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ArribaAbajoMi vida en Francia durante la ocupación alemana

Leonor Sarmiento


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Mi vida en Francia durante la ocupación alemana


Julio de 1936

Estamos de vacaciones. En septiembre será el ingreso al Instituto de Segunda Enseñanza, pero antes vamos a la playa, a Ribadesella, donde siempre lo pasamos muy bien.

Después de desayunar, voy con la abuelita a revisar qué flores nuevas hay en el jardín y, luego, a la Cueva a ver cómo van los injertos que hicimos la semana pasada. Como siempre se nos hace un poco tarde y, cuando regresamos a casa, no se ve el movimiento habitual a la hora de la comida. Papá tenía que haber salido temprano para Oviedo pero, a última hora, dejó el viaje para el día siguiente, a fin de encontrarse allá con no sé quién el día 17. Con varios vecinos, mis padres estaban en el comedor al lado de la radio y escuchaban, al parecer, noticias importantes.

Al cabo de un rato de no entender qué pasaba, oí la voz de mi madre que, con gran angustia, decía:

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-¡Pero esto es la guerra!

Casi no comimos; todos seguían oyendo las noticias que, para la noche, eran desalentadoras: un golpe militar muy bien organizado. Al día siguiente, gran confusión en las noticias: Oviedo en poder de los rebeldes pero el resto de Asturias estaba con la República y ya se organizaban batallones para combatir a los alzados. Se luchaba en la frontera con León y era necesario ayudar enviando víveres desde la retaguardia. Mi padre, que tenía gran ascendiente entre los campesinos, se echó a la calle, para colectar y tuvo un éxito increíble. «Si nos dan sus vidas -le decían-, lo menos que podemos dar son víveres».

El Instituto de Segunda Enseñanza de Cangas de Onís se convierte en hospital de sangre. No habrá clases; con el paso de los días la situación no mejoraba. Sólo se oían rumores; «que si los franceses van a enviar armamento»; «que si la Sociedad de Naciones va a impedir que Alemania e Italia prosigan mandando tropas»; «que ya llega gente de todo el mundo a luchar en las Brigadas Internacionales...». Pero un día llega la noticia de la caída de Irún mientras, en la estación de Hendaya, Francia, estaban detenidos, por órdenes del gobierno francés, los vagones cargados de armas que tanto se necesitaban para los milicianos. De Radio Madrid empezaban a llegar canciones de guerra, como Las Compañías de acero, y también la noticia de la muerte de Federico García Lorca y nuevos poemas de Alberti y Altolaguirre.

Arreciaban los bombardeos del buque Almirante Cervera sobre Gijón y veíamos pasar aviones que, de vez en cuando, soltaban sus bombas o una ráfaga de ametralladora para asustarnos. En vista de esto mis padres decidieron que los cuatro hermanos saliésemos de casa desde temprano y viviésemos en la finca La Cueva con la abuelita, proposición que nos pareció buenísima. Allí nos divertíamos mucho, a más de que había   —147→   mucha fruta.

Todo seguía mal; en casa mamá siempre estaba pendiente de las noticias y de los partes de guerra. Todos los jóvenes y hombres maduros estaban en los frentes y, desgraciadamente, llegaban noticias de bajas. En la Sociedad de Naciones inventaban mil pretextos para no intervenir, no llegaban armas, el ejército del Norte casi no contaba con aviones, mientras las escuadrillas alemanas e italianas se paseaban como querían por el aire. El cerco sobre el norte se iba cerrando cada vez más. Cae San Sebastián, destruyen Guernica, cae Bilbao, ya están cerca de Santander. En Asturias se oían muy cerca los cañonazos.

Un buen día llegó papá diciendo que hiciéramos las maletas, pocas y ligeras, ya que como buen optimista, pensaba que en dos o tres meses estaríamos de regreso. Esto sucedió en los últimos días de septiembre de 1937. Fuimos a casa de don Gaspar, un amigo de papá que tenía una finca grande cerca de Gijón. Unos días antes de nuestra llegada había caído un obús a pocos metros de la casa, pero no explotó. Allí no nos faltaba nada, pero estábamos muy preocupados. Don Gaspar nos divertía mucho contándonos cuentos; la pasábamos bien pero cada día bombardeaban más. Empezamos a saber qué medidas tomar en caso de alerta:

1. No correr a lo loco; si estábamos en el campo meterse bajo un árbol para que la sombra nos ocultase; si caían bombas meterse un palito en la boca para preservar los oídos.

2. En casa, ponerse en los quicios de las puertas o meterse debajo de los muebles.

Una vecina nos contaba cómo a su hija la habían sacado sana y salva de entre los escombros pues se metió bajo la cama.

Un día bajé a Gijón y nos agarró un bombardeo. Fue horrible; corrimos con desesperación hasta llegar a un refugio y allí permanecimos hasta que se oyó cómo se alejaban los aviones.   —148→   El ruido de la explosión de una bomba nunca se puede olvidar. Corrían rumores de lo más contradictorios «que si los ingleses mandarían barcos para sacarnos»; «que si la marina franquista no les dejaba pasar...». La gente iba al puerto para ver si salía algún barco; ya los franquistas estaban muy cerca, habían bombardeado y tomado Cangas de Onís.




Rescatados por un barco inglés

Por fin, una tarde llega un amigo de don Gaspar y nos dice que tiene unos litros de gasolina y que está dispuesto a llevarnos, de inmediato, a San Juan de Nieva, donde dicen que sale esa noche un barco inglés. Salimos al anochecer con lo indispensable y, efectivamente, había un barco inglés y en él salimos de Asturias.

Del trayecto entre Variña y San Juan de Nieva no recuerdo más que lluvia, oscuridad y grandes hoyos en la carretera debido al bombardeo de unas horas antes. Mi hermano Manolo, de tres años, lloraba y no se quería subir al barco porque decía que aquello estaba lleno de fascistas y nos iban a matar a todos.

De este viaje hasta La Pallice poco puedo contar. El Cantábrico estaba embravecido y el barco parecía una cáscara de nuez. Papá y yo nos mareamos de una forma terrible; yo no podía ni levantar la cabeza del suelo. Primero estuvimos en cubierta pero, cuando las olas empezaron a barrerla, nos bajaron a las bodegas. Como era un barco que transportaba carbón, no había camarotes pero sí polvo de carbón por todas partes. Yo ni me enteré cuando un barco franquista nos quiso hacer regresar a puerto, pero el capitán defendió su derecho a transportar heridos y mujeres con niños, y nos dejó continuar. Efectivamente, sí iban   —149→   muchos heridos y algunos soldados.

Por fin desembarcamos en La Pallice y parecíamos africanos, por el polvo del carbón. Un amigo de papá, que estaba en la embajada de España en París y se encontraba allí para recibir a los refugiados, no creía que fuéramos nosotros. En unas tomas de agua que había entre los rieles del tren, nos permitieron lavarnos un poco la cara y las manos. Por cierto que de repente oímos una sirena y con un movimiento automático todos nos tiramos a tierra. No pensamos, al oír el aullido de la sirena, que allí no nos podían bombardear.

El mismo día nos mandaron a España, en un tren especial cómodo y limpio. Al pasar por las estaciones había gente esperándonos con cosas para comer; también las autoridades nos daban comida pero no bajábamos del tren. Veíamos caras que nos saludaban con simpatía. El mismo día, en la tarde, llegamos a Puigcerdá, un hermoso lugar en la provincia de Gerona y nos instalamos, de momento, en el hotel.

Papá fue a Barcelona y el Ministerio de Guerra le encargó el control del envío de madera hacia los frentes de guerra de la región de los Pirineos. Como los bombardeos arreciaban en Barcelona, mis padres pensaron que lo mejor era ir hacia las montañas; entonces nos dirigimos a Bellver de Cerdeña, en la provincia de Lérida. Allí nos acomodaron en una casa cuyo propietario sólo pasaba en ella los veranos. La casa estaba en un pueblo llamado Pi, en la falda de la Sierra del Cadí, un lugar bonito.

Nos recibieron con ciertas reservas; no faltó quien pensara que íbamos a comerles su pan. Al poco tiempo, y a medida que nos conocieron, cambió su actitud y nos aceptaron plenamente siendo muy buenos amigos. Era invierno y hacía un frío horrible; decían que hasta 20 grados bajo cero. El trigo lo sembraron a principios de octubre para que, al llegar el deshielo, brotaran los trigales como por   —150→   encanto. Luego nos trasladamos a Bellver, capital del Concejo, a un piso bonito, que tenía una terraza hermosa sobre el río Segre desde donde se veía brillar las truchas.

Mamá estaba muy enferma y, además, embarazada. El 21 de mayo de 1938, nació Marichu, una criatura extremadamente pequeña; como mamá no la podía criar, nos creaba un problema enorme pues devolvía toda la leche que le dábamos y, además, lloraba continuamente. Por esas fechas también enfermó la abuelita, así que yo me las veía negras para atender a todo, pues papá tenía que acudir a sus obligaciones. A veces me conseguía algunas latas de leche condensada y, mientras duraban, Marichu estaba bien y todos descansábamos, pero no era todos los días. Por fin, a los tres meses ya pesaba tres kilos.

La guerra continuaba, y a pesar de las esperanzas de recibir ayuda, las cosas se tornaban muy difíciles. El asedio sobre Madrid, la batalla del Ebro, la separación de la parte catalana del resto de la España leal, y otra vez el cerco que se cerraba y las bombas... Un día hubo un ametrallamiento, y charcos de sangre en la calle; y, mientras tanto, mamá seguía mal y la abuelita se agravaba.

Desde Bellver mamá escribió a un tío suyo que vivía en México, quien ya antes de la guerra había hecho ofertas a papá para que fuera allá con un buen empleo en la industria que tenía. El tío Manuel, que así se llamaba, contestó rápidamente enviando un visado para venir a México toda la familia. Papá no lo pensó mucho; decidió que salir entonces era desertar; y allí nos quedamos esperando las consecuencias.

La abuelita era extraordinaria; no tenía miedo a las bombas, pero estaba enferma de pena viendo que todo se derrumbaba, su hija que no mejoraba, la nieta chica con pocas esperanzas de vida y los otros con un porvenir tan sombrío. El 16 de diciembre de 1938, falleció. Yo lloré mucho, quizá como   —151→   nunca. A los pocos días tuvimos que salir de Bellver, un pueblo del que, a pesar de todo, guardamos un buen recuerdo por tanta gente amistosa y cordial que siempre nos ayudó. Volvimos a Puigcerdá y nos alojamos en casa de otros amigos que allí vivían. Escaseaba más la comida pero nos las arreglábamos.

Íbamos por las masías y siempre se conseguía algo. Un día, con mi hermana Gely, bajamos (Puigcerdá está sobre un montículo), cerca de la estación a buscar leche, llegaron los aviones y corrimos para guarecernos bajo un saliente de las rocas, pero cuando más corríamos, más resbalábamos en la nieve. Total, que se nos cayó parte de la leche y cuando llegamos a un lugar de abrigo ya había terminado la alarma.

Puigcerdá, que es una ciudad preciosa, propia para deportes de invierno, estaba que daba pena: las calles hechas un lodazal de nieve sucia, llena de soldados, de refugiados, de heridos; todos con la esperanza de pasar a Francia. Además, hacía un frío que calaba hasta los huesos.

Era verdaderamente patético lo que ocurría allí. Aquellas columnas que, meses antes, iban a la lucha cantando y llenas de entusiasmo a defender una causa justa, ahora regresaban maltratadas y cargando, en muchos casos, con aquellos compañeros menos afortunados que volvían heridos o mutilados. En las calles se prendían fogatas que se alimentaban con muebles.

El 7 de febrero bajamos a la estación, pues salían trenes hacia Francia. Cuando estábamos esperando, sonaron las sirenas y el pánico fue indescriptible; no podíamos correr, pues mamá casi no podía caminar; permaneció sentada sobre una maleta con Marichu en brazos, sin poderse mover. De repente, nos dimos cuenta de que Ángel, mi hermano, no estaba con nosotros; dejamos a mamá con los dos chicos y corrimos a buscarlo. Lo encontramos y, no sé si la búsqueda duró cinco   —152→   minutos o media hora, pero la angustia fue horrible.

Por fin, con la ayuda de unos soldados, subimos a mamá al vagón; un vagón para ganado, donde había paja en el piso para acostar a los heridos. Salimos rumbo a Francia.




En tierra francesa

En La Tour de Carol nos bajaron para subir a un tren de pasajeros. En el trayecto perdimos una maleta. Cuando se tiene poco, un poco menos ya qué importa. Lo importante era que estábamos a salvo y deseábamos que papá también pudiese salir pronto.

No sabíamos hacia dónde nos llevaban. Pasábamos por Carcassone, Nîmes, Avignon, Lyon... En la estación había gente saludándonos y dándonos comida por las ventanillas. El problema era que no nos daban leche y Marichu lloraba de hambre con desesperación. En una estación nos llegó una lata de leche condensada «La Lechera» y, como no teníamos agua potable, no nos sirvió, hasta que mamá, cansada y angustiada de oír el llanto de Marichu, dijo que si tenía que morir, mejor que se muriese harta de comida y no de hambre; así que alguien que traía un abrelatas se lo prestó, y le dimos a Marichu la leche condensada sin diluir. Todos estábamos con gran expectación a ver qué pasaba y lo que pasó fue que Marichu se durmió plácidamente y varias horas después se despertó tan campante, como si hubiera sido el alimento ideal para un bebé.

Por fin nos paramos en Chalons-sur-Saône. Al bajar del tren mamá iba en tan pésimas condiciones que la comisión de recepción decidió que tenía que ir directamente al hospital y con ella Marichu.

A mis hermanos y a mí nos llevaron, con el resto de los refugiados,   —153→   a un antiguo cuartel bastante destartalado; nos dieron de comer y nos instalaron en unos cuartos donde en el piso había paja sobre ladrillos y mantas. Hacía un frío espantoso: amontonamos toda la paja que nos correspondía en una esquina y nos acostamos, los cuatro, bien acurrucados, para darnos calor, consolándonos saber que mamá y Marichu no pasarían frío.

Un día nos llevaron al hospital a ver a mamá, que ya estaba mejor, igual que Marichu, pero muy angustiada pues no sabíamos nada de papá. Las monjas trataron muy bien a mamá y a Marichu. Al salir de España, mamá nos había colgado al cuello cadenas y medallas que traía, para que no se perdiesen y para, si era necesario, venderlas para sobrevivir. El buen trato que les daban a ellas, contrastaba con la poca atención que recibían otras compatriotas en el hospital, lo que hizo que mamá se enfrentara con las monjas reprochándoles su falta de caridad cristiana. Al día siguiente la devolvieron al refugio. A pesar de estar ya a mediados de febrero el frío era horrible y los sabañones en los pies, las manos y las rodillas, estaban a la orden del día.

A los dos días nos enviaron a un pueblecito cercano llamado Saint Verain-sous-Souvigny. Allí también hacía mucho frío. Nos alojaron a varias familias en una casa grande. Cada familia tenía una habitación y la cocina era en común. Aparte del frío la gran angustia era la falta de noticias de los hombres. ¿Habrían logrado pasar a Francia?

En ese pueblo sus habitantes, gente sencilla, obreros la mayor parte y socialistas, nos trataron como hermanos en desgracia. En el ayuntamiento nos daban, cada semana, unos francos por familia para poder comer; y la gente del pueblo a diario nos llevaba cosas: quién unas docenas de huevos, quién un pollo, una col. Hoy, después de cincuenta años, se me saltan las lágrimas al recordar aquellas muestras de solidaridad.

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En los últimos días de febrero (1939), recibimos noticias desde París, de un amigo de papá a quien escribimos al llegar y a quien papá también iba a escribirle para encontrarnos. Aún recuerdo la dirección: 55 Avenue Suffren. ¡Qué alegría dan las cartas cuando de ellas dependen tantas cosas! Por fin teníamos la dirección de papá y él la nuestra. Efectivamente, tres días después ya tuvimos noticias directas. Estaba en el Tarn et Garonne, en un pueblo llamado Caussade. Nos decía que iniciaba gestiones para reunirse con nosotros pues era menos costoso para las autoridades francesas pagar su pasaje que el de todos nosotros. El mismo día le contestamos contándole el frío que pasábamos y lo mal que estaba mamá y que hiciera todo lo posible por llevarnos hacia el mediodía a donde él estaba.

Gracias a la intervención de los masones franceses, logró que fuésemos nosotros a Caussade, a donde llegamos un día del mes de abril de 1939.

Desde el pueblo donde teníamos que tomar el tren para transbordarnos en Maçon Les Mines, nos acompañó un vecino que ya nos dejó instalados en el tren que nos llevaría hasta Toulouse, donde llegó papá a esperarnos. El vecino nos trajo una bolsa con comida para el viaje. Su nombre no lo supimos nunca. En Caussade había un refugio grande instalado en una vieja fábrica de sombreros pero ya muchas familias estaban viviendo en casas más o menos destartaladas. Papá consiguió una de una sola pieza donde había una mesa de ping-pong sobre la cual acomodamos varias colchonetas rellenas de paja, lo cual ya era un lujo; también una cama grande. En el refugio del mismo pueblo vivía un mutilado de guerra que se especializó en hacer vasos con botellas que conseguíamos en el basurero del pueblo y allí todos teníamos de esos vasos. Las latas de conservas vacías también eran elementos muy apreciados; bien abiertas y bien remachadas, se convertían en apreciadas   —155→   tazas y hasta platos. Con esta vajilla y unos cubiertos de plata que no se habían perdido, nos sentíamos millonarios.

Pero seguía la zozobra. Como había posibilidades de ir a México, papá quiso hacer valer el visado que nos habían mandado a Cataluña. Cartas iban; nos pasábamos los días esperando al cartero pero nunca llegó la respuesta esperada. Tuvimos noticias de la familia de España. Todos estaban encarcelados, mis tíos y mis primos; la casa saqueada, y luego incendiada, y los bienes confiscados y muchos amigos fusilados. Nuestras miserias no eran nada comparadas con lo que sucedía en España. Nosotros éramos más o menos libres, teníamos salud y estábamos juntos.

En el refugio se improvisó una escuela con una maestra joven que luego encontramos en México, en el colegio Madrid: es la maestra Amparo Latorre quien, con muy escasos implementos que hacían juego con nuestra vajilla, enseñó a leer en español a muchos de los niños que estaban en el pueblo. A los mayores, nos daba clases de francés un maestro mutilado de guerra cuyo nombre ya no recuerdo. ¡Cuánto reconocimiento le debemos a esos maestros, casi siempre anónimos!

Mamá mejoró mucho; por un lado, el clima; por otro, Marichu ya se desarrollaba normalmente y, además, ya estábamos juntos, lo que daba cierta tranquilidad. Allí daban para comer, creo que 7 francos diarios y 3 por cada miembro más, lo cual nos alcanzaba para comer y para sellos de correos; y, eso sí, no podía faltar el periódico aunque las noticias que venían de España y de otras partes no eran tranquilizadoras pues ya se palpaba la Segunda Guerra Mundial.

La ropa y el calzado eran otro problema agudo. Lo que traíamos de España nos estaba quedando chico. A veces nos daban ropa, que a mamá le hacía llorar, aunque terminó por comprender que mejor era arreglar esa ropa que nos daban que andar sin nada. Con los zapatos era más difícil pues no los   —156→   podíamos remendar nosotros. Pero, como en los cuentos de hadas, había en este pueblo un zapatero llamado Pierre que nos arreglaba los zapatos y que, si podíamos pagar, pagábamos y si no lo hacía sin cobrar, por simpatía a los refugiados españoles. Todos lo queríamos mucho. Tiempo después supimos que estuvo en la resistencia francesa, que cayó prisionero de los alemanes y que fue fusilado.

La festividad nacional del 14 de Julio, se celebraba en grande en toda Francia. Ese día de 1939, en Caussade, hubo gran fiesta de noche, en la alameda o jardín central. Las canciones de moda, entonces eran las que cantaba Tino Rossi y, de ellas, la más popular era J'attendrai. Fuimos un rato pero era difícil entender cómo toda aquella gente que nos invitaba a participar se divertía mientras nosotros estábamos sumidos en la desesperación. Los cohetes y los fuegos artificiales nos asustaban; nos recordaban otros estallidos mucho más mortíferos que hacía poco habíamos sufrido.

Llegaban las cartas con la promesa del embarque hacia México, pero nada más. Claro que cada carta nos levantaba la moral por unos días. Lo que sí llegó fue el sonido de todas las campanas del pueblo tocando a rebato. Era el 3 de septiembre de 1939.




Ha estallado la segunda guerra mundial

Empezó la movilización general de los franceses. Al día siguiente salieron por tren casi todos los hombres jóvenes para incorporarse a sus batallones. No estaban muy contentos de ir a defender a la patria. Contrastaba este espíritu decaído con el entusiasmo que tenían nuestros milicianos cuando iban al frente.

A los dos días, por orden de la Prefectura, nos acuartelaron   —157→   a todos los refugiados en una famosa fábrica de sombreros. ¿Seríamos tan peligrosos? Siempre hay gran diferencia entre los gobiernos y los pueblos; éstos nos veían con simpatía, aquéllos con recelo. Seguramente se daban cuenta de que si el gobierno de León Blum no hubiese traicionado a la República Española y se hubiera aplastado al fascismo en España, en ese caso no estaría Francia bajo la amenaza nazi-fascista y nosotros estaríamos en una España con paz.

En el refugio, se distribuyó lo mejor posible el espacio. Teníamos colchonetas de paja y, para guisar, unos hornillos de carbón vegetal con los que teníamos que tener mucho cuidado de no intoxicarnos.

Nos permitían salir una hora en la mañana para hacer compras y medio día a la semana para ir al lavadero público. El resto del tiempo lo pasábamos sin hacer nada; no teníamos libros ni juegos, ni siquiera una cuerda para saltar. La maestra Amparo seguía dando clases y también nos seguían dando clases de francés. A pesar de la incertidumbre y la zozobra, renacía una esperanza: «la guerra no puede durar -decían- y cuando las democracias triunfen, echaremos a Franco».

Nos molestaba mucho que los franceses nos hubieran encerrado. ¿Cómo podían pensar que fuésemos partidarios de los alemanes? ¿No se estaban enrolando muchos refugiados como voluntarios en el ejército francés?

Había en el refugio un viejo compatriota, creo que se llamaba Zurita. Hacía muñecos de cartón que clavaba en un palo, y con cuerdas les daba movimiento a las piernas y los brazos. El día de salida los vendía en el pueblo y, lo que recaudaba, lo enviaba al campo de Septfons, para distribuir entre sus compañeros. Era admirable, pues aparte de eso, entretenía a los niños más chicos del refugio, lo cual se le agradecía muchísimo. Un día nos avisaron que al siguiente nos trasladarían a Montauban. Papá se alegró mucho pues quizá de allí   —158→   fuese más fácil hacer gestiones para poder salir a cualquier país de América. De la estancia en Caussade, yo no recuerdo que nadie se quejase de que le hubiesen robado nada, ni disputas entre refugiados; al contrario, si alguien tenía un problema, siempre encontraba quien lo ayudase.

En Montauban también nos instalaron en un refugio donde el espacio que nos asignaron era bastante más reducido que el de Caussade. Allí convencieron a mis padres para que nos dejasen ir a los cuatro hermanos grandes a unas colonias para niños refugiados que había en Bayona, cerca de la frontera española, sostenidas por una sociedad de cuáqueros americanos. A mamá le costó mucho aceptar la separación pero, como era cerca, nos dejó ir. A mis dos hermanos los dejaron en un castillo llamado La Vignau y a Gely y a mí, en otro casi enfrente, llamado La Bridon.

Al llegar quedamos deslumbrados. Las habitaciones tenían literas con colchones, con sábanas y hasta con colchas. La comida era buena. Teníamos clases como en cualquier instituto; nos llevaban a visitar museos y hasta podíamos ir a la playa del Boacau en el Atlántico. A veces pensábamos si no estaríamos soñando.

Teníamos buenos maestros; el director nos daba Historia; el maestro Contreras, Literatura; una maestra Matemáticas. Aquello era increíblemente bello. El parque del castillo era grande y podíamos comer a gusto. Las obligaciones eran hacer la cama y, por turnos, ayudar a servir. Yo, que era de las mayores, tenía que ayudar a la encargada de la enfermería pero no había gran cosa que hacer. Vivimos en un sueño pocos meses. Otra vez las noticias que empezaron a llegar eran alarmantes.

El ejército alemán invadía Dinamarca y Holanda y entraba en Bélgica; la Línea Maginot se derrumbó como un castillo de naipes y empezaba la invasión de Francia y otra vez la angustia.   —159→   Pero ¿cómo iban a tomar París? ¡Jamás!

Y un buen día entran en París, luego en Orleáns y llegan hasta Burdeos sin encontrar resistencia, como en un paseo militar...

Recuerdo, ahora, que nos llevaron a la colonia un grupo de niños que venían del norte, posiblemente de Holanda, al parecer huérfanos y que iban a pasar a España. Después pensamos que debían ser judíos, a cuyos padres seguramente les habían deportado a Alemania. No nos podíamos entender con ellos. Muchos tenían sarna y piojos; esos días tuvimos mucho trabajo en la enfermería. Lo callado de estos niños contrastaba con lo ruidoso de los españoles. Siempre estaban tristes y en sus ojos se veía una pena muy honda. Estuvieron poco tiempo con nosotros y, una vez curados y limpios, se los llevaron a España. Decían que iban a los Estados Unidos.

En tanto mis padres hacían gestiones para trasladarse a un lugar no lejos de Bayona. No sabíamos si lo habían logrado porque estábamos aislados, sin correo, que hacía tiempo que ya no funcionaba. Cierta mañana se presentaron unos gendarmes con una orden del prefecto de los Bajos Pirineos -creo que se llamaba Ibernegaray-, para llevarse a todos los maestros a un campo de concentración. Nos sentimos completamente desamparados pues también se había marchado el personal inglés que coordinaba todas las colonias.




Llegan los alemanes

El día que dijeron que llegaban los alemanes, nos encerramos en el castillo y nos subimos a la buhardilla. Desde allí, se veía un tramo de la carretera Burdeos-Bayona. Los autos, tanques y camiones, estaban pintados de gris. Nadie decía nada.

Al día siguiente, no abrimos ni las ventanas. Al tercer día   —160→   era necesario salir a buscar leche y pan, por lo menos. Escogimos dos muchachos de los que podían pasar más por franceses, para disimular. Esperamos ansiosos su regreso y, cuando nos dijeron que se habían cruzado con los alemanes sin que les dijeran nada, nos sentimos un poco más tranquilos. Urgía hacer algo pues en cualquier momento nos podían poner en la calle, como sucedió unos días después. Llegaron en moto unos oficiales y, hablando en francés, nos preguntaron quiénes éramos y qué hacíamos allí.

Yo que hablaba un poco de francés, fui la encargada de contestarles que éramos refugiados españoles. Los dientes me castañeteaban y las rodillas se me doblaban; y no sólo a mí sino a todos los que estábamos allí. El oficial llamó a otro que se había quedado en la moto; llegó aquél, dio el clásico taconazo que nos hizo estremecer, hablaron algo en alemán y el recién llegado, en español bastante claro, nos dijo que él había estado como voluntario en España. Yo creo que todos pensamos que nos iban a fusilar de inmediato pero saludaron y se marcharon.

Esos días, muchos de los compañeros de la colonia se fueron con su familia, y ya sólo quedamos como unos veinte, cuando llegó la orden de que nos juntásemos los que quedábamos de las diferentes colonias hasta que nuestros padres apareciesen. Y así fue; a los pocos días llegaron nuestros padres y nos fuimos a Dax.

Allí papá trabajaba pero, como ganaba poco, yo quise ayudarlo. En el primer trabajo se trataba de cargar sacos de sal de 50 kilos en una carretilla. Cuando me fueron a dar de alta me despidieron pues tenía que ser mayor de dieciocho años.

En Dax conocimos a una familia bilbaína. Eran tres hermanas costureras y sastres y enseguida comenzaron a trabajar defendiéndose muy bien. Además, eran el paño de lágrimas de todos los refugiados que tenían problemas. Cuando terminaban   —161→   de coser, en la noche, ponían catres en el cuarto de la costura y siempre había españoles con necesidad que allí pasaban la noche. Jamás cobraron un céntimo a nadie y ayudaron a muchísimos.

A mí no me gustaba la costura pero, ante la necesidad, ellas me enseñaron a usar una máquina, y con ese aprendizaje, entré en un taller donde se fabricaban pantalones. Me tocó de vecino de máquina un aprendiz de sastre que me ayudó mucho, pero allí tampoco me duró el gusto pues, como a las dos o tres semanas, los alemanes se incautaron del taller donde cosíamos para el ejército alemán y no volví al trabajo.

Las noticias de la guerra eran pesimistas. Los víveres escaseaban y no teníamos dinero para comprar en el mercado negro. Papá contestó un anuncio en el que pedían una familia para trabajar en una granja y allá fuimos. El contrato era leonino pero íbamos a comer, más o menos. Nos trasladamos a Pissos, en el departamento de Landes y allí, en un caserío de Bern, nos instalamos.

Era a principios de 1941. Es una región rica en bosques de pino, de donde recolectaban la resina. Ya, ese año, recogimos cosecha de alubias y patatas. Teníamos tres vacas y, aunque de todo había que dar la mitad al patrón, con lo que nos quedaba hasta podíamos ayudar en algo a nuestros amigos de Dax que tanto ayudaban a todos.

En ese pueblecito, Bern, todos los hombres jóvenes estaban prisioneros en Alemania; sólo vivían allí los viejos y las mujeres que, a los pocos días de llegar nosotros, quizá por las ganas que le poníamos al trabajo, nos aceptaron plenamente. Mis hermanos fueron a la escuela; con ellos, eran diez alumnos. Allí les daban la comida del mediodía, que hacía una señora, Louise Harribey, un amor de mujer; su hijo estaba prisionero.

En Bern estábamos cuando el Pacto Alemania-URSS y entonces la moral se nos fue a los suelos. Había, a unos tres o   —162→   cuatro kilómetros del pueblo, un molino donde nos molían el centeno para hacer el pan. Era un paraje muy apartado al que yo iba cuando empezaba a anochecer a llevar el centeno. Tenían radio allí y oíamos la famosa emisión de la BBC, desde Londres: «Les français parlent aux français», una emisión que nos levantaba el ánimo. Claro que era terriblemente peligroso el sintonizar la BBC pero, como estaba muy escondido el lugar, las patrullas no se atrevían a internarse en el bosque.

Al quedar en este pueblo aislados de grupos españoles, se planteaba el problema de que los hermanos chicos que se incorporaron a la escuela francesa no olvidaran el español: cada día mamá nos enseñaba poesías. Gracias a esa determinación mis hermanos no olvidaron el español y yo aprendí mucha poesía en castellano.

Algo que desconocían por completo los niños refugiados eran los juguetes. Mis hermanos se acordaban de los que tenían en España pero Marichu ni ese recuerdo tenía. Ella jugaba mucho con Topinambour el gato y Nounouche la perrita, eran sus muñecos y se dejaban arrullar y envolver como tales. Un día mamá y yo le hicimos una muñeca de trapo con su carita bien bordada y una frondosa cabellera de pelos de maíz, se volvió loca. Al terminar la guerra, por el año 45 o 46, papá pidió a un amigo que estaba en Nueva York que le enviase una muñeca para la nena, y le envió una preciosa. Ya Marichu tenía ocho años.

En la granja aprendimos muchas cosas. En un horno de pan antiguo, de esos que tienen forma de iglú, hacíamos todo tipo de conservas, pues engordábamos gansos, pollos y conejos que, después de un proceso de asado en el horno, los guardábamos en unas ollas de barro donde se conservaban muchos meses; de este modo no teníamos que mantenerlos todo el año. También conservábamos los guisantes, los tomates y las zanahorias. La cuestión era sobrevivir lo mejor posible.

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A pesar de lo aislado del caserío, o quizá por eso, no nos faltaron las emociones fuertes.




Maquis y fugitivos: hacia la zona libre

Un buen día, en uno de tantos senderos por los que transitábamos, nos encontramos con unos hombres armados que al oírnos hablar español se identificaron como del maquis español, numeroso en el Sudoeste de Francia. Nos acompañaron hasta la casa, donde les dimos algo de comida, charlamos con ellos y respiramos fuerte cuando se fueron. Con cierta frecuencia pasaban patrullas de alemanes y el miedo era que se encontrasen con los maquisards en la casa o en los alrededores, pues en algún sitio donde esto ocurrió nadie quedó vivo.

También llegaban, a veces, prisioneros que se escapaban de los Batallones de Trabajo, que trabajaban en el llamado Muro del Atlántico, unas fortificaciones que estaban construyéndose en la costa que distaba de Bern unos 50 kilómetros. De esos fugitivos pasaron muchos por allí, rumbo a la zona de la Francia libre, es decir, la que no estaba ocupada por los alemanes.

De ellos me acuerdo particularmente de un soldado del Senegal, enorme y muy negro. Llegó a la casa al amanecer y hacía mucho frío. Lo invitamos a sentarse al lado del fuego y mamá le preparó una taza de leche caliente. Cuando aquel monumento de hombre, que no hablaba casi francés, vio que mamá le ponía un terrón de azúcar en la leche, se soltó a llorar y no paraba. A todos nos emocionó. Nos dio tanta ternura que, como llevaba los pies descalzos, en unos zuecos de madera y con un poco de papel, rápidamente recortamos unas esquinas de una manta y le hicimos unos escarpines para que pudiera caminar mejor.

Luego como ya se había hecho con otros fugitivos, mis hermanos,   —164→   Ángel y Manolo, empezaron a guiar unas vacas a través del bosque como si fueran pastoreando, y el fugitivo, a cierta distancia las seguía, guiado, en parte, por el sonido del cencerro, hasta un determinado punto, desde donde, siguiendo unas instrucciones que se le habían dado, pasaba a la zona libre. De allí, mis hermanos, con las vacas, regresaban a casa. Nunca supimos que hubieran detenido a ninguno de los fugitivos.

En el caserío de Bern nos integramos mucho con los vecinos. Después supimos que todos tenían que ver con la resistencia y que sabían que nosotros también ayudábamos. Un día nos convocaron a papá y a mí para presentarnos en el cuartel de la gendarmería de Pissos. Íbamos con mucho miedo pues nos avisaron que era un agente de la Gestapo quien nos iba a interrogar y que venía de Mont-de-Marsan.

Al entrar por un pasillo largo, uno de los gendarmes me dio una palmadita en la espalda y me dijo, bajito: «No se preocupen, estamos con ustedes». Creo que nunca tan pocas palabras nos dieron tanto ánimo. El interrogatorio duró varias horas, nos hicimos los inocentes y creo que gracias a los informes que antes les dieron los gendarmes, nos dejaron ir. Cuando llegamos, mamá estaba deshecha pues pensaba que ya no nos volvería a ver. Una noche, ya muy tarde, nos despertaron los ladridos de Nounouche, la perrita negra que tanto queríamos. A medida que iba retrocediendo hacia nuestra puerta, se sentían más desesperados los ladridos. Por fin tocaron a la puerta y, pensando en la posibilidad de que fuese una patrulla alemana, papá, temblando, abrió. Y no, no era una patrulla, era un grupo de maquisards, de una unidad de españoles que operaba en los alrededores y que traían a un compañero herido. Con las mantas de las camas tapamos puertas y ventanas para que no se viera luz desde afuera y allí lo curaron. La herida   —165→   no era muy grave: la bala había atravesado un brazo pero lejos del hueso. Ellos nos dieron la noticia del atentado contra Hitler, que acababan de oír por Radio Londres.

Era el 20 de agosto de 1944. La noticia nos volvió locos de contento pero, ¡cuidado!, no la podíamos comentar con nadie. Antes de irse los guerrilleros nos pidieron que, al amanecer, fuésemos al lugar donde se les había disparado el arma y tratásemos de encontrar el casquillo de la bala. Era en una encrucijada muy conocida y en cuanto amaneció salimos en la dirección indicada. Efectivamente, al pie del árbol que me habían indicado, encontré el casquillo. Estuve tentada de guardarlo pero era mucho el riesgo. Con mi mano lo hundí en la tierra y me sentí feliz.

Desde que llegamos a Pissos, seguíamos con necesidades fuertes de dinero. A unos diez kilómetros de allí trabajaba un grupo de españoles haciendo carbón y me aceptaron para trabajar con ellos. Uno era militar de carrera, otro creo que comerciante y también había otra mujer; éramos cinco o seis en el grupo. El trabajo consistía en cortar la leña; trabajo que nos pagaban por metro cuadrado y que, cuando se secaba un poco, la hacíamos carbón.

Allí aprendí a manejar el hacha y la sierra muy bien. Era un trabajo muy duro y, además, no había muchas veces nada de jabón para bañarnos cuando acabábamos de llenar los sacos de carbón. Hacía mucho calor, sobre todo cerca de los hornos, así que empezábamos a trabajar a las cuatro de la mañana. Yo salía de la casa a las 3.30 para estar lista a esa hora.

Aunque no nos faltaba realmente comida, sí había cosas que extrañábamos mucho, por ejemplo, el arroz. Mi hermana Marichu tenía tarjeta de racionamiento de la categoría E, enfant y, de vez en cuando, le daban 100 gramos de arroz que mamá guardaba para hacer la cena de Nochebuena, con pollo. Ese arroz con pollo es el más exquisito que yo haya comida   —166→   nunca. Los inviernos eran tremendos, fríos en las Landas, y los sabañones, un martirio, se ulceraban y todos los días me sangraban al manejar el hacha. Tenía yo sabañones en los pies, las rodillas, las manos, las orejas, y, aunque parezca de risa, en los glúteos, pues andaba a diario en bicicleta durante muchos kilómetros.

Los alemanes nos obligaban a entregar buena parte de los granos que cosechábamos para almacenarlos en Alemania. Controlaban las máquinas trilladoras y tomaban lo que querían. Como dice el refrán: «discurre más un necesitado que un abogado», así hicimos. Cuando recogíamos las gavillas de centeno se almacenaban y, unos días después, pasaba la trilladora. Al irlas almacenando poníamos unas cobijas en el suelo y dábamos palos, uno de nosotros lo hacía mientras pasábamos cargando las gavillas.

El resultado oficial era una cosecha muy baja pero a nosotros nos quedaba una reserva bastante buena de centeno, con lo que yo hacía un pan exquisito.

Un buen día, en un pueblo próximo, se quemó la trilladora. Fue un sabotaje de nuestros amigos del maquis español. Había que impedir que esos granos llegaran a Alemania. Los nazis estaban desesperados, y nosotros felices. Ya veíamos el fin de la pesadilla.




Hacia el fin de la guerra

Un 6 de junio de 1944, llegó la noticia tan esperada; los aliados habían desembarcado en Normandía. Habíamos visto, poco a poco, cómo aquellos soldados nazis tan arrogantes en 1940, iban cediendo en su arrogancia y cómo, en vez de jóvenes, ya estaban reclutando hombres viejos para los territorios ocupados. También había casi niños que, según decían, traían   —167→   de Polonia y otros países ocupados. Estos soldados se veían buenas personas, agobiados por la guerra y sólo deseaban el fin. Esperábamos con ansiedad los periódicos. Desde que los partes del ejército alemán comenzaron a hablar, cada vez más, de «repliegues estratégicos», sabíamos que las cosas iban bien para nosotros. También seguíamos yendo al molino por las noches para oír los partes de la BBC de Londres. ¡Qué meses de ansiedad pasamos!

Supimos del bombardeo a Biarritz, donde murieron la madre y dos hermanas de un amigo de papá. Fue un bombardeo como todos, estúpido, y los muertos fueron, en su mayor parte, civiles. Eran bombas americanas.

Durante los últimos meses de la ocupación alemana no había luz eléctrica pues la resistencia había volado la central; por ello no protestábamos ni nos parecía mal. Como tampoco había velas otra vez el ingenio trabajó: en una lata grande poníamos resina a hervir, con mucho cuidado, pues es muy inflamable: ya hirviendo, sumergíamos unas tiras de trapo o pedazos de cuerda y, bien empapados con una pinza improvisada, los secábamos y, al secarse, quedaban tiesos como una vela. Lo malo era que echaban mucho humo pero, poniéndolas debajo de la chimenea se iba el humo y daban bastante luz.

Después del desembarco de los aliados en Normandía, empezaron a espaciarse las visitas que hacían las patrullas alemanas, hasta que acabaron por desaparecer. Como no sabíamos si en algún momento reaparecerían, seguíamos con miedo. Cuando cayó Burdeos respiramos, aunque todavía con temor; un par de días después cayó Mont-de-Marsan y Dax. Poco después vimos una caravana de prisioneros alemanes, conducidos por civiles franceses y guerrilleros. ¡Qué diferencia! Iban arrancando, al pasar, brotes de unos zarzales para comérselos. Aunque el mal ajeno no debe regocijarnos, aquel día sentimos gusto de que quienes habían contribuido de manera tan importante   —168→   a nuestra desgracia se vieran, ahora, igual como nos habíamos visto nosotros poco antes; sólo que ellos agachaban la cabeza y los refugiados españoles la llevábamos en alto.

Renacía la esperanza. Si los aliados ganaban la guerra -y sería pronto- en tres o cuatro meses, a lo sumo, estaríamos en España. Cuando la toma de París, supimos del enorme contingente de soldados españoles que entraron, los primeros, hasta el Hotel de Ville. La bandera republicana ondeó en los Campos Elíseos; al norte de Burdeos, un batallón de vascos tenía sitiado al último reducto alemán del muro del Atlántico. Los primeros tanques aliados que entraron en París llevaban nombres de batallas españolas famosas: Belchite, Brunete... ¿Quién se atrevería a apoyar a Franco? Nadie olvidaría la División Azul.

Así pues, el camino de regreso estaba ante nosotros. Mamá se preocupaba de que había que arreglar la poca ropa que teníamos para que no nos vieran llegar tan derrotados. Unos años perdidos en la escuela se podían recuperar. Yo iría a cumplir mis veintiún años a España pues en agosto de 1945 ya estaríamos instalados, seguramente en casa de los tíos, mientras reconstruíamos la nuestra. Lo importante es que ya íbamos a regresar y que toda la familia seguía junta.

Empezaron a regresar los prisioneros franceses que estaban en Alemania y, entre todos los vecinos, organizamos un gran banquete. A mamá y a mí nos encargaron los postres. Como se logró reunir más de 200 huevos, hicimos un bizcocho «Lolita», que nos quedó excelente, relleno de una crema que también quedó exquisita y rociado con Armagnac. Todo de primera. Pensamos que aquel banquete sería, también, la despedida por nuestro regreso a España. ¡Qué ilusos fuimos!

Cincuenta años después, seguimos siendo exiliados sin poder regresar, aunque las causas que nos forzaron al exilio hayan desaparecido; sin haber hecho una carrera, sin nada. Lo   —169→   que nos queda es esa terrible nostalgia por España y el amor al país que nos dio paz y libertad. Empezaron a pasar los días y empezó el coqueteo de Franco con los aliados. De momento no pensamos en desplazarnos a ninguna ciudad; como pronto volveríamos a España, no valía la pena. Además, en las ciudades se tenía uno que auxiliar del mercado negro para conseguir muchas cosas, y en el pueblo no teníamos esos problemas. Así pues, yo seguí por las mañanas haciendo carbón y en las tardes ayudando en las tareas agrícolas. La situación internacional no se aclaraba para nosotros.

Al año siguiente unos amigos de papá, que vivían en Biarritz, nos buscaron casa y nos trasladamos allí. Mamá seguía mal de salud, pero allí estaba también mi tío, el doctor Leandro Pubillones, que la atendería.

Urgía trabajar; primero entré con un sastre con el que, aunque pagaba muy poco, aprendí mucho; después encontré trabajo en una fábrica de ropa para niño donde me pagaban bastante bien. Papá, que tenía ya casi setenta años, no encontró trabajo pero, con lo que yo ganaba en la fábrica más lo que cosíamos en casa, íbamos saliendo. Mi hermana Gely ayudaba en la casa, mientras mis hermanos Ángel y Manolo, de once y trece, y Marichu que ya tenía siete, iban a la escuela.

En la fábrica teníamos el sindicato de la CGT. Siempre les agradeceré el que gestionaran que me consideraran, a mi edad, como jefe de familia para cobrar el subsidio familiar, lo que nos ayudó mucho e hizo que mis hermanos pudieran ingresar al Liceo de Biarritz.

Allí no todo era sinsabores. Como la fábrica estaba muy cerca de la gran playa, durante el verano, cuando salíamos a comer a las doce, me iba al mar con otras compañeras. Nadábamos, tomábamos el sol, comíamos y cuando faltaban diez minutos para las dos, salíamos corriendo para llegar a tiempo a la fábrica. El padre de una de las chicas era el encargado de   —170→   las sombrillas en la playa y siempre encontrábamos una reservada en el mejor lugar.

En el verano teníamos que pagar cuatro veces más de renta y eso nos ponía en grandes aprietos económicos. Alguien nos regaló un calendario mexicano con la foto de una muchacha vestida con una blusa típica. Se me ocurrió copiarla y hacer una blusa que quedó bonita. La llevé a una tienda que estaba en los bajos del Casino Bellevue y, como gustó, me encargaron muchas, lo que nos solucionó el problema de la renta. Claro que yo seguí en la fábrica.

Ese año a papá le dio una pulmonía de la que creíamos que no se salvaría; sin embargo, gracias a la penicilina, que entonces empezaba, logró superar la crisis. También mi hermano Ángel estuvo gravísimo, de un problema hepático. Cuando por fin reaccionó y se pudo volver a levantar, asustaba: medía 1.75 m, y pesaba 37 kilos. Todo el mundo creía que estaba tuberculoso.

El tiempo pasaba, y nada de volver a España. Un madrileño muy simpático que vivía allí, un día nos contó un chiste que decía:


Refugiado ten cuidado,
no te fíes de la ONU demasiado
pues, como hablan en camelo,
nos pueden tomar el pelo.



¡Y vaya que si nos lo tomaron!

En la playa de Biarritz se pusieron de moda los bikinis, y nos reíamos mucho al ver que muchos españoles que pasaban la frontera, se sentaban en el paseo de la playa sólo para contemplar a las muchachas, pues en España no se permitían tales trajes de baño.

En Biarritz había muchos refugiados, muchos de los cuales se dedicaban a hacer alpargatas: una industria que ayudó a   —171→   sobrevivir económicamente a bastantes de ellos.

Como el regreso a España no se vislumbraba por ningún sitio, papá empezó a escribir a México para conseguir un visado, lo que no sucedió hasta 1950. Mis hermanos ya eran grandes, así que se pensó que se podrían defender mejor en México que en Francia. Yo conocí en Biarritz al que sería mi marido, pero no obtuvimos nuestro visado a México sino hasta 1952. Viajábamos con nuestra hija Iberia de diez meses, con pasaportes de la Oficina Internacional de Refugiados y, además, con visa de turistas. Por la niña, las autoridades francesas nos obligaban a tomar un barco con servicio médico, pero esos barcos tocaban puertos de Estados Unidos, donde no podíamos hacer escala por nuestro pasaporte: ni siquiera permanecer en el barco nos era permitido.

Finalmente, un amigo de papá nos envió el dinero para el pasaje en avión. Llegamos a la Habana en los días del segundo golpe de estado del general Batista y a las autoridades cubanas no les hizo ninguna gracia nuestro pasaporte. Otro amigo de papá, que había sido presidente del Centro Asturiano de la Habana, nos rescató de las oficinas de policía del aeropuerto y, a los tres días, luego de recoger el visado de turistas en el consulado mexicano, llegamos a México.

Aquí estaba ya mi familia instalada y todos trabajando, así que por ese lado, no hubo problemas. Sí los hubo, en cambio, para conseguir la documentación de residente, la famosa FM-2; pasaron más de dos años antes de tener todo en regla, con las consiguientes angustias pues nos podían deportar en cualquier momento.

Enseguida encontré trabajo. Claro que, cuando supieron que no tenía papeles, me pagaron menos de lo acordado, pero nada podía hacerse. Mis padres descansan en tierra mexicana, sin haber tenido el consuelo de ver a su querida España libre de la dictadura franquista.

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Dediqué mi vida a mi hija. Ella también tuvo sus problemas. Cuando en 1969 traté de enviarla en una excursión del Instituto Francés de América Latina, a Francia, al sacar el pasaporte fui con su acta de nacimiento (había nacido en La Rochelle) a la embajada de Francia, donde me informaron que como no habíamos hecho un acta declarando nuestro deseo de que fuera francesa, no tenía derecho a pasaporte francés.

Fue un golpe duro, el pensar que una niña nacida once años después de terminada la guerra y cuando ya tenía diecisiete, estuviera aún sufriendo las consecuencias de esa terrible y criminal contienda. Alguien me aconsejó ir a la oficina que el gobierno franquista tenía en México y, con miedo, fui y contra todo lo que pensaba, me atendieron amablemente; a los quince días, después que ellos mismos tramitaron el registro en el consulado español de Burdeos, le entregaron su pasaporte español.

Actualmente sigo trabajando, siempre trabajando. Vivo al lado de mi hija y mi yerno y dos nietos, Rocío y Juan Manuel, a los que adoro y para quienes quiero que nunca tengan que vivir las angustias por las que pasaron sus abuelos ni sus bisabuelos.

Al escribir estos pasajes de mi vida me emociono al recordar tanta gente buena que nos ayudó, de quien muchas veces no supimos ni el nombre; a la organización de cuáqueros americanos, gracias a la que vivimos unos meses de tranquilidad y bienestar que ya no creíamos que pudiesen existir. Admiro a todos los que luchan por la paz y siento una angustia terrible al pensar que en el mundo actual hay casi 12 millones de refugiados que pasan por privaciones, penas y persecuciones como las que nosotros sufrimos.