.»

Procuremos enmendarnos aquí y ahí; arrepintámonos de nuestras culpas, y no juguemos con ellas a la pelota, arrojándonoslas unos a otros. ¿Quién sabe entonces, si es que la elevación de unas naciones sobre otras y el predominio nacen de merecimientos y no de circunstancias y de leyes históricas, que tal vez se sustraen   —182→   a la voluntad humana, y que tal vez ni se prevén ni se explican por los entendimientos más agudos; quién sabe, digo, si volveremos a levantarnos de la postración y hundimiento en que nos hallamos ahora?

Entre tanto, lo mejor es que cesen las recriminaciones que a nada conducen; y lo peor es que cada español o cada hispano-americano se crea ser excepcional y reniegue de su casta, en la cual se considera el único discreto, hábil, listo, laborioso, justo y benéfico.

Va todo esto contra los críticos de ahí, que, al elogiar su obra de usted, nos maltratan. Nada va contra usted, que describe la época colonial como fue, pero con amor, piedad, e indulgencia filiales.

Su obra de usted es amenísima: el asunto está despilfarrado, tan conciso es el estilo. Anécdotas, leyendas, cuentos, cuadros de costumbres, artículos críticos, todo se sucede con rapidez, prestando grata variedad a la obra, cuya unidad estriba en que todo concurre a pintar la sociedad, la vida y las costumbres peruanas, desde la llegada de Francisco Pizarro hasta casi nuestros días.

En la manera de escribir de usted hay algo parecido a la manera de mi antiguo y grande amigo Serafín Estébanez Calderón, El Solitario; portentosa riqueza de voces, frases y giros, tomados alternativamente de boca del vulgo, de la gente que bulle en mercados y tabernas, y de   —183→   los libros y demás escritos antiguos de los siglos XVI y XVII, y barajado todo ello y combinado con no pequeño artificio. En El Solitario había más elegancia y atildamiento: en usted mucha más facilidad, espontaneidad y concisión.

Por lo menos, las dos terceras partes de las historias que usted refiere, me saben a poco: me pesa de que no estén contadas con dos o tres veces más detención y desarrollo. Algunas hay en las que veo materia bastante para una extensa novela, y que, sin embargo, apenas llenan un par de páginas de su libro de usted.

Aunque es usted tan conciso, tiene usted el arte de animar las figuras, y dejarlas grabadas en la imaginación del lector. Los personajes que hace usted desfilar por delante de nosotros, virreyes, generales, jueces, frailes, beatas, mozas regocijadas, inquisidores, insurgentes y realistas nos parecen vivos y conocidos, como si en realidad los tratásemos.

De cuanto queda dicho, infiero yo, y doy por cierto, que es usted un escritor muy original y de nota, cuya popularidad por toda la América española es fundadísima, cunde y no ha de ser efímera, sino muy duradera.

Confieso que no sé a qué narración he de dar la preferencia. Apenas hay una que no me haya divertido o interesado.

A la Protectora y a la Libertadora, o dígase, a las amigas favoritas de San Martín y de Bolívar   —184→   cuyas vidas y lances de amor y fortuna usted refiere, no me parece sino que las estoy viendo, cuando andaban triunfantes al lado de sus respectivos héroes.

El Clarín de Canterac, que con su incesante toque a degüello se creía que iba a dar en Junin la victoria a los españoles, y que prisionero él, y ya vencidos los españoles, tuvo que meterse fraile para no ser fusilado, es historia tan singular, que apenas parece verdadera.

Aun es más singular y más característica la historia de Fr. Pedro Marieluz, acérrimo enemigo de los insurgentes, a quienes creía herejes y excomulgados vitandos. Un jefe militar realista, cuyo nombre no quiero poner aquí, porque él ha figurado después mucho en España y usted le atribuye una crueldad espantosa, descubrió cierta conjuración, y prendió a trece de los principales conjurados. Por más que hizo, no logró el general arrancarles los secretos de la conjuración. Mandó entonces fusilarlos, no sin que antes el P. Marieluz los confesara. Los confesó, y fueron fusilados.

Entonces quiso el general que el P. Marieluz le descubriese toda la trama, que sin duda en la confesión le habían dicho los trece. El fraile se negó, a pesar de halagos y amenazas.

-De rodillas, fraile -dijo entonces el general.

El fraile se puso de rodillas.

El general exclamó luego:

-¡Preparen, apunten!

  —185→  

Y, volviéndose a la víctima, dijo con voz imponente:

-Por última vez, en nombre del Rey, le intimo que declare.

-En nombre de Dios, me niego a declarar -contestó el Fraile con acento débil, pero reposado.

-¡Fuego!...

Y Fr. Pedro Marieluz, noble mártir de la Religión y del deber, cayó destrozado el pecho por las balas.

Las historias cómicas y alegres abundan más, por dicha, que las trágicas, descollando por lo gráfico de las costumbres de por ahí, en otros días, El motín de limeñas, La victoria de las camaroneras y La querella de los barberos.

La historia de El Capitán Zapata, que no ocupa dos páginas enteras del libro de usted, se presta y aun convida a escribir una novela de aventuras extraordinarias, de dos o tres volúmenes. ¿Vivió ese Capitán Zapata, o le ha inventado usted? ¿Fue de cierto al Perú y se hizo rico con una mina del Potosí que descubrió y a la que dio su nombre? ¿Volvió rico a Cádiz y desapareció luego? El desenlace, real o imaginado, no se sospecha. Peláez, el amigo y protegido de Zapata, vuelve a España también, y busca en balde a su protector y antiguo amigo. Cae, por último, Peláez en poder de corsarios, que le llevan a Argel, ¡Cuál no sería su sorpresa al encontrarse con que el Gran Visir era Zapata,   —186→   morisco y musulmán disimulado antes, que, huyendo de la Inquisición, se había pasado a tierra de moros, con todo lo que en el Perú había ganado!

Casi estoy por decidirme y declarar a usted que de cuantas tradiciones contiene esta última serie, ninguna me agrada tanto como El alacrán de Fray Gómez.

Figura de verdad, en el siglo XVI, es el honrado castellano viejo, buhonero arruinado, que no tiene con que sustentar a su mujer e hijos que no halla quien le preste quinientos duros, con los cuales entiende que lograría rehacerse y que no se desespera, sino que, lleno de fe, y de confianza en Dios, acude a su siervo Fr. Gómez, que estaba en olor de santidad, y que es pobre, pero que sabe y suele hacer milagros.

Fr. Gómez se compadece del buhonero; pero en su pobre celda no hay dinero ni alhajas, ni trasto que valga dos reales.

De pronto ve Fr. Gómez cerca de la ventana, sobre la pared encalada, un alacrán que va corriendo. Arranca Fr. Gómez una hoja del libro devoto que leía, coge bonitamente el alacrán, y le envuelve en aquel papel.

-Tome, hermano, esta prenda, y acuda a un joyero que le prestará sobre ella el dinero que necesita.

El buhonero llevó la prenda al joyero, que al verla se quedó pasmado. Era un alfiler o prendedor magnífico, de oro con esmalte, el cuerpo   —187→   una esmeralda, un enorme diamante la cabeza y dos rubíes los ojos.

El joyero hubiera dado miles de duros sobre tan rica prenda: pero el castellano viejo no quiso tomar ni tomó sino quinientos, y por seis meses.

Con aquel corto capital, en verdad bendito, prosperó y se enriqueció pronto el buhonero; desempeñó la joya y la devolvió a Fr. Gómez.

Éste la sacó del papel, la puso en el sitio en que la había hallado, y dijo:

-¡Animalito de Dios, sigue tu camino! El alacrán echó a correr, y se largó a sus asuntos como si tal cosa.

Para mi modo de sentir, este cuento es precioso, simbólico, instintivamente filosófico, de la más sana y alegre filosofía.

Los juicios literarios, el discurso académico, todo lo demás, en suma, que el libro contiene, me parece muy bien asimismo. Sólo me pesa de su aborrecimiento de usted a los Jesuitas y de lo mal que los quiere y los trata. Pero, en fin, no hemos de estar de acuerdo en todo.

Mil gracias por el envío de su divertidísimo libro.



  —[188]→     —[189]→  

ArribaAbajoUn polígrafo argentino

Al señor don Santiago Estrada


ArribaAbajo- I -

Muy señor mío y distinguido amigo: Harto difícil es para mí el honroso encargo, que usted me da y que tanto me lisonjea, de poner algo como Prólogo en el tomo de sus obras que lleva por título MISCELÁNEA. No extrañe usted, pues, y perdone mi tardanza en cumplir dicho encargo, aunque le acepté complacidísimo.

Sé que usted hace imprimir y va a publicar a la vez en Barcelona otras varias obras suyas. El conjunto de ellas formará seis tomos, de los cuales sólo he leído aquel en que mi crítica debe emplearse.

A usted mismo más le conozco de fama que de trato. Si no recuerdo mal, una vez sola tuve el gusto de estar conversando con usted por espacio de poco más de media hora. Esto y el decir de las gentes bastan a demostrarme la bondad de usted, su discreción y su ilustrado juicio:   —190→   pero, como yo sigo mal la historia contemporánea de todos los países, ignoro qué partido es el de usted en la República de que es ciudadano, qué papel ha desempeñado en su política, y cuáles son sus aspiraciones o ideas.

El tomo MISCELÁNEA, que usted me envía, parece, por consiguiente, como reunión de datos para resolver un problema y para despejar una incógnita, ya que incógnita era para mí, antes de recibir dicho tomo, la importancia literaria de usted en su tierra.

Para persona de mayor agudeza y de más honda penetración que las que yo poseo, esta ignorancia previa traería ventajas y contribuiría a dar superior lucimiento al desempeño de su tarea. Por el hilo, como se dice vulgarmente, sacaría el ovillo: y, sólo en vista de la MISCELÁNEA formaría exacto y cabal concepto de la personalidad de usted y la expondría al público con firmeza. Lo que es yo, o tengo que limitarme a hablar aisladamente del tomo MISCELÁNEA o me expongo a extraviarme al pretender adivinar.

De sobra se me alcanza el propósito de usted al pedirme el Prólogo. Ha llegado a mi noticia que usted ha pedido también Prólogos para otros de sus libros a otros escritores españoles. Y en esto, así como en la circunstancia de imprimir usted todas sus obras en Barcelona, se ve patente el intento de que la edición que usted hace sea como muestra o símbolo de la fraternidad de hispano-americanos y de españoles peninsulares   —191→   y de la unidad indestructible de la civilización ibérica, cuyo lazo no rompen ni todas las ondas del Atlántico que entre nosotros se agitan, ni los recuerdos de una guerra, inevitable aunque fratricida, pero cuya sangre y cuyas lágrimas se orearon ya, dejando limpio y no marchito el lauro.

Para usted, que es tan creyente y fervoroso católico, ha de ser de indiscutible verdad el criterio que me guía al considerar los acontecimientos humanos, porque sin suprimir en cada individuo la responsabilidad de las acciones, ya nobles y generosas, ya egoístas y perversas, y nacidas siempre de libre albedrío, veo en el con junto algo de divina o indefectiblemente ordenado con soberana presciencia, por donde todo cuanto ocurre es lo mejor que puede ocurrir y todo cuanto se realiza y consuma es para bien, aunque parezca mal por lo pronto; de suerte que el refrán más verídico y piadoso es el que dice: «no hay mal que por bien no venga.» Aplicado esto a los casos particulares me compone una filosofía de la historia, en germen sin duda, poco sutil, nada profunda e ingeniosa, pero muy optimista y rica de esperanzas y de consuelos.

La emancipación de las colonias españolas en el continente americano fue, pues, cuando debió ser, y no pudo ser ni después ni antes. España carecía de fuerza para mantener tanto imperio y era menester que se desbaratara. No hay que discutir si cada uno de los desmembrados fragmentos   —192→   hubiera alcanzado más tarde mayor eficacia, a fin de constituir, sin largas convulsiones dictaduras, tiranías y guerras civiles, un Estado libre, próspero y fuerte. Sin discutirlo yo, por fe en la invicta civilización europea, y en que la raza a que pertenezco fue y seguirá siendo una de las más hábiles y activas para crearla, conservarla y difundirla, jamás desconfié de nuestro destino; y, en los instantes más tristes y ominosos, cuando, al ver, en las nuevas Repúblicas, discordias, desquiciamiento y feroces tiranos, se pronosticaban ruinas, sobre las cuales otra raza de más valer vendría a entronizarse, jamás desesperé, no ya de la salud de la patria, sino de algo más amplio y sublime: de la salud de mi gente.

Por lo expuesto comprenderá usted y ponderará mi alegría, al notar la naciente grandeza, la prosperidad, el brío y el orden, que se van mostrando en algunas de las Repúblicas que fueron colonias de España. Hay en ello, para todo español, no una satisfacción, sino un enjambre de satisfacciones de amor propio: la del padre que conoce en el hijo la nobleza de su sangre, anhelando que valga más que él y le supe re: la del maestro o tutor, que, cuando el discípulo o pupilo se luce, se engríe imaginando que es parte en el triunfo la educación que le ha dado: y para mí, además, la del vidente que se deleita jactándose de que no salieron falsos sus vaticinios.

  —193→  

En la situación actual de las Repúblicas hispano-americanas, y singularmente de la Argentina, concretándonos a aquella que cuenta a usted entre sus ilustres patricios, hay no poco de pueblo naciente y no poco también de prolongación de otro pueblo, que tuvo ya extensa vida y representó lucido papel en el teatro del mundo. Idioma, religión, leyes, costumbres, ciencias, letras y artes, todo lo han recibido ustedes de España. Este tesoro, que no debe desdeñarse para crear otro nuevo, sino aprovecharse para que crezca y se centuplique, consta de dos clases de riqueza; una exclusiva y peculiar de nuestra raza: otra común a toda la civilización europea. Conato de lo imposible sería prescindir de esto o trastrocarlo adrede para hallar la originalidad y la novedad sin precedentes. Todo esto es harto sólido para que sirva de base sobre la cual pueda erigirse soberbio y nuevo edificio. Nada de esto debe desecharse para levantar desde los cimientos edificio nuevo.

Por lo dicho, lo primero que elogio y lo primero que me es simpático en los escritos de ustedes el espíritu conservador y castizo de que están impregnados. Ni tal espíritu perjudica a la originalidad individual del escritor. Para ser original no es necesario desfigurarse, ni disfrazarse, ni descastarse, ni dejar uno de ser quien es y ser otro. Y en cuanto a la originalidad colectiva, en cuanto al sello nacional y distinto, es seguro que ha de ponerse sobre la propia y común   —194→   sustancia española y no sobre otro elemento de importación o sobre materia extraña y prestada.

La MISCELÁNEA de usted es una colección de artículos de varios géneros, pero en todos prevalece lo moral y religioso. Más bien que de crítico-literarios pueden calificarse de filosóficos y doctrinales. En esto se asemejan, aunque van por opuesto camino, a los del ecuatoriano Juan Montalvo: a su Espectador y a sus Siete Tratados. Montalvo y usted han escrito ensayos, como los que Montaigne llamó ensayos, y no como los ingleses, que suelen ser extractos y críticas de libros. Ustedes, con más libertad y sin tomar siempre ocasión de libro alguno, discurren sobre puntos diversos y componen sobre cada punto un tratadito o disertación breve.

En las tendencias, Montalvo y usted son muy distintos y en el estilo más aún. Montalvo es artificioso y afectadísimo: usted, espontáneo y natural. Montalvo aspira en demasía a decir cosas nuevas y a decirlas como nadie las ha dicho: quiere ser un primor, un dechado de forma. Usted aspira sólo a decir lo que siente y piensa, aunque sea lo que sienten y piensan los demás hombres; y a decirlo con orden y claridad, sin rebuscamiento ni rarezas.

No hay que decir que yo prefiero lo último.

Si usted tratase de ciencias exactas o de observación, el crítico debería empezar por saber   —195→   dichas ciencias, y luego decidir si era la verdad lo que usted decía. Pero las materias sobre las que usted diserta, salvo ciertos principios inconcusos, quaedam perennis philosophia, en que debemos todos convenir y en que por dicha usted y yo convenimos, tienen tanto de opinables y de controvertibles, que sería en mí exceso de petulancia, ya el declarar a usted depositario y divulgador de la verdad, ya el impugnarle, haciendo patentes sus errores. Necesitaría yo además para esto, no componer un escrito corto, sino un libro tan voluminoso como el de usted.

Si lo que usted sostiene es la recta doctrina, ya convencerán de ello las palabras de usted a quien las leyere, sin necesidad de que vengan las mías en su apoyo. Y si hubiere error en poco o en mucho, ni yo me hallo con autoridad ni con capacidad para manifestarle, ni la misión de un Prologuista es entrar en polémica con su Prologuizado.

Lo que sí me incumbe decir, y lo que puedo decir por fortuna, y ésta, a mi ver, es grande alabanza, es que usted escribe corde bono et fide non ficta, con la sinceridad, con la convicción candorosa, que atrae la atención de los lectores, que les gana la voluntad, que los convence a veces, y que, cuando no los convence, los interesa y conmueve, convirtiéndolos, si no en correligionarios del dogma que se predica, en amigos y parciales entusiastas del predicador.

Entienda usted bien que no quiero expresar   —196→   con esto más de lo que expreso, ni mostrar mi escepticismo con reticencias. Lo único que yo quiero expresar y que expreso ahora es que, un libro que trata rápida y sumariamente sobre tantos y tan trascendentales asuntos sería ligereza y osadía, ora que yo en todo le declarase conforme a la verdad, ora que en poco o en mucho le calificase de erróneo.

Lo que sí puedo hacer y hago con sumo contento, sin salir de las dudas escépticas en que la modestia me ha encerrado, es calificar el libro de usted de libro sano, fruto de un entendimiento y de una voluntad sanos también ambos.

Esta sanidad es, en mi sentir, el fundamento de toda buena obra de literatura; es la razón que ha de tener el crítico meramente literario, y no científico ni filosófico, para declarar buena la obra. Consiste dicha sanidad en no dejarse arrastrar de afectos torcidos, aunque sean sinceros; en poner por base el sentido común y no desecharle nunca, aunque sirva de trampolín para brincar por cima de él más allá de las estrellas; en no seguir una dialéctica viciosa por el empeño presuntuoso de parecer más sutil o más profundo que el resto de los mortales; y en no incurrir en extravagancias para pasar por genios.

La insania de que hablo no impide que el escritor sea tenido por grande; pero yo no gusto de él. Tal vez lo que dice está más conforme con lo que a mí me parece la verdad que lo que dice   —197→   el escritor sano: pero el error dé éste es más simpático y causa menos daño que la verdad en la boca o en la pluma del otro. Prefiero a Voltaire renegando de todo dogma cristiano a Rousseau ensalzando los Evangelios; y menos mal me parece Carducci componiendo una oda a Satanás, donde su sola afectación es llamar Satanás a la personificación del ingenio humano, que Chateaubriand levantando El genio del Cristianismo sobre un cúmulo de afectaciones.

Declarado ya aquí como sentencia que es usted un escritor sincero, entusiasta sin extravío y sin empeñarse en ser entusiasta, y sano además, añadiré, como parecer individual mío, que me agrada en extremo su modo de pensar de usted, y que en lo más esencial siempre le apruebo y le aplaudo.

Desde luego coincidimos en nuestra estética, fundamento de nuestra crítica. Cuanto dice usted en defensa del poeta colombiano Jorge Isaacs, en el artículo titulado El ideal del poeta, es, bien dicho, lo mismo que yo pienso y siento. Usted niega, como yo, que la poesía sea don funesto, cultivo del dolor; y entiende que no es deformidad o enfermedad el genio, sino salud más completa, fecunda y dichosa, que la salud de que goza el vulgo.

En el juicio que forma usted de Olegario Andrade estamos de acuerdo, si bien usted se muestra y puede mostrarse más severo que yo porque Andrade es su paisano.

  —198→  

En todos los artículos de usted de asunto religioso son de admirar la ardiente devoción, la fe profunda y la espontánea elocuencia. Y a mí me encanta asimismo que la religiosidad de usted, lejos de estar reñida con el espíritu del siglo, con la creencia en el progreso y con el amor a la libertad, se combina con estas ideas y con estos sentimientos, purificándolos y santificándolos. No se funda la fe católica de usted en escepticismo y pesimismo, como la de Pascal, Bonald, De Maistre y Donoso, sino en optimismo y en confianza mesurada y justa en la razón humana. No es menester para amar a Dios odiar y despreciar al prójimo, antes por amor de Dios más se le ama y más se le respeta. Ni es menester para aceptar una revelación exterior, que viene a nosotros con la palabra, materialmente, ya por los oídos, ya por los ojos, sostener que la luz íntima que Dios nos ha dado, sólo sirve para descubrir e iluminar disparates.

El libro de usted es muy ameno y tan variado que no acertaré a dar idea de todo él sin pecar de prolijo. Contiene cuadros de costumbres, como Liberato; crítica de bellas artes, como El dolor concentrado y Una estatua de Alonso Cano; y encomios de personas ilustres, como los del padre Jordán y de Juana Manuela Gorriti, a la cual, lo confieso con vergüenza para prueba de la incomunicación intelectual en que hemos estado, no había yo oído mentar nunca, aunque usted afirma que comparte con la Avellaneda el imperio   —199→   literario de la mujer americana en la América española. Y son tales las elocuentes alabanzas que da usted a la Gorriti, que, a ser justas también, y no exageradas por generosa benevolencia, a pesar de mi admiración por la Avellaneda, tengo que conceder a la Gorriti la primacía.

En los artículos en que combate usted vicios sociales o manías de moda, como la cremación y el suicidio, son de celebrar el saber que usted patentiza, la sencillez y el orden del estilo y el calor con que defiende sus opiniones.

A mi ver, el más bello, sabio y erudito de es tos artículos filosóficos, es aquel en que critica usted la obra de José María Ramos Mejía, titulada: Las neurosis de los hombres célebres en la República Argentina. Da motivos esta obra para que usted niegue las neurosis invencibles que destruyen la responsabilidad, para que haga una brillante defensa del libre albedrío y para que impugne el materialismo y no acepte el divorcio entre la razón y la fe, la religión y la ciencia.

Su libro de usted, como todo libro bien escrito y lleno de saber y de talento, no sólo contiene muchas ideas, sino que las despierta en el ánimo de quien lee, ya por ampliación y deducción, ya por contradicción también; pero dejo de poner aquí las mías, para que no me acuse usted de pesadez, se arrepienta de haberme confiado el Prólogo, y perjudique éste el libro en vez de favorecerle.

  —200→  

Baste que yo reconozca, para terminar, que libro, por fortuna y mérito de usted, y para honra de las letras españolas, en toda su amplitud españolas, no necesita de recomendación ni de apoyo.

Y si por el tomo conocido he de calcular el mérito de los cinco que no conozco aún, me atrevo a afirmar que el día de la aparición de los seis tomos será día fausto en los anales de nuestra total literatura.




ArribaAbajo- II -

Mil gracias doy a usted por el ejemplar que me envía de sus obras completas. Son ocho tomos: no seis, como yo había entendido.

Después de las alabanzas, merecidas y discretas, que hacen de usted, en prólogos, introducciones y apéndices, los Sres. D. Santiago de Liniers, su pariente de usted; D. Valentín Gómez, D. Pedro Bofill, D. Nilo María Fabra y D. Eduardo Bustillo, todo lo que yo diga parecerá pálido y frío.

Quiero, no obstante, decir algo, a fin de mostrar que he leído todos los tomos y que los he leído con deleite.

Elegantemente impresos en Barcelona, y como apadrinados, aunque no lo necesitan, por escritores peninsulares de nota, se diría que vienen a aumentar nuestra riqueza literaria, y que, sin   —201→   dejar de ser argentinos, traen al tesoro intelectual de la Metrópoli nuevas y preciosas joyas.

No hay en la colección trabajos muy extensos. En su mayor parte son artículos, tal vez publicados en periódicos, o discursos, leídos o pronunciados, en ocasiones solemnes, en el seno de juntas o de asambleas.

Da unidad al conjunto la personalidad del autor; pero esta unidad, por el estilo, por el carácter, por la fijeza y firme consecuencia de las opiniones, no es menos evidente que la que se nota en los Ensayos de Montaigne, de Carlyle, de Macaulay, o del ecuatoriano Juan Montalvo.

Los asuntos no pueden ofrecer mayor variedad. Ya escribe usted crítica literaria como Sainte-Beuve; ya de dramas y comedias como Janin y Lemaitre; ya de música como Scudo, y ya traza graciosos y ligeros cuadros de costumbres, como nuestros célebres Fígaro, El Solitario y El Curioso Parlante.

En cuanto los ocho tomos contienen, luce usted su vasta lectura, su recto criterio, su viva y espléndida imaginación; lo bondadoso e indulgente de su índole que, más que a señalar defectos, le lleva a descubrir y celebrar bellezas; y el fervoroso entusiasmo y el amor entrañable con que se complace usted en realzarlas y en encomiarlas.

Yo, que me precio de ser y soy tan benigno como usted, no soy, ni con mucho, tan entusiasta; y, lo confieso, siento cierto temor a lo exaltado   —202→   y lírico del estilo. Cuando por extraña casualidad quiero emplearle, me parece que oigo a mi lado, arredrándome, la voz de Maese Pedro que dice: «no te encumbres, que toda afectación es mala.» Está claro que Maese Pedro habla conmigo, y para otros que se entusiasman o fingen entusiasmarse y llenan lo que escriben de flores contrahechas, que no puede haber nada más cursi; pero Maese Pedro no habla para ni contra usted, que es naturalísimo y sencillísimo, y que sólo florea cuando las flores brotan, sin que usted lo pueda remediar, ex abundantia cordis. En este caso, más es de envidiar que de censurar que las haya. Envidiable es, en todos sentidos, el ardor apasionado que hace que nazcan estas flores.

Donde más me agrada en usted la tal poesía en prosa, que por ser natural no condeno sino que aplaudo y envidio, es en los elogios de mujeres. Nadie niega que es usted un estético apasionado de los buenos versos, de la declamación y de la música, ni menos que es un fervoroso católico; pero en mucho de lo que dice usted y en los retratos que hace de Adelina Patti, de Sara Bernhardt, de Lucía Pastor y hasta de Santa Rosa de Lima, creo descubrir (Dios me perdone si me equivoco) cierta morosa delectación y cierta vehemencia de afectos, que me caen muy en gracia, porque yo, a pesar de mis cansados años, soy todavía poco severo, pero que tal vez censuren los varones timoratos y graves, aunque no se atrevan a declarar que las susodichas delectación   —203→   y vehemencia se opongan a la verdad católica, ni a la moral cristiana, ni que las anublen siquiera en lo más diminuto.

Por otra parte, como usted no es menos vehemente y exaltado en sus amores y en sus alabanzas a otros objetos más altos y menos materiales que la mujer, me inclino a dar por cierto que hasta los más penitentes anacoretas perdonarán a usted lo que señalo, suponiendo que sea defecto o más bien exceso.

Dudo mucho de que haya argentino más patriota que usted, ni americano tampoco más amante de América: pero esto no entibia el amor de usted por la madre España. Sea prueba de este amor el siguiente elocuentísimo párrafo: «Saludadas Cádiz la pulcra, Jerez la laboriosa, Sevilla la poética, Córdoba la morisca, Valencia la fecunda, Barcelona la grande, Zaragoza la heroica, Madrid la histórica y coronada villa, cumple a mi lealtad declarar que América está envanecida de haber tenido por madre a la nación invicta que cantaba lo divino y lo humano con la lira de Lope y Calderón; pintaba lo místico y lo profano con los pinceles de Murillo y de Velázquez; esculpía el ideal de la eterna belleza con el cincel de Cano y Montañés; fustigaba las costumbres con la pluma de Cervantes y Quevedo, y clavaba el Lábaro del Redentor y la pica de sus soldados en lo conocido y desconocido de la tierra.»

Estos elogios, reconcentrados aquí sintéticamente   —204→   para España, se derraman asimismo con profusión generosa sobre los artistas y escritores de nuestra nación y de nuestros días, y muy particularmente sobre Tamayo y Baus, Echegaray y Rafael Calvo.

Ni se crea por esto que usted es todo de almíbar. Si no lo amargo, lo picante de la sátira sazona con frecuencia los escritos de usted y pone relieve en varios cuadros cómicos o burlescos. El que se titula El convite Barrientos es un modelo en su género. Acaso exagere usted la caricatura para provocar más la risa, pero siempre se ve «la verdad, y, a pesar de la exageración, se reconoce la fidelidad de los retratos.

Los cuadros de costumbres y las descripciones de usted son casi siempre o divertidas o interesantes: y para nosotros tienen además el atractivo de lo peregrino e inaudito que se combina con lo familiar, castizo y propio: nos representan escenas, lances y actos, en un mundo distinto del cual el Atlántico nos separa, animados y ejecutados por personas, en parte extrañas también, pero que proceden de nosotros, hablan nuestro idioma y llevan nuestros apellidos y nuestra sangre.

Las obras de usted no son sólo de mero pasatiempo y de crítica artística y literaria. Las hay que encierran muy sana y ortodoxa filosofía y que son didácticas y ricas en noticias y documentos de no corto valer. En mi sentir, lo mejor en este género es un elogio fúnebre del Pontífice   —205→   Pío IX, donde pone usted toda la ardiente religiosidad de su alma; la vida de don Félix Frías, modelo de patriotas y de republicanos, ejemplo de caridad inagotable y dechado de fe católica; y por último, el estudio biográfico y la brillante apología que hace usted de su antepasado don Santiago de Liniers. A mi ver, así para todo español, como para todo argentino de corazón, este héroe es más simpático y admirable en su derrota y en su muerte que en medio de sus triunfos contra los ingleses, en 1806 y 1807; que en la expulsión de los ingleses de Buenos Aires y en la ulterior defensa de aquella plaza, hazañas tan hermosamente cantadas por Maury y por Gallego.

Liniers más motivo tenía de quejas que de gratitud al gobierno de España. Depuesto del mando se hallaba, cuando sobrevino la revolución, y fiel a su bandera como militar pundonoroso, se alzó en armas, en favor de la Metrópoli y del Rey contra los insurgentes colonos. Desbandada pronto la gente que acaudillaba, Liniers cayó en poder de los insurgentes, quienes le fusilaron en compañía de Allende, Moreno, Rodríguez y D. Juan Gutiérrez de la Concha, capitán de navío y Gobernador intendente de Córdoba de Tucumán. Antes de que los tiradores disparasen, dijo Liniers en alta voz: «Morimos orgullosos de nuestra fidelidad al Rey y a España.»

¿Cómo extrañar, por muy argentino y por muy   —206→   republicano que usted sea, que se enorgullezca de la heroica vida y más heroica muerte de tan ilustre antepasado?

La más extensa de las obras de usted, si pudiera considerarse como una sola obra, serían los dos tomos de viajes; pero, en realidad, estos dos tomos contienen cinco obras distintas: el viaje de Buenos Aires a Santiago de Chile, pasando por Montevideo, Córdoba, Altagracia, la Pampa, Achiras, San Luis y Mendoza, y salvando los Andes; el regreso a Buenos Aires, embarcado, por el estrecho de Magallanes; la excursión a las Sierras del Tandil, con la descripción de la piedra movediza, monumento acaso de una edad remota, y parecido a otros que de tiempo in memorial subsisten en nuestras regiones europeas, y por último, las dos obras, en mi sentir mucho más importantes, que llevan por títuloDe Corrientes a Cumbarití y De Valparaíso a la Oroya.

De Corrientes a Cumbarití es un extraño escrito, pintura naturalmente poética de uno de los países más hermosos del mundo y documento histórico de grandísimo interés, ya que un testigo ocular describe en él, con vivos colores y conmovido acento, el fin de una guerra obstinada y sangrienta, en que el Paraguay quedó vencido. Son por cierto de admirar la devoción y la valentía de los paraguayos en defender su patria. He oído afirmar, y, aunque haya en ello exageración, es tremenda alabanza, que, al terminar la guerra, apenas quedaban a vida hombres   —207→   de armas tomar en aquella República. Y es más admirable aun que fuera un tirano como el Presidente López quien tan generoso entusiasmo infundiese.

Todo se explica, no obstante, cuando se considera la bondad, el brío, el candor y la condición enérgica y sufrida a la vez de los guaraníes, que constituyen la inmensa mayoría de aquel pueblo. Sobre tales prendas, que los guaraníes tienen por naturaleza, vienen a ponerse la severa disciplina de los jesuitas que los cristianizaron y el espíritu de obediencia que acertaron a inspirarles.

Al leer la sencilla y conmovedora narración hecha por usted de la tragedia, que puso término a la tiranía de López, acudí a leer de nuevo libros que ya tenía casi olvidados, para explicar me la mal empleada heroicidad de los paraguayos: para hallar sus antecedentes y fundamento.

El Padre Antonio Ruiz Montoya escribió y publicó en Madrid, en 1639, su Conquista espiritual. En este libro se expone cómo fueron los guaraníes convertidos por los jesuitas. Otro Padre tradujo el libro en guaraní, exornándole con más milagros. La traducción portuguesa del manuscrito guaraní, dada a luz por el literato brasileño Almeida Nogueira, nos ofrece la clave de todo. La aparición frecuente entre aquellos salvajes y la convivencia con ellos de ángeles y de demonios, y la repetida resurrección de difuntos, que venían a contar cuánto habían visto   —208→   en el cielo y todas las delicias que allí se gozaban, y los tormentos espantosos y eternos del infierno, debieron de fanatizar aquellos ánimos sencillos predisponiéndolos a obedecer ciegamente a los Padres, a fin de ganar la gloria y de no padecer penas tan atroces e interminables.

Acaso fue conveniente entonces aquel despilfarro de lo sobrenatural. Por él se logró infundir en los fieros corazones de los indios bravos la moral cristiana, y apartarlos de los vicios y de los crímenes y supersticiones de su pasada vida selvática. Por él, o sea haciendo prodigios, humillaron los Padres a los payés o hechiceros, que también los hacían. Pero tal vez aquella educación religiosísima predispuso por demás a los indios a una docilidad y sumisión llenas de peligros, contribuyendo a hacer posible el advenimiento al poder del tremebundo doctor Francia.

Los jesuitas habían regimentado y subordinado la valentía de los indios, empleándola como un arma, contra españoles y portugueses.

Es casi seguro que tenían los jesuitas razón. Muchos de los primeros aventureros, que iban a América, eran unos desalmados, de aquellos por quienes pudo decir el poeta:


   La codicia en los brazos de la suerte
se arroja al mar, la ira a las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.

pero no era el medio mejor de amansarlos, y de procurar que los indios fraternizasen con   —209→   ellos, el hacer que los indios formasen de ellos el concepto que expresan las siguientes palabras, tomadas de la traducción del manuscrito guaraní: «gente que sólo cuida de hacer cosas ruines, que destroza y mata; y, si alguien quiere librarse en balde de ser su esclavo, es maltratado como animal.»

Cobraron, sin duda, los indios recelo y odio contra los europeos, y así los jesuitas lograron que se prestasen para no pervertirse a vivir secuestrados de todo trato y comercio exterior y que tan valerosamente combatieran bajo el mando de ellos contra las armas de España y Portugal reunidas; contienda que sirvió de cuadro a uno de los episodios de la más graciosa novela de Voltaire y de asunto al bello poema de J. Basilio de Gama, inspirado cantor de Lindoya.

Sin duda esta educación jesuítica valió al doctor Francia para ejercer su tiranía inaudita cuando nuestras colonias se emanciparon.

No me atrevo yo a decidir si aquella paz ignorante, aquel aislamiento paraguayo y aquel despotismo del doctor Francia fueron peores que las incesantes guerras civiles, los pronunciamientos y contra-pronunciamientos y los tiranuelos feroces que hubo en muchas repúblicas hispano-americanas. Digo sólo que el Paraguay progresó menos, aunque no hubo en él sacudimientos, ni trastornos: vivió tan aislado que nadie podía penetrar en él sin exponerse a quedar allí para siempre, como el sabio Bompland compañero   —210→   de Humboldt: y que, muerto el doctor Francia, le sucedió el doctor López, manteniendo a los paraguayos bajo el mismo régimen, si bien con férula o vara menos dura.

Allá por los años de 1850, no sé quien persuadió a López, y López se dejó persuadir, de que debía abrir el Paraguay al comercio y trato humanos. Y López envió a su hijo a Europa de ministro plenipotenciario ubicuo, y de Europa fueron diplomáticos al Paraguay a celebrar tratados de comercio.

A no dudarlo, López quiso desde entonces para su patria cierto progreso y cierta ilustración, que se fuesen logrando con pausa. Con mayor fuerza de voluntad hubo de quererlo su hijo, que había viajado por Europa, y que heredó la presidencia de su padre.

Fuesen, pues, las que fuesen las causas de la guerra, que brasileños y argentinos hicieron al Paraguay, y cuya terminación, al expirar el año de 1869, usted tan elocuentemente describe, lo más que podrá afirmarse es que dicha guerra fue justa; que ni el Brasil ni ustedes la pudieron evitar; pero, francamente, yo no quiero considerarla un triunfo de la civilización y de la libertad sobre la barbarie y la tiranía; tiranía y barbarie hubieran acabado sin tanto estrago, aunque con mayor lentitud. No valía para adelantar aquellos bienes por algunos años pagar el adelanto con tal profusión de muertes, gastos y destrozos.

  —211→  

Aquí, en España, tenemos un libro muy divertido que retrata fiel y cándidamente, en mi sentir, lo que era el Paraguay bajo la presidencia o dominio del primer López. Si en España hubiese más afición a la lectura, el libro de que hablo sería muy leído: se hubieran hecho de él muchas ediciones. Quien le lee, ríe con gana y de veras de los lances, aventuras y observaciones del Sr. D. Ildefonso Antonio Bermejo, autor del libro, que pasó en el Paraguay cuatro o cinco años al servicio del tirano. Cómicos y muy raros casos refiere, pero hay tal tono de buena fe, tan sincero y espontáneo estilo en todo, que ni por un instante asaltan dudas sobre la escrupulosa veracidad del relato.

Todo él, y más aún la gloriosa defensa que hicieron los paraguayos de sus hogares y aun del mismo tirano, nos los presentan como mucho más simpáticos que los que a fuego y sangre fueron a pulirlos, a libertarlos y a hacerlos felices y cultos. Reza un añejo y cruel refrán: la letra con sangre entra. Hay desventuras ineludibles. Ocasión se ofrece a cada paso de repetir la tan repetida exclamación virgiliana: Sunt lacrimae rerum; pero la verdad es que con tantas guerras y tan atroces como tienen ustedes en América desde que son independientes y libres, pierden ustedes no poca autoridad y crédito para vituperar las ferocidades de sus tatarabuelos los españoles que fueron a civilizar el Nuevo Mundo en los pasados siglos.

  —212→  

El horrible método de acabar con la tiranía de López y de llevar la civilización a aquella tierra fertilísima, arranca de su piadoso corazón de usted, entre otras, estas sentidas voces:

«Fermenta la putrefacción sobre una alfombra de flores marchitada por la pólvora. Cubre aquellos cadáveres, contraídos por los dolores, despedazados por la metralla o desfigurados por la corrupción, un cielo espléndido del cual parece descender la vida. La selva impenetrable, el árbol frondoso, el agua estancada, parecen exigir al hombre su fuerza y su inteligencia para cumplir la misión que Dios le confiara. Pero el brazo del hombre ha sido abatido por la espada. Su cuerpo corrompido yace mezclado con los corceles muertos en la batalla. Solamente Job, colocado en medio de la miseria y podredumbre de la muerte, podría cantar en términos apropiados la desolación del Paraguay.»

A estas y a otras no menos conmovedoras lamentaciones de usted sólo tengo que añadir mi deseo de que la paz restaure las fuerzas y sane y cicatrice las heridas que han tenido ustedes que hacer al Paraguay para que sea libre y más civilizado. La obra de usted, que cito la última, De Valparaíso a la Oroya, es la mejor de todas, en mi sentir, o al menos la que me ha causado impresión más honda y más grata. Me parece amenísimo libro de viaje. El estilo de usted, animado, y pintoresco, tiene la fuerza de trasladar en espíritu   —213→   al lector a los lugares que va usted recorriendo y que tan bien describe. Más de sesenta autores, antiguos y modernos, ha consultado usted para componer su libro. Cada uno de ellos informará más circunstanciadamente, ya sobre las antigüedades e historia del Perú, ya sobre su geografía, fauna, flora y demás recursos y naturales riquezas, ya sobre su industria y su comercio: pero pocos ofrecerán al lector un conjunto tan variado o interesante. Su trabajo de usted es principalmente el resultado de la inspección ocular y de sus recuerdos, los cuales, avivados por la fantasía y el talento del escritor, producen en quien lee la ilusión de que visita con usted aquel magnífico país. Son bellísimas las descripciones de Arequipa, del Misti, del Cuzco y sus ruinas, de la ciudad de los reyes, del valle de Lurín y del antiguo templo del Dios Pachacamac.

La pintura que hace usted del esplendor y florecimiento de Lima, la alegría de sus habitantes, la hermosura y gracia de sus mujeres, la riqueza de sus templos, la gala, el lujo y las joyas de su aristocracia, el tesoro artístico, en cuadros y antiguallas, que guardan el Museo Nacional, y las colecciones de los señores Ortiz de Ceballos y Dávila Condemarín, todo nos encanta y nos enorgullece a los españoles, ya que acertamos a fundar tan brillante colonia y a llevar a ella nuestra civilización y nuestras costumbres. Bastante nos apesadumbran y nos ponen contritos   —214→   la consideración y la pena, que usted no deja de estimular, de las crueldades y actos vandálicos de Pizarro y los otros conquistadores: pero, sin poderlo remediar, tal vez para que sea menor el remordimiento colectivo, porque no quiero yo entrar en discusiones, nos sentimos inclinados a no creer por completo en tantas maravillas y en tantos bienes como se supone que hubo en el Perú, durante el imperio de los Incas. No me entra en la cabeza que hubiese entonces tantos millones de indios, hoy desaparecidos, ni menos que los indios que quedan sean más rudos y más miserables adorando a Cristo que adorando al sol, al Inca su pariente y al Dios Pachacamac, sobre cuyo nombre, condiciones, atributos y naturaleza, se funda sutil teodicea. Mucho me inclino a sospechar que la tal teodicea ha sido mejorada y hermoseada por la imaginación de personas ilustradas de nuestra edad o por misioneros candorosos que quisieron descubrir en ella los rastros de la predicación de Santo Tomás o de otro apóstol, que acertó a llegar hasta allí.

Si antes de los Incas, hacia el siglo X de nuestra era, habían tenido los peruanos escritura hieroglífica, esta escritura se había perdido en tiempo de los Incas, lo cual implica un retroceso en la cultura. Cuando la aparición de los españoles, sólo había los quipos o nudos hechos con hilos de diversos colores. Por muy ingenioso que supongamos este arte y por muy hábiles y   —215→   sagaces que fueran los quipocamayos o interpretadores de quipos, me parece que es menester sobrada buena voluntad y fe grande para aceptar como evidentes, gracias a los quipos, los datos cronológicos y estadísticos sobre la duración, riqueza y censo del imperio de los Incas y sobre la bienaventuranza de sus súbditos, antes de la feroz conquista española. En fin, sea como sea, el daño hecho está ya y no tiene remedio. Yo convengo en que los aventureros, que iban de España a las Indias solían ser unos desalmados, lo peor de cada casa: y convengo en que el Padre Valverde era un fanático; un fraile trabucaire, como diríamos ahora. Pero, por amor de Dios, ¿no se resiste o repugna a todo recto juicio que matásemos a disgustos y a malos tratamientos a tantos millones de seres humanos? ¿Cómo creer que déspotas como Viracocha, Pachacutec, Yupanquí, Huayna-Capac y Huascar, hacían más dichosos a sus súbditos, fomentaban más la población, las ciencias, las artes y la prosperidad, que los Gobernadores y Arzobispos, enviados a Lima por los católicos reyes de España, entre los cuales Arzobispos hubo santos y entre los cuales Gobernadores o Virreyes los hubo tan buenos y tan filantrópicos como el conde de Superunda?

Sin duda que los reyes de España eran despóticos también, pero ¿cómo habían de serlo tanto como los Incas?

En fin, la misma enormidad de la acusación   —216→   que se nos hace, destruye toda su fuerza. Sólo el apasionamiento y el afán de seguir las modas de París bastan a explicar que se crea que, en virtud de leyes paternales y protectoras de los indios, y yendo a Lima de Virreyes hombres eminentes, de lo más ilustre por saber, nacimiento y servicios, Hurtados de Mendoza, Toledos, Castros, Fernández de Córdoba, Velascos y Portocarreros, exterminásemos millones y millones de indios en poco más de trescientos años y convirtiésemos el Perú en un desierto.

En resolución, yo entiendo, no sólo por lo muy español, sino por lo muy progresista que soy, que es tan absurdo y apasionado el suponer con saudades un imperio de los Incas, maravilloso de bueno, cuya bondad destruyeron los españoles, como el imaginar una época de los Virreyes más floreciente y feliz que la época actual, cuando emancipado e independiente el Perú crece en población, riqueza y cultura, abre ferrocarriles que pronto salvarán los Andes, y se dispone a ser a pesar de recientes contratiempos y desgracias, una grande y poderosa república y a convertir a Lima en una de las más bellas, populosas y espléndidas capitales del mundo.

Los capítulos sobre Chorrillos, que es el Biarritz, el Trouville o el Ostende peruano; y sobre la quena, flauta, música y canto de los indios, son poéticos y curiosos.

Todo el libro, en suma, nos hace formar claro y hermoso concepto del Perú, en 1873, cuando   —217→   usted le visitó. Ojalá que dentro de poco, en cercano porvenir, se vean ya realizadas para el Perú todas las halagüeñas y fundadas esperanzas que usted hace concebir y concibe.

Y aquí termino esta larguísima carta, no sin reiterar a usted mi cordial y cumplida enhorabuena por la publicación de sus obras reunidas.