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ArribaAbajoVivencias del ayer

María Magda Sans


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Vivencias del ayer

La ciudad de Barcelona, aparte de ser muy bella, tiene una ubicación de privilegio. Situada a orillas del mar Mediterráneo, en la parte noreste de la Península Ibérica, está rodeada por tres lados de bellas montañas: la montaña de Montjuich, la del Tibidabo y la de San Pedro Mártir, completando su entorno con el bello mar Mediterráneo. Además de todo esto y mucho más, es la ciudad que me vio nacer.

El día 26 de enero del año 1939 estaba apenas amaneciendo, cuando desperté sin saber por qué. Al poco tiempo supe cuál había sido la causa: empecé a oír, en la lejanía, un persistente cañoneo. Llevábamos ya más de 30 meses viviendo una guerra civil sangrienta, pero la ciudad de Barcelona se había mantenido alejada de la línea de fuego. Habíamos sufrido muchos bombardeos e incluso nos habían cañoneado desde el mar. Habíamos sufrido muchas bajas entre la población civil, pero el cañoneo de este día era algo diferente y muy alarmante. Salí rápidamente hacia mis oficinas. En este tiempo yo trabajaba   —240→   como funcionaria de la Consejería de Trabajo del gobierno de la Generalidad, con el cargo de secretaria del consejero. Al llegar a las oficinas reinaba mucho desconcierto. La verdadera situación era que las fuerzas franquistas estaban ya en las afueras de la ciudad y era necesario organizar la evacuación cuanto antes. Yo recibí órdenes de mis superiores de trasladarme a la ciudad de Gerona, donde se suponía que se iba a organizar la resistencia. Regresé a mi casa para informar a mi familia de la verdadera situación que estábamos viviendo y tomar las decisiones más aconsejables. Mi madre, de gran temple y gran optimismo, pensó, como yo, que era algo pasajero y que tendría remedio. Me hizo sus recomendaciones y me despedí de ella y de toda mi familia. ¡Poco pensé, en estos momentos, en todo lo que me vería obligada a vivir! En primer lugar, nuestro coche fue requisado por fuerzas del Ejército Republicano.


Nuestra salida de Barcelona

Nuestra salida de Barcelona fue en unos camiones, junto con heridos de guerra. Llegamos a Gerona y dejamos nuestro escuálido equipaje en las oficinas mientras salíamos a conseguir algo para mitigar el hambre. Cuando regresamos, las oficinas estaban en ruinas y nuestro poco equipaje debajo de ellas. Los bombardeos seguían persiguiéndonos. Bajo los escombros quedaban las víctimas porque cada vez eran más los refugiados que llenaban las carreteras y los pueblos, al empuje de las fuerzas franquistas. Ya no teníamos tiempo de organizar gran cosa.

Como en todas las derrotas, cada vez era mayor el número de desertores. Se me solicitó ocupar el lugar de un soldado desertor que, hasta entonces, se había ocupado de transcribir   —241→   los informes diarios del movimiento militar en la zona para entregarlos, a la vez, al castillo de Figueras donde estaba asentado parte del mando militar. A diario íbamos por las carreteras elaborando estos informes. En una ocasión, estábamos llegando a la ciudad fronteriza de Port-Bou cuando, a mitad de camino, llegaron unos cazas franquistas y nos empezaron a ametrallar. Nos guarecimos entre el coche y la montaña. Cuando los cazas se alejaron y quisimos seguir nuestro camino, nos encontramos que el coche estaba lleno de impactos de bala e inservible. Fue milagroso que no se hubiera incendiado y hubiéramos volado todos. Tuvimos que abandonar el vehículo y andando recorrer los últimos kilómetros que faltaban para llegar a la población. Cuando llegamos a la ciudad, lo que nuestros ojos contemplaron es algo que nunca podremos olvidar. En primer lugar, toda la ciudad expedía un olor fétido. Las casas, en su inmensa mayoría, estaban abiertas y abandonadas. En el puesto de mando militar encontramos a un oficial con unos pocos soldados que nos dieron toda la información solicitada. La poca población que quedaba estaba reunida en la estación del ferrocarril, esperando poder tomar un tren que los llevara hacia Francia. Entre ellos reconocimos a algunos dirigentes políticos. Las autoridades militares nos proporcionaron un coche para nuestro regreso.




Informando hasta el final

Teníamos la obligación de seguir llevando nuestros informes a las autoridades militares del castillo de Figueras. Mi único equipaje era una máquina portátil de escribir, que apoyaba yo en mis rodillas, mientras escribía los informes. Ya no sabíamos por cuánto tiempo más podríamos seguir desempeñando esta tarea. Cuando podíamos, llegábamos a descansar un   —242→   poco y comer otro poco, en una casa de campo situada en una población llamada Báscara, muy cercana a Figueras. Un día que allí estábamos, oímos que empezaban a bombardear Figueras. Salimos a guarecernos bajo los olivares. El bombardeo se oía muy nutrido y retumbaba persistente y, de vez en cuando, se oía el clásico silbido de los cascos de metralla que pululaban por doquier. Hubo un silbido más cercano que fue a estrellarse a escasos veinte centímetros de mi pie derecho y, a la vez, me cubrió de tierra. En este momento no pude saber, a ciencia cierta, qué había pasado. Fui recuperándome poco a poco y dándome cuenta de que había vuelto a nacer. Incrustado en la tierra, apenas a veinte centímetros de mi pie derecho, había quedado un casco de metralla. Apenas estábamos recuperando el aliento cuando pudimos contemplar un combate entre un caza del gobierno republicano y un caza franquista. El caza franquista derribó al caza republicano. De él saltó un piloto con su paracaídas. Más tarde, el caza franquista empezó a rodear al aviador ametrallándolo. Cuando el aviador llegó a tierra lleno de balazos, estaba muerto. Al día siguiente vimos, ya en retirada, a una brigada de tanquistas del Ejército Republicano. Nos aconsejaron que nos siguiéramos hacia la frontera. Cuando ya de retirada pasábamos por Figueras, el centro de la población estaba ardiendo. Por doquier podíamos ver edificios convertidos en escombros y, entre los escombros, miembros humanos asomando. Nuestras fuerzas, en su retirada, habían incendiado el parque que no podían llevar. Nuestro coche se descompuso y tuvimos que subirnos a unos camiones que se dirigían hacia el frente de otro sector, llevando instalados en sus plataformas cañones antiaéreos y bombas de mano. Las carreteras eran ríos humanos cargando las pocas pertenencias que podían. A nosotros el camión nos dejó al pie de un puente que daba acceso a dos carreteras, una iba hacia Puigcerdá y otra a la Junquera, las dos poblaciones fronterizas.   —243→   El camión siguió camino a la línea de fuego. Ya, desde este momento, nuestra retirada iba a ser caminando. Nos quedamos a la orilla del puente. Éramos muchos e hicimos una fogata para calentarnos un poco. Era de madrugada y nuestros hombros estaban llenos de escarcha. Serían las cuatro de la mañana cuando corrió la voz de que desalojáramos el puente y fuéramos a guarecernos bajo los árboles, porque, en poco tiempo, volvería la aviación franquista a bombardear y ametrallar toda el área del puente. Así sucedió, como todas las mañanas. Cuando volvió la calma, emprendimos la marcha de nuevo en dirección a la Junquera. El Socorro Rojo Internacional y la Cruz Roja tenían, a lo largo de las carreteras que daban acceso a Francia, unos puestos surtidos de sandwiches y leche. Para nosotros, esto era como un rayo de luz y esperanza ante tanta desolación. Así seguimos nuestro camino. Conforme íbamos avanzando más, más eran los bultos y maletas tirados al borde de las carreteras. Eran las pertenencias de otras personas que, no pudiendo seguir con tanta carga a cuestas, se iban desprendiendo de ella. Para distraer nuestras mentes, entablamos conversaciones con los compañeros de viaje que íbamos encontrando en los diferentes tramos. La mayoría éramos catalanes. Quedaban restos todavía de los integrantes de las Brigadas Internacionales y de otras regiones de España. Así llegamos a la Junquera. Allí se encontraba una concentración inmensa de nuestra población. Entre todos ellos muchos compañeros de trabajo y de ideales. Era una situación extraña que nunca hubiéramos imaginado que nos tocaría vivir. Nos era difícil tomar la decisión de cruzar la frontera hacia Francia. Era difícil aceptar la derrota de todos nuestros ideales. Solamente el pensamiento en la posibilidad de trasladarnos después a la parte central de nuestra patria, donde se seguía luchando, nos hizo decidir a dar el paso.



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El paso a Francia todavía con esperanzas

Éramos miles. En total, pasamos en estos días y por diferentes poblados que daban acceso a Francia, más de medio millón de personas. Nos ayudaba ver caras conocidas e incluso familiares. Pero nadie que no haya vivido una experiencia tan extraña puede siquiera imaginársela. Era estar viviendo una irrealidad. Por fin, resolvimos dar el paso amargo del cruce de la frontera. Allí estaban los gendarmes franceses custodiando su frontera. Nosotros parecíamos un rebaño. Era el día 7 de febrero de 1939. La población francesa de Le Boulou era pequeña. Nos concentraron en una explanada. Entre tanta multitud podíamos reconocer caras conocidas. Todos vivíamos el mismo desconcierto. Oímos que debíamos dirigirnos a la estación de ferrocarril donde abordaríamos los trenes que nos llevarían a un destino desconocido. A mí mis superiores me habían dicho que, en caso de que nos viéramos forzados a pasar la frontera, debía dirigirme a la delegación de nuestras oficinas que estaban en Perpignan; así es que me despedí del grupo con el que había estado colaborando todos esos días y me dirigí a la estación de ferrocarril, dispuesta a abordar el primer tren que fuera a Perpignan. Todos los trenes que estaban en la estación parecían de la prehistoria. Abordé uno que me informaron iba por la ruta indicada. Tenía compartimientos divididos en bancas de madera, una frente a la otra y con capacidad para doce personas, seis por cada banca. En este tren, solamente permitían subir a mujeres y niños menores de catorce años. Enfrente de mí estaba sentada una señora de unos treinta y seis años, acompañada de su hijo de veinte al que, por ser epiléptico, lo dejaron junto a su madre. Ella se llamaba Consuelo y su hijo, Serafín. Otra señora que me llamó la atención, estaba acompañada de tres hijas pequeñas, la mayor de doce años, la segunda de seis   —245→   y la más pequeña de tres. Se llamaba María. Era de la provincia de Lérida y estaba muy triste porque se acababa de enterar que su esposo había muerto en el frente de batalla. El cuadro era desolador. Consuelo no sabía nada de su esposo desde hacía mucho tiempo; ella era asturiana. Simpaticé con ellas y, en la conversación que entablamos, desahogamos un poco nuestras tensiones. ¡La desgracia tiende a unir a las personas! El tren permaneció en la estación por varias horas. Supongo que fue el tiempo que debió tardar en completar su cupo. Cuando por fin se puso en marcha, sentí una tristeza infinita. Me estaba alejando de todo lo que hasta entonces había sido la razón de mi vida: familia, amigos, PATRIA. Era un desgarramiento interno y desconcertante. El silencio reinó por mucho tiempo. Solamente se oía el chu-chu-tren-chu-chu-tren.

Recordar, recordar... Siempre oí decir que recordar es volver a vivir; recordé los días de mi niñez, el jardín de una escuela... una tarde ya entrada en el crepúsculo, unos pájaros cantando en la lejanía, un atardecer; el jardín de las acacias, con un murmullo de agua proveniente del estanque, con sus seis surtidores. Al fondo del estanque, rodeada de flores de múltiples colores, la escultura en piedra del insigne escultor catalán Llimona, representando una madre con sus tres hijos alrededor, ella, en actitud protectora, con un libro abierto en las manos. Me recuerdo yo, sentada enfrente del estanque, en una de sus seis bancas de barrotes de madera, pintada en verde seco, contemplando..., escuchando este atardecer; recordando, al mismo tiempo, la conversación entre mi padre y mi madre, unas semanas atrás. Yo deseaba mucho ingresar en esta escuela, era mi máxima ilusión. Todos mis primos habían estudiado en ella. Todavía mi primo Carlos, mi prima Matilde y mi primo Juan, asistían a ella. Mi madre y mi padre conversaban y mi padre le decía: «Todavía es muy pequeña, pero que vaya y pruebe» Era septiembre de 1929 y yo me sentía muy feliz. Había empezado   —246→   a asistir a la escuela que yo deseaba. Me sentía muy protegida; mi tía más querida, hermana de mi padre, trabajaba en la escuela. Mi primo Carlos era ya alumno de último año y un verdadero líder entre sus compañeros. Seis meses cursé primer año. Me pasaron a segundo. Me encantaba estudiar. Soñaba con un futuro maravilloso, alcanzar grandes metas. Sentía que era capaz de llegar muy lejos. Estos eran mis pensamientos mientras esperaba a mi tía, en este atardecer, sentada en la banca, enfrente del estanque del jardín de las acacias de mi escuela. Todos estos recuerdos aumentaban mi tristeza.

En el año de 1930 fui sacudida por una gran pena. Estaba pasando mis vacaciones de verano en las afueras de Barcelona, en un lugar llamado Vallvidrera, en una casa de campo rodeada de muchos pinos donde, tiempo atrás, naciera el famoso sacerdote y poeta catalán Mossen Cinto Verdaguer, cuando mi primo Ramón vino a buscarme mostrando una gran tristeza en su semblante. Había fallecido mi padre. Días antes me había despedido de él. Se encontraba enfermo pero nada hacía suponer que fuera nada alarmante; estuvo cariñoso, como siempre, y me deseó que pasara unas vacaciones felices. Bromeó y me aseguró que pronto estaría bien. ¡Era tan joven! Apenas contaba treinta y tres años. Lo lloré mucho y he seguido llorando su pérdida a través de los años. Dejó un vacío enorme en mi alma.




El advenimiento de la República

Recordé el año de 1931. Toda España fue sacudida por un cambio político radical. Hasta entonces habíamos vivido bajo un régimen monárquico. Acababa de ser proclamada la República. El único hecho de sangre que costó a España este cambio político, fue el fusilamiento de los dos patriotas militares,   —247→   Galán y García Hernández.

Todo el mundo salió a las calles. Ese día, yo estaba estrenando zapatos y me resultaron un poco pequeños. Mi madre, muy entusiasta y muy política, nos llevó a mis hermanos y a mí a la plaza de San Jaime; allí pudimos ver y oír al presidente de Cataluña, llamado cariñosamente «l'avi Maciá» (el abuelo Maciá).

Ese día tuve mi primer contacto con la vida política. El entusiasmo de mi madre nos contagió a todos pero, además, recibí en mis pobres pies una tanda de pisotones increíble. Las multitudes eran enormes y había momentos en que mis pies no tocaban el suelo porque la misma gente me zarandeaba como las olas del mar, con su mismo vaivén. Fue un día memorable e imborrable en mi vida. Desde ese momento, empezó a nacer en mí un gran interés por la vida política.

No recuerdo exactamente en qué fecha murió nuestro presidente Maciá3; pero sí tengo en mi memoria el día de su sepelio, porque toda Cataluña le rindió un cálido homenaje. Las calles de Barcelona estaban llenas de gente con sus semblantes tristes y llorosos. Sentíamos todos que acababa de morir un ser entrañablemente querido, que nos pertenecía a todos; lo sentíamos parte de nuestras respectivas familias y como a tal, lo lloramos.

Le sucedió en la presidencia otro gran patriota catalanista, don Luis Companys, que fue también muy querido y venerado.4

Recuerdo que los siguientes años fueron años dedicados al estudio, salpicados de acontecimientos precursores de lo que vendría después.



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Por fin... Perpignan y Rennes

¿Por qué recordaba lo vivido por mí mientras veía desfilar el paisaje de la campiña francesa ante mis ojos? Estábamos entrando en la estación. Sentí que había llegado a mi destino y pretendí bajar, pero unos gendarmes que estaban controlando todas las puertas de los vagones me lo impidieron. A través de las ventanas del tren, la Cruz Roja y el Socorro Rojo Internacional nos obsequiaron bocadillos y leche. Minutos más tarde el tren reanudó su marcha. Ahora sí, hacia lo desconocido. Me sentí perdida y desolada, como debe sentirse una hoja en medio de una tormenta. ¿Cuál sería mi destino? Paramos en Narbona, más tarde en Carcassone, luego Nantes, siempre las almas nobles de la Cruz Roja y el Socorro Rojo Internacional estaban presentes en cada estación para alimentarnos. En una ocasión nos detuvieron durante horas, en un tramo de vía muerta. Allí sí nos dejaron bajar para volver, más tarde, a emprender de nuevo la marcha, siempre hacia el noroeste. Así durante tres días. Por fin, llegamos a lo que parecía ser el fin del viaje en tren. Era la ciudad de Rennes. Habíamos recorrido una gran parte de Francia. A la salida de la estación, nos estaban esperando unos autobuses. Atravesamos la ciudad. Era una pequeña y bella ciudad, llena de iglesias. Tiene un río que la atraviesa y unos puentes que recuerdan la época medieval. Por todas partes se respiraba tranquilidad. Enfilamos una carretera que nos alejó de la ciudad unos cuatro kilómetros. Allí, en pleno campo, fuimos introducidos a un recinto alambrado donde se alzaban unas barracas que a mí me parecieron cuadras para ganado. Nos repartieron en proporción de 20 mujeres por barraca. Mis ojos no salían de su asombro.

Primero pensé que nuestra permanencia allí iba a ser provisional, que seguramente emprenderíamos, de nuevo, camino   —249→   a otro lugar, pero no. Los días fueron pasando y nuestra vida se iba sucediendo como en un régimen carcelario. Fui inspeccionando el lugar. Era una superficie bastante grande, albergaba a 1800 mujeres. Por la parte de atrás, la alambrada colindaba con la vía del tren. Por la parte del frente, teníamos la carretera. Del otro lado de la carretera se alzaba una construcción grande que parecía una fábrica. Más tarde supimos que se trataba de una fábrica de armamento. Las demás colindancias eran a un descampado. Una de las barracas estaba destinada a comedores, cocina y oficinas del prefecto. Estábamos custodiados por la policía. Días después supimos que estábamos instalados en el campo de Verdún, habilitado originalmente para los prisioneros tomados en la batalla de Verdún durante la Primera Guerra Mundial.

Ante la realidad que estábamos viviendo, creímos conveniente organizarnos para que nuestra estancia en este lugar fuera lo menos dolorosa posible. La comida que nos habían dado, recién llegados, era bastante desagradable. Organizamos grupos rotativos que se ocuparan de la cocina y se organizaron en el interior de cada barraca formas de convivencia más agradables, tales como recitación de poesías, cantos, representaciones teatrales, bailables, etc., etc.

Tan pronto como supe cuál era la ubicación exacta del lugar donde había «aterrizado» escribí a las oficinas de Perpignan, pidiendo instrucciones a mis superiores. Mientras esperaba sus noticias me dediqué a ayudar a organizar una mejor convivencia entre todas las compañeras de infortunio. En una ocasión nos entregaron unos papeles que debíamos llenar. Entre los datos que nos solicitaban estaba la pregunta de «¿por cuál frontera desea regresar a España?». Se armó un alboroto muy grande en todo el campo de concentración. Se cursaron telegramas de protesta al Ministro del Interior de Francia. Por supuesto que la respuesta organizada fue «POR   —250→   NINGUNA». Todas estas mujeres que habían arrastrado todo este vía crucis, dejando jirones de su vida por el camino, tenían sus razones para estar donde estaban y, por muchos problemas que nuestra estancia en Francia pudiera ocasionar a su gobierno, ellos debían respetar el «derecho al asilo político». Así fueron transcurriendo los días. Las relaciones con nuestros guardianes, salvo algunas pequeñas excepciones, eran bastante tirantes. Reflejo de ello fue la composición de una canción que corría por todo el campo de boca en boca y que quedó grabada en mi mente para el resto de mi vida: Decía así:


En el campo de Verdún
ya no se puede vivir
la humedad y los malos tratos
no se pueden resistir
Estos tontos se creen
que aquí se está bien
pero el rancho que dan
no se puede comer.
Con respecto a la higiene
no se puede estar
cuando empieza a llover
tenemos que nadar...



La música se la adaptaron de una canción conocida en ese tiempo.




Me escapo del campo

Por fin, recibí noticias de mis superiores. Debía presentarme a la mayor brevedad posible a nuestras oficinas de París. Debía encontrar los medios para trasladarme allí. Para ello, pensé en la necesidad de ponerme en contacto con el Sindicato de Ferroviarios   —251→   de la ciudad de Rennes, pero... ¿cómo? De una sola manera era posible; si solicitaba un permiso para salir a la ciudad, no me lo iban a conceder. Resolví escapar por la parte trasera del campo, o sea, por la vía del tren. Me arreglé lo mejor que pude, ayudada por mis amigas y compañeras Consuelo y María. Tuve suerte y pude realizar mi hazaña. Pasé con cautela la alambrada que separaba la vía del tren, caminé por la orilla de la vía hasta llegar a un puente, por el que subí y fui a dar a la carretera que daba acceso a la ciudad. Una vez allí, con mis pocos conocimientos de francés, pregunté en una gasolinera cercana, dónde estaban las oficinas del Sindicato de Ferroviarios. Este sindicato siempre fue muy solidario con la causa de la República Española. Llegué a las oficinas y tuve la suerte de encontrar al presidente del sindicato que estaba, en estos momentos, en una junta. Era el clásico francés, rubicundo, grandote, con unos inmensos bigotes; tendría unos sesenta y cinco años. Me recordó a mi abuelo Jaime. Le expuse mi problema y solicité su ayuda. Me recomendó que volviera al campo de concentración, que tan pronto encontrara la solución a mi problema, se comunicaría conmigo. Así lo hice, pero... al regreso, no tuve la misma suerte. Antes de llegar al puente fui detenida por unos policías que me llevaron escoltada al campo de concentración y, directo, a la oficina del prefecto. Cometieron un error. Me dejaron en la antesala de la oficina y entraron los dos a informar al prefecto. Yo aproveché la circunstancia para escabullirme hasta mi barraca y... allí terminó el asunto. Días después me avisaron unas compañeras que, junto a la alambrada del lado de la carretera, estaban preguntando por mí unas personas; fui y, efectivamente, el presidente del Sindicato de Ferroviarios, en persona, vino a informarme que ya estaba todo arreglado. Había llegado un miembro del sindicato de París y él, si todo salía bien, me llevaría hasta la dirección de mis oficinas en París.   —252→   Para ello necesitaba yo escapar del campo de concentración en la madrugada del día siguiente. Ellos me esperarían en la gasolinera de la entrada de la ciudad y, juntos, resolveríamos el problema.

En la alambrada del lado de la carretera había dos portones custodiados permanentemente por cuatro gendarmes armados. Por la noche había, además, una ronda permanente de cuatro parejas de gendarmes con perro y candil, vigilando el interior del campo hasta las 6 de la mañana. Mi amiga María quiso acompañarme. Con cautela fuimos acercándonos a la alambrada, entre portón y portón, y nos deslizamos a ras del suelo, por debajo de la alambrada. Lo logramos. Todavía reinaba la obscuridad. Caminamos los cuatro kilómetros que nos separaban hasta la entrada de la ciudad y allí, en la gasolinera, estaban nuestros amigos. Juntos fuimos a la casa del presidente del sindicato, donde su señora nos tenía preparado un excelente desayuno. Más tarde ella revisó mi vestuario e hizo unos pequeños cambios. Después nos trasladamos todos a la estación. Allí, el miembro del sindicato de París me hizo una advertencia: «Si durante el viaje yo era detenida, debía desconocerlo totalmente; si, por el contrario, llegábamos con bien a París, él me acompañaría a mis oficinas, ya que la zona de París estaba vedada para los españoles refugiados». Por mi parte recomendé al presidente del sindicato y a su señora que ayudaran a mi amiga a reintegrarse al campo y les di las gracias desde lo más profundo de mi corazón, por toda la ayuda que me habían prestado y que jamás olvidaría. A mi amiga le prometí estar en contacto con ella y ayudarla en lo que yo pudiera; cosa que cumplí, hasta que las circunstancias de la guerra lo impidieron. Subimos al tren y, poco después, emprendimos la marcha hacia París. Todo el trayecto se deslizó en silencio y con un sordo nerviosismo por mi parte. Los pasajeros entraban y salían del compartimento, según los destinos   —253→   de cada quien. Por fin, anunciaron la estación de San Lázaro de París. Todo había transcurrido con tranquilidad. Mi compañero de viaje, ya con más seguridad, se dirigió a mí y me dijo que antes de llevarme a mis oficinas, quería llevarme a las oficinas del Sindicato, donde me tenían una pequeña sorpresa. Cuando llegamos allí, lo primero que vi fue una mesa en forma de U muy bien puesta y mucha gente, todos hombres. Me sentaron en un lugar de honor y nos sirvieron una excelente comida. Más tarde, empezaron a pronunciar unos discursos hermosos, hablando de lo que nuestra guerra había significado para el mundo entero. Del heroísmo de nuestros hombres y nuestras mujeres; que en mí y en mi presencia, querían homenajear a las miles de mujeres que, con su heroísmo y su lucha, habían contribuido a despertar las conciencias de todos los hombres y mujeres de buena voluntad del mundo entero y que, todo ello, iba a germinar en una mejor vida para todos los habitantes de nuestro mundo. Sentí una emoción inmensa dentro de mi ser y un agradecimiento sin límites hacia esta humanidad anónima que lucha y trabaja para mejorar las condiciones de vida de todo ser humano. Dios los bendiga a todos; no importa el color, ni la religión, ni el credo político que ostenten. Solamente importan sus sentimientos y su bondad.

Más tarde, me incorporé a mi trabajo, el cual desempeñé hasta poco después de declararse la Segunda Guerra europea. Confeccionábamos listas para que pudieran muchos prisioneros ser rescatados de los campos de concentración y, a la vez, enviados a los diferentes países que nos abrían sus puertas para que pudiéramos ir a vivir, mientras esperábamos volver a nuestra patria.



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Hacia Santo Domingo

Éstos fueron tiempos de mucha tensión. Muchos no comprendimos, de momento, el Pacto Germano-Soviético. Tuvimos que analizarlo en su profundidad, para encontrar el porqué. Era cuestión de ganar tiempo. La declaración de guerra interrumpió toda nuestra labor. A mí, se me documentó para embarcar por el puerto de Saint Nazaire, en el paquebot Flandre en dirección a Santo Domingo. Fue el 26 de octubre de 1939 cuando el barco zarpó. Éramos un grupo de 250 republicanos españoles que formábamos una entrañable hermandad. La desgracia nos unía pero jamás nos sentíamos vencidos y las esperanzas vivían dentro de cada uno de nosotros. Navegábamos en plena guerra. El barco estaba pintado con camuflaje y... a pesar de todo, éramos espiados por submarinos alemanes. Por las noches todo era obscuridad. El barco navegaba a obscuras para pasar más desapercibido. Hicimos escala en la isla de Santo Tomás. ¡Todo lo que íbamos viendo era tan diferente! Estuvimos unas pocas horas solamente. El día 7 de noviembre, desembarcamos en el puerto de Ciudad Trujillo, capital de Santo Domingo. Los habitantes de esta isla son, también, mayoría de raza negra; sus facciones son muy bellas. Hay también una minoría de raza india parecida en belleza, a los personajes que pintaba Julio Romero de Torres. Una minoría es de raza blanca. Todos nos acogieron cálidamente. Para ellos, nosotros éramos una novedad.

Para nosotros, todo lo que nos rodeaba era extraño. El calor era sofocante. No estábamos acostumbrados al trópico y los primeros tiempos necesitábamos constantemente tomar duchas de agua fría.

Empezamos a vivir una extraña y nueva existencia. Se formaron Colonias Agrícolas que daban acomodo a varios de nuestros compatriotas y que fueron ejemplo para los habitantes   —255→   de sus alrededores ya que, aparte del trabajo que desarrollaban durante el día, aportaban una vida cultural muy intensa. Además, se crearon fuentes de trabajo de diferentes índoles, tales como pequeñas fábricas de calzado y de muebles, etc. También eran incorporados a la vida activa del país a todos los profesionistas de las diversas ramas, como catedráticos universitarios, doctores, ingenieros, arquitectos, etc., etc. Todos los españoles que allí íbamos llegando vivíamos muy hermanados y existía una gran solidaridad. Cada vez que anunciaban la llegada de un nuevo barco, corríamos al puerto para reconocer entre los recién llegados a alguien de nuestros antiguos amigos o compañeros de antaño. Vivíamos pendientes de las noticias de los frentes de batalla. Marcábamos en un mapa el movimiento de los avances o retrocesos de las operaciones militares. La angustia vivida cuando la ocupación de Francia por las tropas nazis, el pensamiento puesto hacia los miles de compatriotas que allí quedaron y la impotencia de no poder remediar nada presidía nuestra vida. Fueron tiempos muy dolorosos para todos. Pero en medio de tanto sufrimiento, la vida continuaba y tratábamos de vivirla lo más positivamente posible. Carecíamos de noticias sobre nuestras familias y era muy difícil nuestra adaptación, ya que vivíamos con la mente condicionada a una transitoriedad, con respecto a nuestra permanencia en América. Todos nuestros esfuerzos estaban encaminados a un regreso más o menos inmediato a nuestra patria. Creíamos que del triunfo de las fuerzas aliadas dependía, en parte, la restauración de la legalidad constitucional en España.

Los años fueron pasando y el tiempo ayudó a cicatrizar muchas heridas y restablecer y encauzar nuestras vidas, cada una, por diferentes senderos. Muchos de nosotros a los que la guerra nos había encontrado en plena formación, apenas empezando a vivir, más tarde, ya en América, encontramos entre   —256→   nuestros compatriotas, la pareja adecuada para formar una familia.

Entre mis pocas pertenencias, seguía teniendo una máquina de escribir portátil. Ella fue la introductora para que yo conociera al que fue y ha sido mi esposo. Nos conocimos porque una antigua y mutua conocida nos presentó. Él necesitaba una máquina de escribir para mecanografiar unos artículos y yo tenía una. Así empezamos a tratarnos Agustín y yo. Simpatizamos y nos identificamos. Día a día fuimos descubriendo más afinidades y acabamos por enamorarnos. Nuestro noviazgo duró ocho meses y fue muy bello. Paseábamos por la avenida Washington, precioso paseo que la capital de Santo Domingo tiene y que bordea la orilla del Mar Caribe. Él, con su hermosa voz, me cantaba Vereda tropical y otras muchas canciones de esa época, bellas y sentimentales. Decidimos unir nuestras vidas y, de esa unión, nació nuestra primera hija a la que pusimos por nombre Victoria. Vivíamos muy modestamente. La isla de Santo Domingo no ofrecía muchas oportunidades y, económicamente, era muy difícil para todos. Por tal motivo, tomamos la determinación de probar suerte en Cuba, después de haber permanecido tres años y medio en esta bella isla tropical.

Cuba tampoco fue nuestra solución. Allí conocimos a personas encantadoras y encontramos más identificación, pero nuestra adaptación no pudo realizarse porque las leyes de trabajo de esa época eran bastante difíciles para los extranjeros. Allí nació nuestro hijo Agustín. Permanecimos en Cuba un año, al término del cual resolvimos trasladarnos a México, donde encontramos mayores afinidades e identidades. Fueron años muy duros pero, poco a poco, logramos volver a vivir.

Mi esposo empezó trabajando como comisionista. Más tarde ocupó el puesto de gerente de una fábrica. Se asoció con otros compatriotas en el ramo de la construcción y luchó durante   —257→   muchos años hasta labrarse una desahogada posición. Yo, por mi parte, cuando hizo falta, monté un taller de confección y durante algún tiempo ayudé a los gastos familiares hasta que ya no hizo falta. En México nació nuestra tercera hija.

Nuestra vida económica iba mejorando pero siempre pensando en nuestra patria y en todos los acontecimientos políticos que en ella sucedían. Mi esposo fue un excelente maestro político para mí, ya que traía todo un historial que, poco a poco, fue volcando en mí. Él había sido un dirigente de las Juventudes en España y había formado parte de la Junta de Defensa de Madrid pero, por encima de todo esto, resalta su sensibilidad y ternura, sus conocimientos intelectuales y su gran humanidad.

La lucha por la vida ha sido dura. Por fin, después de muchos intentos, mi esposo fundó una compañía dedicada a la construcción, colaborando con otras personas. Es muy reconfortante participar en la creación de algo. Yo, en pequeña escala, colaboré con mi esposo. Todo lo que es creativo, me fascina. Me gusta pintar un cuadro. En pequeña escala, en todo he podido participar.

Creo firmemente que la emigración española ha aportado a sus patrias de adopción, un gran beneficio en todas las ramas que forman la vida de una nación. Nuestros hijos y nuestros nietos son una aportación muy positiva. Sentimos que hemos forjado seres humanos útiles a la sociedad, ya que muchos de ellos han destacado en sus diferentes actividades y están plenamente adaptados a su país. Nosotros, los transterrados, vivimos eternamente entre dos amores. El amor a nuestra lejana patria, a nuestras costumbres, a nuestras raíces. Es un amor nostálgico por todo lo que dejamos, sin querer dejarlo y, por otra parte, el amor a nuestra patria adoptiva, donde creamos nuevas raíces y tenemos grandes afectos. Siempre   —258→   es lógico que la vida sea una mezcla agridulce. No todo es malo, no todo es bueno.

Deseo dejar una constancia del profundo agradecimiento que el exilio español, todo, siente hacia México, país que nos acogió cual ninguno. Donde nos hemos sentido y nos sentimos como en nuestra propia casa. México nos dio la oportunidad de vivir con dignidad.