Para las Coplas por
la muerte de su padre,
sigo el texto del Cancionero de Ramón de
Llabia
[sin l. de e. y sin a. ¿Zaragoza, 1490?],
custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid (Sg. I, 2108). Para las otras
obras, el del Cancionero general de Hernando del Castillo
(Valencia, 1511).
Respeto escrupulosamente
las lecciones de dichos textos, y corrijo tan sólo erratas evidentes. No
estando esta edición destinada a eruditos, modernicé la
ortografía. Omito notas de carácter vario, indicaciones
bibliográficas y aquilatamiento de juicios discutibles, todo lo cual
puede ser consultado en mi tercera edición crítica del Cancionero
de Manrique (Madrid, Clásicos castellanos, 1952).
Las
Coplas de Manrique poseen los rasgos de una
elegía heroica, y como elegía heroica podemos clasificarla o
mejor aún, como oda renacentista. (Anna Krause,
Jorge Manrique and the cult of death in the
cuatrocientos, California, 1937).
Evoquemos, ante todo, al venerado padre
que inspiró la magnífica obra. Don Rodrigo Manrique, conde de
Paredes de Nava, empleó su vida larga y austera en el viril ejercicio de
las armas.
Contaba doce años de edad cuando
ingresó en la Orden de caballería de Santiago. En ella
permaneció cincuenta y ocho, hasta morir.
Luchó contra don Juan II, don
Álvaro de Luna y don Enrique IV, defendiendo la parcialidad de los
Infantes de Aragón y la enseña gloriosa de los Reyes
Católicos.
Son hechos memorables, entre otros
suyos, la toma de las villas de Huéscar y Jimena, marquesado de Villena
y ciudad de Alcaraz, anexados por él a la Corona, y las villas de
Ocaña y Uclés, tomadas para la Orden de Santiago.
—12→
Cincuenta fueron los combates en que,
con suerte diversa, intervino. En veinticuatro batallas venció a moros y
cristianos, mereciendo los motes de
Segundo Cid y
Vigilantísimo.
Con su espada conquistó rentas y
vasallos, como dicen las
Coplas. Y así, entre triunfos y
reveses, pasó su áspera existencia.
Erraría, sin embargo, quien viese
tan sólo en él un férreo banderizo, extraño a la
emotividad, a la delicadeza.
Sensible al amor, casó tres
veces: primero con doña Mencía de Figueroa (que fue madre de don
Jorge), después con doña Beatriz de Guzmán y, finalmente,
con doña Elvira de Castañeda.
En la
Crónica de Enrique IV dice don Alonso
de Palencia, refiriéndose a estas últimas nupcias, que don
Rodrigo las contrajo «ya anciano, pero con vigor y robustez
juveniles».
Muerto don Rodrigo, doña Elvira
le sobrevivió más de treinta y cuatro años, y sostuvo
pleito -por razones pecuniarias- con el primogénito del Maestre.
Esta es la madrastra a quien don Jorge
enderezó su
Convite burlesco.
Era el Maestre trovador cortesano.
Consérvanse cuatro canciones, dos villancicos y un romance suyos. A la
que sería su segunda mujer, o a la última dedicó la
cancioncilla que comienza:
Grandes albricias te pido;
no las niegues, corazón,
q'eres al lugar venido
do lo ganado y perdido
acaban nueva prisión.
—13→
Fue don Rodrigo, según lo
describe don Fernán del Pulgar en los
Claros varones de Castilla, «omne de
mediana estatura, bien proporcionado en la compostura de los miembros; los
cabellos tenia roxos e la nariz un poco larga».
Murió en la villa de
Ocaña, provincia de Toledo, de una pústula cancerosa que le
destruyó el rostro en pocos días.
Tenía setenta años de
edad. Era el 11 de noviembre de 1476.
2
Aurora renacentista
Efímeros son, para Jorge
Manrique, los triunfos, jerarquías, ejércitos, castillos y
pendones; deleznables las cortesanías y deleites, la destreza juvenil,
la frescura de la tez.
Toda mundanal grandeza no es sino llama
que muere de un soplo.
El poeta repite, con Próspero de
Aquitania, que si pudiésemos tornar bello el rostro como podemos
embellecer el alma, ¡qué jubilosa laboriosidad
pondríamos!
La idea de que la vida es fugaz, debe de
ser tan vieja como la muerte. Pero la Edad Media repite, cual ninguna otra, con
apasionado fervor, la imagen del cuerpo que se corrompe, del
señorío que se abate, de la belleza que se desvanece.
Esta certidumbre de la macabra
descomposición se infiltra en el espíritu medieval como una
embriaguez contagiosa.
—14→
Durante los siglos XIV y XV, parece
llenarlo todo. Pero el furor necrófilo, como nota Menéndez Pelayo
en su
Historia de la poesía castellana, se
desencadenó mucho más en Alemania y en la Francia nórdica
que bajo los cielos claros de las penínsulas italiana y
española.
Predicadores, mimos, pintores,
grabadores, clérigos, poetas recuerdan de continuo que el cuerpo
escultural oculta vísceras y humores, que la humana arcilla se
transforma en gusanos y polvo, que la Igualadora implacable señorea a
los hombres. De tal pensamiento, rudamente igualitario, nace la
sarcástica
Danza de la Muerte, llamada también
Danza General y
Danza Macabra.
Hay democrática y chocarrera
satisfacción en el aserto de tal obra, poderosos y humildes
danzarán cuando la Muerte lo
mande.
¿Puede suponerse algo más
siniestro que hacer bailar a un moribundo?
La exageración pavorosa del luto,
característica de la Edad Media, ha ido decreciendo hasta obtener las
discretas proporciones que alcanza en nuestros días. Pero en la oda de
Jorge Manrique, influida de las soberbias afirmaciones humanas del
Renacimiento, se dignifica el tránsito, entra el héroe en la
inmortalidad sin renegar de las seculares y pretéritas
hazañas.
Manrique no vilipendia los atractivos
del mundo ni las cualidades humanas. Elogia la discreción, la gracia, la
razón, la bravura; evoca la suntuosidad de la corte, las trovas y
músicas, a las damas, sus vestidos, sus olores.
La muerte no resulta, en la oda,
repulsiva. El Maestre, terminada su vida temporal (que es la
—15→
primera), perdura en el recuerdo de los suyos con otra vida más larga,
de gloria, de honor (que es la segunda). Muere «con voluntad placentera,
clara, pura». Entra, pues, en la inmortalidad, para el goce de la
«vida tercera», infinita.
El epitafio puesto en la tumba de don
Rodrigo Manrique sintetiza el concepto:
Aquí yace muerto el hombre
Que vivo queda su nombre.
3
Actitud interrogativa
El evocar glorias caducas por medio de
interrogaciones es procedimiento muy antiguo. Menéndez Pelayo, en su
obra citada, y también Huizinga, en
El Otoño de la Edad Media,
señalan abundantes ejemplos.
Usase en la profecía de Baruc,
hacia el año 599 antes de Cristo. Diez centurias más tarde, en el
siglo V de nuestra era, reaparece aún en Tiro Próspero.
Pero la moda, la verdadera
predilección por esta fórmula, es absolutamente medieval.
¿Qué ha sido de monarcas y
vasallos, héroes, amadores y beldades?
Ubi sunt? ¡Cómo ha
resonado esta pregunta desoladora en la Edad Media!
Mucho antes que en Manrique y sus
predecesores castellanos aparecen abundantes modelos en la poesía
latinocristiana.
Entre los poemas que proporcionan modelo
más
—16→
antiguo se halla el titulado
De contemptu mundi, compuesto cuando mediaba
el siglo XII por el monje cluniacense Bernardo de Morlay.
«¿Dónde está
-pregunta este último- la gloria de Babilonia?»
«¿Dónde el temible Nabucodonosor y la fuerza de
Darío...?» «¿Dónde Mario y Fabricio...
dónde Rómulo y Remo...?»
En el siglo XIII, Jacopone da Todi,
Joculator Domini, también inquiere
dónde se hallan el glorioso Salomón, el invencible Sansón,
el bello Absalón, el amable Jonatán, el poderoso
César.
Abulbeca, poeta árabe del siglo
XIII, repite el movimiento interrogativo en la casida en que deplora la
pérdida de Córdoba, Sevilla, Valencia y Murcia, conquistadas por
Fernando III y Jaime I.
En la poesía española del
siglo XIV, el canciller Pero López de Ayala utiliza el conocido
procedimiento. En la del siglo XV, Ferrand Sánchez de Calavera1, Fray Migir, el Marqués de
Santillana, Jorge Manrique.
También había inquirido
Petrarca el paradero de riquezas, honores, gemas, cetros, coronas y mitras.
Pero el Petrarca sabe que
un bel morir tutta la vitta
honora.
François Villon, con la
melancolía de su
Ballade des dames du temps jadir, matiza el
tema en Francia; el original y rudo Skelton, en Inglaterra, usa el mismo
procedimiento en una poesía sobre Eduardo IV... La enumeración
puede ser mucho más extensa. El vanidoso y agresivo lord Byron
interroga, de igual modo, en el
Don Juan.
—17→
4
Espíritu de Jorge Manrique
Jorge Manrique nació,
probablemente, en Paredes de Nava, hacia 1440. Se tienen noticias de su vida
sólo desde el año 1470 (cuando venció a Juan de Valenzuela
en Ajofrín, cerca de Toledo), hasta que murió en un combate
sostenido contra el marqués de Villena (don Diego López Pacheco)
en 1479, frente al castillo de Garci Muñoz.
Así, pues, entre 1476 -año
en que murió el Maestre- y 1479 -fecha del fallecimiento de don Jorge-
fueron compuestas las
Coplas inmortales, que son una de las
postreras si no la última producción del autor.
¿Cuáles eran las ideas,
cuáles los sentimientos de Jorge Manrique?
¿Cómo era el ambiente
donde se acendró su alma?
Testigo de tres reinados,
comprobó en las vidas más altas la vanidad de las grandezas.
El Poeta niño pudo contemplar,
desde lejos, la puesta de sol en la fastuosa corte de don Juan II.
Mucho después evocaría,
nostálgico, aquellos aparatosos torneos, acordadas músicas,
trovas, danzas y galanterías palacianas.
Muerto Juan II, don Jorge vio debatirse
durante veinte años a Enrique IV. En el reinado de este último
transcurrió casi toda la juventud del poeta.
Las
Coplas del Provincial y las
Coplas de Mingo
—18→
Revulgo reflejan
el oprobio que mancilló a don Enrique.
En 1465, un puñado de grandes,
entre los que se contaban los Manriques, depusieron una imagen del rey.
Construido un cadalso en que se alzaba un trono, asentaron allí el regio
simulacro y leyéronle las representaciones que tan inútilmente
habían dirigido al monarca. Luego le arrancaron la corona el cetro, la
espada; y lo derribaron con los pies, mientras clamoreaba la jubilosa
multitud.
El infante Alonso, de once años
de edad, «su hermano el inocente, que sucesor le ficieron»,
ascendió allí mismo al solio y los rebeldes lo proclamaron
rey.
Alonso de Palencia, en la
Crónica de Enrique IV, describe con
apasionado rencor a este monarca. El caricaturesco retrato palpita
vitalmente.
Don Jorge pudo admirar, al fin, a los
Reyes Católicos, que iniciaban su era fecundísima.
Hombre de su tiempo, no canta la
naturaleza. Sabido es que para expresar la delectación estética
inspirada por el paisaje, hay que aguardar hasta Rousseau.
El anónimo juglar de
Mio Cid apuntaba escuetas observaciones
topográficas. Berceo, en la
Introducción a los Milagros de Nuestra
Señora, había bosquejado un huerto, aunque sólo se
trata de una alegoría. Manrique siente la naturaleza menos aún
que aquellos viejos versistas. El paisaje no existe para él.
Este poeta es, sin embargo, más
que nada, visual: sensible al color y, sobre todo, a la luz. En sus
poesías menciona el blanco, el verde y el pardo.
—19→
Prefiere,
a los vagos fulgores, la claridad intensa.
Ni cielo ni tierra ni mar tienen para
él valor pictórico. Cuando describe (lo hace sólo una vez
en el
Castillo de Amor) es para materializar
alegóricamente sus afectos.
Estima que el amor es despiadado y
lamentable como la guerra. En sus versos galantes abundan los gemidos y las
expresiones marciales.
Pero, a pesar de su reciedumbre, conoce
la delicadeza y ama la vida. Porque estando él durmiendo le besó
su amiga, dice donosamente:
Quien durmiendo tanto gana,
nunca debe despertar.
Este poeta escribía versos de
amor: casi todo su cancionero es erótico.
Este hombre fue ardido guerrillero: la
muerte lo sorprendió en una batalla.
Floreció su afecto, muchas veces,
en versos cortesanos, artificiosos, frívolos.
Sus alegrías y rencores le
sugirieron, alguna vez, bastos versos de burlas.
Este espíritu, consagrado al amor
y a la guerra, se magnificó al contacto de la muerte.
En su infancia, Manrique había
perdido a su madre. Más tarde, a su primera madrastra. Tendría
unos doce años cuando don Juan II hacía descabezar a don
Álvaro de Luna en un cadalso de Valladolid. (Fue aquel prepotente
Condestable uno de los grandes adversarios de la familia Manrique).
Un lustro más tarde, moría
el Marqués de Santillana, tío del Conde de Paredes; luego este
último.
—20→
5
El momento de las
«Coplas»
Jorge Manrique ha formado su hogar. Su
esposa, doña Guiomar de Castañeda, es hermana de la segunda
madrastra del poeta. Este, próximo a su mujer y a los dos hijos de
ambos, Luis y Luisa, escribe la austera meditación, mojada en
lágrimas.
Don Jorge conoce las tremendas palabras
del
Génesis, «Polvo eres y en polvo
te convertirás».
El profeta Isaías le ha dicho:
«No os acordéis de las cosas pasadas, y no miréis a las
antiguas».
Y el rey Salomón,
desengañado: «No hay memoria de las primeras cosas, ni
habrá tampoco recordación de las que sucederán
después, entre aquellos que han de ser en lo postrero».
Sabe, con Boecio, que «las
deleznables riquezas no acompañan al difunto» y muchos escritores
le han recordado hasta la saciedad que la Fortuna torna, de continuo, su rueda
voluble.
Jorge Manrique ha sintonizado los
efluvios de la multitud innominada, disuelta en los deshielos de la muerte. Sus
Coplas son caudal rumoroso que baja desde
cumbres altísimas.
¿Por qué, pasados unos
cinco siglos, todavía nos interesa y nos conmueve?
Nos emociona porque dice verdades
eternas con palabras sencillas.
¿Qué conceptos
expresa?
No afirma, tan sólo comprueba,
que -«a nuestro parecer»- fue mejor lo pasado.
—21→
Nuestras vidas, fugacidad de instantes,
fluyen como ríos, corren hacia la muerte, receptáculo eterno que
es insaciable como el mar.
También, después del
poeta, lo dijo Fernando de Rojas en
La Celestina: «Corren los días
como agua del río».
La vida se desvanece como sueño.
Paramentos y galas marchítanse como el verdor de las eras,
evapóranse como rocío de los prados.
El culto y elegante Marqués de
Santillana y aquel otro gran señor belicoso que fue Gómez
Manrique, habían versificado conceptos semejantes.
Esta idea de la vanidad de los
atractivos temporales, que se venía repitiendo secularmente, ha logrado
el doloroso y universal triunfo de convertirse en lugar común. Mas para
que una expresión se haga lugar común, debe tener méritos
extraordinarios.
¿Qué más dice el
poeta?
Este mundo no es posada, sino camino.
Placeres y dulzuras son corredores (batidores) con que ilusoriamente
pretendemos explorar y conquistar la vida. Cuando advertimos el error, es
tarde: caemos en la celada de la muerte.
Y la muerte se acerca en silencio. Si
llama a nuestra puerta, todo es en vano.
La devastadora implacable sabe igualar a
papas, reyes y arzobispos con humildes pastores.
Mete la carne mortal en la fragua donde
arde fuego eterno y purificador. O esgrime, iracunda, el arco tenso y
«todo lo pasa de claro con su flecha».
—22→
Esta imagen de la muerte sagitaria
lucía desde mucho antes en la anónima
Danza general.
Pues no hay tan fuerte nin recio gigante
que deste mi arco se pueda amparar,
conviene que mueras, cuando lo tirar,
con esta mi flecha, cruel, traspasante.
El esquelético personaje
solía ser representado con una guadaña en la diestra, o bien con
saeta y arco. Iba en un carro tirado por bueyes o a horcajadas sobre un buey o
vaca. Otras veces, caballero siniestro, marchaba sobre innumerables cuerpos
yacentes, hollándolos con los cascos del corcel.
Después de fecundas
consideraciones filosóficas, Jorge Manrique fija su pensamiento en
algunos hechos históricos. Pero ni griegos ni romanos -tan remotos- le
conmueven. Desdeña también las usuales invocaciones de poetas y
oradores famosos. Desconfiando de ocultas ponzoñas, encomiándose
sólo al Salvador del Mundo. No desea, tampoco, seguir repitiendo -cual
otros- los nombres de personales que fueron cumbres o altiplanos de la
gentilidad.
Prefiere aproximarse a sus
coetáneos entrar de lleno en la vida tumultuosa que él y sus
familiares han vivido.
La moda despótica le dicta, sin
embargo, casi en seguida, un catálogo de celebridades compuesto de
quince nombres. Esta pesada nómina, que hoy nos resulta de
erudición impertinente, obedece a un canon establecido, según
indica
Curtius (Zeitschrift fur Romanische
Philologie, abril, 1932). Manrique quiso vincular la cultura
hispánica con la de la Roma
—23→
cesárea, como
había hecho Alfonso el Sabio en su
Crónica general. El Poeta reconoce al
Maestre las virtudes atribuidas por tradición a excelentes emperadores
romanos.
Nada quedaba de la pomposa corte de don
Juan II, del avasallante poderío del condestable don Álvaro, de
los Infantes de Aragón, inmortalizados por las
Coplas como los infantes carrionenses por el
Cantar de Mio Cid. La influencia de los
Maestres de Santiago y Calatrava, «hermanos tan prosperados como
reyes», se había desvanecido: habían pasado el rey don
Enrique, sensual y taciturno: el infante don Alfonso; don Rodrigo, Conde de
Paredes.
En este personaje, objeto de la oda,
termina el poeta la enumeración. Obedece, pues, a un plan claramente
trazado. No advirtiéndolo, algunos comentaristas se han sorprendido de
que el Maestre ocupe el último espacio en esta lamentación final.
Otros hasta pensaron que nada se hubiese perdido suprimiendo las estrofas
correspondientes.
¿Qué se hizo tanta
grandeza? ¿Qué fue de la ambición, júbilo y
poderío? ¿Qué de tantos odios y luchas?
Se deshizo el hogar de los Manriques,
pasaron el amor y el odio, las galanterías y las burlas: las banderas
rebeldes cayeron a lo largo de los mástiles como esperanzas frustradas;
el tiempo desmoronó torres, allanó muros y hasta borré el
rastro de las tumbas en que Maestre y Poeta reposaban. Pero de aquel siglo XV,
desvanecido en polvo, surge, como de un vaso telúrico, la llama serena
de la elegía inmortal.