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ArribaAbajoDe niña española a mujer en la URSS

Milagros Latorre Piquer


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De niña española a mujer en la URSS


Mi vida antes de comenzar la guerra civil

En 1936 empezó en España una de las más crueles guerras conocidas en nuestra historia. Cerca de tres años de lucha a muerte entre hermanos y miles de seres y familias destruidas por mantener distintos ideales.

Voy a empezar mi relato dos años antes, en 1934. Mi madre, con cinco hijos de su primer matrimonio, se casó con el capitán de aviación Alfredo Tourné que a su vez tenía cuatro hijos también de su primer matrimonio. Alfredo Tourné ha sido para mí como mi propio padre y así lo considero cuando hablo de él en estas memorias. Yo tenía, cuando él entró en mi vida, solamente seis años.

Cuando empezó la guerra vivíamos en Madrid en la calle de San Mateo; cuando papá nos lo dijo nos costaba trabajo creerlo, pero era cierto, lo que no sabíamos era lo que nos esperaba.

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Maité, mi hermana mayor entonces de diecisiete años, fue como voluntaria de enfermera al Hospital de la Princesa; a mí con ocho años, me gustaba mucho verla con el uniforme, fue por muy poco tiempo. Cuando papá tenía guardia en el aeródromo de Getafe, mamá, mi hermano Rafa y yo, íbamos con él y nos pasábamos todo el día allí. Rafa casi no estaba con nosotros ni en la hora de la comida; él se la pasaba con los mecánicos de aviación y le encantaba. Allí fue donde aprendió a manejar un fusil; yo creo que desde entonces él pensó en la guerra como si fuera algo propio, era algo que llevaba muy dentro. ¡Ojalá no hubiera sido así! Él entonces tenía once años.

Como en Madrid la cosa se ponía fea, papá nos mandó a San Javier, donde había una base militar. San Javier está en la costa de Murcia y vivíamos en un chalet a la orilla del mar. Mi hermano Jaime de trece años cavó una trinchera y cada vez que venían a bombardear, allí nos metíamos todos, yo entonces lo tomaba a juego, pero en la trinchera me pegaba a mamá y ella me abrazaba; hasta que no salíamos no nos separábamos.

Permanecimos en San Javier un tiempo. En el año 1937 papá nos llevo a un pueblito de Murcia que se llamaba La Alberca; a papá casi no lo veíamos, él estaba en lo suyo, la guerra, pero sí cuidaba de que nosotros estuviéramos lo más seguro posible.

Aquí mamá dio a luz unos gemelos preciosos, por supuesto el parto fue en casa y todo ocurrió sin nada que lamentar. En esta ocasión papá no estaba con nosotros, llegó después de ocurrido el parto.



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Mi primer colegio

Como por la guerra yo no podía ir al colegio, una vez que mamá y papá fueron dos o tres días a Valencia, yo me presenté sola en un colegio del pueblo y dije que quería ir, que qué necesitaba y me dijeron que un cuaderno y un lápiz y que me podía presentar al día siguiente. Le pedí a mi hermano Jaime «una perra gorda», compré lo que me habían pedido y al día siguiente fui al colegio. Mis hermanos me buscaron por todos lados menos donde estaba, no se lo podían imaginar, pero después no me regañaron y el tiempo que estuvimos allí pude seguir estudiando. Yo con el que más convivía era con mi hermano Rafa, tres años mayor que yo, pero más valiente que nadie; ya entonces, como supo que había monjas escondidas en cuevas en las afueras del pueblo, él sacaba lo que podía de casa para llevárselo a ellas y al tonto del pueblo (creo que siempre hay un tonto en los pueblos) le daba café con leche y pan y le enseñó a afeitarse; además de valiente tenía un corazón más grande que una casa.

Ya había transcurrido un año, yo cumplí nueve años pero tampoco en Murcia nos pudimos quedar y nos fuimos a Barcelona. Allí supe lo que eran de verdad los bombardeos. Jaime tuvo que cavar otra trinchera para toda la familia y además los dos pequeñines a los que mamá se la pasaba dándoles la teta, uno de cada lado. Para esto Maité se casó en Cartagena y dio a luz en Barcelona y como a mamá le sobraba leche y a ella le faltaba, de vez en cuando daba de mamar también al nieto.

En un año fuimos a salto de mata hasta llegar a Cataluña. Eso quería decir que la guerra para los republicanos no iba bien; a papá lo ascendieron a comandante y lo veíamos poco. Me acuerdo de muchos días que acabábamos de cenar y oíamos las bombas en el centro de Barcelona; nosotros vivíamos en Pedralbes, las oíamos algo lejanas, pero impresionaban y   —66→   yo tenía miedo y no salía de la habitación donde estaba mamá; ella me decía que parecía otra perrita como la que teníamos pues las dos la seguíamos por toda la casa. ¡Cuántas veces, más tarde, me he acordado de esos momentos!

Mi hermana Pili hacía punto todo el día, pues lo que tejía lo vendía y así se podía comprar ella cosas para vestirse; cuando la recuerdo en aquella época, siempre la veo con las agujas en la mano. Yo quería aprender y de tanto verla lo logré. Además, Pili ayudaba a mamá con uno de los gemelos, sobre todo por la noche. En Barcelona volví a ver a mis amigos Maricruz Arjona y a su hermano Gonzalo, sobrinos de Martín Luna. Los hijos de éstos fueron a Rusia justo en 1937 y las hijas de otros amigos La Roquette, Laura, Milagros y Carmen, también fueron. Escribían a España diciendo que estaban muy contentos, todos ellos eran más o menos de mi edad y la verdad es que así vivieron muy poco de la guerra de España.

En 1938 ya había cumplido los diez años. En Barcelona cada vez estaba peor la situación y los bombardeos se sucedían cada vez con más frecuencia. Cosa curiosa, de la que me acuerdo perfectamente bien, es que en ese año hubo una aurora boreal y la vimos estupendamente; nunca más he vuelto a ver algo parecido. Creo que no habrá mucha gente que se acuerde de este fenómeno que a mí me pareció algo increíble. Cuando papá venía a casa recuerdo que decía que la guerra la estábamos perdiendo y que cada vez perdíamos más ciudades; yo lo veía muy angustiado.

Más o menos en el mes de junio decidieron mandar otra expedición de niños españoles a Rusia y nos incluyeron a Rafa y a mí, y a dos hijos de papá, Manolo y Javier Tourné; pensaron que, de este modo, no sufriríamos con los bombardeos y si tenían que salir de España, sería mucho más fácil, pues éramos muchos. Además la separación sería temporal   —67→   pues, a la mayor brevedad posible, nos volveríamos a juntar. Mamá lloraba y decía que no se quería separar de sus hijos, y papá y Maité decían que era lo mejor para nosotros. Con nosotros también irían los sobrinos de Martín Luna, Maricruz y su hermano Gonzalo.

Verdaderamente éste es el principio de mi calvario ya que como he contado el ir de un lado a otro y los bombardeos no puedo decir que sufriera tanto por la guerra, como tantos y tantos españoles tuvieron que padecer. Las consecuencias de esta guerra fue lo que a mí me afectó, y no poco, ya que fueron muchos años de sufrimiento, trabajo y hambre, que no podré olvidar jamás y estoy convencida de que a todos los que fuimos a Rusia, estas vivencias nos han dejado alguna secuela, de un modo o de otro: fue muy duro lo que tuvimos que vivir y el precio muy alto. No todos lo pueden contar, desgraciadamente.

Un día Pili me llevó a Barcelona para comprarme unos guantes para el frío de Rusia, con la mala pata que no los encontramos y, además, nos tocó un gran bombardeo justo en el centro. Nos metimos en el sótano de un restaurante y llamamos por teléfono a mamá para que no se preocupara; me arrepentí de haber querido los guantes y por fin no los llevé.




Camino de Rusia

El 3 de julio de 1938 salimos de Barcelona hacia la Unión Soviética una expedición de aproximadamente 50 o 60 niños españoles. Mamá no dejaba de llorar, esa última noche yo dormí con papá y mamá porque no me quería separar de ellos, pero el día 3 yo estaba contenta pues a mis diez años pensaba que sería como una aventura agradable ese viaje y además iba con Rafa y sabía que él me iba a cuidar. Mamá nos despidió en   —68→   casa y mis hermanas Maité y Pili y mi hermano Jaime también. El que nos llevó a donde teníamos que coger el autobús para ir a la estación fue papá.

Fue un día tristísimo. En casa se quedaron todos llorando y papá nos dejó con un nudo en la garganta con la promesa de que muy pronto nos reuniríamos. Rafa tenía trece años, Manolo también tenía trece, yo diez y Javier nueve.

Donde nos esperaba el autobús nos juntamos todos los niños y nos llevaron a la estación, subimos al tren y, pasando por París, llegamos al puerto de El Havre. Nos esperaba un barco ruso, de cuyo nombre no me acuerdo.

Nos embarcamos; en un camarote íbamos Maricruz, Concha Bermúdez, Reina y su hermana más pequeña y yo. Éramos cinco en el camarote. También iban en el barco algunos mayores para cuidarnos, de éstos me acuerdo de la señora Mendiola, que iba con dos hijos pequeños, por lo menos más chicos que yo; esta señora era buena como el pan con todos nosotros y tengo muy buenos recuerdos de ella. Los días que duró la travesía la pasábamos muy bien. Cuando oímos hablar en ruso nos daba la impresión de que todo lo hablaban con la letra «k». Nosotros los queríamos imitar pero lo único que aprendimos fue la palabra tovarich (camarada) y así nos defendíamos. Llegamos a Leningrado; en el muelle había mucha gente esperando para ver a los niños españoles con pancartas que nosotros no sabíamos qué querían decir. Nos llevaron a una casa muy grande, muy cerca del río Neva. Cuando nos dijeron que era hora de dormir, nosotros no queríamos pues no se había hecho de noche y nosotros decíamos que era muy temprano y no estábamos acostumbrados a ir a la cama de día.

Leningrado nos gustó mucho. Recuerdo que nos llevaron a ver algunos museos, por supuesto el Ermitage uno de ellos, y también al ballet. Demostraron mucho cariño por los niños   —69→   españoles. Yo me acordaba mucho de mamá y echaba mucho de menos el que vinieran en la noche a arroparme y a darme un beso. Llevaba una medalla de la Virgen de la Milagrosa, que mamá me había puesto y todas las noches rezaba como ella me había enseñado; esto no lo haría por mucho tiempo porque se reían de mí. La medalla, días después, hice un hoyo en la tierra y la enterré.

En Leningrado estuvimos de 8 a 10 días. Maricruz y Gonzalo fueron a Moscú a la casa de Piragobscaya, sus primos Margot y Antonio ya estaban allí; Rafa, Manolo, Javier y yo fuimos a 105 km. de Moscú a la casa de los niños españoles Nº. 5 en Obminskaya. Era una casa muy grande, éramos 500 niños; estaba rodeada de bosque y un jardín muy grande y bonito y por la parte de atrás de la casa a unos 50 metros. Había un río y en él nos bañábamos en verano. También teníamos teatro, cine, salón de baile, biblioteca, enfermería, teníamos de todo, y en el nivel académico unos profesores de lo mejor, entre ellos Pedro Pareja, que después, en México, sería director del colegio Luis Vives; Emilio Lluis y María Riera, los dos me dieron clases, él de álgebra y ella de gramática; eran de Cataluña y sufrieron mucho en la guerra de España y en la Segunda Guerra Mundial. No los olvidaré nunca. Diego Perona también estaba con nosotros y se encargaba del coro y el teatro: montamos obras como Fuente ovejuna, Bodas de sangre y otras. Había un chico, Vicente Estébez, que escribía y luego montábamos las obras en el teatro; a otro que recuerdo es a José Santacrey, muy querido por todos. Una vez hicieron una encuesta, para ver qué queríamos ser de mayores y a mí me tocó que fuera éste quien me preguntara:

-¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

-Aviadora como mi papá -le contesté.

«¿Era aviador con o sin avión?», me preguntó (aunque   —70→   tenía diez años me di cuenta que preguntaba si estaba «enchufado» o no), y con mucho coraje le contesté:

-¡Con avión!




Pioneros

Cuando llegamos a Obminskaya nos dieron el pañuelo de pioneros, que no nos quitaríamos hasta años después. Nos decían que representaba la sangre que nuestros padres habían dado en la guerra de España. No cabe duda que sabían por dónde llegarnos al alma y lo lograban.

A los nuevos, los otros niños nos hacían la vida pesada. Ellos ya llevaban en la URSS un año y nosotros acabábamos de llegar. Esto no me gustó y me dije para mis adentros: «o te montas o te montan»; por lógica, decidí «montarme» y en poco tiempo me dejaron en paz, además me hicieron capitana de grupo.

En invierno hacía muchísimo frío. La primera vez que vi nevar me extasié mirando caer la nieve. Había días que veíamos el cielo tan azul que nos daban ganas de salir a que nos diera un poco de sol, pero cuando salíamos el reflejo de éste sobre la nieve tan blanca, nos hacía llorar y no podíamos ver; las lágrimas se congelaban y era peor.

Nuestra vida en esa época del año en Obminskaya era la siguiente: nos levantábamos a las 7:00; enseguida íbamos a hacer gimnasia, la hacíamos en los corredores, no al aire libre por el frío; luego nos lavábamos, desayunábamos y a clase; íbamos a comer y después teníamos libres dos horas; unos se iban a esquiar, otros a patinar, otros a la biblioteca. Eran dos horas de esparcimiento y lo pasábamos muy bien, merendábamos y después íbamos a clases para hacer los deberes; en verdad nos hacían estudiar. Luego a cenar y, después de un   —71→   rato de solaz, a dormir; para volver a lo mismo, en cuanto nos daban el toque de trompeta. Así nos despertaban y volvían a tocarla para que supiéramos, por la noche, que teníamos que apagar la luz.

Los sábados y domingos, teníamos baile y muchas veces cine o teatro que hacíamos nosotros mismos; también bailábamos en el escenario; bailes españoles y rusos más pirámides gimnásticas. La gimnasia, además de la que hacíamos por la mañana, era una asignatura obligatoria; en clase teníamos un gimnasio muy grande, con todos los aparatos que se necesitaban: la barra fija, las asimétricas, el caballo, etc., etc.

En el cuarto dormíamos 25 niñas, cada una tenía su cama y una mesilla para dos. Yo me llevé de España un muñeco que me regaló papá Noel, la última navidad que pasé en mi país, y lo puse encima de mi cama sentadito: no permitía que nadie lo tocara. Cada una, por turnos, limpiábamos el cuarto y hacíamos las camas, que no nos permitían que tuvieran una sola arruga.

En verano, al levantarnos, la gimnasia la hacíamos en el jardín con unos pantalones cortos y una camiseta.

A las 10:00 íbamos a nadar al río. Como no teníamos trajes de baño, con las camisetas nos hicimos uno y nos dábamos tanta maña, que hasta le bordamos la inicial de nuestro nombre. Todo el día íbamos en pantaloncito y camiseta, pues en verano sí que hace calor. Después de comer, dormíamos la siesta, merendábamos y empezaba el baile.

El baño en ducha era los sábados; los cepillos de dientes cada mes nos los quitaban para hervirlos y nos los volvían a dar. No recuerdo que hubiera pasta de dientes.

Así cumplí los once años y en el mes de marzo tuve mi primer período; ya era una señorita, pero no sabía nada de nada. Cuando me vi así me asusté y sólo se lo dije a una chica de mi grupo, Carmen Arrarás, que era algo mayor que yo y fue la   —72→   que me explicó lo suficiente como para que no tuviera miedo. Cuando se enteraron todas, alguna me dijo que, en esos días, no bailara con ningún chico pues podría tener un hijo. Lógico, llegué al baile y me senté; no quería bailar con nadie y Rafa vino y me preguntó que qué me pasaba; yo le decía que nada pero él no podía creer que su hermana, que parecía un peón, no quisiera bailar, simplemente no lo concebía. Cuando se enteró por su novia, cada vez que me veía me guiñaba el ojo y yo me ponía colorada.

Esto para mí era muy importante y estaba desesperada porque mamá lo supiera, así es que le escribí inmediatamente contándoselo. Rafa nada más se reía; él tenía catorce años.




Fin de la guerra española

Nos dieron la noticia de que la guerra de España había terminado con la victoria de Franco. Estábamos inconsolables, Rafa preguntaba: ¿Y el glorioso Ejército Rojo? ¿dónde estaba?¿no decían que nos iban a ayudar hasta el fin? Estaba verdaderamente furioso. Hizo algo que afortunadamente nadie supo más que Pedro Pareja y guardó el secreto. Cuando tocaron la trompeta para dormir se esperó un buen rato despierto y luego se levantó y fue por toda la casa a pintarrajear todas las estatuas de Lenin y Stalin que había en la casa. Nadie supo que había sido Rafa Latorre.

Ya estoy en el año 1940; jamás voy a olvidarlo. En casa había clase hasta el 7º grado y la novia de Rafa ya lo había terminado y se iba a Leningrado; este año Rafa hizo dos años en uno, para ir con Araceli; ésta iba a un colegio técnico y era todo en ruso. Ella fue a la URSS en 1937, es decir, un año antes que Rafa y yo. Era de Bilbao. Mi hermano fue al mismo centro técnico, pero no sabía suficiente el idioma como para   —73→   estudiar todas las asignaturas en ruso. Por lo tanto se tuvo que ir a trabajar a una fábrica. Para él fue fatal, cayó enfermo y estuvo bastante tiempo en el hospital. Me acuerdo cuando se fueron de Obninskoe que fui a despedirlos a la estación. ¡Cómo lloré! Rafa no me podía consolar y él tenía un nudo en la garganta. Lo único que me decía era que estudiara y estudiara, que yo era una alumna sobresaliente, que no me perdonaría si no lo hacía.




Me separan de mi hermano

Otra separación; era lo único que tenía, ¿por qué tenía que irse y dejarme sola? Rafa en Rusia era para mí toda la familia de la que me separaron en España; es decir, lo era todo para mí. Ya ni la familia estaba en España y para colmo mi adorado hermano se me iba también a Leningrado y ya no lo volvería a ver nunca, nunca más.

Efectivamente, en el año 1939 mi familia salió de España para Francia. Hicieron todo lo que pudieron para que nosotros nos reuniéramos con ellos en París, pero no lograron nada. Cuando Rafa se fue a Leningrado, me vino a ver alguien, que no sé ni quién era, y traía consigo un fotógrafo. Venían de parte de la Pasionaria; lo que querían era sacarme fotos para que las vieran mis padres y se dieran cuenta de lo bien que me estaban educando. Así lo hicieron. Me sacaron una foto en clases, sentada en mi pupitre con el cuaderno de ruso abierto y que se viera bien un sobresaliente y otra bajo dos banderas, la de la Unión Soviética y la de España y en mis manos una antología de 10 centímetros de gorda. Por supuesto, mi familia nunca recibió estas fotografías, ni yo sé a dónde fueron a dar; pero cuando se lo conté por carta a Rafa, se enfadó mucho y quería   —74→   que yo le diera más detalles, la verdad es que nunca supe nada, lo único que sé es que mis padres salieron de Francia a México y nosotros nos quedamos en la Unión Soviética.

En la fábrica Rafa lo pasó muy mal, muchas horas de trabajo y poca comida, la cartilla no le alcanzaba, nosotros no sabíamos que los rusos obtenían la comida con cartillas; en la casa infantil a nosotros nos daban muy bien de comer. Luego había yo de saber lo que eran las cartillas. Mi hermano lo supo antes que yo, pero a mí no me dijo nada.

Sí, efectivamente, siempre obedecía a Rafa y era una alumna sobresaliente. Antes de que él se fuera a Leningrado era también capitana y cuando no, abanderada y preparaba el periódico mural de la casa.




Noticias de México

Recibí bastantes cartas de Rafa; a veces las empezaba él y las terminaba Araceli. También me mandaban copias de las cartas que recibía de mamá ya en México; yo de ella también recibí cartas y se las mandaba a mi hermano.

Una vez vino Araceli a Obninskoe y me trajo un regalo de Rafa. Como sabía que teníamos un peine para todos él me compró uno para mí sola. Me acuerdo que era de color verde y le costó 16 rublos. Me dio mucha alegría ver a Araceli. Sentía como si algo de mi querido hermano estuviera junto a mí. A ella también la quería mucho. La última vez que la vi fue en el año 1961 en un asilo para enfermos, en Madrid. Su enfermedad era progresiva e incurable. Cuando la evacuaron de Leningrado, fue a Krosnodar, en el Caúcaso; allí cayó prisionera de los alemanes y la llevaron primero a Berlín y luego a Madrid. Ha sufrido muchísimo; a la fecha no sé nada de ella, pero me temo que ya no viva.

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Los rusos también celebran la navidad y el año nuevo. Para estas fechas, en el salón de baile, ponían un pino que llegaba al techo y lo adornaban. También venía el homónimo de Papá Noel, que los rusos llamaban «Abuelo de Hielo», acompasado por una niña vestida de blanco y a ésta la llaman «Nietecita». Nosotros bailábamos alrededor del árbol y lo pasábamos muy bien, aunque no tuviéramos regalos como se acostumbra en todo el mundo.




Días felices

En la Unión Soviética toman muy en cuenta los estudios y al estudiante; todos los años, de todas las repúblicas, escogen a los que más destacan y, como premio, los mandan a Crimea, a los campamentos de Artek; en 1941 yo fui premiada junto con Rosario Aparicio para ese veraneo. Nos encontramos con Virgilio Llanos (a quien también conocí en España), Luis Iglesias y Josefina Iglesias; éramos cinco españoles y un montón de niños de la URSS. Escribí a Rafa enseguida para que lo supiera y viera que estudiaba de verdad; se puso muy contento. Yo estaba feliz; al llegar a Moscú, creo que el 1º de junio, nos juntaron en una casa para hacernos un reconocimiento médico y luego nos fuimos en tren hasta Artek. Estábamos los cinco españoles en un campamento llamado Nijni Laguer. Estaba a la orilla del Mar Negro y se componía de barracas para dormir, otra era el comedor, en otra las duchas, la de la enfermería, etc., etc. Había de todo. Aquí sí que hicimos ejercicio. Lo malo fue que llegamos por la mañana, comimos y luego nos echamos la siesta, como lo hacíamos en la casa infantil en verano. Me despertaron y me dijeron que tenía que ir a la enfermería pues en el reconocimiento médico de Moscú me habían encontrado la   —76→   bacteria de la difteria y me separaron de todos durante cuatro días; estaba negra de coraje, pues yo no me sentía mal; las únicas veces que estuve enferma en Obninskoe fue por gripe una vez, otra que se me inflamó un ganglio de la axila y otra con dolor de un oído; esta última sí que me hizo sufrir mucho. En fin, me pasé esos días encerrada en la enfermería y viendo cómo pasaban todos para ir de excursión. ¡No había otro remedio!

En Artek todos los días nos bañábamos en el mar. Las playas no son de arena, son de piedras grandes color gris, pero no lastiman al andar encima de ellas; teníamos un camastro cada uno, donde nos tumbábamos a tomar el sol con reloj y por los cuatro costados. La playa era nada más de niñas, pues estábamos completamente desnudas. La de los niños estaba más lejos; ellos también estaban desnudos. No nos dejaban adentrarnos mucho en el mar por miedo a que nos pasara algo, teníamos un límite. Era muy bonito ver las medusas en el mar, con el sol parecía un arco iris en el agua. Montábamos en bicicleta, jugábamos voleyball, mucho ejercicio y por la tarde en el jardín bailábamos al son del acordeón. Era fabuloso, la verdad. Lo primero que hacíamos al levantarnos era izar la bandera; todos formados, y antes de acostarnos la arriábamos. Pero esto era costumbre, pues en Obninskoe, todos los días del año hacíamos lo mismo.

Un día fuimos de excursión al Monte del Oso; se llamaba así porque efectivamente es muy grande y a lo lejos parece un oso bebiendo agua en el mar; cuando estábamos en la cima y nos disponíamos a comer, se desató una gran tormenta. Nos empapamos; pero también nos dio mucha risa, éramos niños y gozábamos con todo; era como si alguien nos dijera: «¡aprovechad ahora que podéis!» y en verdad lo hacíamos. El sol me cogió con ganas, parecía negrita, eso siempre me ha gustado y he tomado mucho sol en playas. Aprendí a nadar a los cuatro   —77→   años en un club de Madrid; iba con Maité, Pili y Jaime y por supuesto Rafa. Se llamaba El Florida.

Artek es el paraíso para los niños, mucha disciplina, casi militar, pero también mucho entrenamiento, y el lugar precioso; el árbol que abunda es el ciprés, que ahora me parece triste, pero entonces me gustaba y encuentro que hace elegantes los jardines, aunque me parece más adecuado para los cementerios.




La segunda guerra mundial

Debíamos estar tres meses en Crimea; la guerra mundial ya había comenzado, pero en Rusia todo estaba tranquilo. Stalin y Hitler habían firmado un pacto de no agresión y nadie pensaba que se pudiera romper. Nosotros no sabíamos nada de lo que pasaba en el mundo. No leíamos periódicos, ni nadie nos informaba de nada. Por lo tanto, al fin niños, nos limitábamos a vivir y nada más.

El día 21 de junio nos acostamos como siempre, cansados del ejercicio y el baile y como todas las noches nos supo muy bien la cama. Amaneció el día 22 y lo primero que hicimos fue ir al lugar donde todos los días izábamos la bandera. Todos los educadores estaban muy serios; una vez todos formados, tomó el micrófono el director del campamento, y nos dijo: «Hitler ha roto el pacto, ha atacado a la Unión Soviética esta madrugada; estamos en guerra». Nos quedamos pasmados. Agregó: ya se están haciendo los preparativos para llevarlos a todos a Moscú y de allí cada quien para su casa. Se nos acabó el paraíso de Artek, en lugar de tres meses se redujo a tres semanas; estábamos indignados con Hitler; pero aún no sabíamos cuánto nos iba a afectar esta guerra. Yo pensaba, «ya pasé por una, pasaré por la segunda», pero ahora sin nadie de mi   —78→   familia, aunque me dije que Rusia se haría cargo de los niños españoles siempre y además estaba el invencible ejército rojo, como nos habían dicho, y no pasaría a mayores.

A los cuatro o cinco días llevaron todo el campamento a Moscú. La primera noche en la capital tocaron alarma, nos metieron en el sótano de un edificio, pero no se oyeron ni aviones ni bombas.

Al día siguiente Rosario y yo llegamos a Obninskoe. Estaban todos formados para bajar la bandera pues llegamos por la noche. Esperamos a que terminaran y cuando nos vieron todo era abrazos y comentarios acerca del ataque alemán.

Mientras estuve fuera me llegó una carta de mamá con fotografías de los gemelos y las chicas la abrieron para verlos; no tenía importancia y no me enfadé. Todos queríamos saber noticias de nuestros padres y gozábamos cuando alguno tenía la alegría de saber algo de los suyos. Las fotos que me mandó mamá eran las pruebas que dan para que escojan cuál quieren; pero las chicas las vieron al sol y las fotografías se velaron, así yo no las pude ver, aunque me dijeron quiénes eran y al leer la carta mamá me lo explicaba.

A pesar de todo la vida en la casa infantil continuaba como siempre y nos fuimos al baile. Yo había dejado un novio, con el cual me peleé por mi ida a Artek.

Me encontré con que Conchita, amiga mía, ahora era su novia; todo fue que bailara un solo baile conmigo y se le acabó el noviazgo a Conchita. Yo sólo tenía trece años y él dieciséis; con tan corta edad no es de esperar que dure mucho una relación, pues de niños todo era conversar y bailar, ni siquiera un beso. Se llamaba Antonio Díez.

Como era verano hacíamos lo de siempre; pero ahora todas las noches nos daban el diario hablado por el altavoz y las noticias no eran buenas: los alemanes no hacían más que avanzar.



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Rafa voluntario

A los pocos días de mi llegada recibí carta de Araceli en la que me decía que, en cuanto se declaró la guerra, Rafa se presentó como voluntario. ¡No tenía más que dieciséis años! Se fue un mes a un campo de entrenamiento y luego al frente. Me desesperé; intuía que no volvería a ver a mi hermano. No supe nada de él ni de Araceli hasta 1942 que me enteré que en el mes de agosto, es decir, dos meses después de declarada la guerra, a Rafa lo hirieron en una pierna, y como el enemigo les iba pisando los talones, a pesar de que dos compañeros lo iban cargando, mi hermano les dijo que lo dejaran, pues de ninguna manera le cogerían vivo, sacó su pistola y se mató. ¡Qué horrible! un niño de dieciséis años en primera línea del frente con una ametralladora. Antes de coger el tren para el frente, se subió a un barril y dijo a sus compañeros que iba a vengar a su patria y los que quedaran vivos, cuando me vieran, me dijeran que estudiara, que estudiara y que estudiara.

En el mes de julio en Obninskoe había alarma todas las noches. Nos hicieron cavar agujeros en la tierra en pleno bosque y nos llevábamos una manta y una almohada cada uno; pasábamos toda la noche en los agujeros. Temprano regresábamos a la casa infantil. Las noticias cada vez eran peores: los alemanes cada día estaban más cerca de Moscú. Vinieron a vernos la Pasionaria, Jesús Hernández y Modesto. Antes de que llegaran a la casa «Dolores Ibarruri», nos llevaban al campo a recoger patatas; una maestra rusa nos arengaba con todas sus fuerzas y ella ponía el ejemplo; nos decía: «cada patata que cojáis es un obús contra el enemigo». Cuando llegó La Pasionaria teníamos que decirle: «Camarada Pasionaria: mire mis manos». Ya empezaban a salirnos callos del trabajo. La maestra se llamaba Yágokina.



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Adiós a mi muñeco

A principios del mes de septiembre nos sacaron de Obninskoe; nos embarcamos en el río Volga y nos llevaron a una aldea que se llamaba Bazel. En el barco una niña pequeña me cogió el muñeco que llevé de España y me lo tiró al río. ¡Buen disgusto me dio!

En Bazel vivía una colonia de alemanes y los rusos los mandaron a Siberia; nosotros llegamos a ocupar la aldea como pudimos.

Había una sola casa de piedra. En ésta nos instalaron el comedor. Todas las demás casas que constituían la aldea eran de madera, ya hacía frío, pero aún no nevaba. A las chicas de mi grupo nos acomodaron en una de esas casas. Teníamos estufa de ladrillo pero nada para prenderla, menos mal que todavía nos podíamos pasar sin ella. Donde estaba la iglesia, había un terreno en el que, tal vez en otros tiempos, hubiera habido plantas. Estaba bardeado todo alrededor; ahora había vacas. Las cabras andaban sueltas por toda la aldea, no había más de cuatro o cinco y en las huertas había sandías, tomates y pepinos. Una de las casas también serviría para que pudiéramos seguir estudiando; era el mes de septiembre y comenzaba el curso. La vida aquí iba a ser de lo más inhóspita. Tendríamos que trabajar mucho para acondicionar el lugar y hacerlo más o menos habitable.

Desde el primer día una de nosotras iba al comedor por la mañana y nos daban un trozo de pan negro, tan húmedo que le metíamos el dedo en la miga y se quedaba el agujero, además sabía agrio. Un cubo de supuesto café que era agua obscura y sin azúcar, lo tomábamos en la casa.

Empezamos a ir a clase, pero aprovechábamos cualquier momento para ir a las huertas y comer lo que encontrábamos. Muchas veces ordeñábamos las vacas, pero desaparecieron   —81→   como por encanto; entonces nos dedicamos a las cabras y bebíamos la leche directamente de la cabra a la boca; éstas también desaparecieron, nos duró muy poco el gusto. Teníamos un camello que tiraba de un carro con una barrica, alguno de los chicos se encargaba de éste. En él nos llevaban, casa por casa, agua para beber. No había ni luz eléctrica ni agua pero sí había un río cerca y de allí sacaban el indispensable líquido potable. Cuando salíamos de clase íbamos al comedor. La comida siempre era la misma: una papilla de trigo o cebada perla o cualquier otro cereal; también nos daban algo de sopa que no sabía a nada y el trozo de pan negro. A la hora de la cena tampoco teníamos que ir al comedor, pues ésta consistía en el consabido pan y café y también lo tomábamos en el cuarto.




Condiciones infrahumanas

Los piojos y chinches no se hicieron esperar; estos asquerosos insectos no nos abandonarían en muchos años, fueron inseparables compañeros hasta que salí de la URSS, ¡pero cómo chupaban sangre! Como no teníamos agua y ya no sé cuánto tiempo hacía que no nos bañábamos, un día me fui al río y me metí dentro nada más para mojarme, pues jabón no había; hacía bastante frío. Bazel se encontraba en la mera estepa; ya no tardaría la nieve, el implacable invierno se acercaba y no lo podíamos evitar. Me di el gusto de mojarme, pero me tuvieron que llevar a la enfermería, por qué motivo, no lo sé; la verdad es que me dio calentura y me salieron habones en todo el cuerpo, aparentemente sin causa alguna. La señora Mendiola no sé de dónde sacó algo de carne y me la daba para que recuperara fuerza, pues me decía que la fiebre me debilitaba mucho; hambre sí tenía así que me la comía con singular alegría.   —82→   Me curé y volví a hacer la vida acostumbrada.

Un día los chicos del grupo nos dijeron que nos invitaban a su casa a comer conejo con tomate. Nos extrañó porque nosotras no habíamos visto conejos por ningún lado. Fuimos y nos dieron un banquete; además del conejo con tomate y patatas, nos hicieron ensalada de pepino, sin aderezo. Es más, ni sal tenía, pero la comida estaba suculenta y nos fuimos a nuestra casa con el estómago llenito. Al día siguiente nos preguntaron que qué nos había parecido la comida y les volvimos a repetir que estaba deliciosa. Entonces nos dijeron la verdad; cogieron un par de gatos, los agarraron de las patas traseras, con fuerza le dieron unas vueltas y los estrellaron contra la pared; así los mataron y después los cocinaron. Nos dio un asco terrible pero ¿sería el hambre? No lo quiero averiguar, pero el «conejo» estaba delicioso y les dijimos que si se volvía a repetir no nos importaba.




El duro invierno

Llegó el invierno. Ya no había cabras, ni huertos con tomates y pepinos, tampoco había con qué calentar las cosas y hacía un frío como nunca lo habíamos sentido; la nieve lo cubría todo y el camello que nos traía el agua se murió. Tampoco había agua. Entonces recurrimos a la nieve, la derretíamos y la bebíamos. Cuando íbamos al comedor, nos asombraba porque en la sopa había pedacitos de carne; enseguida supimos que nos estábamos comiendo al camello. Tampoco nos importó. El caso era comer algo más substancioso. Con el estómago vacío se siente más el frío.

Laura Roquette me contó después un incidente que da horror, pero lo vivimos y no hay porqué negarlo. Caminando ella por la aldea se encontró algo que creyó eran patatas   —83→   pero que estaban congeladas, las agarró y se las llevó. Las metió al fuego con el afán de asarlas y comérselas; enseguida se dio cuenta que no eran tales, sino excremento del camello muerto.

Cuando íbamos a clase ya tampoco podíamos escribir. La tinta en los tinteros estaba congelada y los lápices eran escasos; nos limitábamos a escuchar y contestar cuando nos preguntaban. En clase estábamos con abrigos y bufandas hasta en la cabeza. No era cómodo, pero no había otra manera. Guantes no teníamos.

Mijail Mijailovich, el director de la casa, ya no sabía qué hacer y el doctor Castaño, español y una bellísima persona, tampoco; es para imaginarse lo que ha de ser tener tantos niños a cargo y no poder hacer nada. El director nos dio permiso para que fuéramos con hachas a romper alguna casa y llevar la madera a las que habitábamos para calentar las estufas y así lo hicimos.

Llevábamos abrigos y bufandas, pero en las manos nada. El frío era intenso, con tres hachazos las manos se empezaban a congelar y teníamos que ir a la casa a poner las manos cerca del fuego para calentarlas. Llorábamos de dolor; mientras se congelaban no se sentía nada, pero cuando empezaba a circular bien la sangre, ¡qué dolor!

Más tarde me pasaría lo mismo en el dedo gordo del pie derecho, pues llevaba rotas las botas para la nieve y, a pesar de las vendas de franela y periódicos con que me envolvía los pies, el dedo se me estaba congelando. Estábamos a 60 grados bajo cero.

Como en Bazel estábamos tan mal, el director nos repartió. Una parte se quedó allí y otros fuimos a otra aldea como a un kilómetro de distancia. Se llamaba Zurich. También habían vivido alemanes aquí y corrieron la misma suerte de los de Bazel. Había una casa de piedra de dos pisos; a las de mi grupo   —84→   nos tocó la parte de abajo junto a las de otro grupo. Había otro cuarto donde guardábamos los mapas, papel y otros materiales escolares. En la parte de arriba dormían los chicos y quedaba lugar para hacer reuniones, obras de teatro y bailes en el escenario que improvisamos; otros grupos se acomodaron en las casas más cercanas a la de piedra. Maricruz y Rosario estaban en una de éstas. Milagros estaba conmigo, éramos doce chicas las que dormíamos allí; incluso Milagros y yo dormíamos juntas. No había camas y al principio dormíamos en el suelo; después las improvisamos poniendo un banco en la cabecera y otro a los pies y a lo largo dos tablas y encima el colchón. El banco de la cabecera sobresalía un poco y eso nos servía para poner la ropa por la noche. Enfrente de la casa estaba la iglesia que hacía las veces de silo, ya que allí metían el trigo y las pipas de girasol. Nos cosimos unas bolsas con una tela, que no me acuerdo de dónde sacamos, e íbamos a robar trigo y pipas, metiéndonos por una ventana. También en los establos que había abandonados nos encontramos una cosa que se llamaba «macuja» en ruso (en español no tengo la más mínima idea de cómo se llama). Era dura como la piedra y una bola pequeña nos duraba como una semana; era comida para las vacas y lo hacían con las cáscaras de las pipas de girasol; así engañábamos un poco al estómago ya que verdaderamente teníamos un hambre voraz y a eso había que agregar el frío intenso de la estepa rusa.

Las condiciones de vida eran infrahumanas. Muchos se enfermaron de tifus. Gonzalo, el hermano de Maricruz, fue uno de ellos. En cada cabeza había cientos de piojos y de ahí salieron otros, los de la ropa; por lo tanto era un rascarse que daba miedo, pero todos estábamos igual. Ya ni pensábamos en bañarnos, ni siquiera lavarnos; nos quitábamos las caras de dormidos con la nieve y nada más.

Afortunadamente, a todas las chicas se nos retiró el período   —85→   y nos alegramos, pues como el algodón era para el frente y no teníamos ni cómo lavar nada, teníamos que usar periódicos. A mí se me retiró por seis meses, y a otras por más tiempo.




Casi perdemos la vida

Aquí en Zurich, algunas veces, nos proporcionaban unos paquetes de combustible y así, de vez en cuando, podíamos prender la estufa que teníamos en el cuarto. Llegó el día 26 de diciembre, al día siguiente yo cumplía catorce años. Por la tarde pudimos prender la estufa. Allí estábamos las doce chicas frente al fuego y conversando. Dijimos: vamos a cerrar el tiro de la estufa y nos acostamos, nos dormimos pronto y aprovechamos el calor para dormir más a gusto. Así lo hicimos, pero no nos dimos cuenta que aún quedaba una llamita azul, no eran puras brasas; pero lo cerramos y nos acostamos

El retrete estaba como a 30 metros de la casa. Era una casita de madera con puerta y dentro nada más una tabla atravesada con un agujero en medio, pero era para todos; aproximadamente seríamos de 200 a 250 niños los que allí vivíamos. Nosotras encontramos un cubo todo oxidado y lo dejamos atrás de la puerta de nuestro cuarto; así no teníamos que salir si nos daban ganas y al día siguiente una de nosotras lo tiraba. Esa noche del 26 de diciembre, como ya dije, nos acostamos y nos dormimos enseguida. Como a las 3 de la mañana, Argentina Rodríguez, que dormía junto a la puerta del cuarto, despertó con ganas de ir al cubo, pero cuando se quiso levantar, se cayó y lo único que podía hacer era decir con muy poca voz: «chicas, ayúdenme». Nosotras no la oímos, pero las que dormían junto sí la oyeron y vinieron al cuarto. Se dieron cuenta de que las otras once estábamos como muertas: todas habíamos   —86→   perdido el conocimiento. Nos intoxicamos con el fuego, dieron aviso al piso de arriba y nos sacaron a todas. Nos llevaron a un cuarto de chicos, los pobres ya no se pudieron acostar. No sé cuánto tiempo estuvimos sin conocimiento pero, cuando lo recobramos, ya era de día y en esa época del año (en la estepa amanece muy tarde) las noches son muy largas.

Ése fue mi catorceavo cumpleaños; por poco no los cumplo. Fue la primera vez que pude haber muerto.

La entrada del año 1942 no pudimos ni celebrarla. Seguían dándonos las noticias, pero cada vez eran peores; los alemanes avanzaban y avanzaban y ya estaban muy cerquita de Moscú. Como ya habían tomado Ucrania, nos quitaron el granero de la URSS. Menos mal que robábamos el trigo en la iglesia; pero había cada vez más enfermos y algunos ya habían muerto.

Había un Soviet de la casa. Lo integraban ocho, entre ellos yo, Rosario también, José Luis Vidal entonces mi novio, y Octavio de la Rosa, novio de Rosario. Por este motivo teníamos acceso a la cocina y a la bodega de la casa, en las que no había más que pepinos agrios y patatas congeladas. Una vez era tal el hambre que nos dijimos: vamos a la bodega y sacamos patatas para asarlas. Así lo hicimos. Las metimos en los gorros que llevábamos para el invierno. Alguien nos vio pero no dijo nada y esperó a que las patatas estuvieran asadas. Entonces vinieron y nos las quitaron, con toda razón. Así nos aprovechamos del puesto que teníamos en el Soviet, pero estaba mal hecho, no sólo lo digo ahora sino entonces también. Lo que pasa es que el hambre es el hambre y no hay otra excusa. Hicieron una junta y a los cuatro que habíamos robado las patatas nos hicieron subir al escenario para que todos nos vieran. ¡Qué vergüenza! Nos pusieron pintos y no faltó una también del Soviet, Blanca Sánchez que después de recriminarnos por lo que habíamos hecho, dijo: «¿Acaso pasamos hambre?»   —87→   No hubo comentarios. Inmediatamente todos sentimos el vacío tan grande que teníamos en el estómago.




Recordando a Lenin

El día 24 de enero es el aniversario de la muerte de Lenin. Desde que llegué a la URSS no faltó el mitin para hablarnos acerca de él en este día. Claro que en Zurich tampoco faltó y además había que levantarnos el ánimo, que estaba por los suelos.

Fuimos a Bazel andando, con un frío que calaba los huesos, el estómago vacío, en fin, parecíamos piltrafas humanas. Llegamos, oímos a los educadores que hablaron y regresamos a Zurich antes de que se hiciera de noche, menos mal que sólo había un kilómetro de distancia. Yo iba con otra chica, conversando y diciendo lo que más anhelábamos en ese momento. Le dije que yo sería feliz si, al llegar, tuviera una carta de mamá y de Rafa; entonces me preguntó: «¿sabes algo de tu hermano?» No, ni de mis padres ni de mi hermano y estoy desesperada. «A Rafa lo han matado», me contestó. No pude oír más, llegué hecha una mar de lágrimas y las demás chicas se enfadaron con ella por habérmelo dicho. A Pachi, otro chico de la casa, creíamos que lo habían matado y luego apareció. A mi hermano, oficialmente, lo dieron por desaparecido, pero los chicos españoles que estaban con él en el frente, contaron cómo había muerto.

Bueno, esto fue lo único que me quitó el hambre. No tenía ganas de comer, ni de nada, por la pena tan grande que sentía. ¡Querido hermano, nunca te podré olvidar, me hiciste mucha falta y eras tan joven! ¡Maldita guerra!

Seguíamos viviendo con piojos, chinches, hambre y frío. Como el retrete que había estaba ocupado todo el tiempo, se   —88→   nos ocurrió que podíamos hacer nuestras necesidades en una cuadra que había entre la casa de piedra y la casa donde estaba el grupo de Rosario y Maricruz. Era invierno y el orín y la materia fecal se congelaban al instante y podíamos ir varias al mismo tiempo. Cuando nos dimos cuenta aquello ya estaba lleno, podíamos pisar y era como si pisáramos piedras, pero vino el deshielo y aquello era insoportable, no teníamos más remedio que hacer algo, había más enfermedades y no se podía tolerar. Los chicos hicieron como un foso y entre todos, con palas, recogimos toda la porquería; ellos mismos pusieron una tabla larga, con varios agujeros, y así, más o menos, lo solucionamos. Eso sí que era vivir en la más miserable escasez.




¡A la fábrica!

En el verano, decidieron que algunos fueran a trabajar a las fábricas, sobre todo los que no tenían buenas notas. Entre ellos se iban José Luis Vidal, Antonio Díez, Rosario y otros; yo cometí el más grande error de toda mi vida, pues pensé que si en la casa infantil no había comida, al obrero sí le darían de comer. Seguí mi impulso y fui a hablar con el director y le dije que yo quería trabajar. Me dijo que de ninguna manera, que tenía que seguir estudiando, pero me puse en verdad necia y no me lo pudo quitar de la cabeza. Fui al doctor Castaños para que me hiciera un reconocimiento, pues, era requisito estar sano para irse de la casa. Castaños ni me examinó. Me dijo que siempre había gozado de cabal salud, pero que era tonta al irme. A él tampoco lo escuché y me fui a trabajar a la fábrica.

Fuimos a Saratov, a una fábrica de tanques; cerca había otra fábrica, ésta de aviones. Era mucho más grande que la de tanques y las dos estaban camufladas. Antes de empezar a trabajar   —89→   en firme nos enseñaron a manejar la fresadora y el torno durante no más de dos meses.

Se puede decir que aprendimos bien el manejo de las máquinas. A mí me pusieron a trabajar, con tres obreros más, con trece fresadoras automáticas que eran de fabricación inglesa. Trabajaban con grasa, para cortar el hierro, y había una, rusa, que no era automática y trabajaba con agua. Cuando nos saltaba una rebaba de la pieza que estábamos haciendo, nos quemaba y nos dejaba marca. De más está decir que nadie quería trabajar en ella, pero nos turnábamos. Las piezas que hacíamos pesaban alrededor de 60 kilos. Para levantarlas y colocarlas en la fresa, se necesitaban por los menos dos personas. Trabajábamos en turnos de doce horas, de las 8 de la mañana a las 8 de la noche; o viceversa en el turno de la noche. Era muy duro.

Enseguida nos dieron las famosas cartillas para comer; hasta entonces no las conocí. Nos correspondía medio kilogramo de azúcar al mes, nunca lo vi hasta que salí del país. Nos daban un paquete de galletas saladas en lugar de azúcar; la ración de pan era de 850 gramos por persona, pero el mismo pan negro y húmedo que el de la casa infantil, más agua que pan y así todo, la mayor parte de las veces no había nada de nada. ¡Yo pensé que el obrero comería mejor!

Dormíamos en una barraca, no lejos de la fábrica. Entrando había un pasillo, a la izquierda nuestro cuarto y a la derecha otro donde dormían unos macheteros que trabajaban en la fábrica. Eran georgianos, más negros que el tizón. Daban miedo pero nunca se metieron con ninguna de nosotras.

A Isabel Domínguez le daban ataques. Nunca la vio el médico, por lo tanto no sé qué ataques le daban, pero impresionaba mucho cuando los tenía. Como no teníamos luz eléctrica hacíamos una trenza con hilos gruesos y la metíamos en un bote con petróleo y la prendíamos, se nos llenaba la nariz de   —90→   humo pero, por lo menos, podíamos ver por la noche. Una vez nos tocaba el turno de noche a casi todas. Isabel notaba cuando le empezaba el ataque y por lo regular nos lo decía. Aquel día nos dijo: «Chicas, ya me va a dar». Ya era hora de ir a la fábrica.

Nos daba tanto miedo verla así que las que nos teníamos que ir nos marchamos, pero la primera que salió se tropezó con algo en el pasillo y se cayó. Allí fuimos una tras otra, cayendo encima de la anterior. Nos preguntábamos qué habrían dejado los georgianos en el pasillo y ninguna sabíamos nada. Ala mañana siguiente ya pudimos ver de qué se trataba: uno de ellos había muerto, lo metieron en un cajón de madera y lo dejaron en el pasillo, sin decirnos nada. ¡Con el miedo que les teníamos vivos y muertos más!

Menos mal que estuvo allí poco tiempo. Luego nos pasaríamos a su cuarto porque era más grande y nos olvidamos de los macheteros.

En ese cuarto tendríamos compañía, yo dormía junto a la estufa que rara vez podíamos prender. Las «camas» también eran bancos con colchones y almohadas de paja, dormíamos cada una en una «cama». Por las noches, cuando no teníamos ese turno, antes de apagar la mecha que hacíamos, nos estábamos un rato conversando. No había otra cosa que hacer, ni nada que llevarnos a la boca, así que charlábamos hasta que nos daba sueño. Era entonces cuando nos empezaban a hacer compañía las ratas, de un tamaño descomunal. Nos acostumbramos tanto a ellas que les pusimos nombres, una se llamaba Murisia, otra Katia, otra Tania, etc., etc., y hacíamos como que hablábamos con ellas.

Hicimos una promesa: que ninguna nos íbamos a asustar de nuestras compañeras y nadie podía ni gritar ni enfadarse, al final de cuentas, no ganábamos nada con ello. Una noche, ya nos habíamos dormido cuando nos despertó Isabel con sus   —91→   gritos, le dijimos: «¡Cállate!» pero la pobre seguía gritando y al mismo tiempo se oían los chillidos de una rata. Alguien prendió la «luz» y nos acercamos a ver lo que pasaba. La pobre estaba histérica y era natural: una rata se le había enredado en el pelo y no se podía zafar. Creo que la rata también estaba desesperada, por eso chillaba. La ayudamos y se acabó. Muchas noches yo misma, quedándome dormida, he sentido cómo pasaba alguna «amiga» por debajo de mi almohada y también cómo roían el colchón: ¡buenos hoyos tenían los colchones de todos!

Algunas veces, cuando alguna tenía pan, no se lo comía todo el mismo día, guardaba un pedazo para el día siguiente; lo dejaba colgado en una columna que había en el cuarto. A la mañana siguiente el pan no estaba, aún allí se lo comían las ratas. A mí esto nunca me pasó pues, cuando tenía pan, me lo comía. Nunca lo guardé, era demasiada la tentación y el hambre.

En Saratov conocí a un muchacho aviador. Estaba en la fábrica de aviones cerca de la nuestra. Esta fábrica se llamaba «La Kombaina» y él estaba con otro grupo de aviadores para probar los aviones que iban saliendo de la fábrica. Tenía veintitrés años y yo quince. Nos hicimos novios. Era un muchacho estupendo. Rosario se hizo novia de otro aviador, Volodia, y cuando teníamos el turno de noche nos veíamos por la tarde antes de ir al trabajo y salíamos los cuatro juntos. Nunca ninguna de nosotras salió con un muchacho sola, ni ruso ni español.

Cuando podíamos íbamos al club que tenían los aviadores, «El Aviojim», a bailar y los otros aviadores cuando me veían entrar me saludaban cuadrándose. Me sentía muy importante a mis quince años.

El noviazgo duró muy poco. Un día me dijo que al día siguiente se iba de Saratov y no me podía decir adónde, porque   —92→   ni ellos mismos lo sabían. Los mandaban al frente. Pero era secreto. Cuando yo quería saber la producción de tanques en la fábrica o le preguntaba a Bitia cuántos aviones salían de «La Kombaina» siempre nos contestaban lo mismo: «Secreto de guerra». Ahora pasaba lo mismo y ni a él le dijeron cuál era su destino. Me escribió cinco cartas y nunca más volví a saber de él. Aunque me figuro cuál fue su final.




La batalla de Stalingrado

Los bombardeos se sucedían día tras día. Los alemanes habían tomado Stalingrado y volaban sobre Saratov porque había una zona industrial grande. Su objetivo eran las fábricas de guerra. Cuando bombardeaban por la noche y nosotras estábamos trabajando, Isabel Cruzado y yo nos quedábamos adentro de la fábrica y nos dormíamos. Un día dijimos: «Vamos al refugio, tal vez veamos algo». Las bombas caían muy cerca. En el refugio se sentía espantoso, era un agujero con tablas encima y tierra. Las bombas caían tan cerca que los silbidos nos lastimaban los oídos y nadie abría la boca hasta que no oíamos la explosión. La tierra se nos venía encima y el miedo era espantoso. ¿Suerte? No sé, creo que no nos tocaba morir. Ese día cayeron dos bombas en nuestra fábrica, una de ellas justo en el taller donde Isabel Cruzado y yo trabajábamos en tornos. Ya me habían cambiado de la fresadora al torno, creíamos que no trabajaríamos por falta de máquinas pero nos ordenaron recoger los escombros. Aquí Isabel se llevó parte de la yema de un dedo en la máquina.

Los bombardeos eran para no olvidarlos jamás. La alarma, los aviones, el silbido y la explosión y hay que agregar el ruido de los antiaéreos. Era la locura. Duraban bastante rato, el tiempo se hacía interminable.

  —93→  

Cuando salíamos del trabajo a las 8 de la mañana, íbamos a ver qué daños habían causado. Una vez vimos toda una manzana de casas destruidas y los obreros, que como nosotras salían del trabajo y algunos vivían precisamente allí, buscaban con palas en el lugar donde había estado su casa el día anterior. Vimos cómo sacaban partes de cuerpos, cómo un brazo y una pierna. Los obreros lloraban a lágrima viva y nosotros también.

Como vivíamos en unas condiciones pésimas, nos cambiaron a otra barraca, donde ya había más españoles viviendo: del lado de la derecha las chicas y a la izquierda los muchachos. Aquí estaban Antonio Díez y José Luis Vidal. Cuando los bombardeos eran de día y no estábamos trabajando, salíamos y cogíamos pedazos de metralla de los antiaéreos.

El agua y el jabón hacía mucho tiempo que mi cuerpo no los veía. Con el mismo vestido de pana para ir al trabajo y la grasa acumulada en la fábrica, se me taparon los poros y me salieron granos que supuraban pus. Los tenía por los brazos, los tobillos, los pies... Me dolían intensamente y tardé mucho tiempo en curarme aunque me quedaron, por mucho tiempo, cicatrices para recuerdo...

Antonio Díez cayó enfermo del tifus. Tenía muchísima calentura y deliraba. Llamamos para que vinieran por él y lo llevaran al hospital. Vinieron a recogerlo a los tres días, se lo llevaron por la noche. Al día siguiente fuimos a verlo, pero había muerto en la madrugada. Me tocó a mí verlo y a mí me dieron lo único que tenía el pobre, su carnet de Komsomol.

José Luis Vidal también cayó enfermo. Yo creo que fue de anemia, nunca nos dijeron qué tenía pero no tenía fuerza para nada. Yo iba a ver al director de la fábrica para que me consiguiera algo de comida para él. Ni en el hospital le daban bien de comer. Lo que el director podía conseguir yo se lo llevaba y se ponía muy contento, una vez hasta le llevé 100 gramos   —94→   de mantequilla. Vidal me contó un día que fui a verlo que el enfermo que estaba en la cama de su derecha se estaba muriendo y tenía un trozo de pan, él no le quitaba los ojos de encima y en cuanto murió, Vidal lo cogió, no dejó que nadie se lo ganara. Así es el hambre. Vidal felizmente pudo salir del hospital y se integró al grupo. Más tarde lo llevaron a una casa infantil lejos de los bombardeos donde había más que comer. También Maricruz fue a dar a la misma casa. Ella se puso gravísima, tenía talasemia y no podía ni levantar un brazo, mucho menos andar. Se le inflamaron los ganglios del cuello y se veía francamente mal. Ismael la tuvo que llevar en brazos a la estación. Maricruz estaba en el técnico.

Tenía yo para el trabajo el vestido de pana y para cuando no trabajaba una falda azul marino, una blusa y un jersey; los sostenes los hacíamos a mano (bastante bien) y como bragas los pantaloncitos cortos que usábamos en Obninskoe para hacer gimnasia. A la falda le di siete veces la vuelta, la descosía y la volvía a coser. En la tela no se notaban el revés y el derecho. En invierno usábamos las botas de fieltro para la nieve y en verano las cortábamos, estaban muy usadas y hacíamos unas plantillas y para la parte de arriba del pie tejíamos unas como zapatillas; a los rusos les gustaban mucho. Cuando vieron cómo hacíamos punto, nos encargaron que les deshiciéramos jerseys hechos a máquina y se los volviéramos a hacer a mano. Demás está decir que, por el revés, quedaban puros nudos, pero el derecho se veía muy bien. Por un jersey de manga corta nos pagaban 400 rublos y de manga larga 600. Cuando teníamos para tejer, nos organizábamos para estar 12 horas en la fábrica, en el cuarto cuatro horas haciendo punto y ocho horas para dormir. Las horas de la comida no las cuento, pues no teníamos nada que llevarnos a la boca. Cada quince días nos juntábamos entre tres y vendíamos la cartilla de una, así un día de cada quince comíamos en el mercado negro.

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El kilogramo de pan blanco costaba 1.500 rublos, el de pan negro 800, el litro de leche 120, la mantequilla 1.500. Todo carísimo y yo ganaba un promedio de 1.500 rublos al mes.

Cuando nos levantábamos por la mañana, todos los días dos o tres chicas se desmayaban por la debilidad. Al principio nos asustábamos mucho pero después acabamos diciendo: «ya se le pasará». Yo nunca me desmayé, la verdad es que tenía muy buena salud.

Los bombardeos seguían y a diario oíamos las bombas silbar. Un día cayó una bomba en un tanque de petróleo, aquello parecía el infierno. Nosotras fuimos a ver. Sacaron de las casas a la gente que vivía cerca y el ejército tenía acordonada la zona. De casualidad vi que en la ventana de una casa que habían desalojado, había un tarro de mantequilla. No lo pensé dos veces; ¿cómo?, no lo sé, pero me metí y saqué el tarro. Ese día probamos todas mantequilla, con el dedo pues no teníamos pan. Fue la única vez que durante la guerra la comimos, eso y las condiciones como la conseguí, es para no olvidarlo nunca.

Para entonces ya el torno lo manejaba muy bien, cumplía con la tarea que nos ponían a diario, pero si alguna pieza salía mal nos la descontaban: todo tenía que estar muy bien calibrado. Llegamos a la fábrica y en cada turno había que terminar con todas las piezas que nos ponían, ésa era la norma. En Rusia todo el mundo lo llama así. Un día me salió mal una pieza (como muchas otras); entonces se me ocurrió que con esa pieza que ya no servía me podía hacer una cuchara y usarla cuando tuviera una oportunidad. La hice y me la metí en el cinturón del vestido; no se separó de mí hasta terminar la guerra. Es curioso cómo se las ingenia el ser humano en todas las ocasiones y, por supuesto, no hay nada para agudizar el ingenio como la necesidad.

Creo que en Saratov, de las chicas de mi cuarto, la más atrevida   —96→   era yo. Por eso, cuando necesitábamos calzado o alguien se enfermaba, era yo la que iba a hablar con el director de la fábrica.

Una vez no teníamos calzado para ir a la fábrica y decidimos no ir a trabajar. Tomás Huete era nuestro educador en Saratov: era español. Ese día vino y al ver que estábamos en el cuarto algunas que debíamos estar en el trabajo, nos regañó. Yo me puse a discutir con él pero por fin quedamos en que iría a la fábrica, aunque fuera descalza. De todas maneras me iban a hacer regresar pues así no permitían la entrada a la fábrica. Llevaba mi falda azul marino puesta y le dije que saliera del cuarto para cambiarme de vestido, me tenía que poner el del trabajo, el de pana. El camarada Huete se negó a salir y yo a desnudarme delante de él. Se puso enojadísimo y se salió no sin antes darme una bofetada. Fui a la fábrica, me regresaron y nos dieron unas botas como las de los soldados; cabían dos pies míos en una bota.




Camino de la victoria

La guerra seguía su marcha, pero ahora los que avanzaban eran los rusos. Aunque todavía nos bombardeaban era con menos frecuencia y los rusos tomaron otra vez Stalingrado. Entonces propusieron que las chicas que trabajábamos en la fábrica fuéramos a recoger escombros a ésta, que había sido una ciudad bonita y de la que ahora no quedaba nada. Nosotras no queríamos ir y los muchachos tampoco querían que fuéramos. Se ofrecieron ellos para ir con nosotras y de ese modo nos cuidarían, pero no los dejaron. Se necesitaban brazos en la fábrica y ellos rendían más que nosotras; entonces optaron porque nos quedáramos todos. Nos libramos, no nos hubiera faltado más que eso y todas éramos más o menos   —97→   de la misma edad, entre quince y dieciocho años.

No sé cómo, pero me vinieron a ver unos militares para proponerme que entrara a una escuela política. Me entrevistaron y como yo dije que sí quería, me dijeron que en poco tiempo me avisarían. Por fortuna no fue así, pues pasó muy poquito tiempo y nos avisaron que volvíamos a Moscú. Estábamos felices, Saratov quedaba atrás. Pensamos que ya habíamos sufrido bastante y que ya nos tocaba un poquito de calma. ¡Ojalá hubiera tenido una carta de mamá! Pero la guerra era un impedimento para el correo y además, ¿cómo iban a saber dónde estaba yo? No tenía ninguna esperanza de volver a ver a mi querida familia, a mi adorada madre, que yo estaba segura sufría tanto como yo, estando tan lejos una de la otra. ¿Me conocería si me viera? Me fui niña de España y ahora ya era una adolescente.

Antes de dejar Saratov, otro compañero, Eustaquio, también se quedó para siempre allí. Nos avisaron los chicos que había amanecido muerto; estaba tuberculoso, pero trabajaba como todos y en la policlínica no hacían caso cuando lo reportábamos. Fuimos a verle muy tristes y desde luego fue impresionante. El color amarillo de la muerte y pintitas en todo el cuerpo; las costillas, a la vista, se le podían contar. A él también se le taparon los poros por la suciedad. Estaba descubierto de cintura para arriba. Nunca lo podré olvidar.

Llegamos a Moscú. Los alemanes habían estado a 14 kilómetros, pero no pudieron entrar. Así como en Saratov vimos tantas casas destruidas por las bombas, en Moscú no se veía nada. Nos dijeron que era orden de Stalin, que no se viera ningún destrozo, no sé si es verdad o no, pero todo se veía entero.

Ya no oíamos alarmas de bombardeos. En ese sentido fue un descanso, pero el hambre continuaba y el trabajo era igual de pesado. Continuamos con la venta de cartillas para poder comer en abundancia, por lo menos, una vez cada 15 días. De   —98→   ropa, lo mismo. Usaba el vestido de pana para el trabajo y mi falda azul marino fuera de él. Sí nos dieron zapatos pero número y medio o dos más grande que mi pie.

Aquí tuve que trabajar en un torno pequeño y como las piezas que había que hacer eran muy delicadas, tenía mucho cuidado para no cometer un error. Vivíamos en la misma fábrica, un cuarto muy tétrico y todo el día y la noche oíamos el ruido de las máquinas, ya que se trabajaba las 24 horas.

Llegamos muy maltrechos de Saratov. Varias estaban enfermas. Augusta pasó mucha vergüenza porque cuando nos vieron los rusos al llegar dijeron que una de las españolas estaba embarazada. La pobre hizo mucho coraje pues lo que le sucedía es que el intestino no le funcionaba normalmente y se le ponía un vientre impresionante. Pasó el tiempo, vieron que no nacía ningún niño y la dejaron en paz.

También Miren Ormazábal, que dormía a mi izquierda, estaba con una tuberculosis muy avanzada. Respiraba con un silbido de horror y al menor esfuerzo vomitaba sangre que limpiábamos nosotras, sobre todo yo, cuando eso sucedía en el cuarto. Cuando íbamos a comer, ella veía la papilla de mijo que nos daban y nada más la pasaba de un lado a otro del plato, pero como no podía ni tenía ganas de comer, nos decía: «¿Queréis alguna comerla?» Bueno, la verdad era que yo siempre la quería. No me importaba su enfermedad, pero sí el hambre que yo sentía. Fui varias veces a avisar del estado en que estaba Miren, pero vinieron muy tarde por ella. A los dos días de habérsela llevado nos avisaron que había muerto.




Ya con diecisiete años

Así vino la navidad y mi cumpleaños. Cumplí diecisiete. ¡Lástima de juventud! Íbamos al Palacio de las Columnas donde   —99→   habían puesto un pino enorme y bailábamos. No hubo Abuelo de Hielo ni nada, pero por lo menos nos alegrábamos y se nos levantaba el ánimo. ¡Cuántos días nos hacía gracia algo y no podíamos reír! El estómago lo sentíamos pegado a la columna vertebral, entonces nos poníamos a llorar y recordar a nuestros padres. Yo me acordaba de las chuletas de cordero con tomate frito y patatas que hacía mamá en España, pero tampoco tenía fuerza para llorar. Esto nos pasó desde Saratov, llegamos a Moscú y continuamos viviendo esos momentos trágicos.

Nos volvieron a cambiar de fábrica, también de aviones, sita en Sokolniki. Muy cerca se encontraba la embajada de México. Vivíamos en un edificio pequeño, teníamos nuestro cuarto con una ventana que daba al ras de la calle, mejor dicho, a un terreno baldío y teníamos ¡un baño! No nos podíamos bañar pero sí lavarnos y nuestras necesidades las podíamos hacer en un lugar más adecuado y sin salir a la intemperie. Nuestras condiciones de vida algo habían mejorado.

Un día Carmen Rodríguez y yo fuimos al cine, una cosa rara que fuéramos solas pues siempre salíamos en grupo. Fuimos a ver una película con una propaganda tremenda contra Estados Unidos, por la discriminación racial. No me acuerdo cómo se llamaba la película. Cuando salimos, Carmen y yo íbamos hablando en español. Cuál sería nuestra sorpresa cuando nos dimos cuenta de que se estaban metiendo con nosotras por este motivo, que no supimos reaccionar y el idioma ruso no nos vino a la mente. No se metían con nosotras por ser españolas, sino porque creyeron que éramos judías. Nos empujaron y nos tiraron al suelo y nos dieron patadas. Los gorros que llevábamos rodaron por la calle que era empinada. ¡La igualdad de razas en Rusia! En español los insultamos, pero lo que debíamos de haber hecho era hablarles en ruso y no nos salió. Por fin nos dejaron, pero es otra cosa que   —100→   tengo que recordar. Del nombre del cine sí me acuerdo: Udarnik.

Continuamos con la misma vida. Una rusa nos encargó un traje de punto y nos dio la lana, nos pagó 1.200 rublos por él. Lo hicimos entre tres como siempre que hacíamos algo de punto. En éste Maricruz, que venía de vez en cuando a Moscú, nos ayudó. Con qué gusto veía a Maricruz, se había salvado de milagro y es una amiga que quiero de verdad y de toda la vida.




Llegó el fin de la segunda guerra mundial

No teníamos aparato de radio, pero sí un altavoz que cuando lo enchufábamos se oía la única emisora que había en Moscú. De noche no transmitían, por lo que la «radio» permanecía siempre conectada. Era el día 4 de mayo de 1945, estábamos durmiendo, cuando, cosa inusitada, empezaron a transmitir y nos despertaron. ¡La guerra había terminado! Anunciaron que al día siguiente no se trabajaba, que teníamos que desfilar TODOS y que el país regalaba la comida del día siguiente: no teníamos que usar la cartilla.

Nos pusimos a saltar en las camas, lloramos y gritamos de alegría, se nos hacía tarde para que amaneciera y ver a todos los compañeros, españoles y rusos. ¡Cómo nos abrazamos todos, llenos de alegría!

Nos juntamos en la fábrica, organizaron el desfile en un dos por tres. Todo Moscú estaba en la calle, la dicha no nos cabía en el pecho y las lágrimas nos salían sin querer.

Desfilamos y luego fuimos a comer. Era la comida que comíamos siempre cuando teníamos cartilla, pero ¡nos supo a gloria! Los muchachos nos propusieron después de comer ir al hipódromo. Yo ni siquiera sabía que hubiera en Moscú carreras   —101→   de caballos y nos pareció una idea estupenda. Sólo vimos dos o tres carreras y, que yo me diera cuenta, no había apuestas; cosa que ni nos pasaba por la imaginación, ni dinero teníamos, pero lo pasamos muy bien. Un grupo de españoles juntos, en un hipódromo y sin guerra. ¡De verdad era algo maravilloso!

De todas maneras no cambió nuestra rutina, sólo que en la fábrica nos dijeron que a los que no cumplían con la norma, los iban a mandar a otro lugar. De las chicas sólo nos dejaron a Isabel Cruzado y a mí. Esto no nos hizo mucha gracia pues nos habíamos pasado toda la guerra las doce mismas chicas, siempre juntas y no nos queríamos separar.

Vino a Moscú un grupo de españolas que estaban en Tbilisi, capital de la república de Georgia (donde nació Stalin) y a Isabel y a mí nos cambiaron más cerca de la fábrica con ellas.

Éstas venían a suplir a nuestras compañeras que se tenían que ir a trabajar a otro lado.

Un día me dijeron que en la embajada de México había una carta para Maricruz de sus padres. Me extrañó que para mí no hubiera nada, ya que sabía que mis padres y los de ella estaban en América, en México. Como era la hora de la comida y yo no tenía qué comer y la embajada quedaba cerca, no lo pensé más y fui a ver qué me decían.




En la embajada de México

El embajador de México en Moscú era Narciso Bassols. Cuando llegué a la embajada, me encontré con dos del ejército que guardaban la puerta. Pensé que no me iban a dejar entrar, iba sucia de la fábrica y con el mismo vestido de pana para el trabajo de hacía ya tres años. Los del ejército me miraron, los miré y sonreí, la puerta se me abrió ante mi asombro sin ni siquiera   —102→   preguntar nada. Entré y me dirigí al primer escritorio que vi.

-Soy Maricruz Arjona, me han dicho que hay una carta de México para mí.

-¿Qué nombre me ha dicho?

-Maricruz Arjona

-Un momento por favor.

Salió y yo me quedé viendo todo aquello con pavor. Me daba miedo ensuciar el suelo que brillaba como un espejo. Me armé de valor y esperé.

-El camarada embajador la espera, me dijo la secretaria. Me pasó a un despacho, precioso todo, muebles y suelo relucían. Bassols me recibió dándome la mano y yo la hubiera querido esconder, me parecía que le iba a manchar de grasa. Me dijo:

-No tengo ninguna carta para ti, pero me alegro que hayas venido, pues tengo que hablar contigo. Yo me puse muy nerviosa, pues me estaba haciendo pasar por Maricruz y no sabía lo que me iba a decir.

-Tus padres en México quieren que vayas, depende por supuesto de lo que tú quieras. ¿Tienes un hermano verdad?

-Sí, tengo un hermano que se llama Gonzalo y sí queremos los dos ir a México. Contestaba como si fuera Maricruz, sabía que ellos claro que querían ir a México. ¡Menuda noticia para ellos! pero y yo, ¿no querían mis padres que fuera? Creí que me iba a dar un ataque de nervios por lo que estaba diciendo y por haber mentido. Bassols continuó:

-Bueno, tengo que hablar con tu hermano y contigo. Pero ya que estás aquí, te voy a leer la lista de los que reclaman desde México y si conoces alguno, me lo dices.

Leyó la lista y ¡oí mi nombre! Ya el despacho en el que estábamos me parecía chiquito, por lo ancha que me sentía. Pero ¿cómo decirle que había mentido y que yo no era   —103→   Maricruz Arjona, sino Milagros Latorre? no lo pensé mucho, me dije que se lo tenía que decir inmediatamente, supuse que él me comprendería y perdonaría mi osadía.

-Perdone, Camarada Embajador, he mentido, yo soy Milagros Latorre. A Maricruz la conozco mucho y sé lo que quiere, por eso le he hablado como si fuera ella, yo creí que había una carta de sus padres y vine a recogerla ya que ellos están en México como los míos y hace tanto tiempo que no sé nada de ellos, que no me pude contener y hasta le mentí. Bassols se rió y me dijo:

-Mira lo que son las cosas, para ti sí tengo una carta y para tu hermano Rafa también, lo mismo para Manolo y Javier Tourné.

-¿Para mi hermano Rafael? Está muerto, lo mataron cuando empezó la guerra. ¿Mis padres no lo saben?

-No. A mí me han dicho que desapareció, no que esté muerto, y tus padres tampoco lo saben.

Me quería morir de la angustia. Entre lágrimas, le conté al embajador cómo había sucedido todo, me escuchó con mucha atención y luego me dijo:

-Está bien, toma tu carta y si quieres ir a México, creo que se puede arreglar para que salgas el mes que viene, es decir el mes de julio. Estaré en contacto, pues tengo que localizar a todos y hablar con todos juntos.

No sé si alguien se pueda imaginar cómo salí de la embajada y no encuentro palabras para describir mis sentimientos en ese momento. Sólo diré que el gozo que había dentro de mí no me dejaba respirar y la pena por mi hermano Rafa y que mis padres no supieran nada, me ponía un nudo en la garganta. ¡Qué sentimientos más encontrados! Leí la cartita de mis padres y lloré con todas mis ganas. En ella me decían que ahora sí, ya por fin, íbamos a estar juntos otra vez. No lo podía creer. Cuando vi a mis compañeras, les conté todo y eran lágrimas   —104→   y risas, todo a un tiempo. Decidimos que había que celebrar, ¿cómo?, no yendo a trabajar esa tarde y charlando, pasar el tiempo. No había otra manera, pero todas estaban contentas por mí.

Nos quedamos Isabel y yo, a las demás las mandaron a trabajar a una fábrica de conservas Joloyilnik, casi a las afueras de Moscú. A Isabel y a mí nos pusieron en un cuarto de la fábrica con las que habían llegado de Tbilisi. No pudimos acostumbrarnos y decidimos escaparnos de allí e irnos con nuestras queridas compañeras. Yo seguía creyendo que en cuestión de días saldría de Rusia, aún así, había que comer y en la Unión Soviética el lema es: «El que no trabaje, no come». Era verdad, si no trabajas no hay cartilla y mucho menos dinero, algo teníamos que hacer. Fuimos al Joloyilnik y les contamos lo que habíamos decidido. Contentas de tenernos con ellas, no vacilaron en decir que podíamos compartir la cama y ya veríamos cómo lo hacíamos para comer.

En el Joloyilnik trabajamos siempre en el turno de día, daban una comida bastante más abundante y además trabajando con comida, algo se podía pizcar. No importaba que otra vez tuviéramos el retrete fuera -ya nos habíamos acostumbrado-, pero no había que usar el dichoso vestido de pana con grasa, pues allí el trabajo era mucho más limpio y bastante más agradable.

En la entrada del Joloyilnik había una garita. Los del ejército, para no variar, la cuidaban y a todos los que entraban o salían los registraban. Desde el primer momento las españolas dijeron «a nosotras nadie nos pone las manos encima». Lo curioso es que nos hicieron caso, entrábamos y salíamos sin que nadie nos revisara. Esto les dio ocasión para que todos los días nos sacaran a Isabel y a mí un kilogramo de helado (estaba riquísimo) y comiéramos algo una vez al día.

Así no podíamos continuar, no me llamaban de la embajada   —105→   y la salida del país no la veía muy clara. Fuimos a hablar con el director de la fábrica de conservas; era judío, muy agradable y comprensivo. Le expusimos nuestro caso y nos dijo que no podíamos estar sin trabajo, por lo tanto que fuéramos al día siguiente y él nos diría qué hacer. Ya formamos parte del Joloyilnik. El primer día de trabajo en la fábrica de conservas me pusieron una barrica llena de caramelos y mi trabajo era tener que envolver todos los dulces que contenía la barrica. No sabía hacerlo, pero pronto aprendí, sólo que ese día acabé con dolor de dedos; aún así, feliz por el trabajo y porque además nos dieron de comer mucho mejor que en la fábrica anterior. De sopa nos dieron borsch, la sopa de verduras típica rusa y además la papilla que comimos durante toda la guerra. De todas maneras pude comer algunos caramelos.

Pasaron los días y por fin me llamaron de la embajada. Ya habían juntado a todos los que saldríamos para México. Iríamos veintiún jóvenes con nuestros corazones llenos de esperanza por encontrar una vida mejor y, lo que más importaba, a nuestras familias. Cuando Javier se enteró de que yo estaba en el Joloyilnik enseguida vino a verme para que, si era posible, le diera algo de comer; el pobre lo estaba pasando muy mal, dormía en una terminal de tranvías y no comía. Claro que saqué algo y se lo di, la ventaja de haber dicho que a las españolas «nadie nos tocaba», me permitió hacerlo sin que se dieran cuenta. Desde entonces, Javier venía y le ayudaba siempre que podía.

Empezamos con los preparativos para la salida de Rusia. Hasta mis compañeras que se quedaban estaban felices y cuando ya tenía que ir a la embajada de México o a la de Estados Unidos me acompañaban dos o tres de los chicos, para que no fuera sola.

No sé y no me puedo explicar por qué me buscaron a mí. El caso es que un día me llamaron y me dijeron que fuera a Narcomprós.   —106→   Cuando fui me estaban esperando cinco militares que impresionaban con su uniforme y los galones. Me estuvieron haciendo muchas preguntas y, sobre todo, querían saber qué iba yo a decir de la Unión Soviética en América. Me dijeron que los refugiados españoles en México se estaban muriendo de hambre y que lo pensara muy bien, pues una vez puesto el pie en territorio extranjero, en este caso el barco, pues era de nacionalidad estadounidense, no podría volver a la Unión Soviética.

Me di cuenta que no les hacía gracia que saliéramos y les contesté como yo sabía que ellos querían que respondiera. Todo fue bien, pero sinceramente, tuve miedo.

A todas las muchachas que salíamos, nos dieron un traje sastre, un sombrerito y un abrigo. Además nos dieron zapatos de nuestra medida y ¡de tacón! Bueno, yo no lo podía creer, pensamos que veníamos muy bien vestidas. Nos dieron además 57 dólares a cada uno ¡era increíble! Nos acompañaría en el viaje el secretario de la embajada de México en la URSS, el señor Espinoza, una persona de lo más agradable.

El día 20 de diciembre de 1945 salimos en tren de Moscú rumbo a Odessa para de allí embarcar hacia Nueva York. Nos juntamos en la embajada y fueron muchos los que nos acompañaron hasta la estación. Todos los del Joloyilnik vinieron y además, para que tuviéramos de comer durante el trayecto en tren, sacaron de la fábrica entre todos 40 latas de conserva. Gracias a eso comimos bien en el tren, lo malo fue que allí sí se dieron cuenta y los tuvieron detenidos un día. Esto lo supimos en Odessa, pero habla del compañerismo que existía entre todos nosotros. El que podía ayudar lo hacía y de todo corazón.

El día 25 de diciembre cumplía diecinueve años Maricruz, pensamos que valía la pena celebrarlo. Ella llevaba un abrigo que le dieron en la casa infantil donde estaba, por su enfermedad.   —107→   Lo vendió en el mercado negro de Odessa y compramos comida para todos e invitamos al señor Espinoza. Nosotras pensamos que comiendo era la mejor manera de celebrar lo que fuera y estuvimos muy contentos. Nos llevaron a la ópera de Odessa a ver Tosca. No entendimos nada porque estaba cantada en ucraniano, pero el teatro era bonito en verdad. El día 27 de diciembre, yo cumplía los dieciocho años.

Embarcaríamos al día siguiente. El barco estaba en puerto y lo podíamos ver desde la habitación del hotel donde estábamos. ¿Cómo poder expresar lo que sentíamos al verlo?




El barco de la esperanza

El barco se llamaba Mormankmun, era de carga pero para nosotros como si fuera el más lujoso trasatlántico. ¿Qué más daba? ¡Íbamos a México a reunirnos con nuestros padres y hermanos!

Salíamos de Rusia: Maricruz y Gonzalo Arjona, Laura, Milagros, Begoña Barona, Josefina Valverde y Carmen La Roquette, Luis Rivas, Antonio Molina, Enrique Vázquez, Covarrubias, José Mª Lambarri, Elena Roces, Manolo, Javier Tourné y yo; no me acuerdo de todos los nombres y lo siento, como ya dije, éramos veintiuno.

A las muchachas nos pusieron en unos camarotes con literas. Llevábamos una maleta que también nos habían dado, pero iba vacía, y la pusimos en el suelo, llevábamos lo puesto, tan contentos. ¡Ya tendríamos más! A las 6 de la tarde del día 28 de diciembre de 1945, zarpábamos rumbo a América. Estaba tan feo el día que me acuerdo que el mar se veía obscuro completamente y comentamos que con razón lo llamaban Mar Negro.

En el barco nos «pusimos las botas». ¡Qué bien comíamos!   —108→   Las chicas comíamos en el comedor de los oficiales y al pobre del señor Espinoza lo traíamos además de maestro para que nos enseñara a comer. A la edad que teníamos nos dimos cuenta de que no sabíamos coger los cubiertos y para todo era: «Señor Espinoza, ¿cómo se come esto?». «Está feo que yo empiece antes que ustedes, pero charlen con los cubiertos en la mano y miren como lo hago; así, con disimulo, me ven y aprenden».

Tuvimos tiempo durante la travesía para aprender algo y para engordar. Además aprovechamos la ducha y nos bañábamos dos o tres veces al día, con el agua muy caliente. Yo lo que quería era llegar a México sin piojos, aún tenía muchos y claro, me daba vergüenza, casi lo logré, no del todo.

Desde que salimos de España no habíamos visto el chicle, así que en el barco todo el día estábamos con el chicle en la boca, al grado que solíamos manchar los «trajes nuevos» y teníamos que pedir gasolina para quitar la mancha. Se nos quedaba pegado en la chaqueta, porque lo estirábamos. No teníamos otra cosa que ponernos.

De Odessa fuimos al puerto de Constanza en Rumania. Al salir hacía muy mal tiempo y yo me mareé, salí corriendo del comedor y como llevaba tacones, me caí por la escalera, me di un golpe en la cara y me lastimé el brazo izquierdo. Me metieron en la enfermería, pero ni sabía qué tenía en el brazo pues no llevaban rayos X. Cuando llegamos a Burgas, en Bulgaria, nadie bajó más que yo pero para ir acompañada del médico del barco a otro médico y que me sacaran radiografías; no lo tenía fracturado pero sí lo llevé en cabestrillo hasta llegar a Nueva York.

De Bulgaria regresamos otra vez a Rumania. Llevábamos de carga tabaco pero creo que no llevaba toda su capacidad. Zarpamos de nuevo y pasamos por el estrecho de los Dardanelos y volvimos a anclar frente a Estambul. El viaje era precioso,   —109→   comíamos todo lo que queríamos y ¡qué distinto se respiraba en el mar! Los americanos se quedaban boquiabiertos al vernos comer y nos decían: «El Camarada Pepe no los alimentaba muy bien, ¿verdad?»

Entre comidas íbamos a pedir: chicken, please o apple, please. Era todo nuestro inglés. Como no sabíamos hablar inglés, nos reíamos y ya estaba; nos lo daban y nos lo comíamos. Zarpamos de Estambul y llegamos a Orán. En estos lugares no nos podíamos bajar del barco, sólo en Constanza, Rumania, y en Burgas, Bulgaria, sólo yo bajé como antes dije.

Íbamos a pasar por el estrecho de Gibraltar, ¡España! No lo podíamos creer. Nos avisaron que aproximadamente atravesaríamos el estrecho a las 3 de la mañana, ¡pues a esperar toda la noche! ¿No valía la pena ver España, aunque fuera de lejos y de noche? ¡Cómo no! Eso ninguno nos lo íbamos a perder. ¿Por qué tuvo que haber guerra? ¡Cuántas tragedias nos hubiéramos ahorrado!

Por demás está decir lo que sentíamos cada uno de nosotros. Vimos sólo unas luces, lejos, pero era la península ibérica; era española. ¡Cómo lloramos! La emoción no nos cabía en el pecho, pero nos decíamos unos a los otros: ¡vamos con nuestros padres! Allí está España. Los nuestros están en México y ¡para allá vamos! Esa noche no dormimos; no nos importó, teníamos la satisfacción de haber visto España.

Enfilamos rumbo a Nueva York, hubo muchos simulacros; existía el temor de encontrarnos con alguna mina. Nosotros decíamos: «Si no nos hemos muerto antes ¿cómo nos vamos a morir ahora?» y estábamos tranquilos.




Últimas peripecias

Tres días antes de arribar a Nueva York tuvimos una tormenta como para asustar a marineros, tripulación y refugiados rumanos   —110→   y búlgaros que también iban en el barco. Todos se pusieron hasta los salvavidas. Nosotros, que veníamos henchidos de optimismo, no lo hicimos, nos sentamos en el suelo de un pasillo y nos pusimos a cantar. El barco se quedó sin luz y varado en alta mar durante 6 horas. Transmitió un SOS y vinieron tres barcos en nuestra ayuda. No pasó nada y seguimos rumbo a Nueva York. El caso salió hasta en los periódicos en México, con el consabido susto de nuestros padres. Llegamos a puerto felices, en el muelle nos retrataron para el periódico. Nos repartieron en cinco o seis casas a 60 millas de Nueva York. A mí me tocó con Milagros La Roquette y María Rivas, las tres juntas, en casa de un matrimonio con un hijo; nos dijeron que eran comunistas. La primera noche, la señora nos prestó camisones de seda para dormir: se dio cuenta que no traíamos nada. Nos mirábamos al espejo y nos movíamos como si estuviéramos bailando el «gran vals». La verdad es que debíamos de parecer tontas, de todo nos asombrábamos, además nos metimos en la bañera (hacía años que no veíamos una) y nos estuvimos dentro del agua caliente media hora cada una.

Al día siguiente bajamos a desayunar; la señora ya nos tenía preparada la mesa. Nosotras hablábamos en español. Con la señora no podíamos hablar pues no nos entendíamos más que por señas. Ni ella hablaba el español ni nosotras el inglés. Nos puso un aparato eléctrico en la mesa y nos dio mucho gusto, dijimos «qué amable nos pone radio y todo». En esto vimos que metía dos rebanadas de pan en el aparato y pensamos: «No puede ser, debe estar loca, está metiendo el pan en la radio». Pensando así, de repente, el pan que brinca y tostado. Nos asustamos y lo volvimos a meter, el pan se quemó. Pobre mujer, ya me figuro lo que habrá pensado de nosotras, pero no dijo nada, ni en inglés.

Todo en Nueva York nos parecía increíble; el señor Espinoza   —111→   nos llevó a restaurantes y centros nocturnos, a tiendas. En fin, él quería que abriéramos un poco los ojos, pues sinceramente no sabíamos nada de nada. Estuvimos seis días en la ciudad de los rascacielos y nos impresionó y nos encantó.

A México viajaríamos en un autobús nada más nosotras; preferimos este medio de transporte en lugar del tren, pues pensamos que así conoceríamos más lugares. Cuando llegamos a Dallas nos quedamos a pasar la noche allí. No sé a quién se le ocurrió, pero nos llevaron a un convento, había chicas estadounidenses y algunas mexicanas que estaban allí para aprender el inglés. Nos pusimos a hablar con las mexicanas y resultó que una o dos de las chicas conocían a mis padres, eran hijas de españoles. ¿Cómo?, no me acuerdo, pero la conversación giró acerca de la religión, ellos nos dijeron su idea de cómo se formó el mundo y el hombre y nosotras la nuestra. Nosotros sostuvimos que la teoría de Darwin era la correcta y nadie nos pudo sacar de allí. Cuando llegué a México, mamá ya se había enterado y decía: «¿cómo mi hija puede decir esas cosas?». Me di cuenta de que, en realidad, no sabían dónde habíamos estado y que no se daban cuenta de que la única doctrina que enseñaban en Rusia es la de Marx y Engels. Al día siguiente fuimos a misa.

Llegamos a México el 5 de febrero de 1946. Entrando a la ciudad, un coche lleno de gente nos venía siguiendo. Como en Nueva York estuvimos en las oficinas de Negrín y me habló de papá, yo sabía que era uno de los que mejor le había ido y que por supuesto tenía coche. Al ver al que nos seguía, pensé que podría ser mi familia que había salido a nuestro encuentro y por poco me salgo por la ventanilla. El chofer le dijo al señor Espinoza que si no me estaba quieta, paraba el autobús. No era mi familia y me senté.

Llegamos a una terminal de autobuses, situada en la que hoy es la avenida de los Insurgentes Norte. Había muchísima   —112→   gente; agarrados de la mano los que estaban en primera fila eran mamá y papá. Los reconocí al instante, más gordos pero eran ellos. ¿Cómo voy a describir lo que sentí? Imposible, ya que todo lo que dijera sería poco. Me pueden entender las personas que, como yo, han pasado lo mismo. Me bajé del autobús y ¡caray! yo quería fundirme en el cuerpo de mamá, adorada mamá. Nos separamos cuando más falta me hacías, toda mi adolescencia, sin ti, sola en un país que no era el mío y perdí a mi hermano y pasé cosas horribles, sin un consuelo, sin alguien que me abrazara y besara y me dijera, «Me tienes a mí», «Llora lo que quieras; que yo siento lo mismo que tú». ¿Por qué la guerra de España? Si no hubiera sido por ésta, no hubiéramos sufrido tanto todos los niños españoles y eso, por suerte, yo lo puedo contar.

Aquello fue el acabose, besos y abrazos de todos, hasta volví a ver a mi abuela, que no sabía que estaba en México y también conocí a otro hermano, el más pequeño que nació en el año 1943. No hacía más que mirarlos a todos, me parecía imposible ¡tanto lo había soñado! Los vi tan guapos y saludables, ¿cómo me verían ellos a mí?

Nos fuimos a casa. En cuanto entré, mi olfato me llevó a las nubes. Mamá, como si supiera lo que tanto había anhelado, hizo para el desayuno chocolate con churros. La volví a abrazar y le dije: «¡Qué ganas tenía de un desayuno a la española!» Todavía no sabían todo lo que les tenía que contar. En resumidas cuentas, era tal mi emoción que no pude probar bocado y no desayuné. Yo juré que cuando tuviera comida no iba a desperdiciar ni un ápice, lo comería TODO. Era un crimen tener y no comer.

Por la tarde del día 5 de febrero, vino a casa mucha gente para conocerme, entre ellos el que, después de transcurrido un año de mi llegada, sería mi adorable marido; él me ha compensado ampliamente de todo lo que tuve que sufrir.

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Hoy tengo una familia feliz con dos hijas y cuatro nietos y la suerte de vivir en un país que nos acogió con cariño y por el que sentimos profunda gratitud. Y, a pesar de los sufrimientos por los que tuve que pasar a causa de la Segunda Guerra Mundial durante mis años en la URSS, también en mi corazón guardo gratitud hacia el pueblo ruso que me abrió las puertas siendo niña con el propósito de liberarme de la cruenta guerra civil española.

Tengo ya más de sesenta años y mi único deseo es que ningún ser humano se vea sometido a las penas y sufrimientos en que yo me vi en mi juventud. Desgraciadamente las circunstancias del mundo actual me hacen pensar que los pueblos no aprenden de las experiencias del pasado. Yo tuve que vivir una guerra mundial precedida por el levantamiento franquista. Pero logré, años más tarde, tener una vida normal. A mi hermano Rafael, y a cuantos dejaron la suya en tierra lejanas, les rindo el homenaje de mi sentido recuerdo.