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Nunca seremos estrellas del rock

(Capítulo 1)

Jordi Sierra i Fabra





Tuve un sueño, hace un par de semanas, puede que menos. Un sueño... ¿cómo explicarlo? Si digo que fue jodido parece como si sólo hubiera sido una pesadilla, y en realidad fue demoledor. Esa clase de cosas que te pegan fuerte, te golpean. Despierto o dormido acaban dejándote... bueno, ya me entendéis: ¡Push!

Imaginaos a un tío con cara de trauma psíquico y a su lado uno de esos bocadillos de viñeta de cómic con eso: ¡Push!

Así estaba yo.

Caminaba por un cementerio, pero no me sentía lúgubre o asustado. Era un lugar hermoso, agradable, lleno de paz. La clase de lugar en el uno querría descansar eternamente si al morir no le incineran. Entonces empecé a ver todas las tumbas, todas. Ahí estaban Cobain, Morrison, Lennon, Hendrix y los demás. Tumbas cargadas de vida, ¿captáis el contrasentido? Tumbas de colores, llenas de flores, cubiertas de graffitis de arriba abajo, preñadas de la devoción de los irreductibles, aunque en ese momento sólo yo estaba allí. Por el suelo casi podían verse las huellas de todas las lágrimas derramadas a través del tiempo. Las lágrimas de la legión de los desesperados y desheredados que aún gritaban y se lamentaban. «Kurt, maldito cabrón, te necesitábamos», «Jim, sé que estás ahí, en alguna parte, llámame», «Te quiero, John, espérame», «¿Por qué te fuiste, Jimi?». Pintadas llenas de sentidos y sentimientos.

Y no sólo estaban las tumbas de los que se fueron, sino de los que un día lo harían, Clapton, Reed, Jagger, Bowie, McCartney...

Todos los hermanos, los colegas, los que valían algo y representaban algo descansaban allí por los siglos de los siglos, juntos.

Todos menos yo.

Ahí estaba la cosa, que no vi mi tumba.

Así fue como supe que no iba a conseguirlo, que siempre sería un mierda.





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