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«Nuevos asedios» antimodernistas. Relación discurso-poder en «Historia crítica del modernismo» de Silva Uzcátegui

Amelina Correa Ramón





«El risible nombre de modernista inventado para provocar hilaridad con su sola pronunciación, apareció entonces» (Silva, 1925, p. 21)1, adverbio temporal que situaría -según la peculiar y extemporánea Historia crítica del modernismo en la literatura castellana2- el advenimiento de dicha tendencia literaria en España hacia 1893, y más concretamente a partir de la publicación del poema Elogio a la seguidilla de Rubén Darío en el periódico madrileño El Liberal, durante la primera estancia del nicaragüense por tierras solares.

La utilización simplificadora del mito dariano a la hora de justificar los orígenes del movimiento finisecular en España ha sido convenientemente tratada por una parte de la crítica especializada prácticamente desde la irrupción del término modernismo en las letras hispanas -aunque en mayor medida a lo largo de los últimos años (cf. Correa, 2001)- y no supone, en lo que hace referencia a este artículo, sino uno más entre los anacrónicos y vehementes postulados que hallaremos en la paradójica obra del venezolano R. D. Silva Uzcátegui. Un volumen sintomático a todos los niveles debido a las excéntricas opiniones documentadas que suscribe su autor, quien trata, desde la situación canónica del establishment literario, de desvalorizar y denigrar esta corriente de finales del XIX y principios del XX y a todos aquellos escritores que, de una manera u otra, la cultivaron.

Hacen mención de este curioso y escasamente difundido libro Guillermo Díaz-Plaja (1951, p. 16), quien, aunque citando incorrectamente el título, lo juzga como una de las variadas secuelas del Entartung de Max Nordau; Raimundo Lida (1967, p. 293), que, sin mencionar su título, considera a Silva uno de los enemigos declarados de Darío; Guillermo Carnero (1987, p. 282), que trata con alguna mayor extensión al autor y su obra en función de su crítica a Salvador Rueda; y Richard A. Cardwell (1996b, p. 170), que lo sitúa igualmente dentro de toda la serie de publicaciones coloreadas por el lenguaje de la medicina y surgidas en territorio español siguiendo la estela de la obra del psicólogo alemán.

Para Silva, que subtitula su supuesto estudio científico-literario Psicopatología de los corifeos del modernismo, demostrada con los actos, las teorías, las innovaciones i las poesías de ellos mismos, los modernistas no eran otra cosa que

seres [...] que llevaban largas melenas, vestían ropas sucias, fumaban malolientes pipas i escribían versos kilométricos, todos llenos de nenúfares, crisantemos, lejanías i atardeceres glaucos...


(p. 21)3                


un discurso que aglutina la mayoría de los tópicos destructivos y constrictores que se emplearon usualmente como arma arrojadiza contra el renovador movimiento de fin de siglo. De la misma forma, no se puede olvidar que una parte significativa de la reacción antimodernista vino dada, precisamente, por la ridiculización en clave de humor de los que se entendían elementos más visibles de esta tendencia: el aspecto físico de sus partidarios, su original vocabulario, sus formas métricas, etc. Así, artículos en clave satírica contra el modernismo aparecieron con frecuencia en revistas como Madrid Cómico, Gedeón, La Gran Vía, etc., como bien han estudiado Jorge Campos (1957) y Carlos Lozano (1965).

El presente trabajo no pretende sino poner de manifiesto la radical manipulación ideológica que predominó en esa abundante crítica antimodernista, que se basó en el recurso a unos criterios que nada tienen que ver con la categoría de lo literario. Desvelar dicha manipulación resulta imprescindible para proceder a una correcta relectura de lo que verdaderamente significó el fenómeno del modernismo en las letras hispánicas.

Para cumplir el propósito establecido, se muestran particularmente útiles algunas corrientes postestructuralistas que sostienen la importancia de tener en cuenta un hecho básico, como es la inevitable relación que une el discurso con el poder:

Cuando Hitler o Stalin dirigen todo un país manejando únicamente el poder del discurso, es absurdo tratar el resultado como algo que ocurre simplemente en el interior del discurso. Es evidente que el poder real se ejerce por medio del discurso, y que este poder tiene efectos reales.


(Selden, 1987, p. 119)                


Esta línea de razonamiento tiene su origen en un pensador muy admirado, en general, por la literatura modernista decadente. Me estoy refiriendo a Friedrich Nietzsche y a su noción de la voluntad de poder.

En esa dirección argumentativa se inscriben los trabajos de Michel Foucault, quien considera el discurso como la actividad humana central. Si todo conocimiento expresado a través del discurso es una voluntad de poder, esto significa que no podemos hablar de verdades absolutas ni de conocimientos objetivos. Sólo se reconocerá como verdadera una idea, una teoría, si encaja con las descripciones de la verdad establecidas por las autoridades del momento. O dicho de otra manera, sólo se reconocerá la obra de un autor cuando se ajuste al canon de valores establecido (cf. Foucault, 1968).

La aplicación de las ideas de Foucault al campo de la literatura de fin de siglo ha sido llevada a cabo oportunamente por Richard A. Cardwell, quien ha puesto de relieve en varios estudios (cf. 1991 y 1995a) el fuerte componente ideológico que subyace bajo la actitud antimodernista. El orden imperante...

asigna un estado natural a los que se encuentran dentro de sus sistemas y versiones de la verdad, y un estado anormal a los que quedan fuera. La forzada exclusión de lo anormal permite que las elites culturales dominantes se apropien para sí mismas la verdad poética, científica, religiosa, la racionalidad, la salud mental, el valor social, la conducta correcta, etc.


(Cardwell, 1998, p. 64)                


De este modo, ejercen su autoridad a través de la manipulación de la historia literaria, que se presenta como un sistema de binarios antagonistas en el que uno de los polos -el correspondiente a la literatura canónica, en este caso- se valora positivamente, mientras que el otro -el modernismo- termina claramente invalidado:

El discurso privilegia lo nacional, lo patriótico, lo español (especialmente lo castellano) frente a lo cosmopolita, lo parisino, lo europeo. Establece un sistema de binarios: normal/anormal; sano/enfermizo; altruista/egoísta; atento al destino nacional/alienado y escapista; masculino/femenino y, al fin y al cabo, auténticamente español/inauténticamente afrancesado.


(Cardwell, 1996a, p. 17)                


El poder se ejerce, en consecuencia, de forma subliminal, presentando su propio discurso como el orden natural de las cosas. Pero en la reiterada marginación del movimiento modernista que, durante décadas, estuvo en la base del estudio de la época finisecular en España, no hay nada de natural, y sí de ejercicio de poder. Tras analizar en multitud de trabajos el proceso de negativización que sufrió desde sus comienzos el modernismo, Cardwell suscribe, junto a otros estudiosos del período, que la artificial invención de la generación del 98 supuso un medio para neutralizar desde dentro el componente de radical transformación que se había iniciado ya desde la aparición de la nueva tendencia literaria.

Así pues, el modernismo se asimiló con la negación de todo lo que se tenía por sano, por saludable, por bueno. Se le tachó de superficial, de afectado, de enfermizo... Y todo ello desde sus más tempranos inicios, pues la reacción antimodernista fue larga y virulenta en España e Hispanoamérica. El mismo Manuel Machado -tras haber sufrido un proceso de crisis personal- incurriría...

en una trivialización y falsificación del auténtico valor de las técnicas modernistas, reduciendo el significado del movimiento, que él mismo había contribuido a formar, a una mera cuestión de formas externas


en la que «los presupuestos formales del modernismo son puestos al servicio de una idea conservadora y tradicionalista» (Celma y Blasco, 1981, pp. 34-35 y 34). El sevillano llegaría a afirmar que...

La palabra Modernismo, que hoy denomina vagamente la última etapa de nuestra literatura, era entonces un dicterio complejo de toda clase de desprecios. Y no era lo peor esta enemiga natural del vulgo, contrario siempre a toda novedad. Más dura fue la lucha con los escritores, críticos y literatos que ocupaban por entonces las cumbres del parnaso español.


(Machado, 1913, pp. 25-26)                


La crítica antimodernista localizada en otros autores, principalmente en Clarín, ha generado numerosa bibliografía hasta el momento. Entre los estudios más significativos sobre el fenómeno del antimodernismo se pueden citar, por ejemplo, los de José María Martínez Cachero (1953, 1955 y 1987); Lily Litvak (1977), que explica acertadamente cómo la dureza de las críticas recibidas nos puede llevar al convencimiento de que en el modernismo se debió de ver -e intuir- algo más que un simple movimiento de renovación formal; y Marta Palenque (1998).

No en vano, los escritores modernistas se oponían a lo establecido, a la tradición en lo que suponía de estancamiento en el arte y en la literatura. Muy por el contrario, para los detractores del movimiento éste no representaría sino un estado de deterioro dentro de lo que se consideraba el desarrollo progresivo de las artes. Silva -en unas palabras que beben directamente en la fuente de Nordau- se expresaba así al respecto: «lo que los modernistas llaman evolución del arte, no ha sido sino una decadencia, una degeneración del mismo, hasta llegar a un estado verdaderamente patológico» (p. 218).

Mediante el recurso al lenguaje positivista de la evolución, tan en boga en aquella época, el venezolano se atrevía a comparar los diferentes movimientos literarios con las sucesivas etapas de los organismos vivos. Así, el romanticismo correspondería «con la mocedad suelta i bulliciosa [...]; con la madurez de la sentada edad, el realismo; i con la caducidad pueril de la vejez, el modernismo» (p. 235).

A fin de cuentas, se procedía a contener y marginar una compleja manifestación a la que de ninguna manera se quería dar carta de naturaleza. La estrategia del poder procedió, simplemente, a situarla en el polo negativo de un sistema de oposiciones binarias que, significativamente, escapaban a las categorías de lo específicamente artístico o literario. Por el contrario, alejados de una evaluación crítica válida cimentada en criterios estéticos o poéticos, la mayoría de los juicios sobre el modernismo se basaron en parámetros de variada tipología, procedentes de las más diversas categorías discursivas. «Sólo raramente el discurso central tiene que ver con problemas estéticos, colonizado, adulterado y distorsionado como está por la presencia, la presión y el poder de otros discursos» (Cardwell, 1994, p. 86).

Esto queda meridianamente puesto de relieve en el libro de Silva Uzcátegui que sometemos a examen, donde se puede contabilizar la presencia de, al menos, siete tipos de discursos diferentes, no perteneciendo ninguno de ellos al ámbito de la literatura propiamente dicha. Éstos serían: discurso religioso, discurso patriótico, discurso social, discurso moral, discurso sexual, discurso de la Naturaleza y discurso médico-psicológico.


Discurso religioso

Frente al discurso teológico (procedente del Romanticismo) que utilizaron los modernistas, quienes llegaron a percibirse a sí mismos como una suerte de oficiantes del nuevo credo, o de la buena nueva -«En la mitología modernista los poetas son reflejo de Dios porque, como Él, pueden crear, y sentirse prolongados en la obra de arte [...]. De [ellos] [...] puede decirse [...]: entran en poesía como otros en religión» (Gullón, 1990, p. 37)-, Silva, recurriendo también al discurso religioso, insistirá en minusvalorar y degradar sus actos juzgándolos miembros de una secta: «según afirmaban los de la secta» (p. 14), «tan ridículas extravagancias [...] fueron coreadas por los de la secta» (p, 15), «declaraciones publicadas por algunos de la secta» (p. 441), etc., y así poder tildarlos de paganizantes y heterodoxos: «La carencia de verdaderos ideales artísticos ha sido la causa de que haya imperado acá i en nuestra España toda esa poesía modernista, de desenterradas paganerías» (p. 242).




Discurso patriótico

Según el autor venezolano, y en cuanto al énfasis puesto en la actitud de compromiso hacia su propio país que demuestra cada uno de los dos polos del sistema de binarios, mientras que los representantes de la literatura canónica parecen preocuparse por la responsabilidad del escritor y por su misión de analizar las verdades de la nación, sus problemas y posibles soluciones, los modernistas se caracterizaron por su tendencia a la evasión y por su desafecto hacia la patria. De ahí que puedan ser señalados como cosmopolitas y afrancesados, siendo objeto de otra de las críticas más comunes a todo el modernismo hispánico: su manifiesta insensibilidad hacia su propio idioma, frente al ortodoxo casticismo del establishment literario.

Los modernistas, en este caso, serían incriminados por Silva de retorcer la gramática del correcto español, de adoptar formas métricas ajenas y de corromper el idioma con la frecuencia de sus extranjerismos, sobre todo, de galicismos:

He aquí comprobado [...] cómo la supresión de la cesura, la introducción de versos falsos i disonantes, las alteraciones efectuadas en el alejandrino, &, las hicieron Darío i sus sectarios, por imitar a los modernistas de París.


(p. 292)                


Por un lado, se hostigará a los modernistas españoles:

Querían regenerar a la para ellos achacosa i decrépita España, i no hallaron otro medio sino tratar de corromper su arte, su idioma i su literatura, que son precisamente lo más nacional que debe tener un pueblo.


(p. 24)                


mientras que por el otro se infamará a los hispanoamericanos:

el modernismo afrancesado de Rubén Darío no solamente no es una literatura americana, sino que [...] es una literatura enteramente ANTI-AMERICANA.


(p. 235)                


En resumen, para Silva es evidente «que los modernistas no han sido poetas españoles ni americanos, sino afrancesados» (p. 243).

También, en opinión de Silva, el modernismo, que se pretende búsqueda de la originalidad, no es sino una copia servil de modelos franceses:

en tanto que los galicistas de América no se cansan de elogiar el modernismo, presentándole como la prueba más evidente del progreso de la cultura francesa, i la superioridad de ésta sobre todas las demás, la gente sensata de por allá, atribuye aquel movimiento pseudoartístico, a la corrupción cosmopolita de París.


(p. 225)                





Discurso social

Vinculado en cierta medida con esa actitud habría que entender este otro tipo de discurso que, una vez más, pretende marginar, frente al escritor comprometido con los problemas sociales de su tiempo, a los modernistas, a los que se acusa de representar seres asociales, elitistas y dominados por el egoísmo, sin preocuparse en absoluto por la colectividad en la que se insertan y rechazando abiertamente la función utilitarista de la literatura. Para Silva «la misión de la literatura [...] no es sólo deleitar sino orientar, [y esto] es cosa sabida de todos, menos de los modernistas. Si ellos no han querido entender a su pueblo, éste tampoco los ha escuchado» (p. 242), ya que «no escribían para las muchedumbres, sino para una minoría compuesta de refinados» (p. 12) y pretendían «acabar con todas las instituciones y establecer una estética acrática» (p. 202).

Del mismo modo, criticará el célebre lema del modernismo «épater le bourgeois», porque «sociológicamente, nada más opuesto al espíritu democrático [...], que el ridículo empeño de los orgullosos habitantes de la torre de marfil» (p. 236).




Discurso moral

Puesto que el modernismo plantea una moral alternativa que invierte y contradice la moral ya establecida y aceptada por la sociedad burguesa, otra manera de descalificar al renovador movimiento literario consistirá en atacar la falta de dimensión ética de sus seguidores, a los que Silva considera en exceso aficionados al alcohol y a las drogas y de vida licenciosa e indecente, aspectos éstos que pueden verse reflejados en sus creaciones artísticas:

La literatura de los inventores del modernismo, como producida por viciosos i degenerados, envuelve además, un peligro para el individuo i la sociedad. [...] Nos referimos a la inmoralidad i a la depravación que constituyen en gran parte la esencia de esas obras, como lo indican sus títulos i lo demuestra el hecho de que varias de ellas han dado que hacer a la policía i a los tribunales de varios países de Europa.


(p. 235)                


Como dato particular, y siguiendo los constreñidos usos sociales de la época, la reprobación desde el punto de vista de la moral fue mucho más intensa aún en el caso de las mujeres escritoras que «hacen alarde de sentimientos profundamente eróticos» (p. 250). Aunque sin mencionar nombre alguno, probablemente Silva se esté refiriendo, fundamentalmente, a la uruguaya Delmira Agustini. Esto constituía para el autor «aberraciones de ciertas almas femeninas», ante las cuales «se resiste uno a creer que realmente existan en el fondo de esas almas, los deseos i sentimientos que tan descaradamente exponen en sus versos» (p. 250).

Citando -traduciendo- unas palabras de la obra La Question Sexuelle, escrita por el Dr. «Augusto Forel, Profesor de Psiquiatría en la Universidad de Zurich» (p. 75), Silva realiza uno de sus curiosos diagnósticos:

Los rasgos progresivamente patológicos de diversas producciones del arte moderno, constituyen, sin duda alguna, un carácter vicioso, i este último es particularmente importante en la cuestión sexual.


(p. 75)                





Discurso sexual

El discurso de lo sexual sirvió también, en efecto, de modo muy oportuno en la descalificación continuada del modernismo. Las definiciones de los críticos literarios antimodernistas pusieron un marcado acento sobre las características físicas y psíquicas de los escritores, un énfasis que conllevaría una clara tendencia sexista discriminatoria. Mientras por una parte se consideraba a los escritores tradicionales fuertes, sobrios, contenidos, por lo que se los denominaba varoniles; la delicadeza, el refinamiento sensorial y la sensibilidad exacerbada de los modernistas haría que se los calificase de femeninos, sugiriendo con frecuencia que predominaban los homosexuales entre sus filas, y que éstos se complacían con las formas refinadas del erotismo, hasta llegar incluso a las perversiones sexuales.

Como bien es sabido, esta diferenciación se extendió también a la oposición entre modernismo (feminidad) y generación del 98 (masculinidad) ya teorizada por Guillermo Díaz-Plaja, quien pretendía aplicar a la historiografía literaria una clave biológica dual: «Noventa y Ocho y Modernismo son las fórmulas que adopta en la España finisecular el esencial y fundamental dualismo que rige toda la historia de la cultura humana» (Díaz-Plaja, 1951, p. 211).

Los comentarios de Silva resultan reiterados en ese sentido:

La consiguiente manera i el tono de afeminada decadencia, de molicie i demasiada blandura del arte modernista, chocan no menos con la reciura i virilidad de los cantores fuertes que le sucedieron [...].


(p. 189)                


La mayoría se mantuvo fiel a la belleza clara, robusta, sin excentricidades, en que siempre adoraron nuestra viril estirpe i nuestro idioma sonorísimo [...].


(p. 237)                


El arte moderno, hijo de la filosofía sensualista, sólo busca sensaciones, es afeminado i decadente.


(p. 254)                


En esta argumentación, resulta también de utilidad recordar las palabras de Michel Foucault cuando explica que, desde las últimas décadas del siglo XIX...

el dominio del sexo ya no será colocado sólo en el registro de la falta y el pecado, del exceso o de la transgresión, sino -lo que no es más que una trasposición- bajo el régimen de lo normal y de lo patológico; por primera vez se define una morbilidad propia de lo sexual; aparece como un campo de alta fragilidad patológica.


(Foucault, 1992, pp. 84-85)                





Discurso de la Naturaleza

Considerando la Naturaleza y lo natural como un valor positivo en sí mismo, la crítica antimodernista en general, y Silva Uzcátegui en particular, menospreciaron al modernismo a causa de su marcada preferencia por lo artificial, categoría claramente negativa en la correspondiente oposición binaria.

Se les acusaba en esto de seguir el pernicioso ejemplo de Baudelaire, quien «aborrecía lo natural» (p. 31) y «la naturaleza» (p. 33), y se consideraba su literatura un «Arte decadente i nada juvenil, enfermizo i poco vigoroso, helado i sin ardimiento, artificial i de estufa, harto impotente para volver a la frescura i naturalidad del arte helénico» (p. 76).




Discurso médico-psicológico

Precisamente en la cita anterior se encuentran algunos términos (enfermizo i poco vigoroso) que evidencian la inclinación de Silva Uzcátegui hacia el que será el razonamiento predominante en toda su argumentación, y que remite a uno de los discursos al que se va a acudir con más insistencia desde las últimas décadas del siglo XIX: el de la medicina y la psicología.

El fenómeno de la extensión generalizada de los tratados sobre la decadencia y la degeneración mental desde finales del XIX ha sido bien estudiado (cf. Maristany, 1973 y 1983; Jurkevich, 1992; y Cardwell, 1995b y 1996b), y pasa por señalar al psicopatólogo italiano Cesare Lombroso como introductor de la terminología psicológica y científica en el campo de la literatura y el arte. Autor de obras cumbre como L'uomo delinquente (1876), L'uomo di genio (1888) y Genio e degenerazione (1897), todas ellas traducidas al español desde fechas muy tempranas, Lombroso, cuyas teorías fueron adelantadas con frecuencia en revistas y libros de alcance general, concebía la literatura como una evidencia documental que probaba la existencia de rasgos psicopatológicos en los escritores modernos.

Pero quien condicionó de una forma extrema esta colonización de los diversos ámbitos de la existencia humana por parte del discurso médico-psicológico fue, sin duda, Max Nordau, cuya obra Entartung (1893) generaría una considerable estela que mantendría su vigencia durante muchos años, y en la que habría que situar la obra de Silva, quien apela a su autoridad página tras página:

Algunos hombres de ciencia habían utilizado los conocimientos suministrados por la Psicología y la Patología para estudiar el arte patológico, pero el primero que publicó una obra de crítica científica aplicada exclusivamente a la literatura, fue el insigne psicólogo alemán, Dr. Max Nordau, reconocido universalmente como una autoridad en la materia.


(p. 29)                


Traducido al francés en 1894 como Dégénérescence, el libro tuvo una gran difusión en España como prueba que, antes de su traducción al español en 1902 por parte de Nicolás Salmerón como Degeneración, el mismo año de 1894 se publicara en Madrid una de las más significativas obras que seguirían las enseñanzas de Nordau: Literaturas malsanas, de Pompeyo Gener. No obstante, la lista de títulos aparecidos en torno a esos años que demostraron alguna influencia suya sería muy prolija de referir (cf. Davis, 1977).

Silva, por su parte, y aunque de manera tardía, haría también suyos los fundamentos objetivos del alemán:

El desarrollo de las ciencias biológicas, ha permitido la creación de una nueva crítica que, dotada del espíritu positivista de la Ciencia experimental, busca como ésta, la razón, el porqué de las cosas. [...] la crítica científica de nuestros días es esencialmente objetiva como la Ciencia misma, i para apreciar con exactitud el carácter de una obra de arte, no se limita al análisis de ella, sino que investiga también el porqué de la manera de ser de la obra. Para ello estudia la psicología del artista.


(p. 27)                


Nordau, que planteó su obra como una investigación científica empírica acerca de las artes y la literatura modernas, acabó no obstante convirtiéndola en una condena moral que pretendía estigmatizar las disidencias de la norma, mientras consagraba el statu quo de la sociedad establecida.

De ahí que se pueda afirmar que el discurso médico-psicológico terminará por englobar a todos los demás, puesto que la normalidad o la salud mental van a dejar de ser definidas en parámetros estrictamente médicos para extender su campo de acción a los otros discursos. Si recordamos los aludidos en relación a la obra de Silva Uzcátegui: religioso, patriótico, social, moral, sexual, de la Naturaleza y médico-psicológico, se puede concluir que el último de ellos reúne en sí mismo a los seis restantes, puesto que permite considerar anormal o insano a todo aquel que sea blasfemo (profese la religión del arte), no-patriota, asocial, inmoral, pervertido sexualmente o artificial, es decir, al escritor modernista. Ésta será la lógica que guiará obsesivamente toda la argumentación del autor venezolano contra el modernismo, considerado éste como un «arte patológico, debido al estado mental de sus autores» (p. 30).

A la clara oposición que pontifica acerca de lo normal, mientras que margina lo anormal, Silva extiende la de cerebro sano/cerebro insano, y las respectivas formas literarias que pueden crear uno y otro:

El pensamiento de un cerebro sano, tiene, además, un curso regulado por las leyes de la lógica i la inspección de la atención; toma por contenido un objeto determinado, lo labra i le da forma i lo agota. El hombre sano puede contar lo que piensa, i su narración tiene un principio i un fin; el imbécil místico, por lo contrario, piensa únicamente con arreglo a las leyes mecánicas de la asociación de ideas, sin atención a un hilo conductor; tiene una fuga de ideas... Si escribe poesías, no desarrollará pues nunca una serie lógica de ideas, sino que tratará de representar, con palabras oscuras de un colorido emocional determinado, una emoción, una disposición de espíritu.


(p. 351)                


Según añade el autor, en Francia han encontrado una palabra para designar a esta forma pervertida del arte: simbolismo (p. 352).

Así, Silva analizará prolijamente en esta línea discursiva (que aplicará más desaforadamente aún que su mentor) toda una serie de aspectos del movimiento literario. Por ejemplo, los modernistas proclamaban que el arte no podía tener reglas, pero lo que sucedía realmente era que «el degenerado no puede crear según un orden de cosas lógicamente establecido» (p. 321). En cuanto al modo de expresión, «los críticos científicos han demostrado con las pruebas en la mano que hai una relación íntima entre el lenguaje típicamente modernista i el de los recluidos en los asilos a causa de enfermedades nerviosas i mentales» (p. 345). Su reiterado lema de «épater le bourgeois», pues, no obedecería sino a la «necesidad patológica de ocupar la atención del público» (p. 410).

En lo que se refiere al deseo del escritor finisecular de conjunción de todas las artes en una, de todos los sentidos en una prolongada sinestesia, Silva sentenciará categórico:

Las sinfonías interiores, gustativas i olfativas, la melodía ideal, el color de las palabras i muchas otras alucinaciones análogas que algunos modernistas consideraban como privilegio de algunos individuos, son mui conocidas de la Psiquiatría. Pertenecen al gran cortejo de perturbaciones psíquicas que se manifiestan en algunas psicosis graves.


(p. 155)                


En consonancia con esto se explicará la preferencia hacia determinados colores, en concreto el gris, que (por influencia de Verlaine) se convertirá «en color y símbolo preferido para los modernistas» (Ferreres, 1975, pp. 79-80) en España e Hispanoamérica, quienes lo utilizarán incluso desde el título de algunos de sus poemas, como en el caso de Sinfonía en gris mayor, de Rubén Darío, El jardín gris, de Manuel Machado, o Las niñas grises, de Francisco Villaespesa, porque: «Hoi está demostrado que los neurasténicos i los histéricos sienten particularmente el efecto de los colores que responden al estado de fatiga i agotamiento nervioso» (p. 149).

En consecuencia, «¿Se necesitarán más pruebas para demostrar el carácter patológico de los maestros del modernismo?» (p. 95).

Aunque examina distintas figuras representativas de esta tendencia finisecular, remontándose a los que considera sus precursores e iniciadores franceses (a cuya cabeza sitúa a Baudelaire), Silva centra preferentemente su atención en la figura de Rubén Darío, a quien tradicionalmente se ha venido considerando, en mayor o menor medida, la figura fundacional de este movimiento de renovación. El venezolano lo califica abiertamente de enfermo mental, con un carácter de «manifestaciones morbosas, agravadas por el abuso del alcohol» (p. 134) y, siempre según su opinión, ello justificaría la supuesta originalidad de su obra:

Es lógico que un neurótico alcoholizado, como Rubén Darío, i con un carácter tan extravagante, sintiese un raro placer en hacer toda clase de innovaciones poéticas.


(p. 135)                


Siguiendo la habitual fórmula de las oposiciones de términos binarios, Silva Uzcátegui se ve en la necesidad de erigir una figura a la que (sobre)valorar positivamente como modelo a confrontar con Darío. Y va a elegir, a tal efecto, dos literatos, uno en España y otro en Hispanoamérica -para abarcar así los dos ámbitos geográficos del modernismo-, a los que considera hombres superiores y dotados de un cerebro sano, ejemplos de moralidad, espiritualidad, naturalidad y patriotismo. Se tratará, en concreto, de José María Gabriel y Galán, del que, en el colmo de la falta de perspectiva y de criterios de verdadera valía literaria, aduce:

No hubo menester Gabriel i Galán ir a beber inspiración en las fuentes corrompidas i malsanas de un Baudelaire o de un Verlaine. [...] I sin embargo, dificilillo es encontrar en todo el repertorio modernista algo que por la armonía, la expontaneidad [sic], el sentimiento i la maestría con que está hecho, supere a los versos que a Gabriel i Galán le inspiraron los campos de Castilla i el amor de los suyos [...].


(p. 299)                


y Andrés Bello, al que dedica elogiosamente varias páginas henchidas de retórica grandilocuente:

¿Cómo esperar que en vez de las ideas edificantes que inculcaba Bello a la juventud de su tiempo, se hallen en Darío otra cosa que no sea el sedimento de aquella literatura de enfermiza orientación moral, censurada hasta por pensadores [...] libérrimos?


(p. 262)                


En la misma línea teórica de oposición de contrarios, y con idéntico planteamiento de conjunción de los siete discursos mencionados, el autor dedica amplio espacio a diferenciar los demonizados libros modernistas de los sanos y provechosos libros de literatura canónica. Así, los primeros resultan rechazables incluso desde su propia portada, pues...

¿Qué luz matinal va a salir de aquellos dibujos herméticos, enigmáticos y sibilinos; donde la noche rastrea por negras encrucijadas, i el rayo serpentea por un cielo cumuloso de azul subido i escarlata sangrienta? Pues lo interno del edificio responde a la portada: la bruma, los fuegos fatuos, las líneas imprecisas, sueños de calavera bohemia, graves aforismos tertulianescos, dudas heterodoxas, afirmaciones blasfemas, trinos de ángeles, silbos de serpientes, sombras, luz, veneno, miel, conatos de poesía, remate de furioso desvarío, fruto en el corazón de desdeñoso escepticismo, o lo que es lo mismo, de amarga melancolía.


(pp. 263-64)                


Frente al vocabulario de esta descripción, que abunda en las connotaciones de caos, desequilibrio, sentimientos negativos, provocación religiosa y escéptico pesimismo, los libros sanos son invocados en términos exactamente opuestos:

Esos son, en general, los libros añejos de pura cepa castellana, por cuyas venas corría el mosto sagrado de la fe, que como libación refrescante alegra i fortifica; fuentes de normalidad4 i de equilibrio ponderativo i armónico, soplo risueño, optimista i esperanzado; al cabo, como salidos de pechos amplios i serenos, como manantiales de almas creyentes.


(p. 264)                


Y es que, en decididas cuentas, y como explicará por activa y por pasiva el autor venezolano:

La literatura modernista no es sana, ni equilibrada, ni robusta; es enfermiza, desequilibrada y afeminada; es anormal, psiquiátrica, erotómana, falsamente mística, que junta lo más sagrado con lo más lascivo... inmoral y determinista.


(p. 80)                


Pero si la crítica antimodernista en general recurrió hasta la extenuación a sus ideologizadas oposiciones positivo/negativo, normal/anormal, sano/enfermizo, moral/inmoral, etc., con el propósito de consagrar los valores establecidos y marginar la disidencia, no es menos cierto que el modernismo pronto demostraría su capacidad para invertir los términos de las oposiciones en su favor. Como bien explica Michel Foucault, toda relación de poder entre un centro (la autoridad institucionalizada) y sus márgenes implica un potencial de confrontación e interdependencia que permite la inversión (cf. Foucault, 1982).

En este sentido habría que entender la publicación del libro de Rubén Darío, Los raros (1896)5, concebido contra el fondo ideológico y cultural dominante y que iba a presentar como positivas las categorías de decadencia, degeneración, hipersensibilidad, inmoralidad, etc., invirtiendo los binarios. Frente a las connotaciones negativas que la palabra raro guardaba para la cultura institucionalizada, Darío le confiere ahora un matiz positivo. El propio Silva, refiriéndose al poeta, proclamaría despectivamente: «Por sobre todo, él buscaba lo raro» (p. 135). Y así, ensalzando lo raro con el mismo tipo de vocabulario con que se criticaban sus obras, pero ahora con valor invertido, el nicaragüense canoniza a toda una serie de figuras que constituyen un punto de referencia, una suerte de dioses tutelares de la literatura de la modernidad: Edgar Allan Poe, Paul Verlaine, Leconte de Lisie, Jean Moreas, el conde de Lautréamont, Henrik Ibsen, Eugenio de Castro, etc. Incluso, en una pirueta de lúdica ironía, dedica un capítulo al propio Max Nordau, quien «habla del arte, con el mismo tono con que hablaría de la fiebre amarilla o del tifus [y] de los artistas y de los poetas como de casos» (Darío, 1950, p. 462).

Para terminar con la revisión del contexto ideológico y socio-cultural en que se publicó la obra de Silva Uzcátegui, se deberían formular algunas reflexiones en torno a su fecha de edición.

En primer lugar, y partiendo de la pervivencia de la colonización de la literatura por parte del discurso médico-psicológico, que parece mantener su hegemonía durante décadas, llama la atención la virulencia de las argumentaciones del venezolano en un momento en que el movimiento modernista había perdido toda su vigencia muchos años atrás. De hecho, Manuel Machado afirmaría en 1913, en su obra -ya citada- La guerra literaria, que el modernismo como tal ya no existía, mientras que otra fecha que señalará su punto y final es la simbólica de 1916, coincidiendo con el fallecimiento de Rubén Darío. Pero, en cualquier caso, podría pensarse que resultaba absurdo proceder a una crítica tan acerba de un fenómeno con seguridad inoperante en 19256. A no ser, claro está, que de alguna manera el autor reconozca que su influencia continua actuando en la realidad literaria del momento: «Los modernistas, según el concepto entonces vigente -que aún hoi por desgracia nuestra impera entre cierta plebe ilustrada» (p. 21). Y así es, pues -quizá inconscientemente- Silva percibe más allá de las modas el germen de radical modernidad que conllevaba el modernismo, por lo que encuentra secuela suya toda la literatura y el arte de las vanguardias que se estaban desarrollando en la década de los años veinte. De ahí que proclame acusador: «Basta examinar algunas de las últimas manifestaciones artísticas, para comprender a qué estado ha llegado el arte con la libertad que le dieron los modernistas» (p. 209).

Silva Uzcátegui dedicará varias páginas de su obra (pp. 209-25) a pasar revista a los diferentes movimientos de vanguardia (ultraísmo, futurismo, cubismo, dadaísmo, etc.) en términos en todo idénticos a los empleados para descalificar el modernismo. Y es que se pueden suscribir las palabras de José María Martínez Cachero cuando apunta que el movimiento modernista tuvo mucho «de transformación definitiva» (Martínez Cachero, 1953, p. 333). Es el miedo a ese potencial, sin duda, lo que subyace bajo las palabras del autor venezolano.

Es decir, una lectura profunda de Historia crítica del modernismo de Silva Uzcátegui revela que, en el fondo, no se trata sino de la admisión involuntaria del poder de subversión que el modernismo otorgó a la literatura y a las artes frente a los principios monolíticos de la sociedad establecida, subversión que alcanzaría sus grados más extremos con los diferentes ismos vanguardistas.








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