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Nuevos testimonios de lectura oral en la narrativa moderna: de Mary W. Shelley y Washington Irving a Eduardo Galeano1

José Manuel Pedrosa Bartolomé


Universidad de Alcalá



A la memoria de Carlos Sáez.

La modalidad de lectura que ha sido llamada oral, es decir, realizada en voz alta por una persona letrada para un público colectivo -formado a veces por personas letradas, otras por personas iletradas, y las más por un auditorio mixto- ha despertado el interés y recibido la atención de innumerables historiadores de la cultura. Gracias a ellos sabemos que tal modo de leer fue perfectamente común en el período histórico que precedió a la invención de la imprenta, así como en los siglos -XV, XVI, XVII...- que vieron los primeros pasos del nuevo invento, cuando el porcentaje de población iletrada era aún muy elevado, lo que obligaba a recurrir a la lectura oral y pública como medio de que la cultura escrita pudiese llegar a un público más amplio que el que conformaba las menguadas élites letradas.

Es casi obligado recordar, cuando se habla de esta forma de lectura, el célebre pasaje del Quijote I:32 que afirmaba que:

cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas2.





Tampoco se puede olvidar, al hablar de la lectura oral en los Siglos de Oro, la no menos célebre escena, al final del mismo capítulo del Quijote, en que el cura lee en voz alta, a sus atentos compañeros de la venta, la novela del Curioso impertinente3.

Muchos menos reflejos ha encontrado este modo de lectura en la literatura de los siglos XIX y XX, en que el crecimiento imparable de la población letrada, en todo Occidente, fue relegando el fenómeno de la lectura oral y pública a círculos y a ámbitos cada vez más reducidos y menos representativos, aunque pueda afirmarse que no ha llegado nunca a desaparecer, del mismo modo que no ha llegado a desaparecer tampoco el analfabetismo, ni siquiera en las sociedades más desarrolladas.

En este breve artículo me propongo dar a conocer diversas obras maestras de la narrativa moderna que incluyen escenas y episodios que nos pueden permitir hacer un seguimiento, hasta épocas relativamente recientes, de esta modalidad de lectura, y comprobar hasta qué punto ha seguido y sigue todavía hoy viva -bien que de un modo bastante precario- y encontrando algún tipo reflejo en la literatura.

Una obra en que la lectura oral adquiere un relieve y un significado extraordinarios es Frankenstein, or The Modern Prometheus (Frankenstein, o el moderno Prometeo), de la escritora romántica británica Mary W. Shelley, que salió de la imprenta en el año 1818.

Las reflexiones y descripciones sobre la creación y sobre la transmisión de la literatura son constantes en la célebre novela. En el Prólogo daba a entender la autora que, durante muchas veladas nocturnas, ella y sus compañeros de estancia en la agreste Suiza -su esposo Percy B. Shelley, Lord Byron y otros amigos- se dedicaban a entretenerse con «historias alemanas de fantasmas», lo cual sugiere que las leían juntos -actividad, por otro lado, tan típicamente romántica-. El hecho de que el «deseo juguetón de emularlos» que asaltó a los viajeros ingleses se transformase en relatos escritos por ellos mismos, refuerza la posibilidad de que las fuentes de sus «historias alemanas de fantasmas» fuesen también escritas, y de que la «diversión» a la que tan gustosamente se entregaban consistiese en compartirlas a través de su lectura oral y en común:

Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de ellos resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a crear) y yo nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural.

Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes, donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato que sigue es el único que se terminó4.



En la Introducción que Mary W. Shelley escribió para la edición de 1831 de su Frankenstein, la descripción de las circunstancias que rodearon su génesis confirma que las veladas suizas aderezadas de lectura en común de libros «traducidos del alemán al francés», y de ensayos de escritura seguidos y comentados -indudablemente en voz alta- por todos los amigos, fueron el motor que impulsó su novela:

Pero resultó ser un verano húmedo y desagradable, la lluvia incesante nos confinaba frecuentemente en la casa. Unos volúmenes de historias de fantasmas, traducidos del alemán al francés, cayeron en nuestras manos. Allí estaba la Historia del amante inconstante, el cual, cuando intentaba abrazar a la novia a quien había jurado su amor, se encontraba a sí mismo en los brazos del pálido fantasma de aquélla a quien había abandonado. Estaba allí el cuento del patriarca pecador cuyo miserable destino era dar el beso de la muerte a todos los hijos de su estirpe maldita justo en el momento en que alcanzaban la juventud...

No he vuelto a ver aquellas historias desde entonces, pero sus incidentes están tan frescos en mi mente como si las hubiese leído ayer.

«Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas», dijo Lord Byron, y su propuesta fue aceptada. Éramos cuatro. El noble autor comenzó un relato, un fragmento del cual ha sido publicado al final de su poema Mazzepa. Shelley, más apto para encarnar ideas y sentimientos en el brillo de las imágenes y en la música de los versos más melodiosos que adornan nuestra lengua que para inventar el mecanismo de una historia, comenzó una sobre la experiencia de su vida primera. El pobre Polidori tuvo una especie de idea horrible sobre una mujer con cabeza de calavera que había sido castigada por espiar a través de un agujero -el qué no me acuerdo: algo muy espantoso y malo, por supuesto...

Incluso los dos ilustres poetas, aburridos por la vulgaridad de la prosa, abandonaron muy pronto la que para ellos era una tarea poco agradable5.



Pero mucho más interés, desde el punto de vista de la historiografía de la lectura oral, tienen diversas escenas que describen cómo una desgraciada familia de exiliados, formada por el padre ciego y sus dos hijos, que viven en una pobre cabaña escondida en los Alpes, se dedica también, por las noches, a entretenerse con el placer de la lectura oral. El desdichado monstruo creado por el doctor Frankenstein, que vive escondido de todo el mundo en una cabaña vecina, espía subrepticiamente, muchas noches, esas sesiones de lectura oral, que describe del siguiente modo:

Pronto cayó la noche; pero, ante mi asombro, vi que los habitantes de aquella casa tenían un modo de prolongar la luz, por medio de bastones de cera, y me alegró que la puesta de sol no pusiera fin al gozo que experimentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, la joven y su compañero se dedicaron a diversas ocupaciones que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el instrumento que producía aquellos divinos sonidos que tanto me habían complacido por la mañana. En cuanto hubo finalizado, el joven comenzó no a tocar, sino a articular una serie de sonidos monótonos que no se asemejaban ni a la armonía del instrumento del anciano ni al canto de los pájaros. Más tarde supe que leía en voz alta, pero en aquellos momentos nada sabía de la ciencia de las letras ni de las palabras.

Tras permanecer así ocupados durante un breve tiempo, la familia apagó las luces y se retiró, presumo que a descansar6.



Más adelante, cuando se una a la desgraciada familia de exiliados una joven de origen turco que acude a unirse con su prometido Félix, el hijo que suele leer libros por las noches a su familia, las sesiones de lectura se harán aún más intensas, porque Félix las utilizará para enseñar a leer a su amada:

El libro con el cual Félix enseñaba a Safie era Las Ruinas, o Meditación sobre la Revolución de los Imperios, de Volney. No hubiera entendido la intención del libro, de no ser porque Félix, al leerlo, daba minuciosas explicaciones. Había elegido esta obra, dijo, porque su estilo declamatorio imitaba el de autores orientales. A través de este libro, obtuve una panorámica de la historia y algunas nociones acerca de los imperios que existían en el mundo actual. Me dio una visión de las costumbres, gobiernos y religiones que tenían las distintas naciones de la Tierra. Oí hablar de los indolentes asiáticos, de la magnífica genialidad y actividad intelectual de los griegos, de las guerras y virtudes de los romanos, de su degeneración posterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; del nacimiento de las órdenes de caballería, la cristiandad, los reyes. Supe del desfallecimiento del hemisferio americano y lloré con Safie la desdichada suerte de sus indígenas.

Estas maravillosas narraciones me llenaban de extraños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tan poderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas veces se mostraba como un vástago del mal; otras, como todo lo que de noble y divino se puede concebir...

Ahora, cada conversación de mis vecinos me descubría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones que Félix le daba a la joven árabe como aprendí el extraño sistema de la sociedad humana. Supe del reparto de riquezas, de inmensas fortunas y tremendas miserias; de la existencia del rango, el linaje y la nobleza7.



El monstruoso ser creado por el doctor Frankenstein se revela, de este modo, como extraordinariamente inteligente y dotado para el aprendizaje. De hecho, a partir sólo de las «lecciones» que inadvertidamente le proporcionaba Félix muchas noches, el gigante escondido aprendió no sólo a leer, sino incluso a escribir. Y tanta habilidad desarrolló que, como confesaría mucho después a su creador, llegó hasta a ser capaz de copiar al dictado las cartas que el joven Félix había recibido de su amada -y leído en voz alta a su padre y a su hermana- antes de la reunión de los dos amantes:

Durante los días siguientes, mientras se preparaba la huida del mercader, el entusiasmo de Félix se vio incrementado por varias cartas que recibió de la hermosa joven, que encontró el medio de expresarse en el idioma de su amado gracias a la ayuda de un viejo criado de su padre, que sabía francés. En ellas le agradecía efusivamente la ayuda que intentaba prestarles, a la par que lamentaba discretamente su propia suerte.

Tengo copias de estas cartas, pues mientras viví en el cobertizo pude hacerme con útiles de escribir; y Félix o Agatha a menudo tuvieron las cartas en sus manos. Antes de partir te las enseñaré; probarán la veracidad de mi relato. De momento, sólo podré resumírtelas, ya que el sol comienza a declinar8.



No sólo a escribir aprenderá el monstruoso gigante, gracias a las lecciones que, desde su escondite, recibía de Félix. Una de las siguientes escenas nos lo muestra entusiasmado con lecturas nada fáciles para quien acababa, entre otras cosas, de ser creado, y, por supuesto, de aprender lo que era un libro y cómo podía ser descifrado:

Durante una de mis acostumbradas salidas nocturnas al bosque, donde me procuraba alimentos para mí y leña para mis protectores, encontré una bolsa de cuero llena de ropa y libros. Cogí ansiosamente este premio y volví con él a mi cobertizo. Por fortuna los libros estaban escritos en la lengua que había adquirido de mis vecinos. Eran El paraíso perdido, un volumen de Las vidas paralelas de Plutarco y Las desventuras del joven Werther de Goethe.

La posesión de estos tesoros me proporcionó un inmenso placer. Con ellos estudiaba y me ejercitaba la mente, mientras mis amigos realizaban sus quehaceres cotidianos.

Apenas si podría describirte la impresión que me produjeron estas obras. Despertaron en mí un cúmulo de nuevas imágenes y sentimientos, que a veces me extasiaban, pero que con mayor frecuencia me sumían en una absoluta depresión...

En el curso de mi lectura iba efectuando numerosas comparaciones con mis propios sentimientos y mi triste situación. Encontraba muchos puntos en común, y, a la vez, curiosamente distintos, entre mí mismo y los personajes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones era obsevador9...



Los siguientes párrafos de la novela describirán las impresiones que el monstruo creado por Frankenstein obtuvo de estos tres libros. Y poco después, Mary W. Shelley nos lo mostrará leyendo asombrado el diario encontrado en el gabán con el que había huido de la casa del doctor, escrito por su creador en el período en que éste se hallaba construyendo, sumido en el delirio y en el horror, a su extraordinaria criatura10.

Otra obra maestra de la narrativa romántica que contiene alguna escena interesante desde el punto de vista de la historiografía de la lectura oral es la de The Alhambra: A series of Tales and Sketches of the Moors and Spaniards (Cuentos de la Alhambra), publicada por el norteamericano Washington Irving en 1832. A través de sus páginas, podemos asistir a episodios tan significativos como el siguiente:

Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto11.



Finalmente, y dando un gran salto en el espacio y en el tiempo, nos trasladaremos al Cono Sur americano de la década de 1970, en cuyo opresivo ambiente -dominado por la represión de las dictaduras militares- el escritor uruguayo Eduardo Galeano escenificó su emotiva novela Días y noches de amor y de guerra (1978).

Varias son las escenas de lectura oral que se introducen en las páginas de esta obra. Una tiene por escenario un café que reúne a parroquianos uruguayos en torno a la angustiosa lectura de la prensa:

Por la mañana salen de Paysandú y cruzan a tierra argentina. Compran, entre todos, un ejemplar de Crisis y ocupan un café. Uno de ellos lee en voz alta, página por página, para todos. Escuchan y discuten. La lectura dura todo el día. Cuando termina, dejan la revista de regalo al dueño del café y se vuelven a mi país, donde está prohibida12.



Otros personajes ansiosamente entregados a la lectura oral y en común que son descritos en la misma novela son los presos políticos encerrados en siniestras cárceles:

Los presos se amontonaban uno encima del otro, rodeados de fusiles, y no podían moverse ni para mear. Cada día uno de los presos se paraba y leía para todos.

Yo quería contarle, don Alejo, que los presos quisieron leer El siglo de las luces y no pudieron. Los guardias dejaron entrar el libro, pero los presos no pudieron leerlo. Quiero decir: lo empezaron varias veces y varias veces tuvieron que dejarlo. Usted les hacía sentir la lluvia y los olores violentos de la tierra y de la noche. Usted les llevaba el mar y el estrépito del oleaje rompiendo contra la quilla del buque y les mostraba el latido del cielo a la hora en que nace el día y ellos no podían seguir leyendo eso13.



Cerramos, con estas emotivas líneas, dramática mezcla de ficción y de realidad dirigida por el uruguayo Eduardo Galeano al cubano Alejo Carpentier, autor de El siglo de las luces que quisieron y apenas pudieron leer los presos de las oscuras cárceles americanas, este rápido pero intenso y variado repaso de algunas obras maestras de la narrativa de los siglos XIX y XX que nos han permitido hacer el seguimiento del cada vez más precario, pero aún vivo, latido de la lectura oral y pública en el seno de nuestras sociedades modernas.





 
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