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Nuevas perspectivas del último cuarto de siglo en torno a «Marcos de Obregón»

María Soledad Carrasco Urgoiti





Al reanudar mi dedicación a Vicente Espinel como fabulador me he asomado a la crítica de los últimos veinticinco años sobre el autor de La vida del escudero Marcos de Obregón y he comprobado que se ha producido en torno a su figura una actividad considerable. Sin tratar de ofrecer una lista completa, comentaré algunas aportaciones significativas. A los previos estudios bibliográficos de José Simón Díaz y Homero Serís, se suma el muy completo apartado dedicado a Espinel por Joseph L. Laurenti1. En 1993 José Lara Garrido y Gaspar Garrote Bernal publican dos volúmenes que contienen exhaustiva información historiográfica y una amplia selección de textos críticos2. Esta recopilación se inserta en el vasto proyecto, dirigido por José Lara, de publicar las obras completas del autor rondeño, así como los estudios críticos que han suscitado3.

En cuanto al tratamiento global de la figura de Espinel, siguió a la edición, aparecida en 1972, de las Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón en la serie Clásicos Castalia, que corrió a mi cargo, un bien calibrado y documentado compendio, tipo vida y obra, por Anthony Heathcote4. El mismo año, Alberto Navarro González publicó otro ameno y autorizado estudio de conjunto5 en que resalta las afinidades de Espinel con otros escritores andaluces. En esa línea se sitúa también la Introducción a las Diversas rimas (1591), en la edición a cargo del mismo crítico y de Pilar González Velasco, quienes abarcan en su comentario la producción poética dispersa del autor de Marcos de Obregón que no fue recogida en este único libro suyo de poesía y analizan sus innovaciones métricas así como sus poemas en latín6.

Como hemos visto la mayor parte de la aportación crítica sobre nuestro autor producida en España durante las últimas décadas se ha originado por iniciativa de José Lara Garrido y el grupo de la Universidad de Málaga. Una de sus primeras publicaciones fue un anejo de Analecta Malacitana, donde figura un estudio de Lara en colaboración con Asunción Rallo7 en que matizan la ubicación y la divergencia de la obra principal dentro del desarrollo de la picaresca, así como las actitudes del protagonista en relación con la sociedad. Entre las restantes colaboraciones varias se dedican a la obra poética, incluida una del propio Lara sobre aspectos manieristas de las Diversas rimas. El mismo autor ofreció una edición crítica de la cruel y jocosa «Sátira a las damas de Sevilla»8, que fue también objeto de análisis y relectura por parte de Garrote9.

Respecto a la faceta humanística del autor de Marcos de Obregón, F. J. Talavera Esteso10 confirma que su aportación como traductor de Horacio no descuella por calar con más hondura que otros entendidos de su tiempo en los significados, pero supuso un avance en la asequibilidad de un texto tan fundamental como la «Epístola a los Pisones» y un estímulo a la asimilación de la estética horaciana por parte de ingenios y lectores cultos.

Con referencia a la documentación biográfica, quisiera mencionar un apéndice de la Introducción a Vicente Espinel: Historia y Antología de la crítica11 en que el historiador Nicolás Cabrillana ofrece y comenta el texto completo del documento en que los padres de Vicente Martínez Espinel crean la primera capellanía de que se benefició, pues dentro de la sequedad de las piezas notariales evidencia la solidez de sus lazos familiares. Por otra parte la extraordinaria actividad que hoy se produce en la investigación de los archivos del antiguo reino de Granada permite esperar que los jóvenes estudiosos cuenten en el futuro con nuevas vías de análisis.

Excepción hecha de la monografía de Adrián Montoro, que comentaré más adelante, no se ha producido que yo sepa una revisión a fondo de la interpretación de la obra, pero sí una múltiple reflexión sobre dos aspectos fundamentales del Marcos que dilucidaron, entre otros, Marcel Bataillon12 y George Haley. Me refiero en primer lugar al concepto, avanzado con prudencia por el primero, de Marcos antipícaro, que de modo inevitable lo aproxima dialécticamente a Guzmán de Alfarache, y como segunda cuestión la relativa identidad entre el autor y su criatura, que Haley investigó y analizó desde múltiples facetas en su libro ya citado. La Vida del escudero está hoy más integrada que nunca en el corpus picaresco. No prescinden de la obra los críticos que vuelven sobre la trayectoria del género, dentro de la cual representa una divergencia, pero también la adaptación más libre y compleja del uso del excurso a la manera de Mateo Alemán. Es digno de notarse que José Antonio Maravall13, utiliza ampliamente el testimonio que ofrece el relato de Marcos al analizar múltiples facetas de la mentalidad española del Siglo de Oro.

También Peter N. Dunn14 reconoce la carga de realidad social que se encuentra en obras que califica de no picarescas en el sentido estricto del término, e incluye entre ellas la obra de Espinel a quien dedica unas páginas bien calibradas, dentro de una sección titulada «Beyond the Canon» de su libro sobre el género. Críticamente se apoya en Bataillon, Haley y dos comunicaciones del volumen colectivo La Picaresca. Orígenes, textos y estructuras15: «Marcos de Obregón: la picaresca aburguesada» de James, R. Stamm y «La paciencia de Vicente Espinel y la cólera de Marcos de Obregón» por A. M. García. La misma colección de estudios incluye «Literatura picaresca, novela picaresca y narrativa andaluza» de Navarro González, quien insistía en lo fundamental de la contribución andaluza a la picaresca de fines del XVI y del XVII y establecía una afinidad entre los cultivadores de los géneros picarescos adscritos a Andalucía, por nacimiento o asimilación, y los que representan otras tierras españolas. El concepto de andalucismo que promueve esta reflexión es diferente de la consideración que vamos a exponer sobre la conflictiva sociedad aún fronteriza en que se crió Vicente Espinel.

Debemos mencionar las bien documentadas y agudas contribuciones a principios de los años noventa por Gethin Hughes16. El crítico hace constar la disimilitud entre el carácter irascible y la propensión a pleitear de Vicente Espinel y el autocontrol que adquiere el también impulsivo Marcos. Se analiza lo que su autobiografía tiene en común con las vidas heroicas que se consideraban «gran historia», si bien transfiriendo a la honrada conducta del protagonista y en particular a su ejercicio de la virtud de la paciencia el prestigio otorgado al honor y la nobleza. Desmitificada, esta «gran historia» sirve para elevar a los socialmente humildes a un protagonismo de trasfondo heroico. En este estudio se ahonda también en la conexión Alemán/Espinel. Un posterior artículo17 aproxima las actitudes de Lázaro de Tormes y Marcos de Obregón en la valoración por parte de ambos de la mera supervivencia del hombre acosado por la adversidad. Recogiendo una observación del equipo Lara/Rallo sobre la omnipresencia y exaltación de figuras de la nobleza en tomo al escudero, abunda en el empleo que éste hace de la lisonja como arma defensiva e instrumento para medrar. El servicio a uno mismo controla, además, los silencios que tantas veces sacan de apuros a Marcos; como el callar permitía la vida regalada del envilecido adulto Lázaro de Tormes. Los más dispares campeones de la picardía coinciden, pues, en poner de manifiesto tan fundamental precepto como es el control e incluso la abstención de la palabra.

En 1997 volvió José Lara Garrido al análisis de Marcos de Obregón en dos estudios, incluidos en su libro Del siglo de Oro (métodos y relecciones)18. El primero se ocupa de la recepción europea del libro en el siglo XVIII, examinada desde la perspectiva de la adopción por parte de Alain Rene Lesage del perfil del protagonista y de su trayectoria vital, que desemboca en un proceso de aristocratización y no de universalización como se venía diciendo, del entorno del protagonista picaresco. Entran en juego las reacciones polémicas que la aparición de Gil Blas de Santillana y su traducción por el padre Isla suscitó en España y Francia19. En el segundo estudio, después de trazar la anterior trayectoria de la menospreciada figura del escudero, Lara aborda cuestiones de poética narrativa propias de la picaresca, como la manera en que un autor logra plasmar el espíritu de confrontación que late en un individuo respecto a la sociedad, o las premisas éticas y circunstancias biográficas que lo configuran. Resumir tan compleja materia equivaldría a traicionarla, así que opto por citar algunos epígrafes: «Sombra y persona: la recreación crepuscular de un complementario», «La libertad de la revelación artística en la memoria y el tiempo», «Vivir con quietud o el afán perfectista de inmovilidad». Solo llevando en la mente, junto a las herramientas de análisis, el texto y contexto de la creación de Espinel es posible avanzar, como se hace en este caso, hacia la definición de su singularidad.

Uno de los encantos que encontramos en Marcos de Obregón es la variada colección de cuentos, cuentecillos y chistes diseminada por sus páginas. También constituyen un muestrario de formas de lenguaje oral, lo cual no es de extrañar pues la casi totalidad de la obra se presenta literalmente como relaciones habladas, aunque el interlocutor sea más bien el que escucha que el que interpela. Esta faceta de la escritura de Espinel tiene desde hace muchos años un especialista de excepción: Máxime Chevalier. La identificación de las unidades menores que corresponden a categorías folclóricas ha aparecido de forma dispersa en sus muchas publicaciones. Algunas han sido reunidas -y a veces ampliado el análisis que contienen- en el libro reciente Cuento tradicional, cultura, literatura (siglos XVI-XIX)20, donde también se incluye una adición inédita a sus aportaciones sobre cuento folclórico y cuentecillo en el Siglo de Oro. Por mi parte he publicado en el Hommage à Maxime Chevalier21 un ensayito sobre cuentos, burlas y su elaboración literaria por parte de Espinel.

También ha sido objeto de atención crítica la incursión en el género de la literatura de viajes que representa el segmento autobiográfico de la Relación III, en que se traspasa la voz narrativa al Dr. Sagredo, quien cuenta por extenso sus aventuras por las costas de la América del Sur y los mares circundantes. Las coordenadas compositivas de tales episodios fueron señaladas por Guadalupe Fernández Ariza22. Recientemente, María Rosa Petrucelli23 ha ofrecido un detallado estudio narratológico de estas excepcionales memorias de viaje, teniendo en cuenta la vertiente cronística y la fabulación de orden fantástico. Describe el proceso de descodificación que había de realizar un lector que para ello venía preparado por su familiaridad con los libros de caballerías, y destaca las afinidades de género que vinculan el relato del médico aventurero a tal tipo de obra, así como a la novela bizantina. Ambos modos de narración actúan en este caso como modelos de la creación de Espinel, en alternancia con los que deparan los historiadores de Indias.

Ha llegado el momento de comentar una contribución de Adrián G. Montero de 1976 que toca muy de cerca la cuestión morisca por la que también me he interesado. Esta monografía ha pasado en parte inadvertida, aunque cabía esperar que hubiese suscitado curiosidad, adhesión o polémica. El título del trabajo «'Libertad cristiana': relectura de Marcos de Obregón»24 no aclara para quien no lo haya leído la hipótesis que expone y que viene a dar una nueva vuelta de rosca en la compleja figura del escudero. En el meollo de su argumentación está el concepto de limpieza de sangre interpretado como mito, en el sentido expuesto por Roland Barthes en Mythologies (1957), de creencia inexacta asimilada como soporte de una sociedad. Aunque por boca de otro personaje -un corsario con base en Argel que es un morisco de Valencia-, el texto contiene una razonada queja de la exclusión social que sufre un hombre de mérito y empuje, por pertenecer a la etnia de los descendientes de moros, aunque no -y esto es muy importante- a la comunidad criptomusulmana. He dicho que sufre la exclusión, pero en la peripecia no la sufre, sino que la esquiva, movido por la cólera, puesto que se exilia y da el paso de renegar, que parece un retorno a la religión de sus mayores. Sin embargo, es un alma escindida y él mismo iniciará, al darles a Marcos como preceptor, el futuro viaje de retorno de sus hijos a la fe católica y la patria valenciana. Montoro observa que, en el reencuentro con el maestro, los hijos del corsario le hablan de la «libertad cristiana» que de él aprendieron y ahora practican. Podríamos añadir que lo hacen en un acto de extraordinario sacrificio, que los llevará a una vida de santidad, que es la única vía de futuro abierta para los hijos del renegado, ahora no sólo convertidos sino reconvertidos de moros. En esa mención de la «libertad cristiana» como un norte de los devotos hermanos, tan bien encajado en la alta espiritualidad de la época como antagónico a la predominante apología de la expulsión, hay quizás un eco de la «libertad de conciencia» que buscaba en Alemania el morisco cervantino Ricote, padre de la cristianísima y expulsada por morisca Ana Félix.

Volviendo al episodio del cautiverio de Marcos en Argel y particularmente a sus amistosas controversias con su amo -antes dispuesto a asimilarse como español y ahora azote de las costas de su tierra natal- considera Montoro que en esta sección central del libro está el punto neurálgico de la trayectoria vital de Marcos, opinión sin duda compartida por otros críticos y lectores, pero que él llevará más lejos. Permítanme que antes de completar la exposición de su pensamiento me refiera a otra línea suya de argumentación. Se centra en la actitud del escudero ante el agua y el vino. Observa que el tema del agua, sobre todo, es una constante en la obra e inspira elogios de sus saludables efectos, el grato sabor de la que mana de determinadas fuentes, el ambiente idílico que crea la presencia de cualquier pequeña corriente. Frente a Italia, donde el agua es insalubre, España es tierra de manantiales privilegiados y sus habitantes los saben apreciar. Creo que efectivamente la insistencia en el canto al agua en un libro donde escasean los pasajes idílicos es digno de notarse. Naturalmente lo completa la relativamente escasa incidencia de las alusiones al vino, salvo como causa de la embriaguez que envilece a ciertos personajes y ciertos ambientes. Esto no quiere decir que sea abstemio el protagonista, generalmente tan amigo de la buena mesa y que elogia algún caldo famoso como el Pedro Ximénez. En su primera salida al mundo, el consumo de alcohol, sumado a su ingenua vanidad, convierte a Marcos en objeto de burla. Pero Montoro señala pasajes en que el personaje alega que le sienta mal el vino porque es hombre de temperamento colérico, lo cual pudiera ser un pretexto para no beberlo. También se fija en que Marcos, que en su viaje de vuelta a tierra de cristianos fue confundido con el corsario que le ha otorgado la libertad, emprende una travesía abrazando una enorme bota, que el crítico relaciona con la que llevaban Ricote y sus compañeros cuando el tendero morisco se encuentra con Sancho Panza. En el caso de Marcos la bota le sirve de flotador para arribar a una playa francesa. Y según Montoro la utiliza a la vez para dar a entender que es cristiano viejo, afirmación que también se escucha explícita, pero siempre en circunstancias cómicamente ambiguas, en labios del escudero. Alguna referencia alimentaria completa el cuadro de la actitud simuladora de Marcos que se nos describe.

Además de reunir los pasajes que sugieren la posibilidad de que Espinel nos esté contando en cifra que el sujeto y narrador de sus Relaciones emerge de la comunidad morisca, Montoro describe el comportamiento del mito cuando el significado «es un morisco» se manifiesta mediante el significante «no bebe vino». Que este mecanismo aplicado a las funciones de comer, beber, vestir, calzar, etc., funcionara en muchos textos del Siglo de Oro y que ello refleje lo que se decía en la calle y los tinelos, es muy plausible. En cuanto a la afirmación de que Espinel se opone a través de su escritura a la mentalidad que representan las exclusiones apoyadas en el mito de la limpieza de sangre, me parece acertada. Y estoy de acuerdo en que cobran mayor hondura las reflexiones en que Marcos censura la cólera del renegado y le opone la virtud de la paciencia si pensamos que él mismo ha asumido su condición de marginado y construido desde ella su hombría de bien.

También es justo consignar que la monografía que comentamos suscitó un sugerente comentario por parte de Francisco Márquez Villanueva. Después de referirse al episodio del morisco valenciano y a la fama de confesos que rodeaba a los linajes de Ronda, se pregunta: «Espinel: ¿converso de moros, converso de judíos o las dos cosas a la vez? Lo que sí cabe afirmar con certeza es que su planteamiento disidente responde a la conocida alianza de ambos grupos conversos. Aun después de la expulsión, el morisco sigue revistiendo un valor de parábola referida al problema de los estatutos»25.

Respecto a mi punto de vista, lo expresé por primera vez en el ensayo, «Reflejos de la vida de los moriscos en la novela picaresca»26. En la conclusión destaqué la reticencia con que los autores abordaban la presencia morisca en el entorno de sus protagonistas. Cualquiera de los que cultivan el género picaresco es más parco que Cervantes en la representación de la sociedad de los nuevos convertidos. Pocas veces identifican en sus obras como tales a quienes practican oficios o profesiones -arrieros, perailes, esportilleros, aguadores, hortelanos, barberos, boticarios, médicos- que las fuentes históricas y la literatura humorística señalan como frecuentemente ejercidos por moriscos. El hecho de que un género literario que se atiene en más alta medida que otros a la realidad social muestre borrosos los límites que aíslan a los descendientes de moros y mudéjares, es un indicio de cierta permeabilidad que de hecho debía existir entre tal minoría y el resto de la población, particularmente en los bajos sectores sociales donde viven inmersos la mayor parte de los nuevos convertidos. El deseo de esquivar una materia polémica y comprometida también debió contribuir a que los autores de obras picarescas no se planteasen con mayor frecuencia y precisión la problemática relacionada con lo que era o había sido la presencia morisca. Sin embargo, al perfilar algunos personajes secundarios mostraron la mayor parte de estos escritores notable lucidez. Además de nuestro corsario valenciano, podemos recordar a la vieja hilandera de La pícara Justina y a la madre de la protagonista en La ingeniosa Elena de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. Entre los camuflados pero a mi ver indudables moriscos figura la esclavina enamorada de Guzmán de Alfarache en el episodio final de la trayectoria delictiva que le lleva a galeras, y también la presuntuosa Ana Moráez, mujer de un carcelero madrileño en el Buscón de Quevedo. Para que no falte un varón, mencionaremos al morisquillo que se llamaba Hamete en casa y Juanillo en la calle, según se cuenta en El donado hablador por Jerónimo de Alcalá Yáñez. Aunque fragmentarios, los brochazos dispersos que dentro de la producción picaresca esbozan tipos de hombres y mujeres de ascendencia mora aportan un conjunto de observaciones más parco pero menos influido por estereotipos que el que ofrece sobre la misma materia el teatro del Siglo de Oro. Es un testimonio que merece, junto al de Cervantes, la consideración de quienes deseen saber cómo era realmente la vida en España cuando aún la marcaba esa veta inquietante, productiva y vital que fue el segmento morisco de su población.

Volvamos al escudero de Vicente Espinel. Algunos episodios narrados en la Relación Primera de las confidencias de Marcos se habían desarrollado durante su edad adulta en la llamada morería madrileña, cerca de la Iglesia de San Andrés. La población de esta barriada comprendía un alto porcentaje de artesanos descendientes de mudéjares que ya había sido reflejado en La pícara Justina. El protagonista aparece como talludo servidor de un médico joven y su bella esposa, a quien acompaña como persona de respeto o escudero; además Marcos sabe tañer la guitarra mejor que nadie, lo que no sorprende en el personaje rondeño que al avanzar el libro asumirá los rasgos somáticos biográficos y psicológicos de su autor. Entre estas cualidades hay que destacar la de insigne instrumentista y también las facetas de músico culto y de compositor de villancicos dedicados al culto eclesiástico; además Espinel fue capaz de aproximar ambos niveles de música con la adición, según decían sus coetáneos, de una cuerda a la guitarra española. Acudía a la casa para recibir lecciones del escudero un barberillo también aficionado a la música. El texto nada dice de que este pequeño conjunto de personajes, que podemos considerar pre-costumbrista, representase de algún modo la minoría de nuevos convertidos de moros. Sin embargo, la ubicación, las ocupaciones de todos ellos e incluso su común desvelo por cuestiones de honra, que abordan en sus charlas desde puntos de vista opuestos, puede sugerir que los contemporáneos vieran la casa del Dr. Sagredo como un hogar neocristiano, con acento andalusí. Montoro no vacila en considerar morisco tal escenario y me inclino a darle la razón.

También me parece extraño que no se hable de moriscos cuando Marcos se mueve en los bajos fondos sevillanos, donde abundaban. Y si pensamos en el valor emblemático otorgado por Espinel a la evocación, que no al relato que se escamotea, de la leyenda de la Peña de los Enamorados, hemos de sospechar que no le gusta hablar de esos amores, tan proverbiales hasta hoy en su tierra, de la pareja formada por una doncella mora y el caballero cristiano que al verse perseguidos buscaron unidos la muerte arrojándose al precipicio. Lo que ocurre en el prólogo al lector de las relaciones del escudero es que ante una inscripción en latín que invita a buscar cierta unión, el viajero necio reacciona con una carcajada, mientras el sabio escudriña y encuentra la sepultura de los amantes y en el aderezo de ella una hermosísima perla, que en el léxico culto también se llamaba «unió». No hacía falta, indudablemente, referir la parte anecdótica de una leyenda muy difundida, pero además, aun en el ambiente fronterizo que es escenario de la trágica historia no eran comunes los relatos de esas uniones amorosas entre personas de religión distinta. En cambio, sí fueron frecuentes en la vida misma durante los últimos tiempos del reino de Granada. Y ésta es una circunstancia que no debe olvidarse al pensar en la persona de Vicente Espinel. No quiero entrar a estas alturas en detalles genealógicos, pero sí apuntar que lo que se sabe de su ascendencia no significa mucho. Después de rendirse Ronda, mediante Capitulaciones que por bastantes años se cumplieron, se estableció una convivencia normal, típicamente fronteriza, entre los conquistadores castellanos que recibieron encomiendas, incluyendo seguramente a un antepasado próximo de nuestro autor, y los moros convertidos en aquella coyuntura, a quienes se otorgaba la condición de hidalgos si eran caballeros y se garantizaba la posesión de sus bienes. Entonces buscan unos y otros alianzas matrimoniales que los benefician, bien económicamente, bien de cara a un futuro en que una familia nazarí de alta clase tendrá que abrirse camino dentro de una sociedad cristiana, aún no obsesionada por las cuestiones de limpieza de sangre. Mientras sobrevivía el último estado musulmán de la Península esto era plausible y de hecho fue la trayectoria de muchas familias, aunque sólo se halle confirmado sin disimulos cuando se trata de la cúpula de la sociedad granatense -los Granada Venegas, por ejemplo- y de la alta nobleza castellana, proverbialmente los Mendoza. Y me parece que en las promesas incumplidas no fueron necesariamente falsos los Reyes Católicos y menos el influyente confesor de la reina, fray Hernando de Talavera, quien nunca claudicó ante las presiones para imponer por la fuerza la conversión. Pero la manera como una fe que no reconocía límites entre lo mundanal y lo eterno condicionaba su visión del futuro, les distorsionaba las perspectivas y les hacía creer que la conquista de las almas seguiría muy de cerca a la de la corona y los territorios. La opción de la fuerza representada por el futuro Cardenal Cisneros prevaleció con las inevitables consecuencias de bautismo forzado, criptoislamismo -los moriscos hablaban de «disimulación»- y de represalias inquisitoriales.

Y así llegamos en poco más de medio siglo a una Andalucía cristiano-morisca en que nace y crece Vicente Espinel. Hoy por hoy, no sabemos cuál era la ubicación social de su familia, en cuanto a esa frontera que distinguía dos tonos de vida en el interior de la morada, y seguramente no faltaban matices intermedios. Pero sí podemos creer que esa barrera era permeable. Tanto los viajeros de otros países de Europa como los españoles de los reinos vecinos franqueaban los umbrales de esas viviendas moriscas, que apenas se reconocían desde el exterior como mansiones lujosas pero guardaban la sorpresa de jardines recoletos, paredes labradas e interiores decorados con lujo de alfombras y tejidos primorosos27. En una población no muy grande los lugares de culto secreto y posibles conspiraciones serían al menos sospechosos, y el rumor sin duda señalaba, con o sin razón, a quienes seguían en lo espiritual una doble vida. Mientras las moriscas pobres persistían en el uso de la almalafa u otros velos con que se cubrían el semblante, en las casas burguesas se recordaban apellidos y se guardaban ajuares que se remontaban al pasado andalusí.

Bien claro quedó cuando, definitivamente fracasadas las gestiones de los moriscos de alta clase, apoyados por muchos descendientes de los conquistadores, para mantener el statu quo que prevaleció durante el reinado de Carlos V, hizo explosión la furia reprimida de los criptoislámicos que ocasionó una guerra civil y por un tiempo corto reestableció en las sierras y serranías un efímero reino musulmán, en parte mantenido por la ilusión de que el Imperio Otomano podía y quería ayudarlos a sobrevivir independientes. Ilusión que también se alimentaba por la conciencia de que parte de España era periféricamente vulnerable a la furia de los moriscos expatriados, como el personaje de Espinel, que practicaban el corso en beneficio del Gran Turco. Pero sería equivocado suponer que cada granadino, o cada rondeño, supo desde el inicio de la turbulencia de qué lado se decantaría su suerte. Leyendo las historias de la rebelión encontramos numerosos casos, hoy diríamos de cambios de chaqueta, que no denotaban traición tanto como perplejidad y dificultad de elegir entre dos raíces que de veras llevaban dentro de sí.

¿En qué atañía todo esto al futuro autor de Marcos de Obregón? Sencillamente en que hubo de ser testigo de excepción de las crisis que sufrían vecinos y amigos, incluyendo las pérdidas que una guerra cruenta infligió aun en poblaciones cuyo núcleo urbano se mantuvo fiel al rey. Tal fue el caso de Ronda, pero en la vecina Serranía se luchó crudamente28. Y luego vino el destierro de los que no tenían oficialmente reconocido un status de cristianos viejos. No se trataba aún de la expulsión de España, pero sí de lo que era para ellos su patria, el reino de Granada. Hubo protestas, por supuesto inútiles. Algunas tuvieron lugar en Ronda, adonde acudió el Duque de Arcos en el otoño de 1570 para dar una batida y reducir a unos tres mil moriscos, nuevamente alzados en las sierras. A pesar de ello, los riscos inaccesibles fueron refugio de algunos que prefirieron el bandidaje al forzoso traslado a otras tierras de España. Todo esto ocurrió en el entorno más próximo a nuestro autor, y yo me pregunto: ¿a quién que haya vivido una convulsión histórica de tal magnitud, aunque sea dentro de unos límites geográficos reducidos y sin que le tocase estar en el vértice de la conmoción, no le queda una herida en el alma, un terror infundado, un complejo?

Por un azar que parece un hechizo, la saca de los moriscos coincide muy próximamente en el tiempo con un acontecimiento de orden bien diferente, que a su vez es simultáneo en el terreno de la ficción o de la autobiografía con el viaje a pie de nuestro rondeño que se incorpora a las aulas en Salamanca. Don Samuel Gili Gaya en su edición de Marcos de Obregón y con mayor precisión George Haley29 identificaron la fecha aproximada -primavera de 1572- de tal desplazamiento, gracias a una velada alusión en el texto de Espinel al regreso de Fray Luis de León a la cátedra, después de su proceso. Nada se dice, sin embargo, de los acontecimientos que por entonces convulsionaron su ciudad natal, donde residían por la fecha del viaje sus padres y hermanos.

El viaje en sí, cuyo relato se involucra con otros posteriores, ofrece momentos de gran tensión que no se relacionan de modo explícito con los nuevos convertidos, pero que a mi modo de ver apuntan a aspectos de la Andalucía rural morisca. Se muestra jocosamente la ignorancia de los clérigos que debieran catequizar a los nuevos cristianos; el viajero se identifica con el dolor de un padre cuyo hijo, desobedeciéndole, pierde la vida en un juego, trasunto posible de la guerra; y también pasa Marcos por la amarga experiencia de caer en manos de un pequeño grupo de salteadores que tienen su refugio en un lugar casi inexpugnable de la sierra y cuyas mujeres viven en los pueblos dedicadas a la buhonería. ¿Qué pueden ser sino monfíes, es decir, moriscos alzados? Dispuestos en principio a matar al estudiante para que no los delate, se avienen a instancias del compañero más joven a ponerle a salvo sin más exigencia que el silencio. Su perfil humano es, pues, muy diferente al de los bandoleros profesionales de la Sauceda, en cuyo poder caerá en otra ocasión el escudero. Más adelante, en un viaje de Málaga a Ronda, se encuentra con una «transmigración de gitanos» -hombres, mujeres, chiquillos-. Dentro del juego de alusiones veladas a que nos tiene acostumbrados el narrador, aquel traslado colectivo pudiera apuntar hacia la doble experiencia de exilio del andaluz descendiente de los nazaríes que optó por aferrarse a su tierra natal: el destierro de los «nuevamente convertidos» del reino de Granada a otras zonas peninsulares, que tuvo lugar en 1572 más o menos cuando Marcos se lanza al mundo, y la expulsión general de los moriscos de España, que se llevó a efecto en un pasado cercano al tiempo de la escritura.

Lo que nos queda es la sorpresa del silencio junto a la impresión de que están actuando bajo la superficie del relato los recuerdos solapados. La Andalucía morisca o semi-morisca en que crece Espinel no entra por la puerta grande en sus aparentes memorias noveladas, a no ser que aceptemos la tesis de Montoro respecto a la disimulada identidad de Marcos de Obregón. Al margen de esta interpretación, que veo como una interesante conjetura, coincido en que a Espinel le duele su mundo conflictivo. Pero habiendo hecho de su protagonista un profeso de la virtud de la prudencia y el silencio, o quizás traumatizado en exceso para abordar el tema de frente, lo transfiere a otro medio, el Argel de los renegados y cautivos, al que llega siguiendo la traza cervantina de la historia del capitán Ruy Pérez de Viedma, para luego orientar este episodio clave, como afirma Montoro, hacia la revelación de la tragedia que viven los descendientes de moros y mudéjares. También merece consignarse que las quejas del corsario valenciano han tenido en Málaga un preludio eclesiástico cuando un amigo de Marcos se dolía de que circunstancias ajenas a su condición y mérito personal le bloqueaban el camino del éxito, que en cambio estaba al alcance de otros de menor valía30. En este juego de espejos, ¿cuál es el auténtico protagonista de tanta angustia y perplejidad soterradas? ¿Marcos, los personajes que en la vida le acompañan, o su creador? Lo único que me parece se puede afirmar es que la España y sobre todo la Andalucía de su tiempo, que sufrió al perder la población morisca una dolorosa amputación, está latiendo en ese rescoldo de experiencia vivida que percibe el lector de las Relaciones del escudero.





 
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